«ALIANZA MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO»

El Cambio Climático ya no es una amenaza lejana: es una realidad que se acelera. En todo el mundo, a final de este siglo, si siguen las tendencias actuales regiones importantes podrían ser inhabitables y en España una parte también. Según las proyecciones científicas España podría enfrentar un aumento de temperatura superior a los 4°C para 2100 si no se toman medidas drásticas. Este escenario, que parecía extremo hace unas décadas, se consolida como una posibilidad cada vez más probable, obligando al país a replantear su estrategia no solo de mitigación, sino también de adaptación urgente.

Actualmente, España ya está sufriendo un aumento temperaturas en torno +1,7°C respecto a niveles preindustriales. Si el calentamiento global alcanza los +3°C de media, a final de siglo, en España, y entonces la Cuenca Mediterránea podríamos alcanzar hasta los 4ºC hemos de concluir que los impactos serán brutales. Desde 1961, año en el que comienzan los datos más exactos, se observa que estos últimos años no podían haber sido peores: 2022 fue el año de máxima temperatura media registrada en el país, pero seguido muy de cerca por 2023 y 2024, que han sido también años muy cálidos; además, los 7 años más calurosos se han producido en los últimos 10 años desde que existen registros. Por si fuera poco, se han sucedido fenómenos meteorológicos extremos como la DANA de Valencia de 2024 con sus 227 muertos junto a las inundaciones de esta primavera de 2025, ha subido el nivel del mar y se estima una media anual de unas 8.000 personas muertas por calor extremo. Este es el escenario actual.

Para 2100 se prevé en España y en el Mediterráneo un futuro todavía más caliente y más extremo. Al que iremos llegando progresivamente, salpicado el camino de fenómenos cada vez más extremos, intensos, extensos y frecuentes. Los últimos informes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) y de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), además del Informe CLIVAR, advierten que España se calienta más rápido que la media global, con un incremento que podría superar los 4°C en el peor de los casos.

Las consecuencias serán devastadoras, con olas de calor más intensas y prolongadas, con temperaturas que podrían rozar los 50-55 º C en zonas del sur, aumento de noches tropicales por encima de 28-30ºC, inundaciones costeras por subida del mar, sequías prolongadas en el sur con impacto en la agricultura y en el suministro de agua, una reducción de hasta un 30% de las precipitaciones en algunas regiones, inundaciones relámpago por lluvias torrenciales, especialmente en la Cuenca Mediterránea, pérdida de biodiversidad en ecosistemas como Doñana, La Albufera, el Delta del Ebro, o Daimiel, desaparición total de los glaciares, fuerte reducción del manto de nieve  y reducción del permafrost en los Pirineos; aumento del riesgo en incendios tanto en cultivos forestales, como eucaliptos y pinos, como en zonas de matorrales sin gestionar; impactos en la agricultura, con cultivos tradicionales (como el olivo o la vid) desplazándose o viendo reducida su producción; gran pérdida de turismo, que preferirá otros entornos con un clima más benigno; aumento del calor en el mar en verano y olas de calor marinas intensificadas; aumento del nivel del mar amenazando a ciudades costeras como Barcelona, Valencia o Cádiz.

Basado en el informe francés sobre escenarios de +4°C como referente podemos analizar los sectores clave que requieren acción inmediata para España por sus elevados riesgos son:

  • Salud pública: olas de calor y enfermedades emergentes por aumento de muertes por calor extremo (especialmente entre ancianos y trabajadores al aire libre), expansión de enfermedades tropicales (dengue, chikungunya y otras) por mosquitos invasores, barrios sin aire acondicionado que se vuelven trampas mortales (por ejemplo, poblaciones mayores en extrarradios con viviendas sin rehabilitar), mayor contaminación del aire y alergias por polen más agresivas.
  • Aumento del nivel del mar y tormentas extremas en la costa: Benidorm, Málaga, Barcelona y Cádiz perderán playas y sufrirán inundaciones recurrentes.
  • Turismo: colapso del turismo debido al excesivo calor en las áreas costeras; nieve artificial insostenible en Sierra Nevada y los Pirineos.
  • Agua: sequía crónica, inundaciones y conflictos por el recurso; reducción del 40% en disponibilidad de agua en cuencas como la del Guadalquivir o el Segura; menor disponibilidad de agua para riego; colapso en regadíos por acuíferos sobreexplotados; salinización de acuíferos en Delta del Ebro y Doñana, arruinando la agricultura; conflictos entre agricultura, industria y consumo humano; insostenibilidad de infraestructuras y actividades como centros de datos; deterioro de parques nacionales.
  • Agricultura y ganadería: crisis alimentaria en ciernes, con riesgos de pérdida del 30% de la productividad en cultivos clave (trigo, olivo, vid), con necesidades mucho mas importantes de energía para refrigeración en la ganadería intensiva por estrés térmico animal y por la falta de pastos; necesidad de importación de alimentos de otras partes del mundo; viñedos y olivares desplazados hacia el norte por falta de agua en La Mancha y Jaén; avance de plagas y enfermedades en cultivos (por ejemplo, Xylella en olivos).
  • Actividad forestal: incendios devastadores y grandes incendios en todas las estaciones del año, incluso en invierno (por ejemplo, en Galicia o Cataluña); desertificación del 80% del sur peninsular (Andalucía, Murcia, Castilla-La Mancha); pérdida masiva de biodiversidad (encinas, alcornoques, abejas).
  • Afección a infraestructuras críticas: riesgos de colapso por calor extremo, deformación de raíles y carreteras, cortes de energía por sobrecarga en sistemas de refrigeración, aumento de riesgo de inundaciones en infraestructuras críticas, aumento de costes logísticos, falta de agua para refrigeración de centrales nucleares
  • Suministro de agua en zonas urbanizadas: problemas de acceso al agua en toda la dorsal mediterránea y, sobre todo, afección a las ciudades, en las cuales se concentra el 80% de la población y el 60% en las grandes áreas urbanas (mayores de 50.000 habitantes)
  • Las zonas urbanas se pueden transformar en infiernos urbanos con islas de calor urbano de más de 5-7°C respecto a zonas rurales; migración climática desde zonas invivibles (sur y centro) hacia el norte.

Por todo ello, la adaptación radical es una prioridad inmediata, es absolutamente imprescindible desde ya iniciarla. El tiempo apremia para acelerar la adaptación a un clima más hostil en España desde este verano de 2025.

