Me referiré, en esta contribución al debate de Espacio Público, a los retos que vienen planteando la automatización y la digitalización de los puestos de trabajo, siguiendo el análisis que he realizado en una extensa panorámica publicada recientemente como documento de trabajo del ICEI [1], actualizada con los resultados de algunos trabajos publicados con posterioridad, dado que la actualidad del tema hace que no dejen de aparecer nuevas investigaciones, además de numerosos artículos en la prensa y en portales de Internet. Pues, a mi juicio, del análisis de la información disponible, los dos cambios principales que están ocurriendo desde el último tercio del siglo pasado y que afectan profundamente al mundo del trabajo son la creciente desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza y el impacto del cambio del paradigma tecno-económico ligado a la automatización y la digitalización[2].
Nos encontramos en medio de quinta onda larga del capitalismo, que empezó en los últimos años del siglo pasado con la decadencia del paradigma tecno-económico conocido como fordismo y con la crisis de los años 90 y su sustitución por otro nuevo, basado en las tecnologías de la información y las redes, el desarrollo de la economía basada en el conocimiento, el cambio en la provisión de necesidades colectivas y una reconfiguración de las relaciones sociales. La digitalización corresponde al paso de un capitalismo industrial a un capitalismo cibernético o digital, es un nivel más alto de automatización en el que el uso de los robots se empareja con la Inteligencia Artificial.
Una de las implicaciones de los actuales procesos de digitalización es que se han empezado a borrar las diferencias entre la industria y los servicios, de manera que la distinción relevante en esta quinta onda larga del capitalismo sería entre las tareas no rutinarias (no repetitivas, no fácilmente codificables) y las tareas rutinarias, que están asociadas respectivamente con el trabajo cualificado o con un alto nivel educativo y el trabajo no cualificado (distinción que no es exactamente la misma que puestos de trabajo con salarios altos y con salarios bajos), con independencia de cuál sea el sector productivo.
Se da también un crecimiento de la “servitización”, un concepto que hace referencia a la importancia creciente de los servicios vinculados al producto en el valor agregado de las empresas manufactureras. En consecuencia, el aumento del sector servicios desde finales del siglo pasado vendría en parte asociado a la externalización y consecuente sub-contratación de actividades que antes se realizaban dentro de las empresas, actividades que estadísticamente se considera que pertenecen al sector de servicios y la digitalización favorece ese proceso.
Y no debe dejarse de mencionar otro efecto de la digitalización sobre la estructura y dinámica empresarial, la aparición de nuevas empresas transnacionales, las “multinacionales de la economía digital” que valoran más los activos intangibles (no físicos) que los activos físicos, de manera que necesitan en menor medida llevar a cabo actividades de fabricación y servicios fuera de su país de origen, lo que tiene consecuencias para las llamadas cadenas globales de valor, que aparecieron con la actual globalización, revirtiendo su proceso de expansión.
Los dos principales efectos de la digitalización abordados por la investigación económica son: por un lado, la polarización entre empleos bien pagados y empleos mal pagados, entre empleos que exigen altas cualificaciones y empleos con bajas cualificaciones; y, por otro lado, la posible pérdida de trabajos o los empleos que están en riesgo de perderse debido a la automatización. Pero también hay estudios sobre los efectos sobre las condiciones de trabajo y empleo y sobre los efectos económicos y sociales.
Por lo que respecta a la llamada polarización, la evidencia empírica disponible, que recojo en mi trabajo citado, parece [3] que confirma más que rechaza la existencia de la misma, si bien la imagen que nos encontramos es heterogénea, lo que sería una indicación de que la polarización no se determina tecnológicamente ni de manera exógena y que las diversas especificidades nacionales, y no menos las políticas e instituciones, pueden influir en el resultado del cambio estructural en el mercado laboral.
Para España, la mayoría de estudios apuntan a la existencia de polarización del empleo en el mercado laboral, pero sin que se refleje en una polarización de los salarios. El reciente trabajo de Longmuir, Schröder y Targa (2020) para 30 países (de Europa, América Latina, más Egipto e India) confirma la polarización del empleo en 25 de ellos –incluyendo España con datos de 1990 a 2004- y la rechaza en 5, así como rechaza la polarización en los ingresos en 23 de 25 de ellos, lo que se explica porque la desigualdad ocurre fundamentalmente dentro de las ocupaciones y no entre ocupaciones diferentes.
Similares resultados obtienen Breemersch, Damijan y Konings (2019) para un conjunto de 19 países pertenecientes a la OCDE (incluyendo España) para el periodo 1997-2010, si bien con una destacada heterogeneidad, destacando que la polarización se da más dentro de los sectores productivos que por el traslado del empleo a los sectores con trabajos mejor retribuidos, en la medida en que se atribuye fundamentalmente a la incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación y, en mucha menor medida, al impacto de las importaciones procedentes de China.
La segunda cuestión es la cuantificación de la pérdida de trabajos o de empleos que están en riesgo debido a la automatización y la digitalización y si va a haber o no una pérdida neta de empleos. Hay también mucha discusión sobre este tema, como lo hubo con los cambios tecnológicos de la cuarta onda larga en los países del centro capitalista. Hoy como entonces los hay pesimistas y optimistas. Las previsiones que hace CEDEFOB (2018) son que, en conjunto, se espera que el crecimiento del empleo en la UE sea moderado a lo largo del periodo de proyección hasta 2030, centrándose en su mayor parte en el sector servicios.
La revisión de trabajos que he realizado concluye que entre el 45 y el 50 de los empleos tiene un alto riesgo o un riesgo alto de ser automatizados y España está entre el tercio de países con porcentajes más altos. Además, el saldo neto de los empleos que se pueden crear y los que se destruirán es negativo. Según las estimaciones de Eurofound (2019), teniendo en cuenta los costes de la automatización, el empleo neto en manufacturas y servicios públicos en un escenario de alto coste será un 20 por 100 más bajo que el escenario base (que prevé un moderado crecimiento del empleo); y entre un 30 y un 35 por 100 más bajo en dos escenarios de bajo coste. Se ha dedicado una atención especial al papel que tiene la robotización en el empleo y, como suele ocurrir en economía, las estimaciones que he recogido, ya sean macroeconómicas o a nivel de empresas, dan resultados dispares y algunas de ellas ofrecen un muy bajo poder explicativo, por citar la más reciente
Las recetas, más bien simples, que casi todos los “expertos” proponen se centran en la necesidad de más educación, formación a lo largo de la vida y políticas “activas” de empleo (Grigoli, Koczan, Topalova, 2020). Algunos van más allá y descargan el peso de los dramáticos efectos sobre los trabajadores, apelando a su responsabilidad personal para mantener un aprendizaje a lo largo de la vida y para someterse voluntariamente a la actualización periódica de habilidades.
Para España se olvida que tiene el porcentaje más alto de sobre-cualificación o desajuste educativo de la Unión Europea, un 37,6 por 100 de los titulados según el Informe de la Fundación CYD de 2018, alrededor del 20 por 100 de forma permanente, creciendo de manera ininterrumpida el número de titulados por encima de los empleos que para ellos se crean, si bien el desajuste no es igual por titulaciones y está muy influido por el origen social (María Ramos, 2017). Y en ese desajuste es fundamental la estructura productiva: con un país fuertemente orientado hacia los servicios, con predominio del turismo y la hostelería, es difícil que se ofrezcan puestos de trabajo para licenciados, menos aún para las profesiones STEM (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas). En Martín, Rodríguez y Suso (2020, Fundación Alternativas) se hacen algunas recomendaciones, en la línea de un gran pacto social digital. Ahora bien, en la una reflexión sobre los efectos de la digitalización, me parece necesario llamar la atención sobre al menos seis consecuencias, que nos dan pistas de hacia dónde debemos ir.
En primer lugar que, además de los efectos que la digitalización vaya a tener sobre el empleo y las condiciones de trabajo, en lo que sí parece haber acuerdo es que al igual que con lo sucedido en la cuarta onda larga del capitalismo, no parece que se estén dando ganancias sustanciales en la productividad (la llamada paradoja de Solow formulada en 1987), pero sí se comprueba que está aumentando la fluidez de los mercados y la reducción de las barreras de entrada, así como ha aumentado de manera dramática la dependencia de las plataformas digitales globales. “El hecho de que las plataformas digitales dependen fundamentalmente de las externalidades de red en ambos lados del mercado, lo que lleva naturalmente a estructuras monopolísticas con diversas estrategias de ‘bloqueo’”, está dando lugar a una nueva forma de capitalismo monopolista digital, en el que la dinámica llamada «el ganador se lo lleva todo» se vuelve dominante, a medida que la concentración del mercado permite a los ganadores extraer ganancias a nivel mundial y por un período de tiempo mucho más largo” (Soete, 2018; 38).
En segundo lugar y haciendo referencia a la Inteligencia Artificial (IA), como uno de los componentes principales del proceso de digitalización de nuestras economías y sociedades, a día de hoy, la IA plantea numerosos retos por los cambios que introduce en multitud de campos (es recomendable el número monográfico que acaba de publicar el Cambridge Journal of Regions, Economy and Society, Volumen 13, Issue 1, March 2020, en particular el ensayo introductorio de Clifton, Glasmeier y Gray). Si bien su utilización en el ámbito de la producción y de la gestión pública ha dado lugar a avances sustanciales, no debe olvidarse que el uso de algoritmos por la IA puede discriminar a determinados grupos o personas, también a las mujeres, por ejemplo, en el sistema de justicia criminal y en los procesos de selección. El sesgo proviene tanto de los datos que entrenan a los algoritmos como de la gente que los elabora (Craglia, 2018; 58). Las implicaciones respecto a la invasión de la privacidad son tan grandes, el llamado “capitalismo de vigilancia” del que nos habla Shoshana Zuboff, ya sea como capitalismo “de libre mercado” o como capitalismo “de estado”, que se reclama el derecho individual a no ser medido, analizado ni entrenado por medio de la IA. Hay también efectos macroeconómicos pues, por un lado, puede dar un nuevo impulso a la globalización, pero por otro puede conducir a una repatriación de los empleos que previamente se habían deslocalizado a países de bajos salarios. Si bien no ha sido precisamente la digitalización la que ha puesto de relieve el grave problema de la deslocalización de las industrias en el primer mundo, sino la llegada de un virus, con el que descubrimos que la fabricación de los elementos más imprescindibles (respiradores, equipos de protección, mascarillas, etc.) está prácticamente toda localizada en Asia y no hay producción suficiente (ni de calidad) para satisfacer la demanda urgente y simultánea de los países de ese primer mundo.
Hay quien señala que, en la medida en la que la IA se convierta en parte de las condiciones generales de la producción capitalista, su desarrollo tendría como consecuencia alcanzar un nivel completamente nuevo de automatización, dando al capital una independencia del trabajo sin precedentes (Dyer-Witheford, Mikkola and Steinhoff, 2019; 32). En todo caso, la amenaza a la reproducción económica (y humana) implícita en la revolución que puede traer la IA, surge en un nivel sistémico y por ello hay que afrontarla a ese nivel. Y por eso, hay que decidir en qué tipo de IA se está invirtiendo pues, como señalan Acemoglu y Restrepo (2019; 3), en una era de automatización rápida, si las nuevas tecnologías no aumentan la productividad de manera suficiente, la posición relativa del trabajo se deteriorará y los trabajadores se verán particularmente afectados, por lo que, si no se presta suficiente atención a que la IA cree nueva y mayor demanda de trabajo, en lugar de simplemente reemplazarlo, estaríamos ante un tipo de IA equivocado desde el punto de vista social y económico y habría que pararla antes de que fuera demasiado tarde.
En tercer lugar, una desigualdad creciente, aumentando la parte de la renta nacional atribuida al capital a costa de la del trabajo, en la medida en la que las rentas de la innovación digital están siendo apropiadas por los grupos de mayor renta, el 1 y el 10 por 100: accionistas, inversores, altos ejecutivos y empleados clave de las empresas ganadoras (que por lo general poseen capital y ocupan cargos gerenciales y posiciones directivas en las mismas). Y lo que es peor, como entre otros muchos advierte Soete (2018; 42), estamos viendo que esta concentración de riqueza y poder económico asociado a la digitalización está llevando a una concentración similar del poder político, lo que en última instancia socava la democracia. Hay incluso quien advierte del peligro de desaparición de la “clase media” –cuya importancia cuantitativa y cualitativa no ha dejado de reducirse en los últimos 30 años (OCE, 2019)- y la aparición de un capitalismo “feudal” (Johannessen, 2018).
La introducción de tecnologías digitales “lo que no parece indicarnos es un cambio en la esencia del modelo socio-económico que prevalece. Por el contrario, todo indica, si la política no lo impide, una intensificación de los procesos que generan las desigualdades socio-económicas tanto globalmente como en cada uno de los Estados” (Linares y López, 2016; 232-233). Es lo que señala uno de los principales portavoces de la 4ª revolución industrial: “la desigualdad representa la mayor preocupación social asociada con la Cuarta Revolución Industrial” (Schwab, 2016). Aunque Schwab considera que es la tecnología, no las decisiones políticas y las políticas económicas que les siguen, una de las principales razones de por qué las rentas se han estancado o incluso han descendido para una mayoría de la población en los países de renta alta, debido a la polarización en los empleos de acuerdo a las habilidades educativas. Una apreciación que sólo es parcialmente correcta, al menos en lo que se refiere a la distribución funcional de la renta en los países más desarrollados, pues el descenso continuado de la participación de los salarios en el valor añadido no se debe tanto al progreso tecnológico, sino más bien a los efectos de la globalización (la deslocalización de la industria), la financiarización y a la pérdida de poder negociador de los trabajadores por medio de los sindicatos, esto es, a factores relacionados con la estructura institucional y social. Lo que sí es innegable, como señala Recio (2018; 54), es que “la digitalización constituye un conjunto de tecnologías que permiten reforzar el poder del capital en los tres espacios de conflicto: el de la distribución de la renta (facilita el acceso a fuerza de trabajo más barata), el del control y el de la flexibilidad (puesto que facilita también una organización de la actividad en tiempo real)”.
En cuarto lugar, no olvidar los costes medioambientales que ya se están produciendo como resultado de la digitalización y la automatización. Como señala Mahnkopf (2019; 13), cuando se calculan los ahorros potenciales que traerá la digitalización, no se suele tener en cuenta la energía eléctrica requerida por los múltiples productos “inteligentes” utilizados en la producción, ni la energía que se requiere para la eliminación o reciclaje de los productos viejos o defectuosos. Los centros de datos globales consumen también mucha energía y si se suma la energía utilizada en la transmisión de datos, se estima que representa entre un 3 y un 4 por 100 del total de energía consumida en la Unión Europea en 2016 y, si no se toman medidas, se espera que se doble cada cuatro años. Pero no es sólo la insaciable necesidad de energía, pues la infraestructura digital requiere una inmensa cantidad de metales, muchos de ellos ligados por cierto a conflictos geopolíticos y guerras civiles. Y está la creciente cantidad de desperdicios electrónicos, con metales que tienen una baja tasa de reciclado. Hoy por hoy no parece que el desarrollo tecnológico esté consiguiendo el desacoplamiento entre el proceso de acumulación económica y su impacto sobre la naturaleza, tanto en términos de emisiones (descarbonización) como en términos de uso de recursos naturales (desmaterialización) (Bellver, 2018; 75), probablemente porque no es una prioridad.
En quinto lugar, hay que tener en cuenta el impacto de la digitalización sobre los sistemas fiscales. Un impacto que se suma al ya producido por la globalización, que ha dificultado enormemente el gravamen efectivo de las empresas internacionales y transnacionales, no sólo por el fraccionamiento de su actividad entre muchos países debido a las cadenas globales de valor, también por la planificación fiscal de las empresas favorecida por los paraísos fiscales de todo tipo, algunos de ellos resultado de la competencia fiscal a la baja incluso en áreas cono la Unión Europea (los escandalosos casos de Irlanda, Luxemburgo y Holanda). Tørsløv, Wier y Zucman (2020) han calculado la cuantía de los beneficios que se han derivado a los paraísos fiscales, un 40 por 100 de las compañías multinacionales, y la pérdida que ello supone para los países con alta fiscalidad, que en el caso de los países que no son paraísos fiscales en la Unión Europea supone un 20 por 100 de reducción en los beneficios que tributan. Hay organismos internacionales que se están ocupando del tema, como la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión europea, pero por ahora han quedado en nada, en este último caso ante la lógica oposición, entre otros estados miembro, de paraísos fiscales como Irlanda, por lo que han surgido iniciativas nacionales para gravar los servicios digitales, en particular la publicidad. Pero no se trata sólo del impuesto sobre sociedades, sino de que en la medida en que los empleos que se creen por la digitalización, si es que al final se creara empleo neto, sean cada vez más precarios, como en el caso de las plataformas digitales, se recaudarán también menos impuestos sobre el trabajo.
