Nunca he sentido la vocación de querer ser un intelectual, ni creo que reúna las capacidades ni los méritos para llegar a serlo. No obstante voy a atreverme a reflexionar en voz alta sobre qué entiendo yo que es, o debería ser, un intelectual. A mi parecer, debería reunir las siguientes particularidades:
En primer lugar debe poseer unos vastos conocimientos, que le permitan moverse con relativa soltura por un abanico amplio de temas y sin necesidad de recurrir, para opinar, a sus fichas (como una vez le ocurrió al historiador Antonio Elorza). En España hay buenos politólogos, economistas, literatos, etc., pero pocas personas realmente cultas. Como diría Ortega y Gasset, hoy triunfa “la barbarie del especialismo”.
En segundo lugar nada define mejor a un intelectual que la independencia de juicio. Ya dijo el escritor Anatole France que “La independencia del pensamiento es la más orgullosa aristocracia”. Aquí el panorama resulta aterrador, pues casi todos los opinadores, tertulianos y sabios que aparecen en los medios de comunicación son rehenes ideológicos de algún partido, facción o lideresa (madrileña o andaluza). Nada más abrir la boca ya sabe uno lo que van a decir; y la previsibilidad es un signo clarísimo de falta de talento. Ahora bien la independencia de juicio no implica necesariamente falta de compromiso; donde se descubre el talento y la originalidad es precisamente en la capacidad de aunar compromiso e independencia. Ahí está la dificultad.
En tercer lugar, el intelectual debe estar imbuido por lo que Max Weber denominó “la ética de la responsabilidad”. En otras palabras, hoy día es muy difícil tener una opinión autorizada sobre muchas cosas que se nos escapan por su complejidad y dificultad; por lo tanto, el intelectual debe mostrar reservas o abstenerse de opinar sobre aquellos temas que no sean de su competencia y, por ende, evitar dejarse llevar por sus prejuicios o intereses. Cuando un intelectual utiliza su fama para influir en este tipo de temas que lo rebasan o sobre los que tiene intereses particulares, se convierte en un patán o en un Félix de Azúa.
Para finalizar; si en la actualidad hay tan pocos intelectuales que merezcan ese nombre, es porque para llegar a serlo se requiere de dos virtudes que se prodigan muy poco, tanto en hombres como mujeres, ora progresistas o conservadores: me refiero a la humildad y la generosidad. Sin humildad para aceptar nuestras propias limitaciones, y la generosidad para reconocer los méritos ajenos, no pueden medrar ni el intelecto ni la sana moral. Un gran sabio dijo: “Sólo sé que no se nada”.
La brecha de clase: el debate oculto
27/09/2016
Ricardo Romero y Arantxa Tirado
Autores del libro 'Clase obrera: crónica de una desaparición forzada'
‘CTXT’ y Espacio Público nos invitan a debatir sobre la brecha existente entre la vieja y la nueva intelectualidad, la que ha hegemonizado la vida cultural y mediática durante las cuatro últimas décadas, frente a la que pugna por hacerse un hueco desde las redes sociales pero carece de la legitimidad y el prestigio que otorga el sistema a quienes llevan años siendo los fieles guardianes de las esencias de la Transición.
Se presenta el debate como una brecha generacional pero hay un tema transversal que compete a ambas generaciones y que nadie quiere poner sobre la mesa: la brecha de clase entre estas intelectualidades y la mayoría de la población del Estado, conformada en gran medida por la clase obrera o trabajadora.
Cuando se habla de intelectuales y personas culturalmente influyentes en los medios, nadie piensa en dónde está la clase obrera pues no se espera encontrarla en esos ámbitos, reservados desde antaño a los cachorros de las élites ilustradas. A lo sumo, se asocia al conjunto de la clase obrera con personajes como Belén Esteban, la “princesa de barrio”, espejo en el que las clases populares se mirarían para encontrar un referente del sueño de fama y riqueza casi imposible. También en los macarras de gimnasio extraídos de Gandía Shore o en personajes de ficción como “el Nen de Castefa”. Pero, ¿qué otros referentes visibles tiene la clase trabajadora cuando mira los programas de televisión, lee la prensa o busca en la cultura una voz con la que sentirse identificada? Salvando muy honrosas excepciones, como Juan Marsé, Javier Pérez Andújar, Estopa, Ska-p, Jarfaiter, o Benito Zambrano, clase obrera y telebasura son casi un binomio indisoluble. Periodistas, tertulianos y todólogos de toda índole y ralea, reúnen una característica en común: en su totalidad proceden de la alta burguesía o, en el mejor de los casos, de una pequeña burguesía (lo que se conoce vulgarmente como “clase media”), a veces progresista pero acomodada y bien situada. Por eso tienen una visión distorsionada de la clase obrera.
No deja de resultar curioso que fuera Jordi Évole quien pusiera sobre la mesa la cuestión de la clase obrera en horario de máxima audiencia: procede de Cornellà, una popular ciudad de la periferia obrera barcelonesa. Pareciera que vuelve a cumplirse la máxima que nos recuerda que “sólo el pueblo salva al pueblo”.
Por no estar, la clase obrera ni siquiera está en el vocabulario de los intelectuales. Pero tampoco en el de los académicos, los artistas o los propios líderes de la izquierda, mucho más cómodos con conceptos supuestamente más transversales como “ciudadanía” o “clases medias”. De hecho a nadie parece sorprenderle que los partidos de izquierdas (o del cambio) apelen con mayor asiduidad a la pequeña empresa que a los trabajadores y trabajadoras. Ser trabajador no es nada cool. La transversalidad puede y debe funcionar a corto plazo como gasolina de la maquinaria electoral, pero a la larga -y si no se han echado profundas raíces- se convierte en un escollo del que es difícil zafarse. Basta recordar el caso de Jiménez Villarejo. Un perfil neutro puede apaciguar momentáneamente las plumas y gargantas estridentes del enemigo, pero cuando el régimen te corre por las venas (como es el caso del famoso jurista) y al final esa neutralidad de neutral tiene muy poco y pretende venderte a las primeras de cambio, el enemigo dispara con mayor furia si cabe. Cabría empezar a plantearse que el enemigo va a disparar con toda la artillería aunque lleváramos en las listas al mismísimo Jesús de Nazaret. A este respecto no deja de resultar curioso el caso de Alberto Garzón: era el yerno ideal, el economista sensato, el político mejor valorado… y de la noche a la mañana y tras un par de encuestas que situaron la confluencia de izquierdas dos puntos por encima del PSOE, se convirtió en un temible comunista a quién odiar y temer. Pero sigamos.
La desaparición forzada de la clase obrera del debate cultural, académico y político no es casual. Tampoco puede entenderse sin la ola neoliberal en la que nos encontramos sumidos a escala planetaria desde la década de los setenta y, en el caso concreto del Estado español, desde la llegada de la mal llamada “Transición democrática”. Ésta fue un punto y aparte (¿o deberíamos decir punto y seguido?) de la dictadura que pudo darse precisamente por la lucha y el sacrificio de los trabajadores y campesinos republicanos que sobrevivieron al exilio y a la represión del franquismo. Cierto que también hubo contestatarios hijos de la pequeña y la alta burguesía que apoyaron estas luchas obreras contra la dictadura desde las aulas universitarias e incluso trataron de acercarse al obrerismo. Pero, al llegar la democracia, no tuvieron el valor de pedirles cuentas a sus papás de los crímenes que éstos habían cometido o solapado. De hecho, muchos de esos periodistas y todólogos que hoy monopolizan el debate público y alertaron sin descanso sobre Venezuela y de la peligrosa confluencia entre Podemos y el
Partido Comunista, presumen de haber corrido “delante de los grises”.
La clase obrera también tuvo su parte de culpa, ahí están Los Pactos de la Moncloa, la directriz de guardar silencio cuando todavía estaban calientes los cuerpos de los abogados de Atocha o el servicio de orden del Partido Comunista incautando banderas republicanas en los actos, manifestaciones y mítines. Después de 40 años de abusos y terror, había que seguir portándose bien y estar calladito. Nos dijo Pepe Sacristán (entrevistado por Jordi Évole) que había que tener los cojones de estar allí y que es muy fácil, ahora a posteriori, criticar el proceso. A nosotras nos bastaría con que aparcaran sus masculinidades a un lado, fueran un poquito más humildes y reconocieran que se hizo lo que se pudo, pero que en ningún caso nos pretendan vender aquello como la panacea porque es insultar a nuestra inteligencia.
La Cultura de la Transición propició la conversión, hecha de la noche a la mañana, que transformó a la mayoría de españoles en demócratas de toda la vida aunque hubieran tenido cargos de renombre en la dictadura. España, como afirma sin descanso el profesor Monedero, es el único país del mundo en el que se puede ser demócrata sin ser antifascista. Muchos sencillamente eran «hijos de»: basta con echar un vistazo a los progenitores de muchos de los ministros «socialistas» de este país. Se propició lo que, a decir de Fernández Buey, un “transformismo de los intelectuales”, que no puede separarse del acomodamiento de muchos de ellos a los cargos públicos ofrecidos por el PSOE y a la hegemonía de “El País” como aparato de difusión, desde una supuesta izquierda, de una visión del mundo social-liberal, cuando no neoliberal. Y de esos polvos en forma de “revolución pasiva” o “revolución cultural” (o Movida madrileña) vinieron estos lodos.
Con el llegar de la tan ansiada democracia, la infrarrepresentación de los hijos de la clase obrera en el ámbito universitario, donde se forja la posibilidad de desarrollar una carrera intelectual en tiempos donde no existe el mecenazgo cultural, ha seguido siendo una realidad mayoritaria. Algunos hablaron de Universidad de masas pero lo cierto es que las masas como tal nunca llegaron a las facultades, como mucho un porcentaje –y bien bajo- de ellas. El filtro, como muchos estudiosos (Levitas, Bowles y Gintis, Bernstein, Bourdieu) han demostrado hasta la saciedad, proviene de un sistema educativo que está organizado para identificar, seleccionar y dividir al alumnado en función de sus capacidades, esto es, detectando quiénes provienen de una familia con mayor capital cultural, a decir de Bourdieu, que finalmente serán los que se adapten mejor a un sistema educativo diseñado bajo parámetros y valores distintos a los que comparte la clase obrera. (Y eso que el bueno de Bourdieu no conoció la escuela concertada española, la misma que recibe fondos públicos para rechazar a inmigrantes o segregar por sexos).
La clase obrera, en términos generales, desarrolla actitudes de recelo hacia la educación formal y el sistema universitario, el cual acaba siendo un reflejo de la división del trabajo existente en la sociedad como apuntó desde los años setenta Manuel Sacristán. Antaño los hijos de la clase obrera eran enviados a la fábrica o al taller, ahora por descarte acaban de reponedores de supermercado o sirviendo mesas para turistas ricos del Norte de Europa. Con la crisis esta realidad se ha hecho todavía más descarnadamente visible y el debate de la precariedad en los centros de trabajo ha saltado a la palestra pública, no porque los hijos de la clase obrera lo sufrieran desde tiempos inmemoriales sino cuando, por culpa de esta crisis originada en 2008 tras la burbuja inmobiliaria, los hijos de las clases acomodadas se han visto abocados a este tipo de trabajos. “Tengo dos carreras y sirvo mesas en Londres” (y los clientes me tratan como basura), es un máxima que hemos escuchado hasta la saciedad en los últimos tiempos. El sesgo clasista resulta, a nuestro juicio, más que evidente. La clase obrera siempre emigró, siempre se desplazó en busca de trabajo, forma parte de su idiosincrasia como clase social, fueran migraciones internas de Andalucía y Extremadura a Madrid o Barcelona, o fueran migraciones al extranjero, a Alemania, Suiza o Francia en los años sesenta. Que esa clase media se vea forzada a emigrar es una disonancia social, tanto es así que no serán “emigrantes” sino “exiliados”: siempre supieron distanciarse de la “chusma”.
Por tanto, vemos que la ausencia de una intelectualidad proveniente de extracción popular se fragua desde la cuna y se consolida en el ámbito universitario, lugar de reproducción del privilegio y la hegemonía social. Los mecanismos de exclusión se hacen de manera más sutil que en otros momentos históricos, por lo cual muchos ni siquiera son capaces de verlos aunque tengan el techo de cristal en el cogote, pero siguen siendo muy efectivos y a los resultados nos remitimos. Pensemos que incluso en los casos en que los hijos de la clase obrera han tenido oportunidad de llegar a cursar estudios universitarios, éstos no les han servido necesariamente para escalar en la pirámide social. La clase social se hereda como denunciaba Cáritas en un informe reciente.
Y es evidente que sea así en un sistema competitivo donde prima la individualidad y el tener menos escrúpulos que el vecino para poder medrar y trepar. Los valores de solidaridad, cooperación y altruismo propios de los trabajadores, no encajan. Además, los trabajadores carecen de los contactos, los enchufes en ámbitos de poder y, sobre todo, de una visión empresarial de la vida donde hasta los matrimonios se hacen por interés.
Luego tenemos la relación entre clase obrera y medios de comunicación, cuya representación podría resumirse en circo del malo y salsa rosa a borbotones. Como no todos los jóvenes de nuestro país han podido acceder a una educación universitaria, nos encontramos también con una mayoría de juventud obrera empujada al desempleo o, con suerte, a trabajos precarios de por vida. Esta necesidad de tener que trabajar dificulta sobremanera la dedicación al estudio, la lectura y quita tiempo de ocio necesario para poder cultivar la sensibilidad artística visitando museos, teatros, cines, conciertos, etc. Al menos, el tipo de ocio que la burguesía considera como “refinado” y signo de “distinción”. La clase obrera tiene sus propios referentes culturales, a veces contraculturales, aunque estos no estén avalados ni por los medios ni por la industria cultural ni por los que se creen clase media y tratan despectivamente a estos jóvenes trabajadores con gustos “no refinados” de canis, chonis y demás especímenes que son objeto de la mofa y escarnio mediático en programas de telebasura.
En definitiva, la clase obrera ni está ni se le espera en el debate intelectual porque, sencillamente, se le ha impedido a lo largo de la Historia poder traspasar la línea en la que debía moverse. Hoy esos límites están en el barrio, la fábrica, el call-center, la tienda de ropa, los hoteles donde limpia y hace camas a destajo o como entretenimiento para el resto de televidentes en los programas de telebasura. O actuando en el Sonar vía PVVR GVNG para que periodistas de clase media que toman café en Starbucks hagan crónicas paternalistas del tipo: ¡mira, un pobre! Quien quiera salir de esos límites deberá hacer un esfuerzo titánico para hacer oír su voz, máxime cuando no encaje en el prototipo folklórico, distorsionado y humillante que los medios y cierta intelectualidad han fabricado sobre lo que es ser clase obrera. Baste recordar el revuelo que causó la presencia de un hijo de la clase obrera en el congreso, hablamos del diputado por Podemos Alberto Rodríguez. Más allá de si tenía piojos o no, como se encargó de recordarnos la inefable Celia Villalobos, las plumas de los todólogos ardían de odio de clase principalmente porque carecía de un título universitario y era un obrero procedente de la FP. En realidad una forma poco sutil de recordarnos que su sitio está en la fábrica, no en el Congreso de los Diputados.
Este país no necesita solamente acabar con la brecha existente entre la “Cultura de la Transición”, en términos culturales o políticos, y las jóvenes generaciones que piden su espacio. Necesita sobre todo superar la brecha de clase que sigue relegando a la mayoría de sus habitantes a una condición de espectadores y consumidores pasivos de un debate que se hace de espaldas a sus intereses como clase desposeída de prácticamente todo, hasta de la voz y la propia representatividad política. La clase obrera necesita ser su propia representante y tener referentes intelectuales, políticos, culturales y mediáticos que provengan de sus filas y hablen su lenguaje, sin necesidad de que para ser escuchados deban tener títulos académicos. Sólo así se podrá avanzar hacia una sociedad más habitable en dónde también se refleje la realidad de los barrios y los lugares de trabajo. En caso contrario, permaneceremos anclados en una sociedad elitista donde la intelectualidad –por muy de izquierdas que se considere- y el mundo mediático seguirán viviendo en una burbuja almidonada que nada tiene que ver con la realidad de las mayorías. Ya lo dijo un sabio alemán: las condiciones materiales de vida, determinan la conciencia.
Para despedirnos y terminar, nos gustaría recordar el apoyo masivo que recibió el conflicto minero, los ocho de Airbus o la lucha de los vecinos de Gamonal. Cuidado que ser trabajador puede también ser cool y transversal. De hecho, y sin atisbo de duda, nos cuesta encontrar un colectivo o sujeto histórico más variopinto, transversal, multirracial y con mayor carnaval de identidades que la clase trabajadora.
¿Queda algún lugar digno para los intelectuales académicos?
06/09/2016
María Eugenia Rodríguez Palop
Eurodiputada de Unidas Podemos. Titular de filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
Hay pocas cosas tan difíciles como identificar a un intelectual: identificar a los intelectuales como grupo de manera concluyente, definir su mayor o menor complacencia con el poder, halagarles o criticarles, cuando ni su calificación ni su clasificación nos resultan claras. ¿Cuáles son las dinámicas, roles y funciones propias de los intelectuales? ¿De qué factores dependemos para localizarlos, contextualizarlos y juzgarlos?
Decía Gramsci que la pregunta frente al intelectual no era la de ser o no ser, porque no se es un intelectual, sino que se ejerce esa función en una estructura social o en un proceso histórico. Las disquisiciones acerca de cuáles han sido y son esas funciones han sido muchas después, y las discusiones sobre intelectuales orgánicos y tradicionales, incluso sobre la idea misma de intelectual colectivo, parecen inacabables. “Todo grupo social –afirmaba Gramsci- que surge sobre la base original de una función esencial en el mundo de la producción económica, establece junto a él, orgánicamente, una o más capas intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también en el social y en el político […]” (La formación de los intelectuales). Si se asume una perspectiva como esta, ¿hasta qué punto procede lanzar una crítica a tal o cual intelectual o regodearse en el análisis, más o menos ácido, del papel ejercido por tal o cual generación de intelectuales? ¿No resulta más interesante analizar las estructuras objetivas o subjetivas que, en un contexto dado, favorecen o no el ejercicio de las funciones propias de un intelectual? ¿Se dan en España semejantes estructuras? Y, en concreto, ¿es la Universidad un espacio apropiado para la vida intelectual? ¿Queda algún lugar en nuestro país para los intelectuales académicos? Voy a intentar contestar a algunas de estas preguntas muy brevemente aquí.
Bourdieu sostiene que los intelectuales han de hablar en nombre de una autoridad intelectual -en particular la de la ciencia- “[…] dotarse de medios de expresión autónomos, independientes de los requerimientos públicos o privados, y organizarse colectivamente para poner sus propias armas al servicio de los combates progresistas”, a fin de enfrentarse a la demagogia política que legitima las medidas represivas o las políticas culturales hostiles a la vanguardia (Intelectuales, política y poder). Es decir, que los intelectuales ni están al servicio de una clase social, ni son tampoco doxósofos o simples opinadores sometidos a intereses espurios, sean públicos o privados, pero, desde luego, tienen una función social ligada al progreso que ejercen con una cierta autonomía.
Seguramente no me equivoco mucho si digo que, por lo general, es así como se ve a sí mismo el intelectual académico. Alguien que ante el poder mediático, por ejemplo, siempre se debate entre la atracción (por el vacío en el que se mueve la labor universitaria), el desprecio (falta de calidad) y la desconfianza (manipulación y falta de veracidad). El académico sabe que con su salto a los medios gana influencia y reconocimiento pero a cambio ha de trabajar de forma más condensada, más rápida, más imprecisa y, sobre todo, más posicionada; ese salto le ayuda a superar su autarquía pero también le desacraliza como intelectual. Y es que no es siempre fácil salir de la trinchera elitista y minoritaria que supone la Universidad, por muy agobiante que sea.
Al menos en España, la Universidad ha dejado de ser ya (si es que lo fue alguna vez) un agente de cambio social, ha acabado reproduciendo las desigualdades sociales, y se ha ocupado fundamentalmente de formar a las élites y trabajar para ellas. La lógica del sistema universitario es hoy la de perpetuar los privilegios sociales y de género, y los mecanismos docentes funcionan como instrumentos de censura que evitan la transformación social. En este entorno, la carrera académica exige, en buena parte, asumir acríticamente ciertas estructuras de dominación, incluso, en ocasiones, llegar a somatizarlas; una mezcla premoderna de educación eclesiástica y militar que convierte al intelectual en una eficaz herramienta de colonización mental y domesticación social.
Esta dominación cultural, que es una dominación simbólica eminentemente masculina, se ejerce a través de lo que Bourdieu denomina el “habitus”, un proceso de conversión de las estructuras objetivas de dominación en auténticas estructuras mentales, y la sufren tanto los dominantes como lxs dominadxs, profesorxs y estudiantes, todxs ellxs víctimas (en distinta medida) de esa violencia simbólica que garantiza el orden social.
Como dice Sebastiaan Faber en este mismo debate, la Universidad española adolece de “[…] cierta falta de democracia y cultura crítica”; cierta cercanía cómplice a las élites políticas y culturales; “cierta exclusión de voces críticas y disidentes; y cierto exceso de tutelaje y jerarquía”. En esta Universidad, el intelectual activo y crítico que no se somete al sistema no solo no recibe reconocimiento alguno sino que es objeto de todo tipo de persecuciones envidiosas, de evaluaciones negativas y humillantes, o en el mejor de los casos, de la murmuración y el ostracismo. La nuestra es, sin duda, una Universidad empobrecida, burocrática, jerarquizada, envejecida, precarizada y endogámica, que necesita urgentes y profundas modificaciones, si bien, claramente, no todas las que están hoy sobre la mesa me parecen aceptables. Y es que cortarse la cabeza no es la mejor solución para superar una jaqueca, y el modelo de las derechas PP-Cs, el de una Universidad-empresa, con profesores excelentes-empresarios de sí mismo, y estudiantes-clientes-mano de obra adocenada y barata, es, simplemente, la muerte de la Universidad por decapitación.
Así las cosas, es evidente que cuando lxs académicxs saltan a los medios, con sus dudas y sus costes, no lo hacen por razones económicas (nadie que conozca lo que cobra un columnista, cuando cobra, puede sostener semejante afirmación, máxime si hablamos de quien no puede ser amenazado con el paro). Lo que buscan, con no poco esfuerzo, es una oportunidad de escapar de esa zona de confort y parabienes que le ofrece la Universidad pero que resulta, sin embargo, asfixiante, rígida, controlada, y, muchas veces, estéril.
Ciertamente, saltar de la Universidad a un oligopolio mediático sometido a la lógica del capital especulativo y al frenesí de las ventas, en el que, como dice aquí Fernádez Liria, las mentiras no pueden siquiera combatirse, no es finalmente muy liberador. Y la situación se agrava, sin duda, cuando la batalla política se traslada a la comunicación, y los partidos giran de forma trepidante alrededor de un líder mediático, porque entonces la importancia de los medios hegemónicos y de su margen de manipulación se incrementa notablemente. En estas circunstancias, tiene razón Innerarity cuando afirma que la discusión mediática discurre dentro de un marco que apenas se discute; ejes trazados de antemano; “premisas públicamente aceptadas a partir de las cuales se describen los problemas”, y ahí, desde luego, el académico honesto tiene muy poco margen real de maniobra.
En fin, que lxs profesorxs e investigadorxs salgan del espacio universitario para ejercer de intelectuales o para influir en el devenir de las cosas, no solo es una buena noticia, sino que es, probablemente, lo único que pueden hacer para adoptar la postura subversiva que les corresponde. Pero no merece la pena abandonar el páramo universitario para caer en manos de grandes empresas y accionistas que solo encuentran en sus firmas una forma más rápida y rentable de hacer negocios. Así que lo que quizá debería preocuparnos no es tanto si hemos de sufrir a tal o cual pseudointelectual vociferando de televisión en televisión o haciendo el ridículo de un plató a otro, ni siquiera que lleguen a mentir o que se sientan más o menos impunes; lo que debería preocuparnos es hasta qué punto hemos generado espacios para compensar esto; hasta qué punto hay hoy en España espacios adecuados para formar y divulgar un pensamiento verdaderamente crítico y autónomo.
Periodismo para tiempos corruptos
02/09/2016
Miguel Mora
Director de CTXT
Decía Albert Camus que un país suele valer lo que vale su prensa. Por suerte para él, que tanto amaba España, no pudo ver la evolución de nuestros medios y talentos periodísticos. De la República de Pla, Ortega, Colombine, Camba, Gómez de la Serna y Chaves Nogales hemos pasado en menos de 100 años al reino de Inda, Marhuenda, Losantos, Buruaga, San Sebastián, Los Manolos, Ferreras y Pastor.
Como los dramas completos no existen, salvo en Grecia, todavía quedan periodistas, firmas y rostros -incluso en televisión- capaces de contar las cosas con libertad, claridad y valentía, y de tomar la distancia necesaria para que el poder, los diferentes poderes, no contaminen sus informaciones y análisis.
En todo caso, la degradación del periodismo ético en esta época de capitalismo sádico, impunidad de los corruptos y control tecnológico más que orwelliano no es un fenómeno únicamente español.
En Estados Unidos, América Latina y Europa sobran los ejemplos de medios corrompidos, entregados a la generación de contenidos propagandísticos, inanes y amarillos en todos los soportes; medios sumisos a los millonarios, los bancos y los fondos buitre que han metido sus garras en los consejos de administración; cómplices del cartel formado por las grandes corporaciones, los grandes partidos, las grandes agencias de publicidad y los auditores de pinchazos y humo.
El papel de estos medios concertados –omitiremos hoy la situación de los públicos porque ésa sí es una tragedia griega— consiste en líneas generales en defender el sistema de poder vigente, es decir, el búnker neoliberal.
En España, la concentración de la información en cada vez menos manos es especialmente peligrosa para la libertad de prensa, según han alertado diferentes estudios recientes. Los grandes medios de (ex)referencia, apiñados en los cuatro o cinco grupos del oligopolio –PRISA, Unidad Editorial, Planeta, Vocento, Joly…- llevan algunos años unánimemente dedicados a la tarea de hacer política, o mejor de bloquear cualquier atisbo de cambio político real.
Para ser un poco más concretos, lo que estos medios y sus acreedores -el sistema se basa en una gran deuda, como todo lo demás- han configurado desde el 15-M es una nueva Prensa del Movimiento, que también podríamos llamar el sindicato vertical de editores del Régimen del 78.
Y su tarea principal ha estribado, 1) en construir el cordón sanitario llamado a frenar la llegada de Podemos y sus confluencias a las instituciones democráticas, y 2) en asumir su fracaso bombardeando cualquier decisión o acción política tomada por los «populistas radicales».
Da mucha pena decirlo, pero es lo que hay: los medios con los que nos educamos desde la Transición muchos de los que hoy somos mayores de 40 años han olvidado que el deber de la prensa es controlar a todos los poderes, empezando por el poder financiero, y pensar en el interés general. Y así han acabado convertidos en escudo y metáfora del fango que inunda al sistema bipartidista imperfecto.
Endeudados hasta las cejas y cada vez más alejados de la realidad, muchos de estos medios han otorgado el timón a los periodistas más mediocres y cobardes de sus plantillas, después de desembarazarse de los más incómodos aplicando una reforma laboral bananera. Y hoy aparentan mantener un poder que ya no tienen buscando pinchazos como sea, manipulando noticias y encuestas, emitiendo vídeos de gatitos y masacres, dictando titulares a los reporteros, intoxicando y asustando a las viejas con editoriales indignos de ese género, ocultando en sus portadas informaciones relevantes cuando son incómodas para sus dueños, excluyendo del debate a las firmas más críticas con el sistema, y/o dando voz a prosistas de sonajero y cascabel carentes de conciencia ética y social.
Pero no hay mal que cien años dure, y por suerte existe Internet. La buena noticia es que todavía quedan, en El Tercer Puente y más allá, muchas periodistas, sociólogas, filósofas, activistas, politólogas y escritoras dispuestas a resistir y a enfrentarse a este búnker neofranquista, amasado gracias a una publicidad institucional regada según criterios de amiguismo clientelar, que ha sido afinada en los últimos tiempos con un reparto del pastel publicitario privado que incluye prácticas tan ejemplares como el hachazo a los amigos del IBEX, la venta a granel de contenido patrocinado (visible y oculto) y la publicación 24/7 de un aluvión de piezas ridículas y títulos catchy.
Sin duda, el tardofranquismo se nos está haciendo eterno. Pero el regreso al búnker no puede durar mucho. Como les pasa al PP, al PSOE y a otros compañeros de viaje, muy poca gente menor de 40 años lee y apoya ya a esos medios y periodistas, resabiados y viejunos, que intentan frenar con tiritas y embustes la hemorragia de votantes y lectores.
Su poder, que puede parecer muy aparatoso sobre todo en el panorama local, es en realidad una farsa, porque ya no se basa en la seducción, la empatía, la calidad y la inteligencia, sino en la marca, la insistencia, el click, el ruido, el sobrecogimiento, el miedo (al terrorismo, a lo nuevo, al otro).
El modelo de negocio de la antigua prensa de referencia se apoya además en pilares suicidas: endeudamiento impagable, salarios de oro a unos directivos incapaces, explotación de los nativos digitales, intercambio de favores y prebendas con políticos, constructores y banqueros, saqueo de lo público.
Pero, en el camino, nuestras entrañables cabeceras –esas que hoy titulan de manera idéntica contra Pedro Sánchez- se han olvidado por completo del deseo, los problemas y las necesidades del público lector, sobre todo del joven.
¿Se imaginan que una mercería decidiera dejar de vender botones y se pusiera a despachar hamburguesas patrocinadas por un banco? Pues eso han hecho nuestros periódicos con el periodismo. Larga vida a los geniales editores del Periodismo Único Setentayochista, pues. Mucha suerte en los juzgados a Inda y demás presuntos. Y viva la prensa pobre pero libre, Albert Camus, Chaves Nogales, El Tercer Puente y La voz del sur, por ofrecer un poco de decencia entre tanta basura y por ayudarnos a seguir creyendo que el periodismo sigue siendo, pese a la que está cayendo, el mejor oficio del mundo.
¡Salud y libertad!
*Este artículo se publicó el 14 de agosto de 2016 en ‘El tercer puente’, revista amiga de CTXT. El autor ha incorporado algunas modificaciones para adaptarlo a la actualidad.
Nos queda la poesía
29/07/2016
Beatriz Gimeno
Investigadora feminista y diputada de Podemos en la Asamblea de Madrid
No he sido capaz de recordar el nombre de un intelectual español de prestigio claro que esté vivo o que no sea muy mayor.
Me refiero a un intelectual influyente, cuya obra sea respetada dentro y fuera de España, dentro y fuera de la Academia y por los medios de comunicación y cuya producción intelectual esté más allá de cualquier duda acerca de su calidad. Tuvimos esa clase de intelectuales, pero la gloria nos duró poco.
Supongo que tiene que ver con nuestra historia. En la modernidad, España pasó de ser un país pobre e inculto, de dueños y campesinos en el siglo XIX, a encarar una lucha titánica por la cultura durante la República; lucha que, como sabemos, se perdió. Y la derrota de la inteligencia supuso exactamente eso. Aun así, hubo durante el franquismo intelectuales renombrados que crearon y pensaron, pero lo que entonces no había era país que les encumbrara a la categoría de grandes conformadores de la opinión pública.
La España postfranquista es un país al que se le notan las costuras de la dictadura, y la transición y la democracia no han dejado de ser sino remiendos de aquel traje. Hace mucho que no hay aquí una universidad de gran prestigio, ni un sistema de educación público del que sentirnos verdaderamente orgullosos. La escuela y la universidad han sido de mayor o menor calidad pero nunca han dejado de estar acosadas por una oligarquía que jamás ha creído en lo público ni en la cultura y que desde el minuto uno ha ido mermando su capacidad y su potencial. Cuando llegó el neoliberalismo para acabar con todo, todo era más bien poco. Los intelectuales españoles con una gran obra, con años de estudio y de cátedra, respetados a derecha e izquierda, esos ya no existen. Lo que existen son opinadores, cuya opinión no es el producto del estudio, ni de la reflexión, ni de un sosegado debate público, tampoco de una obra importante. La opinión es ahora, como todo, un producto de consumo rápido, barato, prescindible pero obligatoriamente excitante en el momento en que es proferida. Ahora llamamos intelectual a un articulista que opina de todo y que aparece en la televisión, o a un escritor que pasa de la obra literaria (buena o mala) a la opinión gracias al apoyo de cualquiera de los grupos empresariales dedicados a la conformación de la opinión pública y que se gana así un buen salario, seguramente mucho mayor que el que ganaría con cualquiera de sus libros. Por lo demás, lo que aquí llamamos ensayo es, muy a menudo, un libro lleno de frases hechas, de opiniones sin contrastar, y sobre todo, liviano. Vivimos en un país con un bajísimo índice de lectura en el que, por el contrario, se publican más libros que en muchos otros. El libro es aquí un producto de consumo más del que su calidad importa nada. Alguien dijo que la caducidad de los libros es la misma que la de un yogur y sí, por ahí andamos. Y no es el neoliberalismo, o no sólo. Basta pasearse por las librerías de Francia, Alemania, Gran Bretaña o Italia para comprobar la diferencia.
No hay grandes intelectuales que sean reconocidos porque no hay universidades de calidad que fomenten el estudio o la investigación social, porque no existe una verdadera crítica literaria, porque la cultura es un producto de consumo más, y porque la vida política en este país es un charco de fango. Y el paralelismo entre la élite intelectual y la élite política me parece evidente. Una gran parte de la clase política (no toda, evidentemente) está formada por personajes mediocres cuyos intereses van desde quienes viven la política como la posibilidad de mantener un buen puesto de trabajo, a los corruptos, que a su vez se dividen entre los delincuentes mafiosos y los que se conforman con las legales puertas giratorias. Los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación que parece premiar a los peores, a los que mejor se mueven en la conspiración permanente, en la fontanería ciega, en el engaño, el pactismo, la falta de principios, y desde luego, la mediocridad intelectual.
Entre la élite intelectual ocurre a menudo lo mismo, que los más favorecidos son los vendedores de ideas baratas que sólo buscan el aplauso del público más amplio posible. Cuando Sánchez Cuenca afirma que los intelectuales españoles sienten que no tienen que rendir cuentas a nadie, que todo, absolutamente todo se puede decir desde la más completa impunidad tiene razón, y eso está relacionado con una vida política en la que la corrupción, la mediocridad o la bajeza moral no pasan factura y, en definitiva, con una base social que solo aspira al triunfo entendido este en términos monetarios tal y como impone la razón neoliberal que nos gobierna.
La crisis absoluta de legitimidad y de ética que impera en la política atañe por supuesto a los llamados intelectuales que se han convertido en el trasunto de esos políticos; personajes que nadan en el mundo de la cultura entendida esta en términos absolutamente utilitarios en el que lo que importa es publicar más, ganar más, participar en más debates políticos o de cualquier tipo…En un mundo sin seguridades en el que no se reconoce al pensamiento o a la cultura ningún valor, en un mundo en el que hace cada vez más frío, mucho frío, mucho más de lo que nadie que no haya estado a la intemperie pueda imaginar… ¿por qué iban los intelectuales a ser muy diferentes? ¿Quién quiere ser el faro intelectual de una generación precaria y sin futuro pudiendo ser rico? Cuando el 15M impugnó la legitimidad de la política actual, cuando impugnó el marco, impugnó también la mediocridad de la vida social y cultural en la que se nos obliga a movernos.
El 15-M dijo cosas verdaderas en un alarde de creatividad, originalidad y verdad. Pero de la misma manera que el 15-M se diluyó, en parte, en políticos o en partidos que poco a poco puede que se vean obligados a convertirse en aquello de lo que abominaban, lo mismo pasa con las ideas. Se venden slogans, ideas simples, ideas que cabalgan sobre mentiras que nadie comprueba, que nadie impugna, que pasan por verdades. Si todo el mundo sabe que los políticos no dicen ninguna verdad porque con la verdad no se ganan elecciones, la mayoría de los intelectuales orgánicos se limitan, por lo mismo, a opinar sin poner en cuestión nada de lo importante. La verdad, la búsqueda de la misma, ha desaparecido del horizonte y los conformadores de la opinión participan del juego de la simulación. Lo que importa es ceñirse a unas reglas que se aceptan sin impugnación alguna. No es sólo la austeridad o la política económica, el capitalismo o la moderación salarial. Toda palabra dicha ha de estar dentro del marco de referencia impuesto o se considerara inmediatamente escandalosa y, por tanto, inmediatamente reprochable. Quienes pretendan hablar desde fuera de ese marco serán inmediatamente confinados fuera del sistema y, desde ahí, excluidos de cualquier ventaja personal. No medrarán en los partidos, no medrarán en los medios, no venderán nada.
