Hubo un momento, al principio de toda esta situación, en que nuestros whatsapps se llenaron de memes divertidos sobre el coronavirus, nos reíamos un poco de lo que estaba pasando en otros sitios: ¿quién demonios conocía Wuhan, ciudad China en la provincia de Hubei? Después de algunas semanas algo más, básicamente cifras y cosas así. Cuando lo ignoramos todo las cifras reconfortan, nos dan la sensación de que controlamos algo: 11 millones de habitantes y la provincia casi 57 millones. Todos ellos y ellas, a partir de determinado momento, confinados en casita, paralización casi total de la actividad productiva, de la movilidad, de las interacciones sociales. Pareció una señal de alarma, pero no muchos supimos interpretarla así. Yo mismo, preferí seguir riéndome con memes como el del norcoreano: El coronavirus se expande por Italia. Salvini, asustado, huye del país en una balsa. El Open Arms lo recoge en el mar y lo traslada a un puerto seguro, Libia.
Había otros muchos simpáticos, como ese de los Beatles cruzando el famoso paso de peatones en Abbey road con unas flechas que indicaban claramente entre ellos el metro de distancia obligatorio, exigido por las nuevas circunstancias. Hasta eso ha cambiado también: ahora metro y medio, al menos. La fría métrica se impuso sobre lo que nos hace humanos y alguien inventó el concepto de “social distancing” para dar cuenta de las nuevas reglas de interrelación en nuestras sociedades. Ni siquiera se hizo el esfuerzo de llamarlo, simplemente, “distancia física”, un concepto que no nos robaba nada, solo nos advertía de la conveniencia de mantener un prudente alejamiento por un bien compartido. Se ha preferido llamar “distanciamiento social”, no recuerdo otro momento en el que la semántica resultase tan alejada de aquello que nos define como especie.
Después, supimos que Irán, Corea del Sur y otros países, estaban también jodidos y que la proliferación del virus escalaba exponencialmente en esos países, pero vamos, pensábamos, no dejaban de ser China e Irán y otros países lejos de la vieja Europa. Bueno, la cosa empezaba a adquirir tonalidades más grises, pero aún nos tomábamos nuestras cañas, quedábamos a cenar y todo eso. Nada había cambiado en lo sustancial, pero estábamos más al tanto de lo que ocurría, eso era todo. Sentíamos una ola que se acercaba, pero aún estaba lejos.
El 21 de febrero Adriano Trevisan moría en un hospital cerca de Padua, era la primera víctima italiana por el coronavirus, entonces supimos que empezaba otro partido, que la situación, ahora sí, nos obligaba a estar pendientes de lo que iba a ocurrir. Nuestra perspectiva cambió: empezamos a vivir día a día. La gente comenzó a ponerse máscaras, el coronavirus escalaba imparable en nuestras conversaciones cotidianas y los antaño relativamente optimistas, como el que suscribe, nos tuvimos que comer las palabras poquito a poquito.
Cuando el 24 de febrero el Covid-19 saltó a la península y comenzó a cebarse con la Comunidad de Madrid, en primer lugar, comprendimos que nos había llegado el momento. Y todo ha sido tan rápido. ¿Cuántas veces hemos reconstruido en nuestra cabeza y en nuestro corazón este giro imprevisible y traumático de los acontecimientos?
Apenas una semana después de conocer los primeros casos en España, el día 7 de marzo, quedé con un amigo para vernos en Ávila, su mujer, italiana residente en Roma, quiso asegurarse de que yo estaba bien y no había tenido contactos de riesgo en los últimos quince días. Me pareció excesivo, pero fue como una descarga inesperada de un voltaje que no se correspondía, desde mi perspectiva, con lo que yo estaba viviendo. Cuando mi amigo y yo nos despedimos nos dimos la mano y nos abrazamos: ¿qué inconscientes, no?
Una semana después, el confinamiento era una realidad en nuestro país y nos encontramos leyendo análisis que intentaban explicar por qué millones de compatriotas se habían puesto a comprar rollos de papel higiénico. Debate arduo en el que participaron sociólogos, filósofos, politólogos y, por supuesto, economistas. Aún no somos capaces de entender bien qué nos pasó. Después las cosas se han normalizado, un tanto, tal vez nos asustamos de nosotros mismos.