Por ello conviene iniciar la adopción de medidas de adaptación muy concretas en numerosos sectores para aplicar cuanto antes. Tanto en reducción de riesgo y salud pública, refuerzo de sistemas de alerta temprana, creación de refugios climáticos, adaptación de hospitales y protocolos sanitarios a patologías emergentes, control de vectores (mosquitos, garrapatas) en zonas de riesgo. Retirada estratégica de barrios e infraestructuras en zonas inundables, creación de llanuras de inundación, ciudades esponja, trazados alternativos en ríos y ramblas, desarrollar y aplicar alertas tempranas y protocolos de actuación, multar a quien urbanice en zonas de riesgo (como en Francia con sus «zonas rojas» inundables. Recarga de acuíferos, reducción de superficies y de consumo en regadíos, reutilización masiva de aguas residuales (hoy solo se usa el 10%). En protección costera, planes de relocalización en zonas inundables y restauración de humedales. En transporte, materiales resistentes a altas temperaturas en vías férreas y asfalto, horarios laborales nocturnos en sectores expuestos (construcción, reparto), inversión en transporte público eléctrico con climatización eficiente. Promoción de cultivos resistentes a la sequía, prohibición de cultivos hiper demandantes de agua, agricultura regenerativa, impuestos progresivos al agua para penalizar usos ineficientes, transición a cultivos resistentes a sequía (quinoa, almendro y olivo en secano), subvenciones para sombreado y refrigeración en granjas, promoción de agroforestería y suelos regenerativos para retener agua, pastoreo controlado y cortafuegos naturales, prohibición de cultivos forestales pirófitos y de urbanizar en zonas de alto riesgo de incendios, restauración y reforestación con especies autóctonas adaptadas, realización de dehesas y ecosistemas menos proclives a arder rápidamente.

El ecosistema urbano deberá hacer una adaptación especialmente urgente, teniendo en cuenta que algunas de las principales ciudades españolas podrán llegar a tener un clima comparable a estas otras: Madrid como Bagdad (Irak), Sevilla como Kuwait City (Kuwait), Valencia como Dubái (Emiratos Árabes) Barcelona como Argel, Zaragoza como Marrakech (Marruecos) o Phoenix (EE.UU.), Bilbao como Túnez (Túnez). Algunas medidas urgentes en las ciudades para este verano de 2025 y siguientes deberían incluir la adaptación de las ciudades al calor extremo, tales como alertas tempranas, mapeo y vigilancia de la población más vulnerable, instalación de acondicionadores, bonos para paliar la pobreza energética, creación de sombras, mantenimiento y amplificación de la vegetación urbana, obligatoriedad de techos verdes y de pavimentos permeables, edificios bioclimáticos y planes de contingencia ante olas de calor, rehabilitación energética realizada de forma masiva, anillos verdes, bosques metropolitanos, transformación de calles en zonas verdes, creación de refugios climáticos, de fuentes, tejados y fachadas solares, rediseño de edificios con ventilación pasiva y sombreado. El trabajo por hacer es ingente, la prioridad máxima. La inacción se pagará con muertes y pérdidas económicas.

Darwin ya propuso en 1859, en su capítulo quinto del libro “El origen de las especies”, la idea de “adaptarse o morir”; en 2021 nosotros publicamos: Aclimatarse o morir. España no está preparada para un aumento de 4°C. Pero aún hay margen para evitar lo peor. «Las especies que sobreviven no son las más fuertes ni las más inteligentes, sino aquellas que se adaptan mejor al cambio»: se necesitan leyes de adaptación climática a nivel nacional, en todas las comunidades autónomas y en ayuntamientos, con presupuestos reales. Se necesita gobernanza democrática directa e inteligencia colectiva que exige la participación de la ciudadanía en asambleas climáticas institucionales y un Parlamento Climático ciudadano permanente que provoque una conversación climática de adaptación frente al riesgo y haga un seguimiento de las decisiones políticas para que garanticen actuaciones que la sociedad necesita ya en estos momentos. Y que se haga valer el documento de compromiso Mandato por el Clima firmado por todos los partidos políticos parlamentarios, con una única excepción, en septiembre de 2024.

En 2025 se están superando récords de temperaturas en estas épocas del año y este verano de 2025, dada la tendencia constatada en el último decenio, podría traer otra vez calor y fenómenos extremos. ¿Empezamos ya?

ALIANZA MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO

La policrisis que atenaza al conjunto de la ciudadanía adopta múltiples rostros: el coste de la vida, la factura climática, el declino democrático…, todo ello mientras las élites económicas continúan acumulando riqueza y privilegios. Desde la pandemia, los cinco hombres más ricos del mundo han duplicado su riqueza, mientras que millones de personas enfrentan mayores dificultades económicas. Esta concentración de riqueza se ve impulsada por beneficios récord de las grandes empresas, especialmente energéticas, en un contexto de inflación fósil y encarecimiento de la vida. A su vez, la comunidad científica nos alerta de que seis de los nueve límites planetarios esenciales para la vida ya han sido superados. De hecho, si el nivel de consumo medio en España lo extendiéramos a todos los habitantes del mundo, necesitaríamos los recursos de 2,7 planetas para vivir. La raíz de esta situación es un sistema económico que prioriza el crecimiento por encima del bienestar, alimentado por combustibles fósiles y guiado por una lógica extractiva que amenaza nuestro presente y futuro.

El problema: crecer como si no hubiera un mañana

Simon Kuznets, Nobel de Economía y creador del PIB como indicador económico, ya advirtió que éste no mide el bienestar de las personas ni la salud ambiental. Entonces, ¿por qué insistimos en que crezcan sectores como la industria del plástico, los pesticidas o la producción de tanques, mientras languidecen actividades como la agricultura ecológica, el transporte público, la renovación energética de los hogares o la regeneración de ecosistemas? El crecimiento económico, tal como está concebido hoy, concentra el poder en manos de unos pocos, acelera la destrucción ambiental y profundiza la desigualdad. Y sin embargo, tal como plantea el economista Tim Jackson, la prosperidad puede existir sin depender del crecimiento económico constante. Necesitamos urgentemente democratizar la economía, salir del objetivo fake del crecimiento infinito per se y transitar hacia una Economía del Bienestar para las personas y el planeta. La buena noticia es que este cambio es una enorme oportunidad de progreso y nos dará más oportunidades de futuro frente a la policrisis.