El capitalismo no es sólo un sistema económico, sino también una razón y como tal ocupa y coloniza los espacios culturales en los que antes se podía expresar el pensamiento. Los espacios para expresar un pensamiento original o crítico son cada vez más reducidos; eso se deja para los márgenes. Aquí, un verdadero intelectual, un estudioso de pensamiento original y valioso, uno que no escriba columnas en los periódicos, uno que no venda su pensamiento opinando de todo, de lo que sabe y de lo que no; uno o una cuyos libros no puedan venderse por miles, no gozará de ningún reconocimiento social ni mediático, mucho menos popular. El profesor o profesora cuyas clases se llenan de gente ávida de escucharle, no existe aquí.
Creo que los únicos intelectuales que quedan son los y las poetas, artífices de un arte que no es fácil convertir en un producto de masas, que hay que tejer con el pensamiento y el alma lentamente y que es, por su propia esencia, incorruptible. La única palabra de verdad que nos queda es la poesía. O eso creo.
Intelectuales: un recurso social indispensable
27/07/2016
Marina Subirats
Socióloga, política y filósofa
Habiendo sido profesionalmente profesora universitaria e investigadora, pero habiendo también estado, por azares biográficos, durante diez años en cargos de responsabilidad política, le he dado bastantes vueltas al tema de las diferencias y discrepancias entre ambas posiciones públicas. Recuerdo que, al comenzar a ejercer un cargo político, tenía la impresión física de usar una parte de mi cerebro distinta de la habitual, y de dejar la de profesora en barbecho.
¿No usan el cerebro los políticos? Por supuesto que sí, pero no de la misma manera. En tanto que, como intelectual, mi método de trabajo era informarme, leer, pensar, estructurar una idea, madurarla, considerarla bajo diversos puntos de vista. Un método que requiere tiempo y reflexión, aun en nuestros días caracterizados por las prisas. En tanto que ocupante de un cargo político tenía que tomar rápidamente decisiones sobre cuestiones que no conocía en profundidad y que generalmente tenían cierta trascendencia. Situación que me abocaba a la inseguridad, y que sólo podía aceptar en la medida en que imaginaba que tales decisiones podían mejorar algo de la vida colectiva, por pequeño que fuera.
En épocas de normalidad democrática, las funciones de intelectuales y políticos son ambas necesarias, complementarias y al mismo tiempo totalmente contrapuestas. La función de los intelectuales, especialmente si tienen abiertas las puertas de los medios de comunicación y se dirigen al gran público, es, al mismo tiempo, demasiado cómoda y un tanto antipática; se trata, frente a quienes ejercen la política, de recordar de continuo los principios, los caminos adecuados, de señalar los errores frente a los desvíos introducidos habitualmente por quienes tienen responsabilidades en los asuntos públicos. Una papel de pepito grillo que, en cierto modo, resulta incluso ingenuo para aquellos, acostumbrados a sortear todo tipo de críticas sin inmutarse, que ejercer cargos políticos sólo es posible si se es capaz de un cierto grado de doblez y una piel curtida en la que poco incidan los arañazos retóricos.
Esperamos de los intelectuales claridad en el diagnóstico de las situaciones y, a ser posible, conocimiento suficiente para indicar soluciones correctas frente a los diversos problemas que se plantean. Por usar una metáfora: en el mejor de los casos, el intelectual nos dice donde habría que conducir la barca, nos señala un punto en el horizonte que corresponde al lugar en que los problemas estarían resueltos, teniendo en cuenta las diversas necesidades y posibilidades de cada caso. Pero casi nunca nos habla de cómo conducirla hasta allí, de qué obstáculos aparecerán en el camino. Y, generalmente, esto le basta: no tiene poder real para conducir la barca. De modo que, una vez señalado el lugar en el horizonte, su tarea ha terminado y puede desentenderse de lo que queda por hacer, una tarea “menor”, la de realmente llevar la barca hasta él.
¿Pero que le ocurre a quien está ejerciendo un cargo político? No se encuentra en tierra oteando el horizonte, sino en medio de las olas, y su cometido es que la barca no naufrague y que a ser posible llegue a algún lugar no demasiado desagradable.
¿Qué lugar? Hasta cierto punto carece de importancia, si se consigue evitar el naufragio y un cierto consenso en relación al resultado. Por supuesto que el político ha sido elegido bajo el compromiso de llevar a cabo determinadas acciones, de llevar la barca, por seguir con el símil, al lugar que sus electores desean, porque así lo anunció en su campaña y porque para ello se presentó a la elección. Pero la gran paradoja de la posición del político reside precisamente en este punto: se le eligió con un programa que tuvo un amplio respaldo, pero ello no eliminó a quienes se le oponían; antes al contrario, al ocupar su cargo se comprometió a gobernar para toda la población, o, por lo menos, a no agravar los disensos. Dicho de otro modo, a moverse dentro de la relación de fuerzas de modo tal que no se ponga en peligro la cohesión del conjunto, aunque, al mismo tiempo, deba tratar de satisfacer a quienes lo eligieron sobre la base de sus propuestas. Y eso casi nunca supone navegar por una mar en calma sino más bien moverse siempre en aguas turbulentas.
La condición de no generar o no agravar los conflictos es fundamental para quien ejerce un cargo público y suele predominar sobre la de cumplir su propio programa; ocurre, sin embargo, que ello no puede ser desvelado, porque entonces fallaría la motivación mínima para acudir a votar, para recibir soporte de la población, para generar un cierto entusiasmo. De aquí que el político ocupe realmente una posición contradictoria entre el discurso público y la acción posible, y se vea abocado casi siempre a provocar decepción: no cumplió lo prometido, o, si lo hizo, fue con tantas concesiones que su acción pareció descafeinada. Sólo en situaciones muy especiales, en las que cuenta con una amplia hegemonía y un fuerte consenso respecto de la acción necesaria, la propuesta y la acción posterior tienden a coincidir; pero en estos casos sucede casi siempre que ya se había producido previamente un estado de opinión compartido, y las soluciones a aplicar gozan de un acuerdo amplio. Suelen ser momentos excepcionales que no se dan a menudo en el día a día de un país.
En este sentido, está claro que, lejos de establecer principios razonados, objetivos precisos, quien está en política no puede ser ni voluntariamente explícito ni excesivamente apegado a sus convicciones. Pedir sinceridad e incluso coherencia aparece casi como una obscenidad en la práctica de la política; como me comentaba hace años con visible satisfacción personal una mujer que ejerció un cargo público de cierta relevancia, “he conseguido, durante todos estos años, no expresar nunca mi punto de vista sobre las cuestiones a debate”. Para un intelectual esta posición es totalmente inadmisible, la negación del sentido de su trabajo. Para quien está en política puede llegar a ser un mérito, y lo es más todavía cuando consigue hacer que su opinión coincida exactamente con el consenso al que se ha llegado en cada momento, porque esto indica que ha acabado con todas sus convicciones, listo para reconocer como necesidad cualquier acuerdo que permita seguir adelante minimizando las dificultades.
En situaciones de normalidad, por lo tanto, intelectuales y políticos –y sigo utilizando tales nombres en masculino porque nos hallamos en ámbitos hasta ahora totalmente androcéntricos- son complementarios y ambas figuras son indispensables, aunque, a la vez, difícilmente puedan estar satisfechos unos de otros. A quien ejerce de político le toca justificar que el lugar donde llevó la barca era el mejor posible, cuando realmente llegó donde pudo a fuerza de remar contra viento y marea y sortear toda clase de obstáculos. A quien ejerce de intelectual le toca decir que no era ese el lugar adecuado, sino otro muy distante, y que hay que volver a él si no queremos perder el buen camino. En general, los intelectuales no suelen tener en cuenta los llamados “poderes fácticos”, es decir, las presiones de todo tipo que se ejercen en la vida social y que condicionan totalmente la acción política.
Teóricamente no debiera ser así: somos todos y todas iguales según la ley, y cada persona un voto. Una vez más, esta es la teoría y el lugar al que debiéramos llegar, del que nos separa hoy una inmensa distancia.
Todo ello suele funcionar así en tiempos normales, no en tiempos excepcionales como los que estamos viviendo. Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, a la degradación del ámbito de la política, una de cuyas consecuencias consiste en que el intercambio entre los puestos profesionales y los cargos políticos que se había producido habitualmente desde la instauración de la democracia se haya reducido; intelectuales y profesionales tienden a rechazar unos puestos que ya no son vistos como un servicio a la sociedad, sino como dudosas prebendas para enriquecerse que traerán aparejados conflictos de todo tipo. Aceptar hoy un cargo político es casi convertirse en alguien bajo sospecha, que tendrá que dar cuentas de todo tipo de acciones, incluidas las de carácter privado. Estamos en una situación de descomposición ética y democrática aceleradas, producto no sólo de las circunstancias vigentes en España, sino también de los movimientos generados por la globalización con su espiral de acumulación de la riqueza en pocas manos y el crecimiento de las desigualdades que de momento son su consecuencia. La excepcionalidad de este momento supone que el papel de los intelectuales tenga que variar.
No se trata sólo de la función crítica necesaria a toda sociedad, indispensable frente a un discurso público manipulado por intereses múltiples. Se trata hoy, sobre todo, de utilizar todos los recursos disponibles para enfrentarnos a una etapa del capitalismo extremadamente tóxica, que ha tendido a debilitar y anular a todos los actores sociales que podían enfrentarse a ella, comenzando por los gobiernos nacionales, los partidos políticos, su capacidad de acción y su prestigio, y continuando por las organizaciones de la sociedad civil, sindicatos, medios de comunicación y organizaciones de diversos tipos. Hasta de las ONG’s acabamos sospechando. Una forma de capitalismo que está socavando la idea misma de democracia, las bases mismas de la ética y de los derechos humanos. “Sin complejos”, ha sido su lema para demoler gran parte del patrimonio cultural y cívico acumulado desde la Ilustración.
Al mismo tiempo, la herencia ideológica de la izquierda ha sido prácticamente dilapidada, por errores e intereses en los que no voy a entrar aquí. Estamos en una etapa sin precedentes, dada su amplitud mundial, de cambio acelerado y al mismo tiempo de falta de modelos para saber cómo enfrentarnos a una situación de polarización creciente, regida aun por un capitalismo corrosivo y sin ideas suficientes de como deshacernos de él y substituirlo.
Es urgente y necesario hilar un nuevo discurso, fijar nuevas metas, diseñar nuevas formas de relaciones sociales y vida colectiva. De otro modo, prevalece el miedo, la reafirmación de las esencias propias, el rechazo del diferente, la vieja razón de que es mejor que gane el más fuerte y el débil sea eliminado, como camino de progreso de la humanidad. Vieja razón que justifica guerras, matanzas, expolios y destrucciones y que, en este momento, amenaza con acabar con todo si dejamos que prevalezca.
El papel de los intelectuales, justamente ahora, me parece especialmente importante. Son indispensables, aunque no suficientes. Alguien tiene que recordarnos la larga lucha de la humanidad para llegar a la democracia, la capacidad de la mayoría por librarse de abusos y tiranías, por recuperar el sentido ético y solidario de la vida. Necesitamos un intenso trabajo en este aspecto; vemos, a nuestro alrededor europeo, como la desesperación y la ausencia de un liderazgo y un pensamiento de izquierdas está arrastrando a los pueblos hacia una extrema derecha que ya ha destruido Europa en diversas ocasiones. Vemos la dificultad de enfrentarse a ello dada la potencia de los poderes fácticos, y como las calumnias y atropellos de todo tipo contaminan a la opinión pública hasta convencerla de la incapacidad de la acción. Es nuestro trabajo restablecer las verdades, los criterios éticos y las metas políticas indispensables para que la sociedad sepa dónde dirigirse, sepa que puede enderezar el desastroso camino en el que nos vamos encontrado.
Eso espero de los intelectuales, y, especialmente, de las intelectuales, que, tal vez por nuestra reciente llegada a los foros públicos, no podemos aceptar de ningún modo el deterioro y la violencia de una sociedad que se degrada, justamente en el momento histórico en que tantas carencias materiales podrían ser superadas. No ignoro que también los y las intelectuales estamos sometidos a contradicciones múltiples entre nuestros intereses individuales y nuestro papel público, y que tenemos una notoria tendencia al enfrentamiento, la crítica y la autocrítica, convertida a veces en autoflagelación. Pero no están los tiempos para disquisiciones inútiles ni para narcisismos. Intelectuales y profesionales siguen estando entre las fuerzas más sanas y capaces de la sociedad y son, por lo tanto, un recurso indispensable para superar las mortíferas crisis que atravesamos. Estoy segura que, mayoritariamente, constituimos una fuerza que seguirá trabajando en la dirección adecuada y seguirá denunciando los abusos de poder y la necesidad de recuperar un sentido ético y cívico de la vida colectiva.
Apuntes provocadores sobre la salud de los medios de comunicación
24/07/2016
Marià de Delàs
Periodista
El periodismo vive contaminado por intereses ajenos al oficio de informar. Eso es así desde siempre. Al igual que tantas otras actividades socialmente necesarias, para existir necesita sortear a todos aquellos actores públicos y privados que lo intoxican, lo degradan, lo inutilizan, lo paralizan. Con demasiada frecuencia se ignora esa realidad, a pesar de que de un tiempo a esta parte el ambiente se ha enrarecido mucho más. La información tóxica es dañina, claro está, pero eso no impide que se consuma compulsivamente a toneladas, como si nada ocurriera.
Medios de comunicación, enfermos y sanos, sobreviven en la inestabilidad, en circunstancias siempre cambiantes, obligados a adaptar sus métodos de funcionamiento a nuevas condiciones económicas y tecnológicas, que ofrecen oportunidades extraordinarias, pero ponen nuevos límites a la libertad de difusión de información, conocimiento e ideas. Periodistas y creadores de contenidos viven a menudo en la incertidumbre, porque los cambios en la manera de elaborar, difundir y consumir información, constantes y rápidos, obligan a revisar permanentemente los comportamientos.
La prensa, la radio, la TV y los medios digitales intrigan, no dejan de sorprender y a veces irritan. La sociedad moderna se mueve en buena medida bajo su influencia. Se encuentra fuertemente ‘mediatizada’. Lo decían compañeros del diario francés Le Monde en un libro destinado a los educadores ya en los años 70, cuando apenas nadie sabía de la existencia de Internet ni podía imaginar el grado de desarrollo que alcanzaría la red de redes.
La prensa ejerce desde que nació un cierto poder de vigilancia sobre los poderosos, pero por esa misma razón ha vivido y vive bajo la mirada atenta y vigilante de otros poderes de mayor peso, condicionada por ellos, por inversores que exigen complicidad con sus intereses económicos o por personas que ocupan lugares estratégicos en la Administración. Agentes opulentos que cuentan a menudo con la asistencia de dóciles pensadores por cabeza ajena, que suelen expresar en voz alta lo que de ellos se espera que expresen, y que buscan, a veces más y a veces menos, el favor de la autoridad o de quienes calculan que resultarán ganadores en próximas contiendas, sean los que sean, sin que importe su objetivo.
La independencia, de la que presumen tantos medios, nunca ha existido como tal en términos absolutos, porque el poder económico y político traza los caminos a seguir, y nunca faltan ‘profesionales’ inclinados a pensar que el que manda, por tener la facultad de mandar, tiene además algo más importante que la razón. Es una dolencia antigua.
Lo nuevo para casi todas las empresas periodísticas es que su salud económica se encuentra en entredicho. Anteriores crisis se llevaron por delante una gran cantidad de medios, pero otros, nuevos y antiguos, se consolidaron como empresas solventes. Ahora todo es diferente. Los actuales desequilibrios han castigado con dureza a redacciones de todo tipo. La vida se ha vuelto realmente complicada para casi todos los medios del Estado español, con la clara excepción de los dos gigantes de la televisión.
Ocurre que, tal como señala aquí mismo Ignacio Sánchez Cuenca, la “prensa tradicional se encuentra en una decadencia preocupante”, sobre todo porque los periódicos en papel se leen poco. Mucho menos que hace unos pocos años. Sus editores se creen influyentes, pero sus ventas disminuyen, al igual que sus ingresos y sus recursos para elaborar contenidos, que pierden calidad desde todos los puntos de vista.
Las empresas periodísticas de mayor renombre en España parecen inmersas en un proceso de descomposición de incierto final.
La televisión generalista se mueve en otros parámetros. La pública resiste como puede, a pesar de los ataques de quienes la querrían ver desaparecida o reducida a casi nada. Aguanta pese al maltrato de los gobernantes y al inmovilismo o incompetencia de algunos de sus gestores. Y la privada se ha concentrado en dos grandes corporaciones. Se acabó la veleidad del ‘pluralismo’. Esas empresas, las dos grandes del duopolio televisivo español, han padecido altibajos, pero han podido celebrar importantes cifras de negocio y de beneficios.
Lo han conseguido mediante la absorción de una porción enorme del pastel publicitario y con la apuesta sin remilgos por la producción a bajo coste.
Hace ya tiempo que asumieron que la ficción y el entretenimiento de calidad resultaban demasiado caros. Y en el ámbito informativo decidieron que la búsqueda de aspectos significativos de la vida real, la selección, grabación y edición cuidadosas sobre lo que ocurre exigía un tiempo de trabajo de equipos de profesionales cualificados que no deseaban sufragar. Vieron que era más barato y sencillo inventar una ‘nueva realidad’. Mediante la “creación de realidad” la televisión se convirtió, como escribió Pierre Bourdieu (1), en “el árbitro del acceso a la existencia social y política”.
Algunos productores de programas habían demostrado que era relativamente fácil construir ‘personajes famosos’ que pelearan entre sí y se humillaran en escenarios diseñados al efecto o en platós de televisión. Algunas emisoras de radio habían tomado la iniciativa, ya en los años 80, de llenar horas de programación con comentaristas, especializados en nada pero capaces de improvisar discusiones a la ligera sobre cualquier cosa, por seria que fuera.
Hoy esa práctica se ha extendido como una mancha de aceite por todos los medios de radio y televisión. Lo que antes escandalizaba por frívolo y falto de credibilidad a buena parte de la profesión periodística hoy se programa sin pudor y ocupa horas y horas en las parrillas televisivas.
Los en otro tiempo “influyentes” intelectuales, unos más o menos “orgánicos”, otros más “independientes”, han quedado desplazados por charlatanes desvergonzados, que vociferan y apagan sistemáticamente la voz de especialistas, estudiosos y, lo que es más grave, también de los que deberían ser considerados como verdaderos sujetos de las noticias. Dice Pablo Sánchez León en el arranque de este debate que los intelectuales “siempre han ejercido como una suerte de aristocracia de la opinión”. Habla del salto de algunos de ellos “de la universidad a los medios” y de su encaje con “periodistas”, “elevados a la condición de formadores de opinión”, con “celebridades y tertulianos de todo tipo”. Es posible que nuevas generaciones de trabajadores del conocimiento, ‘aristócratas’ o no, releven o pretendan relevar a los más antiguos, y seguro que hace falta aire fresco, pero el problema más grave no es generacional. Es preocupante que se escuche poco a intelectuales viejos y jóvenes, pero lo terrible ocurre cuando se les ignora, porque gran parte de la atención que conforma “la opinión pública” se dirige hacia predicadores a sueldo del establishment, sin capacidad ni voluntad de pensar por sí mismos, que lanzan machaconamente, día tras día, semana tras semana, mensajes sin complejidad ninguna y a menudo infundios, para desautorizar cualquier forma de pensamiento crítico o de contestación.
Jaume Grau lo expresó en Público en un artículo memorable. “Hoy en día la tertulia, en su formato televisivo, es la forma más obscena, irritante y desinformada de acercarse a la actualidad”, “Me gustaría que el medio televisivo recuperara el debate ordenado y docto enfrente del de la tertulia inculta ”.
Los medios, casi todos en manos de la derecha, necesitan cada vez menos a pensadores, estudiosos, analistas o informadores responsables, conscientes de la responsabilidad que adquieren cuando evocan ante miles de personas datos y valoraciones sobre la realidad que les afecta.
Conviene preguntarse en este Espacio Público para el debate sobre si habrá manera de que la sociedad se proteja frente a ‘creadores de opinión’ indocumentados, que nunca deberían ser considerados como periodistas en ejercicio, aunque tengan lugar reservado en múltiples ‘tertulias’, inacabables, en programas de cadenas grandes o pequeñas, en los que a menudo resulta imposible realizar el esbozo de cualquier argumento.
El periodismo responsable debería descartar cualquier complicidad con estas prácticas, pero hay que decir también, aunque parezca contradictorio, que todos los medios, incluso los amarillos, tienen grietas que hacen posible la intervención y el trabajo de informadores, analistas y/o productores de contenidos comprometidos con la información veraz y la desintoxicación. Tal como explica desde hace años Xavier Giró, los periodistas conscientes de su labor podían, pueden y deben aprovechar y ensanchar todas las oportunidades que ofrecen los medios para “visibilizar discursos alternativos al dominante”.
Para los empeñados en este propósito, la explosión de Internet significó un cambio tremendo en el panorama y las reglas del juego.
Medios grandes y pequeños, junto a infinidad de individuos con voluntad de elaborar y transmitir mensajes, miran hacia Internet como el entorno inmenso en el que han de encontrar un lugar si quieren existir en el futuro como sujetos activos en el espacio comunicativo.
Cualquiera que quiera poner en circulación una “publicación” en la red ha de saber que no solo compite contra grandes factorías de elaboración y difusión de contenidos, con una fuerte incidencia en redes, sino también con un ilimitado número de fuentes, en un espacio en el que “las mentiras fluyen y se multiplican, se adjudican citas falsas, se inventan datos, declaraciones, se cambian párrafos, se suplantan identidades…”. “Una selva”, como explicó José María Izquierdo (2). Quien quiera hacerse ver y ganar credibilidad entre los medios digitales necesita actuar con inteligencia, conocimiento, habilidad y tiempo, pero también trabajar con permiso del buscador todopoderoso y de la hermana mayor de las redes sociales.
Inteligencia porque las claves de la red son múltiples y a menudo complicadas.
Conocimiento porque hay que saber a qué público se dirige cada unidad informativa y elaborar su contenido con el nivel de competencia preciso.
Habilidad porque hay que elegir bien, trabajar cada pieza con todo el ingenio disponible y difundirla de acuerdo con los medios adecuados.
Y tiempo, tiempo de trabajo, porque la competencia es muy dura, y porque con la red, el capitalismo contemporáneo ha conseguido, como explica Jonathan Crary (3), que se considere “posible e, incluso, normal, la idea de trabajar sin pausa, sin límites”.
Junto a todo ello, es preciso actuar de acuerdo con los criterios de Google, que es algo así como el dios descrito en los catecismos. Todo lo sabe, todo lo ve, está en todas partes, premia y castiga…, con la diferencia de que ese buscador es una empresa descomunal, con intereses económicos claro está, que tiene en su mano el posicionamiento de los contenidos, su visibilidad e incluso su comercialización, porque se ha convertido en el principal canal de inversión publicitaria en la red.
Otro tanto ocurre y de diferente manera con Facebook, que ha conseguido que para buena parte de la población mundial su nombre sea sinónimo de internet. Es una herramienta poderosísima para difundir y compartir contenidos, siempre y cuando a la hora de publicar se tengan en cuenta sus exigencias, estrechamente relacionadas con la capacidad de viralizar y con el rendimiento económico.
Esa red, Internet, en contra de lo que pretendíamos creer tantos ilusos, no es el reino de la igualdad de oportunidades. Es cierto que el que no publica en internet es porque no quiere. Lo dicen y repiten algunos de esos cansinos tertulianos, pero eso tiene casi tanto valor como decir hace unos años que todos los ciudadanos tenían derecho a escribir algo en un papel y a distribuir unas cuantas fotocopias.
1 Pierre Bourdieu. Sur la télévision. LIBER éditions, diciembre 1996
2 José María Izquierdo. ¿Para qué servimos los periodistas ? Los libros de la Catarata, 2013
3 Jonathan Crary. 24/7. Ariel, mayo 2015
Interpelación a Daniel Innerarity
11/07/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Me ha gustado mucho su intervención, pues no se anda con vaguedades y es lúcida y pormenorizada. Sin embargo no termino de ver claro dos afirmaciones suyas que quizás convenga aclarar.
Por un lado, sostiene Ud. que «Son malos tiempos para la crítica porque se prohíbe y reprime…»; pero, por otra parte, también afirma lo que parece ser su contrario, es decir: «Hoy… las opiniones críticas y las conductas asociadas con la transgresión resultan algo normal, que ni revelan algo oculto, ni provocan o alteran».
Sólo se me ocurre una explicación para esta aparente contradicción: que hoy se viva en una situación de “excepcionalidad cultural” propia de otras épocas pretéritas y superadas. Puede que Ud. sea de esta opinión, que yo comparto en parte… pero sólo en parte.
Permítaseme que me explique evocando para ello una vieja historia sobre una amiga, que a modo de metáfora ayudará a apuntalar mi tesis. Esta amiga me refirió que en su centro de trabajo el clima laboral entre los empleados era lamentable, con la particularidad de que la agresividad no era explícita y directa, sino sutil e indirecta: según sus propias palabras, se trataba de una «violencia civilizada». Pues bien, yo me pregunto si la aparente normalización de la crítica en la sociedad moderna no es sólo un espejismo, y si lo que hoy predomina no son formas de censura indirectas y sutiles que le dan una pátina “civilizada” a lo que no es otra cosa que un acto de barbarie; también, si el “revival” de la censura de viejo cuño no tiene que ver con la profunda crisis económica (mal resuelta) que vivimos en el continente europeo.
Si mi tesis es cierta (y esto es sólo una hipótesis) tan importante como aclarar las formas lícitas de ejercer la crítica (cosa que Ud. ha hecho admirablemente), lo es el desenmascarar las formas modernas y “civilizadas” de censura.
Las dificultades de ser crítico
11/07/2016
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco
A nadie se le oculta que la conciencia crítica pasa actualmente por un mal momento. Son malos tiempos para la crítica porque se prohíbe y reprime, pero también porque muchas veces no se ha hecho bien, con escasa observación y demasiada seguridad.
El peor enemigo de la crítica es la crítica misma mal realizada y concebida con poco sentido crítico. El descrédito de la tradicional figura de los intelectuales ha contribuido decisivamente a que disminuya el ejercicio de la crítica razonada. Pero también corren malos tiempos para la crítica, como para toda forma de negatividad teórica o práctica —transgresión, revolución, desenmascaramiento, revelación, protesta, alternativa, utopía—, por un motivo “contextual”: lo negativo ha sido culturalmente despotenciado. Puede que la crisis de la crítica no se deba a su escasez sino a su presencia irrelevante, que la crítica no pueda ser sino escasa si quiere ser eficaz, y que su generalización cultural termine por neutralizarla.
Muchas de las cosas que suceden en la sociedad contemporánea pueden entenderse por la existencia de una especie de nostalgia de la crítica (en el ámbito teórico) y de la transgresión (en el ámbito práctico). Otras épocas han tenido la gran suerte de contar con la posibilidad de participar en la lucha por sacar a la luz lo escondido (como se entendió a sí misma la Ilustración) o por combatir la doble moral o la hipocresía (desde la lógica revolucionaria a la transmutación de los valores). Era posible criticar o desenmascarar; desde esta atalaya se escribieron, con mayor o menor fortuna, críticas y genealogías, construcciones de la razón y posiciones de la autonomía moral. Hoy, en cambio, las opiniones críticas y las conductas asociadas con la transgresión resultan algo normal, que ni revelan algo oculto, ni provocan o alteran. Donde todo el mundo quiere ser crítico y diferente, la crítica se convierte en la evidencia y la diferencia se convierte en normalidad. Es tremendamente difícil ser crítico y heterodoxo cuando lo que todo el mundo quiere es, precisamente, ser crítico y heterodoxo, o sea, creativo, distinto y original. La crítica obligatoria y ubiquitaria se arruina a sí misma como dispositivo de denuncia y transformación social.
El comportamiento disidente ha sido tradicionalmente un valor de negatividad; la disconformidad es ahora un valor positivo. La anomalía es la conformidad. La distinción entre ortodoxia y heterodoxia hace tiempo que se ha quebrado y cualquiera desea hoy ser anticonvencional, heterodoxo. El discurso acerca del valor de la innovación es ya desde hace tiempo cosa de burócratas. Quizás sea ésta una de las explicaciones de la tremenda penuria con que se formula la crítica en la sociedad actual y de la escasa rivalidad que tienen los poderosos. El sistema aprende mejor que sus críticos.
Los sistemas se hacen inmunes frente a la crítica asumiéndola. No hay nada mejor para neutralizar una rebelión desde el poder que ponerse de su parte. Quien se manifieste contra alguien ha de contar hoy con que los destinatarios de la protesta van a declararse solidarios con ella. Podríamos afirmar que el poder de un sistema es completo cuando consigue introducir la negación del sistema en el sistema mismo. Nuestra sociedad le debe su flexibilidad a los críticos, que ya no ponen nada en peligro. Los medios de comunicación cuidan de la desviación, alimentan la inquietud de la sociedad, o sea, su disposición al conformismo. De este modo, cuando la subversión es la corriente dominante, el mainstream, puede uno encontrarse con revolucionarios nadando a favor de la corriente, personas que hablan en los medios de comunicación contra los medios de comunicación, rutinas que se presentan como rupturas de la tradición, protestas que únicamente satisfacen el gozo de la indignación. Lo underground está introducido en el mainstream. La economía se escenifica éticamente; el marketing se alía con la subcultura; la crítica social está subvencionada por instituciones que deberían temblar ante la crítica… Todos estos fenómenos tienen la misma estructura: la negación del sistema es introducida en el mismo sistema que de este modo se hace inatacable. Something in the system jumps out and acts on the system, as if it were outside the system (Hofstadter).
Para desbrozar inicialmente este escenario en el que se hace tan costoso reconocer la buena crítica quisiera referirme a tres estereotipos de crítica intelectual que, o no lo son propiamente, o ejercen la crítica de un modo que me parece poco radical, en ocasiones incluso pese a su patetismo. Porque la eficacia de la crítica tiene poco que ver con la radicalidad de sus formulaciones y mucho menos con el convencimiento por parte de quien la formula de estar poniendo en apuros al sistema criticado. La eficacia de la crítica no está en función del convencimiento de quien la formula o de la radicalidad gestual. Cabría agrupar estas figuras en los modelos de falta de atención, falta de distancia y falta de teoría, con sus correspondientes distracción, inmediatez y activismo. Sus respectivas carencias nos irán dibujando el perfil más incisivo y radical de la crítica.
En primer lugar, no es una buena crítica la que no resulta de una atención hacia la realidad, lo que generalmente se ha venido llevando a cabo desde una actitud intelectual que se desentiende de la complejidad de lo real. Hay un tipo de crítica que surge de la simplicidad y que explica por qué al intelectual se le asocia frecuentemente con el diletantismo y la incompetencia técnica.
La radicalidad crítica suele venir acompañada de radicalidad moral, tanto mayor cuanto menos se ha enterado el crítico de los verdaderos términos del problema. Una crítica de este estilo no se hace cargo del dinamismo de los asuntos sociales, técnicos o científicos a los que divisa desde una distancia que la condena a ser irrelevante o a hacer el ridículo. Suele tratarse a veces de malos críticos con una buena teoría o con una teoría poco receptiva hacia las sugerencias de la realidad. Como decía Simmel, el compromiso moral sin el don de la observación termina frecuentemente en el enardecimiento estéril, en la típica indignación inofensiva. A los intelectuales que ejercen este tipo de crítica parece que la sociedad se les ha vuelto extraña, que tienen dificultades para reconocerse en ella y se aferran a fórmulas de rechazo absoluto que no son más que el reverso de su incapacidad para comprender la nueva lógica social. Y atención significa también disposición a combatir el propio prejuicio, sensibilidad hacia aquellos aspectos de la realidad que no se dejan encajar en nuestras teorías. La atención comienza teniendo en cuenta que hay cegueras inducidas por las propias teorías e incluso por la disposición crítica.
La actividad crítica intelectual debería, en segundo lugar, distinguirse cuidadosamente de la agitación polémica diaria tan característica de un mundo que articula sus discusiones fundamentales en torno a los medios de comunicación y que las encauza y desarrolla de acuerdo con la lógica que éstos imponen. La discusión pública o mediática, aunque en ocasiones resulte tan virulenta, suele discurrir dentro de un marco que apenas discute. Los ejes están trazados de antemano y se aceptan de una manera tan poco crítica como los conceptos de uso corriente. Al opinador habitual le suele faltar la distancia necesaria, no sólo frente a los acontecimientos sino también y principalmente frente a los discursos dominantes. Dicha distancia —aunque sea, como dice Walzer, una cuestión de centímetros— sólo puede cultivarse mediante la reflexión y la teoría.
Ésta puede ser la razón de que no se haya cumplido la previsión de Schumpeter de que las contradicciones del capitalismo aumentarían el número de los intelectuales y su radicalización. Ha ocurrido más bien lo contrario: la opinión pública centra su atención en asuntos políticos que tienen poco que ver con una ‘contradicción’: temas banales, agitación superficial, oposición ritualizada. Escasea una forma de crítica que examine las premisas públicamente aceptadas a partir de las cuales se describen los problemas.
En tercer lugar, hay un tipo de crítica social y su correspondiente compromiso que, con independencia de su oportunidad, no constituyen propiamente una teoría crítica. Me refiero a las críticas sin teoría de los profetas, los activistas y los militantes de las causas más diversas, cuya heterogeneidad agrupamos bajo el calificativo de lo no gubernamental. El profeta Amós pudo haber resultado muy crítico en su momento pero, como sostiene Walzer, sus denuncias no son un ejemplo de teoría crítica de la sociedad.
El compromiso público de los intelectuales en torno a determinadas causas sociales, valioso la mayor parte de las veces, puede incluso resultar una compensación de su pobreza crítica. La actividad crítica del intelectual no se cumple mediante su adscripción a causas de ese estilo o apoyando públicamente las campañas o protestas que se realicen en nombre de valores, especialmente cuando éstos son difícilmente contestables. La teoría crítica es, antes que nada, una teoría.
El objetivo de la crítica filosófica no es propiamente la ignorancia o el abuso concretos, ni siquiera la impugnación selectiva de las cosas intolerables, sino la reflexión acerca del entramado de condiciones socioculturales en el que se constituyen los juicios y las decisiones que dan lugar a esas situaciones intolerables. La crítica filosófica no se dirige contra acciones concretas o injusticias locales, sino contra las condiciones estructurales de la esfera social. Es indudable que puede hacer lo primero (y en ocasiones será su deber hacerlo), pero su actividad intelectual específica se distingue por lo segundo, por ese momento de universalidad que se contiene en una buena interpretación.
¿Hay algún intelectual en la sala?
21/06/2016
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
En los grandes diarios siguen apareciendo grandes firmas de intelectuales que escrutan, analizan y valoran la realidad perspicazmente. Prestigiosos escritores, profesores, sociólogos, filósofos o economistas siguen formando la nómina de intelectuales, pero lo cierto es que la influencia sobre la opinión de los ciudadanos, que siempre fue tarea del intelectual en los medios, desde hace tiempo no la ejercen los intelectuales, sino quienes más presencia tienen en los medios más masivos de información y, por ello mismo, las cabezas y las cabeceras que les dan esa presencia. Es posible que aún haya intelectuales, pero es seguro que ya no tienen la influencia real que tuvieron sus antecesores.
Por una parte, porque en nuestra sociedad líquida de la información, de identidades efímeras y virtuales, nadie se ve a sí mismo ni nadie es visto por los demás como intelectual. No es casual que a quienes opinan, comentan y discuten en radios y televisiones se los reconozca como tertulianos, politólogos o analistas políticos, pero jamás como intelectuales porque previsiblemente ellos mismos rechazarían esa etiqueta. Nadie se levantaría de su asiento para taponar alguna hemorragia política de urgencia, si alguien gritase desde la orquesta ‘¿hay algún intelectual en la sala?’ Pero saldrían a cientos si pidiese expertos, especialistas o profesionales de algún género.
Por otra, porque al mismo ritmo que va muriendo la prensa en papel (donde tenían asiento los intelectuales), se han multiplicado los medios digitales de generación y transmisión de información (radios, televisiones, prensa digital, redes sociales, blogs, microvídeos, etc.) y la interactividad entre productores y consumidores de noticias e informaciones. E igualmente se han multiplicado los opinadores que hacen públicas sus opiniones aprovechando tanto la profusión como la interactividad.
Pero tampoco ellos (un ellos que es un nosotros) tienen influencia real en la opinión de otros porque, igual que los poetas escriben para todos, pero solo se leen entre ellos, así les pasa a los que ocupan las columnas de opinión: leídas por unos pocos, comentadas por alguno, reenviadas y retuiteadas por amigos o seguidores, las informaciones vuelan vertiginosamente y con la misma velocidad se extinguen sin dejar huella.
En la continua avalancha de informaciones solo dejan rastro en la opinión pública las ideas que machaconamente repiten tertulianos con el don de la ubicuidad y del espectáculo, dirigidas a un oyente/espectador/lector que las saborea porque ratifican, para bien o para mal, lo que él mismo opina en público o en privado, en un claro ejercicio de retroalimentación: cada usuario acude al medio con el que se identifica a la vez que los medios programan precisamente para ese consumidor, hasta construir un ‘lugar común’ (en los dos sentidos) donde instalarse. En el relato que sostiene el imaginario de nuestro tiempo, hace tiempo que no hay sitio para el relato de los intelectuales.