Por último, pero no por ello menos importante, advertir que quizás haya quien piense que se están exagerando los efectos negativos de la automatización y la digitalización, teniendo en cuenta además la diversidad de cifras disponibles sobre la potencial pérdida de empleos y que la adopción de las nuevas tecnologías tarda tiempo y se ve afectada por muchos factores técnicos y políticos. Para algunos (Figueroa, 2019), el problema principal para la mayoría de los trabajadores es que las nuevas tecnologías, en particular la digitalización, van a cambiar muchos aspectos de su puesto de trabajo. Y ello se debe a que la digitalización está creando una cantidad enorme de datos sobre una gran cantidad de fenómenos nuevos. Y esos datos están en poder de las grandes empresas tecnológicas, bien conocidas: Amazon, Apple, Facebook, Google, Microsoft, Alibaba, Tencent, entre las más importantes. Una parte de esos datos son recopilados en las redes sociales, un asunto sobre el que se está escribiendo mucho, por las graves amenazas a la privacidad que ello implica. La otra parte se está recopilando en las empresas. En este último caso los datos describen los procesos de trabajo en su conjunto, pero también a las personas que los realizan. Y esos datos se pueden usar y se usan (junto a datos obtenidos de las redes sociales) para identificar a los trabajadores, creando perfiles de personalidad y de ideas políticas y sindicales. Ya estamos viendo como entidades públicas están invirtiendo en tecnologías digitales que son inútiles o no proporcionales en cuanto al abuso de derechos que suponen y su aplicación en muchos casos a colectivos vulnerables. Por ello, parece necesario controlar los datos que produce la sociedad, los que producen las personas como trabajadores, como consumidores, como ciudadanos. Necesitamos comprender el impacto político y social de la digitalización en lo que respecta al uso de los datos, pues “si no se hace algo para solucionar que el control privado de datos esté en manos de un puñado de individuos (sic), los trabajadores de todo el mundo verán seriamente afectados sus esfuerzos para controlar la intensificación del uso de datos en el trabajo o para lograr la elección de un gobierno que incluya los datos como parte de su agenda” (Figueroa, 2019; 61) [4].
La tecnología es una relación social y conviene recordarlo: las tecnologías se construyen por personas, empresas y organizaciones concretas, por lo que encarnan y replican las normas sociales, los valores y otras fuerzas económicas, ecológicas, políticas y culturales que existen en cada momento. La tecnología puede ser “neutral”, pero no lo es ni su diseño ni su aplicación.
Al igual que ya se reconoce que la globalización ha dado lugar a ganadores y perdedores y que la reasignación de los trabajadores entre los sectores y países no está exenta de “fricciones” y llevará muchos años, con unos costes equivalentes a considerables años de pérdida de ingresos para los trabajadores, “es razonable pensar que las reasignaciones a que dé lugar la IA se enfrentarán a retos semejantes” (Craglia, 2018; 79) y que para cuando lleguen las compensaciones a los perdedores, si es que llegan, muchos se habrán quedado en el camino. En todo caso, la especie humana es la que tiene que decidir hasta dónde quiere que llegue la automatización y la digitalización, qué tipo de tecnologías se van a desarrollar y cuáles se van a aplicar, cuáles son las políticas públicas que se van adoptar al respecto. El futuro del trabajo será el que nosotros queramos que sea, no hay aquí ningún determinismo.
Notas:
[1] Cuarta revolución industrial, automatización y digitalización: una visión desde la periferia de la Unión Europea en tiempos de pandemia. ICEI WP04-2020. https://eprints.ucm.es/61648/ Las referencias bibliográficas de este texto se encuentran en dicho trabajo y no se incluyen aquí por razones de espacio.
[2] La OCDE está haciendo un esfuerzo para medir de manera armonizada qué se entiende por economía digital, elaborando un conjunto de indicadores del empleo, las habilidades y su contribución al crecimiento económico: A roadmap toward a common framework for measuring the Digital Economy. Report for the G20 Digital Economy Task Force. Saudi Arabia, 2020.
[3] Escribo “parece” porque le investigación empírica en economía, como en el resto de ciencias sociales, no permite establecer relaciones de causalidad y los resultados de los estudios empíricos dependen de los bases de datos, los periodos analizados, los modelos econométricos y estadísticos utilizados, etc.
[4] Nos enteramos por la prensa (el diario.es, 7 de octubre de 2020; EFE, 2 de septiembre de 2020) que Amazon publicó dos ofertas de trabajo de analistas de inteligencia, en las que la descripción del puesto incluía vigilar amenazas sindicales, en un perfil destinado a la investigación sobre la financiación y actividades vinculadas a campañas corporativas dentro y fuera de la empresa, así como protestas, crisis geopolíticas y otros asuntos sensibles para los recursos humanos y las relaciones con los empleados. Las ofertas colocaban al mismo nivel el trabajo sindical, los grupos de odio, el terrorismo y los líderes políticos hostiles.
Sobre la irreversibilidad de la Historia
23/12/2020
Carlos Javier Bugallo Salomón
Doctorando en Comunicación e Interculturalidad en la Universidad de Valencia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía. Licenciado en Geografía e Historia.
Tengo la impresión de que estas primeras décadas del siglo XXI suponen un punto de inflexión en la historia contemporánea de Occidente. Algunos logros y conquistas que muchas personas daban por definitivos y permanentes, hoy parecen estar en serio peligro de retroceder o de desaparecer. Y no soy el único que así piensa: el periodista Joaquín Estefanía, quizás el intelectual más consciente de esta cuestión, no deja de alertarnos de ello constantemente.
Pondré dos ejemplos, que creo que son de los que marcan una época, pues han alterado de forma profunda la mentalidad de las personas progresistas de este país. Uno es el ejemplo de Grecia, cuyo Estado de Bienestar se ha intentado desmontar ladrillo a ladrillo y de forma sádica y a la vista de todo el mundo, tras la crisis de la deuda soberana en 2010. El otro ejemplo es el de Estados Unidos, que se presumía ejemplo de la democracia política y que ha sufrido, de la mano de Donald Trump, algo que si bien no es un golpe de Estado se le parece bastante.
¿Y qué pasa con los sindicatos? Pues algo parecido: aún recuerdo unas palabras del compañero de Comisiones Obreras, Ignacio Fernández Toxo, quien en cierta ocasión afirmó que mientras que los partidos aparecen y desaparecen, los sindicatos siempre están ahí –estas palabras no las tengo anotadas y las cito de memoria, por lo que ruego se disculpe su posible imprecisión. El cambio de mentalidad lo ha aportado el compañero Unai Sordo, el actual secretario general de Comisiones Obreras, quien se ha visto obligado a publicar recientemente un libro cuyo título es: “¿Un futuro sin sindicatos?” No he tenido ocasión de leerlo, pero creo que el título es bastante ilustrativo de la desazón actual.
No me siento competente para analizar en detalle ninguno de estos serios peligros, pues hay personas más cualificadas para hacerlo. Mi intención es dar testimonio, a la manera de un notario, de estos acontecimientos y alertar a las personas progresistas en general, y a los sindicalistas en particular, de que nada está ganado de forma definitiva. Ante los enormes peligros que acechan al presente, el tender puentes de colaboración y de unión entre las personas progresistas es más necesario que nunca, pues las divisiones se pagarán muy caro.
Por otra parte, sospecho que el partido de la extrema derecha española VOX no sólo tiene la intención de liquidar el Estado de las Autonomías y el feminismo, sino también de machacar y pulverizar el Estatuto de los Trabajadores. Convendría pues que los sindicatos estén alertas, y que llegado el caso abandonen cualquier tipo de “neutralidad” frente al avance de esta formación política. La serpiente hay que neutralizarla desde el mismo momento que sale del huevo, sin dilaciones.
La paradoja de la Torre de Babel y el síndrome de la sabiduría
17/12/2020
Francisco Muñoz Gutiérrez
Pensionista: Epistemólogo, periodista y empresario
Con la pandemia parece que estamos reviviendo el segundo libro del éxodo a la espera del pan enviado por Dios. La antigüedad lo llamaba «maná», luego en el siglo XX Milton Friedman sustituyó a Dios por un helicóptero, y ya en el siglo XXI los bancos centrales digitalizaron a Dios bautizando el maná con el eufemismo de la «expansión cuantitativa». Una expansión que se anuncia hoy en Europa bajo el calificativo de «fondos europeos anticrisis».
Conforme esos fondos se van acomodando en la ontología de lo real, voces de todo tipo colman el espacio. Todas son igual de relevantes, y todas coinciden en su particular trascendencia. El idioma no importa, pero los intereses pugnan en un galimatías gigantesco de normas y reglas que recuerdan las viejas tablas de Ptolomeo. Y todo bajo el mantra de la separación del trigo y la paja, o lo que es lo mismo; de la inversión y el gasto.
Es por ello que la «inversión», en interés de parte, se presenta siempre como de interés general, mientras que el interés de «los otros» se presenta como la cizaña del gasto. Así la CEOE reclama su propia relevancia por encima del gasto fiscal en infraestructuras, y todos los sectores empresariales reclaman, a su vez, la importancia de su propia actividad en el engranaje económico construido sobre el principio de la renta de plusvalía, o beneficio.
Nadie en España duda que la derecha repartiría el maná entre los ricos; pues ellos representan en la tierra el mito del éxito en los cielos. Ellos son el trigo con el que se cuece el pan del beneficio. El resto son el servicio y los comensales de esta santa cena; todo gasto.
¿Hacia dónde dirigiría la izquierda española el maná? En un principio parece que al servicio, pues son ellos los que constituyen las piezas clave del engranaje. Pero el servicio es el imperio de los ricos inversores; el engranaje desde el que se extraen las plusvalías.
Un engranaje que tiene perfiles muy diferenciados en los distintos territorios tanto de la Unión Europea, como de España. Por eso los países «frugales» pusieron la condición de no cambiar las estructuras del statu quo actual. Se trata, pues, de un discurso de intereses, sobre el que no cabe entendimiento posible; solo imposición.
Así regresamos, de súbito, a la casilla de salida, al «génesis», redescubriendo ahora el mito fundacional de la Torre de Babel como la paradoja de los importantes. Todo el mundo puede hablar, pero solo los intereses construyen entendimiento. Es decir; lo importante para todos es lo importante que los importantes imponen como importante.
Sin duda lo importante tanto para el modelo productivo, como para el paradigma de las relaciones laborales, no es la productividad, sino la tasa de beneficio en el retorno de la inversión. Este es el principio básico del orden capitalista y neoliberal. Se trata, pues, de un orden jerárquico secularizado en torno a la mística del individuo libre como antítesis del colectivo social. Una mística que ha terminado fagocitando al Leviatán hobbesiano para dar paso a la hidra corporativa del siglo XXI.
Desde el rescate bancario, la figura del Estado se ha convertido en una institución que no representa los intereses colectivos, sino que está al servicio de los grandes intereses corporativos. En este territorio, el mapa de intereses europeos apenas señala la presencia de las corporaciones españolas, y el sur solo interesa por el colonialismo turístico y sus bajos costos laborales.
Tanto para la derecha española, como para la izquierda felipista, el turismo representa el nirvana alcanzado por la transición. No obstante, la pandemia ha pinchado duramente esta burbuja vislumbrando ya el horizonte del cambio climático.
¿Tiene fundamento discutir el incremento de la productividad, la automatización, la digitalización o los cambios pertinentes en los modelos empresariales y sus concomitantes relaciones laborales? Solo competir con los centros de investigación de Alemania requiere una reforma en profundidad de la universidad española, porque no basta con la cultura del título como único fundamento del síndrome de la sabiduría que jibariza la complejidad mediante una gigantesca torre de constructos cada vez más alejados de la realidad.
Por otro lado, la izquierda del reformismo keynesiano parece haber sucumbido ante el empuje de la hidra corporativa porque ya apenas le queda Estado más allá de la figura de los cuidados paliativos a la población que nutre a las corporaciones de empleados y consumidores. Educación, Sanidad y Servicios sociales parecen ser los únicos instrumentos institucionales de relevancia de la izquierda actual. Ni siquiera la vivienda pública se perfila ya como solución a los ocupas, los desahucios o la precariedad. Mucho menos como medida keynesiana contra el desempleo.
Cambiar el mundo del trabajo y las relaciones laborales exige cortar la hidra de las corporaciones y resituar al Estado en el centro de la dimensión colectiva de la sociedad bajo la ley gravitacional de la armonía social. Todo lo demás reproduce el síndrome de la sabiduría del tuerto en el país de los ciegos.
El futuro del empleo, más allá del empleo
16/12/2020
Julen Bollain
Economista e investigador en renta básica
Decía Federico Mayor Zaragoza en su intervención en este debate de Espacio Público que “hace 25 años las industrias, ya automatizadas en buena medida, tenían operarios que ‘vigilaban’ cada cuatro o cinco máquinas. Hoy tienen robots. A los robots, también hace poco, los supervisaba una persona. Hoy lo hace un código de barras”.
Y es que gran parte de los estudios actuales nos muestran que a futuro se dará una destrucción neta de empleo. Para 2025 alrededor del 25% de los trabajos de fabricación serán realizados por robots, mientras que en el año 2015 este porcentaje era tan solo del 10%. Y aunque muchas veces cuando hablamos de robots en la economía nos viene a la mente una cadena de montaje típica, esta transformación va mucho más allá (profesorado, taxistas, cajeras, trabajadoras de banca, atención al cliente, agricultores…). Incluso se han realizado estudios en los que alumnos y alumnas interactuaban a través de un ordenador con un robot y con un profesor y luego calificaban a cada uno. Paradójicamente (o no) en algunos de dichos estudios el robot fue mejor calificado que el ser humano.
Ya en la actualidad cerca del 30% del total de las tareas laborales son realizadas por máquinas. Los robots están llegando a todos los sectores de la economía y muchos millones de empleos a nivel mundial desaparecerán a la vez que nos dirigiremos hacia un mercado laboral donde el capital humano básicamente estará dirigido a la realización de trabajos súper cualificados.
Este avance en la economía presenta la cruz y la cara de la misma moneda. Es decir, en un futuro cercano se dará, al mismo tiempo, una gran destrucción de empleo junto a un incremento en la productividad.
Tradicionalmente, el desempleo ha estado fuertemente ligado a los ciclos de producción. Sin embargo, aunque el desempleo en el futuro seguirá vinculado al ciclo económico, también estará fuertemente ligado a la distribución del empleo. Por ello, es impepinable la necesidad de buscar soluciones que nos permitan repartir el empleo existente de una forma justa. Si no lo hacemos de forma justa corremos el peligro de que, como la riqueza, la mayor parte del empleo existente se concentre en unas pocas personas.
Era Zygmunt Bauman quien decía que pasamos del pleno empleo al desempleo y que, ahora, nos encontrábamos en la redundancia. La redundancia significa que no eres necesario, por lo que ya no contiene la promesa del pleno empleo. En una sociedad en la que el pleno empleo no se da más que en los libros de historia económica, este reto es va mucho más allá que el mero futuro del empleo y nos hace repensar aspectos muy diversos.
Y es que nuestros sistemas de protección social están fuertemente vinculados a la activación de las personas y la creación de capital humano. Es más, muchos de nuestros derechos pasan por tener un empleo. No obstante, parecería lógico pensar que si no va haber empleo para todas las personas habrá que garantizar la subsistencia independientemente del mercado laboral. Porque, ¿qué pasaría con una persona que es desplazada de su puesto de trabajo porque un robot lo va a hacer en su lugar de forma más rápida y eficiente? Sería una irresponsabilidad por parte de nuestra sociedad que no pensáramos cómo podemos ofrecer una solución a esta nueva realidad donde la productividad está creciendo a un ritmo mucho mayor que el empleo que se crea y que la renta media de las personas.
Es en este contexto donde se hace indispensable buscar fórmulas que modernicen nuestro sistema de protección social. Y la renta básica es una pata fundamental a la hora de reflexionar y afrontar los debates sobre qué sociedad queremos. La renta básica es un ingreso pagado por el Estado a cada persona como derecho de ciudadanía independientemente de sus condiciones personales. Así, se perfila como un seguro colectivo de un nuevo contrato social donde se garantice la protección universal de las personas sin que éstas estén al albur de la inestabilidad o las turbulencias macroeconómicas.
En ocasiones he solido escribir que estamos al borde del próximo “momento Sputnik”, donde la renta básica ha pasado de estar en el cajón de sastre a colocarse en la agenda de las políticas realizables. Son muchos los países (Finlandia, Estados Unidos, Canadá, India, Kenia, Namibia, Escocia, Holanda, España…) que ya están explorando nuevos sistemas de protección social que huyan de las políticas inspiradas en el asistencialismo y evolucionen hacia la garantía y la profundización en el derecho universal a la protección. Y, sin embargo, solo uno será el primero en implementar de manera integral la renta básica incondicional. El país o la región que lo haga, obtendrá, sin duda, una ventaja competitiva frente a los demás países de la economía globalizada. ¿Por qué no ser nosotros?
¿Existe una oportunidad para un cambio de modelo en la salida de la crisis de la pandemia?
14/12/2020
Javier Doz
Miembro del Comité Económico y Social Europeo por CCOO
Me refiero a los cambios de los modelos productivo y de relaciones laborales, cambios relacionados entre sí en el sentido que se apunta en el artículo de González y Muro Benayas, referencia para este debate. Estamos viviendo una creciente segunda ola de la pandemia, que hará caer la economía española bastante más allá del 10% al terminar 2020. La opción de una recuperación con reformas que impulsen un cambio de modelo es deseable y posible, pero incierta. Su recorrido requiere claridad de proyecto y una conjunción amplia de apoyos políticos y sociales.