En apenas un mes se ha alterado nuestro presente de una manera traumática, y vivimos un cierto colapso respecto a lo que será el futuro próximo. Intuimos que las cosas no volverán a ser las mismas que fueron antes. Este colapso, siquiera sea provisional, de nuestro futuro nos golpea individualmente. Somos una especie que solo tiene sentido encadenada al futuro. Con los planes en incierto suspenso, viviendo el día a día, sufrimos; la existencia nos duele si no avizoramos un futuro, siquiera sea al alcance de la mano.
Estamos viendo el rostro de la muerte, próximo, cercano, casi todos nosotros podemos contar de alguien a quien el coronavirus se ha llevado por delante. Y se trata, además, de una experiencia colectiva, social, única, solo similar a una guerra. Aunque el símil nos incomode y nos perturbe. Pero no somos soldados, ni se puede pretender que abordemos esta situación como si lo fuéramos. Y la ausencia de un enemigo visible, físico, tangible cuando menos, nos impide movilizar recursos que, quizá, nos ayudarían a hacer más soportable la espera.
Por otra parte, estamos viviendo la situación de confinamiento y privación de libertad que viven cotidianamente millones de personas aquejadas por enfermedades, condenadas por su genética, o por la casualidad, o porque estaban justo donde no tendrían que haber estado en un determinado momento.
Todo lo anterior para compartir que no es la primera vez que esto ocurre, al menos, no es la primera vez que muchos, millones, de nuestros congéneres pasan por esta circunstancia.
Pero lo que cambia por completo la perspectiva es que la experiencia es ahora colectiva, compartida, extendida, global, humana. Saber que un tercio de la humanidad vive, ahora, algún tipo de confinamiento, nos hermana y nos hace sufrir: somos todos/as iguales, eso alivia y angustia, al tiempo. No iría más allá, no diría cosas del tipo: esto “democratiza la experiencia”; francamente, no creo que esta sea la dimensión dominante en el modo en el que la gente está viviendo esta situación. Es una articulación nueva del espacio público y privado, de la política y la pre-política. En esas nuevas dimensiones, desconocidas, debemos aprender a analizar, a proponer a operar.
Pero lo cierto es que no se sale de las experiencias traumáticas como si no hubieran ocurrido. Cuando todo esto pase, habrá una pulsión natural a intentar recuperar a toda velocidad la vida que tuvimos, la cotidianeidad robada, los problemas a los que estábamos acostumbrados, las ilusiones que hemos tenido que dejar en el congelador, las promesas rotas en medio de este colapso de nuestro presente. Escuché a un psiquiatra amigo decir algo que me pareció brillante: no vale de mucho repetir que tenemos que “tranquilizarnos”, como si eso fuera posible. Tenemos que adaptarnos, esto es, asumir la realidad y buscar lo mejor que pueda ofrecernos, siendo conscientes y aceptando la alteración sustancial que suponen para nosotros/as. No ganaremos nada negando el presente. Hemos perdido la capacidad de control que creíamos tener sobre nuestro presente y, en parte, sobre nuestro futuro, a eso tenemos que adaptarnos pero no resulta muy tranquilizador, ni tiene por qué serlo.
Pero el doble desafío al que tenemos que enfrentarnos tiene que ver con superar esa inercia de deseo de “vuelta a lo que teníamos” y de madurar lo que podemos proyectar, como cambios necesarios, de esta experiencia no buscada. Hay tantas cosas que hemos aprendido sobre generosidad, solidaridad, entrega, empatía, profesionalismo: nos hemos hecho un poco más humanos, no lo olvidemos. También sobre egoísmo, insolidaridad, desprecio por los más débiles.
Y ahora nos toca compartir lo que nos está ocurriendo para dimensionar el problema en su justo lugar, para preguntarnos por la vida que queremos para las generaciones que vendrán después de la nuestra, por el planeta que queremos dejarles y por las perspectivas que queremos ofrecerles. Por si alguien no se había dado cuenta todavía, la vida, presente y futuro de los humanos es global y nadie puede excluirse.
La huida hacia delante de los más ricos del planeta forma parte de las desgracias de este presente y ha reconocido, en esta pandemia, un límite expresivo y racional. Como dice la economista Jayati Ghosh, “la salud del conjunto de la sociedad depende de la salud de la gente más pobre”. Y el modo en que ese bienestar global se garantiza es a través de una buena salud pública que pueda llegar a todos/as en condiciones y en calidad suficiente.