Tres claves para el cambio

La transformación hacia un nuevo modelo económico no solo es urgente, sino posible. Para ello hay tres claves fundamentales:

  1. Dinero público a favor del cambio: Dinero hay, pero está en los bolsillos equivocados. Es imprescindible eliminar las subvenciones a combustibles fósiles y actividades destructivas, así como poner fin a la evasión fiscal de grandes fortunas y corporaciones. Esos fondos deben invertirse en salud, educación, energía limpia y accesible, alimentación saludable y resiliencia ecológica.
  2. Democratizar acuerdos y leyes: Debemos reforzar leyes y tratados que protejan los bienes comunes, limiten el poder corporativo y promuevan una mayor inclusión y transparencia. Es vital frenar la influencia de los lobbies contaminantes que distorsionan las decisiones políticas y hacer partícipes a los pueblos del Sur Global.
  3. Cambiar nuestra mentalidad: Hay que promover valores como el cuidado, la cooperación y el consumo responsable y el compromiso con las generaciones venideras. Frente a los 560.000 millones de euros que se invierten al año en publicidad, necesitamos una ciudadanía crítica que no se deje arrastrar por promesas de consumo insostenibles.

¿Cuánto cuesta un donut?

Hay un déficit persistente de inversión verde y social que nos impide cambiar hacia la economía del donut que garantiza derechos y seguridad ambiental. Los números en la UE señalan que se necesitarían unos 520.000 millones de euros más al año para transformar en verde sectores clave como transporte, vivienda y agricultura. En el caso de España, en particular, y según un estudio de Greenpeace, se debería duplicar la inversión en transición ecológica justa. Además, el déficit en gasto social en la UE alcanza los 192.000 millones de euros anuales. En España, esto se traduce en una diferencia respecto a la media europea equivalente a 658 euros menos por habitante al año. Invertir en bienestar no solo es justo, también es necesario para reducir nuestra vulnerabilidad ante futuras crisis. Y sin embargo, la propuesta de rearme de la actual Comisión amenaza con dilapidar preciosos recursos necesarios para nuestro bienestar.

Que las corporaciones y los ultrarricos paguen

Los costes climáticos siguen al alza. Entre 2021 y 2023, alcanzaron en la UE 162.000 millones de euros. En España, una sola DANA en Valencia, provocó 227 víctimas mortales y daños por 18.000 millones de euros. La mayor parte de estas pérdidas no son asumidas por quienes las provocan: tres cuartas partes de las emisiones del IBEX-35 no pagan el coste de sus daños, y solo Repsol genera impactos económicos por valor de 12.000 millones anuales. Por otro lado, 500 multimillonarios europeos, que evaden riquezas por valor de 2,4 billones de euros en paraísos fiscales, se escaqueen mientras los Estados imponen medidas de austeridad a la ciudadanía. Por ello, gravar la riqueza y la contaminación es posible y necesario y, con ello, financiar servicios públicos esenciales y una agenda de soluciones que garantice el llegar a “final de mes” y la urgencia de evitar “el final del mundo”.

Dar una oportunidad al bienestar

“El dinero está, solo que en los lugares equivocados”, frase que se atribuye a Axel van Trotsenburg (Banco Mundial) y que es de completa actualidad. A nivel global, las subvenciones perjudiciales para el medio ambiente alcanzan cifras históricas: 2 billones de dólares en ayudas directas y hasta 7,25 billones si se incluyen costes ocultos y externalidades, es decir, casi el 8 % del PIB mundial. En el sector agrícola, más de la mitad de las ayudas explícitas dañan la naturaleza. En la UE y en España la crisis energética de 2022, provocada por la guerra de Ucrania, ha intensificado el ciclo de dependencia de los combustibles fósiles, disparando la inflación y beneficiando a un puñado de empresas. Para mitigar el impacto del alza de precios, muchos gobiernos aumentaron las subvenciones a carburantes y gas, a pesar de que el Banco de España ya advirtió de su baja eficacia social y de los efectos regresivos a largo plazo. Según Greenpeace, en 2024, las subvenciones tóxicas en España alcanzaron los 23.330 millones de euros, que generaron un coste ambiental que alcanzó el 2% del PIB. Revisarlas permitiría duplicar los recursos destinados a políticas de bienestar. La necesidad de coherencia del dinero público es un debate que languidece desde años 90, y en la actualidad sólo un 4% de los países incluye dicho compromiso en sus planes climáticos.

Cambiar el “chip” supone una oportunidad para el bienestar y el sentido común. Existe un pluriverso de soluciones a nuestro alcance ¿Por dónde empezar? Hay que poner el foco principalmente en tres sectores clave: agricultura, energía en los hogares y transporte. Estos sectores generan el 50 % de las emisiones en todo el país. Impulsar soluciones que ya existen, son buenas para el bolsillo de las personas y reducen nuestra huella en el planeta. Además son abordables con un poco de coherencia presupuestaria y de justicia fiscal – y menos armas -. El mundo necesita dejar atrás un modelo basado en el crecimiento destructivo y avanzar hacia una economía que cuide de las personas y del planeta. Es hora de reorientar los recursos públicos hacia soluciones que aseguren un presente y futuro digno. En definitiva, se trata de invertir en soluciones que contribuyan a saldar nuestra deuda con el planeta, con una mayor democratización de la economía y generando más bienestar. Un cambio de sistema es posible y necesario para nuestra generación y las que vengan después.

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Hablar de Salud es hablar de las necesidades a gestionar para una vida digna y estable, con pretensiones de un futuro duradero, en un mundo altamente globalizado. Su definición más consensuada señala que: Salud no es ausencia de enfermedad, sino un estado completo de bienestar físico, mental y social, que permite el funcionamiento de manera independiente. Algunos defienden que esta explicación no se origina en la Organización Mundial de la Salud, OMS, sino en antecedentes bíblicos contenidos en las Escrituras. En torno a dicha descripción, surgieron detractores y defensores que culminaron en dejarla relacionada con su habitual biologicismo. Es decir, Salud implicaba tener suficiente resistencia para poder vivir, teniendo en cuenta siempre aspectos relacionados con la medicina bajo control de parámetros biológicos. La definición que abre el artículo es la forma más completa para esta palabra holística que defendemos.