A pesar del aumento galopante del déficit público y de la deuda, motivado por la caída de la recaudación y el aumento del gasto (estabilizadores automáticos y nuevas redes de protección social creadas por el gobierno), y a pesar de que las necesarias iniciativas de inversión van a depender, en buena medida, del sector público, se dan unas condiciones políticas muy distintas de las que sufrieron España y Europa durante la Gran Recesión. Siempre, eso sí, a partir del momento en que se domine la pandemia.
La pesada herencia de la Gran Depresión
La primera razón para el optimismo es que las orientaciones de política económica de la zona euro han variado sustancialmente respecto de las que se aplicaron tras la Gran Recesión. Entonces, la política de austeridad -antikeynessiana y procíclica- además de producir una más profunda y prolongada recesión empujó a los Estados económicamente más débiles a basar su recuperación en mejorar la competitividad mediante la devaluación salarial acompañada de más precarización de los contratos.
Sus instrumentos fueron las “reformas estructurales” regresivas, laborales y de los sistemas de protección social. Sus objetivos: por un lado, debilitar la negociación colectiva y reducir los costes de contratación y despido; por otro, reducir el déficit mediante un recorte drástico del gasto público, empezando por el gasto social, sin importar las consecuencias en la ruptura de la cohesión social y política (nacimiento de la extrema derecha populista) y en la divergencia entre los estados miembros.
Paradigma: la reforma laboral de 2012 del Gobierno de Rajoy, acompañada de recortes de gasto que erosionaron servicios públicos esenciales –educación y sanidad- y la inversión en I+D+i. Resultado: además de aumentar la pobreza y la desigualdad perpetuamos un modelo productivo de reducida industria, centrada en sectores maduros –automóvil- y servicios de valor añadido bajo o medio. Su inesperado y trágico colofón: un sistema sanitario público con buenos profesionales está teniendo muy serios problemas para hacer frente a la pandemia por la escasez de recursos humanos y materiales, consecuencia de los recortes y de las intentonas de privatización. La Gran Recesión profundizó la servidumbre de un modelo de relaciones laborales inválido, basado en la precariedad, los bajos salarios y una negociación colectiva debilitada al servicio de un modelo productivo relativamente obsoleto y de baja productividad.
Una oportunidad política para el cambio: pros y contras
La magnitud de la crisis ha llevado, sin autocrítica explícita, a los responsables políticos de la UE, de la mano del FMI y la OCDE, a acudir al único valor seguro: Keynes. Ahora, se preconiza una política fiscal expansiva, aunque lleve a déficits y deuda excesivos, se activa la cláusula de salvaguardia del PEC, y el BCE escala peldaños en su política monetaria no convencional fuertemente expansiva. Los 140.000 M€, en transferencias y créditos, que podría recibir España del Plan de Recuperación de la UE, por fin financiado mediante deuda europea, deberían ser utilizados para ayudar a salir de la depresión cambiando el modelo productivo.
Las prioridades de inversión que marca el Plan son las del Pacto Verde –energías limpias, eficiencia energética, transporte sostenible, etc.- y las del Mercado Único Digital –redes 5G y servicios avanzados sobre ellas, digitalización de administraciones y servicios públicos, gestión de procesos de grandes datos, etc.- y las relacionadas con los planes de I+D+i y de educación y formación continua, para que trabajadores, pequeños empresarios y la población en general recorran las transiciones verde y digital con las capacidades necesarias para mejorar su productividad y su bienestar. Mi duda es si el gobierno de España, las CCAA y la sociedad estarán en condiciones de lograr una aplicación eficaz de las inversiones, superando los muy malos niveles de ejecución de los fondos estructurales y de cohesión europeos de los últimos dos años.
Vectores de oportunidad para el cambio son también la existencia de un gobierno de izquierdas y el buen funcionamiento, por el momento, del diálogo social. En su contra juegan la debilidad parlamentaria del gobierno y la polarización extrema impulsada por la oposición de derechas, alimentada por la competencia entre PP y VOX, de la que parece haberse apartado temporalmente Cs, y el deficiente funcionamiento de un Estado muy descentralizado, en la tierra de nadie entre el difuso Estado de las Autonomías y un modelo federal al que no se permite llegar y con el conflicto con el independentismo catalán sin resolver. Es una incógnita si el buen momento del dialogo social se podrá mantener cuando en lugar de centrarse en el alcance y duración de unos ERTE que financia el Estado se hable de reforma laboral y de reforma fiscal, es decir de los campos en donde se produce los repartos primario y secundario de la riqueza. En ese momento, si el Gobierno acepta las posiciones de CC OO y UGT y las de su propio programa, no va a ser fácil contar con la aquiescencia de la patronal por muy importante que sea.
No se puede prescindir del tema fiscal: el cambio de modelo necesita financiación pública, lo que se lograría alcanzando la presión fiscal media europea (siete puntos más de PIB), mediante la recuperación de los ingresos por el crecimiento y mediante una imprescindible reforma fiscal basada en la suficiencia y la progresividad y una lucha decidida contra el fraude, la evasión y la elusión fiscales y el blanqueo de capitales. Este último aspecto tiene también una dimensión europea y mundial. En la UE se necesita una armonización fiscal que ponga fin a la intolerable promoción de la elusión fiscal a gran escala por parte de al menos seis Estados miembros. Más recursos fiscales se necesitan también para sostener un modelo de relaciones laborales que combine seguridad y flexibilidad.
Las bases de un nuevo modelo de relaciones laborales
Siendo conscientes de las implicaciones de todo tipo del objetivo de alcanzar una sociedad climáticamente neutra y digitalizada, en 2050, ¿sobre qué tiene que basarse un modelo laboral que, al tiempo que revalorice el trabajo y el Derecho laboral y se enfrente a la precariedad sea capaz de acompañar a un modelo económico de mayor productividad, acorde con las exigencias de la revolución digital y la sostenibilidad medioambiental? ¿Cuáles son las consecuencias de la 4ª revolución tecnológica cuyos principales soportes son la inteligencia artificial, la robótica y la gestión de los Grandes Datos?
Si dejamos de lado las profecías sobre los efectos destructivos de empleo y aún sobre la “supresión del trabajo humano”, sí podemos predecir una polarización entre una parte de los empleos que generan gran productividad/muy alto valor añadido, en la industria, los servicios avanzados y los sistemas de I+D+i, y otra parte, previsiblemente mayoritaria, que nutrirá los servicios de medio y bajo valor añadido pero imprescindibles para el mantenimiento de las sociedades -cuidados personales, limpieza, distribución-, junto a los servicios públicos (sanidad, educación, seguridad, protección civil,…), y las administraciones públicas, y otros sectores como agricultura y alimentación, cultura, hostelería y turismo, construcción etc. Si de algo ha valido la pandemia es para revalorizar socialmente buena parte de estas actividades y a sus trabajadores. Será el sistema fiscal el que permita transferir rentas de los sectores de muy alta productividad para el mantenimiento de servicios públicos y sistemas de protección social universales y de calidad.
El nuevo modelo productivo requiere transiciones justas en las que los trabajadores perciban ingresos suficientes mientras cambian de empleo, reciben la formación adecuada y se sirven de sistemas eficientes de reinserción laboral. Las transiciones verde y digital deben estar gobernadas por el diálogo social y la negociación colectiva.
Un nuevo marco de relaciones laborales debe tener presente los análisis y prescripciones del informe “Trabajar para un futuro más prometedor” y la Declaración de la Conferencia de la OIT de 2019, la del centenario de la más antigua de las organizaciones internacionales y la única tripartita. Uno de sus grandes objetivos es la eliminación de la informalidad. En España hay que hacerlo con la tradicional y con la nueva de las plataformas digitales que hacen de sus trabajadores falsos autónomos. En ambos tipos de informalidad, la regularización laboral va de la mano de la fiscal. Un trabajo digno y con derechos en una economía digitalizada e internacionalizada requiere reforzar la acción sindical internacional, sus organizaciones y los sistemas de diálogo social negociación colectiva transnacionales.
Un nuevo marco de relaciones laborales y un nuevo Estatuto de los Trabajadores debería recoger un equilibrio entre las prescripciones que revaloricen el trabajo y pongan fin a la precariedad y la segmentación y las que canalicen la movilidad y la flexibilidad protegida y favorezcan la inversión, en particular la de las pymes. Sus pilares deberían ser: sistemas de diálogo social y negociación colectiva fuertes; protección social para los cambios, las reestructuraciones y la movilidad; formación a lo largo de toda la vida laboral y mecanismos eficientes de inserción y reinserción. Este sería el esquema de un proyecto transformador que podría cohesionar a nuestra sociedad en la salida del túnel de la pandemia.
El cambio que necesitamos: de la supervivencia en lo individual hacia la planificación de lo colectivo.
11/12/2020
Teresa López Soto
Profesora Titular en la Universidad de Sevilla en el área de Lingüística Computacional. En la actualidad en CCOO Universidad
En neuropsicología se acepta el principio de que cuando recibimos una sobreestimulación (es decir, exponemos nuestros sentidos a demasiados estímulos externos a la vez), una reacción típica es desarrollar síntomas de ansiedad o estrés. A menudo, el individuo cierra los canales de comprensión de la realidad exterior porque no le es posible focalizar en el estímulo real pertinente. Es decir, cuando somos bombardeados desde fuera, nos radicalizamos en nuestra introspección y tendemos a alejarnos de nuestro entorno social, encerrándonos en nosotros mismos. Así es como funciona nuestro cerebro, empeñado en sobrevivir a costa de lo que sea. Trasladando esa idea al contexto social que nos ha tocado vivir por esta crisis sanitaria y económica, con su bombardeo constante de información a través de los medios de comunicación y las redes sociales, no es de extrañar que, tras la salida de esta crisis, estemos más aislados y seamos, por tanto, más vulnerables.
Pero, aunque nuestro cerebro esté programado para proteger las constantes vitales por encima de todo de manera que logremos integrarnos en nuestro entorno más biológico (individual), también es cierto que, en su evolución, hemos sido capaces de desarrollar competencias mucho más avanzadas de manera que nos hace integrarnos en nuestro entorno más social (colectivo). Como seres vivos, hemos logrado una capacidad de análisis desconocida en el resto de las especies que favorece la interacción con el grupo, con la capacidad incluso de cambiar los modos y estructuras de esta interacción social. Evolutivamente, siempre hemos oscilado entre la competencia y la cooperación. No se entiende ninguna civilización en equilibrio sin ese, a su vez, equilibrio de competencia y cooperación.
Miremos entonces ahora hacia el modelo que hemos tenido en nuestro país después de la crisis de 2008, las Reformas Laborales de 2010 y 2012, y analicémoslo en relación a la apuesta que podemos realizar como alternativa en favor de la competencia o la cooperación en un contexto, además, de nueva crisis sanitaria y económica y la llegada de los fondos de recuperación europeos. Hagámoslo desde una mirada crítica, sin introspección y marcando estrategias.
Las Reformas Laborales de 2010 y 2012 flexibilizaban al extremo el mercado laboral y descentralizaban la negociación colectiva con el convencimiento de que desaparecería el desempleo. Era el pago a cuenta a cambio del rescate financiero. Estas reformas facilitaron la flexibilización exclusiva por parte del empleador, con muchas empresas aligerando costes a base de subcontratas o compitiendo en mercados abaratando costes salariales o de contratación. La obsesión por orientar la política empresarial hacia la reducción de costes es, además, incompatible con el impulso de la inversión tecnológica y la innovación, prácticamente inexistente en nuestro país con una estructura empresarial constituida, fundamentalmente, por microempresas, con poco margen para esa innovación tecnológica. La Reforma Laboral fracasó no solo porque no logró frenar el desempleo, sino porque no tuvo en cuenta que existen otros factores para el crecimiento económico: el comportamiento de la demanda o la composición sectorial de la economía, por poner un ejemplo.
Esta doble fórmula que conjuga, por parte del Estado, poco compromiso hacia la elaboración de acuerdos estructurales negociados y, por parte de la empresa, el abaratamiento de costes salariales y de contratación, es incompatible con nuevas formas de organización y flexibilidad del trabajo que tendrían que ser convincentes para las trabajadoras, capaces de eliminar trabajo precario, y atractivas para captar talento, aspectos estos, por otra parte, imprescindibles para desarrollar productividad con valor añadido. Los postulados que defiende la Reforma Laboral inciden en esa visión empresarial individualista, dependiente de las imposiciones de mercado en un contexto global donde la economía española se mueve en la periferia de los servicios. Incentivan una gestión de competencia por costes, incluso costes laborales, que descapitalizan las empresas y las vuelve vulnerables en el medio y largo plazo.
Sin la modificación de estas políticas, difícilmente podremos saltar hacia esferas superiores de base tecnológica que puedan brindar mejores posibilidades y crear más ventajas tanto para el capital como para la fuerza del trabajo. Necesitamos, por tanto, instituciones que incentiven una competitividad empresarial virtuosa, que auspicien la cooperación con el factor trabajo y, por tanto, la implementación de nuevos modos de producción y organización más racional y productiva. En otras palabras, debemos incentivar a nuestras empresas a competir a través de la mejora de la productividad y no de la reducción de costes, como favorecen las reformas laborales de 2010 y 2012.
Solamente si somos capaces de focalizar nuestra atención en la dirección correcta estaremos en disposición de aprovechar los fondos europeos para lograr el objetivo de un cambio de modelo productivo y una orientación hacia la revolución digital y la sostenibilidad de los recursos naturales. De otra manera, difícilmente lograremos romper el desgraciado marco de desempleo y la precariedad laboral que hemos consolidado en los últimos años. Para este cambio, evidentemente, el país debe contar con uno de sus puntos fuertes, como son la I+D que se realiza en sus universidades y organismos públicos de investigación, o la formación superior especializada.
Si miramos hacia fuera, nos encontramos que Francia blinda su I+D y su sanidad, que Reino Unido rescata a sus universidades o que Alemania mantiene sus tasas universitarias gratuitas. Todo ello, posiblemente, para proteger los recursos que les permitirán mantenerse en el sector tecnológico al que pertenecen. Nuestro país debe garantizar ese cambio de modelo productivo, con instituciones que fomenten la competitividad basada en la innovación, que además requiere cooperación, si realmente quiere ser protagonista de la recuperación económica que ya se está gestando.
Esta crisis sanitaria debe ser un estímulo lo suficientemente importante como para comprender que el individualismo, la mirada exclusiva en el mercado, la competencia por costes laborales, la defensa de los intereses particulares de las empresas en detrimento del factor trabajo, la falta de decisiones políticas estructurales que fomenten esa competitividad virtuosa basada en la innovación y la cooperación son obstáculos para producir el cambio que se nos exige en el escenario de recuperación. No corramos el riesgo de desaprovechar la oportunidad de cambio ni los fondos europeos.
De la supervivencia urgente y embrutecida que exige extraer masivamente y explotar los recursos naturales, deteriorando irreversiblemente nuestro entorno y a nuestros trabajadores, reduciéndonos a la precariedad, incentivando a los mejores a emigrar, debemos transitar a fomentar e incentivar la competitividad virtuosa. Y esta requiere innovación y la innovación requiere cooperación. Pese al espejismo individualista de la autoprotección, del que no necesita a nadie más que a sí mismo, del egoísmo compulsivo de aprovecharse del que es aún más débil, lo que verdaderamente nos protege en un mundo tan complejo es la cooperación. Con suerte, evitaremos ese crecimiento del individualismo para reconstruir el colectivo: de lo privado, a lo público; de la supervivencia, a la planificación. Solo necesitamos mirar en la dirección correcta.
Recuperar los derechos perdidos
09/12/2020
Carlos Berzosa
Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
Las relaciones laborales en los países desarrollados han sufrido cambios significativos en las cuatro últimas décadas. Estos cambios no han ido en la dirección de mejorar las condiciones laborales y los salarios, sino que han supuesto un retroceso en los derechos de los trabajadores. Las consecuencias han sido un aumento de la desigualdad y precarización del trabajo. Esta tendencia ha sido general en prácticamente todos los países más ricos, pero hay diferencias entre ellos. Estas diferencias dependen de la legislación laboral existente en cada país, así como de la estructura productiva.
En España, la desigualdad y la precarización han alcanzado cotas muy elevadas que superan a las que se dan en otros países pertenecientes al mundo rico. De los cambios habidos dan buena cuenta Ignacio Muro y Antonio González en la ponencia que sirve de apertura a este debate. Cada reforma laboral que se ha hecho, y ya son bastantes, ha supuesto un empeoramiento de las condiciones laborales y una creciente flexibilización del mercado de trabajo. Aún así hay bastantes economistas que siguen preconizando más reformas en este mercado al que culpabilizan del excesivo paro que hay en nuestro país. Sin embargo, si contemplamos las cifras de paro estas son muy desiguales entre las Comunidades autónomas, mientras que la ley es igual para todas ellas. Esto conduce necesariamente a plantearse que el problema no está solamente en el mercado laboral, sino que depende en gran medida de la estructura productiva y el nivel de desarrollo alcanzado por cada Comunidad.