La desfachatez intelectual: habitando la España vacía
16/06/2016
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación
La España vacía nos ha removido a todos. La entrevista en CTXT de Raúl Gay excitará a los que aún no se han acercado a ese territorio tan vasto de nuestro mapa geográfico o de nuestra identidad más íntima.
Anticipo que el libro de Sergio del Molino es un texto germinal, su semilla ha echado raíz en nuestro corazón porque la tierra ya estaba preparada y regada, porque muchos pensábamos igual aunque no nos atrevíamos a nombrar ese espacio tan nuestro y también tan olvidado. Lo políticamente correcto era añorar la Movida alaskeña y hacer un cover de Antonio Vega. Nos podía la dejadez, la vaguería, la poca valentía para hablar de otra forma de una España rural que queremos porque es íntimamente nuestra y forma parte de nuestra memoria, tal vez la mejor parte, pero también del rabioso presente.
Tras su lectura, agradezco a Sergio sentirme con la energía o la arrogancia suficientes como para quitarnos de encima el revoltijo aquel de Gárgoris y Habidis, una visión de España tan fantástica y psicótica como El señor de los anillos sino más. Podernos alejar del postizo posjipismo o pospijismo de lo neorrural contaminado del delirio Walden siglo XXI y el integrismo místico vegano. Romper con esa plaga consumista de considerar el agro como un campo de atracciones temático, gastronómico, paisajístico, asimilable al cañón del Colorado o el Serengueti.
Liberarnos por fin de todas las patrañas urdidas por docenas de salvapatrias teóricos, literarios o económicos que durante todo el siglo XX se aprovecharon de esa España vacía para vender sus pascuales duartes, sus hurdes marcianas, sus puertos hurracos realities o los infumables textos de Azorín o de Ortega, para aborrecer a los inundadores de pueblos, los socialistas que se descamisaban con camisa de Armani y esta mafia terrateniente que sigue enquistada en nuestro campo y engordando sus cuesuizas con la PAC.
La generación urbanícola que conocimos la España vacía porque nuestros padres o abuelos vivieron en ella nos hemos quitado por fin las amnesias, los prejuicios, las prudencias y los miramientos para reivindicar un nosotros rural y quitarnos la caspa de la modernidad, la maldita movida, la metrópoli paraíso, el hipsterismo facha y sobre todo esa idea reaccionaria, feroz y brutal (ahora ya las pruebas son abrumadoras) de que el progreso y el crecimiento económico urbano eran muy positivos, ¿para quién?
Hoy comprobamos cómo esa idea, y sus praxis, lo va aniquilando todo, no sólo los ecosistemas naturales, sino la propia memoria de las cosas y nuestra identidad de hombres y mujeres que aspiran a ser soberanos, felices e infelices, contradictorios pero también consecuentes a la hora de pensar, con mucha seriedad y prudencia, que este mundo es pequeño y no es de nadie, que este país será pronto de nuestros hijos, también luego de nuestros nietos, y no podemos soportar dejar detrás un lodazal ya reseco, un campo envenenado para siempre, un paisaje sin nombres, ni pueblos, ni historias.
Recuerdo con enorme cariño a mi profesor Josechu Mazariegos hablando con pasión de todo esto hace más de veinticinco años. En el imaginario de los españoles el territorio se divide en tres zonas: la urbe, el agro y el monte. Describo. Apenas daré la pincelada de algún dato.
La urbe se ha considerado hasta hace pocas décadas el espacio del progreso, el confort y el desarrollo, un lugar en el que el territorio está completamente humanizado y en el que la naturaleza sólo tiene una función decorativa. El 80% de la población española vive en municipios urbanos.
El agro aparece como un lugar de la memoria, lo que fuimos, pero ahora es marginal y casi exótico. Económicamente es el espacio de producción de alimentos que ha transformado además la mayoría del paisaje fuera de las ciudades. Son 25 millones de hectáreas, y somos el segundo país con más superficie agrícola de la UE, sin embargo aporta menos de 3% al PIB y genera menos de 5% del empleo.
El monte, los bosques, los páramos, las montañas son el territorio de la naturaleza, lugares a la vez olvidados o utilizados de forma intensiva como escenarios para vivir el tiempo de ocio. Espacios que viven la contradicción de querer ser ocupados o utilizados, deseando a la vez que se mantengan intactos y prístinos. La superficie forestal española es de 26 millones de hectáreas y representa el 52% de nuestro territorio.
Los ciudadanos quieren seguir viviendo en las urbes, su capacidad de seducción sigue siendo potente, pero su invulnerable atractivo se ha ido resquebrajando en las últimas décadas. Por desgracia se vendió una ocupación del espacio extensiva que siendo urbe tenía apariencia de campo. La aspiración de miles de urbanitas fue (y es aún) tener una mínima parcela, jardín o minihuerto en un adosado. El agro se ha abandonado o industrializado. Sobre todo es tratado como un espacio económico a explotar y menos como el territorio para vivir que era antaño. Sin embargo, aun de forma minoritaria, hay grupos de ciudadanos que huyen de la urbe y proponen formas de vida distinta en el agro, y no sólo son neorrurales. Por último, el monte, olvidado por casi todos hasta hace pocas décadas, la mitad de España, el espacio improductivo y salvaje, devino en espacio a productivizar, explotar y utilizar sin destruirlo. A la vez salvado y condenado, explotado y protegido, el monte es el nuevo territorio a colonizar por los urbanitas del siglo XXI.
A comienzos de este milenio estos tres espacios imaginarios están ahora muy presentes en las mentes y el tiempo cotidiano de los españoles. Se trata de un territorio con tres ángulos en el que los ciudadanos deambulan de uno a otro intentando aprehender lo más atractivo, aprovechable y valioso de cada cual. La mayoría de la población europea se concentra en las ciudades, los agros de Europa son los territorios más civilizados y transformados del mundo y el monte o el campo salvaje intenta ser protegido y cuidado con más o menos éxito tanto por su valor ecológico como su valor paisajístico, educativo, de ocio o de preservación de la diversidad biológica. Pero las fronteras de los tres territorios están cada vez menos delimitadas y el agro y el monte son cada vez más atractivos para unos ciudadanos que comienzan a entender que la ciudad puede llegar a ser un espacio social difícil, poco saludable y muchas veces atroz.
El campo ha perdido todas las complicaciones, dificultades y gran parte de su dureza como territorio para vivir y se ha convertido en un sueño deseable. Sin embargo, no se espera un retorno masivo al campo ni una huida a gran escala de la población que vive en las urbes sino una intensificación del uso regular de ambos espacios, ¿pero cómo?
Es muy interesante analizar cómo ha cambiado el uso que los urbanitas dan al campo. Ya no es sólo un escenario para el reposo y las vacaciones o el territorio en el que practicar exclusivamente una sola y peculiar actividad deportiva sino un lugar para estar y ser, para hacer y sentir. Por fin el campo nos importa. “El campo es necesario”. “El campo es nuestro nuevo sueño”, así que la sociedad de consumo, el mercado, ha multiplicado la oferta de productos y servicios que tienen la etiqueta de “campo”, “natural”, “silvestre”: turismo, alimentación, terapias, deportes, canales de televisión, libros, textiles, decoración, estanterías del supermercado… no hay ahora mismo un sector de productos o servicios, desde un perfume a un seguro de vida, de un teléfono móvil a una vajilla, de unos zapatos a un rimero de folios, que no tenga su variedad, modelo o tipo connotado de atributos y valores que tienen que ver con la naturaleza y el campo.
Sin embargo, este redescubrimiento tiene sus peligros: adaptación del campo a un formato de parque de atracciones temático, saturación o invasión de unos espacios naturales que rompen o transforman la vida salvaje, urbanización intrusiva y transformación de los usos agrícolas y ganaderos tradicionales, en definitiva, recreación de un campo idealizado y falso.
No queremos la real España vacía, sino otra, más parecida al campo centroeuropeo que al nuestro.
Como siempre, han comenzado siendo algunas minorías activas, desde los conservacionistas e investigadores a los agricultores inquietos o los ganaderos de ganadería extensiva, los neorrurales o los pioneros del agroturismo, los que han lanzado hacia los foros de discusión social que el campo, sea agro o monte, ni puede ser explotado como una fábrica industrial ni puede ser aislado en burbujas proteccionistas impermeables a los ciudadanos. El incremento del uso y del atractivo del campo ha hecho aparecer un debate social creciente que va a afectar al modelo económico dominante, a cómo son nuestras urbes del presente y cómo queremos que sean en el futuro: la limitación de la obsolescencia programada, el reciclaje y la reutilización de los bienes de consumo, el uso racional del agua dulce, la alimentación y la producción de alimentos, los transportes, los nuevos sistemas de construcción, las energías renovables y un larguísimo etcétera de temas relevantes que ya no son sólo urbanos, ni agrarios, ni de naturaleza. Desde la UE comienza a haber leyes, directivas y debates que van más allá de regular tal o cual cuestión agraria o ecológica.
En un mundo globalizado y con el cambio climático transformando de forma inquietante los ciclos naturales veremos en los próximos años cómo se ponen en valor económico los árboles como productores de oxígeno, los ríos como bancos de agua dulce potable y limpia, la agricultura ecológica a gran escala como única opción para lograr una alimentación de calidad diferenciada y, en definitiva, el campo, su filosofía y estilo de vida, sus peculiares relaciones sociales, sus formas milenarias de interacción hombre-naturaleza como una aspiración real y posible para muchos urbanitas infelices. En la España vacía está gran parte de nuestro futuro.
Asombra que en todo esto los intelectuales españoles estaban y siguen a por uvas, lástima que fuera en el sentido retórico, les excitaba más todo el tema de los videojuegos y el mal, las guerras santas o neocarlistas, las masturbaciones mutuas vía redes sociales, la chulería inaudita de Podemos atusando barbas remojadas, los nuevos misticismos o los ejercicios de yoga que practicaba con fruición hasta el mismo Rodrigo Rato o las pajas mentales que desde los think tanks y las fundaciones donde estaban pluriempleados, ciscaban o perfumaban a la opinión pública aún acojonada o anonadada tras el enorme desastre corrupto de la burbuja inmobiliaria.
Asombra que en todo este olvido, expolio y envenenamiento simbólico, mediático y real de la España vacía su preocupación fuera tener una segunda residencia en algún paraje remoto donde escribir sus pajas, una casa en el campo a ser posible lejos de los vecinos y con el paisaje blindado ante cualquier pesadilla urbanística de las ya conocidas. El campo se había convertido para ellos en un lugar secreto de privilegio y vida sana donde escribir sobre la refundación del capitalismo o la Europa de Merkel o lo mal que lleva la corbata Pablo Iglesias y fumarse un porrito o tomarse un Prozac a la salud de Schopenhauer con el “jazz clásico” del Spotify de hilo musical. Pero no todos. Yo me encontré con raros y extintos como Ramón Fernández Durán y Josechu Mazariegos que ya en los ochenta se tomaron en serio el olvido o expolio de la España vacía y sus consecuencias. Pero también con tipos inclasificables como Ignacio Amestoy que trató con más cercanía y sensibilidad la España de los Botejara que todos los ministros y consejeros inauguradores de ferias del campo, autovías radiales, aeropuertos sin aviones o pantanos en el siglo XXI.
No tengo nada contra Sánchez Dragó a pesar de nombrar al principio a su señor de los anillos. Supo vender su engendro a miles de españolitos perdidos, ya sin dioses, caudillos, Maos o higueras a las que subirse, que necesitaban creer que fueron o eran descendientes de una pintoresca estirpe de hijosdalgo, mitos y faunos desde el triste sofá de eskay del barrio dormitorio donde ahora vivían. Además su imperecedera defensa de Antonio Machado merece una estatua, por lo menos ecuestre. Pero sí me avergüenzan todos sus herederos que siguieron con la tonta matraca del Gárgoris y los Zugarramundis, el postureo del loto y el viaje hacia ninguna parte en clase business para luego contarlo en una universidad de verano y decir de propina que “España no tenía remedio” o que el remedio era dejar de plantar lechugas y plantar sombrillas y chiringos de playa, casinos de Adelson y urbanizaciones poceras.
Y aún peor son los mecánicos de España, que lo mismo saben arreglar un pinchazo de una rueda sin cámara que un carburador de tres cuerpos hablando de que “España iba bien”, “Zapatero malo”, “Iglesias Venezuela”, “neoliberalismo chachi”. No hace falta rebuscarlos mucho, los hay de saña ultramontana exmarxista y de refinado estupendismo mundano en todas las tertulias radiofónicas y prensas del régimen, pero en lugar de orientarlos hacia alguna terapia en “Polemistas Anónimos” a ver si se desintoxican, siguen y siguen y siguen discutiendo en un “panfleto contra el todo”, embriagados en su desfachatez intelectual de tanto beber ego con tonic. Alguno ya ha opinado y glosado, espero que leído también, La España vacía y se nota que el texto les ha pillado con el pie muy cambiado y balbuceando citas de Thoreau, no sabemos si por haber leído a Azorín en la cándida adolescencia, por tener Las Hurdes, tierra sin pan en CD y edición limitada, porque aborrecían los garbanzos de su abuela o porque cuando van ellos al campo se les suben todas las garrapatas y es un asco. Ninguno de estos se han preocupado de la España vacía.
Así que olvidemos sus mantras, homilías y desfachateces, seamos optimistas. Superado el sarampión o el tsunami inmobiliario de “las verdes praderas” y superada la ignorancia o el desprecio a lo que era el agro miserable de siglos pasados, más cultos por fin hacia lo que significa tener casi a la puerta de casa una naturaleza salvaje que no existe en Europa pero también nuestra España vacía y rural, desencantados del desarrollismo y el capitalismo zombi que aún se empeña en defender el PP, las puertas del campo parece que vuelven a estar abiertas gracias en parte a Sergio. Lo bueno es que esa España vacía está ahí al lado. ¿A qué esperas para entrar? ¿A qué aguardas para volver? Y ya puestos, pregunto, ¿qué fue de los Botejara?
El intelectual como bufón
08/06/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Cuando estalló el escándalo de la estafa financiera de las ‘preferentes’, el economista José Carlos Díez se encargó de difundir en la Cadena Ser la “mot d’ordre” -la consigna- que convenía a los banqueros y al poder: los jubilados habían sido víctimas de su propia codicia, y ellos solos eran los responsables de lo que había ocurrido. Adiviné al instante que este sujeto más pronto que tarde ocuparía un lugar destacado entre los ‘intelectuales’ oficiales, y no me equivoqué: enseguida encontró una tribuna privilegiada en el nuevo periódico de la banca española: El País, del grupo Prisa.
Cuento esto para ilustrar con un ejemplo concreto y actual lo que el ilustrado Denis Diderot (1713-1784) nos advirtió en su genial obra El sobrino de Rameau, que leí en mi juventud y que acabo de releer: a saber, que siempre habrá personas cultas, incluso de fina sensibilidad, dispuestas a venderse al mejor postor, sin que ello les suponga ningún cargo de conciencia. Para Diderot, en efecto, el progreso intelectual y artístico no tiene por qué venir acompañado del progreso moral.
Estas son algunas de las sentencias que podemos leer en su libro, cuya lectura resulta muy recomendable:
– «Todo lo que vive, sin excepción, busca su propio bienestar, a expensas de lo que sea.»
– «En la naturaleza, todas las especies se devoran; en la sociedad, son las clases las que se devoran las unas a las otras.»
– «Hágase lo que se haga, cuando uno es rico nunca pierde la honra.»
– «Hay que adular, maldita sea, adular; frecuentar a los grandes de este mundo; estudiar sus gustos; prestarse a sus caprichos, servirles en sus vicios; aprobar sus injusticias. Ese es el secreto.»
– «Rameau tiene que ser lo que es: un alegre bribón en medio de opulentos bribones; y no un virtuoso.»
– «Cuando se sirve a los grandes, no hay mejor empleo que el de bufón.»
– «No hay en todo el reino más que un solo hombre que camine rectamente, el soberano. Todos los demás adoptan posiciones.»
Además de Diderot, el también filósofo Friedrich Nietzsche insistió en algo parecido cuando afirmó: «El saber muchas cosas y el haber aprendido muchas cosas no son, sin embargo, ni un medio necesario de la cultura ni tampoco una señal de cultura y resultan perfectamente compatibles, si es preciso, con la antítesis de la cultura, con la barbarie…»; a lo que apostilló: «…el saber tiene que volver contra sí mismo su propio aguijón.»
Crisis social, fabricación de consensos y cortocircuitos transmedia
07/06/2016
Ignacio Muro Benayas
Director Fundación Espacio Público
Del debate patrocinado por Público y CTXT me interesa especialmente el papel de los medios como intelectual colectivo articulador de un flujo ordenado de mensajes que configuran, día a día, la agenda informativa y, mes a mes, año a año, la fabricación de los consensos sociales.
Considero que lo esencial hoy es el relato de la actual crisis social vinculándola a la de los modelos informativos. Las redes sociales y los nuevos medios digitales han introducido competencia para definir los temas y enfoques dominantes en la agenda y alteran relativamente la construcción de los consensos, esos lugares comunes desde los que, dice Chomsky, se legitima el poder y se articula la hegemonía ideológica y cultural. Podríamos decir que algo ha cambiado pero algo es profundamente igual.
La transición como espacio de la hegemonía de ‘El País’ y ‘El Mundo’
Venimos de un pasado en el que el mainstream lo configuraban unos pocos medios de referencia. Polanco decía que El País era el intelectual orgánico del PSOE y algo de eso hay. Fue, incluso, algo más. Desde su fundación, en 1976, el rotativo ha sido el constructor y alimentador de la ideología liberal progresista. Hereda el planteamiento de las diversas corrientes críticas que se habían formado alrededor de la revista Treiunfo desde 1962 y los da forma práctica, galvanizado el acceso al poder de la izquierda moderada y de la generación de profesionales progresistas de la transición.
Por otra parte, El Mundo, desde su posición de primera línea contra el felipismo entre 1993 y 1996, fue determinante para canalizar la evolución de los cuadros dirigentes de la siguiente generación para la que no era difícil identificar corrupción y terrorismo de Estado con PSOE. Fue especialmente hábil en sacar de foco al franquismo y a la derecha de UCD de esos asuntos y en galvanizar los sentimientos antisocialistas mezclándolos con la filosofía de los nuevos cínicos del 68, ‘ex’ de las más extravagantes izquierdas, y reconducirlos hacia la nueva derecha sin complejos que protagonizó el aznarismo.
La construcción de los consensos de la transición, primero, y su mistificación momificada como historia de éxitos, después, es en buena medida obra de ambos medios de referencia. Ahora ya sabemos que detrás de esa construcción no solo anidaban deformaciones históricas sino pactos de silencio que ocultaban episodios corruptos que afectaban a la monarquía, las grandes del IBEX, al bipartidismo o al poder nacionalista y la familia Pujol.
Crisis de régimen versus crisis de credibilidad de los grandes medios
La crisis del régimen del 78 es en buena medida la crisis del sistema de medios que lo protegía como consecuencia de su contaminación con el poder económico. Conviene repasar cómo se produjo este deterioro.
Para empezar, un dato no muy conocido. Entre 1963 y 2003, los beneficios de las empresas de comunicación (medidos como ROI, retorno sobre capital invertido) se situó a la cabeza del ranking mundial, sólo igualado por otros sectores también muy rentables: el farmacéutico, el informático y el inmobiliario (Grant, 2008). En España, los grupos de prensa líderes en cada región obtenían márgenes de beneficios sobre ventas superiores al 20 por ciento. Jesús Cebeiro, exdirector de El País, decía recientemente que, solo su cabecera llegó a generar un beneficio (Ebitda) de 120 millones de €, más de lo hoy genera uno de los grupos del duopolio televisivo.
Es en ese periodo cuando los medios se transforman en corporaciones de amplio espectro que desarrollan vinculaciones crecientes con el poder económico. Cuanto mayores son sus conexiones empresariales con los diversos sectores, mayores son los espacios vedados para la información independiente. Si PRISA tiene entre sus accionistas de referencia a bancos (HSBC, Santander, Caixa) y a Telefónica, ya conocemos algunos actores que serán bien tratados.
No son los únicos. El predominio creciente de la lógica mercantil cambia también las relaciones con los anunciantes. Si tradicionalmente el inversor publicitario utilizaba la inserción para optimizar las ventajas comerciales del medio como soporte, las nuevas lógicas desarrollan un tipo de anunciante que utiliza la inserción publicitaria como mecanismo para establecer una relación privilegiada con el medio. La gran empresa aprende que pagar enormes sumas por la compra de espacios publicitarios le permite desarrollar un privilegio: condicionar los contenidos en aquello que le concierne directamente. Lo sabe El Corte Inglés y también las eléctricas o las grandes constructoras. Pero también cualquier gran anunciante.
El círculo se cierra cuando los grandes grupos editoriales son arrastrados por la lógica financiera de los mercados. Su salida a bolsa (PRISA lo hace en el año 2000) es un fenómeno que añade inestabilidad estructural a los proyectos informativos al favorecer la influencia del capital especulativo, con accionistas cortoplacistas que salen y entran en el accionariado, totalmente desinteresados de la construcción de credibilidad, el valor esencial que define el proyecto de un medio. Ese cambio pone en evidencia los privilegios de los gestores que utilizan su poder cuasi absoluto para otorgarse bonus de escándalo. Cebrián y El País pasan a ser los mejores símbolos de esa enfermedad.
En todo el mundo se produce el mismo efecto: en la medida en que aumentan las zonas de sombra nacidas al amparo de los vínculos entre sus editores con empresas de los principales sectores económicos disminuye la autonomía de las redacciones y de sus responsables para elegir temas y enfoques.
Nuevos medios para nuevos consensos
De ese periodo se obtiene una conclusión. La autonomía de los medios como aparato ideológico y contrapoder relativamente distanciado de los intereses económicos desaparece en la medida que ellos mismos se incrustan en el poder económico. Su credibilidad decrece día a día provocando debilidad en el armazón social que legitima el poder: ni son creíbles en la defensa del IBEX ni lo son criticando a fuerzas emergentes (campaña contra Podemos). Su crisis arrastra a la sociedad entera.
La crisis del 2008 aumenta las desigualdades sociales y sirve de catalizador de un cambio político que reclama un nuevo horizonte de país basado en nuevos consensos. Ese cuestionamiento coincide con la crisis de credibilidad de los medios hegemónicos y la crisis del modelo de difusión masiva de mensajes representado por el papel y la prensa. Coincide también con una fractura generacional y la forma en que la gente accede a la información. No es extraño que el perfil de los votantes a los nuevos partidos coincida con las jóvenes generaciones que son también los que utilizan los espacios digitales para informarse.
La batalla política se traslada a la comunicación y a su función determinante en la construcción de marcos que dibujan el perímetro de los nuevos consensos.
El efecto transmedia en la construcción de los mensajes dominantes
Conviene asumir que, por ahora, el sistema tradicional está consiguiendo adaptarse estableciendo nuevos filtros que contrarrestan los impulsos democráticos de las nuevas generaciones y la cultura digital.
El factor determinante de esa readaptación conservadora tiene que ver con el flujo transmedia de los mensajes en su permanente ida y vuelta por diferentes formatos y soportes, en el que una misma declaración se nos muestra de diferentes formas conformando un runrún de ideas y frases comunes. Es en ese camino en el que deja huella la abrumadora presencia de la televisión como el medio determinante para establecer los marcos de la inmensa mayoría de la población, la que tiene hábitos mas pasivos en el consumo de información.
La crisis económica ha propiciado el activismo social y las mareas pero deprime la vida cotidiana de la ciudadania. Y es que, ocupados en sobrevivir y sacar adelante sus proyectos vitales, los ciudadanos comunes se muestran necesariamente alejados del resto de los problemas del mundo y de su complejidad. Cuanto más angustioso es el presente inmediato, menos espacio les queda para entenderlo. Por muy accesible que esté una información en las redes, cuando una persona debe realizar una evaluación sobre algo, echa mano de aquello que recuerda mejor, de lo más cercano y accesible que suele coincidir con lo más repetido o lo más resaltado. Y ahí siempre aparece la televisión.
Surja donde surja una noticia o un mensaje político es replicada rápidamente en redes y diarios digitales alcanzando su primer nivel de audiencias parciales. La forma en que se cortocircuita su ascenso tiene que ver con el papel asignado a las portadas de la prensa papel (los medios más conectados a los intereses económicos) que es el vehículo que utiliza la televisión para comentar la actualidad. El ninguneamiento de los diarios digitales, la jerarquía de las portadas seleccionadas, la exhibición de sus mensajes tendenciosos ocultos tras titulares espectaculares, el perfil de los contertulios que las comentan, construyen los filtros conservadores que contrarrestan la influencia de los espacios digitales más minoritarios y proclives a las nuevas ideas.
Unos y otros compiten con los enfoques de los temas hasta componer un guión relativamente confuso de prioridades, perspectivas y opiniones que componen el marco de la ciudadanía en cada materia. En ese magma es donde se nutren las ideas de los ciudadanos.
La batalla por arañar espacios de soberanía política a los poderes económicos es también la batalla por la independencia de los medios, por encontrar un modelo que dignifique a la profesión periodística.
Propuestas para una ‘función intelectual’ democrática
07/06/2016
Jorge Gaupp, Ana Luengo y Isabelle Touton
Estudiante de doctorado en estudios culturales, profesora de estudios culturales y de español en San Francisco State University y profesora la Universidad Bordeaux Montaigne
El debate que está teniendo lugar en CTXT y Público comenzó con el quién: quién ha accedido al espacio público en las últimas décadas y quién no. Pero luego ha ido mutando hacia el cómo hablar en este espacio, y creemos que esa es la cuestión clave.
No apostaríamos toda la mejora de la función intelectual a la renovación de voces o de firmas. Dentro de la discusión, vemos el miedo de Pereda a que dentro de unos años haya unos nuevos “cerdos”, acomodados a un nuevo poder. Hay quienes dirán que el acomodamiento autoritario es un proceso inevitable, una regla histórica. Creemos, con Pérez Tapias, que no debemos escuchar a esos cínicos en este debate, y menos en un momento de cambio como el actual. Si pensamos, como se lee en muchas de las entradas, que la función intelectual no ha logrado ser autónoma de los poderes político-mediático-económicos (ni del poder patriarcal, aunque eso no se haya mencionado tanto), proponemos lograrlo, al menos para quienes escribimos desde la universidad, ese curioso espacio de reflexión, pero también de poder. Aquí se elaboran algunas ideas lanzadas hasta ahora y se propone alguna nueva.
Si autonomía, auto-nomos, significa la creación de normas propias por parte de individuos y colectivos, en lugar de que te las impongan desde fuera, ¿por qué no creamos unas normas, límites o marcos formales para una nueva función intelectual desde la universidad? Ah, espera, ¿o sea que ahora yo, intelectual, voy a tener que seguir unas normas? Pero, ¿no era mi libertad lo más importante? Bueno, depende. De las muchas críticas que aquí se han hecho a los intelectuales hegemónicos de las últimas décadas, nos quedamos, sobre todo, con una, compartida por Alba Rico, Sánchez-León o Faber: la inconsciencia del propio poder. ¿Y cuál es el peligro de esta inconsciencia? Según Michel Foucault, el abuso de poder.
Para él, cualquiera que tenga mucho poder debe cuestionarse e imponerse normas a sí mismo antes que a nadie, o de lo contrario acabará por imponer a la sociedad sus propias fantasías, apetitos y deseos. Es decir, debe aplicarse el poder que tiene a sí mismo para no abusar de él. Y, claro, ¿cómo va a aplicarse alguien su poder si ni siquiera es consciente de que lo ejerce? Así ocurre que los intelectuales acaban abusando del poder en nombre de la libertad. Como es fácil olvidarse del poder que se tiene, quizá sea momento de no confiarlo todo a la ética personal y empezar a pensar en cómo lograr colectivamente que esos límites se cumplan.
Pero, espera, ¿yo, intelectual, tengo poder? A menudo, si preguntas a alguien de la universidad sobre su poder, te diremos que apenas tenemos de eso, comparado con otros del gremio, o comparado con un gobernante o un magnate. Y probablemente sea verdad. Lo que no quita que tengamos, a través del reconocimiento que la universidad otorga a nuestra palabra, mucho más poder individualmente que una persona de a pie. ¿Cómo limitar este poder para evitar el abuso? Proponemos, además de rechazar la figura del intelectual como propone Pérez Tapias, construir colectivamente unas auto-normas mínimas, una suerte de código deontológico sobre cómo ejercer una función intelectual democrática desde (al menos) la universidad, que evite o minimice el abuso de poder. No se trata de controlar qué dice cada cual, no estamos a favor de la censura. Es un intento de iniciar la creación de un marco en el que cualquier contenido pueda ser discutido, entrar en conflicto, de una forma lo más horizontal y plural posible, para que la voz universitaria pueda encontrarse con la no universitaria y escucharse mutuamente, sin que nada prime por encima del argumento de cada cual. Así atacaríamos el problema que estudia Sánchez-Cuenca: que ciertas figuras puedan decir cualquier cosa en el espacio público, por patraña que sea, solo porque personas con poder que comparten sus mismas ideas o intereses hubieran logrado establecer que esa persona es “un genio”, o que es “brillante”.
Sánchez-León habla de experimentar, de proponer mecanismos concretos. Imaginemos, por ejemplo, un sistema de revisión a ciegas, al estilo del peer-review (revisión de pares) académico. Si se ha montado toda una infraestructura para artículos (los académicos) que solo leen unas decenas de personas, ¿no tiene mucho más sentido hacerlo para textos que llegan a miles? Si dentro de la universidad nos controlamos entre nosotrxs (1) para que salgan buenos trabajos, ¿qué derecho tenemos de no hacerlo fuera? Tampoco sería algo tan raro o tan lejano, y se podría aprovechar para superar algunos problemas que tiene el propio peer-review. Pero, ¿quién estaría dispuesto a hacer esta función? Mucha gente, en realidad. Por ejemplo, ¿por qué no mandar los textos a lectores voluntarios? Y preguntarles si ven trabajo detrás, si lo ven útil, si se entiende. Sería como un peer-review democrático.
Además, en esta nueva época que vive la prensa, la conexión con los lectores no solo es garantía de democracia sino también de viabilidad económica. ¿Quién no querría ser socix de un medio que te permite comentar los textos antes de que se publiquen? Obtener una respuesta en menos de 24 horas solo sería un problema de números: a cuántxs enviar el texto. Se podría hacer de muchas maneras diferentes, cada socix podría decir de qué tema entiende más para ser consultadx, o puede ser aleatorio… Bien diseñado, sería un buen blindaje frente a futuros procesos de oligarquización intelectual y mediática. Rindiendo cuentas ante la gente, es más fácil lograr la autonomía frente a los poderes político-económico-mediáticos.
El diálogo después de la publicación también puede ser potenciado. Hay muchas maneras, e Internet las facilita. Por ejemplo, que cada autor responda al menos a algunos de los comentarios que hoy día se le pueden hacer en los artículos de prensa online. La gestión de estos comentarios para evitar troles y minimizar hooligans o fanboys es un problema técnico gestionable (con reglas informales, sistemas de puntos, “karma”, etc.) en el que la mayoría de foros de Internet están más avanzados que la prensa.
Pero también puede darse importancia y visibilidad a un sistema clásico de cartas al director. En cualquier caso, una función intelectual democrática sería una que sea consciente de que siempre puede ser cuestionada por cualquiera que tenga un argumento diferente. Quizá sería una forma de acercarnos a ese pensamiento colectivo del que habla Pereda. Ella (mujer opinando entre demasiados hombres) utiliza en este caso, por cierto, un tono humilde que también sería maravilloso que cundiera entre los llamados intelectuales. No debemos olvidar el peligro de que la función intelectual siga siendo portavoz del patriarcado. Aún hoy (y este debate no se libra) esa voz la encarnan muy mayoritariamente hombres que suelen invisibilizar o menospreciar la palabra de las mujeres, tal como ya señalaba Celia Amorós, o como no deja de denunciarlo la asociación Clásicas y Modernas en España. Esta situación incide en que el estilo de los debates suele ser el del “machismo discursivo”, en palabras de Diego Gambetta, en el cual uno ya sabe todo de antemano y ceder en algo no es más que un síntoma de debilidad. Así, apenas hay un verdadero diálogo.
Otra pregunta posible para hacerse antes de escribir podría ser: ¿lo que escribo refuerza la capacidad crítica de quien me lee? ¿Potencia su propio pensamiento, o más bien le prescribe lo que debe pensar? Dicen algunos filósofos, como Cornelius Castoriadis, que la democracia solo es posible con personas que puedan pensar libre y críticamente, personas autónomas. Para ello ayudan mucho las herramientas críticas de cada momento. Estas herramientas pueden estar en muchos lugares: en las ciencias, en el arte que ayuda a imaginar o a mirar desde otro sitio, o en los saberes culturales acumulados de que habla Bernárdez. Uno de estos lugares, que creemos muy importante hoy día, es el ámbito de la teoría crítica.
La teoría crítica nos permite interpretar la producción cultural, y la propia realidad representada, después de leer y entender las teorías de pensadorxs de diversas disciplinas. Es decir, para comprender cuáles son los sentidos posibles de una novela, qué hay detrás de un spot de campaña, o por qué hoy en día se dice emprendedor en lugar de “empresario”, usamos conceptos que vienen de la filosofía y reflexionamos desde ellos. Pensamos que la producción cultural siempre está relacionada con el ámbito político de alguna manera. No es nada nuevo, en 1937 Max Horkheimer escribió Teoría tradicional y teoría crítica dejando clara esta conexión, y por aquella época era el tipo de análisis cultural que escribía Walter Benjamin (1892-1940) en sus maravillosos y complejos artículos. Fue la Escuela de Fráncfort tras la Segunda Guerra Mundial la que le dio la categoría académica que llegó a los Estados Unidos sobre los años sesenta, cuando en ese país las luchas por los derechos civiles se generalizaron y entraron en la universidad.
Esta teoría crítica se está extendiendo cada vez más en España y es fantástico que así sea, precisamente porque trae unas herramientas de pensamiento muy potentes. Pero, pensamos, también tiene sus peligros. Distinguimos al menos uno: los palabros. Los palabros serían conceptos que se inventan lxs teóricxs y que son muy útiles para pensar, pero que, especialmente en un ámbito público, pueden usarse para ejercer violencia simbólica. Vaya, he aquí un palabro. Sería por ejemplo, según el sociólogo Pierre Bourdieu, un lenguaje o una práctica que hace sentir inferior a quien la ve o escucha sin entenderla, creyendo que debería adoptarla para ser culto, cuando en realidad esa persona lo más probable es que tenga muchos otros saberes, mucha otra cultura que simplemente se expresa con otro lenguaje. Por aludir a uno de los probables intelectuales célebres de los próximos tiempos, la violencia simbólica explica cómo puede sentirse mucha gente al leer ciertos tuits de Íñigo Errejón. Su vocabulario de teoría política, usado en el espacio público, refuerza la distinción entre “el intelectual”, “el que sabe” y lxs demás. Claro que no todo el mundo se siente intimidado, como ocurrió con el caso famoso del núcleo irradiador. La burla y la risa son una defensa efectiva ante la violencia simbólica, pero no logran que nos apropiemos de esas herramientas, de esos conceptos tan potentes. Más bien incitan a alejarse de ellos. Por ello, creemos, es mejor que quien los use trate no solo de mencionar las fuentes, sino sobre todo de explicarlos, es decir, de liberar el código, aun sabiendo que la explicación no será académicamente impoluta ni incuestionable. Es algo que ya se está intentando, sea desde la prensa digital en blogs colectivos como Interferencias, o desde el estudio crítico y creativo de la cultura que hace Remedios Zafra. Sabemos que citar nombres reputados también puede ejercer violencia simbólica, pero no tenemos una propuesta sólida para minimizarla sin plagiar o parecer paternalistas, salvo quizá el cuadro que hay al final de este texto. Se admiten más sugerencias.
El uso de palabros forma parte de un lenguaje académico que también tiene otro problema: suele ser tremendamente aburrido. El mundo del periodismo sabe bien de esto, acostumbrado a escribir y editar para que las cosas se entiendan e interesen a la mayoría. Por ello creemos en la fuerza de esa crítica cultural de la que habla Faber como alianza entre académicos y periodistas, para la cual consideramos necesario añadir a lxs lectoresxs.
En resumen, a partir de una nueva alianza entre quienes ejercen la función intelectual, quienes la leen y quienes la publican, podrían ponerse en marcha una serie de auto-normas mínimas sobre cómo escribir que prevengan del abuso de poder y de la violencia simbólica del antaño Intelectual, y de la propia institución universitaria. Mediante mecanismos para hacerlas cumplir, las nuevas aportaciones al espacio público se basarían más en el trabajo y el diálogo horizontal y serían más cuestionables y entendibles, a la vez que críticas con el patriarcado. Quizá así lograríamos trasladar herramientas mucho más útiles para la sociedad y lograr que, en definitiva, esta función intelectual, en el tiempo nuevo que parece abrirse, sea la propia de una verdadera democracia. Pero, claro, todo esto puede ser ampliamente cuestionado y complementado. Ojalá que así sea.