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ALIANZA MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO

Los términos crecimiento y decrecimiento se utilizan de forma genérica y sin matices, pero sin entrar en el detalle de qué conviene aumentar y que es necesario reducir, no van a ser conceptos útiles para armar un plan de salida del atolladero al que hemos llegado en este siglo.

El crecimiento, desde las últimas décadas del s. XX, es la salmodia del capitalismo. Puede decirse que el capitalismo se caracteriza por el impulso de la desigualdad y el acaparamiento de recursos. La frágil estabilidad social que se puede alcanzar así depende de que cierta parte de la riqueza acumulada se dirija a inversiones que requieran empleo, único medio por el que se hace partícipe directa a la población.

Así pues, más estabilidad implica más recursos: hay que «crecer».  Queda asociado el crecimiento al bienestar y, aunque sea falso desde hace muchas décadas, es una relación profundamente anclada en el imaginario social.  Por ello nuestros dirigentes políticos (con pocas excepciones) siguen invocando el crecimiento como propuesta de mejora para sus territorios. Y no necesitan esforzarse en ser creativos, puede bastar con aumentar las luces de navidad año tras año para atraer turistas, aunque luego la evaluación de la mejora que aporta tal medida sea incompleta o arbitraria, o no se haga.

El decrecimiento es el concepto de oposición y denuncia de esa senda de aumento sin fin de explotación de recursos y personas, que conlleva además degradación medioambiental muy severa. Pero si no se concreta el concepto genérico en propuestas sobre los conflictos existentes, no resulta un concepto útil. Por el contrario, puede ser un obstáculo. En términos genéricos, fácilmente se puede encontrar acuerdo en que hay que reducir el uso de recursos en los países ricos y además compartirlos (incluyendo el conocimiento tecnológico) con las naciones empobrecidas. También en la necesidad urgente de descarbonización del sistema energético, es decir, reducir, decrecer en el uso de carbón petróleo y gas, incluso hasta dejar bajo tierra lo que aún no se haya quemado.

La dificultad de acercarse a este objetivo y la magnitud de la tarea pendiente la ilustra el hecho de que, en 2023, la energía primaria[1] que mueve al mundo es en un 81% fósil y en un 14% renovable. Así que por mucho que se lograra reducir el consumo de energía, si no se modifica sustancialmente el balance fósil/renovable, el cambio climático no puede frenarse.  En cuestión de energía no basta con decrecer, también hay que cambiar de fuentes.

Siguiendo con la misma fuente estadística, el retrato de la energía primaria en España es de un 66% fósil y un 25% renovable.  El uso del carbón es residual, 2%, sin embargo los productos petrolíferos son cerca de la mitad de la energía total que utilizamos, un 45%, y modificar esta situación es mucho más difícil que renunciar al carbón, porque hay actividades que dependen casi completamente de esos combustibles sin que se disponga de alternativas que puedan ponerse en marcha a corto plazo. Es el caso del transporte por carretera, una actividad que ejerce gran influencia en la viabilidad otros sectores económicos, por ejemplo en los precios de nuestro sistema de aprovisionamiento alimentario.

El 70% de los productos petrolíferos consumidos en el país[2] se dedican al transporte por carretera. Por tanto es un sector determinante en la evolución de las emisiones de CO2en España. Siguiendo los ciclos económicos, se redujeron desde un máximo en 2007 hasta un 30% menos en 2020 (mínimo histórico durante la pandemia) pero, al reanudarse la actividad rápidamente aumentaron de nuevo, yen 2022 solo fueron un 16% inferiores a las de quince años antes. Está claro que esta actividad tiene que reducirse drásticamente, tanto en kilómetros recorridos como en volumen de mercancías y personas. Pero además, el transporte que se admita como necesario ha de convertirse a tecnologías de bajas emisiones para reducir sus emisiones acorde con las condiciones que marca el cambio climático.

La situación es diferente en la generación de electricidad. Un vistazo a las emisiones de gases de efecto invernadero de este sector muestran que el máximo fue en 2005, y diecisiete años después se habían reducido en un 62%, conservando el nivel de generación. Es decir, mientras el consumo eléctrico casi no había cambiado.  El cambio se debió al despliegue de parques de eólica y solar fotovoltaica, que añadidas a la variable contribución de la hidráulica, hicieron que el 52% de la electricidad generada[3]en 2022 fuera de bajas emisiones (en 2024 ya el 57%), y sin importación de combustibles.

El crecimiento de la producción eléctrica renovable permite una vía de reducción de emisiones en otros sectores, incluso para el recalcitrante transporte por carretera.  Sin duda hay que cambiar el modo de transporte de mercancías al tren, limitar el uso de vehículo privado y desplazar su carga a transporte colectivo, preferentemente electrificado (sin descartar el uso de  biocombustibles o en el futuro el hidrógeno verde y sus derivados, aunque en extensión probablemente bastante limitada y con un impacto medioambiental mayor). Seguirá siendo necesaria la reducción del transporte de mercancías y también de personas, pero conjuntamente con un cambio a fuentes energéticas de menor impacto, y eso significa a electricidad generada con eólica, solar fotovoltaica, hidráulica, termosolar, etc. Es una vía aplicable también a la industria con combustión y a las necesidades energéticas de hogares, comercios, oficinas, escuelas, hospitales, etc.

La electricidad renovable es un logro muy importante en la disminución de los impactos de la energía, pero no está libre de conflictos ambientales y sociales. El rápido despliegue, en seis CCAA especialmente, de una tecnología que ocupa mucho más espacio que las centrales convencionales, que se vienen realizando bajo criterios de negocio neoliberal, sin planificación territorial, y con la supervisión de administraciones con escasez de personal y apretura de plazos para realizar los estudios de impacto ambiental, ha conducido a un continuo de conflictos con la población próxima a los parques.  El grado de conflicto está asociado en buena medida tanto al modo de aproximación de cada empresa al territorio como a la agilidad de la administración implicada en concretar cuántos proyectos de los muchos presentados pueden optar finalmente a las autorizaciones.  No todas las zonas con despliegue renovable han tenido estos problemas, pero en algunas comunidades autónomas, Galicia, por ejemplo, prácticamente se ha suspendido la instalación de eólica.

Aunque la transformación del sector eléctrico en las dos últimas décadas ha sido enorme,  todavía hay una buena parte de la electricidad cuya producción conlleva impactos severos.  Hay tecnologías de producción eléctrica que tienen que decrecer hasta su desaparición. La nuclear y buena parte del gas natural.