La tendencia general que se da responde a mi modo de ver a dos cuestiones: la teoría que sirve de soporte a este progresivo deterioro, y a los cambios sufridos en la economía mundial desde los años ochenta del siglo pasado. La evolución de la economía de posguerra se puede dividir en dos periodos, el que va de 1945 hasta 1973 y el que abarca desde entonces a la actualidad. La economía española no responde a este patrón en el primer periodo pues la dictadura franquista no tiene nada que ver con las pautas de los países avanzados. Nuestra incorporación a los comportamientos seguidos en el mundo desarrollados es tardía y llega con la restauración de la democracia, justo en la crisis de los setenta y cuando se va a producir un punto de inflexión que supone una sustitución del paradigma dominante, así como en los cambios estructurales que se van a dar desde entonces.
Un punto de partida para entender este cambio teórico y la consiguiente aplicación de las políticas económicas que van a seguir esta línea es a mi modo de ver el artículo publicado por Kalecki en 1943 “Political Aspects of Full Employment” y que se puede encontrar en versión en castellano en la Revista de Economía Crítica, nº 12, año 2011 con una introducción de Nutti, que pone de manifiesto la vigencia del análisis de Kalecki. En dicho artículo Kalecki plantea que el sistema capitalista genera paro y la única forma de alcanzar el pleno empleo es con la intervención estatal y el uso del gasto público. Sin embargo, esto tiene la oposición de los capitalistas. Considera que hay tres razones: a) Su aversión genérica a la intervención gubernamental. b) Su aversión a las direcciones concretas de la intervención estatal) Su aversión a los cambios sociales y políticos resultantes del mantenimiento de la plena ocupación.
Durante el primer periodo de la economía de posguerra estas aversiones quedaron ocultas como consecuencia de factores políticos, como la división de Europa en dos sistemas económicos diferentes y enfrentados, y la fuerza que alcanzaron los sindicatos y partidos de izquierda. A su vez se consiguió un elevado crecimiento que produjo el pleno empleo, compatible con una mejora en la distribución de la renta y riqueza. La tasa de beneficios aumentó o se mantuvo estable como consecuencia del auge. Esto se acabó en la década de los setenta y es entonces cuando esa aversión de los capitalistas surgió en todo su esplendor. La teoría económica que emergió entonces y que se iba a convertir en dominante sirvió de sustento a esta aversión y el pleno empleo ya no se vuelve a conseguir. Había que acabar con los cambios sociales y políticos que se dieron como resultantes del pleno empleo.
A su vez se produjeron cambios importantes en la estructura económica mundial. Se potenció la globalización neoliberal y las finanzas adquirieron una hegemonía sobre la economía productiva. Se logró un sistema en el que la obtención de ganancias rápidas y cómodas se impusieron dando lugar a crecientes procesos especulativos. La industria se deslocalizó hacia países con salarios más bajos, largas jornadas de trabajo y nulos o escasos derechos laborales. Además, las tecnologías de la información y la comunicación y la digitalización han modificado sustancialmente las relaciones laborales. Todo ello debilita, aún más si cabe, el poder de los sindicatos en la negociación. Mientras que se refuerza el poder de los grandes capitalistas que actúan a nivel global.
En este contexto adverso hay que actuar cara al futuro para lograr acabar con la precarización, y la creciente desigualdad. El modelo neoliberal condujo a la crisis que se desencadenó en 2007/2008. No se produjeron cambios ni en el paradigma dominante ni en las políticas económicas seguidas. La austeridad y los recortes fueron la norma a seguir para conseguir la recuperación económica. Como consecuencia de ello las economías han quedado debilitadas para hacer frente a la pandemia. Es posible que tras la pandemia todo siga como antes, pero también puede haber una posibilidad para el cambio, pues si no es así se cumplirá el título del libro, recientemente publicado, de Chomsky y Pollin, Cambiar o morir (Clave Intelectual, 2020).
El mercado laboral tiene una especificidad y particularidad propia pero no es independiente de las tendencias de la economía ni del paradigma dominante. Esto es lo que he tratado de poner de manifiesto para no pensar que se pueden hacer reformas ajenas a estos procesos, debido a que las diferentes partes de la economía son interdependientes unas de otras.
Cambios en el modelo del trabajo y modernización de las relaciones laborales
07/12/2020
Mari Cruz Vicente Peralta
Secretaria de Acción Sindical CS de CCOO
En un mundo del trabajo que muestra una creciente fragmentación, en el que la precariedad coloniza cada vez más espacios, los retos pasan por promover políticas que apuesten por la recuperación del empleo y su calidad, los salarios y derechos que proyecten unas condiciones de vida que mejoren el ejercicio efectivo de libertades y derechos colectivos, frente a los valores asociados al proyecto neoliberal que se han pretendido extender en el marco de las relaciones sociales y laborales.
Toda la legislación laboral de los últimos años ha estado orientada a un proceso de individualización de las relaciones laborales, al que no sólo debieran de temer las personas trabajadoras, sino también cualquier empleador razonable y que mire más allá del muy corto plazo.
En ese esquema, no es casual el ataque frontal que se produjo en la reforma laboral del año 2012 a funciones esenciales de la negociación colectiva, debilitando todos los instrumentos de distribución de la riqueza en el primer nivel, lo que ha tenido graves consecuencias en la calidad del empleo y ha dado lugar a una importante devaluación salarial, pero además implica un desprecio hacia las organizaciones sociales, preferentemente a las sindicales y la recuperación de políticas autoritarias impropias del marco constitucional.
España tiene que corregir en profundidad todos los aspectos centrales de las últimas reformas laborales. Recuperando la capacidad de autoorganización de la negociación colectiva. Impidiendo la pérdida de la vigencia de los convenios colectivos, devolviendo la estabilización del nivel sectorial de negociación, como el único contexto que puede garantizar la equidad del sistema de negociación y por tanto eliminando la prevalencia del convenio de empresa. Regulando convenientemente los procesos de externalización productiva; procesos que hoy están más pensados en la ingeniería empresarial como una forma de abaratamiento de costes laborales que de mejora en la especialización productiva y una regulación adecuada de los procesos de inaplicación de los convenios colectivos, donde las comisiones ad hoc dejen de tener capacidad sobre estas decisiones que están intrínsecamente ligadas a la negociación colectiva.
Además, es urgente recuperar los equilibrios rotos en el 2011, que han perjudicado directamente tanto a todas las personas trabajadoras como a la propia institución de la negociación colectiva por lo que, frente a esa situación, solo cabe regular de nuevo acerca de estas medidas reformadoras. La negociación colectiva debe de seguir desempeñando ese papel tan relevante y necesario, especialmente en términos de cohesión social.
Pero nuestra legislación necesita, en muchos aspectos adaptarse a las nuevas realidades que se vienen produciendo en el mercado de trabajo. Recientemente hemos llegado a un acuerdo entre el gobierno, las organizaciones sindicales CCOO y UGT y las organizaciones empresariales CEOE Y CEPYME sobre el trabajo a distancia, regulado en el RDLey 28/2020 que, como consecuencia de la pandemia originada por el COVID-19, ha triplicado el porcentaje de población que trabaja desde su domicilio, con un claro impacto de género.
Los mismos agentes sociales estamos inmersos en la negociación de la regulación de las plataformas digitales, un reto importante que no solo dará cobertura legal y protección social a miles de personas trabajadoras, sino que también va a poner freno a la huida del derecho del trabajo que se pretende a través de las nuevas formas de trabajo en las que se emplean las nuevas tecnologías.
Al margen de esto es necesario abordar la incidencia de las tecnologías de la información y de la comunicación en el desarrollo productivo general y en las relaciones laborales en particular. Para ello es fundamental ampliar los derechos de información de la representación legal de las personas trabajadoras y los procesos de participación que permitan anticiparse a los efectos que pueda tener la implantación de los avances tecnológicos.
Una legislación que aborde los retos que suponen estos procesos crecientes y las consecuencias del cambio productivo ligado a los procesos de transformación ecológica, que lleva implícito una mejora del sistema de formación permanente y el reconocimiento de las competencias profesionales, decisivos para abordar esto cambios con la menor repercusión posible en el empleo.
Finalmente, considero que es necesario abrir el debate sobre la conveniencia de progresar hacia empresas más participadas y, en general, más sostenibles, sin negar la contraposición de intereses subyacente al contrato de trabajo, que, garantizando la viabilidad de las empresas y el mantenimiento del empleo, permitan avanzar en esquemas de mayor participación para la mejora de las condiciones laborales de las personas trabajadoras y un reparto más justo de la riqueza.
La construcción de estos nuevos modelos y los cambios necesarios para modernizar el marco de las relaciones laborales, no puede abordarse sin la participación de las organizaciones sindicales mayoritarias y las organizaciones empresariales de este país, potenciando el diálogo social como instrumento sociopolítico, sin el cual no se puede entender la normalización democrática, el desarrollo socioeconómico y la modernización de las relaciones laborales.
Un horizonte de progreso para las relaciones laborales: la participación laboral en el gobierno corporativo
04/12/2020
José Ángel Moreno
Economistas sin Fronteras y Plataforma por la Democracia Económica.
La necesidad de reformas en el sistema español de relaciones laborales que plantea la ponencia y las razones que esgrime me parecen difícilmente cuestionables. Reformas, además, cada día más urgentes y complejas ante los retos que a los que se enfrenta el país y ante los cambios que se están produciendo en el modelo productivo.
No obstante, me gustaría añadir un comentario sobre un aspecto colateral que no menciona la ponencia; probablemente, porque rebasa el ámbito de la negociación colectiva y de la legislación laboral en sentido estricto: la participación -obligada y regulada legalmente- de representantes de los trabajadores en los órganos de gobierno de las empresas (sobre todo, de las grandes y cotizadas); aunque fuera sólo al nivel existente en muchos de los principales países europeos.
Una vieja reivindicación sindical y de la izquierda que, tras un largo paréntesis, adquiere nueva relevancia en nuestro tiempo, con la que me consta que coinciden los autores de la ponencia y que creo que sintoniza perfectamente con ella. Muy especialmente en lo que se refiere a la necesidad de consolidar un marco de relaciones laborales no sólo más justo, sino también más incentivador de la productividad, de la innovación y de la eficiencia, posibilitando al tiempo un mejor alineamiento con las mejores prácticas empresariales europeas. Aunque, ciertamente, conseguirlo requeriría un cambio previo de la legislación laboral que facilitara el fortalecimiento previo de la capacidad de negociación sindical.
Es una reivindicación tras la que laten determinantes razones morales y políticas y que, cuando menos, dificultaría las prácticas empresariales más claramente regresivas para los trabajadores. Pero querría insistir en que existen también sólidos argumentos económicos que la sustentan. Una nutrida literatura académica viene insistiendo en ellos con consistencia y evidencia empírica cada vez mayores. Simplemente, quiero recordarlos en este comentario.
Por una parte, y sólo puedo aquí apuntarlo, parece ya claramente insostenible la fundamentación económica de las presuntas legitimidad y optimalidad de la soberanía accionarial en la empresa con que la Economía ortodoxa ha venido justificando el monopolio por los accionistas del gobierno empresarial.
Por otra, y en un terreno mucho más práctico, son cada vez mayores los indicios de que los modelos de empresa basados en una participación laboral significativa en el sistema de gobierno corporativo pueden contribuir decisivamente a fortalecer la eficiencia y la calidad de las empresas -al margen de potenciar sus aportaciones positivas a la sociedad-, ayudando a superar o mitigar muchos de los problemas a los que conduce el modelo de gran empresa dominante. En esencia, esta contribución positiva en términos económicos se basa en cinco razones.
1. Fortalece el compromiso de los trabajadores y sus inversiones específicas en la empresa.
Los trabajadores -y no sólo los accionistas- realizan inversiones específicas básicas en la empresa: en capital humano y en apuestas por la continuidad en la empresa. Se trata de una inversión y, en definitiva, un compromiso que resultan decisivos para el éxito de la empresa a medio y largo plazo y a los que -entre otras medidas- puede contribuir sustancialmente la participación efectiva de los trabajadores en los órganos de gobierno de las empresas, como instrumento crucial para la defensa de sus inversiones y sus intereses.
2. Fortalece el capital relacional
También es generalizado el consenso en torno a la importancia de la confianza entre el colectivo laboral y quienes dirigen la empresa, como elemento esencial para potenciar la innovación, la eficiencia y la competitividad. Es lo que se ha denominado “capital relacional” o “social”, un capital intangible que tiene múltiples virtualidades y que, además, aumenta con el uso. Frente a las dificultades que para fomentarlo supone la carga de jerarquía y autoritarismo del gobierno accionarial, el participativo puede contribuir muy positivamente a incentivarlo.
3. Fortalece la capacidad cognitiva
Nadie discute tampoco la importancia creciente de la capacidad de generación de conocimiento de la empresa, como elemento consustancial con su capacidad de innovación. Algo que intensifica la relevancia del fomento continuo del aprendizaje, de la formación y del capital humano especializado, para los que resulta decisivo también el papel de los trabajadores, que se incentiva cuando pueden participar en el control de los recursos cognitivos y de las políticas de cualificación colectiva y cuando sus intereses se alinean todo lo posible con los intereses de la empresa. De nuevo, frente a la inadecuación para ello de los modelos de empresa convencionales, hace falta reorientar decididamente el sistema de gobierno para posibilitar que quienes tienen que realizar esa inversión en capital humano participen significativamente en su diseño, ejecución y control.
4. Fortalece la productividad
Todo lo anterior incentiva la productividad. Una variable en cuya mala evolución tendencial generalizada parecen estar influyendo determinantemente características esenciales del modelo de empresa dominante: como el acusado cortoplacismo -generador de un permanente desincentivo a la inversión a largo plazo- o la desmotivación creciente que producen en los trabajadores el empeoramiento de sus condiciones y derechos laborales y la abismal distancia de sus retribuciones respecto de la dirección. Avanzar hacia modelos de gobierno participativo puede ser una alternativa eficaz para mitigar esos efectos e impulsar la productividad.
5. Fortalece la calidad de gestión
Se trata de un anatema para la ortodoxia académica, especialmente crítica con los modelos de gobierno participativo por su presunta imposibilidad de permitir una buena gestión. No pocos casos de empresas participativas apuntan, sin embargo, en dirección contraria: en buena medida, por los efectos positivos de un poder compensador en los órganos de gobierno, que posibilita un control más efectivo de la gestión, limita la absoluta discrecionalidad de los grandes accionistas y de la alta dirección, atenúa el cortoplacismo y fortalece el compromiso de los trabajadores y la resiliencia de la empresa frente a situaciones difíciles.
Recuérdese, para finalizar, que no se trata de pura especulación teórica. Lo refrendan abundantes experiencias prácticas: desde cooperativas y empresas que voluntariamente aplican sistemas de participación accionarial del personal hasta grandes empresas con sistemas de cogestión obligatoria en muchos países europeos de economía avanzada; experiencias que en muchos casos muestran niveles punteros de eficiencia y desempeño económico. Y que, sin ser el paraíso, esbozan un horizonte posible hacia el que avanzar en España.
El marco actual de las relaciones laborales
02/12/2020
Amparo Merino
Catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Castilla-La Mancha
Vivimos en un mundo señalado por el desempleo y la precariedad, por la inestabilidad laboral, y por el crecimiento de la desigualdad, la pobreza y la exclusión social. Un mundo que reclama un nuevo modelo de desarrollo social y económico que se edifique en parámetros de sostenibilidad, que reconozca prioridad al interés colectivo, que recupere la confianza de la sociedad en las instituciones, y que sea capaz de garantizar que no se producen recortes en un Estado de bienestar ya bastante reducido.
Una nueva ordenación del trabajo, capaz de replantear las relaciones laborales, aconseja abrir un amplio debate que debe ser reorientado hacia la (re)construcción de un marco normativo eficaz que, bajo el paraguas de la estabilidad, la dignidad, la equidad y la participación, dé cuerpo a un nuevo contrato social, a un acuerdo de organización de la vida en común de los individuos y de los grupos sociales en los que se integra, a un compromiso que distribuya derechos y responsabilidades, y que organice democráticamente a la sociedad para afrontar, colectiva y solidariamente, los retos del futuro.
Revalorizar, dar un nuevo impulso al trabajo con derechos, supone poner fin a la desregulación e individualización de las relaciones laborales, a la precarización y al deterioro de las condiciones de trabajo. Fortalecer la autonomía de las personas trabajadoras en defensa de sus intereses de clase, pasa por superar el intervencionismo estatal que actualmente padecen nuestras relaciones laborales, con un modelo legal que, sin prescindir formalmente de la autonomía colectiva, traza la dirección que deben seguir los actores sociales, restando eficacia al convenio colectivo. Desvalorizar la negociación colectiva no solo supone despojarla de su condición de instrumento de ordenación de las condiciones laborales; también promueve una mayor desigualdad en la distribución de las rentas del trabajo y el capital.
Garantizar en su plenitud el poder de autoorganización del sindicato y el ejercicio de la autonomía colectiva para consolidar un modelo democrático de relaciones de trabajo que tenga como soporte una negociación de equilibrio, libre de injerencias del poder político, es una prioridad. También debe asegurar un trabajo inclusivo, que refuerce las fórmulas de economía social, que busque nuevas maneras de crear riqueza y bienestar y que dignifique el trabajo de todas las personas.