Notas:
(1) Para intentar que el artículo sea inclusivo en cuestión de género, hemos decidido usar a veces la “x” en lugar de “a” y “o”, como es cada vez más habitual entre los movimientos sociales. Sabemos que, mientras este lenguaje no sea mayoritario, puede chocar y dificultar la lectura, y por eso no abusamos de su uso. En el caso de las actividades de poder hoy mayoritariamente realizadas por hombres (políticos, magnates, intelectuales…), hemos mantenido el género masculino para marcar esta desigualdad.
Para pensar este texto nos han ayudado mucho los conceptos de poder y libertad que desarrolla Michel Foucault, por ejemplo aquí. La noción de autonomía unida a democracia sale de Cornelius Castoriadis, y esta entrevista es muy clara.
Ambos se basan en nociones de la Grecia antigua. La noción de machismo discursivo de Diego Gambetta aparece citada en La desfachatez intelectual de Sánchez-Cuenca y desarrollada en esta compilación, pero también puede consultarse rápidamente aquí. Pierre Bourdieu explica rápidamente su concepto de violencia simbólica aquí. Sobre Celia Amorós, aún sirven las Notas para una teoría nominalista del patriarcado pero también se puede acceder rápidamente a ella en esta entrevista, donde dice que “la función de la teoría feminista como toda teoría, ya lo dice su raíz griega, es ‘hacer ver’. Pero la teoría feminista tiene la particularidad de que su ‘hacer ver’ es inseparable de un irracionalizar las relaciones jerárquicas entre los sexos en multitud de ámbitos. Eso sólo se deja ver a la mirada crítica: la mirada convencional ni siquiera lo discierne”. Por último, estas ideas deben mucho a los debates en el seno de la asociación ALCESXXI, la experiencia de publicación del libro de textos La Uni en la Calle y las conversaciones con, al menos, Berta del Río, Sebastiaan Faber, Ángel Loureiro y Germán Labrador.
Poder mediático y derecho a la información veraz
01/06/2016
Javier Segura
Profesor de Historia
Toda profesión brinda un servicio social al que la ciudadanía tiene derecho y, por tanto, no puede concebirse sin una ética del bien común. La labor profesional del personal docente, por ejemplo, está directamente vinculada al derecho a la educación del alumnado, la del personal sanitario, al derecho a la salud de la población, y así, sucesivamente.
Sería grotesco pensar que los derechos a la educación y a la salud limitan la libertad de los profesionales de la educación o de la sanidad cuando, en realidad, constituyen su razón de ser.
De la misma manera, la razón de ser de la profesión periodística en una sociedad de libertades es la contribución a la formación de una opinión pública libre y plural, fundamentada en el derecho de la ciudadanía a una información veraz y contrastada. Sólo desde el ejercicio de la libertad de expresión en el marco de unos medios de comunicación libres e independientes puede garantizarse el derecho a la información veraz, principio consagrado en la Constitución española.
La principal amenaza al binomio libertad de expresión-derecho a la información veraz, sobre el que descansa la formación de una ciudadanía crítica, procede de la concentración de la propiedad de los principales medios de comunicación en colosales grupos económicos en los que, junto a los grandes grupos de comunicación que incluyen prensa, radio, televisión e Internet, participan accionistas de todos los sectores económicos, especialmente bancos y fondos de inversión, es decir, el gran capital financiero.
También actúa como un poderoso condicionante sobre dicho binomio la dependencia de los medios de comunicación de los ingresos procedentes de la publicidad de las grandes empresas anunciadoras. Así, las élites financieras, representadas en los consejos de administración de las empresas de comunicación dominantes y los grandes anunciantes establecen las líneas rojas de lo que no debe decirse en dichos medios.
Las élites empresariales que controlan y gestionan los medios de comunicación dominantes pueden tener, a veces, intereses dispares, pero coinciden en la común defensa del orden neoliberal, al estar presentes en el puente de mando de la sociedad, ocupado por las grandes empresas de capital privado. De ahí que la comunicación, tal como la conciben estas élites, tenga como función principal, en vez de informar o formar, la de convencer al conjunto de la ciudadanía de que las reglas que rigen del orden neoliberal son las que mejor pueden garantizar el interés público. Para ello, presentan la libertad de movimientos del gran capital privado para la obtención de beneficios como requisito indispensable para el progreso económico-social, y asocian el gasto público-social que financia los servicios y las prestaciones públicas a una pesada carga que impide el crecimiento económico.
De forma paralela a la defensa del orden neoliberal establecido, éstas élites empresariales ponen todo su poder mediático en orquestar campañas de hostilidad contra todo aquel que, desde el ámbito social, cultural o político, cuestione dicho orden y denuncie su naturaleza real: la subordinación de la vida social a los intereses del establishment económico y, sobre todo, financiero.
Para la consumación de esta labor los grandes grupos dominantes en el mundo de la comunicación disponen de una extensa nómina de mercenarios mediáticos que invocan el principio sagrado de la libertad de expresión para auto-arrogarse la licencia para mentir, difamar, intoxicar e, incluso, ningunear realidades «incómodas», fruto del sistema que defienden, como el crecimiento de las desigualdades sociales.
Sólo hay que asistir a la permanente campaña destructiva en contra de partidos como Podemos, Izquierda Unida, En Comú Podem, Las Mareas, Compromís-Podem, la CUP o el conjunto de agrupaciones municipales de unidad popular para percatarse de que el sinfín de acusaciones y descalificaciones vacías que conforman dicha campaña no tienen otro objeto que el de impedir la puesta en práctica de políticas alternativas al modelo neoliberal que recuperen la soberanía popular y pongan las instituciones públicas al servicio de la ciudadanía.
Este uso y abuso de la comunicación despoja a la ciudadanía del derecho a la información, principal «obstáculo» para que el poder mediático dominante de rienda suelta a «su» libertad de prensa y a «su» libertad de expresión para difundir mensajes más destinados a consumidores pasivos que a ciudadanos críticos. Además, dicho uso supone, en la práctica, una nueva forma de censura, que ya no se define por la prohibición política del acceso a la información, sino por el ocultamiento, bajo una gruesa capa de saturación informativa, de lo que haría falta saber para la formación de una toma de conciencia crítica. Esta censura atenta contra la libertad que, paradójicamente, el propio neoliberalismo ensalza como el pilar fundamental de la civilización occidental.
Vivimos tiempos de cambio. No hay derecho a que una minoría dominante empañe la noble labor del periodismo. Pero, así está el patio y ésto nos invita a preguntarnos sobre los medios de comunicación que queremos.
Nota: Me he referido sólo a los medios privados. La manipulación política de los medios públicos está en manos de auténticas delegaciones políticas del establishment neoliberal.
Elogio de la vida política activa
27/05/2016
Víctor Alonso Rocafort
Miembro del Colectivo Novecento
Es preciso descorrer el manto de indignidad que sobrevuela la vida política activa. Para ello es necesario hacer otra política, saber valorar aquella otra que va más allá de los parlamentos. Y a la vez desmontar el prejuicio contra quienes toman partido públicamente.
En primer lugar, no existe el ser objetivo y aséptico, el científico con el que soñaba Max Weber, aquel experto por encima del bien y del mal. Quien así se defina seguramente mienta, quizá sin saberlo, o sea un marciano. Tomamos partido a cada paso, en las presencias que se nombran, en las ausencias que se callan. En los conceptos, en las historias, en las perspectivas. El feminismo renovó la importancia clásica de situar los conocimientos, las opiniones, las teorías. Hay una experiencia de vida, un aprendizaje, un ojo ya educado para ver lo que le place, un oído que se ha hecho sordo a lo que no quiere escuchar.
En segundo lugar, se puede tomar partido sin necesidad de ejercer una ciudadanía activa. En un paso más allá, se puede también tomar partido, hacer política, sin acercarse a un partido. Pero no tiene por qué ser peor esto último… siempre que la libertad quede a resguardo. Lo que vale para la ciudadanía en general vale también para el intelectual, esa figura que, como muestran los artículos de esta serie, hoy se encuentra en evolución.
Hace ya algunos siglos el ideal del sabio apartado de la vida política activa que tanto gustaba al cristianismo quedó en evidencia. El descubrimiento de sucesivas obras de Cicerón fue mostrando que el autor romano, referente entonces para la Iglesia cristiana, lejos de ser un filósofo contemplativo había participado directamente de la vida política de su tiempo. Es más, había recorrido toda la carrera romana del honor que llevaba hasta el consulado, cayendo finalmente asesinado en las luchas que pondrían fin al periodo republicano. Esta experiencia política de primera mano en un tiempo en crisis le permitió profundizar en valiosas reflexiones que aún hoy tanto nos enseñan.
Podemos imaginar la sorpresa que se llevaron en la baja Edad Media, y comprender de paso su honda influencia en el Renacimiento, cuando leemos obras entonces redescubiertas de un Cicerón que se mostraba netamente como un hombre político. No tuvo la misma suerte que otros manuscritos su obra Sobre la república, encontrada en fecha tan tardía como 1819. Y sin embargo es preciso mencionarla por los razonamientos que en ella despliega el propio autor sobre su compromiso político.
A través de su alter ego en aquella obra, Escipión Emiliano, Cicerón desmonta uno por uno los argumentos tradicionales que se suelen esgrimir contra la implicación en política. Genera mucho trabajo, dicen; pero ligera es la carga para un espíritu activo y prudente. Conlleva grandes riesgos, incluso para la vida, temen; pero mejor, y de largo más emocionante, morir buscando perfeccionar la patria con tu pedacito de gloria que ser consumido por la vejez, solo, olvidado y arrugado en un rincón. Mejor no saltar a la arena pública, murmuran, pues enseguida la ingratitud, las injurias, las calumnias; pero quienes son honestos te apoyarán y, finalmente, la verdad prevalecerá.
Al calor de la crisis de la representación política, del desgarro de los viejos corsés de los partidos y del descrédito de los medios de comunicación tradicionales, nuevos políticos, con perfiles hasta hace poco inéditos, aparecen en la escena pública. Inevitablemente muchos se harán preguntas cercanas a las formuladas por Cicerón. ¿Tendré tiempo para la familia? ¿Se resentirá mi prestigio? ¿Por dónde me atacarán? ¿Aguantaré el ritmo, la presión? ¿Seré vetado o perseguido en mi trabajo? ¿Podré volver a mi vida profesional anterior? Y peor aún, dado el desprestigio actual de la política: ¿me confundirán con un oportunista, con un malvado?
A Cicerón le preocupaba que se comprendiera la política como el ámbito propicio para que florecieran los espíritus menos escrupulosos. Un espacio recorrido por ambiciones insaciables, por almas permanentemente vacías como el agujereado tonel del Gorgias platónico, donde a cada rato había que correr por agua para no perecer. Todo en esta depresiva visión parece dominarlo una ansiedad cotidiana que se hace con las entrañas, mientras los cuchillos de innúmeros enemigos, reales e imaginados, silban amenazantes alrededor.
No, la política podía llegar a ser algo más noble que todo esto, pensaba el romano.
León Battista Alberti afirmaba, ya en el Renacimiento, que al hombre de Estado le consumían aquel tipo de inquietudes persecutorias. Thomas Hobbes más adelante lo achacaría a la vanidad, ese ánimo por la preeminencia hasta en lo más pequeño que conducía al enfrentamiento e instalaba la desconfianza por doquier. Precisamente para evitar que la república cayera en poder de los malvados y los peligrosos narcisos, concluía Cicerón, había que dar ese salto a lo público. Pero, ¿qué antídotos llevar a tan incierta aventura? ¿cómo no sucumbir a pasiones tan humanas? Seguramente en estos autores también resonaban las palabras de Aristóteles en Política: ambicionar en exceso un cargo es tan perjudicial para la ciudad como rehuirlo.
En las ciudades italianas del primer humanismo se intentó otra política. Así lo cuenta en nuestros días Maurizio Viroli: hubo un tiempo en que la política republicana, aquella en la que lo honestum se imponía a lo útil, fue posible. La palabra retornaba al centro de la política mientras, a la vez, se apartaban desde la poesía y la música profanas aquellas telarañas eclesiásticas que oprimían el corazón. Un sinfín de oportunidades se presentaban para participar directamente en un mundo laico en expansión. El respeto hacia la reflexión ética, la búsqueda de la virtud, guiaba esta empresa.
No fue posible sin embargo recuperar la democracia clásica, seguramente porque nunca se pretendió.
Los cancilleres humanistas, privilegiados de su tiempo, aunaban poder político y cultural. Eran así, también, eruditos que se dedicaban a buscar obras antiguas en monasterios perdidos europeos. Es el caso paradigmático de Poggio Bracciolini, cuya recuperación de manuscritos perdidos resultó crucial. A figuras como esta debemos el poder disfrutar hoy de las obras de Quintiliano, de Lucrecio y varios discursos de Cicerón. El reto de una retórica plena de contenido ético y político —no como la vaciada y ornamental que nos legó la modernidad—, el monumental desafío de Lucrecio a los dogmas religiosos o el propio ejemplo de Cicerón para unos humanistas que se lanzaron a tratar de acompasar su vida de estudio y escritura a una carrera política apasionante, supusieron entonces cambios trascendentales.
Sin embargo en las ciudades del Renacimiento, junto a príncipes poderosos y familias aún feudales, a lo más que aspiraron estos cultivados cancilleres fue a que la palabra frenase tímidamente el vuelo de las conjuras y las dagas. No se les pasó por la cabeza aquello del reparto equitativo del poder entre la población, de la participación activa de todos más allá de las clases pudientes y los varones. Escribían a los príncipes para influir, trabajaban a menudo para oligarquías de facto y así, en realidad, la república de las letras nunca traspasó los límites de una reducida élite político-cultural.
Los sorteos y elecciones restringidas, las magistraturas pacificadoras como la del podestà, significaron modos inteligentes de arbitraje entre las disputas que desangraban sus ciudades. Se aspiraba a restaurar la política como ciencia del buen gobierno y del bien decir, como rectora del resto de las ciencias. Y poco a poco, de pensar las virtudes clásicas únicamente en torno al gobernante se pasó a repensarlas para el ciudadano, lo que fue otro gran avance: templanza, prudencia, fortaleza, justicia, magnanimidad… y como telón de fondo la diosa Fortuna desplazando al Dios providente de los cristianos.
Sí, el republicanismo de los humanistas supuso un giro importante. Estamos en la época de las grandes transformaciones y rupturas. Si nos preocupamos por ‘el bien decir’ es que estamos otorgando a la palabra un lugar central en nuestra concepción de la política. Sin embargo, como avanzaba, las posibilidades que abría la política republicana no pudieron ser aprovechadas del todo.
Pronto aparecería en aquellos entornos oligárquicos la ‘nueva política de la época’, la llamada razón de Estado, que barrería de un plumazo las pretensiones ciceronianas de un acceso honesto al mundo político. Pero eso es ya otra historia.
Cicerón nos sirve de momento para acompañar y proteger a quienes deciden mejorar la comunidad política tratando de reivindicar la honestidad frente a una visión cada vez más sórdida y descreída de la política, frente al gobierno de los corruptos. Nos permite ser capaces de elogiar la vida política activa en el siglo XXI sin aceptar el pragmatismo de la razón de Estado, con un acento ético fundamental.
Asumamos a la vez que el modelo de la élite cultural del Renacimiento no es aceptable, reconozcamos la inequidad de altavoces en el espacio público, el poder que suponen. Y aceptemos lo inevitable de tomar partido, incluso al callar. Reflexionemos sobre esta etapa que queremos dejar atrás, de desfachatez intelectual y académica, de redes de poder endogámicas en medios y universidades, de tribunas apartidistas que ayudan a sostener un régimen injusto. Pensemos si la libertad, la independencia, es compatible con lo que exigen los nuevos medios o con la implicación política directa en movimientos sociales, también en partidos. Si estos son capaces al fin de albergar la libertad de pensamiento y la pluralidad o seguiremos como hasta ahora. Pensemos en cómo hacer frente a las amenazas de acartonamiento y domesticación de las líneas políticas, de los argumentarios, de la táctica.
El objetivo primordial de un modelo de cultura popular y democrática abierto a todas y todos habría de ser la consecución de que las ciudadanas y ciudadanos sean quienes piensen críticamente y de forma autónoma, creando y haciendo política, enriqueciendo su alma con reflexiones intemporales a la vez que volcando directamente sus experiencias de vida, sin vanguardias mediadoras. La recuperación de las Humanidades, de la Filosofía, la conciencia de la necesidad de quitar toda barrera de acceso económico a la Educación Superior, va en esa línea. Acontecimientos como el 15-M mostraron por otra parte los amplios horizontes que ofrece la inteligencia colectiva.
La democracia es el régimen que desconfía de los expertos, de los filósofos reyes, de las élites culturales o científicas. Sabemos que estas se dan, actúan, también incluso a veces lo hacen paradójicamente a favor de la democracia. Pensemos en cómo atenuar esta inequidad de voces en lo público, en cómo facilitar un acceso independiente a las tribunas. Humildad y coraje intelectual, tanto para participar como para imaginar y proponer, para saber también echarse a un lado y aprender a escuchar.
Ahí creo que residen algunas de las claves a explorar.
Por un nuevo modelo educativo
27/05/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
En mi anterior intervención llamaba yo la atención del riesgo de considerar la ‘intelectualidad’ en abstracto, es decir sin atender a las relaciones sociales y la estructura social. Ahora quiero insistir en lo mismo pero prestando atención a las instituciones educativas, que son las encargadas, en gran medida, de desarrollar nuestras capacidades intelectivas, artísticas y morales.
Sin duda este tema, por su complejidad y relevancia, podría ser objeto de un Debate en exclusiva. Pero me parece interesante avanzar aquí algunas ideas al respecto, aunque sólo sea para mostrar que ha sido objeto de atención por parte de todos aquellos que han querido cambiar el mundo en una dirección progresista. Precisamente mi sindicato, Comisiones Obreras, acaba de notificarme que celebrará el próximo 1 de junio unas jornadas tituladas “Cambio de modelo productivo, cambio de modelo educativo”.
Sin ser yo mismo experto en la materia, no he tenido reparo en escribir un Documento sobre la aportación del marxismo a la teoría de la educación (que adjunto como archivo aparte), porque creo que ayudará a iluminar en alguna medida el presente Debate, y porque ilustrará al lector sobre un elemento del marxismo desconocido por el gran público.
Algunas preguntas a los intelectuales
26/05/2016
Rosa Pereda
Escritora y crítica cultural
Todavía me acuerdo del último artículo de Julián Marías en ‘El País’, de lo que pasó con él, y de sus razones fundadas para cambiarse al ‘ABC’.
Y también, del trato injustísimo que este intelectual insobornable ha recibido de mi generación -que es la de sus hijos-, salvo excepciones, como Jean-Claude del Agua, discípulo amado de Tuñón de Lara en Pau, y que fue responsable de que en la facultad (de Deusto) leyera yo a Ortega y al propio Marías Sr.
Yo creo que aquello, lo de El País, que sólo contaré bajo tortura (nada más empezar: la tortura, digo, que una no es nada heroica) era una guerra silenciosa: la constatación de un fracaso, el suyo de ellos, que no habían acabado con la dictadura, y el corte de un cordón umbilical, que sin embargo, como siempre en esa tubería filial, nos dejaba una huella: el ombligo. Que, por cierto, ahí sigue.
Que nosotros –mítico y por tanto, probablemente inexistente nosotros- nos sintiéramos un poco Adán y Eva tiene cierto sentido. Y no es mera justificación. A este país no lo reconoce ni su madre, y ya sé que cito a Alfonso Guerra. Y ya sé también que las herencias recibidas han sido siempre, hasta la caricatura, un argumento falaz. Pero también sé que el análisis de la historia, y más de la más cercana, es absolutamente necesario para entender el presente rabioso, y para construir el futuro inmediato. Y que para historias recibidas, las ha habido peores que ésta de ahora… que se las trae.
Pero también sé que no basta con diagnosticar –con todo el argumentario pro domo sua, que, si no es verdadero, es útil- ni con construir el grupo afín, y los medios que lo potencien, que es de lo que se trata ahora: una generación que merece e intenta tomar el relevo. Pero, tratándose de intelectuales, y tratándose de la vida social (y no hay otra), a lo mejor conviene también teorizar algo en positivo.
Quiero decir: en proyecto, en posibles, en futuro. Porque me da la impresión de que los intelectuales no se construyen sólo a base de poder y conseguirlo, sino, precisamente, a base de opciones, de líneas de pensamiento, de análisis de la realidad, de proyecto y objetivos. De marcar la diferencia.
Para eso me temo que hay que hacerse algunas preguntas. Y lo que es peor, tratar de responderlas. Y que hay algunas que, si no están formuladas antes, malamente se podrá responder a otras, como el papel de los intelectuales. Porque: intelectuales, ¿para qué? Pues como la libertad: para el bien.
Pregunto si el intelectual es, como se viene diciendo, un creador de opinión. Para mí, más bien, un generador de conocimientos. Uno que pone en relación, desde distintas disciplinas, el presente concreto con dos cosas: una concepción del mundo, y unos objetivos de futuro. Es decir: con diagnósticos y valores, pero también con proyectos. Que qué graciosa, ¿no? Pues sí. Así de graciosa. Aunque adoro, y no desprecio en absoluto, el ‘agitprop’, y aunque creo que forma parte del rol del intelectual en determinadas circunstancias –a veces, tan irredento como Bertrand Russell, del que me pediría media docena ya mismo, que falta nos hace-, creo que hay una tarea de fondo, esa de las grandes preguntas del presente, que no las hacéis vosotros: que nos las hace el mundo mismo. La sociedad misma.
El mal. Y el dolor. La realidad nos golpea incesante hasta el asco. La política hace sus jueguitos y sus números. ¿Los intelectuales? Si en algún momento supieron abstraer y marcar rayas éticas –los universales derechos humanos, por ejemplo- ahora no están. Ni se les espera. ¿O si? Al margen de la reflexión metafísica, que también es pertinente (la realidad es la realidad) el mal supone victimarios y víctimas. El crecimiento y acercamiento, mediático o no, de las víctimas; la necesidad de escuchar su voz: ¿supone la elaboración de una nueva epistemología, de un nuevo código moral, de un nuevo imperativo categórico? Claro que me refiero a Adorno. Y sí. Creo que lo exige. Y que –por lo de mediático- esa toma en cuenta de los testimonios, de las verdades de las víctimas como parte integrante del análisis, ha de encontrar su manera. Que sepa qué hacer con los cambios de temperatura emocional y pseudorracional que, sabemos, producen los media. Del intelectual exigiría el paso más allá. En dirección a la dichosa (infeliz!) verdad.
La desigualdad. Más allá de la injusticia cósmica –más allá de la desgracia- hay, lo sabemos y vivimos con ellas, desigualdades inducidas. Yo creo que los intelectuales están para ir un paso más allá que los economistas y los políticos. Es decir: para deconstruir sus lógicas, para introducir variantes al margen del máximo beneficio. Variantes que forman parte de la realidad –como la avaricia de los mercados, como los propios sistemas de producción, como los mecanismos especulativos del sistema- pero que no están presentes en los análisis, que separan la economía de la nevera (léase, por ejemplo, pensiones) de la de los dormitorios principales y el conjunto de la casa…
Yo creo que la desigualdad flagrante y creciente está preguntando a gritos a los intelectuales. Y, entre las desigualdades, transversal de un modo, pero paralela de otro, no se me olvida la desigualdad de la mayoría: la de las mujeres. También reclama de los intelectuales una respuesta, que, por otra parte, también tiene tradición. Y que no sólo corresponde a las mujeres pensantes, aunque sean ellas las más interesadas, o al menos, las que están hincando el codo, con sanas excepciones como el maestro Bourdieu: forma parte de una reflexión general. Sin la que poco se puede pensar. Ni esto, ni lo demás.
Y, aunque el maltrato a las mujeres sea transversal a las clases, no soy capaz de separarlo del tema de la pobreza y la explotación. (Por cierto, y entre paréntesis, el rol y trato a las mujeres intelectuales también es otra pregunta que yo me haría).
La violencia y la paz. Están pidiendo a gritos, y a todos los niveles, una reflexión de nuevo cuño. Pasado el sueño de la pax perpetua, inmersos como estamos en varias guerras, frías para algunos, calientes y mortales para tantos, el tema de la guerra y las violencias exige una atención yo diría que prioritaria. Es cierto que hay demasiados prejuicios e ideas recibidas, que van con los paquetes ideológicos que cada quien lleva en la mochila. Pero un esfuerzo de limpieza y mirada al futuro creo que debe estar en la agenda de los y las intelectuales de este país. Y de los demás. Es tan urgente como la inminencia bélica, así, en casa, que mi piel me avisa un día sí y otro también. Y creo que son los intelectuales los que tienen que desbrozar lo que toca a los mercados, a los centros incontrolados de decisión, a los Estados (controlados o al menos formalmente controlables), a las religiones, a las tecnologías. Y la elaboración de un proyecto racional de paz. Justa. Duradera.
¿Y la cultura? Creo que el papel de la cultura se relaciona íntimamente con todo lo anterior, aunque añade algo, que es otra pregunta, y que tiene que ver con el fenómeno de la creación. Y por tanto, de la libertad. Las preguntas de la cultura (del mundo de la cultura, se dice, separándolo tan inútil como frívolamente del mundo en general) no se reducen al 21% de IVA, ni a las agresiones en materia económica y de derechos que ha sufrido últimamente. Pero el papel de la cultura, su necesidad y excepcionalidad, si es que la tiene –y yo creo que las tiene, necesidad y excepcionalidad-, deben formar parte de esa reflexión intelectual, de esas respuestas que los intelectuales tienen que pensar y formular: ahí se darán respuestas a los hechos concretos que la inquina anticultural de la derecha ha puesto, casi como monotema, en nuestras agendas. Porque en la cultura está, desde mi punto de vista, el mejor modo de ir articulando, cambiando, y mejorando, la vida social. Una articulación que sólo respira en la libertad, y que, por su propia finalidad colectiva, necesita de su enraizamiento en lo público. El papel del Estado democrático en ese enraizamiento es, desde luego, una pregunta fundamental. Y también, las respuestas dependerán del modelo de mundo, del modelo de sociedad. Es más: formarán parte muy fundamental del diseño de ese modelo. Querámoslo o no.
Estos bloques de preguntas, que obviamente no agotan la gran interrogación que el mundo hace a los intelectuales, no son sólo filosóficas, pero tampoco son sólo técnicas. Y justo en ese terreno que convoca a la filosofía y no se olvida de lo técnico y científico, y justamente para ponerlas en relación, y con el proyecto social bien expreso, es donde se me ocurre que está el sitio del intelectual. Sea lo que sea eso. Pero de algo estoy segura: malamente se piensa de uno en uno.
Malamente se piensa sin una base, en la que la universidad está de pleno derecho. Pero no podemos confundir la universidad con la carrera académica. Y ésta, parece, es una tentación muy de nuestros días. Criticarla –someterla a análisis- es tema de otro momento. Y seguramente, de otras personas, que yo soy sólo una periodista y, finalmente, una groupie de lo que me ha tocado vivir. Las preguntas están ahí.
La nostalgia del intelectual público
25/05/2016
Emmanuel Rodríguez
Sociólogo e historiador
Tras el 15-M, el reto actual y futuro consiste en construir algo que quizás no exista desde los tiempos de la República, un debate de ideas rico y plural.
¿Se puede sentir morriña por esa figura intelectual cuyas obras y opiniones son reconocidas como de importancia pública, tan relevantes que resultan imprescindibles? Se puede, y de forma muy legítima, si aquello a lo que nos referimos corresponde con debates de cierta altura sobre distintas materias: política, crítica cultural, economía. No obstante, si la nostalgia es el anhelo de un pasado que nunca existió, esta parece ser el afecto adecuado para todo lo referido al debate intelectual en España.
Cuando aquí se piensa en algo así como un intelectual, la imagen más corriente nos remite automáticamente a algunas grandes figuras: Savater, Cercas, Marías, Sánchez Dragó… Se trata, sin duda, de personajes variopintos, algunos gustarán más o menos, tendrán peores o mejores cualidades, pero lo que les hace públicos no depende tanto de su calidad y sus méritos como de otra cosa. En España la sobreexposición mediática ha descansado históricamente en la cercanía a esa sustancia viscosa a la que debemos dar el nombre de poder. Obvio, cuando hoy alguien reivindica la figura del intelectual público, denuncia su ausencia y reclama su existencia, conviene tener prevención, no vaya a ser que lo que realmente quiera es ocupar ese mismo lugar “de poder” cuya falta reivindica.
El problema para estos nostálgicos está en que seguramente estamos condenados a vivir sin intelectuales, al menos sin esos ‘viejos intelectuales de poder’ que en España han conformado la ‘intelectualidad oficialmente existente’. La razón es doble. De una parte, el intelectual público ha perdido relevancia y legitimidad en toda Europa. Quizás Raymond Aron, el inseparable asesor de De Gaulle, fue el último gran ‘intelectual político’ de la nación de los intelectuales, Francia. Su paso a la historia quedó, sin embargo, arrinconado a un pie de página tras la revolución en el pensamiento que acompañó a los agitados años sesenta y setenta. Aquella ola intelectual nos dejó tantos y tantas ilustres que casi resultan innumerables: Deleuze, Foucault, Irigaray, Bourdieu, Badiou, Althusser, Poulantzas, Balibar, etc. Cuando en los años ochenta, la reacción ‘postmo’ y conservadora trató de construir nuevas figuras intelectuales con Furet y los nuevos filósofos (Glucksmann, Bernard-Henri Lévy) a la cabeza, sencillamente ya no resultó posible. Entre los primeros, teóricos de una nueva época y militantes conectados a distintos movimientos, y los segundos que cabalgaron la ola de la contrarrevolución socioliberal de la mano de Mitterrand y los grandes medios de comunicación, sencillamente no había escala de comparación posible.
En otras palabras, desde los años ochenta, en las democracias liberales existen ‘think tanks’, periodistas políticos e intelectuales periodistas. Existen también emuladores de los viejos intelectuales, académicos con pretensiones y un largo etcétera de expertos de las más variadas materias. Pero la figura del intelectual con su aura de prestigio intocable, su omnipresencia en medios y librerías y su vocación de ‘todólogo’, o cuando menos de ‘esenciólogo’, ha pasado a la historia. Las sociedades actuales están mucho menos “intelectualizadas” y son menos respetuosas con estas viejas figuras prestigiadas; quizás sean más democráticas. El propio ámbito de los “altos saberes”, un mercado mucho más global y una fragmentación de los medios de comunicación, esto es, una competencia mucho más fuerte, ha hecho que las estrellas locales brillen menos y se hagan demasiado pequeñas como para sostener con legitimidad sus pretensiones de influencia y poder.
De otra parte, hay un segundo grupo de razones de carácter propiamente provinciano. En España, la figura del intelectual público parece corresponder con una única generación, la de la Transición, y hasta no hace mucho con un sólo perfil cultural, lo que por simplificar llamamos el viejo ‘progrerío’; y esto aun cuando en los últimos años hayan sido muchos los trasvases al otro lado del “mismo” espectro ideológico.
Miren a su alrededor, revisen las firmas conocidas y verán que esta ley tiene un carácter casi universal, al menos hasta mediados de los dos mil. Se trata de un fenómeno que tiene una explicación sencilla: el franquismo y su cultura de Estado no podía ser la cultura de la democracia. Cuando el franquismo cayó, la cultura oficial fue roturada y colonizada como tierra virgen por una nueva generación de ‘intelectuales de izquierda’. Provechosamente instalados, aprovechados por trece años de socialismo y promocionados por otros treinta de hegemonía periodística de PRISA, esta generación ocupó la esfera pública, el saber instituido, la opinología común, el establishment cultural, como probablemente ninguna otra generación en la historia del país. Al decir esto, conviene reconocer que estos intelectuales mainstream no fueron las únicas figuras intelectuales disponibles. Hubo alternativas, una plétora de otros posibles, que precisamente por su rechazo o su impericia para desarrollar una “carrera intelectual” quedaron en los márgenes de la intelectualidad oficial.
Pero volviendo a nuestro asunto: el intelectual público es una especie particular de intelectual. Forma parte de las élites de Estado, pertenece a ese plantel de figuras de la ‘cultura, la academia y el periodismo’ que al lado de la clase política constituyen las élites de Estado, aquellas que determinan lo que en un país es oficial y lo que no. La única posibilidad de existencia de esta figura intelectual está en el circuito cerrado de estas élites; y cuanto más cerrado sea este circuito más relevancia adquiere. En cambio, en las sociedades pluralistas, donde no se ha impuesto una hegemonía monolítica en torno a los poderes del Estado, existen intelectuales “públicos”, pero también contraintelectuales: fuerzas que chocan en el terreno de las ideas, que discuten, se rebaten y se rehacen en cada choque y que en ese juego impiden la imposición de esos “todologos” reconocidos y reverenciados.
El 15-M abrió algo novedoso en España: una era de pluralismo político real. Lo hizo de una forma irreversible y con ‘medios intelectuales’ más bien parcos. Seguramente las generaciones actuales no tengan ni la formación, ni las pretensiones, ni siquiera la capacidad de generar debates de la misma estatura (tampoco muy alta por cierto) que aquellos que se produjeron fundamentalmente antes de la Transición. Pero no se trata de eso. No pretendemos sustituir a unos intelectuales por otros.
No queremos apañar los mecanismos del escacharrado aplaudómetro público para hacer entrar en el redil de las élites oficiales a un puñado de “jóvenes” promesas. A partir de estos años, nuestro reto consistirá en construir algo que quizás no exista desde los tiempos de la República, un debate intelectual rico y plural. Para desgracia de los ambiciosos de reconocimiento y de los alpinistas de la cultura, este debate no se producirá entre un puñado de figuras reconocidas y prestigiadas, sino en el océano abierto de una sociedad que aspira a ser democrática.
Bienvenidos a una sociedad pluralista, también en el terreno de las ideas.
El ocaso de una dictadura mediática
23/05/2016
Carlos Fernández Liria
Profesor de Filosofía en la UCM
Cuando se habla de ‘régimen del 78’ muchos intelectuales mediáticos se rasgan las vestiduras, como si se tratara de una fórmula populista y demagógica propia de una impresentable extrema izquierda marginal y exagerada. Con tanto aspaviento lo que se ha logrado durante estos últimos cuarenta años es hurtar un necesario debate sobre la libertad de expresión y su papel en el orden constitucional.
Se escamotea el hecho indudable de que nuestra supuesta democracia parlamentaria ha venido acompañada de una dictadura mediática estremecedora. Es verdad que ha habido excepciones, pero también las hubo, todo hay que decirlo, durante el franquismo. Sorteando la censura franquista se escribieron muchas novelas excelentes, nada complacientes con el régimen, se publicaron revistas que hoy serían consideradas de extrema izquierda (como Triunfo o Por favor), se hicieron centenares de películas impresionantes con las que muchos de nosotros aprendimos desde niños a odiar la dictadura. ¿Mejoraron las cosas con la llegada de la llamada democracia? En algunos aspectos, pienso que empeoraron y mucho. Una ley de censura se puede sortear. Lo que se llamó luego “libertad de expresión” o “libertad de prensa” era, en cambio, una fortaleza inexpugnable.
En este país nos hemos pasado cuarenta años llamando libertad de prensa a la dictadura de tres o cuatro oligopolios mediáticos. Se ha hablado, incluso, de que los medios de comunicación eran el cuarto poder del Estado de Derecho, un cuarto pilar del orden constitucional que se sumaba al Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Sin embargo, como bien ha señalado a menudo Pascual Serrano, los medios de comunicación han sido el único poder de nuestra sociedad que no ha tenido contrapeso.
El gobierno tiene un contrapoder en la oposición. El empresario, en los sindicatos. El poder ejecutivo, el legislativo y el judicial se limitan mutuamente y se obligan a ceñirse a la Constitución. Pero el poder que tienen los medios de comunicación para apropiarse del uso de la palabra en el espacio público carece por completo de contrapeso. Esto ha hecho que ciertas mentiras sean imposibles de combatir. ¿Cuáles? Todas aquellas que convengan en general a los grandes consorcios empresariales de la prensa privada. Y son muchas las mentiras en las que los oligopolios mediáticos no tienen interés en llevarse la contraria, pues las grandes empresas, por mucho que compitan entre sí, no dejan por ello de ser lo que son: grandes empresas.
¿Cómo se logra este efecto sin ejercer la censura? Con otra forma de censura, que se llama paro y despido. Lo he dicho muchas veces: durante cuarenta años de democracia se ha ejercido una censura brutal y salvaje, consistente sencillamente en no contratar a quien no comulgaba a priori con la línea editorial o mediática de los poderes fácticos. Y en despedir a quien se salía de la norma establecida. Se puede decir que los medios de comunicación pasaron así de la esclavitud y la servidumbre feudal al capitalismo salvaje.