En ese esfuerzo de pedagogía radica una buena parte de nuestras oportunidades. ¿Cómo compartir todo aquello que está siendo hermoso y rescatable de esta nueva cotidianeidad? ¿Cómo hacer para que se convierta en el imaginario de una salida que nos ayude a superar lo que hoy vivimos? ¿Cómo ofrecer una esperanza que no sea volver al pasado que nos condujo hasta aquí? ¿Cómo hacerlo desde esa nueva articulación entre política y pre-política, entre emociones y programas, entre lo individual y lo colectivo, lo público y lo privado? ¿Cómo hacerlo defendiendo las trincheras de la democracia, pero integrando respuestas a nuevos desafíos para los que no estábamos ni estamos preparados? ¿Cómo desprendernos de una vez de los “conceptos zombis” que siguen atándonos a un pasado, ahora sí, inexistente?
Decía Eduardo Galeano que: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Reflexión colectiva en tiempos de confinamiento
20/05/2020
Gabriel Flores
Economista
El coronavirus acabó atropellando al mundo y lo dejó maltrecho. La pandemia y el confinamiento han trastocado en los dos últimos meses nuestras vidas y todos nuestros planes. Hemos tenido que acomodarnos a una nueva, incómoda y, en muchos casos, terrible situación.
La catástrofe humanitaria ha supuesto hasta ahora, según los datos a 19 de mayo de 2020 del Coronavirus Resource Center (John Hopskin University), más de 300 mil muertos y cerca de 5 millones de personas contagiadas en todo el mundo. Un macabro recuento provisional de víctimas que nadie sabe cuándo acabará ni qué techo alcanzará. Una auténtica catástrofe que en España ha sido particularmente grave, con 27.709 muertos y 231.606 personas contagiadas hasta el 18 de mayo. Entre las causas que explican la mayor incidencia de la pandemia en nuestro país se pueden apuntar, sin temor a equivocarse, el desbordamiento sufrido por una debilitada y recortada sanidad pública y el mercantilismo rampante en el que quedaron atrapadas las residencias de mayores en muchas Comunidades Autónomas, tras ser entregadas como objeto de negocio a la gestión privada de empresas bien relacionadas con el poder político.
La crisis sanitaria y el confinamiento obligado para impedir el contagio masivo provocaron una parálisis de la actividad económica y modificaron nuestros hábitos y algunos de nuestros miedos, ideas y prioridades. Pueden ser cambios duraderos o un paréntesis temporal, desconocemos la solidez y capacidad de prolongarse en el tiempo de los cambios producidos; nadie puede saber si en las nuevas condiciones de desescalada progresiva en las que desarrollaremos nuestras vidas y trabajos en las próximas semanas, quizás meses, se recuperará la vieja normalidad perdida o primará la emergencia de otra normalidad.
Cuando comenzó el confinamiento, a mediados del pasado mes de marzo, entramos en territorios desconocidos. Espacio Público afrontó esa situación excepcional tomando dos decisiones: aplazar temporalmente la sesión presencial que pretendía dar por concluido el interesante debate que en defensa del derecho a la salud mental se desarrollaba en aquel momento (se intentará reanudar el próximo otoño, antes de celebrar el acto presencial de cierre) y abrir un nuevo debate, “¿Qué nos estamos jugando en esta crisis?”, con el que pretendíamos mantener abierto un canal de comunicación que permitiera alentar la reflexión colectiva y darnos la posibilidad de expresar las preocupaciones, experiencias, temores o sueños de futuro ante la nueva situación.
El artículo inicial de Orencio Osuna, “Ahora y después de la pandemia”, era una invitación a compartir los primeros análisis y percepciones sobre lo que estaba pasando, los retos que planteaba la pandemia y el futuro cargado de incertidumbres en el que nos adentrábamos. En el terreno de las opciones político-estratégicas se señalaban dos posibles derivas a evitar, una “solución asiática”, que combinaría nuevas tecnologías y dominio totalitario, y una “solución neoliberal”, en la que la mano invisible de unos mercados globales sin límites, regulaciones o instituciones multilaterales de arbitraje ofrecerían nuevas y mayores oportunidades a los más aptos o adaptables a los indicadores e incentivos mercantiles, mientras profundizaba el malestar, el desconcierto y nuevas restricciones en los derechos y libertades de la mayoría social. El futuro no está encerrado en esas dos opciones, hay otras alternativas. Hay otros mundos y opciones posibles por explorar y hacer, múltiples formas de encarar la crisis y muy distintas políticas y soluciones que permitirían dar una respuesta progresista y democrática a los desastres ya ocasionados y por venir. Y de eso era de lo que queríamos hablar.