El modelo legal vigente de relaciones laborales no ofrece respuestas eficaces al cambio social protagonizado por la expansión de las TIC, a las que acompañan nuevas formas de economía y de empleo, y ante las que el derecho del trabajo, ya desde la delimitación de su ámbito de aplicación, pasando por las reglas de ordenación y de protección social, manifiesta su insuficiencia al no haber sido capaz de proponer cauces de tutela orientados a un desarrollo socialmente sostenible de estas formas de trabajar. Tampoco el sistema actual aporta garantías suficientes para el desarrollo de una genuina acción colectiva en el seno de las empresas, que disponga de estructuras representativas independientes y fiables, no condicionadas por una iniciativa empresarial que paulatinamente ha ido adquiriendo dilatados poderes de decisión y de acción, al recibir del legislador capacidades de intervención en territorios que deben ser patrimonio de la autonomía colectiva.
La priorización del convenio de empresa y, con ella, la voluntad de garantizar la inaplicación del convenio sectorial a través de acuerdos de empresa, así como su pérdida de eficacia tras la finalización de la vigencia pactada son evidencias de que bajo el discurso de la adaptabilidad, subyace el objetivo real de debilitar la negociación colectiva como instrumento de ordenación de las condiciones de trabajo. Frente a ello es preciso que la negociación colectiva sectorial recupere su identidad, su capacidad para establecer mínimos y normas homogéneas que respondan a los intereses generales del conjunto de la clase trabajadora y del empresariado, sin que sean admisibles pseudonegociaciones o desarrollos en los que se impone la iniciativa empresarial. No se pretende con ello negar un modelo dotado de la necesaria flexibilidad para facilitar la adecuación y adaptación de las relaciones de trabajo a la realidad actual, sino de superar la desconfianza en la negociación colectiva como fórmula de gobierno del trabajo.
El derecho del trabajo debe asumir nuevas funciones y enfrentar los desafíos que se le presentan actualmente, ante la expansión de la economía informal y las formas no regulares de empleo, así como el despliegue de procesos de descentralización y dispersión social en sus múltiples formas y dimensiones. Todos ellos, perturbadores de las relaciones de trabajo, dotan de complejidad a los mecanismos de participación e intervención sindical. Zonas en las que se descubren serias resistencias a la sindicalización, y que se detectan en ciertas actividades económicas emergentes, en su mayoría anudadas a la economía digital, y en los sectores gobernados por microempresas. También los empleos con baja cualificación profesional escapan con frecuencia de la tutela colectiva.
El derecho del trabajo tiene que adecuarse a la realidad vigente, a las nuevas estructuras empresariales y penetrar en territorios de difícil acceso para él. Uno de sus retos es dar cobertura a las y los trabajadores más precarizados, a quienes se integran en procesos de descentralización interna y externa y de dispersión espacial. No tiene otra opción porque la digitalización y la descentralización en sus variadas formas y facetas se mueven en espacios de licitud, que desde el imaginario colectivo son percibidos hoy como fenómenos naturales, inevitables e irreversibles.
El marco regulador vigente alienta procesos de descolectivización de las relaciones laborales, que se ven reforzados con fórmulas de trabajo flexible, a distancia, atípico y parcial. En contraposición a las tendencias marcadas por las reformas de la crisis, inspiradas en políticas de corte neoliberal, y para afrontar las nuevas realidades productivas, el reforzamiento de los vínculos entre el sindicato y la empresa es un reto que se orienta a potenciar la acción sindical como un contrapoder capaz de gestionar el conflicto sobre el dominio empresarial. El fortalecimiento de las instancias de representación colectiva y del derecho de negociación colectiva ha de ser el soporte básico sobre el que debe fundarse la ordenación de las relaciones de trabajo de cualquier sistema democrático; de lo que se trata es de afrontar una renovación del marco institucional vigente, que dote de eficacia real a los derechos laborales fundamentales y que facilite el libre ejercicio de la acción sindical como herramienta clave en este proceso.
Tiempo, lugar de trabajo y estabilidad laboral para la modernización democrática de un Derecho del Trabajo mestizo
30/11/2020
Francisco Trillo
Prof. DTSS UCLM. Investigador del Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social
Algo invisible al ojo humano ha sido capaz de visibilizar con nitidez abrumadora los cambios que se llevan operando en el mundo del trabajo, al menos, desde las últimas tres décadas. Y aunque hubiera sido preferible que no llegase una pandemia para tomar acto de la realidad del trabajo, la crisis sanitaria actual, como cualquier otra crisis, constituye un momento de oportunidad, de cambio.
Una idea-fuerza atraviesa esta propuesta de debate sobre la modernización de las relaciones laborales que ya ha dado comienzo: la centralidad que ocupa (casi todo) el trabajo humano, no así los trabajos de mierda (David Graeber).
Centralidad del trabajo humano entendida no sólo en contraposición con el avance de la robótica y de la inteligencia artificial, sino fundamentalmente como reconocimiento y valorización de aquél en su sentido más social, donde la distinción entre el trabajo productivo y el trabajo (re)productivo sencillamente se ha desvanecido. Con ello, se difumina con la misma intensidad la frontera entre los tiempos de vida pública y privada, demandando este proceso una reformulación de lo que hasta ahora se han denominado derechos de conciliación de la vida personal, familiar y laboral. Además, desde otra perspectiva, el tiempo de trabajo se enfrenta a la irrupción no disruptiva de la economía de plataformas, en la mixtura que comporta la posición de trabajador y consumidor en relación con estos nuevos modelos de negocio.
SARS-CoV-2 ha evidenciado igualmente la importancia de reflexionar sobre el lugar de trabajo y, por tanto, de residencia. La concentración desaforada de población en grandes urbes constituye uno de los principales factores sobre los que actuar a efectos de revertir esta -¿y próximas?– pandemia(s). No en vano, la normativa aparecida en materia de trabajo a distancia, tanto en el sector privado como en el público (RRDD-Leyes 28 y 29/2020), incluye precisamente entre sus objetivos la virtud del trabajo a distancia, fundamentalmente del teletrabajo, para revitalizar zonas rurales y pequeños municipios. El teletrabajo, el trabajo a distancia en general, pese a que su aparición ha estado motivada por la coyuntura sanitaria, incide en un proceso de largo recorrido donde el lugar de trabajo no tiene la corporeidad de los muros de la fábrica, sino los de la Red.
Por su parte, la pugna política soterrada entre la principal medida sanitaria de prevención, periodos largos de confinamiento, y el mantenimiento de la economía, ha hecho emerger la verdadera naturaleza de las relaciones entre crecimiento de la riqueza (PIB) y creación/mantenimiento del empleo. Lo que más allá del revés que implica para el mantra economicista (sin crecimiento de la riqueza no se puede albergar esperanza alguna al mantenimiento y creación de empleo) el hecho de que sin crecimiento del PIB se mantenga y crezca el empleo, pone en entredicho el basamento doctrinal (económico y jurídico) de la normativa laboral de la excepción auspiciada bajo el gobierno del Partido Popular con la reforma laboral de 2012. Mantener y crear empleo son objetivos que en tiempo de crisis se pueden alcanzar, pues, sin necesidad de precarizar la dimensión de la estabilidad del empleo, como por ejemplo está sucediendo con la combinación de medidas legislativas de prohibición del despido y del recurso a Kurzarbeit español (suspensión y/o reducción de jornada a través de Expedientes de Regulación Temporal de Empleo).
La modernización de las relaciones laborales, en relación con los cambios operados en el mundo del trabajo, no puede llegar en modo alguno bajo los modos de la creación normativa acostumbrada hasta el momento actual. La exclusión sistemática de la capacidad social de crear normas laborales en tiempos de crisis no solo ha arrojado efectos perversos a nivel económico y sociolaboral, sino que ha supuesto, en el medio plazo, un vaciamiento de la representación política del trabajo con el consiguiente efecto de deslegitimación democrática de la propia normativa laboral. La democratización del proceso de creación normativo que se asiste en el momento actual, por el cual el consenso entre los Agentes Sociales alcanza vigencia en el ordenamiento jurídico, a falta de convalidación -o no- por el Parlamento, constituye una referencia a seguir explorando.
La normativa laboral de excepción que conocemos a partir de marzo de 2020 plantea una reflexión política de hondo calado para la concepción del Derecho del Trabajo. Por una parte, hay que reconocer su carácter mestizo, hibridado genéticamente por la protección de los derechos laborales y por la garantía de los derechos de ciudadanía (como está ocurriendo especialmente con éste y el derecho a la salud pública). Por otra, consecuencia de los anterior, el Derecho del Trabajo trasciende la frontera del Derecho Privado para adentrarse con firmeza en el territorio del Derecho Público.
Cambiar para volver al corazón de la negociación colectiva
27/11/2020
Henar Álvarez Cuesta
Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
A día de hoy, el sistema español de relaciones laborales ha de resolver dos desafíos: defender el trabajo decente y digno (haciendo frente al desempleo, a la huida del trabajo asalariado y a la revolución tecnológica) y luchar contra el cambio climático y sus consecuencias; ambos afectados de forma transversal por las consecuencias que acarrean la COVID19 y las medidas sanitarias adoptadas.
Bosquejados los retos, y sin caer en un falso determinismo, la respuesta no puede ser otra que asumir su gobernanza y propiciar una transición justa de trabajadores y empresas. Y para afrontar la transformación pretendida de forma holística, una de las mejores armas a emplear es la negociación colectiva.
Las características que acompañan nuestro sistema de relaciones laborales, tildado de viciado, ineficiente, antiguo o disfuncional tiene en sí mismo la posibilidad (y oportunidad) de cambiar mediante (entre otras herramientas) el acuerdo y la negociación colectiva.
Bien es cierto que las últimas reformas sufridas en el Título III del Estatuto de los Trabajadores y las no emprendidas en el Título II han acabado por anquilosar en cierta medida los procesos, por no dar respuesta a las pequeñas empresas y por simplificar y hacer preferente el recurso a la autonomía individual frente a la colectiva.
Al tiempo, y en la práctica y ante las sucesivas crisis, parecen dificultarse los procesos, la adopción de acuerdos y el consenso, haciendo invisibles tanto los resultados obtenidos como los esfuerzos realizados mientras seguimos demandando aún más.
El cambio de rumbo pretendido ha de pasar por afianzar la esencia del convenio logrado como acuerdo y norma, agilizar los procedimientos para dar respuesta a las incertidumbres, encontrar soluciones innovadoras adaptadas a las distintas necesidades de empleados y empleadores y ser capaz de incorporar nuevas voces y contenidos.
No cabe olvidar (ni dejar que se olvide) que la negociación de carácter colectivo sigue siendo un arma cargada de futuro. El foco que vuelca en las necesidades y demandas de cada sector de actividad o empresa supone conocer las diferentes circunstancias que concurren, prever las consecuencias que conllevan los cambios y contar con la implicación de las personas que tienen que llevarlos a cabo.
Por ello, resulta de suma importancia contar con marcos jurídicos promocionales de la negociación colectiva, que garanticen el equilibrio y los espacios propios entre la regulación estatal y los convenios colectivos. Es necesario construir más espacios de regulación convencional, cohesionados y articulados. Y en particular, deviene imprescindible apostar por una negociación sectorial capaz de brindar cobertura mínima a todas las personas trabajadoras, incluyendo grupos aislados de actividades y/o microempresas.
Precisamente la regulación convencional se vuelve imprescindible a la vista de la realidad más acuciante, que obliga a establecer mecanismos capaces de afrontar el futuro de las relaciones laborales y gestionar una transición justa en un mundo digitalizado y ante una crisis ecológica y climática sin precedentes.
El convenio colectivo se configura como una de las vías preferentes para combatir la precariedad laboral de las antiguas y remozadas formas de trabajo, luchar contra el desempleo tecnológico, facilitar la formación continua y el reciclaje profesional de quienes han visto cómo la digitalización y la automatización han cambiado ocupaciones y competencias e integrar la defensa del medioambiente en el corazón de las organizaciones productivas.
El necesario protagonismo de la negociación colectiva se hace patente en las últimas normas reguladoras del teletrabajo (va a ser el convenio quien determine los gastos a cubrir, las herramientas a proporcionar o los criterios para la conversión del contrato), en los cada vez más trascendentales derechos digitales de las personas trabajadoras (derecho a la intimidad en el uso de dispositivos tecnológicos, a la desconexión digital o a la protección de sus datos en el ámbito laboral), en la distribución de los tiempos de trabajo y descanso, en las posibilidades para la flexibilización de la jornada o en el ejercicio de las medidas de corresponsabilidad.
En muchas ocasiones, tratar de resolver lo urgente e inmediato impide afrontar reformas necesarias de gran calado, siendo pospuestas indefinidamente, pero el sistema español de relaciones laborales no puede permitírselo.
Sobre los efectos de la automatización y la digitalización
26/11/2020
Francisco Javier Braña Pino
Investigador asociado en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)
Me referiré, en esta contribución al debate de Espacio Público, a los retos que vienen planteando la automatización y la digitalización de los puestos de trabajo, siguiendo el análisis que he realizado en una extensa panorámica publicada recientemente como documento de trabajo del ICEI [1], actualizada con los resultados de algunos trabajos publicados con posterioridad, dado que la actualidad del tema hace que no dejen de aparecer nuevas investigaciones, además de numerosos artículos en la prensa y en portales de Internet. Pues, a mi juicio, del análisis de la información disponible, los dos cambios principales que están ocurriendo desde el último tercio del siglo pasado y que afectan profundamente al mundo del trabajo son la creciente desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza y el impacto del cambio del paradigma tecno-económico ligado a la automatización y la digitalización[2].
Nos encontramos en medio de quinta onda larga del capitalismo, que empezó en los últimos años del siglo pasado con la decadencia del paradigma tecno-económico conocido como fordismo y con la crisis de los años 90 y su sustitución por otro nuevo, basado en las tecnologías de la información y las redes, el desarrollo de la economía basada en el conocimiento, el cambio en la provisión de necesidades colectivas y una reconfiguración de las relaciones sociales. La digitalización corresponde al paso de un capitalismo industrial a un capitalismo cibernético o digital, es un nivel más alto de automatización en el que el uso de los robots se empareja con la Inteligencia Artificial.
Una de las implicaciones de los actuales procesos de digitalización es que se han empezado a borrar las diferencias entre la industria y los servicios, de manera que la distinción relevante en esta quinta onda larga del capitalismo sería entre las tareas no rutinarias (no repetitivas, no fácilmente codificables) y las tareas rutinarias, que están asociadas respectivamente con el trabajo cualificado o con un alto nivel educativo y el trabajo no cualificado (distinción que no es exactamente la misma que puestos de trabajo con salarios altos y con salarios bajos), con independencia de cuál sea el sector productivo.
Se da también un crecimiento de la “servitización”, un concepto que hace referencia a la importancia creciente de los servicios vinculados al producto en el valor agregado de las empresas manufactureras. En consecuencia, el aumento del sector servicios desde finales del siglo pasado vendría en parte asociado a la externalización y consecuente sub-contratación de actividades que antes se realizaban dentro de las empresas, actividades que estadísticamente se considera que pertenecen al sector de servicios y la digitalización favorece ese proceso.
Y no debe dejarse de mencionar otro efecto de la digitalización sobre la estructura y dinámica empresarial, la aparición de nuevas empresas transnacionales, las “multinacionales de la economía digital” que valoran más los activos intangibles (no físicos) que los activos físicos, de manera que necesitan en menor medida llevar a cabo actividades de fabricación y servicios fuera de su país de origen, lo que tiene consecuencias para las llamadas cadenas globales de valor, que aparecieron con la actual globalización, revirtiendo su proceso de expansión.
Los dos principales efectos de la digitalización abordados por la investigación económica son: por un lado, la polarización entre empleos bien pagados y empleos mal pagados, entre empleos que exigen altas cualificaciones y empleos con bajas cualificaciones; y, por otro lado, la posible pérdida de trabajos o los empleos que están en riesgo de perderse debido a la automatización. Pero también hay estudios sobre los efectos sobre las condiciones de trabajo y empleo y sobre los efectos económicos y sociales.
Por lo que respecta a la llamada polarización, la evidencia empírica disponible, que recojo en mi trabajo citado, parece [3] que confirma más que rechaza la existencia de la misma, si bien la imagen que nos encontramos es heterogénea, lo que sería una indicación de que la polarización no se determina tecnológicamente ni de manera exógena y que las diversas especificidades nacionales, y no menos las políticas e instituciones, pueden influir en el resultado del cambio estructural en el mercado laboral.
Para España, la mayoría de estudios apuntan a la existencia de polarización del empleo en el mercado laboral, pero sin que se refleje en una polarización de los salarios. El reciente trabajo de Longmuir, Schröder y Targa (2020) para 30 países (de Europa, América Latina, más Egipto e India) confirma la polarización del empleo en 25 de ellos –incluyendo España con datos de 1990 a 2004- y la rechaza en 5, así como rechaza la polarización en los ingresos en 23 de 25 de ellos, lo que se explica porque la desigualdad ocurre fundamentalmente dentro de las ocupaciones y no entre ocupaciones diferentes.
Similares resultados obtienen Breemersch, Damijan y Konings (2019) para un conjunto de 19 países pertenecientes a la OCDE (incluyendo España) para el periodo 1997-2010, si bien con una destacada heterogeneidad, destacando que la polarización se da más dentro de los sectores productivos que por el traslado del empleo a los sectores con trabajos mejor retribuidos, en la medida en que se atribuye fundamentalmente a la incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación y, en mucha menor medida, al impacto de las importaciones procedentes de China.