Los amos ya no tienen que obligarte a nada porque, ahora, o tragas con lo que hay o te quedas en el paro. Esta alternativa fatal te puede llevar a trabajar en Telepizza o en El País, pero la lógica es la misma. Que un periodista de El País o de El Mundo pretenda que es independiente diciendo -como una vez me dijo uno de ellos- que “a mí nunca me han llamado para decirme lo que tengo que decir”, raya en el sarcasmo, porque es bien claro que ese sujeto ha sido contratado precisamente porque no hacía falta llamarle para que supiera muy bien lo que tiene que decir.
Esta falta de contrapeso y esta amenaza de censura totalitaria (pues aquí sí que es o todo o nada), ha hecho que, durante cuarenta años de supuesta democracia, hayamos asistido a un monopolio del derecho a mentir estremecedor. Pero lo peor es que esta modalidad de censura, al contrario que la franquista, se disfraza muy exitosamente de libertad de expresión. Es por esto por lo que periódicos como El País son tan infinitamente abyectos, mucho más aún que la vieja censura franquista.
Afortunadamente, asistimos cada vez más al ocaso de esta dictadura mediática. La razón es muy simple (y explica tantos espumarajos de rabia por parte de nuestros inetelectuales más mediáticos): la prensa escrita cada vez tiene menos poder y los medios de comunicación de masas tienen, ahora, que competir con Internet. De pronto, resulta que se han quedado con la escopeta del abuelo y cuanto más la monopolizan, más se queda desfasada. Eso es indudable y, sin duda, ha cambiado por completo el panorama.
Sin embargo, por mi parte (ya lo he dicho muchas veces), no creo mucho en que esta sea la definitiva y la única solución. La escopeta del abuelo, puede quedarse anticuada, pero sigue matando. Las redes sociales y la comunicación en Internet han cambiado por completo la correlación de fuerzas, eso es indudable. Han inutilizado (relativamente) una institución totalitaria, pero no han puesto en su lugar una nueva institución. Habrá, sin duda, quien considere que esto es una virtud. Yo no. Sigo pensando que no hay que renunciar a lo que he defendido tantas veces: estatalizar la prensa.
Ya sé que es una fórmula que provoca cierto rechazo, pero se puede explicar. Se trata simplemente de instituir la independencia profesional del periodista, del mismo modo que los profesores tienen libertad de cátedra y los jueces tienen blindado el ejercicio libre de su función. En el terreno de la enseñanza, la libertad de cátedra termina en el ámbito de la enseñanza privada, donde un profesor puede ser despedido por no ceñirse a los dictados de la empresa que le contrató. En el ámbito de la Justicia se consideraría obviamente una catástrofe que los jueces pudieran ser cesados por dictar sentencias que no convinieran a determinados grupos empresariales. En ambos casos la libertad de cátedra y la independencia judicial se soportan en el carácter estatal de dichas instituciones.
Por contraste -y esto demuestra lo mucho que nos han comido el coco al respecto- la idea de estatalizar la prensa se considera siempre una extravagante ocurrencia totalitaria. Se confunde aquí muy interesadamente la idea de una prensa estatal con la de una prensa gubernamental. Es tan absurdo como decir que la enseñanza pública es gubernamental o que es una ocurrencia totalitaria. Lo mismo que sería pretender que, como siempre se corre el peligro de que el gobierno manipule el poder judicial, lo mejor sería… ¿qué? ¿una justicia privada? Una prensa privada es tan incompatible con la libertad de expresión como una justicia privada sería incompatible con la justicia.
Los periodistas deberían acceder a los medios de producción de información y comunicación a través de un sistema de oposiciones, con tribunales que juzgaran en sesión pública según baremos aprobados por el poder legislativo. Deberían poder ejercer su función sin temor al despido, por periodos también acordados por la ley. De este modo, habría tanta libertad de prensa como libertad de cátedra en la enseñanza pública. En la situación actual, hay tanta de la primera como de la segunda en la enseñanza privada: ninguna. Los profesores de la enseñanza privada saben perfectamente que no pueden mantener su trabajo más que adecuándose a las exigencias ideológicas de la empresa que los contrató. Lo mismo ocurre con los periodistas y con ese ejército de intelectuales tan queridos por nuestros medios de comunicación.
Zarzalejos: invitación rechazada
19/05/2016
Ignacio Sánchez-Cuenca
Profesor de Ciencias Políticas de la Carlos III y consejero editorial de CTXT
Hace un par de semanas, José Antonio Zarzalejos escribió un artículo en el que criticaba mi libro ‘La desfachatez intelectual’. En dicha crítica deslizaba afirmaciones inexactas que eran irrelevantes para la cuestión que se ventilaba y que además deformaban algunos datos sobre quien esto escribe.
Llamé la atención sobre todo ello en un artículo en el que evité cualquier referencia personal y traté de centrar el debate en otros asuntos, pero veo que no ha servido de nada. En dicho artículo invitaba a Zarzalejos a debatir sustantivamente sobre los asuntos en los que no estamos de acuerdo, como las tesis de Antonio Muñoz Molina sobre la crisis económica y política de España o la aproximación moralista a la cuestión del terrorismo. Se nota que Zarzalejos no está acostumbrado al intercambio de opiniones y menos aún a que le lleven la contraria. En lugar de entrar en materia, ha preferido, en un segundo artículo, perderse en supuestas ofensas. El tono ofendido está fuera de lugar, pues no incluí ataque u ofensa alguna a su persona.
No sé muy bien hasta dónde llega la paciencia de los lectores, pero considero necesario llamar la atención sobre algunos de los trucos que emplea Zarzalejos.
En primer lugar, resulta muy llamativo que, en su segundo artículo, Zarzalejos no incluya un vínculo a mi respuesta ni indique en qué medio ni cuándo apareció este. De esta manera, el lector de El Confidencial solo puede leer las críticas de Zarzalejos y no mi respuesta. Supongo que este proceder revela la manera en la que el periodista concibe un debate: hurtar a los lectores la mitad del mismo.
En segundo lugar, Zarzalejos se resiste a reconocer un error o un exceso, algo que ya señalé como rasgo típico de nuestra esfera pública en La desfachatez intelectual. Zarzalejos afirmó que yo soy un intelectual orgánico del zapaterismo y se hizo eco de habladurías según las cuales yo estuve asesorando al presidente Zapatero e inspiré la Ley de memoria histórica. Le indiqué en mi artículo que esto último es radicalmente falso. Sobre la acusación de intelectual orgánico le proporcioné algunos datos, incluyendo un libro mío sobre la etapa de gobierno socialista entre 2004 y 2011, así como le mostré opiniones que he defendido durante muchos años y que son contrarias al ideario del PSOE, pero Zarzalejos, lejos de rectificar, vuelve a insistir sobre ello. En países con un debate público más riguroso que el nuestro este tipo de actuaciones no resultan admisibles.
En tercer lugar, la respuesta de Zarzalejos se basa en una equivocación elemental entre crítica a las opiniones y ataque a la persona. Las opiniones, tesis y argumentos que alguien defiende se exponen a una crítica inmisericorde por parte de los demás. Yo he sometido a una crítica muy dura, por ejemplo, las tesis de Muñoz Molina expuestas en su libro Todo lo que era sólido. Pero eso no tiene nada que ver con un ataque personal a Muñoz Molina. He procurado desligar en todo momento la crítica a las opiniones de los ataques personales. En este sentido, Zarzalejos sigue sin proporcionar un solo ejemplo de ofensa personal o argumentos ad hominem. Menciona juicios míos muy críticos con ideas ajenas, pero creo que en ese terreno no debe haber límites. El problema es cuando alguien pasa la frontera y atribuye las posiciones de su rival a intereses espurios, a complicidades innombrables, a motivaciones ocultas, entrando en el juicio de intenciones y en la ofensa personal, como hizo el propio Zarzalejos en su artículo inicial o Jon Juaristi en un artículo cargado de acusaciones personales e insultos contra mí.
En cuarto lugar, Zarzalejos se escandaliza ante algunas opiniones mías en La desfachatez intelectual, pero no aporta argumentos o razonamientos para refutarlas. Simplemente se lamenta de que se me ocurra criticar las ideas de ciertas figuras consagradas. No se atreve a entrar en el debate que le proponía. Por ejemplo, le ofrecía entrar a debatir sobre el libro de Muñoz Molina, sobre los múltiples errores de hecho que contiene y sobre el sentido de las tesis más generales que defiende. Pero Zarzalejos parece pensar que estos autores, que tanto le impresionan, son intocables y, en lugar de entrar en materia, prefiere lanzar críticas ad hominem que además son falsas.
Los dos artículos de Zarzalejos son un reflejo fiel de su falta de voluntad para llevar a cabo un intercambio de opiniones y razones que no degenere en el ataque personal y en la indignación quejumbrosa. Por desgracia, esa actitud de Zarzalejos está muy extendida en nuestra clase intelectual y periodística, como queda reflejado en la pobreza de nuestro debate público. Zarzalejos ha preferido rechazar la invitación que le cursé a debatir sobre cuestiones sustantivas, optando por una respuesta huérfana de contenido y muy cargada de retórica. Una pena.
“Ya jode tanto pan y queso”. Las intelectuales y la maternidad
17/05/2016
Noelia Adánez
Miembro del Colectivo Contratiempo y Teatro del Barrio
Con su artículo ‘Una madre poco ejemplar’, Elvira Lindo -según su propia afirmación- no pretende presentar su maternidad o la de las mujeres de su generación como ejemplo. Más bien aspira a señalar que caen en un error las mujeres que hacen de la maternidad (no sabemos si por un tiempo o indefinidamente) la principal actividad en sus vidas. Lo que -según comenta Elvira Lindo- es la “teoría en boga”.
Tal y como lo expresa puede parecer que las mujeres nos hemos entregado, ciegamente y en masa, a esta “teoría en boga”, que nos hace renunciar a cualquier otra forma de vida al margen de nuestra condición de madres. Lo que, de paso, nos confina al ámbito de lo doméstico. No creo que Elvira Lindo piense tal cosa, pero sí puede llegar a desprenderse de la lectura de su artículo. Lo mismo que la idea de que mientras el trabajo productivo -fuera del hogar- nos libera, el reproductivo -dentro del hogar- nos esclaviza. Al abrazar esta falaz teoría y consiguiente estilo de vida -parece decirnos la autora- renunciamos a vivir nuestra maternidad como lo que es: un acontecimiento natural; para convertirla en lo que no es: un acontecimiento histórico.
No es mi intención simplificar el contenido del artículo. Más allá de lo dicho, y del comentario de un libro que la autora toma como referencia para defender su visión de la maternidad (libro que confieso no haber leído y de cuyo interés no dudo en absoluto), no creo que contenga mucha más información. Ya sabemos que una columna o artículo desarrolla un argumento en un espacio muy limitado, y nadie espera un análisis extenso o pormenorizado, ni siquiera riguroso y mucho menos erudito. Pero sí quizá un comentario, un punto de vista, un desarrollo discursivo mínimo que nos haga pensar por un momento sobre algo que no habíamos pensado nunca antes.
Es un ejercicio de responsabilidad necesario, cuando se habla de experiencias propias y ajenas, no reducir las segundas a una simplificación forzada que libera a quien la acomete de la tarea de justificar lo que hace pasar por evidencia. Da la sensación de que a veces no es preciso profundizar en los argumentos, de tan obvios que son. Y así expuestos, con simpleza y “claridad”, se dirigen a las lectoras con el ánimo de confrontarlas con lo que es de sentido común, cuando a menudo se trata de una afirmación no solo desatinada, sino carente por completo de fundamento. Del artículo que comento quizá la afirmación más chocante, por los motivos que acabo de exponer, es la de que la maternidad es un hecho natural. Afirmación que a buen seguro Elvira Lindo no cree a pies juntillas, pero sobre cuya utilización en el texto conviene en todo caso reflexionar.
Tener un hijo no es un acontecimiento histórico. Claro que no. Pero la maternidad, es decir, el conjunto de actitudes disponibles con las que en una determinada sociedad los seres humanos encaramos el nacimiento de nuestros hijos e hijas sí es un fenómeno histórico o, dicho de otro modo, social y cultural. Sucedería lo mismo, por ejemplo, con la muerte. El libro que Elvira Lindo reseña viene de algún modo a confirmar esto mismo: la historicidad de la maternidad así como del resto de experiencias de vida.
Ni siquiera, por otra parte y hablando de tener hijos, el hecho de traerlos al mundo puede ya considerarse natural más allá de su insoslayable componente biológico. Está tan profundamente medicalizado que, cuando nos dicen aquello de “No te preocupes, esto es todo natural” o “Toda la vida han parido las mujeres”, es sinceramente para contestar con un exabrupto. En la actualidad, el parto está protocolizado y muy intervenido. Mientras das a luz, a la cabeza te pueden venir toda clase de ideas; ninguna de ellas, creo, evoca nada “natural”.
Todo el conjunto de atavismos que acompañan en el imaginario colectivo este fenómeno tiene una procedencia cultural, y en esa clave lo reproducimos en nuestras conciencias. Quizá la seña de identidad más palpable de estos atavismos sea la que nos obliga, machaconamente, a tomar el parto como un hecho natural del que participamos tan pasivamente como nos depare el destino. A pesar de que sabemos que el destino se aproxima y se aleja a capricho de la biopolítica… Una cosa: hablamos de salud reproductiva, pero si lo estuviéramos haciendo de salud sexual, no nos quepa duda, seríamos mucho más audaces. Es mucho mayor el camino andado por las mujeres respecto de la segunda cuestión que de la primera. ¿Un efecto no querido del movimiento de liberación sexual?
Las distintas opciones que se despliegan frente a una mujer de generaciones posteriores a la de Elvira Lindo en cuanto al modo de vivir y afrontar la maternidad pueden no ser la mismas que ella tuvo o tiene ante sí. La autora señala que en los ochenta se criaba en un ambiente más relajado. Parece que en los noventa y en las primeras décadas del siglo XXI las mujeres estamos más tensas. Seguramente es cierto. Lo estamos. Pero no porque hayamos decidido asumir una “teoría en boga”, sino porque nos corresponde vivir nuestras respectivas maternidades en un momento en el que:
.-Se desmorona el mundo del trabajo sin que las mujeres hayamos terminado de conquistar plenamente este espacio en igualdad de condiciones con los hombres (diferencia en los índices de ocupación, brecha salarial, techo de cristal, feminización de la precariedad laboral, etc).
.-Razón por la cual tenemos hijos más tarde: según el INE hacia los 28,5 años en 1976 y hacia los 32,3 en 2013.
.-Se ha producido una cierta descolonización del feminismo occidental y una diversificación de tendencias dentro del mismo, de manera que la cuestión de los cuidados y el asunto de la reproducción han cobrado una nueva centralidad (ya sabemos que hay una tercera ola feminista en marcha).
De hecho, los puntos 1 y 3 tienen como efecto más o menos intencionado la incorporación a la agenda política del tema de los cuidados. No solo para exigir una mayor visibilidad de los mismos y una facilitación de la conciliación, sino también para abrir el melón del debate en torno a la retribución del trabajo reproductivo. Ninguna de estas cuestiones carece de interés. Antes al contrario. Ambas tienen un potencial de transformación especialmente deseable en un país como el nuestro, en el que -me temo- el feminismo de Estado ha impedido el desarrollo de iniciativas feministas verdaderamente radicales o, tan siquiera, la transversalización de una mirada de género en las políticas públicas. Sí. Nuestras políticas públicas son, desde una perspectiva de género, tan pacatas como intermitentes, con mayor intensidad desde la puesta en marcha de los recortes sociales que venimos padeciendo.
Las mujeres estamos agobiadas. Especialmente cuando somos madres. Pero no me parece de recibo achacarlo sin más al efecto atontador que sobre nosotras tienen esas teorías en boga (a esta altura suena a mesmerismo) que Elvira Lindo menciona de manera tan imprecisa.
Estamos agobiadas porque cuando nos dedicamos a nuestros hijos e hijas lo hacemos, por lo visto, mal; y cuando nos afanamos en nuestros trabajos y dejamos de lado un rato nuestras maternidades lo hacemos mal también. Y cuando nos sentimos mal por pensar que lo hacemos mal por un motivo u otro, siempre viene alguien muy experimentado a decirte que haces mal en preocuparte por lo mal que lo haces porque, al fin y al cabo, todo esto es natural, y siempre lo ha sido “desde los tiempos del velociraptor”.
Si nuestras experiencias como madres tienen en este momento un denominador común es, ciertamente, el agobio. Pero lejos de atribuir a las mujeres la responsabilidad de esta situación, y lejos de suponer que es por causa de no sé qué teorías en boga el conducirnos de esta manera, se impone la necesidad de pensar seriamente, socialmente, políticamente, la maternidad (incluso a riesgo de equivocarnos en las apreciaciones que hacemos como, vaya por delante, es mi caso). Cualquier otra cosa solo puede hacernos decir, en voz alta y con cierta desesperación a veces, que ya jode tanto pan y queso.
NOTA: “Ya jode tanto pan y queso” es una expresión manchega que significa lo que insinúa: que algo molesta por cansino.
Carta de un mastuerzo del 15-M a Savater
16/05/2016
Víctor Sampedro Blanco
Catedrático de Comunicación Política
Al inicio del 15-M, Fernando Savater tachó de «hatajo de mastuerzos» a quienes protestaban ante el Parlament de Catalunya. Los altercados, inducidos por la policía, acabaron con el desalojo violento de los manifestantes. Cinco años más tarde reproduzco la carta que publiqué en mi blog.
Sánchez-Cuenca ha criticado recientemente a Savater por moralizar el debate sobre ETA, sin atender a los datos y debates rigurosos; e impidiendo así avanzar soluciones a la cuestión nacionalista. El texto que ahora recupero extiende esta crítica con varias tesis. (1) La excepcionalidad – en el panorama internacional – de unos intelectuales caracterizados por la ausencia de conflicto con el poder. (2) El reduccionismo de la opinión pública y las vías legítimas de expresarla a su expresión institucional. (3) La equiparación del conflicto no institucionalizado con la violencia. (4) Antes que Zapatero, la cruzada antiETA estigmatizó a los movimientos sociales, aunque fuesen nítidamente noviolentos. Y (5) que, por tanto, todo esto viene de lejos y que lejos habremos de llegar para cambiarlo.
Aprovecho para pedir disculpas por los argumentos personales que dirigí contra el señor Savater. Aunque con su individualismo, él mismo se coloque en la diana. No los he retirado para pedir disculpas públicas por ello. Y aplicarme que la crítica legítima, es también autocrítica.
Le escribo con vídeos y hemeroteca. Para que mi espístola se le haga más leve, se solace y refresque la memoria.
Con el respeto que usted nos niega llamándonos mastuerzos, me permito recordarle que no es este el primer insulto con el que desvela la postura que mejor adopta: el escriba sentado. Un genuflexo copista de las palabras del poder. La única vez que le he visto levantarse lo ha hecho en una tribuna hípica. Usted, como buen aficionado, distingue siempre al caballo ganador y practica un activismo epicúreo. Reconoce haberse “divertido mucho con el terrorismo” (también ganado dinero y galardones, ¿no?) y haber recuperado la juventud perdida practicando su monocultivo antietarra. Ojalá Pilar Manjón pudiese decir lo mismo respecto al 11-M. Porque después usted ha sabido mantener vivo su furor democrático defendiendo el idioma castellano y el negocio de la tauromaquia. Como todo el mundo sabe, banderas que residiendo en Madrid comportan un estigma y una coacción sólo comparables a la de Rosa Díez visitando un ayuntamiento de Bildu.
Insultándonos se ha alineado con quienes tachan el 15-M de marihuanero y totalitario. Se ha puesto una vez más del lado de los violentos de esta democracia de baja intensidad: cargos que normalizan los regalos de sus comisionistas y que compran parlamentos a través de Tamayazos. A los estigmas clásicos de marginales y extremistas radicalizados, añade usted ahora el de minoría no representativa. Emplea el argumento de que 400 manifestantes, aunque coincidan según las encuestas con el 60% – 80% de la población (dependiendo el tema), no son representativos de 40 millones. Ni siquiera aunque más de la mitad haya afirmado haber participado en alguno de sus actos. ¿Estuvo también en Génova gritando el 22M: «Esto es democracia y no lo de Sol»?
Por su concepción del orden y el espacio público debe resultarle, en cambio, representativo el cargo que ocupa el Conseller de Interior. Como a usted se lo subvencionan o lo rentabiliza con autobombo promocional, quizás se le haya olvidado que en democracia el derecho a reunirse y manifestarse se reconoce: nunca es una concesión ni un permiso excepcional. Usted no parece preocupado por garantizar que así sea el 19 de junio (día de manifestación multitudinaria del 15-M).
Así lo indica su silencio cómplice. Cuando los mastuerzos de la Plaça de Catalunya fueron apaleados debió henchirse de orgullo socrático al ver cómo por fin limpiaban el ágora. Lástima que luego llegase otra multitud mayor de mastuerzos, metecos y bárbaros, dejando claro de quién han sido siempre las plazas. Tan anglófilo usted y no encuentra paralelismos entre el speaker’s corner y el intento del 15-M de regenerar la cultura política desde la vía pública. Sin duda es porque sabe que no tiene apenas nada que aportar a una conversación colectiva, horizontal y sin vetos.
Quizás no lo capte: nada que ver con los usos de la Transición, ni miedos ni consensos impuestos.
Está claro que lo suyo era hacer de consejero aúlico en la Bodeguilla de la Moncloa de F. González o de escriba adoratriz del «Espíritu de Ermua» a partir de Aznar». Ambas cosas ya no serán posibles. Estamos haciendo lo imposible porque así sea, al denunciar a sus validos. Y a lo mejor de ahí vienen sus insultos. De ver que se le acaba el discurso tras lo de Bildu y permítame decirle, al paso que va, la audiencia… como a tantos otros. Corean con usted los periodistas de este país que somos una amenaza a la democracia; pero carecen, no ya de datos, sino de legitimidad para afirmarlo. Para tenerla debieran haber denunciado a los agentes del desorden: los que, sin identificación alguna, ‘limpiaron’ la Plaça de Catalunya e, infiltrados, iniciaron la violencia ante el Parlament.
¿No quiere usted saber sus números de placa? ¿O es que ya los conoce? ¿Está cómodo pagándoles los salarios con sus impuestos? ¿O usted no paga? Medite la respuesta. No vaya a ser que algún día los Berlusconi patrios que tanto ayuda a medrar prescindan de usted. Claro que, constatado el panorama electoral, ya está haciendo méritos para hacérseles tan imprescindible como Pío Moa y Sánchez Dragó. ¡En qué Santa Compaña anda usted! ¿No se reconoce en el ultramundo de las espectros de la Inmaculada Transición?
Nunca compartimos el nihilismo con el que usted fundamentaba sus primerizas, y ya tan trasnochadas, poses progresistas. Por eso no nos ha perdonado nunca ser tan mastuerzos. Gentes que su coleguita J. Cercas tampoco comprende, porque nunca ensalzamos con ustedes a «los héroes de la traición». No se confundan, sus héroes de la Tra(ns)ición no traicionaron ideal alguno. El único que tenían era el poder. Y ni siquiera era un ideal: siempre lo acapararon.
Hoy más que nunca, lo demuestran ante el 15-M. Y en su apoyo ha salido usted siempre publicando insidias e insultos. Siempre desde el buque insignia de la corrección política de este su país. Siempre justificando nuestra represión, no fuera a ser que nuestras demandas diesen «alas» a ETA. ¡Ay, siempre mirando tan alto! ¡De cacería y a por las mismas presas! Se entiende que ahora busquen otras en el 15-M. ¡Qué ridículo que nos han hecho pasar!
De su labor contra la no violencia y secuaz con el miedo infundido en la Tra(ns)ición sobran dos perlas. Podríamos deslumbrarnos si las exhibimos todas. En marzo de 1993 calificó de «disparate» una absolución a un insumiso por si los etarras aprovechaban la sentencia. Once años más tarde, el 12 de marzo de 2004, le hizo la Autopsia a los casi 200 cadáveres de Atocha y de paso a esta democracia: «Veo la masacre por fin cumplida, la masacre que se venía buscando desde Navidades por lo menos, los kilos de explosivos que esta vez no pudieron ser interceptados: ahora ya no quedan dudas […] Hoy no, hoy las dudas se han volatilizado junto a centenares de vidas humanas. Supongo que ahora no queda más remedio que aceptar la incursión de ETA en la campaña electoral. […] escuchemos a nuestros intelectuales y artistas para quienes lo verdaderamente intolerable es la política del PP: en cuanto se acabe con ella, reinará la armonía y el Prestige se convertirá en un yate de recreo con velas blancas (por cierto, ¿quién habrá sido el primero en decir que la culpa de la matanza de Madrid la tiene la falta de «cintura política» de Aznar?)»
Usted estrechaba el cerco a la disidencia, pedía nombres para llevar a la hoguera de la espiral del silencio que ayudó a crear. Blindaba a un poder opaco, alimentado de odio a la discrepancia o disidencia, opuesto a toda evidencia empírica y lógica argumental. Se entiende que ahora se ponga del lado de los higienistas democráticos, que antes pedían fumigar las acampadas y ahora erradicar a «los violentos.» El siguiente paso será animalizarnos más, para que las mayores cotas represión que están por venir (ya que ustedes no la denuncian) no suenen a recorte de libertades. ¿Nos quitarán las flautas para llamarnos tan sólo “perros que ladran su rencor por las esquinas”? Recuperen la retórica aznarista y fraguista, ya les han hecho el trabajo. Porque, no disimule, eso es lo que usted hace, continuarlo.
Aquel día de marzo, hace siete años, decidí que jamás le volvería a leer. Sobre todo cuando constaté la ignominia de su silencio cómplice con la posterior teoría de la conspiración del 11-M. Por omisión y de forma implícita – esto es, de la forma más cobarde e irresponsable – usted tomó parte en aquella conspiración. Porque le excusaba de retractarse de la mordaza que quiso imponernos con aquel artículo. Porque le permitía usar a las víctimas (sólo las «suyas») como “arietes de la lucha por las libertades”. Así lo declamaba también Acebes, sin reparar en la inhumanidad y el engendro jurídico-político en el que incurrían. He cumplido lo de no leerle. Pero no logro dejar de escucharle. Hay quien le sigue considerando una voz autorizada, sobre todo cuando de «violencia política» se trata. Por eso deben haberle dado ahora micrófono.
Los clanes acampados nos hemos vuelto violentos lanzando nuestras malas pulgas cuando se nos pega. Nos hemos pasado de la raya. Pero es usted quien ha traspasado ‘la línea roja’ ya demasiadas veces. Ha degradado el debate sobre las libertades y la democracia de este país hasta límites intolerables. Es usted uno de los máximos responsables de la degeneración de la esfera pública que colapsó el 13-M de 2004, sin que usted lo supiera, y que está siendo regenerada desde el 15-M de 2011. Ayúdenos, quítese ya el disfraz de moderno iconoclasta y librepensador. Vista los hábitos de Inquisidor de una democracia clerical y mojigata. Ingrese en las filas de la reacción. Cultive esa feligresía antes de quedarse sin fieles.
Por último, le ruego no convierta esto en una amenaza etarra. El discurso del miedo y la violencia no es nuestro. A pesar de los insultos, queda usted invitado a la próxima asamblea, la siguiente y más cercana a su casa. No tiene pérdida. Quizás descubra ahí ese elixir de la eterna juventud, sin necesidad de abrazarse a una militancia propia del Imserso. Aprovecho, por tanto, para desearle una tercera y hasta una cuarta y quinta juventud sin que necesite jugar a progre díscolo, políticamente incorrecto sólo para la tercera edad izquierdosa. No busque más la indignación de los indignados para darse publicidad. Hay números menos viejunos que representar en el circo caduco del que participa.
Salud a espuertas, que no le falte nunca y que sepa compartirla.
Víctor Sampedro
¿Pasó la época de los intelectuales?
13/05/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Según José Antonio Pérez Tapias, sí. Yo, en cambio, tengo mis dudas, y pasaré a explicar brevemente por qué. Lo haré en términos afectuosos, pues considero además a Tapias como una de las personas con la mente mejor amueblada del socialismo español, y también de las más dignas.
Si apelamos a ‘los clásicos’, como Antonio Gramsci, pareciera que Tapias lleva razón. Pues Gramsci asumió que «no existe el no intelectual», y que, por lo tanto, todos somos en alguna medida ‘intelectuales’. ¿Qué sentido tendría entonces hablar de un grupo de ‘intelectuales’?
Creo que la respuesta se puede encontrar a partir de dos consideraciones distintas.
En primer lugar aunque rechacemos considerar la ‘intelectualidad’ como una variable discreta, que sólo asume dos valores, el de ‘intelectual’ y ‘no intelectual’, nada impide que la veamos como una variable continua con un rango muy elástico de valores: desde ‘poco intelectual’ a ‘muy intelectual’. Y de la misma manera que hay personas que descuellan en el campo del deporte y se convierten en estrellas mediáticas, también puede darse el caso de personas que sobresalgan en el terreno de la creación artística y científica. Esto ocurre todos los días, y para ello se ha creado toda una serie de premios y galardones que la sociedad acepta y promueve con naturalidad. ¡La excelencia es siempre una bendición!
En segundo lugar, el propio Gramsci consideró la existencia del grupo intelectual desde un prisma muy particular: el sociológico. Efectivamente, Gramsci era consciente de que, desde tiempo inmemorial, la división del trabajo había creado dos tipos humanos diferentes: el «homo faber» y el «homo sapiens», cada uno especializado en tareas distintas: uno, la creación material, y el otro, la creación espiritual (cfr. “La formación de los intelectuales”, ed. Colección 70, 1974). Y a pesar de la democratización de la educación y la cultura, lo cierto es que no todo el mundo puede ir a la universidad, y aún subsisten ‘especialistas’ de la política, la economía y la religión, por citar unos pocos ejemplos. Por ello, considero un error hacer abstracción de esta situación, porque mientras exista tal división del trabajo, el ‘intelectual’ gozará de un poder suplementario que no depende de sus méritos intrínsecos, sino de la división del trabajo. De ahí que Noam Chomsky apelara a la ‘responsabilidad de los intelectuales’, como grupo que detenta unos privilegios especiales, para que pongan sus capacidades al servicio de la sociedad y no de intereses particulares.
Intelectuales, movimientos y medios
12/05/2016
Jaime Pastor
Politólogo y editor de Viento Sur
“Quienes ejercemos profesionalmente la función de ‘intelectuales’ queremos expresar nuestra admiración a este movimiento”. Así empezaba un escrito dirigido a Nuit debout por Tariq Alí, Elsa Dorlin, Razmig Keucheyan, Frederic Lordon, Leo Panitch y Wolfgang Streek, entre otras personas relevantes, publicado en ‘Le Monde’ el pasado 3 de mayo. En el mismo artículo reconocían que ese nuevo actor “no tiene ninguna necesidad de intelectuales para reflexionar. La producción de ideas es inmanente al movimiento, cada uno de cuyos miembros es un intelectual y el conjunto un intelectual colectivo”.
Pienso que actitudes como ésta deberían ser las que correspondería promover por estos lares en un momento histórico en el que estamos entrando en la convencionalmente denominada ‘Nueva Transición’. Frente a la cultura política del ‘cinismo político’ que se fomentó tras la mitificada Transición, en cuyo marco la gran mayoría de intelectuales fueron, al igual que los jóvenes dirigentes socialistas, “ocupados por el poder” (Jesús Ibáñez dixit), teniendo en el diario El País su prensa de referencia dominante, deberíamos proseguir el camino emprendido desde la irrupción del 15M hace ya 5 años hacia una nueva cultura política participativa. En ese proceso el papel de los intelectuales desde los nuevos medios de comunicación –principalmente, digitales, hay que reconocerlo- tendría que ser clave. Quizás el declive actual del periódico que recientemente cumplió su 40 aniversario sea el mayor ejemplo del fin de una era mediática, paralelo al del bipartidismo imperfecto que tras el 20-D está pasando ya a la historia, con un PSOE que sigue estando bajo la tutela de Felipe González, figura emblemática donde las haya, como principal damnificado.
Se trataría, con palabras de Pierre Bourdieu, de defender “la posibilidad y la necesidad del intelectual crítico, y crítico en primer lugar de la doxa intelectual que ejercen los doxósofos”. Una doxa que desde el ámbito académico se quiso convertir en episteme, convirtiéndose así en “un cierto arte de devolver a la clase dirigente y a su personal político su ciencia espontánea de la política, adornada de la apariencia de ciencia”. Una labor que ha sido sobresaliente desde el área de la Economía y a la que han ido incorporándose profesionales de otras ramas de las ciencias sociales, por no hablar del espectacular número de “expertos” y “todólogos” que ha proliferado al calor de las tertulias mediáticas.
Desde el estallido de la crisis financiera sistémica en 2008 –que tuvo aquí su expresión en la de la burbuja inmobiliaria, denunciada con todo rigor por intelectuales extra-académicos como José Manuel Naredo y Ramón Fernández Durán- y la rápida transformación del sueño europeo en pesadilla colectiva (con la vulneración del derecho y asilo como muestra de la degradación moral a la que ha llegado esta Europa), parecería que esos intelectuales orgánicos del famoso TINA consagrado por Margaret Thatcher deberían haber recapacitado y reconocer haber sido cómplices de la “estafa” con su doxosofía, como pudimos comprobar en algún film de fabricación estadounidense. Sin embargo, no ocurrió así, quizás porque muchos y muchas que forman parte de esa intelectualidad ya han pasado a integrarse en ‘la clase dirigente’; o, simplemente, optan por una huida hacia delante compensando su ceguera con el ensañamiento machista e insultante desde sus columnas de opinión con representantes simbólicas de la ‘revolución democrática’ en marcha.
Afortunadamente, una nueva generación de intelectuales, en mayor o menor medida vinculada o identificada con el espíritu del 15-M y con la multitud de hijos e hijas que han surgido del mismo, está conquistando un protagonismo creciente en la construcción de nuevos discursos y argumentos a favor de un “Cambio” al que habrá que ir dotando de contenido en los próximos tiempos y en todas las esferas. También, por cierto, en la de las Universidades públicas, sometidas a un acelerado proceso de descomposición y mercantilización, y sobre todo en los saberes que se imparten desde ellas.
La relación de estos nuevos intelectuales específicos (Foucault) con los medios convencionales será sin duda tensa y conflictiva, pero ya hemos comprobado desde el 15-M y, luego, con el ascenso de Podemos que está aumentando enormemente la distancia entre la opinión publicada y la opinión pública.
Es la primera, la que predomina en los medios convencionales, la que está a la defensiva mientras que la otra, la de una mayoría social que ve sus derechos y servicios públicos amenazados y se indigna ante una corrupción sistémica que no cesa, puede mostrarse cada vez más dispuesta a escuchar a la intelectualidad de y en movimiento. Eso sí, siempre que exponga argumentos que vayan acompañados de razones, valores y la conexión emocional necesaria para ir construyendo en común un demos protagonista del Cambio y, con él, una nueva cultura política democrática, participativa, crítica y autocrítica.
Intelectuales mistificados y crítica cultural
12/05/2016
Sebastiaan
Profesor de Estudios Hispánicos
Hace poco más de un año entrevisté a Jordi Gracia, catedrático de Literatura en la Universidad de Barcelona y opinador de ‘El País’. Quise invitarle a una reflexión sobre el poder que ese papel de intelectual público representaba. “El acceso a las páginas de opinión de ‘El País’” le decía, “te confiere una autoridad, un poder social, un privilegio diferente que los del profesor de literatura colaborador en un suplemento cultural. También supone una responsabilidad diferente que, a su vez, te hace más vulnerable en la medida en que te expone a una crítica o cuestionamiento diferente. ¿Cómo asumes esa responsabilidad, esa autoridad? ¿Te incomoda? ¿Qué es lo que justifica, para ti, tu propio papel como intelectual público?” Me parece que a Gracia le molestó un poco la pregunta. O al menos no quiso asumir su premisa: que él ocupaba una posición de autoridad. Lo que justificaba actuar como intelectual público, respondió, era nada más que “la voluntad de hacerlo”.
“No se me ocurre”, agregó, otra justificación de esa actividad que la fortuna de que al periódico le pareciese bien que escribiese fuera de Babelia, y después la invitación a seguir haciéndolo, a iniciativa propia o de ellos (un poco como en Babelia). Autoridad es una palabra que se me antoja fuera de lugar, por demasiado excelsa y pomposa. Ni se me pasa por la cabeza, y mucho menos lo que llamas poder social: para mí el artículo de opinión funciona como extensión natural de la conversación con un amigo tras una comida o una llamada telefónica, o simplemente después de escuchar una tertulia política o leer los periódicos (fuente inagotable de exabruptos privados que a veces se convierten en exabruptos disfrazados de artículo). Y si el periódico cree que vale la pena publicarlo, yo estoy encantado, aunque cualquier día, ya verás, empezarán a devolverme artículos y volveré a la infancia profesional de autor solipsista.