Un mes y medio después de aquel artículo inicial, 37 amigas y amigos de Espacio Público han tenido a bien poner por escrito sus inquietudes, conocimientos o experiencias y hacernos partícipes de sus opiniones y conjeturas sobre la nueva situación, los interrogantes abiertos por las crisis desatadas por el coronavirus y contarnos cómo querían, imaginaban o temían que fuera el futuro que aguarda al final de la pandemia. Ese alto número de intervenciones supone una muestra más del grado de responsabilidad con el que la ciudadanía ha vivido el confinamiento y la importancia que le damos a poder compartir sus reflexiones, debatirlas colectivamente y someter al examen crítico de los lectores nuestras ideas y percepciones sobre la situación.
Gracias a la generosidad de las personas que han intervenido en este debate escrito y nos han hecho partícipes de sus reflexiones, hemos podido conocer y contrastar diferentes opiniones y argumentos sobre lo que nos estamos jugando en esta crisis, tanto en el ámbito de los espacios sociales y los asuntos más cercanos como en aquellos hechos, tendencias o interrogantes más globales y abstractos que trascienden los límites de la ciudad, el país o el proyecto de unidad europea del que formamos parte.
El amplio abanico de temas que nos afectan y preocupan
Todas las intervenciones que nos han llegado han sido publicadas tal cual, sin ningún tipo de cortapisa o restricción, lo que muestra la voluntad de Espacio Público de servir de canal de comunicación libre de toda injerencia y al servicio de la libertad de expresión. Una reflexión colectiva y un debate público que se quieren argumentados, respetuosos y capaces de entender las diferencias y los disensos como componentes naturales y esenciales de los procesos de conocimiento, en lugar de considerarlos un lastre, descortesía o intencionada agresión.
Los temas abordados, como era de esperar, han sido muchos y con miradas muy variadas. En realidad, una panoplia de ideas y propuestas tan heterogéneas como las prioridades o los centros de atención y preocupación de los sectores progresistas y de izquierdas de una sociedad compleja, diversa y abierta a múltiples influencias y condicionantes como la nuestra.
No se me ocurre ningún asunto significativo que haya quedado fuera de esta mirada colectiva que han ido tejiendo y ofreciendo las intervenciones. Imposible resumirlas sin caer en una simplificación excesiva de la riqueza de voces, análisis y matices que expresaban. Quedan ahí, en la web de Espacio Público, a la espera de nuevos lectores que quieran conocer una buena selección de los asuntos que preocupaban a la ciudadanía durante el confinamiento y de las reflexiones a que han dado lugar.
Con la única intención de despertar el interés por su lectura cabe decir que las intervenciones tratan un amplio número de cuestiones que van desde las más globales, como los potenciales cambios geopolíticos que puede favorecer la pandemia, la importancia de las respuestas de la UE en la resolución de los problemas o las similitudes y diferencias en los impactos y evolución de la crisis en Italia y España, hasta experiencias concretas de construcción de redes de solidaridad y autoayuda en Sevilla, en torno a los sectores más vulnerables (jornaleras, inmigrantes, prostitutas), la convivencia en un barrio de Madrid o la llegada del agua y el sostenimiento de un pequeño centro de salud para contener la pandemia en un pueblo de la República de Mali.
También se han tratado diferentes tipos de controversias teóricas, como las nuevas formas que reviste el viejo debate entre seguridad y libertad, las consecuencias del uso depredador que hacemos de los ecosistemas o el contrapeso que debe ejercer una mayor presencia de la sociedad como comunidad a la previsible tendencia al fortalecimiento del Estado.
La iniciativa del Gobierno de coalición progresista de impulsar el diálogo y promover amplios acuerdos entre fuerzas políticas, agentes sociales (como el que ha concluido en el Acuerdo Social en Defensa del Empleo firmado el pasado 8 de mayo por sindicatos, patronales y gobierno de España) o mayores grados de cogobernanza entre administraciones públicas, ha recibido la atención de varios intervinientes que la han valorado con división de opiniones en cuanto a su eficacia, oportunidad o viabilidad.