La segunda cuestión es la cuantificación de la pérdida de trabajos o de empleos que están en riesgo debido a la automatización y la digitalización y si va a haber o no una pérdida neta de empleos. Hay también mucha discusión sobre este tema, como lo hubo con los cambios tecnológicos de la cuarta onda larga en los países del centro capitalista. Hoy como entonces los hay pesimistas y optimistas. Las previsiones que hace CEDEFOB (2018) son que, en conjunto, se espera que el crecimiento del empleo en la UE sea moderado a lo largo del periodo de proyección hasta 2030, centrándose en su mayor parte en el sector servicios.
La revisión de trabajos que he realizado concluye que entre el 45 y el 50 de los empleos tiene un alto riesgo o un riesgo alto de ser automatizados y España está entre el tercio de países con porcentajes más altos. Además, el saldo neto de los empleos que se pueden crear y los que se destruirán es negativo. Según las estimaciones de Eurofound (2019), teniendo en cuenta los costes de la automatización, el empleo neto en manufacturas y servicios públicos en un escenario de alto coste será un 20 por 100 más bajo que el escenario base (que prevé un moderado crecimiento del empleo); y entre un 30 y un 35 por 100 más bajo en dos escenarios de bajo coste. Se ha dedicado una atención especial al papel que tiene la robotización en el empleo y, como suele ocurrir en economía, las estimaciones que he recogido, ya sean macroeconómicas o a nivel de empresas, dan resultados dispares y algunas de ellas ofrecen un muy bajo poder explicativo, por citar la más reciente
Las recetas, más bien simples, que casi todos los “expertos” proponen se centran en la necesidad de más educación, formación a lo largo de la vida y políticas “activas” de empleo (Grigoli, Koczan, Topalova, 2020). Algunos van más allá y descargan el peso de los dramáticos efectos sobre los trabajadores, apelando a su responsabilidad personal para mantener un aprendizaje a lo largo de la vida y para someterse voluntariamente a la actualización periódica de habilidades.
Para España se olvida que tiene el porcentaje más alto de sobre-cualificación o desajuste educativo de la Unión Europea, un 37,6 por 100 de los titulados según el Informe de la Fundación CYD de 2018, alrededor del 20 por 100 de forma permanente, creciendo de manera ininterrumpida el número de titulados por encima de los empleos que para ellos se crean, si bien el desajuste no es igual por titulaciones y está muy influido por el origen social (María Ramos, 2017). Y en ese desajuste es fundamental la estructura productiva: con un país fuertemente orientado hacia los servicios, con predominio del turismo y la hostelería, es difícil que se ofrezcan puestos de trabajo para licenciados, menos aún para las profesiones STEM (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas). En Martín, Rodríguez y Suso (2020, Fundación Alternativas) se hacen algunas recomendaciones, en la línea de un gran pacto social digital. Ahora bien, en la una reflexión sobre los efectos de la digitalización, me parece necesario llamar la atención sobre al menos seis consecuencias, que nos dan pistas de hacia dónde debemos ir.
En primer lugar que, además de los efectos que la digitalización vaya a tener sobre el empleo y las condiciones de trabajo, en lo que sí parece haber acuerdo es que al igual que con lo sucedido en la cuarta onda larga del capitalismo, no parece que se estén dando ganancias sustanciales en la productividad (la llamada paradoja de Solow formulada en 1987), pero sí se comprueba que está aumentando la fluidez de los mercados y la reducción de las barreras de entrada, así como ha aumentado de manera dramática la dependencia de las plataformas digitales globales. “El hecho de que las plataformas digitales dependen fundamentalmente de las externalidades de red en ambos lados del mercado, lo que lleva naturalmente a estructuras monopolísticas con diversas estrategias de ‘bloqueo’”, está dando lugar a una nueva forma de capitalismo monopolista digital, en el que la dinámica llamada «el ganador se lo lleva todo» se vuelve dominante, a medida que la concentración del mercado permite a los ganadores extraer ganancias a nivel mundial y por un período de tiempo mucho más largo” (Soete, 2018; 38).
En segundo lugar y haciendo referencia a la Inteligencia Artificial (IA), como uno de los componentes principales del proceso de digitalización de nuestras economías y sociedades, a día de hoy, la IA plantea numerosos retos por los cambios que introduce en multitud de campos (es recomendable el número monográfico que acaba de publicar el Cambridge Journal of Regions, Economy and Society, Volumen 13, Issue 1, March 2020, en particular el ensayo introductorio de Clifton, Glasmeier y Gray). Si bien su utilización en el ámbito de la producción y de la gestión pública ha dado lugar a avances sustanciales, no debe olvidarse que el uso de algoritmos por la IA puede discriminar a determinados grupos o personas, también a las mujeres, por ejemplo, en el sistema de justicia criminal y en los procesos de selección. El sesgo proviene tanto de los datos que entrenan a los algoritmos como de la gente que los elabora (Craglia, 2018; 58). Las implicaciones respecto a la invasión de la privacidad son tan grandes, el llamado “capitalismo de vigilancia” del que nos habla Shoshana Zuboff, ya sea como capitalismo “de libre mercado” o como capitalismo “de estado”, que se reclama el derecho individual a no ser medido, analizado ni entrenado por medio de la IA. Hay también efectos macroeconómicos pues, por un lado, puede dar un nuevo impulso a la globalización, pero por otro puede conducir a una repatriación de los empleos que previamente se habían deslocalizado a países de bajos salarios. Si bien no ha sido precisamente la digitalización la que ha puesto de relieve el grave problema de la deslocalización de las industrias en el primer mundo, sino la llegada de un virus, con el que descubrimos que la fabricación de los elementos más imprescindibles (respiradores, equipos de protección, mascarillas, etc.) está prácticamente toda localizada en Asia y no hay producción suficiente (ni de calidad) para satisfacer la demanda urgente y simultánea de los países de ese primer mundo.
Hay quien señala que, en la medida en la que la IA se convierta en parte de las condiciones generales de la producción capitalista, su desarrollo tendría como consecuencia alcanzar un nivel completamente nuevo de automatización, dando al capital una independencia del trabajo sin precedentes (Dyer-Witheford, Mikkola and Steinhoff, 2019; 32). En todo caso, la amenaza a la reproducción económica (y humana) implícita en la revolución que puede traer la IA, surge en un nivel sistémico y por ello hay que afrontarla a ese nivel. Y por eso, hay que decidir en qué tipo de IA se está invirtiendo pues, como señalan Acemoglu y Restrepo (2019; 3), en una era de automatización rápida, si las nuevas tecnologías no aumentan la productividad de manera suficiente, la posición relativa del trabajo se deteriorará y los trabajadores se verán particularmente afectados, por lo que, si no se presta suficiente atención a que la IA cree nueva y mayor demanda de trabajo, en lugar de simplemente reemplazarlo, estaríamos ante un tipo de IA equivocado desde el punto de vista social y económico y habría que pararla antes de que fuera demasiado tarde.
En tercer lugar, una desigualdad creciente, aumentando la parte de la renta nacional atribuida al capital a costa de la del trabajo, en la medida en la que las rentas de la innovación digital están siendo apropiadas por los grupos de mayor renta, el 1 y el 10 por 100: accionistas, inversores, altos ejecutivos y empleados clave de las empresas ganadoras (que por lo general poseen capital y ocupan cargos gerenciales y posiciones directivas en las mismas). Y lo que es peor, como entre otros muchos advierte Soete (2018; 42), estamos viendo que esta concentración de riqueza y poder económico asociado a la digitalización está llevando a una concentración similar del poder político, lo que en última instancia socava la democracia. Hay incluso quien advierte del peligro de desaparición de la “clase media” –cuya importancia cuantitativa y cualitativa no ha dejado de reducirse en los últimos 30 años (OCE, 2019)- y la aparición de un capitalismo “feudal” (Johannessen, 2018).
La introducción de tecnologías digitales “lo que no parece indicarnos es un cambio en la esencia del modelo socio-económico que prevalece. Por el contrario, todo indica, si la política no lo impide, una intensificación de los procesos que generan las desigualdades socio-económicas tanto globalmente como en cada uno de los Estados” (Linares y López, 2016; 232-233). Es lo que señala uno de los principales portavoces de la 4ª revolución industrial: “la desigualdad representa la mayor preocupación social asociada con la Cuarta Revolución Industrial” (Schwab, 2016). Aunque Schwab considera que es la tecnología, no las decisiones políticas y las políticas económicas que les siguen, una de las principales razones de por qué las rentas se han estancado o incluso han descendido para una mayoría de la población en los países de renta alta, debido a la polarización en los empleos de acuerdo a las habilidades educativas. Una apreciación que sólo es parcialmente correcta, al menos en lo que se refiere a la distribución funcional de la renta en los países más desarrollados, pues el descenso continuado de la participación de los salarios en el valor añadido no se debe tanto al progreso tecnológico, sino más bien a los efectos de la globalización (la deslocalización de la industria), la financiarización y a la pérdida de poder negociador de los trabajadores por medio de los sindicatos, esto es, a factores relacionados con la estructura institucional y social. Lo que sí es innegable, como señala Recio (2018; 54), es que “la digitalización constituye un conjunto de tecnologías que permiten reforzar el poder del capital en los tres espacios de conflicto: el de la distribución de la renta (facilita el acceso a fuerza de trabajo más barata), el del control y el de la flexibilidad (puesto que facilita también una organización de la actividad en tiempo real)”.
En cuarto lugar, no olvidar los costes medioambientales que ya se están produciendo como resultado de la digitalización y la automatización. Como señala Mahnkopf (2019; 13), cuando se calculan los ahorros potenciales que traerá la digitalización, no se suele tener en cuenta la energía eléctrica requerida por los múltiples productos “inteligentes” utilizados en la producción, ni la energía que se requiere para la eliminación o reciclaje de los productos viejos o defectuosos. Los centros de datos globales consumen también mucha energía y si se suma la energía utilizada en la transmisión de datos, se estima que representa entre un 3 y un 4 por 100 del total de energía consumida en la Unión Europea en 2016 y, si no se toman medidas, se espera que se doble cada cuatro años. Pero no es sólo la insaciable necesidad de energía, pues la infraestructura digital requiere una inmensa cantidad de metales, muchos de ellos ligados por cierto a conflictos geopolíticos y guerras civiles. Y está la creciente cantidad de desperdicios electrónicos, con metales que tienen una baja tasa de reciclado. Hoy por hoy no parece que el desarrollo tecnológico esté consiguiendo el desacoplamiento entre el proceso de acumulación económica y su impacto sobre la naturaleza, tanto en términos de emisiones (descarbonización) como en términos de uso de recursos naturales (desmaterialización) (Bellver, 2018; 75), probablemente porque no es una prioridad.
En quinto lugar, hay que tener en cuenta el impacto de la digitalización sobre los sistemas fiscales. Un impacto que se suma al ya producido por la globalización, que ha dificultado enormemente el gravamen efectivo de las empresas internacionales y transnacionales, no sólo por el fraccionamiento de su actividad entre muchos países debido a las cadenas globales de valor, también por la planificación fiscal de las empresas favorecida por los paraísos fiscales de todo tipo, algunos de ellos resultado de la competencia fiscal a la baja incluso en áreas cono la Unión Europea (los escandalosos casos de Irlanda, Luxemburgo y Holanda). Tørsløv, Wier y Zucman (2020) han calculado la cuantía de los beneficios que se han derivado a los paraísos fiscales, un 40 por 100 de las compañías multinacionales, y la pérdida que ello supone para los países con alta fiscalidad, que en el caso de los países que no son paraísos fiscales en la Unión Europea supone un 20 por 100 de reducción en los beneficios que tributan. Hay organismos internacionales que se están ocupando del tema, como la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión europea, pero por ahora han quedado en nada, en este último caso ante la lógica oposición, entre otros estados miembro, de paraísos fiscales como Irlanda, por lo que han surgido iniciativas nacionales para gravar los servicios digitales, en particular la publicidad. Pero no se trata sólo del impuesto sobre sociedades, sino de que en la medida en que los empleos que se creen por la digitalización, si es que al final se creara empleo neto, sean cada vez más precarios, como en el caso de las plataformas digitales, se recaudarán también menos impuestos sobre el trabajo.
Por último, pero no por ello menos importante, advertir que quizás haya quien piense que se están exagerando los efectos negativos de la automatización y la digitalización, teniendo en cuenta además la diversidad de cifras disponibles sobre la potencial pérdida de empleos y que la adopción de las nuevas tecnologías tarda tiempo y se ve afectada por muchos factores técnicos y políticos. Para algunos (Figueroa, 2019), el problema principal para la mayoría de los trabajadores es que las nuevas tecnologías, en particular la digitalización, van a cambiar muchos aspectos de su puesto de trabajo. Y ello se debe a que la digitalización está creando una cantidad enorme de datos sobre una gran cantidad de fenómenos nuevos. Y esos datos están en poder de las grandes empresas tecnológicas, bien conocidas: Amazon, Apple, Facebook, Google, Microsoft, Alibaba, Tencent, entre las más importantes. Una parte de esos datos son recopilados en las redes sociales, un asunto sobre el que se está escribiendo mucho, por las graves amenazas a la privacidad que ello implica. La otra parte se está recopilando en las empresas. En este último caso los datos describen los procesos de trabajo en su conjunto, pero también a las personas que los realizan. Y esos datos se pueden usar y se usan (junto a datos obtenidos de las redes sociales) para identificar a los trabajadores, creando perfiles de personalidad y de ideas políticas y sindicales. Ya estamos viendo como entidades públicas están invirtiendo en tecnologías digitales que son inútiles o no proporcionales en cuanto al abuso de derechos que suponen y su aplicación en muchos casos a colectivos vulnerables. Por ello, parece necesario controlar los datos que produce la sociedad, los que producen las personas como trabajadores, como consumidores, como ciudadanos. Necesitamos comprender el impacto político y social de la digitalización en lo que respecta al uso de los datos, pues “si no se hace algo para solucionar que el control privado de datos esté en manos de un puñado de individuos (sic), los trabajadores de todo el mundo verán seriamente afectados sus esfuerzos para controlar la intensificación del uso de datos en el trabajo o para lograr la elección de un gobierno que incluya los datos como parte de su agenda” (Figueroa, 2019; 61) [4].
La tecnología es una relación social y conviene recordarlo: las tecnologías se construyen por personas, empresas y organizaciones concretas, por lo que encarnan y replican las normas sociales, los valores y otras fuerzas económicas, ecológicas, políticas y culturales que existen en cada momento. La tecnología puede ser “neutral”, pero no lo es ni su diseño ni su aplicación.
Al igual que ya se reconoce que la globalización ha dado lugar a ganadores y perdedores y que la reasignación de los trabajadores entre los sectores y países no está exenta de “fricciones” y llevará muchos años, con unos costes equivalentes a considerables años de pérdida de ingresos para los trabajadores, “es razonable pensar que las reasignaciones a que dé lugar la IA se enfrentarán a retos semejantes” (Craglia, 2018; 79) y que para cuando lleguen las compensaciones a los perdedores, si es que llegan, muchos se habrán quedado en el camino. En todo caso, la especie humana es la que tiene que decidir hasta dónde quiere que llegue la automatización y la digitalización, qué tipo de tecnologías se van a desarrollar y cuáles se van a aplicar, cuáles son las políticas públicas que se van adoptar al respecto. El futuro del trabajo será el que nosotros queramos que sea, no hay aquí ningún determinismo.
Notas:
[1] Cuarta revolución industrial, automatización y digitalización: una visión desde la periferia de la Unión Europea en tiempos de pandemia. ICEI WP04-2020. https://eprints.ucm.es/61648/ Las referencias bibliográficas de este texto se encuentran en dicho trabajo y no se incluyen aquí por razones de espacio.
[2] La OCDE está haciendo un esfuerzo para medir de manera armonizada qué se entiende por economía digital, elaborando un conjunto de indicadores del empleo, las habilidades y su contribución al crecimiento económico: A roadmap toward a common framework for measuring the Digital Economy. Report for the G20 Digital Economy Task Force. Saudi Arabia, 2020.
[3] Escribo “parece” porque le investigación empírica en economía, como en el resto de ciencias sociales, no permite establecer relaciones de causalidad y los resultados de los estudios empíricos dependen de los bases de datos, los periodos analizados, los modelos econométricos y estadísticos utilizados, etc.
[4] Nos enteramos por la prensa (el diario.es, 7 de octubre de 2020; EFE, 2 de septiembre de 2020) que Amazon publicó dos ofertas de trabajo de analistas de inteligencia, en las que la descripción del puesto incluía vigilar amenazas sindicales, en un perfil destinado a la investigación sobre la financiación y actividades vinculadas a campañas corporativas dentro y fuera de la empresa, así como protestas, crisis geopolíticas y otros asuntos sensibles para los recursos humanos y las relaciones con los empleados. Las ofertas colocaban al mismo nivel el trabajo sindical, los grupos de odio, el terrorismo y los líderes políticos hostiles.
Nuevos modelos empresariales y de relaciones laborales
23/11/2020
Mónica Melle Hernández
Profesora de Economía Financiera, miembro de Economistas Frente a la Crisis y Secretaria General de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas
La economía digital y las transformaciones tecnológicas no sólo están transformando el mercado laboral redefiniendo nuevos tipos de empleos. Al mismo tiempo están modificando la forma en la que se trabaja y las relaciones laborales entre los trabajadores y los empresarios. La pandemia de la Covid-19 está acelerando además estos procesos que se han demostrado imparables.