GAS: El 25% de la electricidad se genera con gas natural (2022), casi todo importado de Argelia, EEUU, Rusia y Nigeria. Parte de él se quema en cogeneración y otra parte en 30 centrales de gas en ciclo combinado distribuidas en doce comunidades autónomas. Las emisiones de estas centrales alcanzaron durante 2022 los 26,2 millones de t de CO2, a los que suman otros 6,6 los sistemas de cogeneración. La electricidad generada con gas es la causa del 11% de la producción total de gases de efecto invernadero en España.

NUCLEAR: El 20% de la electricidad (2022) se obtiene a partir del calentamiento de agua con la fisión del uranio en los siete reactores nucleares operando en Cataluña, Extremadura, Valencia y Castilla la Mancha.  No puede usarse directamente el que se saca de la mina, ha de someterse a complejos tratamientos para obtener el combustible adecuado, el «uranio enriquecido». Pero esos complejos y radiactivamente contaminantes tratamientos se realizan en pocos países, y desde hace años Rusia se ha convertido en el principal proveedor mundial (incluso a EEUU). La dependencia es tan alta que la UE no ha impuesto sanciones a este comercio que está contribuyendo al financiar la guerra de Putin.

Las nucleares españolas dependen de la importación de ese material de Rusia y su órbita. Con datos de 2023,la procedencia de los concentrados de uranio para su combustible procedía de Kazajistán (66%), de Uzbekistán (11%), de Namibia (9,7%), Rusia (6,3%), de Níger (3,4%), Canadá (3%) y Sudáfrica (0,9%).  Es decir, el 83% de la órbita rusa, 14% de África, y solo un 3% de un país occidental .La electricidad nuclear implica pues dependencia energética y, actualmente, subordinación a intereses de potencias agresivas.

Se asigna a las nucleares «emisiones 0″ durante su operación, pero es evidente que las recargas de combustible que se hacen cada año y medio, sí conllevan emisiones. Todos los procesos para disponer de una pastilla de uranio requieren el uso de combustibles fósiles. También la construcción y clausura de la central (gruesos muros de cemento para protección de radiación) y el tratamiento de sus residuos radiactivos. Esas emisiones de gases de efecto invernadero se cifran en aproximadamente un 15% de las de una central de gas en ciclo combinado de la misma potencia.  Si se compara con tecnología renovable el resultado es mucho más contundente, son seis veces superiores a las de la eólica.

Otra ventaja que se le aplica sin justificación a la nuclear es que puede ser el respaldo de las intermitencias de generación de las renovables, pero cambiar la potencia de un reactor nuclear es mucho más lento y problemático que la de uno de gas por ejemplo, y su flexibilidad se limita a un cambio máximo del 30%.  No pueden servir de respaldo con la eficiencia adecuada, aunque sí pueden resultar un obstáculo a la entrada en red de la producción renovable, porque cuanto menos funcionen menos cobran, y aunque no gasten combustible no pueden prescindir de un constante mantenimiento, exigente y caro.

Pero en lo que la nuclear supera a todas las tecnologías es en la peligrosidad de sus residuos radiactivos y la dificultad y el alto coste de gestionarlos. Con la planificación vigente, las áreas de las nucleares, una vez desmantelada la instalación (mínimo diez años) albergarán cientos de contenedores con residuos de alta actividad hasta que se acometa su traslado, en 2073, hasta el futuro almacén definitivo. Los residuos menos radiactivos se transportan a la CA Andaluza, para su almacenamiento definitivo en la instalación de El Cabril, situada en un paraje natural de la sierra de Hornachuelos, Córdoba.  La tecnología nuclear es creadora de verdaderas «tierras de sacrificio».

Hay un plan de cierre nuclear que las empresas acordaron voluntariamente a instancia del gobierno en 2019:  en dos años comienza con el cierre de Almaraz I en 2027 y en 2035 las dos últimas, Vandellós II y Trillo.  Con esta premisa se han elaborado el PNIEC y el Plan de Residuos Radiactivos. Es la política energética en curso, que ahora está siendo desafiada por los propietarios de nucleares, con el apoyo del Partido Popular, para exigir una subvención del estado mediante una reducción de los impuestos y tasas de residuos radiactivos que les corresponden.  El decrecimiento de la energía nuclear es una necesidad prioritaria, tanto porque los daños y riesgos de la tecnología nuclear empeoran con los años de funcionamiento, como por el aumento de residuos radiactivos, que acrecienta un problema sin una solución segura.

Hasta aquí se ha tratado de energía eléctrica, pero esta sólo satisface aproximadamente la cuarta parte de la energía que se utiliza en España.  La energía no eléctrica que se utiliza es en un 72% de origen fósil. No es de extrañar pues, que debido a su dependencia del petróleo el sector con más peso en nuestras emisiones[4] sea el transporte (32,5 % en 2023), muy por encima de las actividades industriales (18,6 %), de la agricultura y ganadería (12,2 %), la electricidad gas (11,4 %), y los sectores residencial, comercial e institucional (8,5 %) por el uso de combustibles para las necesidades térmicas. La distribución por sectores de estas cifras está ligada no solo al volumen de la actividad, sino al tipo de fuente energética que mayoritariamente empleen. El consumo eléctrico se reparte entre edificios para comercio y servicios públicos, un 34% aproximadamente, otro tanto en los hogares y un 30% en la industria. En transporte el principal uso de la electricidad es en el ferrocarril pero sólo un 1,5% procede de la producción eléctrica.

En definitiva, por mucha reducción de consumo que se hiciera, sea por mejoras de eficiencia o por cese de ciertas actividades económicas y sociales, nuestra capacidad de reducir emisiones será baja si la mayor parte de la energía que usamos es fósil y emisora de gases de efecto invernadero.  Para cambiar esta situación en la escala requerida se necesita cambiar a otro tipo de fuentes energéticas. Lo que tenemos disponible es la electricidad producida con renovables.  Aprovechar esta capacidad implica electrificar actividades, un empeño que debe extenderse a todas aquellas en que sea posible (industria, climatización de viviendas y edificios, …).

Bajo estas consideraciones, hay que replantearse el sentido que tienen las preguntas de ¿cuánta producción renovable es excesiva?, o bien ¿qué territorio puede declararse energéticamente autónomo cuando la energía fósil importada que se consume en todo el Estado es mucho mayor que la producción renovable?