También han sido objeto de reflexión los impactos de la crisis sobre las desigualdades de renta o de género y la necesidad de reforzar el modelo de protección social, los servicios sociales y los cuidados para conseguir una distribución equitativa del trabajo doméstico y los cuidados entre hombres y mujeres e impedir que la economía de los cuidados sirva como amortiguador de las crisis del sistema a costa del trabajo no remunerado ni valorado y el aislamiento y la subordinación de las mujeres.
Pero, sin duda, el tema que más atención ha concitado es el de las políticas de Salud, el examen del mediocre estado del Sistema Nacional de Salud al que habían conducido las políticas de recorte y privatización, la indefensión en la que se han encontrado los profesionales sanitarios en la lucha contra la pandemia, la necesidad de reforzar la Atención Primaria para tener una mejor sanidad pública, la importancia de los aplausos al personal sanitario como reconocimiento a su entrega y profesionalidad o la necesidad de un fortalecimiento de la sanidad pública y los sistemas nacionales de salud en el que participen instituciones comunitarias y mundiales.
Una nueva fase política y un nuevo debate
Nada está escrito de antemano y mucho de lo por venir dependerá del curso que siga la acción de la ciudadanía. Las clases y grupos sociales o los diferentes centros de poder seguirán manteniendo su pugna en defensa de sus múltiples y contradictorios intereses y objetivos, al tiempo que las fuerzas políticas que los representan intentarán construir una voluntad parlamentaria mayoritaria que permita a las instituciones del Estado traducirla en políticas practicables. En todo caso, se haces necesarias unas condiciones mínimas de estabilidad política y social que den soporte a un proyecto de país que pueda suscitar unos apoyos sociales y parlamentarios más firmes y amplios que los actuales y una gobernabilidad suficiente que permitan llevarlo a cabo.
Comienza una nueva fase de la crisis, en las que las tareas institucionales serán más arduas y de gestión más compleja que las que se han llevado a cabo en los últimos dos meses. Y no solo porque no sabemos si habrá rebrotes y marchas atrás en el control de la pandemia o si se logrará superar la confrontación, el ruido y la crispación reinantes, sino porque las tareas de reactivación de la economía son mucho más complejas que las realizadas hasta ahora para minimizar la pérdida de empleos, rentas y actividades económicas, que dependían fundamentalmente de las posibilidades de contar con la financiación suficiente o endeudarse. En las futuras tareas de reactivación de la economía se necesitarán mucha más financiación y un potente programa de inversiones capaz de dar vida e impulso a los empleos, actividades, industrias y especializaciones de futuro, tanto en la economía española como en la comunitaria.
Hay que definir una hoja de ruta colectiva para la reactivación económica que pasa necesariamente por más gasto público y, por tanto, más déficit y más deuda, porque no solo implicará una gran inversión a largo plazo en la que los retornos irán con retraso respecto a los desembolsos, sino porque implicará también más gastos para asegurar las rentas de más personas desempleadas, acogidas a expedientes de regulación (ERTE) y hogares en situación de pobreza, más préstamos con garantías públicas y más moratorias en el pago de impuestos o cotizaciones a la seguridad social de autónomos en cese de actividad y pequeñas empresas.
Y esos mayores requerimientos de financiación y desequilibrios en las cuentas públicas requieren acuerdo social, cooperación, reducción de la crispación política y social y apoyo y fondos comunitarios. No va a ser una tarea fácil. Y ese es el nuevo tema a debate que os proponemos y que comenzará en los próximos días.
Termino trascribiendo un diálogo a través del tiempo que inició en el siglo V a.C. el dramaturgo griego Eurípides: “Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece”. Lo matizó 25 siglos después el economista inglés Keynes: “Lo inevitable nunca ocurre, siempre sucede lo inesperado”. Y apenas pasó medio siglo para que, en 2012, el novelista italiano Tabucchi añadiera una dosis de escepticismo: “Keynes decía que lo inevitable no sucede nunca y otros piensan que lo inesperado tampoco”.
Sería conveniente mantener la alerta en los próximos meses, no dejarse encerrar por ideas o teorías del pasado y observar con atención los nuevos datos y tendencias que nos proporcione el movimiento real de los acontecimientos. Por si llega otra vez lo inesperado, al menos poder reconocerlo.