Con la digitalización aparecen nuevos modelos organizativos empresariales y nuevas formas de trabajo en entornos virtuales, generalizándose el teletrabajo en cada vez más sectores de actividad. Los entornos de trabajo son cada vez más interactivos, colaborativos y simplificados. Se está desarrollando la reingeniería empresarial en los procesos organizativos y de gestión que tratan de adaptar las nuevas tecnologías de la información a las empresas, mejorando y simplificando la forma en la que los empleados interactúan con sus compañeros de trabajo y con la información. También se tiende a la supresión de niveles jerárquicos, con efectos en las relaciones laborales, cada vez más horizontales y fluidas, pero al mismo tiempo con menos protección laboral.
En el caso de los trabajadores del conocimiento, se profundiza en un patrón de trabajo híbrido, y muchos más de ellos trabajarán desde casa, mientras que las oficinas se convertirán en lugares para la reunión y el networking. Todo ello nos puede llevar a la “mercantilización del trabajo”, esto es a la transformación del trabajo asalariado en relación mercantil. Ello implicaría una individualización total de las relaciones laborales: las cuestiones se discuten directamente con el jefe y/o equipo; la representación legal de los trabajadores, cuando existe, tiene un papel secundario y la presencia del convenio colectivo es escasa. Lo que puede derivar en un deterioro de las condiciones de trabajo.
Los avances tecnológicos unidos a los cambios en las pautas del consumo de una parte cada vez más significativa de la población que tiene mayor acceso a la información gracias a Internet, están propiciando además la extensión de la llamada “economía colaborativa”. El uso de plataformas virtuales está facilitando el desarrollo de esa economía colaborativa al permitir la conexión coordinada y triangular entre empresario, cliente y trabajador. Los clientes con una mayor y más rigurosa información sobre bienes y servicios que consumen tienden a asociarse gracias a las nuevas tecnologías y las plataformas virtuales, que permiten no sólo el intercambio de información sino también de bienes y servicios.
Los clientes conectan a través de las plataformas con los trabajadores disponibles para la prestación de un servicio, que previamente se han registrado en aquéllas. El trabajo se descentraliza y los operadores económicos a través de las plataformas virtuales actúan como intermediarios en el mercado de trabajo y/o como empresarios/empleadores. El proceso de producción se externaliza y en las plataformas virtuales el prestador puede caracterizarse como empresario, trabajador autónomo o trabajador por cuenta ajena. Las fronteras entre trabajo, empresa y mercado se difuminan, al igual que se hacen intercambiables las posiciones de usuarios, trabajadores, productores, contratistas, consejeros o consumidores. Todo ello está promoviendo la generalización de los autónomos dependientes, los freelancers, o la “uberización” del empleo.
Las plataformas digitales están contribuyendo de este modo al auge de la gig economy (que se podría traducir como “economía a demanda”), en la que los trabajadores han evolucionado hacia empleos flexibles basados en proyectos (e incluso basados en tareas) y las empresas tienen cada vez más acceso a un mercado mundial. En pocas palabras: el trabajador del futuro tenderá a ser autónomo, flexible y/o remoto.
Todo ello está impactando sobre las desigualdades que están aumentando, así como en la distribución funcional de la renta incrementando la brecha entre beneficios empresariales y salarios, y entre grandes empresas y negocios que se ubican al final de la cadena de valor.
Se precisa un cambio completo en la regulación laboral que permita promover la creación de nuevos tipos de empleo garantizando los derechos laborales y facilitando la transición a ese nuevo modelo de crecimiento, que debe centrarse en aumentar la flexibilidad interna y la productividad. Preservando también la seguridad para los trabajadores, que a la vez garantiza la apuesta por el capital humano con adecuada formación y cualificación, variable clave para la competitividad empresarial.
La regulación laboral debe resolver también nuevos problemas que se plantean como los de protección social porque la relación de los trabajadores con la Seguridad Social está cambiando rápidamente, afectando a sus ingresos y a las pensiones esperadas. O los relacionados con el tiempo de trabajo y el derecho a la desconexión, para evitar tensión o estrés que pueden surgir por acumulación de trabajo y falta de descanso. En teoría, el uso de las nuevas tecnologías y la posibilidad de realizar la prestación de trabajo en cualquier tiempo y lugar puede facilitar la conciliación de la vida profesional y personal. Por ello junto a la regulación del tiempo de trabajo debe introducirse también la variable conciliación.
Estas transformaciones, que están acelerándose por la Covid-19, pueden convertirse en oportunidades para mejorar la productividad de nuestra economía, mejorando a la vez las condiciones laborales de los trabajadores. Todo ello pasa por lograr unas regulaciones de las nuevas formas de trabajo y de las nuevas relaciones laborales con un adecuado equilibrio entre seguridad y flexibilidad.
Un modelo más democrático de relaciones laborales como base para una economía sostenible
20/11/2020
El debate sobre el plan europeo de reconstrucción ha puesto el foco una vez más sobre el marco normativo laboral y, en particular, en el modelo de negociación colectiva. Es un debate recurrente y nada original, considerando que la negociación colectiva es una institución sometida a una notable tensión desde los años 80, que se ha agravado en la última década como consecuencia de los efectos combinados de la crisis económica y las reformas estructurales impulsadas por las instituciones comunitarias y los Estados miembros de la UE durante la Gran Recesión de 2008.
El análisis comparado permite destacar la mayor intensidad de las reformas laborales adoptadas en España entre 2010 y 2012, destacando particularmente la última. Entre otros aspectos, esta reforma alteró de forma sustancial el marco de equilibrios de la negociación colectiva favoreciendo la desarticulación y descentralización desorganizada de la misma, así como el reforzamiento del poder de las empresas para la regulación e individualización unilateral de las condiciones de trabajo. En última instancia, el objetivo perseguido era consagrar la devaluación salarial y la precariedad laboral como fundamentos de la reactivación económica y la competitividad empresarial.
Los impactos sociales de este ciclo de reformas estructurales y políticas de austeridad, en términos por ejemplo del aumento de la desigualdad, la segmentación y la pobreza, son ampliamente conocidos. Ahora bien, cabe resaltar una consecuencia de fondo especialmente relevante: la consolidación en el período posterior de recuperación de las debilidades estructurales de nuestro modelo productivo, que conllevan no sólo una elevada vulnerabilidad de este ante los cambios en el ciclo económico ─que se manifiesta, particularmente, en una mayor destrucción relativa del empleo─ sino asimismo una mayor debilidad comparativa a la hora de afrontar los grandes desafíos globales inaplazables, como son los cambios demográficos, la digitalización y la crisis energética y ecológica.
Esta cuestión es importante porque en el escenario de la actual crisis desde diversas instancias neoliberales y sectores empresariales –y algunas áreas del propio Gobierno- se ha lanzado una renovada ofensiva a favor de la continuidad e incluso profundización de las reformas laborales de la Gran Recesión, apelando incluso a la recuperación de recetas “novedosas” como la mochila austriaca y el contrato único.
Frente a esta defensa del statu quo, desde posiciones sindicales queremos resaltar en cambio la necesidad de conformar un marco más democrático de relaciones de trabajo en nuestro país. Y ello no sólo porque es una condición necesaria para garantizar una salida más igualitaria de la actual crisis. Asimismo, porque constituye un elemento clave para impulsar un cambio de modelo productivo sobre bases alternativas a la competencia vía ajuste de costes y precios, como son la innovación, la estabilidad de la contratación y la calidad del empleo, la formación y la cualificación y del trabajo, y la igualdad de género.
La conformación de este nuevo modelo pasaría en primer lugar por la reversión de los elementos más lesivos de la reforma laboral de 2012. Un objetivo por otra parte planteado y acordado en su momento en el diálogo social tripartito, pero que a diferencia de otros aspectos no se ha podido todavía concretar por la urgencias derivada de la pandemia. Ahora bien, más allá de esta cuestión debería abordarse una profunda renovación del marco estatutario laboral que, a la vez que promueva y sostenga la eficacia de los derechos laborales fundamentales, individuales y colectivos, permita afrontar los importantes retos que se plantean al mundo del trabajo en la presente década.
La renovación del modelo de negociación colectiva en concreto es particularmente necesaria para prevenir que el desarrollo de determinados procesos como la digitalización vaya acompañado de una mayor unilateralidad y atomización de las relaciones de trabajo, que puede profundizar la precariedad laboral y el riesgo de segmentación social.
Cabe enfatizar al respecto el papel que puede y debe seguir desempeñando la negociación colectiva sectorial, no sólo en sus funciones de ordenación de las condiciones económicas y laborales mínimas para el conjunto de cada sector ─contribuyendo a prevenir así el riesgo de dumping y segmentación─, sino para anticipar y gestionar los cambios provocados por las macro tendencias globales en curso y sus efectos en los distintos sectores productivos.
En suma, el fortalecimiento y la democratización del modelo de relaciones laborales constituyen elementos imprescindibles para garantizar una salida más igualitaria de la actual crisis, e impulsar una transición justa a un modelo económico más sostenible y con mayor justicia social para el conjunto de trabajadoras y trabajadores.
Ideología, ciencia, datos, trabajo y buena fe
18/11/2020
María Ángeles Castellanos
Secretaria de empleo y políticas sociales de Comisiones Obreras de Castilla-La Mancha
Favorecer a las mayorías sociales o favorecer a las élites, esa es la dicotomía a la que nos enfrentamos en la actualidad. No se trata de una disputa, ni mucho menos, reciente, pero es esa dicotomía la que está tras la polarización y la crispación política y pública.
El trabajo es el elemento vertebrador de la sociedad, desde el trabajo nos cuidamos, nos proveemos de aquello que necesitamos, generamos riqueza, conocimiento, cultura, tecnología y todo ello constituye la herencia de la humanidad.
Los servicios públicos son el elemento de cohesión social desde donde se atienden necesidades individuales y colectivas y desde donde se corrigen desequilibrios.
Por tanto, si la mayoría social se vertebra y se construye desde el trabajo y se cohesiona desde los servicios públicos, atacar estos elementos es una vía para generar desigualdades y el neoliberalismo, el fundamentalismo del mercado, lo tiene claro.
Tal y como señala Thomas Piketty en su libro “Capital e ideología” (ED. Deusto), “la desigualdad no es económica o tecnología: es ideológica y política”.
Ciertamente al neoliberalismo le obsesiona mantener las desigualdades y romper cualquier elemento que suponga un reequilibrio de fuerzas, para ello miente, manipula, siembra odio, genera miedos a riesgos que no existen, denuesta lo público y ensalza las bondades del mercado y de la empresa. Además, su capacidad económica le permite emplear a buena parte de las mejores mentes del planeta, personas destacadas en sus campos, que trabajan para alcanzar los objetivos del neoliberalismo y no en pro del bien común.
El individualismo, la meritocracia como mecanismo para justificar las desigualdades o la atomización de las vidas en un entorno de hiperconectividad que lejos de hacernos más sociales nos vuelve más polarizados y nos aísla en burbujas ideológicas y culturales, son elementos que comparten una base ideológica y que tienen un impacto destacado en la vida económica y en la vida laboral.
Esta realidad antisocial no es casual, está ideada, estudiada y planificada bajo un prisma ideológico que tiene como principal objetivo mantener los desequilibrios y la distancia entre quienes más tienen y quienes con su trabajo generan la riqueza y el bienestar que disfrutan las élites.
Paul Krugman, en su libro “Contra los Zombis” (Ed. Crítica) señala que muchos debates públicos en la economía se realizan de mala fe y apunta que “cuando uno se enfrenta argumentos de mala fe, los lectores tienen que ser informados no sólo de que esos argumentos no son correctos, sino también de que, en realidad, se están presentando de mala fe”.
Es importante tener presente la mala fe y el fuerte componente ideológico que recorre buena parte de lo que afecta a nuestro día a día para no dejarnos arrastrar por falsos razonamientos que se disfrazan de economía para imponer sistemas y lógicas de mercado que son medioambientalmente insostenibles, que generan desigualdades y que se apropian de la herencia de la humanidad en la medida en la que quienes controlan el capital, consideran de su propiedad y en su beneficio el resultado y las posibilidades que ofrecen los avances logrados por la acumulación de conocimiento.
Un ejemplo de esta apropiación lo encontramos en el aprovechamiento de la tecnología.
John Maynard Keynes, en su ensayo de 1930 titulado “Posibilidades económicas de nuestros nietos” trató de pensar en un futuro a largo plazo y de dar respuesta a la pregunta de qué se podía esperar para la vida económica pasados 100 años.
En este ensayo habla de lo que denomina una nueva enfermedad, el “desempleo tecnológico” provocado por el descubrimiento de medios para economizar el uso del trabajo y señala que este problema solo sería una fase temporal de inadaptación que pensaba que estaría superado pasados 100 años (2030).
En su ensayo, Keynes, sitúa el desempleo tecnológico como un problema temporal porque argumenta que el avance tecnológico resolverá el problema económico de la humanidad y se traducirá en una mejora notable y generalizada de la calidad de vida.
Cuando habla de resolver el problema económico se refiere a la lucha por la supervivencia y a satisfacer las necesidades que denomina absolutas, aquellas que no varían por la situación en la que se encuentran otras personas, es decir, las necesidades más ligadas a la supervivencia, y plantea que, una vez resueltas estas necesidades, podríamos dedicar nuestras energías a otros propósitos no económicos.
En el futuro que imagina para 2030 propone repartir los trabajos lo máximo posible con turnos de 3 horas o jornadas laborales de 15 horas a la semana y esta propuesta no la hace para dar respuesta a las necesidades económicas, la plantea como mecanismo para que la humanidad supere siglos de organización de las vidas en torno a los propósitos económicos, es decir, para desengancharnos.
Nos veo libres, señala Keynes, y reconoce que en ese futuro habrá muchas personas con una intensa falta de sentido en sus vidas que seguirán persiguiendo la riqueza ciegamente, siempre insaciables, pero la libertad que nos debería proporcionar el avance tecnológico hará que no tengamos la necesidad de aplaudir ni alentar a quienes aman el dinero como posesión.
Ciertamente la realidad dista mucho del futuro que planteaba Keynes, y estamos lejos de una realidad así porque, finalmente, los beneficios de lo que debería ser esa herencia de la humanidad capaz de mejorar la calidad de vida de forma generalizada y de hacernos libres para poder vivir mejor nuestras vidas, se los han apropiado una minoría, siempre insatisfecha, que cada día acumula más riqueza a cambio de desigualdades y de sufrimiento.
El conocimiento acumulado se utiliza para generar infelicidad. Tras las nuevas adicciones hay mucha ciencia, también tras la precariedad de muchos trabajos, así, la mayoría social no solo se ve privada de algo que le pertenece porque se ha generado con su trabajo, además, se utiliza en su contra.
La filosofía epicúrea afirma que el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la felicidad.
El conocimiento, la tecnología, deben usarse en pro de la sostenibilidad, deben tener como objetivo promover entornos y condiciones que permitan que las vidas merezcan la pena ser vividas.
Muchas veces tenemos tan asumida la jaula ideológica en la que trascurren nuestras vidas que somos incapaces de darnos cuenta de que eso es una jaula y de que fuera de ella existen otras formas de organizarnos.
La antropóloga social Yayo Herrero señala que el ecofeminismo permite articular la política y la economía en torno a la prioridad de sostener vidas reales y concretas, cotidianas y no cualquier tipo de vida. Vidas que merezcan la pena y la alegría de ser vividas y para todo el mundo.
En este sentido, desde la economía feminista, como una teoría económica y de acción, se plantean propuestas para avanzar hacia una economía distinta que ponga la vida en el centro. Tal y como señalan las economistas Amaia Pérez Orozco y Astrid Agenjo Calderón, la economía feminista apuesta por desplazar el eje analítico y político en torno al cual construimos la economía: de los mercados a la sostenibilidad de la vida.
Es importante ver los cimientos sobre los que se asientan nuestras certezas porque puede que más que certezas sean postulados ideológicos profunda e interesadamente arraigados.
Un ejemplo de lo que se acepta de forma muy generalizada es el binarismo bienes públicos–bienes privados, pero existen otras opciones, de hecho, la primera mujer que recibió el Nobel de Economía, Elinor Ostrom en 2009, lo obtuvo «por su análisis de la gobernanza económica, especialmente los bienes comunes» y la contribución que destacaron para concederle el galardón fue que desafió la sabiduría convencional al demostrar cómo la propiedad local puede ser administrada con éxito por los bienes comunes locales sin ninguna regulación por parte de las autoridades centrales o privatización.
La segunda mujer en recibir el Nobel de Economía, ha sido Esther Duflo en 2019, en su caso por «su enfoque experimental para aliviar la pobreza global». Sus propuestas para combatir la pobreza se basan en la ciencia y en los datos, se aleja así de los zombis de los que habla Paul Krugman.
Un zombi es «una idea que debería haber sido eliminada por la evidencia, pero que se niega a morir», ideas infundadas que, a pesar de ser rebatidas con datos, siguen vivas y con muchos adeptos.
El fundamentalismo de mercado lejos de ser una verdad absoluta es tan solo una opción basada en multitud de argumentos injustificables pero que tienen una clara intención ideológica.