Vale la pena analizar esta respuesta, que a mi modo de ver combina la mistificación con la lucidez. Lúcida me parece la conciencia de que la institución que confiere la autoridad (el periódico, o el poder que éste representa) también puede quitarla de un día para otro. Es decir que el acceso a la tribuna es condicional: el columnista y el crítico son tan precarios como un obrero cualquiera en un régimen laboral gobernado por el neoliberalismo. (Como nos recordó hace poco Guillem Martínez). Donde Gracia me parece operar bajo cierta mistificación es cuando, modesto y molesto, se niega a vincularse con una noción tan “excelsa y pomposa” como autoridad e insiste en ver lo que publica como una simple expresión de opinión como otra cualquiera. Pero confundir una sobremesa o llamada telefónica con un artículo de opinión es no entender, o no querer entender, el funcionamiento de la esfera pública.
Curiosamente, la respuesta de Jordi Gracia es parecida a la reacción que suscitó en su día un análisis mío sobre el papel que han jugado los historiadores universitarios como intelectuales públicos en el debate sobre la memoria histórica de la Guerra Civil y del franquismo. En ese ensayo, que publiqué en inglés en una revista académica norteamericana, intenté llamar la atención sobre lo que yo veía como una paradoja. Por un lado, hay historiadores universitarios que insisten en que el conocimiento sobre el pasado que ellos producen es más objetivo, y por tanto más verdadero, que la “memoria” subjetiva, politizada y comercializada que representan otros discursos sobre el pasado (los recuerdos de las víctimas, las novelas, los reportajes periodísticos, los discursos gubernamentales, etcétera).
Por otro, esos mismos historiadores movilizan su legitimidad como universitarios (objetivos, desinteresados) para escribir columnas de opinión (un género nada académico) en medios controlados por grandes conglomerados que integran un paisaje mediático tan politizado como comercializado. También anoté que la relación entre universitarios columnistas y medios comerciales es simbiótica, en el sentido de que la colaboración rinde capital económico y cultural para ambas partes. Decía, en inglés, que en la práctica los académicos columnistas eran empleados remunerados (paid employees) del conglomerado mediático.
Esa caracterización suscitó una reacción airada. En una carta a los directores, el historiador Santos Juliá apuntaba lo siguiente:
«He firmado un acuerdo de colaboración con El País donde publico desde 1994 una columna de opinión de 750 palabras cada dos semanas, sobre política española. Ese acuerdo —que puede interrumpirse cualquier día por cualquiera de las partes— no me convierte en un empleado a sueldo de un large media conglomerate. Empleado a sueldo sólo lo soy de una universidad española en la que me limito a ocupar una plaza de profesor en un pequeño departamento».
La corrección no creo que afectara a la base de mi argumento: que el académico columnista ocupa una posición de poder y que su relación con el medio que le publica es, en parte, económica y, en general, de provecho mutuo. Igual que Gracia, sin embargo, Juliá quiso minimizar tanto ese aspecto simbiótico como la autoridad que su relación con el medio le confiere, al tiempo que pareció no querer reconocer las realidades económicas que estructuran el mundo de la prensa.
Esta falta de conciencia de la propia posición de poder ¿es problemática? En un intelectual público, me parece que sí. Sobre todo porque permite al intelectual que lo disfruta mantenerse ciego ante su lugar en las estructuras de poder que condicionan el propio diálogo público. Le permite incluso negar que existan esas estructuras y ese condicionamiento. En otras palabras, exime al intelectual de la difícil tarea de considerar su propio discurso como un discurso ideológico, y a sí mismo como ideólogo: le libra de considerar la posibilidad de que uno no es y dice lo que piensa que es y dice. De ahí también, creo, las reacciones algo viscerales de parte de ciertos intelectuales ante los intentos de análisis que sí los consideran bajo esa luz. Y de ahí la confusión entre crítica y ataque o calumnia.
Este malentendido, que a mi ver nace de una falta de autoconciencia crítica, me parece que apunta a un síntoma mayor: el perfil relativamente bajo en España de una tradición de crítica cultural. ¿Qué es la crítica cultural? Creo que vale como definición inicial la descripción que, en su libro reciente How to Be an Intellectual, Jeffrey Williams da de su propia actividad: “(la fusión) de las técnicas del periodismo literario con la investigación para informar sobre la teoría contemporánea, la vida intelectual, la política y la universidad”.
La crítica de este tipo ve como tarea fundamental “explicar nuestra cultura”. Nacida de la tradición de la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, la crítica cultural es interdisciplinaria y aspira a emplear herramientas teóricas para analizar el funcionamiento de las instituciones y productos de la cultura en su sentido más amplio. Con el fin, además, de intervenir en la vida pública de las democracias —es decir, transcendiendo los recintos universitarios—.
Tiene una especial preocupación por las relaciones de poder y las formas en que actores determinados movilizan la autoridad cultural en función de intereses concretos. También se concentra en el uso interesado de ideas y conceptos (la verdad, la identidad, la historia, lo natural, el sentido común) para cambiar o mantener estructuras de poder, dinámicas que suele describir en términos de ideología, hegemonía o contra-hegemonía. Y finalmente, le caracteriza una autoconciencia crítica asumida como imperativo moral: un cuestionar constante de la posición, la identidad y el poder de los propios críticos. Lo que también implica una invitación a la crítica de los críticos: la discrepancia no como ataque sino como avance dialéctico.
Como práctica intelectual, la crítica cultural está más desarrollada en las Américas que en España. No me parece que haya en España figuras comparables a Susan Sontag, Nelly Richard, Beatriz Sarlo, Néstor García Canclini, Judith Butler o Carlos Monsiváis. Esta ausencia tiene que ver, sin duda, con el relativo conservadurismo de la universidad española, sobre todo en lo que concierne al estudio del pasado y de la literatura. Y es que tanto la historiografía como la filología practicadas en España —que no por españoles, ya que los exilios intelectuales de los últimos 80 años se han desarrollado de forma bastante más rica y diversa— se han caracterizado por cierto apego al empirismo, cierta aversión a la teoría contemporánea y, sobre todo, una incapacidad para superar estructuras institucionales heredadas del siglo XIX, como son las filologías nacionales. De ahí también el bajo perfil de la Literatura Comparada, que en Estados Unidos ha servido como caldo de cultivo de la crítica cultural.
El peso de la inercia burocrática en la universidad española, junto con la fuerza de sus estructuras jerárquicas, no ha servido precisamente para fomentar la innovación. Desde finales de los 80, la práctica exclusión de la plantilla académica de varias generaciones de universitarios más jóvenes —muchos de cuyos representantes han terminado en universidades británicas y estadounidenses— solo ha empeorado la situación, por no mencionar las reformas educativas y los efectos nefastos de la Gran Recesión. Dado que varios de los intelectuales mediáticos españoles más prominentes provienen de la universidad, este contexto también ha condicionado la evolución de la opinión pública en España.
Afortunadamente, todo lo que acabo de esbozar lo ha analizado en gran detalle, y con mucho más tino crítico, un contingente de intelectuales que operan desde lugares relativamente marginales a la universidad española: el extranjero, la prensa, el activismo. Críticos culturales como Luis Moreno-Caballud, Luisa Elena Delgado, Guillem Martínez, Amador Fernández-Savater o Pablo Sánchez León han demostrado que la evolución de la cultura, política y universidad españoles durante los últimos 40 años ha sido condicionada por los que manejaban el poder en la política, la cultura y la universidad.
Como es natural, por otra parte. Pero también señalan que ha sido condicionada por la forma peculiar en que ese poder se ha ejercido. Todos acaban señalando como rasgos definitorios cierta falta de democracia y cultura crítica; cierta cercanía cómplice entre las élites políticas, universitarias y culturales; cierta exclusión de voces críticas y disidentes; y cierto exceso de tutelaje y jerarquía. Rasgos todos justificados mediante relatos maestros sobre la historia española, la modernidad, el progreso y el conflicto en cuya elaboración han tenido un papel clave los intelectuales que llegan a ocupar posiciones de poder en los años 80. Y cuyo prestigio, a su vez, ha servido para conferir a esos relatos, durante mucho tiempo, un estatus de verdad revelada.
Mi conversación con Pablo Sánchez León, que salió publicada en CTXT a principios de abril, presenta un diagnóstico crítico del papel jugado por los intelectuales públicos en la España democrática, en particular los historiadores y otros universitarios. Por razones institucionales, coyunturales y demográficas, estos universitarios han podido ejercer ese papel durante mucho tiempo.
También llama la atención que varios de los más prominentes se hayan mostrado sumamente críticos con los ciudadanos, intelectuales y políticos que, sobre todo desde 2011, abogan por cambios fundamentales en la política y la cultura de España —cambios que modifiquen, precisamente, las relaciones de poder entre la ciudadanía y las “autoridades” políticas y culturales—. Las bases del diagnóstico de Sánchez León no son demasiado diferentes de las que han formado la visión crítica de la “cultura de la Transición” formulada por muchos otros en los últimos cinco años. Sí, quizás, lo es el formato (entrevista), el medio (una revista que pretende ser una plataforma más abierta que los medios tradicionales) y el tono (irreverente).
Con mi entrevista quise contribuir al debate sobre el papel público de los intelectuales en España, a la luz de La desfachatez intelectual de Sánchez-Cuenca, El cura y los mandarines de Gregorio Morán y otras análisis recientes. Sin quererlo, parece que he contribuido a abrir otro debate: sobre la posibilidad, los límites y la forma de la crítica cultural en España.
De los intelectuales en la posmodernidad
10/05/2016
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
Sobre el papel y la influencia de los intelectuales en los últimos cuarenta años, creo que deben diferenciarse al menos dos ámbitos: por una parte, su función como referentes ideológicos en los órganos directivos de los partidos políticos y de sus fundaciones, y, en general, en cualquier organización que haya pretendido ser un grupo de presión (un ‘think-tank’); y, por otra, la función de los intelectuales como formadores de opinión pública en los medios de comunicación.
En el primer sentido, es constatable la influencia de los referentes ideológicos del SPD en aquel PSOE del último cuarto del siglo XX, del Conservative and Unionist Party thatcheriano en Aznar, y, en ambos partidos (aunque en distinto grado y por distinto motivos), la influencia de Habermas consolidando un modelo teórico de negociación (el consenso, que ya forma parte del imaginario colectivo), y la idea de patriotismo constitucional. Como son fácilmente rastreables la influencia en Rodríguez Zapatero del republicanismo y, en particular, del concepto de libertad como no-dominación propuesto por Philip Pettit, o las de Thomas Piketty, Joseph Stiglitz, Owen Jones, Christian Laval y Pierre Dardot, por citar algunos ejemplos, en lo que se está llamando partidos emergentes (Podemos y las Mareas, por ejemplo). Que esas y otras influencias no se hagan explícitas ni lleguen al gran público seguramente forma parte de las carencias tradicionales de la cultura política española.
El segundo sentido es significativamente más complejo, tanto por la proximidad temporal, que inevitablemente nos hace ver borroso, como por la indefinición del tiempo histórico que nos ha tocado vivir.
Antonio Campillo perspicazmente habla de guerra civil europea para referirse al período entre 1914 y 1945. Sin negarle, creo que bien se podría ampliar el límite hasta 1991, incluyendo así la caída del muro de Berlín en noviembre del 89, la reunificación de Alemania en el 90 y el fin de la Guerra Fría con la disolución de la Unión Soviética. Que Europa es otra desde entonces y que nuestro tiempo es hijo de ese largo proceso creo que son dos datos relevantes para comprender lo que estamos viviendo.
Desde los años 80 del siglo pasado, el neoliberalismo sin complejos se ha ido adueñando del espacio político, ideológico y mediático europeo a la misma velocidad que la socialdemocracia se ha diluido, seducida por el éxito neoliberal, y la izquierda no ha sido capaz de encontrarse a sí misma. Aquel there is no alternative de Thatcher se ha hecho lugar común en un mundo ya globalizado y digitalizado. Que el neoliberalismo ha llevado al límite el individualismo de los ciudadanos (que somos vistos casi exclusivamente como consumidores) eliminando el sentimiento de clase (nadie se ve a sí mismo como obrero, sino como parte de una clase media de propietarios) y vaciando de contenido y restando poder al Estado (desregularizando, externalizando, privatizando: desmontando sistemáticamente los anclajes del Estado de Bienestar) es, sin duda, otro de los datos relevantes.
No es casual que las metáforas que quieren dar cuenta de nuestro mundo coincidan en la fragilidad, la fugacidad y la fragmentación, sean la hiperrealidad de Baudrillard, el fin de los metarrelatos de Lyotard, el pensamiento débil de Vattimo, o la modernidad líquida de Bauman, por citar algunas. En este mundo post, que prefiere la imagen a la palabra escrita y se expresa mejor en un twitt o un emoticón que en un texto fundamentado, solo caben opiniones inmediatas y frágiles al hilo de una actualidad permanentemente fugaz que dura tanto como la presencia de las noticias y las imágenes en las pantallas. Las ya no tan nuevas tecnologías digitales, además, posibilitan que se genere una enorme cantidad de información, que se difunde casi en tiempo real por todo el planeta a través de redes de comunicación globales (televisión, periódicos digitales, bitácoras, blogs, redes sociales, etc.), que hacen real lo virtual y evidencian aquel eslogan de la CNN: está pasando, lo estás viendo (que hoy se podría parafrasear como está pasando, lo estás vi-viendo). El resultado ha sido una avalancha de informaciones fragmentadas y fugaces en un sinnúmero de plataformas que se entrecruzan constantemente. Seguramente la proliferación de medios digitales de información y la proliferación de informaciones (que no necesariamente de ideas) está en el origen de cómo el diálogo se ha transformado en bronca o broma, en un espectáculo diseñado para captar la atención del espectador (del consumidor). Que la fugacidad de las ideas, la acumulación de informaciones y el papel de los mass media como espectáculo incide en el rol de los intelectuales en los medios son de nuevo datos relevantes a añadir.
Decía Foucault en su Microfísica del Poder que lo que los intelectuales han descubierto después de la avalancha reciente (se refiere al 68), es que las masas no tienen necesidad de ellos para saber; saben claramente, perfectamente, mucho mejor que ellos. Tras esta nueva avalancha, hoy podemos decir que los intelectuales al uso simplemente no caben porque nada diferencia sus mensajes del resto de los mensajes salvo una cada vez más notable brecha generacional: los nativos digitales se nutren de informaciones que los viejos rockeros apenas saben leer, mientras que el intelectual analógico (si acaso aún existe) escribe ya para otro mundo. Que probablemente los profesores universitarios, los escritores, los académicos, los sociólogos, los economistas, los filósofos y todos cuantos tradicionalmente formaban la nómina de intelectuales no reconocen en sí mismos ni esa identidad, ni la responsabilidad moral y social que la modernidad kantiana depositaba en ellos, es, en fin, otro dato relevante en este recuento.
La borrosidad de nuestro mundo actual, globalizado y digitalizado, dominado por el neoliberalismo, el individualismo de los consumidores y la fugacidad de la avalancha de informaciones fragmentadas ha dejado vacío y rancio el concepto de intelectual, que ya es solo un buen ejemplo de lo que Žižek llama con acierto concepto-zombie.
Me decía un viejo profesor, uno de los pocos sabios que aún nos quedan en España, que hay mucha información, pero pocas ideas. Y es cierto, pero lo significativo es que probablemente en este tiempo nuestro ya solo quepa la Babel informativa que diagnosticó Vattimo.
Una invitación a José Antonio Zarzalejos
10/05/2016
Ignacio Sánchez-Cuenca
Profesor de Ciencias Políticas de la Carlos III y consejero editorial de CTXT
Aunque tenga profundas diferencias ideológicas con José Antonio Zarzalejos, siempre he seguido con interés sus opiniones políticas. No he podido estar más en desacuerdo con la posición que adoptó como director de ABC, tanto en el fondo como en las formas utilizadas, a propósito de asuntos como el proceso de paz con ETA y el nacionalismo catalán, pero leí sus argumentos con atención y respeto, aprendí de ellos y me sirvieron para refinar los míos. Considero que voces como las suyas son fundamentales para que tengamos una esfera pública plural. Por eso mismo me ha causado tanta decepción un artículo suyo publicado en ‘El Confidencial’ (‘La desfachatez intelectual: un ajuste de cuentas’) en el que critica de forma poco rigurosa un libro mío titulado ‘La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política’ (Catarata, 2016).
El artículo de Zarzalejos acaba confirmando, por vía indirecta, algunos de los vicios que dominan en el debate español y que analizo críticamente en mi libro. Su texto es un compendio de los obstáculos que tenemos para que se produzca un intercambio libre y limpio de razones que permita al lector formarse un juicio propio.
En primer lugar, Zarzalejos confunde la crítica con el ataque. Yo he criticado las opiniones políticas de algunos intelectuales, pero no les he atacado. No he utilizado descalificaciones personales, no les he atribuido motivaciones espurias y no he buscado cuestionar la calidad de los trabajos literarios y ensayísticos de los autores criticados. Me he limitado a analizar sus intervenciones públicas a propósito de asuntos políticos y económicos. De ahí que no tenga mucho sentido que Zarzalejos concluya que mi libro es un “ajuste de cuentas”.
Que Zarzalejos entienda el libro como un ajuste de cuentas resulta bastante significativo: revela su escasa disposición a aceptar la posibilidad de que haya argumentos críticos con las posiciones que él y otros muchos defienden. ¿Por qué estar en desacuerdo con las tesis políticas defendidas por ciertos intelectuales tiene que ser un ajuste de cuentas y no la expresión de un desacuerdo razonado? El tono de su artículo demuestra lo mal que algunas figuras encajan el disenso.
Criticar la tesis de Antonio Muñoz Molina de que una de las causas de nuestro déficit fiscal es el gasto público en festejos populares no es una descalificación de Muñoz Molina. Criticar los ditirambos que Mario Vargas Llosa dedica a Esperanza Aguirre no es descalificar a Vargas Llosa. Criticar las tesis de Fernando Savater en contra del nacionalismo no es descalificar a Savater. Criticar la tesis de Jon Juaristi de que los refugiados sirios vienen con sus hijos para tocar la fibra sensible de los europeos y no porque no quieran dejarlos abandonados en un territorio en guerra no es descalificar a Juaristi. Criticar las tesis de César Molinas sobre la propensión de los políticos españoles a generar burbujas económicas no es descalificar a Molinas.
A raíz de la publicación del artículo de Zarzalejos, Luis Garicano enviaba un tuit con este mensaje: “Ser atacado (junto con mis admirados Muñoz Molina y Cercas) por un irredento del zapaterismo es un honor”. Pero yo no he atacado a Garicano: en el libro aparece él descrito como un economista excelente. En ningún momento le ataco ni personal ni ideológicamente, tan solo critico algunas de las tesis políticas que expone en su libro El dilema de España. Desde luego, no entro a descalificarle (no como hace él, llamándome “irredento del zapaterismo”). Su tuit revela, una vez más, una cierta dificultad para asumir la crítica. En el libro señalo en repetidas ocasiones que esta confusión entre crítica y ataque es uno de los peores vicios del debate público español.
En segundo lugar, Zarzalejos utiliza la descalificación personal para despachar el desacuerdo. Es este otro de los rasgos negativos de nuestra esfera pública: resolver una divergencia tratando de deslegitimar a quien defiende la postura contraria. La expresión “irredento del zapaterismo” que mencionaba Garicano es la que utiliza Zarzalejos en su artículo. También me llama “intelectual orgánico” del zapaterismo y entra directamente en el terreno de las mentiras, como cuando me atribuye una difusa responsabilidad en la elaboración de la Ley de Memoria Histórica. Todo esto es tan absurdo como innecesario.
Absurdo porque nunca he sido “intelectual orgánico” y no colaboré jamás con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (nunca cobré un solo euro por ningún trabajo o asesoría, nunca estuve en cargo o comisión alguna, nunca nadie desde el Gobierno me pidió opinión o documento alguno). Llevo escribiendo en prensa desde el año 1997 y en ocasiones he apoyado iniciativas del PSOE y en otras las he criticado.
Si Zarzalejos se tomara el esfuerzo de leer un libro muy breve que publiqué en 2012 (Años de cambios, años de crisis. Ocho años de gobiernos socialistas), podría comprobar que así como tengo un juicio bastante positivo de la primera legislatura de Zapatero, tengo un juicio tan o más negativo de la segunda. Supongo que un intelectual orgánico no habría hecho algo así. Tampoco un intelectual orgánico del PSOE habría defendido públicamente la necesidad de realizar un referéndum en Cataluña, como vengo haciendo desde hace más de diez años; ni habría hecho una crítica dura al proceso de integración europea y a la existencia de la unión monetaria (como expuse en otro libro, La impotencia democrática).
Todas estas son posturas muy alejadas de Zapatero, del PSOE y de la socialdemocracia. En cuanto a lo que dice Zarzalejos de la memoria histórica, pertenece al terreno de la fantasía. Meter en su artículo una frase como esta: “a él se le atribuyen inspiraciones presidenciales que se materializaron en iniciativas legislativas muy polémicas como la de la memoria histórica” es, sencillamente, mala práctica periodística. ¿Quién me atribuye eso? ¿Sobre qué base? Si Zarzalejos se refiere a habladurías, ¿para qué se hace eco de ellas? Si tiene información más precisa, ¿por qué no la aporta?
Por tentador que resulte, no voy a entrar en el juego descalificatorio de Zarzalejos. El hecho de que él sea un conservador no añade ni resta un gramo de razón a sus argumentos; asimismo sus conexiones personales con bastantes de los criticados en mi libro (Muñoz Molina, por ejemplo, escribió el prólogo a su libro Mañana será tarde) creo que son también irrelevantes. En el juego clásico del debate patrio, a mí me tocaría a continuación contraatacar con artillería pesada a cuenta de la posición ideológica de Zarzalejos y de sus circunstancias personales, pero le voy a evitar al lector algo tan tedioso y previsible. Es una pena que Zarzalejos no haya querido hacer lo mismo.
En tercer lugar, Zarzalejos, con excesiva suficiencia, lanza opiniones sin fundamentarlas, una práctica también muy extendida en nuestro debate público. Por ejemplo, dice que elaboro “digresiones —con errores— sobre ETA” pero no pone un solo ejemplo de esos errores. También dice que insulto a los intelectuales; sin embargo, no ofrece ilustración alguna. Quizá lleve razón y me haya excedido en alguna ocasión; en cualquier caso, un mínimo compromiso con el rigor requiere la cita literal para que el lector pueda juzgar. Esta forma de lanzar opiniones puede generar equívocos. Mostraré uno de ellos.
Zarzalejos afirma que mi libro es una especie de reflejo especular de las tesis que defienden los intelectuales criticados: “Sánchez-Cuenca, en ejercicio del autoritarismo discursivo, no concibe que puedan criticarse los servicios que Rodríguez Zapatero prestó al país, del modo en que se hizo, por los que él zahiere.” Esto no es cierto y Zarzalejos no ofrece ninguna cita al respecto.
Yo siempre he entendido (y he defendido) que haya opiniones a favor y en contra de llevar a cabo un proceso de paz con una organización terrorista como ETA. Lo que critico es precisamente que quienes se oponían a dicho proceso, en lugar de ofrecer razones, acusaran de forma gruesa a todo a aquel que no estuviera de acuerdo con sus posiciones de ser un miserable moral o un cómplice de ETA. En el libro ofrezco abundantes ejemplos de esta actitud moralizante, que encontró, por lo demás, una caja de resonancia en los editoriales que publicaba el diario ABC en aquellos años.
Uno de los problemas más serios de nuestro debate público consiste en que se declare la ilegitimidad moral de ciertas posiciones políticas. En ese sentido, creo que no incurro en lo que Zarzalejos llama “autoritarismo discursivo” (en el libro utilicé la idea de “machismo discursivo” de Diego Gambetta), pues lo que defiendo es, justamente, que resulta legítimo tanto estar a favor como en contra del proceso de paz, que hay diferentes alternativas para acabar con el terrorismo y que esas alternativas no se pueden juzgar solo desde consideraciones morales. Esto, creo, es lo que tantos intelectuales antiguamente progresistas y hoy liberales o conservadores no han estado dispuestos a admitir.
En cuarto lugar, resulta extraño que Zarzalejos apele a la jerarquía intelectual para desactivar ciertas críticas, como si hubiera autores que, gracias a su obra, quedan inmunizados ante el escrutinio de los lectores. No de otra manera puede entenderse esta frase: “la mayoría de los [autores] que arrolla con sus invectivas han contraído méritos que les regatea injustamente un autor que no tiene aún su rango referencial”. Es precisamente la existencia de ese “rango” lo que ha producido tanta impunidad intelectual en nuestro debate público: los autores de mayor reconocimiento consideran que pueden publicar cualquier ocurrencia sin anticipar por ello crítica de ningún tipo. A causa de dicha impunidad, la calidad de los argumentos y la coherencia interna de las tesis defendidas han ido decayendo hasta los extremos que describo en el libro.
Por poner un ejemplo que analizo con calma en La desfachatez intelectual: algo falla en nuestra esfera pública cuando dos intelectuales tan reputados como Antonio Muñoz Molina y Fernando Savater establecen en sus escritos una conexión entre nuestras dificultades económicas y la existencia del nacionalismo. Puesto que ni quienes reseñan los libros en los suplementos culturales, ni los directores de periódico, ni los propios colegas con similar “rango referencial” se han tomado la molestia de cuestionar estas ideas tan osadas, tendrán que ser autores más modestos quienes acaben haciéndolo.
Aparte de todos estos problemas (confusión entre crítica y ataque, descalificación personal con mentiras incluidas, opiniones no fundamentadas y recurso a la autoridad para frenar la crítica), el artículo de Zarzalejos realiza una lectura muy ideologizada del libro, reduciéndolo a una supuesta apología del “zapaterismo”. Basta leer este otro artículo aparecido al día siguiente del de Zarzalejos, a cargo de Carlos Prieto, en el mismo medio, El Confidencial, para darse cuenta de que el antiguo director del ABC proporciona una interpretación muy sesgada del libro.
En fin, más que como una respuesta, me gustaría que este texto fuera una invitación a José Antonio Zarzalejos para que eche por la borda los tics señalados, que tanto empobrecen nuestra esfera pública, y podamos debatir en condiciones sobre los asuntos que él quiera, ya sea mi libro La desfachatez intelectual, el final de ETA, el nacionalismo catalán o las teorías de Muñoz Molina sobre la crisis, sin una descalificación moral del otro, olvidándonos de las jerarquías e intercambiando argumentos y razones. Seguro que el resultado sería más interesante para los lectores.
Intelectuales con estómago (o no)
10/05/2016
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación
Es un hecho, la mayoría de los españoles apenas cocina, se ha olvidado de la dieta mediterránea y los precocinados o la comida rápida va ocupando cada vez más espacio en la nevera, y los pequeños armarios-despensa de los minipisos que fabricó como churros, pero a precio de caviar, la burbuja inmobiliaria. Cada vez comemos peor y somos más ignorantes sobre las cosas del comer aunque sigamos con interés los cabreos de Chicote, le riamos los chistes malos a Arguiñano y nos espantemos con el repug-reality de Masterchef.
Pero los intelectuales españoles desde siempre han comido caliente tres veces al día, saben mucho de cocina y vinos de Burdeos, siguen a José Carlos Capel o a Carlos Maribona, rezan a Josep Pla y a Camba, admiran a Adrià y hasta fueron a comer alguna vez a su chiringo, saben hacer sferificaciones en la intimidad o un cocido desgrasado, un salmorejo de cerezas o unas patatas soufflé y guardan en sus enormes bibliotecas una buena sección de libros de gastronomía, cocina japonesa y recetarios incunables, de Sent Soví a la Pardo Bazán, de Santa Inés Ortega a lo último de los Arzak-Berasategui-Roca.
‘Desde siempre’, esa es la palabra, desde siempre, tanto los Pemán & boys de después de la guerra como la gauche divine pre y pos-Transición disfrutaron como nadie de langostinos buenos y guisotes preautonómicos, percebes gordos y cochinos asados, meros cazados por el arpón de Barral y cenas en Lhardy, Jockey, el Gijón o el extinto Lúculo de Ange García. De otra cosa no sabrían, pero de marxismo zen y merluza en salsa verde lo sabían casi todo, luego el marxismo trotski-yogui ya no estuvo tan de moda y se apuntaron a la socialdemocracia light o al extremo centro derecha, pero nunca dejaron el orgullo y la chulería macarra o hiperburguesa de saber de guisos y tener el paladar gourmet bien experimentado en caldos, sopas, psicoactivos con receta o el sexo de las ángeles.
Los intelectuales en España sabían comer, o a lo mejor no sabían comer pero comían muy bien. Hablo, claro está, de los intelectuales célebres y celebrados, con trabajo fijo, parroquia de lectores y palmeros, ya fueran en su día franquistas jubilados o arrepentidos, comunistas cabeza de chorlito, postsocialistas neoliberales o libertarios a la violeta. Para todos comer y hablar de comida era importante y hasta más importante que la militancia o los sueños y pesadillas del mundo que movía sus voces y sus letras.
Los otros, los llamados resentidos, perdedores, marginales y los pobres estilo La colmena, los muertos de hambre, exiliados de dentro o fuera, proscritos de las prebendas del régimen o el reciclaje en el antifranquismo suave, nunca supieron comer y mucho menos entender una carta de menú en francés y las añadas de los vinos caros porque nunca pudieron dejar de ser Carpantas soñando con croquetas de sobras de cocido, pollos asados y sopas canas. Es más, la cocina de pobres, la cocina de subsistencia, de los despojos o las sobras, luego, en la Transición, fue reivindicada, puesta en sazón y hasta expropiada con descaro por esos intelectuales pijos sin ningún miramiento ni demora. Ni siquiera ese placer humilde les quedó a los intelectuales invisibles de sardina prensada, sopa de ajo y alita frita. ¿Verdad, Max Aub?
Hubo excepciones, por supuesto, el gran Manuel Vázquez Montalbán los desenmascaró a todos y describió con pelos y señales tanto el hambre como la amnesia alimentaria tras la sopa de sobre de los 70, la reconstrucción de las extintas cocinas regionales, ahora autonómicas, el revival de la cocina de la subsistencia y el arrobo transideológico hacia la mariscada XXL y sus secuelas tecnoemocionales.
También el otro Manuel Vicent se atrevió a apuntar con el dedo las barrigas bien nutridas de los que estaban construyendo la nueva España suarista, felipista, aznarista, zapaterista y ahora neoaznarista (ya que Rajoy no cuenta y lo que le ha tocado es disimular cuando comienzan a aparecer los costurones, las carroñas y los despojos del anterior festín). Por último, debo citar a mi admirado Rafael Chirbes, que describió con su minuciosa y descarnada cheira de gourmet arrepentido aquel desmán corrupto-ladrillista de festines sin Babette pero con Visa oro o black que nos llevó al desastre que ahora somos. También les dio manteca hace apenas un año Gregorio Morán y ahora Ignacio Sánchez-Cuenca.
Aclaremos lo obvio, por si acaso. Descriptivo: un intelectual es un señor con buena formación, un trabajo o unas rentas que le dejan bastante tiempo para pensar sobre los problemas del mundo y del país, documentarse bien sobre el asunto y proponer análisis, explicaciones y soluciones fáciles de entender para el gran público. Además tiene facilidad para la expresión verbal y escrita, acceso a los medios de comunicación, la subclase política, el mundo editorial y los saraos institucionales, de universidades o de fundaciones filofinancieras donde se dicen cosas para el bien general o el bien de algunos, no siempre los más, a veces los menos.
Y hoy un intelectual, más que nunca y como siempre, es un gastrónomo ilustrado que también sabe mucho de comida fina y opina, pontifica o teoriza sobre el chovinismo del Bocuse d’Or, la necesidad de militar en la dieta mediterránea pos-Pla y analizar con una buena herramienta posmoderna por qué el Pesquera era el vino preferido de los Aznares. Pero: ¿saben cocinar?, ¿cocinan cada día?, ¿hacen la compra?, ¿saben lo que vale un kilo de pan o cuarto y mitad de chipirones? No. Utilizaré una abreviatura más precisa: N.P.I. ¿Y si no saben cocinar? ¿de qué saben?, ¿de qué hablan?, ¿por qué les hacemos caso? A mí sólo me costa que Chirbes y Montalbán sí cocinaban con regularidad y criterio, se trabajaron bien la teoría y la praxis del fogón. También Vicent. ¿Y los demás? No, salvo algún guiso puntual proustiano de alcachofas con gambas de algún intelectual con Edipo.
Así que al gastrólogo le importan tres pepinos agridulces lo que digan los intelectuales desde que se enteró de que Sartre no sabía comer y dijo aquello tan bruto y conductista de que la comida y el sexo servían para tapar agujeros. Tras reírse un rato con El cura y los mandarines. Desde que leyó hace nada, en cierto periódico de gran tirada nacional, a un famoso intelectual explicar cómo se hacían mal los caracoles a la llauna. ¡Métete con Podemos lo que quieras pero no me maltrates al caracol! Ya desde hoy le digo: ¡Contigo no, bicho! Me ha gustado La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez-Cuenca, pero he echado de menos una sección culinaria dedicada a la desfachatez gastronómica. Ignacio, cuenta conmigo para meter más madera en esa barbacoa. A los intelectuales de hoy habría que hacerles el riguroso examen del huevo frito con puntilla.
Nota: Todos los intelectuales citados en el libro La desfachatez intelectual han escrito de gastronomía pero nunca con profundidad o rigor de cultura gastronómica. Vuelvo a citar por enésima vez a Martín Caparrós y su ensayo El hambre como ejemplo de buen hacer intelectual. Manuel Vázquez Montalbán escribió de todo esto en su vitriólico ensayo Contra los gourmets, conviene releerlo pensando en el presente y poner nuevas caras a la desfachatez de los nuevos estómagos ¿agradecidos? que diría Rosendo Mercado.
¿Intelectuales? Ciudadanos que opinan
08/05/2016
José Antonio Pérez Tapias
Miembro del Comité Federal del PSOE y profesor decano de Filosofía en la UGR
La palabra ‘intelectual’ tiene todavía su aura. Creo, sin embargo, que su uso la ha llevado a un punto en que puede resultar que tenga sólo eso, algo de aura, pero nada más. Es decir, se ha convertido, en gran medida, en un significante vacío, como esas palabras que justo por su vaciedad semántica juegan un papel determinado, de mucho rendimiento, en el discurso político, como bien destacó Ernesto Laclau, por ejemplo, o como han subrayado otros muchos, en la crítica de la cultura en clave psicoanalítica, de la mano, en especial, de Lacan.
Habrá que reconocer que al término ‘intelectual’ quizá sea eso –tratarlo como significante vacío- lo mejor que puede pasarle, pues aún es peor ver cómo queda atrapado a cada paso entre connotaciones tan antagónicas que apenas permiten defender su uso apoyándose en la analogía entre sus diferentes significados, de tan equívocos como se presentan. Si la palabra sirve para referirse, por ejemplo, a quien desde el mundo académico interviene en el debate público tratando de crear opinión y, a la vez, para denotar a quienes desde sus posiciones de expertos apuntalan públicamente las decisiones de quien ejerce el poder, nos encontramos con una enorme dificultad para un uso suficientemente claro del concepto en nuestras prácticas discursivas. ¿Quiénes son los intelectuales? ¿Cuál son las características, supuestamente comunes a todos ellos, de la función que desempeñan?
Una mirada histórica a los intelectuales
Si la realidad actual no nos da suficientes elementos de clarificación en torno a la figura del intelectual –repárese de camino en lo poco que se habla de las intelectuales-, el recurso a la historia siempre puede ayudar. Con su apoyo se puede aclarar la cuestión observando que la palabra en cuestión no se ha aplicado a cualesquiera estudiosos, eruditos, artistas o, en general, personas pertenecientes por razón de su profesión al llamado mundo de la cultura. La figura del intelectual está vinculada al surgimiento de un espacio público, el cual gira en torno a lo político, pero que no se agota en las puras estructuras de poder y sus instituciones, sino que incluye un ámbito de debate generado desde la sociedad civil que constituye la esfera de la opinión pública. Es decir, la figura del intelectual apareció en la modernidad burguesa, de la mano de la configuración del Estado como entramado institucional de un poder desacralizado, paulatinamente en trance de democratización, a la vez que desde una sociedad secularizada capaz de dar de sí el pluralismo como valor.
Las referencias históricas pronto convergen sobre determinadas personalidades que desempeñaron en su contexto tales funciones que contribuyeron decisivamente a perfilar los rasgos con que posteriormente serían reconocidos los intelectuales. Puede decirse que Voltaire es, a ese respecto, un personaje clave, el cual abre un ciclo que, a la luz de ciertos criterios, puede decirse que a la postre se cierra con Sartre.
La combinación de análisis social, reflexión sobre los acontecimientos políticos y crítica del poder pasa a ser seña de identidad de quienes en ese periplo se reconocen como intelectuales. Es verdad que esa conjugación tampoco se ha dado igualmente en todos los países donde cuajaba la modernidad y se abría paso la democracia. Hay quienes insisten, por ello, en considerar la figura del intelectual especialmente arraigada en la cultura francesa. La obra de Alain Minc sobre Una historia política de los intelectuales parte y se desarrolla desde esa premisa, la cual fácilmente puede tildarse de chauvinista. No obstante, cierto es, por una parte, que dicha figura no se presenta con la misma pujanza en el ámbito anglosajón y, por otra, que el enaltecimiento de la figura del Herr Professor alemán no le facilitó bajar a la arena del debate político en la esfera pública. El antecedente de Marx y otros, batallando en la prensa de la época, quedaba lejos y muy marcado por su alineamiento político.