Cerramos este debate e iniciamos uno nuevo, más acotado y centrado en la búsqueda, valoración y análisis de las respuestas y medidas políticas que permitan mantener bajo control la pandemia, organizar democráticamente nuestra convivencia e impulsar la reactivación económica a favor de la mayoría social y con la voluntad manifestada reiteradamente por el Gobierno de coalición progresista de que ninguna persona, hogar o sector social se quede atrás. Esperamos contar de nuevo con vuestra participación, apoyo e intervenciones.
¿Se ha transmutado nuestro pasado en nuestro nuevo futuro?
18/05/2020
Gonzalo Andrés García Fernández
Historiador. Investigador en el Instituto Universitario de Estudios Latinoamericanos (IELAT) de la Universidad de Alcalá
De una forma un tanto burda podríamos decir que el presente, nuestro presente, se nos ha abalanzado. Y que en dicho repentino y salvaje suceso se nos ha arrebatado por el camino nuestro frágil pero existente futuro inmediato. Una vez desprovistos del mismo, sea tanto para bien como para mal, nuestro futuro inmediato ha sufrido de una especie de reprogramación exógena realmente abrupta por parte de las denominadas “autoridades científicas”.
Y mientras esto sucede contemplamos melancólicamente un pasado que, si bien no era perfecto, era llevadero y nos permitía seguir conectados a lo que denominábamos como la normalidad. Podríamos decir, entonces, que nuestro futuro actual estaría compuesto por elementos de nuestro pasado. Extraño, ¿verdad? Quizás no lo sea tanto, ya que el futuro, algo que desconocemos, nos impulsa a continuar cursando nuestro (casi) eterno presente hacia un “algo” que aún no sabemos que es, pero que, sin duda alguna, será mejor.
Y llegados a este punto no puedo evitar reconocer que, como historiador, todo esto nos puede llevar a un importante escenario de reflexión. Para ello requerimos de un poco de tiempo, una pizca de paciencia y algo de introspección. Con estos ingredientes, tan escasos hoy en día, podremos fabricar nuestra “pócima de la reflexión necesaria”. Eso sí, debemos consumirla con cuidado, no vaya a ser que nos intoxiquemos y causemos un efecto no deseado recurrente en el académico: desconexión entre la reflexión y lo que está sucediendo.
Pero existe un cuarto ingrediente “secreto”: el de la historicidad. Un elemento que explicaremos brevemente como aquella relación que tenemos con los tiempos históricos: pasado-presente-futuro. Así pues, de la pócima de la reflexión necesaria pasaríamos a la “pócima necesaria de la reflexividad histórica”. Un excelente brebaje que todo historiador aconsejaría para cualquier buen amigo o amiga. Pero, ¿en qué consiste dicha pócima?, ¿me curará de algo?, ¿adquiriré nuevas capacidades?, ¿existen efectos secundarios? Para profundizar en estas interrogantes explicaremos a continuación el contexto y la naturaleza de este elixir milagroso.
En el ámbito de las ideas y el pensamiento reina la asimetría y lo imperfecto; lo excelente puede brillar y ser admirado al mismo tiempo que este sea algo con lo que no estemos realmente de acuerdo. Al ser una pócima de naturaleza digamos “histórica”, los efectos de la misma provendrán de este reino de las cosas asimétricas e imperfectas. Pero no por ello pensemos que es menos válido o útil para nuestras vivencias, ya que hablamos de una dimensión un tanto desconocida y poco frecuentada en los tiempos que corren.
Y para introducir de mejor manera nuestra explicación nos es preciso mencionar y citar al historiador francés François Hartog, el cual identifica lo que denomina “los regímenes de historicidad”, compuestos por tres etapas fundamentales: premoderno, moderno y posmoderno. Según Hartog el régimen de historicidad premoderno estaría caracterizado por un pasado que somete al presente y al futuro tanto a un nivel estético, moral, como axiomático (habitual en la antigüedad, el medievo y renacimiento)[1].
El segundo régimen será el de historicidad moderna, donde el pasado y el presente constarán como precedentes del futuro (habitual en periodos postrevolucionarios donde la utopía será esencial para posibilitar la modernidad y el progreso social, político y económico).