Ciertamente, podemos cuestionarnos el que parte de esa electricidad renovable se consuma en actividades que consideremos prescindibles, o incluso dañinas.  Cuesta soportar que su menor coste favorezca que se haga negocio con su exportación o actividades económicas que no aporten mejoras al medio social donde se asienten. Además, la instalación de renovables también conlleva impactos, aunque mucho menores que los de las fósiles y nuclear, más visibles puesto que su despliegue requiere mayor uso de espacio (no así de agua).

Es evidente que las pautas que han venido marcando el sendero de la actividad económica desde mitad del s. xx no han cambiado para mejor en lo que llevamos de siglo. Se puede decir que han empeorado: menos regulación, menos planificación por los estados,… en resumen el neoliberalismo a sus anchas.  Pero es la situación desde la que hay que hacer la transición energética.  El cambio climático no es el único riesgo grave a escala planetaria, pero se sabe que es un factor de aceleración de los demás problemas: degradación del medio natural, disponibilidad de agua, desplazamiento de especies, afecciones a la salud humana de olas de calor y diseminación de nuevas enfermedades, aumento de la desigualdad, tanto por la edad como por la capacidad económica, y reducción de la soberanía alimentaria al empeorar el rendimiento de muchos cultivos.

Sin intención de hacer una lista completa, debe admitirse que la vida en nuestro planeta será más difícil en las próximas décadas, el grado en que vaya a empeorar depende del nivel que alcance la acumulación de emisiones, es decir, de cuan rápido y cuanto se reduzcan.  No podemos evitar ni revertir el cambio climático, solo frenarlo.  Los impactos afectarán a todo el planeta y su gravedad será progresiva con el volumen de emisiones acumuladas, pero además se prevén cambios súbitos de escala catastrófica, como la fusión de los hielos de Groenlandia y el consecuente aumento de varios metros en el nivel del mar. Evitarlo implica un gran esfuerzo de reducción de emisiones de CO2, la UE tiene el objetivo de ser climáticamente neutra para 2050: una economía con cero emisiones netas de gases de efecto invernadero.

El riesgo sigue creciendo con el tiempo porque no hemos conseguido, todavía, que las emisiones dejen de aumentar.  El problema principal es la dependencia del petróleo, el carbón y el gas, como ya se explicó, los combustibles fósiles proporcionan el 80% de la energía del mundo. No se puede frenar el cambio climático sin cambiar esto, por eso la Transición Ecológica depende de una Transición Energética urgente.

Notas:

[1]  2024 Energy Institute Statistical Review of World Energy,  https://www.energyinst.org/statistical-review/home

[2]BALANCE ENERGÉTICO DE ESPAÑA 1990-2023, https://www.idae.es/informacion-y-publicaciones/estudios-informes-y-estadisticas/estadisticas-y-balance-energetico

[3]Informes del sistema eléctrico español 2024, https://www.ree.es/es/sala-de-prensa/actualidad/nota-de-prensa/2025/03/la-produccion-renovable-crece-en-Espana-un-10-3-por-ciento-2024-alcanza-mayores-registros

[4]Inventario nacional de emisiones de gases de efecto invernadero: Informe resumen. Edición 1990 -2023 https://www.miteco.gob.es/content/dam/miteco/es/calidad-y-evaluacion-ambiental/temas/sistema-espanol-de-inventario-sei-/Documento_resumen_Inventario_GEI.pdf

ALIANZA MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO

Vivimos en una era de profundas contradicciones. Por un lado, la humanidad ha alcanzado niveles sin precedentes de desarrollo tecnológico y científico. Por otro, este avance ha llevado al planeta a un límite crítico, el Antropoceno, o más apropiadamente Capitaloceno, para subrayar que no todas las personas, ni todos los países son igualmente responsables de la degradación ambiental.

Este contexto de emergencia bioclimática, caracterizado por el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y crisis social exige respuestas integrales y globales. Frente a esto, el ecofeminismo no es solo una herramienta de análisis, sino una propuesta transformadora que puede ayudarnos a replantear nuestra relación con la naturaleza y con nosotras mismas. Un sistema de valores esenciales para restaurar los ecosistemas y reparar el daño a las personas, desde la justicia social, la democracia, el diálogo y la participación ciudadana.

La relación entre mujeres y naturaleza no es casual, ni meramente cultural; es política.

Históricamente, la cultura occidental ha construido una jerarquía donde lo «natural» y lo “reproductivo”, incluidas las mujeres, han sido subordinadas a lo “cultural” y lo “productivo”, generando valor y estatus asociado a lo masculino. Este dualismo, que coloca a la cultura y lo productivo como algo superior a la naturaleza, ha servido para justificar la explotación de ambas. En el caso de las mujeres, se las ha relegado a los márgenes del espacio público bajo el argumento de su “conexión con lo natural”, y así poder encargarlas de las tareas del cuidado, invisibilizadas y no remuneradas. La naturaleza y las mujeres han sido reducidas a un recurso utilitario, explotado, sin considerar, siquiera, su capacidad regenerativa ni su valor intrínseco.

El ecofeminismo, al interseccionar las luchas feministas y ecologistas, denuncia que las causas de la crisis climática y de las desigualdades de género son las mismas: un sistema económico y político basado en la acumulación, la explotación y la dominación. Y las mujeres, especialmente aquellas en situaciones de vulnerabilidad, son quienes más sufren las consecuencias de este modelo.

A pesar de ello, son numerosos los ejemplos de luchas de las mujeres por la defensa del territorio, el agua, la tierra, los recursos y los derechos de sus comunidades frente a grandes proyectos extractivistas, sobre todo en regiones del Sur global.

Un mayor impacto sobre las mujeres

En el Sur global, los impactos climáticos se ceban con las mujeres, sus medios de vida y su seguridad alimentaria pues dependen de recursos muy vinculados contexto climático; y a pesar de que las mujeres representan casi la mitad de la fuerza laboral agrícola, y producen el 80% de los alimentos, solo poseen un quinto de la tierra a nivel mundial. Ellas y los niños tienen 14 veces más probabilidades de morir a causa de desastres naturales que los hombres, y, cuanto mayor es la desigualdad de género y económica, mayor es la brecha entre las posibilidades de supervivencia de hombres y mujeres. Ellas, representan el 80% de las personas desplazadas por desastres climáticos y durante este desplazamiento tienen muchas más probabilidades de ser víctimas de trata, explotación laboral o sexual. Las niñas son sacadas de la escuela antes que sus hermanos, ya sea para ahorrar las tasas escolares o para que puedan ayudar a la familia, lo que las coloca en una situación de desigualdad que afectará el resto de su vida.