Son conocidas las dificultades presentes en la realidad política –y cultural- de España para que la figura del intelectual se prodigara. Desde la escasa tradición democrática hasta el peso sociológico de una Iglesia nacional-católica, pasando por la debilidad de la Ilustración hispana, son muchos los factores coaligados para que sólo figuras muy señaladas emergieran y resistieran el paso del tiempo como intelectuales así reconocidos, destacando referencias indiscutibles como Unamuno u Ortega.
Es en la resistencia democrática a la dictadura franquista donde la figura del intelectual, ubicado en la izquierda por su posición crítica respecto al régimen, empezó a descollar de nuevo: desde Aranguren, García Calvo o Sánchez Ferlosio, la nómina, por fortuna, fue aumentando. Con la transición de la dictadura a la democracia, a medida que el espacio público se ensanchaba democráticamente, la presencia, en los medios de comunicación, especialmente la prensa escrita, de personas reconocidas como intelectuales fue en aumento. No hace falta proceder en este momento a la elaboración de un listado, que por lo demás fácilmente tenemos en mente, de esa intelectualidad que ha desplegado su quehacer público en el recorrido de lo que actualmente llamamos el régimen del 78, entendiendo por tal el sistema –político y social- surgido a partir de la Constitución refrendada ese año por la ciudadanía española.
Cuando el régimen del 78 ha tocado techo, y la actual situación política española así lo atestigua, demandando un salto democrático que aún no acaba de perfilarse en cuanto a cómo darlo como sociedad que ha de poner al día sus estructuras y reglas –necesidad de proceso constituyente incluida-, se replantea la tarea de los intelectuales al hilo de cierto relevo generacional que parece ineludible. En cierto modo, dada la estrecha vinculación entre los intelectuales de la transición democrática y las estructuras de ella resultantes, hasta el punto de perder fuerza de impugnación para aparecer desarrollando tareas de apuntalamiento, ocurre como si, salvadas muchas distancias, se aplicara a la generación anterior de intelectuales aquello a lo que aludía el famoso título de Julien Benda en 1927: La traición de los intelectuales –muy significativamente el título de la obra en su original francés es La trahison des clercs-. El relevo, desde esa perspectiva, se propugna por algo más que por el sucederse biológico de las generaciones, sobre lo cual hasta el mismo Ortega tendría mucho que decir desde su teoría al respecto.
De una figura periclitada a una función democrática
Lo principal, sin embargo, no radica en cómo una generación sucede a otra en el desempeño de las funciones atribuidas a quienes se arrogan, se presentan o son reconocidos como intelectuales. Lo más importante tiene que ver con la cuestión crucial acerca de si la realidad permite que se mantenga, o no, la figura del intelectual tal como se ha dado en el pasado, también en nuestro pasado reciente.
Diría, permitiéndome la redundancia, que la figura del intelectual tiene raíces en el marcado intelectualismo de nuestra tradición cultural hasta el punto de deberse en el fondo a la concepción platónica del filósofo en su relación con la política, el cual si no es rey, debe al menos, desde su conocimiento de la verdad, iluminar al gobernante y guiar a los ciudadanos, tratando de llevarlos más allá del mero intercambio de opiniones.
Es decir, la figura del intelectual, aun haciendo un meritorio ejercicio de crítica, contaba con el plus de cierto lugar privilegiado que le era reconocido para emitir su juicio sobre la realidad misma. Diríamos, desde Kant, que tal función, en todo caso, se justificaba como ejercicio público de la razón en un contexto de realidades democráticas insuficientes y de una sociedad aún muy verde en cuanto a su proceso de ilustración. Pero en la medida en que una sociedad avanza hacia una democracia más madura y, entre otras cosas, alfabetizada y bien informada, puede dar de sí una ciudadanía más ilustrada, entonces empieza a perder su razón de ser ese intelectual que, con buenos motivos en su contexto, no dejaba de desempeñar su tarea desde una posición de privilegio (epistémico, al menos), haciendo valer su capital simbólico –Bourdieu dixit– y no librándose muchas veces de modos paternalistas.
Necesario es, por tanto, ya que miramos muy atrás, no tener una fijación tan fuerte al modelo platónico para acogerse a una devoción más cultivada al estilo socrático de un involucrarse en el debate de la polis sin descalificaciones del mundo de las opiniones –el ámbito de la doxa- porque es a partir de ahí, en una especie de mayéutica democrática, desde donde los mismos ciudadanos han de extraer sus verdades compartidas.
¿Cómo resolver una cuestión como la que se nos plantea al hilo de unos intelectuales que no cumplen su función como antes, y no ya sólo porque pudiera darse cierta “traición” –dejémosla en integración conformista en lo que se denomina el sistema-, sino porque las condiciones mismas del ejercicio de la reflexión y crítica públicas del intelectual han cambiado? Todos tenemos presentes los cambios supuestos por la revolución informacional, por todo lo que implican Internet, las redes sociales y esa nueva ágora con la que se amplía el espacio público en ese “tercer entorno” del que hablaba, por ejemplo, el filósofo Javier Echeverría. Las condiciones de acceso, la insoslayable horizontalidad impuesta en las comunicaciones –a pesar de los grupos de poder que siguen actuando en la globalización informática y telemática-, las nuevas formas de vivir el tiempo y el espacio, la alteración de los medios de comunicación, los nuevos modos de producir conocimiento y de difundirlo socialmente en la cultura digital…, todo eso lleva a aplicar a los presuntos intelectuales aquello que afirmaba Habermas respecto a la filosofía tras la muerte de Hegel: pasó la época de los “grandes maestros”. Pasó la época de los intelectuales, reconocidos así, como tales. Pero con eso no queda dicho todo: permanece la necesidad de seguir acometiendo las tareas de la función intelectual como función de la que una democracia no puede prescindir.
¿Dónde estriba lo nuevo que debe subrayarse al respecto –no hay que eludir un punto de vista normativo-? En una sociedad democrática madura todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho y el deber –dicho republicanamente- de intervenir en la formación de la opinión pública y de la voluntad colectiva. Si lo segundo es lo que tiene lugar por los cauces institucionalizados para una participación explícita y efectiva en lo que toca al poder político, con el ejercicio del voto como práctica especialmente relevante, lo primero tiene que ver con la participación ciudadana en lo que afecta al poder comunicativo de una sociedad de ciudadanos y ciudadanas –no sólo usuarios, consumidores o clientes- libres e iguales. Eso no quiere decir que no se reconozca la autoridad de quienes con buenos argumentos intervienen ya criticando, ya proponiendo, ya las dos cosas a la vez, en el debate público, por los medios de comunicación tradicionales o por otras vías más innovadoras.
Mas el caso es que nadie tiene un plus ontológico, ni un privilegiado lugar epistémico, ni una desigual posición política para erigirse en intelectuales de oficio, constituyendo además colectivamente un gremio de mandarines. No debe consentirse algo así como una especie aparte de intelectuales con status en algún respecto superior. La universal vocación política que como ciudadanos tenemos y nos reconocemos en democracia exige un replanteamiento radical de la misma función intelectual.
El intelectual, es decir, la persona que desde su acreditada especialización en el ámbito académico o en el mundo de la cultura, interviene en la conformación de la opinión pública, como resultante del intercambio de argumentos entretejiendo la opinión de todos en quehacer colectivo de autoesclarecimiento de la ciudadanía, mas llevando a tal tarea la fuerza de unos razones catapultadas al espacio público desde el buen hacer profesional, no deja de ser en todo momento un ciudadano o ciudadana que opina.
A su solvencia se añade, por fuerza, su falibilidad, de forma que su autoridad no se sostendrá sobre otro poder que la fuerza de los argumentos. En democracia, quien como experto interviene en el debate público, no por ello ha de tener privilegio político alguno. Y quien así interviene, poniendo su saber al servicio de la crítica y la propuesta tras una “opinión pública razonada”, como escribe Jürgen Habermas, ¿lo hace desde una posición más allá de toda ideología? No; pero sí desde una posición en la que no se debe trampear ideológicamente. Las cartas bocarriba. Como sigue diciendo de manera muy pertinente el filósofo de la democracia deliberativa, los intelectuales –esto es, los ciudadanos que ejercen públicamente la función intelectual como función democrática abierta a todos- entran en debate con las armas que permite la libertad de expresión, pero hay una que no deben permitirse: ser cínicos. En ello radica la mayor fuerza frente a una cultura dominada por el capitalismo cínico en el que estamos inmersos.
LA TRANSICIÓN COMO RELATO MÍTICO
06/05/2016
Piter
Parado
Aunque los temas de la Transición y de la Constitución sean, desde mi punto de vista, temas que únicamente nos sirven para contextualizar el debate que nos ocupa, la importancia de dichos temas así como los comentarios realizados por Bonifacio de la Cuadra y por Miguel Pasquau Liaño me han llevado a redactar esta réplica.
Matizar, antes de iniciar la réplica, que coincido con bastantes de los aspectos enumerados por Miguel Pascuau y bastante menos con lo expuesto por Bonifacio de la Cuadra.
Quizás sea cierto que la Constitución que tenemos sea la mejor posible para el contexto de la época, con la espada de Damocles de la continuación del régimen fascista como algo más que una amenaza. Quizás sea cierto que los personajes de nuestro relato mítico engañaron a los dioses para retornarnos el fuego de la democracia. Quizás sea cierto que todo se fue torciendo después y sólo después. Quizás sea cierto todo lo que dicen, pero choca frontalmente con los datos objetivos que encontramos disponibles.
El relato que nos ha llegado por la tradición oral de nuestrxs próceres de la Patria nos explica que la Constitución es como es debido precisamente a la correlación de fuerzas desfavorable a lxs partidarixs del cambio de régimen, y nos dan las claves de las dificultades halladas en el proceso de redacción del Sagrado Texto. Y lo que explican es cierto. Pero es una verdad que se utiliza para ocultar la gran estafa de la Constitución Española.
Resto del comentario en el documento adjunto
En defensa de Internet
05/05/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Una de las últimas travesuras dialécticas del ocurrente Juan Luis Cebrián ha sido descalificar ‘in toto’ al fenómeno de Internet, diciendo que “la Red está llena de mentiras, calumnias, insultos y estupideces”, a la que contrapone el ejemplo de medios de comunicación como El País, “de independencia y calidad probada” (El País, 28/09/2015). Es cierto que no todo lo que circula en Internet es trigo limpio, pero lo mismo se puede decir de la prensa escrita y de la televisión. Además, el periódico El País ya no es ejemplo de nada: ni de independencia, al ser propiedad de accionistas-banqueros, ni de calidad democrática al haber dado cobertura moral a golpes de estado en Ucrania y en Venezuela. Con independencia de la opinión que se tenga de los Gobiernos de estos países, lo que se ha hecho con ellos es una canallada, similar a la de justificar el alzamiento de Franco. A Cebrián le sienta bien esa memorable afirmación del dramaturgo Enrique Jardiel Poncela: “Las personas inmorales dan consejos morales”. Y me parece que Cebrián es ya un sosias del ‘Ciudadano Kane’ de Orson Welles, y ‘El País’, del ‘New York Inquirer’.
Pero si Cebrián escupe sobre Internet y la denigra, no es sólo por ser un ‘business man’ fracasado que dirige un emporio carcomido por las deudas; también lo hace por ser uno de los representantes más conspicuos de una élite de mandarines que vive en un franco climaterio intelectual, pues no entienden el mundo en el que vivimos y sólo dan testimonio de estupor, ira y chochez (por supuesto no todos los intelectuales ‘seniors’ dan síntomas de senilidad: algunos, como José Luis Villacañas, o también Vicenç Navarro, deberían ser un modelo para las jóvenes generaciones). En fin, las diatribas de Cebrián contra Internet recuerdan a las de la Iglesia Católica contra la imprenta de Gutenberg, que culminó con la edición del ‘Index librorum prohibitorum’ (siglo XVI), y en el que se condenó a autores como Rabelais, La Fontaine, Copérnico, Descartes, Balzac o Zola, por citar sólo unos pocos autores.
Pero tan absurdo es vilipendiar la Red –en calidad de fenómeno de transmisión cultural- como hacer una burda apología de la misma. La informática e Internet son hoy el vehículo de una Tercera Revolución Industrial, por lo que plantean numerosos y grandes peligros, así como fantásticas oportunidades. Es por ello que me ha parecido oportuno presentar un documento para el presente Debate, donde hago una somera valoración del tema. Es sólo un esbozo, escrito por alguien que para nada es un experto en la cuestión.
Pontífices o amurallados
05/05/2016
Santiago Alba Rico
Filósofo y escritor
A la hora de abordar este asunto a uno le gustaría ocultarse bajo un pseudónimo y ello por dos motivos. El primero tiene que ver con el hecho de que, si vamos a hablar de intelectuales, es seguro que nos disponemos a lanzar alguna piedra y un pseudónimo permitiría no tanto esconder la mano como garantizar honestamente que el destino del proyectil es también uno mismo. A los intelectuales no nos gusta que nos incluyan en una clase o en un grupo y cuando hablamos de ‘los intelectuales’ -como cuando las clases medias hablan de ‘la gente’- es para afirmar nuestra singularidad frente a cualquier conjunto en el que se pretenda disolvernos. En este sentido, de ‘los intelectuales’ sólo deberían hablar -si queremos un poco de verdad y algo de criterio- los panaderos o los pescaderos.
El segundo motivo es más ideológico, si se quiere. Los intelectuales y, sobre todo los intelectuales de izquierdas, siempre hemos despreciado o fingido despreciar -y sólo hemos sucumbido en secreto y con remordimientos- dos criaturas por encima de todas: el fútbol y la ‘intelectualidad’. Si en la tradición de la izquierda clásica hay dos depósitos densos de ‘alienación’ y ‘traición de clase’ son -digamos- el Real Madrid y la poesía de Borges. Un intelectual no puede ser populista y, si es de izquierdas, tampoco individualista: huyamos de los estadios y de la propia cabeza. ¿Hacia dónde? A la espera de la revolución, sintamos al menos un poco de vergüenza.
Como no escribo con pseudónimo voy a definir el término intelectual de manera que me convenga (o, lo que es lo mismo, que me excluya). Veamos. En la antigua Roma se distinguía entre imperium, potestas y auctoritas. Simplificando mucho, digamos que el imperium era el mando del ejército, la potestas el mando del gobierno y la auctoritas el mando moral de la sociedad civil: es decir, la autoridad pública ‘religiosa’ que encarnaba el vínculo entre la comunidad de los vivos, la comunidad de los muertos y la comunidad de los dioses. Bajo la República romana estas tres instancias de poder estaban separadas; a partir de Augusto, el emperador pasó a reunir todas ellas en su sola persona (como también la majestas, originalmente “soberanía del pueblo”, pero que por un triste desplazamiento histórico ha acabado designando la ‘majestad’ de las monarquías). En lo que aquí nos importa, recordemos simplemente que el Pontífice -constructor de puentes- era el que no tenía poder sino autoridad pública; y autorizaba por ello ciertos vínculos y ciertas voces colectivas.
A través del verbo augere y de sus derivados -‘augurio’ y ‘autor’, por ejemplo- queda muy clara la relación entre religión, publicidad y poder civil. A partir de ahí podemos definir al intelectual menos por su actividad -escritura, pensamiento, investigación- que por su papel social. Intelectual es el que, sin poder militar ni político, está al mando de la sociedad civil. Su dimensión religiosa -pública y vinculante- es evidente; y así en algunas sociedades orales esta función intelectual la cumplió el poeta, en otras altamente jerárquicas el sacerdote y luego, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa, en nuestra Europa más o menos democrática la autoridad pontificia’ recayó en la figura de escritores laicos capaces de intervenir en la esfera pública al margen de y contra el ejército y el gobierno (de Sebastian Castellio y Voltaire a Zola y Sartre).
No es extraño, por tanto, que la famosa obra de Julien Benda de 1927, traducida con fundamento al castellano como La traición de los intelectuales, en francés se llame La trahison des clercs, literalmente de los clérigos. Esa, por cierto, es la tradición que prolonga Gramsci, en la misma época, mediante el concepto de organicidad.
Para el comunista sardo, en efecto, intelectual era Benedetto Croce, el hegeliano derechista cuyo pensamiento llegaba a los cafés y las partidas de cartas en frases hechas y pildoritas de sentido común, generando así hegemonía cultural; pero también eran intelectuales el Papa y Lenin (o cualquier dirigente obrero).
La Transición en España, que se inició en un marco intelectual muy clerical, el de la lucha antifranquista y su memoria intelectual, enseguida inscribió nuestro país, y de manera particularmente veloz y brutal, en los nuevos parámetros de la autoridad capitalista. Eso trajo consigo una cosa buena y una cosa mala.
La cosa buena es que se democratizó la cultura y se desacralizó al maestro. La cosa mala es que ni se democratizó realmente la política ni se reemplazó a Sartre por un Pontífice colectivo. ¿Quién ha tenido en estos años y quién tiene aún el mando de la sociedad civil? El mercado. ¿Quiénes son nuestros clérigos? Los nuevos empresarios, las estrellas del balón, las modelos de las pasarelas. ¿Quiénes han sido los intelectuales orgánicos del mercado?
Rodrigo Rato y Mario Conde, hoy en la cárcel; Butragueño y Messi desde los estadios; Alaska y David Bisbal en las salas de conciertos; Encarna Sánchez y luego Belén Esteban en los medios de comunicación; y, si queremos incluir a algún escritor, incluyamos mejor a Juan Luis Cebrián que a Juan Marsé y mucho más a Fernando Savater que a Sánchez Ferlosio (por no mencionar a Manuel Sacristán, muerto en 1985 sin audiencia). Si definimos al intelectual como a una persona investida de autoridad pública al margen del ejército y del gobierno, nuestros filósofos y pensadores, muy activamente clericales en 1975, dejaron de ser intelectuales en los años sucesivos: unos porque se mantuvieron politizados sin audiencia y en los márgenes, perdiendo el vínculo con la sociedad civil; los otros porque aceptaron despolitizarse en un mercado en el que el vínculo con la sociedad civil no pasaba ya por la escritura y la filosofía. Si se la compara con la de la Segunda República, la cultura de la Transición ha sido mucho menos explosiva y rica; no ha producido ni una novela definitiva ni un ensayo decisivo ni un poema imprescindible. Ha habido buenos escritores y buenos artistas, sí, que, en todo caso, no han sido intelectuales, en el sentido de que su obra no ha construido puentes entre la comunidad de los vivos, la comunidad de los muertos y la comunidad de los dioses. Los que se han dedicado a pensar y escribir no han sido pontífices; y nuestros pontífices no se han dedicado a pensar y escribir. El último que lo hizo fue probablemente Vázquez Montalbán.
Dicho esto, me parece muy significativo el reciente debate sobre los intelectuales y la Transición, de cuya complicidad orgánica dan buena cuenta el libro de Gregorio Morán de 2014 y el más reciente de Sánchez-Cuenca. Si es necesario ocuparse de este tema no es porque, en el umbral dudoso de una segunda transición, haya llegado el momento de cuestionar el papel de los que hicieron la primera o de amagar un ajuste de cuentas sino porque, en el umbral incierto de una segunda transición, muchos de ellos pretenden ahora reintelectualizarse o reclericalizarse para impedirla.
Como escribía hace poco, el problema de muchos de estos autores prestigiosos que fueron muy activos y comprometidos en la primera transición, y que vuelven de pronto a la política tras haberla dejado en manos del bipartidismo, no es que hayan dejado de ser de izquierdas; es que han dejado de ser también liberales; y pretenden hoy dar lecciones sobre democracia y madurez política a los que se proponen cuestionar, revisar y mejorar una herencia traicionada e incompleta. En los años 80 tuvieron vocación de pontífices y luego, arrellanados en la organicidad del mercado, acabaron dedicándose a la poliorcética (o arte de fortificación de un castillo). Les guste más o menos deberían aceptarlo: la calidad de sus decisiones y la consistencia misma de los desplazamientos generacionales los han dejado sin ninguna autoridad. Pueden aspirar a ser recordados pero no escuchados.
Lo interesante de la constelación del cambio que se abre a partir del 15M en España es que, aceptando moverse en los límites populistas del mercado y en su sentido común adverso, ha conseguido reintelectualizar la política o, al revés, ha conseguido repolitizar la intelectualidad. Ya no da vergüenza ni disfrutar con la Liga de fútbol ni leer a Borges, pero tampoco exigir desde la universidad, desde los nuevos medios digitales o desde los libros, como lo hicieron en 1975 aquellos que hoy combaten la nueva transición, un proyecto colectivo democrático.
Repolitizando la vida pública han reintelectualizado el pensamiento como instrumento de intervención republicana. Nunca una ruptura generacional ha sido más completa, para lo malo y para lo bueno. Lo malo es que las nuevas generaciones de intelectuales, por razones tecnológicas y políticas, no tienen maestros; tanto los que perdieron la autoridad manteniéndose aislados en la izquierda como los que la despolitizaron en mercados confortables pero periféricos, tanto los apocalípticos como los integrados, nos hemos vuelto por igual inaudibles. Eso es lo malo. Eso es también lo bueno: el hecho, sí, de que las nuevas generaciones de intelectuales -que incluyen deportistas, músicos, poetas, periodistas, activistas y también notables pensadores-, por razones tecnológicas y políticas, no tienen maestros. Algunos, gracias a la universidad pública hoy amenazada, han tenido muy buenos profesores, pero feliz y desgraciadamente no han interiorizado el magisterio ni de los que perdieron su autoridad manteniéndose aislados en la izquierda (a veces heroicos y lúcidos) ni de los que la despolitizaron en mercados confortables periféricos (a veces talentosos y brillantes).
Es difícil anticipar dónde desembocará este impulso; a los límites impuestos por la realidad económica y política europea, muy adversa, hay que añadir la orfandad de magisterio y la interrupción de la tradición, inducida en parte y reemplazada por tecnologías de la simultaneidad cuyo efecto antropológico no alcanzamos todavía a medir. Pero es difícil también no aceptar que el “No nos representan” de 2011 y sus réplicas sísmicas, con sus expresiones políticas posteriores, vinieron a rescatar una generación -la que tiene entre 25 y 45 años- que estaba a punto de perderse, no en la izquierda marginal o en la orla del poder, como la nuestra, sino en el mercado laboral y sus fauces selectivas, implacables e individualizadoras. Cualquiera que sea el resultado, lo cierto es que el inesperado sobresalto de esta segunda transición ha asegurado no sólo la renovación política sino también la renovación cultural y literaria de España.
Cada generación se equivoca y se suicida a su manera; pero hay maneras más ricas que otras, más hermosas y más “verdaderas”: es lo que llamamos Historia. ‘Equivocarse’ y ‘suicidarse’ son dos aproximaciones muy libres a los acontecimientos recientes. Lo que los nuevos “intelectuales” están haciendo es más bien darse de bruces con la realidad que nosotros esquivamos o lamimos (del verbo ‘lamer’, sí) y de esa manera modificarla un poco, al menos de manera superficial o milimétrica, como el tsunami del Japón desplazó mínimamente el eje de la Tierra. A ese choque arriban y de ese choque se desprenden, como chispas de un martillazo sobre un yunque, todas las personalidades posibles que componen el espectro psicológico humano: el ambicioso, el calculador, el cenizo, el victimista, el apasionado, el generoso, el violento, el voluntarista, el abnegado, el misántropo, el perezoso, el luminoso; los que son como nosotros y nuestros contrarios. Eso no cambia. Es el mundo. Lo que cambia en cada época, según las circunstancias y el estado presente de las luchas de clases y sus relaciones de fuerza, es la potencia del choque y la intensidad del chisporroteo. Es decir, las obras concretas y su pequeñez o grandeza. No tengo muchas esperanzas -algunas inconfesables- de que el mundo mejore, pero sí de que en estos momentos, mientras escribo estas líneas, algunos de mis amigos intelectuales más jóvenes -o algún desconocido o desconocida que no me ha leído y que no me va a leer- estén escribiendo o se dispongan a escribir la novela definitiva, el ensayo decisivo, el poema imprescindible que no produjo la primera transición.
Sobre los intelectuales y el poder
05/05/2016
Leo Moscoso
Sociólogo y politólogo
“Ahora uno publica en un periódico y nadie se queja” – declaraba Santos Juliá (según refiere el diario El País del 15 de octubre de 1999) en la lección inaugural de la Facultad de Periodismo de Sevilla. O no. La entrevista del hispanista Sebastiaan Faber al historiador Pablo Sánchez León publicada por su periódico parece desmentir esta idea: no sólo mereció una amonestación por parte de la periodista Soledad Gallego-Díaz, sino que ha dado lugar a una airada e irónica réplica de uno de los aludidos. Tal vez lo primero que habría que decir es que era una entrevista, no una tribuna. Se trata de una opinión y la única verdad de una entrevista es la opinión del entrevistado.
Pero esa cautela no nos lleva muy lejos. A decir verdad, en un país en el que un niñato mallorquín que juega a no sé qué deporte tiene más influencia sobre la opinión pública que la que en su día tuvieron Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset es una buena noticia que haya debate sobre algo. Los intelectuales estaban desaparecidos, según parece, pero resulta que, de algunos artículos en la prensa, sí se quejan.
Me dirán que no han desaparecido los intelectuales, sino que se han multiplicado sin cesar, que su poder simbólico provenía de ser personas instruidas en una sociedad iletrada que ha desaparecido, que han dejado de ejercer su función de intérpretes de la dirección de la historia, que ya no hay sacerdotes capaces de ofrecer interpretaciones globales, que la proliferación de medios de comunicación y la ubicuidad del homo videns han conducido al declive de los intelectuales, que las voces se han multiplicado y que, en medio de una sociedad en la que todos quieren hablar y nadie escucha, la voz de la intelligentsia ha perdido ascendiente. Nos dirán, en suma, que los intelectuales han dejado de ser la conciencia moral de sus sociedades.
Ahora bien, todas estas transformaciones también han cambiado la apariencia de otras sociedades parecidas a la nuestra. Entonces ¿por qué Francia y Alemania siguen idolatrando a sus intelectuales? Es verdad que los intelectuales de por aquí con frecuencia trabajan a sueldo de una administración pública cuyas credenciales de probidad no son precisamente impecables. Pero esta observación tampoco nos lleva muy lejos. Más interesante es reparar en que no se valora su punto de vista por independiente, sino por la medida en que éste pueda ser empleado para dar credibilidad a las propias posiciones o para desacreditar al adversario.
Es cierto que en otras sociedades también ocurre: ¿quién no ha visto a los políticos franceses o alemanes arrojarse unos a otros a la cara las opiniones de Finkielkraut o de Sloterdijk? Lo cierto es, sin embargo, que aunque puedan acabar convertidas en arma arrojadiza al servicio de una u otra posición no es ésta la causa por la que sus opiniones fueron tenidas en cuenta en primer lugar.
Las cosas están peor por aquí: mientras las administraciones públicas abdicaban de la tutela de los derechos de los ciudadanos, mientras las élites económicas se empleaban a fondo en el sucio juego de estafar a los pobres, a nuestros intelectuales ciertamente les faltó firmeza e influencia. No es sólo que a la inmensa mayoría de nuestros académicos no les hayamos visto poner el grito en el cielo, ni entonar el j’accuse de Zola, sino que podríamos incluso contar la historia de algún idiota que se ha permitido el lujo de poner a despachar pescado a un cargo público que no era de su agrado. Si antaño tenían poco poder y mucha influencia, hoy parecen tener poca influencia… pero mucho poder. De hecho, su utilidad para el poder parece haber sido inversamente proporcional a su influencia en la esfera pública: en lo que concierne a la influencia, los deportistas han ocupado su lugar, y cuando se habla en España de cultura, parece que sólo hemos de referirnos a la música, al cine o a las artes escénicas. Como mucho a la literatura, pero no al ensayo y al pensamiento.
Gracias a la obra de Santos Juliá, sabemos que los intelectuales de ayer estaban contra el Estado, se encontraban alejados de las instituciones políticas convencionales, y fomentaban la protesta desde partidos o asociaciones contra el poder. Hoy, en cambio, parece como si la profesionalización y especialización hubieran reemplazado a los intelectuales por una nueva clase integrada por los expertos. Desaparecen los saberes globales que van dejando espacio a los saberes específicos y, cuando son los expertos los que constituyen la nueva clase pública, podemos afirmar que las condiciones del debate público han cambiado. Sabemos que la clase política y la clase pública se necesitan la una a la otra. La primera recaba de la segunda la clase de veredictos que permiten hacer aparecer cualquier decisión como no sesgada por prejuicios ideológicos; y la última recaba de la primera visibilidad (en forma de prestigio o estatus), poder (en forma la capacidad para determinar cuáles son –y cuáles no son– las cuestiones relevantes –issues and potential issues, se decía hace unos años– a la hora de dar forma a la opinión pública), y dinero. O una combinación de las tres.
De las contradicciones y galimanías de los expertos estamos bien advertidos desde aquella catástrofe ecológica del buque Prestige. Con las mismas credenciales con las que unos expertos recomendaban llevarse el pecio roto “al quinto pino”, los otros advertían que convenía acercarlo lo más posible a la costa. Los miembros de la clase política saben que siempre encontrarán un experto para defender lo que haga falta. Pues bien, puede que sea precisamente esto lo que se les reprocha a los integrantes de nuestra clase pública: su falta de independencia.
Y ahora que hemos degradado a nuestros intelectuales a la condición de expertos, puede que también nos irrite su falta de pluralismo: en medio de la crisis institucional del régimen de la Transición (con instituciones como los partidos políticos, el Senado o el poder judicial severamente cuestionadas) sorprende la patente falta de pluralismo de los intelectuales españoles. En medio de tanto ruido con las víctimas de casi todo, ¿por qué a tantos de ellos les cuesta tanto reconocer la necesidad de una política de memoria con las víctimas de los crímenes del franquismo? ¿No hay ninguno que escriba en castellano a favor del reconocimiento del carácter plurinacional de los pueblos y territorios del Estado español? Ahora, cuando pronto se habrán cumplido 30 años de la primera edición del célebre librito de Steven Lukes, no estará de más recordar que tener poder es también tener la capacidad para dar forma a la agenda política, decidir de qué se puede hablar y de qué no, que tener poder no es sólo el control sobre acontecimientos que interesan a otros, sino que es posible ejercerlo directamente sobre las personas por medio del Non decision-making, de la supresión del conflicto latente, o simplemente haciendo que ciertas cosas no sucedan.
Puede que Pablo Sánchez León esté en lo cierto y los intelectuales del régimen del 78 tengan un cártel, o puede que esté equivocado, pero Faber tiene razón en algo: Pablo Sánchez León sería catedrático en USA, un lugar en donde cada punto de vista se valora y no se silencia. En cuanto al poder y la influencia, convendría que algunos revisaran sus esquemas: tener poder no es ocupar cargos públicos. ¿O tengo que recordar que en nuestra sociedad los que más poder tienen no ocupan cargo público alguno?
El/la intelectual mediático/a
04/05/2016
Asunción Bernárdez Rodal
Profesora Titular en la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM
A los medios de comunicación les gusta el espectáculo, les agrada que cualquier tema se convierta en diversión pública, a base de producir comentarios maniqueos sobre la realidad. También lo hace con las llamadas hard news, las noticias sobre la economía, la política, los conflictos bélicos, el terrorismo y un largo etcétera de informaciones que en teoría hay que tratar en la vida pública de forma seria.La paradoja es que parece que así ocurre.
Si nos ponemos frente al televisor a ver un debate político, nos encontraremos que muchas de las personas que intervienen están allí porque son capaces de interpretar la realidad en forma de buenos y malos, listos y tontos, triunfadores y perdedores, cristianos y musulmanes, nosotros y ellos… Deben ser rápidas en la respuesta, ingeniosas en la broma, atrevidas en la hora de lanzar los puñales verbales contra los adversarios y conseguir hacer mucha sangre dialéctica. Algunas de ellas aspiran al título de “intelectual mediático”… si no fuera que la unión de esos términos nos produce un cortocircuito mental.
Por si no fuera poco, ahora está de moda hacer una confrontación también entre por ejemplo, los mayores y los jóvenes, los independientes periodistas y los que vienen de la universidad… Me van a perdonar, pero yo sólo entiendo dos clases de intelectuales: los que trabajan por un mundo más justo e igualitario, y los que lo hacen para defender los intereses de las élites. De los primeros dicen que no hay muchos, pero no es verdad. Tenemos un país lleno de gente que no hace más que escribir y clamar por la construcción de un mundo más acorde con la supervivencia humana, con la felicidad y la vida más armónica con la naturaleza. En muchos casos están organizados en asociaciones de todo tipo que trabajan en el tejido social casi ser vistos, en partidos políticos minoritarios a los que les cuesta salir en la prensa, y cuando lo hacen es sólo durante veinte segundos en los que no cabe ninguna explicación.
Pero esto no le gusta a los medios de comunicación que necesitan rostros parlantes llamativos que nos proporcionen un rato de pasiones efímeras frente a la pantalla. Y es que los medios nos venden que ellos son la realidad social, y sus intelectuales, los intelectuales de todos, pero eso no es verdad.
Y es que muchos intelectuales críticos (ellos y ellas) siguen sin tener en este país espacios desde los que hablar. No es un problema de los intelectuales, es un problema que tiene que ver con el dinero y el sistema empresarial de comunicación que no arriesga e invierte en que el mundo cambie.
Claro que tenemos gente que ‘piensa bien’ pero los espacios mediáticos siempre son pocos. Me dirán que hoy día eso no es un problema, que tenemos las redes sociales para hablar e intercambiar ideas de la forma más activa de la historia. Pero cuando hablamos de política, esa es una verdad a medias. La política necesita debate, poder disentir para poder después ponernos de acuerdo. Necesita de encuentros entre personas, y no entre programas y públicos; necesita llegar a acuerdos y no realizar performances mediáticas en las que se exhibe de forma sesgada y limitada a la gente y los colectivos que componen la realidad social.
Y es que este debate sobre la intelectualidad no me gusta. Me parece un falso problema, que además no beneficia en nada la vida cultural de nuestro país. Y no es que en España no haya habido ni haya intelectuales, el problema es que históricamente hemos vivido períodos en los que la cultura ha sido despreciada y vilipendiada. Lejos hemos estado de la valoración que otros países como Francia han hecho de sus intelectuales, de sus maestros y profesores, mientras aquí son el pin-pan-pun de algunos periodistas envidiosos que disputan su papel de formadores.
Y cuando hablo de cultura, no estoy hablando de “alta cultura”, sino del conocimiento social acumulado en nuestras sociedades que nos ayuda a vivir de manera más libre y justa, de un conocimiento que es de todos y no de unos pocos. No hablo de gente con vocación de fama y de llenarse los bolsillos a base de hacer programas televisivos en los que lo radical se entiende como la de los personajes a más ‘raritos’ de las élites para que destaquen sobre un pueblo adocenado e ignorante (eso dicen ellos, no yo, que quede claro). No echemos la culpa de lo que pasa a la gente que trabaja educando, pensando, hablando por el bien común.
Basta con visitar una buena librería para ver cuánta literatura crítica se ha desarrollado en los últimos años sobre temas de justicia social e igualdad en nuestro país. No es que no tengamos diagnósticos certeros, análisis profundos y ensayos críticos suficientes para cambiar el mundo. La pregunta es ¿por qué todo ese conocimiento no se transforma en un cambio de la realidad social? La respuesta es compleja, no cabe en estas páginas y no me atrevo a ser yo quien la formule… pero parte de la respuesta a esa pregunta está en el conservadurismo de los medios que dan más voz a las personas por sus capitales culturales (el ser académico, por ejemplo) que por lo que dicen.
Escupir al cielo
04/05/2016
Rosa Pereda
Escritora y crítica cultural
Lo jodido de ser mayor –aparte el calendario que te acerca la muerte- es que no puedes hacer ninguna reflexión que no esté cargada de memoria. Es decir, que no puedes pensar el futuro, en el que sabes que no estarás, ni el presente, en el que eres consciente de que pintas poco, sin referirte a un pasado que, con mucha suerte, te justifica. Y que tampoco es cómodo. Con suerte, si no te han doblado, te han quebrado. En ese caso, sobre todo en ese caso, el pasado se ha convertido en el lugar de la frustración. Porque no nos ha quedado muy bien que digamos. Y tienes la espalda del alma rota y sabes que han ganado ellos, porque cada vez que escupiste al cielo, tardaría un tiempo, pero a la cara te cayó.