La insistencia de la ideología fundamentalista del mercado en discursos que presentan los beneficios monetarios de las empresas como máxima incuestionable que garantiza el progreso y el bienestar deriva en la justificación de cualquier acción que tenga como fin maximizar estos beneficios.
Así se han justificado recortes en servicios públicos y reformas laborales que han permitido que las empresas trasladen sus riesgos a quienes trabajan en ellas sin que, obviamente, esto se traslade en un beneficio ni para el conjunto de la sociedad ni para el bien común, más bien todo lo contrario, la población está más empobrecida y las empresas, gobernadas por logreros más que por empresarios, no tienen incentivos para innovar y mucho menos para comprometerse con la sociedad en la que desarrollan sus actividades.
La deriva precarizadora ha tenido un mayor impacto en España que en los países de nuestro entorno. Lo podemos comprobar analizando los datos de la Encuesta Europea de Ingresos y Condiciones de Vida (EU-SILC) de Eurostat.
La renta mediana equivalente, en el año 2009, se situaba en 14.795€ en España y en 14.775€ en la UE-27, niveles bastante similares, pero en 2018 esta situación pasa a una renta mediana de 14.785€ para España y de 17.529€ para la UE-27.
En la España de 2018 la recuperación económica no había llegado a las personas, los niveles de renta estaban aún por debajo de los que había al inicio de la crisis financiera y se habían alejado de la media de la UE-27, en cambio, si nos fijamos en la productividad por hora trabajada, también con datos de Eurostat, se ha pasado de una productividad de 28,05€/hora en 2008 a 31,55€/hora en 2018.
Las políticas aplicadas para salir de la anterior crisis han supuesto en la práctica un deterioro de las condiciones laborales y, por tanto, de las condiciones de vida, de la mayoría social.
Así, según la Encuesta de condiciones de vida del INE, en España se ha pasado de una tasa de riesgo de pobreza en 2008 del 19,8% a un 20,7% en 2019.
El empobrecimiento no afecta a todas las personas de la misma forma, la juventud de entre 16 y 24 años partía de un porcentaje de riesgo de pobreza del 21,5% en 2008 y en 2019 alcanza el 28,1%, habiendo superado incluso el 33% en los peores años de la crisis.
La juventud de España está empobrecida y esto no es algo que se pueda desligar de las dificultades de acceso a un empleo de calidad y de la dualidad del mercado de trabajo que condena a la juventud a un paso previo por la precariedad cuando se incorpora al mundo laboral.
Tampoco todos los tipos de hogares tienen niveles de riesgo similares, aquellos hogares compuestos por una persona adulta con hijos dependientes alcanzan en 2019 un riesgo de pobreza del 41,1%, estos hogares ya partían de una mala situación con un riesgo del 36,8% en 2008.
En mejor situación se encuentran los hogares de una persona sola mayor de 65 años, para estos hogares el riesgo de pobreza se sitúa en 2019 en el 14,1% y partían de un nivel del 43,3%, una evolución a estudiar, pero que sin duda tiene mucho que ver con algo que sí funciona en España, el sistema público de pensiones.
Otro de los indicadores de la calidad de vida que ha empeorado en la última década ha sido la tasa de paro de larga duración (más de 12 meses), pasando del 2% de la población activa en 2008 al 5,4% en 2019, duplicando la tasa de la UE-28 que permanece en el 2,5%, más baja aún que la que presentaban en 2008 (2,6%).
Merece la pena fijarnos también en los salarios bajos, entendidos como aquellos que están por debajo de los 2/3 del salario bruto por hora mediano. Según la Encuesta anual de estructura salarial, en 2018 el 15,5% de las personas asalariadas en España tienen salarios bajos, este porcentaje alcanza el 20,8% en el caso de las mujeres.
Por tramos de edad, nuevamente es la juventud la que presenta peores datos, con un 35,7% de salarios bajos entre quienes tienen de 16 a 24 años, porcentaje malo pero que ha mejorado respecto a 2016, año en el que la mitad de la juventud asalariada tenía un salario bajo.
Difícil empezar proyectos de vida con esa situación.
Podríamos profundizar mucho más en cómo han empeorado el empleo y la calidad de vida en España y ver la incidencia por sexos, grupos de edad, estudios u otros parámetros sociodemográficos, pero no vamos a encontrar resultados que nos indiquen que las recetas neoliberales han mejorado algún aspecto de la vida de las mayorías sociales.
El desarrollo tecnológico nos podría haber llevado a las jornadas laborales de 15 horas semanales de las que hablaba Keynes o a la precariedad actual, la diferencia la ha marcado la ideología no la tecnología.
Cuando se escriben líneas de código para reducir los tiempos para mover paquetes dentro de una nave del sector de la logística, se pueden escribir buscando reducir tiempos para que una misma persona mueva el máximo número de envíos durante su jornada o buscando organizar a más personas en el mismo espacio, moviendo el mismo número de envíos pero mejorando la salud laboral y los salarios de quienes trabajan en esa nave, la economía seguirá funcionando, los paquetes llegarán a sus destinos a tiempo, pero en lugar de que una persona se convierta en el primer ser humano que amasa una fortuna de más de 200.000 millones de dólares, habrá más trabajadores y trabajadoras con buenas condiciones laborales y con mejor salud a corto y a largo plazo.
No es el mercado amigos, es la ideología.
De igual forma, la realidad laboral de España en octubre de 2020 habría sido muy diferente si el Gobierno Central, en lugar de buscar el mantenimiento del empleo y de poner en marcha el escudo social, hubiera promovido el abaratamiento de los despidos por aquello de que solo los beneficios empresariales garantizan el futuro.
De cara al futuro contamos con instrumentos para avanzar en la reducción de las desigualdades y en la mejora de la calidad de vida.
Nada demuestra más la utilidad de la negociación colectiva que los constantes ataques que buscan debilitarla, nada demuestra más la fuerza colectiva de la mayoría social que la ingente cantidad de recursos que se destinan a promover la individualidad.
La velocidad de los cambios se ha acelerado en las últimas décadas, pero lo que debe permanecer inmutable son los principios de sostenibilidad de las vidas, el reparto justo de la riqueza y que nadie se quede atrás. La gobernanza ha de hacerse con criterios de justicia y no con criterios de mercado y las crisis mercantiles no pueden ser excusas para generar más desigualdades y para precarizar el empleo.
Hay que poner al servicio de estos principios los instrumentos que han demostrado su utilidad como la propia negociación colectiva, la subida de los salarios mínimos, la fiscalidad progresiva o el diálogo social y el sindicalismo de clase y también habrá que emplear la tecnología, la ciencia y la innovación para buscar nuevos instrumentos y para dirigir la economía a objetivos más vinculados con la sostenibilidad de la vida y menos con la especulación de los mercados.
Los datos abiertos y las tecnologías de big data están llamadas a jugar un papel destacado. La evaluación científica de la realidad social es posible con la aplicación de las tecnologías de big data y puede contribuir de una forma destacada en la mejora de las relaciones laborales y por ende de la calidad de vida.
Los desequilibrios en las relaciones entre el empresariado y las personas asalariadas ciertamente provocan precariedad en las vidas de las trabajadoras y de los trabajadores.
Si, además de los beneficios monetarios, también los beneficios derivados de la innovación y del conocimiento científico repercuten solo en la parte empresarial, los desequilibrios seguirán aumentando.
Modernizar las relaciones laborales pasa por incorporar la disputa por los beneficios del avance científico y de la innovación y por participar en la dirección a la que se dirigen estos avances, tanto dentro de las propias empresas y sectores como desde los espacios de diálogo social.
Dejo para el final lo que ha de ser lo primero, no podemos seguir construyendo futuros basados en el trabajo invisible de las mujeres que son las que se encargan de la sostenibilidad de la vida.
En el nuevo marco de relaciones laborales el feminismo ha de ser un elemento transversal, nunca se construirá un sistema justo, social y equilibrado si no se rompen las desigualdades de género. Hombres y mujeres necesitan cuidados a lo largo de sus vidas, necesitan atender estas cuestiones cada día, para sí mismas y para personas que dependan de ellas, no se puede construir un sistema justo si no se construye desde el reconocimiento de esta necesidad y desde el compromiso por la corresponsabilidad, un compromiso que han de asumir hombres y mujeres, pero también empresas y administraciones.
Una nueva era
16/11/2020
Federico Mayor Zaragoza
Escritor y diplomático
Los empleos son trabajos que proporciona una empresa. El trabajo –de los autónomos, de las pequeñas asociaciones y cooperativas, del inicio de muchas pymes- lo “busca”, halla, descubre o inventa uno mismo.
Hace 25 años las industrias, ya automatizadas en buena medida, tenían operarios que “vigilaban” cada cuatro o cinco máquinas. Hoy tienen robots. A los robots, también hace poco, los supervisaba una persona. Hoy lo hace un código de barras. La “mano de obra” es cada vez menor y reducida a actividades que, aún ya muy mecanizadas, requieren el concurso humano (destrezas y talento).
Hemos pasado en pocas décadas de un contexto rural a un contexto urbano, a un contexto digital. ¿Cómo pasar de una economía de especulación, deslocalización productiva y guerra a una economía basada en el conocimiento, para procurar un desarrollo global sostenible y humano?
Hasta hace muy poco los seres humanos eran invisibles, anónimos, obedientes, sumisos, silentes. Se hallaban confinados intelectual y territorialmente en espacios muy limitados. Hoy ya no son, progresivamente, espectadores sino actores, súbditos sino ciudadanos plenos y educados que -según la insuperable definición de la UNESCO- significa ser “libres y responsables”. Pueden saber, además, inglés o química, pero esto es capacitación adicional, no educación.
Insisto en cuanto antecede porque es imprescindible, cuando nos referimos al empleo y al trabajo, saber bien que estamos ante una nueva situación, unas nuevas generaciones que requieren, conceptual y prácticamente, nuevos enfoques. Estamos iniciando una nueva era y se pretenden aplicar las mismas pautas que en el pasado.
Estos seres humanos ya pueden participar, ya pueden expresarse, ya pueden conocer lo que acaece en su entorno, cómo vive su prójimo, próximo o lejano. Ya pueden comparar, apreciar lo que tienen y apercibirse las precariedades ajenas. Pueden anticiparse, pueden prevenir…
Estos seres humanos “activos” ya no son mayoritariamente hombres. La igualdad de género –piedra angular del “nuevo comienzo” que vivimos- está avanzando de forma prodigiosa y no mimética.
El mundo en el que hoy vivimos y al que debemos, por tanto, tener en cuenta, está siendo sucesivamente des-velado, habiendo adquirido buena parte de los seres humanos una conciencia global, una ciudadanía mundial. El número de mujeres que influyen con las facultades que les son inherentes en la toma de decisiones aumenta sin cesar. Los medios digitales, bien utilizados, permiten, además de una participación democrática insólita, alcanzar la ciudadanía plena, es decir, llevar a efecto la transición esencial de súbditos a ciudadanos.
El tiempo del temor y del silencio ha concluido. Ahora todos pueden reclamar la igual dignidad y el bienestar, que sigue siendo privilegio de unos cuantos. Ya puede llevarse a cabo la transición de la fuerza a la palabra, la gran inflexión histórica.
Ahora ya pueden todos, en un gran clamor en el ciberespacio, exigir la desaparición de desigualdades lacerantes, contrarrestar las arbitrariedades del “gran dominio” (militar, energético, financiero y mediático…). Ahora ya pueden recoger millones de firmas en favor de la transición de una cultura de imposición, dominio y violencia a una cultura de encuentro, conciliación, alianza y paz.
Ahora ya es posible, alzar la voz, contribuir a una democracia –el único contexto en que los derechos humanos se ejercen plenamente- a escala mundial. Una democracia que se inspire en la imaginación juvenil y la experiencia propia de la longevidad, gran logro inexplorado del progreso de la ciencia.
Sí, grandes clamores, presenciales y digitales, para que los mercados se subordinen a la justicia social y no vuelvan a producirse nunca más vergüenzas como la de haber designado gobiernos sin urnas en la misma cuna de la democracia. Para que, superando el cortoplacismo y la obcecación de intereses inmediatos, la humanidad cumpla con su supremo compromiso intergeneracional, y se ocupe de la habitabilidad de la Tierra, del medio ambiente, de la calidad de vida para todos.
Poder ciudadano, voz y grito en favor del 80% de la humanidad que nunca ha podido hallar albergue en el barrio próspero de la aldea global. “Nosotros, los pueblos… hemos resuelto construir la paz para evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”… y el horror del planeta Tierra desvencijado… Reaccionemos. Los grandes desafíos para el por-venir que está por-hacer son la igual dignidad -¡compartir!- y el medio ambiente.
“Nunca hay buen viento para quien no sabe a dónde va”, dice un refrán marinero que me gusta repetir. ¿A dónde vamos? ¿En qué direcciones se va a paliar el paro?
En nuestro caso, debería formularse un “plan España” que permitiera convertirnos, en muy pocos años, en la “California de Europa” e incrementar el número de visitantes en atenciones y servicios personalizados; aumentar el número de segundas residencias propias en un país que consta de una península y dos archipiélagos; unos servicios de salud que faciliten esta gran afluencia y, como sucede en California, convertirnos en un espacio privilegiado de I+D+i, lo que facilitaría, así mismo, una oportuna “relocalización industrial”.
Ya estaba muy claro, antes de la pandemia del coronavirus, que era necesario cambiar de prioridades y favorecer transformaciones sustanciales en las tendencias que, de alguna manera, nos estaban llevando a puntos de no retorno. La pandemia no ha hecho más que evidenciar aún más la necesidad de cambios radicales en la gobernanza mundial para evitar amenazas globales e irreversibles sobre la propia habitabilidad de la Tierra, procurando a todos sus habitantes, y no sólo a unos cuantos, las condiciones para una vida digna.
Ahora, después de haber vivido un confinamiento a escala planetaria totalmente inesperado hace unos meses, es imperativo reflexionar y tomar las decisiones a escala colectiva, pero sobre todo personal, que permitan reconducir tan grave situación antes de que sea demasiado tarde. Es imprescindible, a este respecto, situar todo lo relativo a la “inteligencia artificial” en su sitio. Siempre debe prevalecer el ser humano sobre la máquina, lo natural sobre lo artificial.
Para hacer posible cuanto antes este plan, la comunidad académica, científica, artística, creadora, en suma, debería tener un papel crucial ya que, hasta el momento, las decisiones de parlamentos y gobiernos se adoptan más en virtud de las opiniones de los “lobistas” que del conocimiento. Y así van las cosas.
Una nueva era. “Un nuevo comienzo”, como preconiza la “Carta de la Tierra”. Y actuemos.
El futuro del teletrabajo
13/11/2020
Gemma Galdon
Directora Eticas Consulting.
De la noche a la mañana, las plantillas que teletrabajan en España han pasado del 4% al 88%. La precipitación de esta transformación digital ha hecho que nos hagamos pocas preguntas sobre las implicaciones del cambio. Pero ahora que ya llevamos largas semanas de excepción, empezamos a normalizar que se puede trabajar remotamente, y ver que para muchas personas el viaje a la oficina (lo que los ingleses llaman el “commute”) no volverá en mucho tiempo -o nunca.
Pero si el teletrabajo se va a generalizar, habrá que dejar de tomarse a la ligera algunas cosas. Por un lado, la ciberseguridad. La cantidad de documentos confidenciales, datos personales de terceros e información corporativa que circula estos días por Whatsapp, Telegram o redes inseguras da para varias temporadas de Black Mirror. Nos han mandado a casa sin establecer protocolos ni políticas, sin protegernos ni proteger. En EEUU ya hay empresas que exigen a sus empleados que durante la jornada laboral apaguen sus asistentes personales tipo Siri o Alexa, y que trabajen en habitaciones separadas, con redes encriptadas, equipos corporativos y sin dispositivos “inteligentes” cerca.
Por otro, los derechos laborales: ¿Quién provee los medios de trabajo? ¿Cómo cuidamos la salud laboral en la oficina doméstica? ¿Cómo controlamos horas y rendimiento? Finalmente, la precariedad. Encerrados en casa y con lúgubres perspectivas económicas, muchos se verán abocados a ofrecer su tiempo en plataformas globales de micro-trabajo, aún desreguladas.
Además, el teletrabajo puede ser maravilloso si eres un hombre joven sin cargas. Pero la posibilidad de trabajar fuera de casa es una conquista social y un igualador colectivo. Con el confinamiento, millones de mujeres están descubriendo que el teletrabajo amplifica hasta el estruendo desigualdades sociales y de género.
Es probable que en unos meses muchas de las empresas que han adoptado el teletrabajo de forma excepcional vuelvan a la presencialidad. Pero otras no. Y quizás podamos aprovechar para explorar nuevos modelos. Trabajar fuera de casa no tiene por qué equivaler a trabajar en la oficina de tu empresa, a dos autobuses y un tren de distancia. Quizás ahora que sabemos que el teletrabajo es posible, podemos imaginar oficinas compartidas (coworking), descentralizadas, facilitadas por las empresas, pero en nuestro pueblo o barrio, donde acceder a una comunidad y a infraestructuras seguras sin perder garantías de seguridad en el trabajo ni media vida y el aire que respiramos para llegar a ellas.
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