En Europa, aunque los impactos del cambio climático no sean tan extremos como en el Sur Global, las mujeres también son las más afectadas. Un ejemplo evidente es la pobreza energética. Las mujeres, que suelen pasar más tiempo en el hogar y asumir su gestión, son quienes enfrentan más directamente las consecuencias de no poder calentar sus viviendas en invierno o enfriarlas en verano. De hecho, la pobreza energética afecta más a los hogares monomarentales o de mujeres mayores que viven solas, debido a la brecha salarial, en las pensiones y feminización de la pobreza. Además, son bombardeadas con mensajes que las responsabilizan individualmente de los problemas ambientales, promoviendo un sentimiento de culpa asociado al consumo, mientras se ignoran las estructuras de poder que perpetúan la crisis climática.

Más aún, el trabajo de cuidados, fundamental para la sostenibilidad de la vida, ha sido históricamente invisibilizado y relegado a la esfera privada. Con el cambio climático, la carga de cuidados aumenta: las olas de calor, las inundaciones, sequías y otros fenómenos extremos implican nuevas responsabilidades y el cuidado de personas vulnerables, responsabilidades que recaen desproporcionadamente en las mujeres. Las expectativas de que las mujeres sean las que se encarguen de estas tareas, a menudo les impide tener otros trabajos, obtener más ingresos, con frecuencia las deja agotadas y sin tiempo para el ocio o el autocuidado. A esto se añade que la crisis climática y la deuda en los países del Sur Global conlleva el desmantelamiento o privatización de servicios públicos básicos. Cuando no hay servicios público o estos se reducen hay una nueva sobrecarga a las mujeres porque la tarea de cuidados mayoritariamente sigue feminizada. Este hecho es más relevante en las zonas rurales donde los servicios públicos para educación, salud y cuidado de menores y personas dependientes es menor y las tareas de cuidados recaen más claramente en las mujeres. Este aumento de tareas, no remunerado y poco reconocido, repercute en su acceso a recursos, a la tierra, a la financiación, a espacios de tomas de decisión o participación en el mercado laboral, limitando sus opciones de empleo y precarizando aún más sus condiciones laborales. Así, en sectores feminizados como la sanidad, la educación o la agricultura, las mujeres enfrentan una presión adicional, ya que están directamente afectados por los efectos del cambio climático. La crisis climática, por tanto, no solo es ambiental, sino también profundamente social, de género y laboral.

Soluciones al «Capitaloceno»:  Transición justa, feminista y decolonial

La economía no queda fuera del análisis y es esencial repensar nuestra economía desde una perspectiva ecofeminista también. El actual modelo, basado en el crecimiento ilimitado y el productivismo, no solo es insostenible, sino también excluyente. Necesitamos una economía que valore la vida por encima del capital y la acumulación de riqueza, que respete los límites planetarios y que integre los cuidados como un pilar central. Esto significa, entre muchas otras cosas, reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles,  doptar energías renovables gestionadas de forma democrática, comunitaria, justa, planificada y descentralizada.

Pero cuando hablamos de transición justa, no nos referimos únicamente a una transición energética. Una transición justa, feminista y decolonial tiene que ver con cuestionar el modelo y sistema económico actual, ese Capitaloceno centrado en la acumulación de riqueza. Se trata de repensar el quien, cómo y para qué se produce y consume, apostar por nuevos modelos y alternativas que aborden las desigualdades y no las incrementen, incorporar enfoques de justicia climática, buen vivir y economía regenerativa, transformar los sistemas alimentarios, energéticos y económicos, apostar por una redistribución de los cuidados, garantizar la participación de las comunidades afectadas en la toma de decisiones, en el diseño de alternativas y en el acceso a los recursos en igualdad de condiciones. En definitiva, una revolución hacia una transición que ponga a las mujeres, en toda su diversidad, en el centro, abordando el patriarcado y los impactos diferenciados del sistema actual en las mujeres, la defensa de los servicios públicos y de servicios que incorporen la perspectiva de género, la inclusión de organizaciones y movimientos de mujeres, especialmente de las comunidades del sur global.

La Transición Ecológica Justa desde la perspectiva ecofeminista implica también promover la transición a Sistemas Alimentarios Agroecológicos en los que la producción tiene en cuenta el cambio climático, los límites de la naturaleza y las mujeres agricultoras y ganaderas y los jóvenes tienen un papel más relevante que en el Sistema Alimentario industrializado y globalizado dominante tras la II Guerra Mundial. A su vez, implica el desarrollo de una distribución agroecológica y de un consumo responsable de alimentos ecológicos, de temporada, a precios justos, en circuito corto y lo más cercano posible que procura la sostenibilidad porque cuida la salud de las personas, de la naturaleza y las relaciones entre el campo y la ciudad estableciendo precios justos para productor@s y asequibles para consumidor@s. Por último, promueve una alimentación saludable que reduce la ingesta de proteína animal y aumenta el consumo de verduras, frutas, legumbres y frutos secos, una dieta que enfría el planeta y reduce las enfermedades alimentarias. A su vez, fomenta el reparto de las tareas de cuidados en la alimentación para que no recaigan solo en las mujeres y educa a niños, niñas y adolescentes en ese rol de participar en las tareas de alimentación.

En relación al ámbito laboral, el ecofeminismo y la perspectiva sindical comparten una visión profundamente alineada. Ambas abogan por una transición justa, feminista y decolonial que considere la intersección entre género, cambio climático, relaciones de poder y las dinámicas extractivistas y de explotación del sur global. Esta perspectiva es esencial para avanzar hacia la justicia social y garantizar que las personas trabajadoras no queden excluidas de este proceso transformador.