No sé cómo hacer para que este texto represente algo más que a mí misma. Tampoco sé si es necesario: no os voy a contar mi vida, pero no sé si podría englobar a más personas. Aunque hable de un nosotros mítico, enjabonado en un cambio que, honestamente, creo que sí hicimos. Con las grietas, a veces abismos, que conocemos. Porque, y más vale que os lo apuntéis –es puro leninismo 2.0-, ningún grupo, ninguna clase social, desde luego, ningún estado de opinión programado y mostrado en unas elecciones, puede hacer los verdaderos cambios a solas. Ese grupo cargado de futuro –mira, como la poesía de Celaya- deberá encabezar los cambios. Y el resto de la sociedad, de la mayoría de la sociedad encabronada y empobrecida (esa es condición casi necesaria, o sea, sine qua non) los seguirá.
Y entonces no, entonces no será el paraíso del proyecto que parece que sale adelante. La cosa se complica, y muchísimo. ¡Quién entiende los paraísos! ¿Con canal? ¿Con tetas? Eso nos ha pasado.
Escupimos al cielo franquista, y demolimos su estructura de Estado. Pero el escupitajo nos cayó cuando la privatización del aparato productivo estatal, de las empresas que daban beneficios, claro, fue a parar a la nomenklatura del sistema anterior, y sí, a algunos nuevos ricos, que ahora ya son ricos de toda la vida. Se ve más claro si estudiamos el sistema que desestatalizó la antigua URSS, porque tanto el Estado mediofascista de Franco como el tardocomunista de la Perestroika tuvieron que fabricar una clase capitalista de donde había….. otras cosas, aparte una pequeña oligarquía corrupta y política. Y no digo China, porque es demasiado grande para mí.
Escupimos al cielo de la moral familiar, vale decir del sexo y sus libertades, y mira, ahí parece que no salió demasiado mal. A lo mejor la esfera de lo estrictamente privado, la tolerancia y el bajón de la presión social, por mucho que algunas instituciones como la Iglesia gritaran en varias lenguas, llegaron para quedarse. Y hubo leyes que ayudaron, y mucho. Pero cuidadín, que Gallardón también nos ha caído del cielo. Y no está, ni ha estado nunca, solo.
Y escupimos al cielo de la política. De las políticas. De aquella España analfabeta y con bolsas de hambre, con aquella pobreza histórica y agraria, y la urbana periférica, que siempre se olvida, con una esperanza de vida miserable para una vida miserable, pasamos a una cosa con cierta dignidad, ciertos niveles de igualdad de oportunidades, para la supervivencia en la enfermedad y para la sabiduría y el conocimiento. No hace falta que diga lo que nos viene lloviendo. Porque el propio sistema democrático, generado en un estado entre el miedo y la esperanza, justificados, creo, uno y otra, está ahora rompiendo sus costuras. Y también nos cae a la cara.
Y bien, la cultura. Mis clásicos dicen que los sistemas estéticos (y éticos, no hay que olvidar que van juntos) tienen fecha de caducidad. Que en las sociedades conviven, igual que las generaciones, las tendencias; pero que siempre hay una dominante, con su caterva de epígonos (mis maestros eran muy brutos) viviendo con las más o menos asumidas y hasta reivindicadas estéticas anteriores; con otras, francamente residuales (la pintura de mueblería sería un ejemplo estupendo, y la poesía de juegos florales), y con las que pugnan por nacer como tales. Es decir: con voluntad de poder, que de eso se trata. Obviamente, las estéticas no son estáticas, y no es un juego de palabras: todas ellas tienen un momento glorioso, vanguardista, de toma del poder, y luego esa fuerza centrífuga de la propia naturaleza de su trabajo, y luego, que la vida nos va cambiando. De estética, y a veces, de ética.
Bioy Casares, que era más bruto todavía que mis clásicos, franceses y rusos casi todos, escribió una novela considerada menor, pero bastante impresionante: Diario de la guerra del cerdo. A ver, que no era para tanto: era el cambio generacional, que él metaforizaba en una campaña de asesinatos masivos de los viejos, los cerdos. Los viejos estaban aterrorizados, claro. Y los jóvenes, naturalmente decididos.
Cuando la leí, yo todavía era joven. Quiero decir, que los cerdos eran otros. Tenía cierta conciencia de que lo mío, lo que defendía, lo que correspondía, mi periódico, mis revistas, mi generación más comprometida, los que estábamos dejando de ser hijos para ser, quizá, padres (y cito a Savater). Los que sabíamos distinguir el trigo de la paja, y desde los sitios de poder conseguidos, apoyábamos esas creaciones culturales y ese pensamiento que sí, habría de convertirse en hegemónico…. matábamos cerdos.
Cuando se nos tira por un balcón el hombre que había hecho Ruedo Ibérico. Cuando se recibe tan heladamente a todos los exilados que vuelven con esperanzas. Cuando se arrumba a una generación por arriba –y quizá otra por abajo– aunque se reivindiquen esos puentes con los mayores que toda generación necesita para ser legítima, sea Ferlosio o sea Jaime Gil de Biedma, Barral u Hortelano, Benet o Claudio Rodríguez… o Don Vicente Aleixandre y la mayoría del 27. En fin. Que matamos cerdos.
¿Y ahora? Somos muy difíciles de bajar del machito, por mucho clínex que usemos contra lo que nos cae del cielo. Pero para bajarnos, no hace falta sólo querer. En una cultura atomizada, en unas generaciones educadas en el apoyo público (ahora volado: la nuestra no lo estuvo, por cierto: el apoyo fue conquistado, porque la cultura es un bien público y la excepcionalidad cultural un… dogma; pero eso es tema para otro día) donde florecen mil flores pero no hay ese espíritu común, esa voluntad común, y parecería que sólo hay ganas individuales de quítate tú para ponerme yo, no sé si hay alternativas… Es verdad que lo que queda de aquello tampoco es lo mismo: también atomizado, también disperso. Pero para que haya una estética –y una ética- dominantes, haría falta un poquito de resolución. De pensamiento colectivo.
A lo mejor no somos tan difíciles de quitar de en medio. Después de todo, ahora nosotros somos los cerdos.
Una democracia resignada
04/05/2016
Miguel Pasquau Liaño
Jurista y escritor
No sé si en 1978 España habría podido darse una Constitución distinta, pero sí estoy seguro de que la que se aprobó es mucho mejor que lo que después se hizo de ella como consecuencia de un bipartidismo de intereses endogámicos que en algún momento comenzó a competir ‘a la baja’ con más interés en controlar la democracia que en desplegarla. Con cuánto agrado leí Democracia de papel, un ensayo de Bonifacio de la Cuadra en el que defiende esa tesis con el valor añadido de quien fue testigo directo de los necesarios equilibrios que se forjaron y del deterioro que se produjo a partir, más o menos, de la segunda legislatura de Felipe González.
Pese a haber quedado empequeñecida y reducida a un mínimo ‘confortable’ en el ejercicio de un poder concebido como gestión resignada del Estado sin grandes objetivos de transformación social, sigo sosteniendo una convicción: en 1978 España se puso de puntillas y constitucionalizó la mejor versión posible ‘de sí misma’ en aquel momento, aunque (o quizás ‘porque’) no llegó a ser la Constitución que colmase las aspiraciones de unos y de otros. Y añadiría algo más que puede resultar desazonador: nada nos asegura que la Constitución que pudiera resultar de la España de 2016 fuese de mejor calidad democrática que la de 1978, porque la sociedad civil ha perdido resistencia y, acosada por la incertidumbre, tiene más miedo a perder que ansia de ganar. En todo caso, si se está dispuesto a abrir un proceso de amplia reforma constitucional, sería interesante afinar en el diagnóstico sobre las causas de las disfunciones que quieran corregirse.
Lo que nunca deberíamos olvidar
No deberíamos olvidar algo que ya resulta definitivamente lejano para dos terceras partes de españoles: la Constitución de 1978 sirvió, sobre todo, para pasar de una autocracia a una democracia homologable con su entorno europeo.
Ya sé que no basta con dotarse de una Constitución democrática para asegurar el funcionamiento democrático del Estado, ya sé que aquella Constitución no fue suficiente para cegar algunas inercias del régimen anterior, pero no seré yo quien enarbole pancartas queriendo sustituir una democracia formal por una democracia real. Por dos razones: primero, porque sin democracia formal, es decir, los procedimientos democráticos, el principio de legalidad y la sumisión de todos los poderes a la Constitución, no puede haber democracia real, sino voluntarismo político; y segundo, porque la democracia real no puede asegurarse con textos constitucionales, sino con políticas.
El sufragio universal, el pluralismo competencial entre partidos, el blindaje jurídico de los derechos fundamentales, la conversión de los súbditos en ciudadanos, todo esto es el suelo que se alcanzó en 1978 y debería ser un punto de no retorno. Ni un paso atrás en este camino: pocos afanes reformistas, por ello, serían más importantes que fortalecer la cultura de la democracia constitucional en un país proclive cíclicamente a atajos, a liderazgos excesivos, al predominio de lo (pretendidamente) justo frente a lo legal y al sedicente predominio de lo identitario y lo nacional (es decir, la definición del ‘nosotros’) frente al concepto liberal de ciudadanía. Ese objetivo puede perseguirse, si hay voluntad política y nobleza democrática, con la Constitución vigente. Reformarla será oportuno o no según la dirección que se tome y la base de consenso sobre la que se asiente.
La letra escrita en la Constitución de 1978 no fue el resultado de la ocurrencia de unas élites políticas para que todo siguiera igual, sino la homologación de España con una tradición europea que, entre conflictos, guerras y revoluciones, supo ir decantando las mejores ideas del pensamiento filosófico y político, distinguiendo las voces de los ecos de bisutería. Soy de los que piensan que debemos seguir celebrando más el 6 de diciembre que el 12 de octubre, más la Constitución que la nación y que el pueblo, porque nunca las naciones y pueblos de España han sido mejores que lo que aquella Constitución dice de nosotros.
La entropía democrática y sus causas
El caso es que, es verdad, algo se torció demasiado pronto. La inercia de un despegue económico escondió graves e insidiosos procesos de entropía democrática que se fueron fraguando poco a poco, en una lenta claudicación (en la política económica, en la calidad del debate público, en la permeabilidad del sistema a nuevas reivindicaciones, en la ejemplaridad del ejercicio del poder), y que han aflorado con cierta virulencia cuando la crisis financiera e inmobiliaria rompió la ilusión de una prosperidad permeable de arriba abajo y por tanto beneficiosa no sólo para las élites, sino también para las clases populares, que es la esencia del pacto social.
Cuando los derechos sociales se han topado con el límite de su financiación; cuando los derechos laborales han tenido que convertirse en la principal variable de ajuste de la competitividad; cuando el orden y la ley no han sido tanto la armadura del pacto social como, otra vez, el muro protector de los incluidos frente a los excluidos; cuando la Constitución lejos de integrar la diversidad se esgrime para justificar el inmovilismo en un escenario que quizás ya no es la media resultante de las tensiones entre unos y otros; cuando los partidos políticos se convierten en sedes, aparatos, áreas de influencia en el entorno del poder y puestos de trabajo; y cuando la clase política se ha funcionarizado, se ha corrompido más allá de lo soportable y se ha envuelto en sí misma con puertas giratorias y obsequiosas más hacia los grupos empresariales y los grandes medios que hacia la ciudadanía, empezamos a tener la impresión de que la democracia ha sido colonizada y convertida en un aspecto casi marginal del ejercicio del poder.
Es normal, entonces, atribuir el deterioro a una suerte de pecado original, un defecto de origen, una culpa inicial que tarde o temprano acaba manifestándose, de manera que el deterioro de nuestra democracia estaría escrito de antemano en una Constitución que se habría quedado a medias: la monarquía y no la república, la descentralización y no la autodeterminación, los derechos sociales como principios inspiradores pero sin garantía judicial, la aconfesionalidad y no la laicidad, etc.
Si esa explicación resulta confortable para quienes en el 78 defendieron posiciones más audaces, tienen derecho a esgrimirla. A mí, sin embargo, me parece un relato demasiado atrapado en la memoria de lo antiguo, y por tanto distorsionador. La crisis de nuestra democracia no se debe, en mi opinión (y sé que en contra militan poderosos intelectuales), a asuntos ‘mal cerrados’ en la Transición, sino a procesos sobrevenidos que no son españoles ni nada tienen que ver con el 78, sino europeos, o más bien mundiales.
Se trata de la gran desigualdad que está vaciando poco a poco, derecho a derecho, conquista a conquista, el concepto de ciudadanía. Me refiero a la gran desigualdad que se va conformando urbi et orbi como efecto de una globalización económica deliberadamente basada en la desregulación de los grandes mercados liberados de los límites políticos (y por tanto de los objetivos democráticamente perseguidos). Me refiero a una desigualdad como efecto subsidiario de un modo de crecimiento que necesita estructuralmente la pobreza de un tercio de la sociedad. Si no somos capaces de comprender esto, si nos aferramos al recuerdo de las batallas ideológicas del 78, podríamos incurrir en un mero reformismo constitucional estético.
Democracia y capitalismo: una pugna desigual
Tantas veces se ha dicho que parece un tópico de salón, pero no me parece posible una reflexión sobre el vigor de nuestra democracia sin reparar en que las fronteras estatales se han abierto con prisa para el tráfico del dinero, de los productos y de los servicios (habilitando territorios de conquista para el capital), pero han permanecido cerradas para lo constitucional, para los derechos y la democracia. Y así, una vez que el ámbito territorial de la ley y los derechos no se corresponde con el ámbito geográfico del gran mercado en el que opera el capital, no pueden sobrevivir las conquistas de un Estado social: los paraísos sociales se desbaratan si el capital encuentra paraísos fiscales o trabajadores que son baratos porque no tienen derechos.
Con la extraordinaria acumulación de un capital deslocalizado, huidizo y capaz de eludir controles efectivos, con territorios exentos de pactos sociales homologables a los de la Europa de la segunda mitad del siglo XX y con el burladero de los paraísos fiscales, las democracias nacionales apenas pueden ir más allá de gestionar las consecuencias, sin poder real sobre las causas. Una muestra privilegiada de este proceso fue la reforma del artículo 135 de la Constitución, que, sin perjuicio de lo saludable del principio de estabilidad presupuestaria, nos rindió a la evidencia de que el contexto puede más que el texto constitucional.
A ello debe añadirse la ideología que cuidadosamente ha ido convirtiéndose en hegemónica gracias a la colonización de los medios de comunicación. Esa ideología consiste, en síntesis, en que la injusticia que se causa o que se sufre es inevitable. El bienestar o, mucho mejor, la universalización de la dignidad humana, ha dejado de ser una aspiración democrática para convertirse, cada vez más, en un asunto privado. Es la ideología de la seguridad y la insolidaridad, la del “sálvese quien pueda”. Es el vértigo de las clases medias, que por primera vez en varias generaciones ha dejado de sentirse a salvo de la pobreza, y en vez de mirar arriba se obsesionan con el precipicio. Y es un indecente uso de los medios de comunicación que invisibiliza el sufrimiento (salvo el que se exhibe impúdicamente en las catástrofes) al tiempo que sobredimensiona la amenaza: la amenaza terrorista, la del desorden, la de la inmigración. De ese modo, finalmente, el “nosotros” constitucional se empequeñece, porque el universo moral (aquello que puede conmovernos y nos puede disponer a renuncias) se va haciendo cada vez más mezquino.
La gran política
Podemos, naturalmente, discutir sobre monarquía y república, sobre nacionalidades y regiones, sobre la eficiencia del Senado o sobre el modo de designación del órgano de gobierno de los jueces. No quiero decir que no haya desajustes en estos aspectos: creo que el reconocimiento de la plurinacionalidad de España, que la república (entendida no -sólo- como la antítesis de la monarquía dinástica, sino como la total desamortización del poder), el reforzamiento institucional de una judicatura independiente y garantista, la transparencia y las fórmulas de control efectivo de la corrupción, o la reforma de las bases del sistema electoral podrían mejorar el funcionamiento de nuestra democracia y no estaría mal que las nuevas generaciones provocaran nuevos y distintos consensos constitucionales a los que tienen derecho.
Pero las causas de lo que nos está haciendo tanto daño no están ahí, como no están tampoco en la alternancia de políticas económicas de lo que llamamos derecha e izquierda, siempre que sean decentes. Están en el desarme de una democracia cautiva y resignada, sin energía ni instrumentos para intervenir en causas y procesos que se perciben como si fueran fenómenos meteorológicos: paraguas si llueve, ventilador si hace calor. Nada de eso se resuelve con un mero reformismo constitucional, porque lo que ha entrado en crisis en estas décadas de crisis no es la Constitución: es el Estado.
Sólo la gran política podría ser capaz de enfrentarse a la gran desigualdad. Pero esa gran política trasciende de los marcos de espacio y de tiempo en los que las democracias nacionales están instaladas. Si las fuerzas políticas de cada país no se hacen conscientes de ello y no se deciden a saltar fuera de esos marcos de manera decidida y organizada, la democracia servirá apenas para lo doméstico. La conservación del planeta, la universalización de la dignidad humana y la prosperidad de los (pen)últimos seguirán siempre siendo cosa del futuro remoto, un débil deseo moral sin urgencias, y un asunto de beneficencia. O de la ONU.
El fracaso de los políticos de hoy frente al éxito de la Transición
04/05/2016
Bonifacio de la Cuadra
Periodista
A punto de repetirse la convocatoria de las últimas elecciones generales -las del 20 de diciembre de 2015-, de resultados políticos fallidos, en cuanto que los elegidos por la ciudadanía no han sido capaces de alumbrar un Gobierno, merece la pena recordar los tiempos iniciáticos de nuestra democracia, en los que los representantes políticos alcanzaron acuerdos sustancialmente más difíciles, en condiciones muchísimo más precarias.
Curiosamente, el reciente fracaso de la formación de un Gobierno y la investidura de su presidente ha sido perpetrado por personalidades de alta gama académica y politológica, junto a veteranos en la función pública y en la experiencia democrática, mientras que los consensos de la Transición fueron obra de políticos novatos e históricamente enfrentados -desde quienes habían ejercido responsabilidades durante el franquismo hasta los que venían del exilio, la cárcel o la disidencia, junto a un núcleo de centristas que ansiaban una salida democrática al régimen-, todos ellos unidos por la voluntad, muy problemática y azarosa, de establecer las reglas del juego de una democracia.
El proceso constituyente, tras la reforma política de Adolfo Suárez, el harakiri de las Cortes orgánicas, la legalización del PCE y las elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, es decir, año y medio después de la muerte del dictador, se produjo en un contexto militarizado, de sindicalismo vertical, nacionalcatólico, ultraderechista y con pretensiones sólidas de instalar al jefe del Estado designado por Franco al frente de una dictadura coronada o una monarquía del 18 de julio. En ese ambiente, con un resultado electoral que dio a UCD 165 escaños, al PSOE 124, al PCE 20 y a Alianza Popular 16 (con Manuel Fraga al frente de los siete magníficos y otros exministros de Franco), se acomete la elaboración de la Constitución democrática.
Sin consenso para gobernar
Si se analizan las diferencias políticas que han impedido en 2016 la formación de un Gobierno a los cuatro principales líderes (Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera) y se las compara con las que separaban a los siete ponentes de la Constitución (los centristas José Pedro Pérez-Llorca, Miguel Herrero y Gabriel Cisneros; el socialista Gregorio Peces-Barba; el comunista Jordi Solé Tura; el nacionalista catalán Miquel Roca y el exministro de Franco Manuel Fraga) será fácil no comprender lo ocurrido en 2016 y asombrarse del consenso obtenido en el proceso constituyente.
Porque tras casi 40 años de franquismo, y mediante la estrategia no bélica de Torcuato Fernández-Miranda, de la ley a la ley, la Constitución que habría podido liderar la entonces denominada mayoría mecánica -UCD más AP- habría significado algún avance desde la dictadura, pero no se habría tocado la pena de muerte, ni potenciado los derechos humanos, ni reforzado las libertades, ni reconocido el derecho de huelga, ni establecida la aconfesionalidad del Estado, ni contemplada la disolución del matrimonio…
De igual modo que los partidos emergentes y, en general, la izquierda, en 2016 han promovido el cambio político, por el momento sin resultados, los constituyentes -gracias a dejar con frecuencia a Fraga en minoría- pretendieron introducir los derechos humanos, erradicar la tortura, garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades, establecer la aconfesionalidad del Estado, consagrar la libertad de expresión, potenciar los resucitados partidos… Hasta tal punto resultaba rupturista el borrador de Constitución que las entonces llamadas “fuerzas vivas” -desde la banca a la Iglesia, pasando por la milicia y el empresariado-, una vez que en noviembre de 1977 se conoció el texto secreto sometido a confidencialidad por la ponencia, clamaron contra su contenido y acusaron sobre todo a UCD de los excesos logrados por la izquierda y los nacionalistas. Incluso una persona no vinculada al franquismo, como el escritor orteguiano Julián Marías, atacó con dureza el borrador de Constitución, pidió enérgicamente la supresión del término “nacionalidades” y defendió con ardor que se atribuyeran mayores competencias políticas al Rey.
La conmoción provocada por la publicación del borrador originó algunos reajustes del texto, como la cacofónica referencia a la “Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, a cambio de mantener el término “nacionalidades”, objetado por el minoritario Fraga, quien, acertadamente, entendía que “nación y nacionalidad es lo mismo”. Pero no todo fueron rebajas, ya que, por ejemplo, la abolición de la pena de muerte, que no figuraba en el borrador de la Constitución, se introdujo en el debate parlamentario, con luz y taquígrafos. Un mínimo recuerdo de los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición (o el estudio documentado de aquellos años, sin planteamientos conspiranoicos) nos hace comprender el cambio radical entre un régimen nucleado en torno a los Principios Fundamentales del Movimiento y una democracia como la que diseñó una Constitución homologable a las de otros países europeos.
Sería positivo que los partidos que promueven ahora el cambio político frente a un PP -heredero del minoritario Fraga- que utiliza la Constitución democrática como parapeto inmovilista, tuvieran en cuenta aquella transición exitosa y se quedaran con el espíritu de consenso que orientó su actuación. Hay una expresión en el preámbulo de la Constitución -que redactó Enrique Tierno- que explica cómo la tarea no quedó acabada, sino que había y hay que empujar hacia el futuro: cuando proclama la voluntad constituyente de “establecer una sociedad democrática avanzada”.
En los primeros años de vigencia de la Constitución, los operadores políticos colaboraron con esa proclama, mientras que en las décadas siguientes tanto el PP como el PSOE se olvidaron de cumplir aquellas reglas del juego democrático y no promovieron su desarrollo avanzado. Baste un ejemplo, entre muchos. ¿Cómo los sucesivos Gobiernos y sus mayorías parlamentarias no han tenido ocasión, a lo largo de más de 37 años, de desarrollar el artículo 69.1, que establece: “El Senado es la Cámara de representación territorial”, a pesar de que la cuestión autonómica y nacionalista es uno de los problemas que aquejan a este Estado?
Un republicano recuperado
En cuanto al cumplimiento de los mandatos constitucionales en los primeros años de vigencia de la Ley Fundamental, un reciente documental titulado Un Tribunal para la Constitución (codirigido por los catedráticos Miguel Beltrán y Daniel Sarmiento) recoge, entre otras muestras de esa actitud coherente con la letra y el espíritu de la Norma Suprema, el testimonio de Francisco Rubio Llorente (recientemente fallecido) a propósito del nombramiento, en 1980, del presidente de la institución máxima intérprete de la Constitución. Rubio Llorente explica que, una vez conocido que el Gobierno de Suárez tenía un candidato -el exministro de Educación Aurelio Menéndez- era preciso, para mantener la independencia del tribunal, que fuera elegido otro. Y así fue cómo el constitucionalista Manuel García-Pelayo obtuvo más votos de sus colegas magistrados y fue propuesto al Rey como presidente del alto tribunal. Esa decisión incorporaba la audacia de que cinco años después de la muerte del dictador fuera un republicano, que había participado en la contienda civil contra las tropas de Franco, quien presidiera el Tribunal Constitucional.
En contraste con esta voluntad de independencia del poder político, la dependencia de las instituciones constitucionales fue aumentando con los años. Así, en 2008, la designación del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que la Constitución atribuye a los 20 vocales del CGPJ, la decidió el entonces presidente del Gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, de acuerdo con el líder de la oposición, Mariano Rajoy. Los 20 vocales obedecieron a los políticos y fue propuesto al Rey, y designado, Carlos Dívar, que cuatro años después terminó dimitiendo tras el escándalo de las llamadas semanas caribeñas, de las que se beneficiaba, a costa del erario público.
Las pretensiones de los políticos emergentes y de los veteranos que apuestan por el cambio hacia “una sociedad democrática avanzada” no deben partir de cero. El arsenal del proceso constituyente, acometido a muy pocos años del franquismo y cuando los resortes de la dictadura estaban dispuestos a boicotear todo progreso político (el frustrado golpe de Estado del 23-F solo fue una muestra de la voluntad de bloqueo), debe servir a los demócratas de hoy para mirarse en aquel espejo, revitalizar aquellas habilidades para el consenso y alejarse de la pasividad de quienes han ocupado el poder durante décadas, pero poco han hecho para avanzar y mucho para deteriorar las instituciones de la democracia recuperada.
INTELECTUALES: “CABEZAS DE ORO” Y PIES DE BARRO
01/05/2016
Piter
Parado
Sí, como en la biblia, ídolos con “cabezas de oro” y pies de barro. Y entrecomillo lo de “cabezas de oro” por el simple motivo de que en el país de los ciegos, el/la tuerto es el/la rey/na. En un país donde el nivel cultural es de una mediocridad supina, cualquiera que sea medio leídx se transforma en intelectual. Triste pero cierto, causado por la herencia del franquismo que liquidó cualquier atisbo de intelectualidad y de pensamiento crítico u original. El país que ha mamado del “Muera la inteligencia” y que, consecuentemente, ha asumido el circo (en sentido romano) como máxima expresión cultural, bien sea fútbol, toros o famoseos y vanidades.
Cierto es que está mal generalizar, y que en este país hay y han habido en el periodo que va desde la amortización de la dictadura hasta la actualidad intelectuales de valía, como pueden ser Carlos Taibo, Gustavo Bueno o José Luis Sampedro, por citar sólo algunos de sensibilidades diferentes. Pero en lo que se refiere a la relación que expone el ponente con los medios y por lo tanto su influencia real en la sociedad, su aportación es casi negligible fuera de determinados círculos.
El resto, lxs que realmente tienen la categoría de poder citada por el ponente por su influencia mediática, son personajes que han sido aupados a la categoría de ídolos en base a algún logro puntual, a veces gracias a que sonó la flauta por casualidad como el burro de la fábula, a veces logros más presuntos que reales.
El resto, en el documento adjunto.
Sobre los intelectuales
28/04/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Nunca he sentido la vocación de querer ser un intelectual, ni creo que reúna las capacidades ni los méritos para llegar a serlo. No obstante voy a atreverme a reflexionar en voz alta sobre qué entiendo yo que es, o debería ser, un intelectual. A mi parecer, debería reunir las siguientes particularidades:
En primer lugar debe poseer unos vastos conocimientos, que le permitan moverse con relativa soltura por un abanico amplio de temas y sin necesidad de recurrir, para opinar, a sus fichas (como una vez le ocurrió al historiador Antonio Elorza). En España hay buenos politólogos, economistas, literatos, etc., pero pocas personas realmente cultas. Como diría Ortega y Gasset, hoy triunfa “la barbarie del especialismo”.
En segundo lugar nada define mejor a un intelectual que la independencia de juicio. Ya dijo el escritor Anatole France que “La independencia del pensamiento es la más orgullosa aristocracia”. Aquí el panorama resulta aterrador, pues casi todos los opinadores, tertulianos y sabios que aparecen en los medios de comunicación son rehenes ideológicos de algún partido, facción o lideresa (madrileña o andaluza). Nada más abrir la boca ya sabe uno lo que van a decir; y la previsibilidad es un signo clarísimo de falta de talento. Ahora bien la independencia de juicio no implica necesariamente falta de compromiso; donde se descubre el talento y la originalidad es precisamente en la capacidad de aunar compromiso e independencia. Ahí está la dificultad.
En tercer lugar, el intelectual debe estar imbuido por lo que Max Weber denominó “la ética de la responsabilidad”. En otras palabras, hoy día es muy difícil tener una opinión autorizada sobre muchas cosas que se nos escapan por su complejidad y dificultad; por lo tanto, el intelectual debe mostrar reservas o abstenerse de opinar sobre aquellos temas que no sean de su competencia y, por ende, evitar dejarse llevar por sus prejuicios o intereses. Cuando un intelectual utiliza su fama para influir en este tipo de temas que lo rebasan o sobre los que tiene intereses particulares, se convierte en un patán o en un Félix de Azúa.
Para finalizar; si en la actualidad hay tan pocos intelectuales que merezcan ese nombre, es porque para llegar a serlo se requiere de dos virtudes que se prodigan muy poco, tanto en hombres como mujeres, ora progresistas o conservadores: me refiero a la humildad y la generosidad. Sin humildad para aceptar nuestras propias limitaciones, y la generosidad para reconocer los méritos ajenos, no pueden medrar ni el intelecto ni la sana moral. Un gran sabio dijo: “Sólo sé que no se nada”.
Cerrazón política e intelectual
27/04/2016
Ignacio Sánchez-Cuenca
Profesor de Ciencias Políticas de la Carlos III y consejero editorial de CTXT
La crisis económica que golpeó a España a partir de 2008 no fue muy distinta de la que vivieron muchos otros países europeos. La principal característica diferencial es que en España la burbuja inmobiliaria había adquirido dimensiones colosales y el país se había endeudado fuertemente con el exterior. A lomos del crecimiento y el dinero barato, las grandes empresas se expandieron internacionalmente adquiriendo enormes deudas. Y aunque en menor medida, los hogares también se endeudaron con la compra de vivienda.
La crisis dejó a España en una posición muy delicada. Al fuerte endeudamiento externo se sumaron las limitaciones impuestas en política económica por nuestra pertenencia a la unión monetaria. De esta manera, el margen de acción del gobierno fue muy estrecho. Esa “impotencia democrática” hubiera bastado para que la crisis económica mutase en crisis política.
Hubo ingredientes adicionales que han agudizado enormemente la crisis política. El diagnóstico es bien conocido, así que lo resumiré telegráficamente. La carga del ajuste ha recaído de forma desproporcionada y, por tanto, injusta, sobre los sectores más vulnerables de la población y sobre las generaciones más jóvenes. Como consecuencia de ello, los niveles de desigualdad se han disparado; algunas de sus manifestaciones más terribles han sido la formación de una enorme bolsa de parados de larga duración, la pobreza energética, los desahucios, el aumento del riesgo de exclusión social, la emigración de los jóvenes y un problema serio de pobreza infantil.
Los poderes públicos han hecho poco para paliar la injusticia generalizada que trajo la crisis. Ha habido dos reformas del sistemas de pensiones (que supondrán a medio plazo un recorte del 30% aproximadamente de la cuantía que reciban los jubilados), dos reformas laborales, varias reformas del sistema financiero, así como recortes generalizados en políticas sociales (educación, sanidad, dependencia) y en políticas de crecimiento (como la I+D). No ha habido, empero, una reforma fiscal seria que reequilibre el reparto de las cargas y todavía hoy, a pesar de las necesidades fiscales del Estado, las grandes empresas de este país siguen contribuyendo con cantidades ridículamente pequeñas a los ingresos públicos. Tampoco ha habido políticas de emergencia para aliviar las situaciones sociales más extremas. Y una masa enorme de jóvenes se encuentra con un país que no ofrece oportunidades. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, ha salido a la superficie toda la mugre de la corrupción que se había acumulado durante los años de la bonanza.
Esta combinación de elementos no podía sino provocar una crisis de legitimidad del sistema. Los indicadores de confianza en las instituciones políticas se hundieron durante los peores años de la crisis. Incluso el apoyo al capitalismo como forma de organización económica cayó espectacularmente. Aunque el país ha vuelto a crecer desde 2014, los destrozos causados por la crisis tardarán muchos años en superarse. En este sentido, las consecuencias políticas últimas de la crisis están todavía por verse.
Este es el contexto en el que debe entenderse el cuestionamiento que se ha producido de las élites políticas y económicas del país. Hay buenas razones para sostener que estas élites no han estado a la altura de las circunstancias: o no han reaccionado o lo han hecho demasiado tarde, cuando había un clamor social ante las manifestaciones más dolorosas de la crisis. Que el drama de los desahucios esté aún lejos de resolverse es quizá la manifestación más ofensiva de la incapacidad del sistema político para hacerse cargo de las demandas ciudadanas. Por lo demás, episodios de fuerte carga simbólica como el de las tarjetas black de Cajamadrid y, más en general, el saqueo de las cajas de ahorros, han terminado de hundir el crédito social y político de nuestras élites.
Por descontado, en la denuncia de las élites ha habido excesos e imprecisiones. Aunque no dispongo de espacio para desarrollar estas ideas como se merecen, me parece, por ejemplo, que es un error atribuir las culpas a la transición democrática o al bipartidismo imperfecto que ha dominado en España: países con transiciones muy distintas a la española están viviendo dificultes parecidas a las nuestras y hay muchos países con bipartidismo que funcionan razonablemente bien. Como a continuación diré, creo que una de las causas de la crisis del sistema es la cerrazón de las élites y su desconexión con respecto a la sociedad.
El cuestionamiento de las élites políticas y económicas ha producido una onda expansiva que ha terminado alcanzando a las élites periodísticas y, en última instancia, también a nuestras élites intelectuales. La prensa tradicional se encuentra en una decadencia preocupante: su pluralismo ideológico se ha reducido considerablemente, cubriendo solamente una parte pequeña del espectro ideológico, el espacio que va desde la extrema derecha hasta el liberalismo moderado; además, dicha prensa ha reaccionado con desdén y suficiencia a muchas de las críticas al sistema; y, lo que es peor, su independencia y credibilidad se encuentran seriamente comprometidas al estar en manos de poderosos intereses económicos.
Al mismo tiempo, se ha podido constatar que los principales intelectuales españoles, aquellos con mayor presencia mediática e influencia social, casi todos ellos con pasados biográficos de izquierdismo radical y hoy situados en posiciones liberales o conservadoras, han tenido un discurso muy superficial sobre la crisis, cargado de moralismo, pero falto de análisis o capacidad propositiva. Les ha podido escandalizar la corrupción o la mediocridad de la clase política, pero no han tenido mucho que decir sobre la desigualdad o el estrechamiento del margen de acción de la política. Se trata de intelectuales que se han quedado congelados en la querella nacional, que consideran que el origen de nuestros problemas, así como los mayores desafíos del presente, son las tensiones territoriales derivadas de la existencia de nacionalismos periféricos. Han colocado en el centro de sus preocupaciones a los nacionalismos vasco y catalán y, aunque ya no hay ETA ni violencia alguna, siguen encasillados en el papel de resistentes frente a la opresión nacionalista, por más que disfruten de todos los privilegios que conlleva estar en el cogollo del establishment intelectual español.
Cabe trazar algunos paralelismos entre los establishment intelectual y político en España. Lo que los unifica es la cerrazón a la que antes me referí. Nuestros partidos tradicionales se han caracterizados por ser extremadamente cerrados en su funcionamiento. Por un lado, hay un problema de selección: se recluta solamente a quienes tengan un alto grado de socialización en los tejemanejes orgánicos. Por otro, hay un problema de organización: estos partidos han desarrollado burocracias e inercias muy rígidas que les aíslan de la sociedad, hasta el punto de que han terminado prestando mayor atención a los poderes económicos y mediáticos que a la propia ciudadanía. Así, cuando llega la crisis, no son capaces de hacerse cargo de los problemas que esta genera, lo que acaba creando un vacío que aprovechan los nuevos partidos para desafiar a los tradicionales. Es la cerrazón de los viejos partidos lo que explica que el sistema de partidos existente se quiebre y surjan competidores.
Una cerrazón similar puede observarse en el establishment mediático e intelectual. La renovación generacional se produce solamente en la medida en que los nuevos autores asumen las reglas de juego y respetan los límites del debate. Los intelectuales más consagrados, por su parte, se sienten cómodos formando parte de las escuderías literarias de los medios y participan gustosamente del sistema de complicidades, reconocimientos y privilegios que queda establecido. Se ha configurado así un entramado cerrado que dificulta el intercambio de argumentos y reduce el tipo de razones que se ofrecen en el debate público.
De la misma manera que la cerrazón de los partidos ha terminado provocando la aparición de nuevos partidos, la cerrazón mediática e intelectual ha dado lugar a una proliferación de medios digitales y de nuevas firmas o de firmas menos conocidas que anteriormente no encontraban hueco. La calidad resultante es muy desigual, como no podía ser menos, y se ha dado rienda suelta a resentimientos largamente larvados y a acusaciones gruesas, pero aun con todo, me atrevería a decir, el saldo es positivo, pues se oyen nuevas voces, se cuestionan lugares comunes y se ofrecen otros puntos de vista.
Necesitamos una política más porosa a las demandas ciudadanas y a la opinión pública, es decir, menos dependiente de los intereses económicos y mediáticos, pero necesitamos también un debate público sobre la política más abierto, menos “mediatizado” y en el que haya una mayor renovación y rotación de voces.
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