Desde una perspectiva sindical, el ecofeminismo aporta una visión esencial para abordar estas desigualdades en el trabajo. La lucha por una transición justa, feminista y decolonial es clave para garantizar que las personas trabajadoras no sean abandonadas en este proceso. Es necesario repensar la división sexual del trabajo, revalorizar los cuidados y los sectores feminizados y formar a las mujeres para que accedan a empleos verdes en sectores tradicionalmente dominados por hombres, como las energías renovables, y garantizar condiciones dignas y equitativas en los nuevos empleos sostenibles. Además, es crucial integrar cláusulas de justicia climática en los convenios colectivos, que protejan a las personas trabajadoras frente a fenómenos extremos y políticas mal implementadas.

Frente a la crisis, el ecofeminismo ofrece soluciones concretas. Una de ellas es la revalorización y redistribución del trabajo de cuidados. No se trata de «ayudar» a las mujeres, sino de asumir colectivamente la responsabilidad de cuidar: cuidar de las personas, de las comunidades y de la Naturaleza. Esto implica diseñar políticas públicas que reconozcan este trabajo, como la implementación de servicios de cuidados accesibles y con perspectiva de género. En el ámbito urbano, el ecofeminismo propone un diseño de ciudades inclusivas con la sostenibilidad y el bienestar colectivo en el centro. Una «ciudad de los cuidados,» que piensa en los desplazamientos cotidianos asociados no solo al trabajo, sino también a las tareas de cuidado, como llevar a los niños al colegio o visitar a familiares dependientes. Aunque las mujeres recurren más al transporte público, y menos al coche privado, pero el acceso al transporte sostenible sigue siendo limitado. El diseño actual de las ciudades genera una sensación de inseguridad al compartir espacio con los vehículos. Un mayor uso de transportes sostenibles entre las mujeres pasa por rediseñar las infraestructuras urbanas, garantizando espacios seguros y accesibles, además de que muchas no han tenido la oportunidad de aprender a montar en bicicleta. Esto no solo contribuiría a reducir las emisiones de CO₂, sino también a mejorar la calidad de vida de las mujeres y avanzar hacia una ciudad más equitativa y sostenible.

Para que este proceso de transición energética tenga una mirada ecofeminista, debe estar muy presente la planificación territorial. Muchas zonas donde se están implantando parques renovables se conocen como «zonas de sacrificio», un término que ya refleja la prioridad de la instalación: proveer energía de forma productiva, muchas veces para el norte global, sin considerar a las comunidades locales ni respetar los ecosistemas y la biodiversidad. En muchos casos, estos proyectos no han contado con procesos reales de información y participación pública y se han situado en zonas de protección ambiental, dejando claro que su único objetivo es cubrir una necesidad energética sin tener en cuenta su impacto.

Lo mismo ocurre con las zonas designadas para las compensaciones de emisiones. Para compensar las emisiones del norte global, se están creando áreas de compensación en el Sur Global sin consultar a las comunidades locales sobre cómo afecta esto a su modo de vida. Además, estos proyectos están generando acaparamiento de tierra, agua y otros recursos y se está privatizando el acceso a estas áreas, lo que afecta principalmente a las mujeres, que dependen de estos ecosistemas y territorios para llevar a cabo las tareas de cuidado. Otra cuestión clave es cómo llevamos a cabo la transición energética. Si se van a utilizar las mismas dinámicas extractivistas, que generan vulneraciones de derechos en el sur global, conflictos, violencia y explotación claramente no estaremos apostando por una transición justa. Este proceso reproduce dinámicas de neocolonización, en las que, bajo la justificación de la sostenibilidad ambiental, se beneficia únicamente al norte global, a costa de la justicia social y ecológica del sur.

En Europa, donde la crisis climática a menudo se percibe como un problema distante, es fundamental adoptar una perspectiva ecofeminista que conecte las luchas globales con nuestras realidades locales. Porque, al final, no se trata solo de la crisis bioclimática, sino de construir un mundo más justo, donde todas las vidas, humanas y no humanas, sean valoradas y protegidas. El ecofeminismo nos recuerda que la justicia social y la justicia ambiental son inseparables y deben avanzar juntas para construir un futuro donde todas las personas sin distinción tengan acceso ecosistemas vivos, entornos saludables y libres de violencias y discriminaciones.

Es necesario politizar lo cotidiano y entender que las decisiones que tomamos en nuestra vida diaria están profundamente conectadas con las grandes estructuras de poder. El ecofeminismo no solo es un diagnóstico, sino también una propuesta para sanar las heridas de un sistema que ha puesto el beneficio económico por encima de la vida.

Un modelo de producción y consumo de alimentos ambientalmente insostenible y socialmente injusto

Una de las actividades que más contribuyen al rebasamiento de los límites planetarios (LP) es el actual (des)orden alimentario internacional. Además de no resolver la desnutrición y contribuir a la malnutrición, es responsable directo del rebasamiento de 6 de los 9 LP: LP1) cambio climático; LP4) ciclos del nitrógeno y del fósforo; LP5) pérdida de biodiversidad; LP6) consumo y contaminación de agua potable; LP7) cambio en los usos del suelo junto con su contaminación y degradación y LP9) contaminación por nuevas sustancias.

Todos ellos, excepto el uso de agua potable, ya desbordan los límites para un nivel seguro de vida en el planeta, siendo especialmente grave el sobrepasamiento del LP 9 de nuevas sustancias, a lo que contribuye las que se emplean de forma masiva en la agricultura y ganadería industrial. En España la contaminación por nitratos por encima de límites saludables es generalizada y no se le pone freno.

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ALIANZA MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO

I. Contexto

La concatenación de crisis sociales, económicas, sanitarias del multilateralismo y ecológicas con un cambio climático multiplicador de las amenazas, está generando incertidumbre e inseguridad a la ciudadanía. Al mismo tiempo se generaliza la sensación de que las instituciones públicas y también privadas no están dando las respuestas adecuadas, sirviendo de caldo de cultivo para atacar la democracia por parte de los movimientos autoritarios.

Es preciso desarticular el relato preponderante de una sociedad basada en el crecimiento económico sin límites basado en la falaz idea de que lo civilizado es alejarse de la naturaleza y dominarla, justificando así el extractivismo de los bienes naturales y los consiguientes colonialismos y racismos. Este relato, además, ha reforzado el discurso patriarcal dominante que deja fuera de la economía las tareas reproductivas, relega a las mujeres al ámbito doméstico, recayendo en ellas las labores de cuidados en exclusiva y subordina a las mujeres a la potestad de padres, maridos, hermanos, con escaso o nulo poder y/o participación en actividades públicas/políticas.

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