Por último, Hartog señala el régimen de historicidad posmoderno, donde nos podríamos situar en la actualidad. Éste último régimen de historicidad se centra en el tiempo presente, siendo el pasado un tiempo que no ofrece ni soluciones ni respuestas; pero tampoco el futuro, ya que este es percibido con cierto desdén como un tiempo incierto y colmado de incertidumbre para la sociedad[2]. Seguramente, este último régimen de historicidad nos recordará aquel frágil futuro que poseíamos en nuestra habitual normalidad presentista. Dada la situación actual podríamos aventurarnos a decir que este régimen de historicidad (posmoderno) no solamente está presente a día de hoy, sino que además se ha acrecentado.
Después de esta introducción, lo siguiente será explicar los susodichos efectos de nuestra pócima en nosotros. ¿Curación o mejoramiento? Todo dependerá del enfoque que utilicemos, pero lo cierto es que, si empezamos a ser conscientes de los momentos que estamos viviendo, de su peso y características, podremos activar, tanto individual como colectivamente, algo que normalmente está dormido en nuestro ser. Esto no es otra cosa que nuestra capacidad cognitiva y crítica. Sin ellas es como si estuviéramos realmente enfermos, ya que al igual que sucede con una enfermedad, ésta nos impide hacer ciertas cosas.
Aunque en nuestro caso sería más bien como una especie de enfermedad congénita oculta, ya que no nos percatamos que está ahí cuando realmente sí que está. En este caso esta situación la entenderíamos como el estar “inconscientemente enfermos”. Y como consecuencia, no podremos ver ni apreciar ciertas cosas que suceden a nuestro alrededor. Que no las veamos no significa que no existan, y de hacerlo habitualmente careceremos de las herramientas (cognitivas) para considerarlas en su complejidad, al igual que sucede, por ejemplo, con una obra de arte.
Pero también podemos verlo como un mejoramiento de nuestro ser, concretamente en nuestra capacidad para generar ideas y pensamiento crítico. Estas herramientas nos ayudarían a visualizar con mayor claridad lo que normalmente se invisibilizaba y que ahora ya no lo está, así como de los porqués de estas situaciones. Hay quien diría que eso nos convertiría en transhumanos, pero yo prefiero creer que esta situación de cambio todavía es parte de nuestra condición humana, por lo que todavía nos quedaría camino por recorrer de cara a pensar en ser transhumanos.
Puede que todo esto nos resulte bastante conocido, tanto que nos animemos a preguntarnos lo siguiente, ¿no era labor de la educación los efectos de esta pócima?, ¿no era la educación aquel espacio especializado, exclusivo y destinado a la forja de una mejor ciudadanía en el mundo? Lamentablemente, no parece que suceda así. Durante el proceso de escolarización que vivimos hasta que tenemos los 18 años nos educamos en saberes estancos, inconexos y tremendamente reglados bajo criterios más cercanos a lo pedagógico (forma) que a lo intelectual (fondo). Como historiador me veo obligado a identificar mi área: la asignatura escolar de Historia que todos hemos cursado alguna vez en nuestras vidas.
Sea de un país o de otro, siempre está presente la asignatura de Historia, tanto en su forma nacional como universal. Y en gran medida vemos en ella parte importante de la culpa de esta enfermedad oculta que mencionábamos. Una enfermedad, o incapacidad, que se nos infunde desde que comenzamos a hacernos preguntas sobre las cosas. Entre otras cuestiones, y a modo de ejemplo, nos enseñan a pensar en código nacional, situando a las naciones como sujetos provistos de una historia, de un pasado que nos pertenece y del cual debemos, más o menos, enorgullecernos o culparnos. Según qué foco utilicemos, nos sentiremos más orgullosos o avergonzados de aquel eterno relato que se nos cuenta al detalle una y otra vez en la escuela.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con nuestras incapacidades ocultas en el terreno de la cognición y la crítica? La enseñanza de relatos nacionales (sobre la nación) y universales (eurocéntricos) nos incapacitaron en su momento de poder gozar de una historicidad diferente y más compleja o, en otras palabras, de poder relacionarnos libremente con algo tan humano como es el tiempo (pasado, presente y futuro). Nos enseñaron que solo existe un (el) pasado, y que a través de este debemos relacionarnos con este tiempo histórico, un objeto monolítico, unilineal e irrefutable que está ligado fundamentalmente al sujeto nación (el país que fuere).
En nuestras vidas esto nos genera una hipertrofia de cara a la libre y diversa posibilidad de percibir el y los tiempos históricos. Por no mencionar la tipología de los contenidos que nos obligan a aprender mediante un macabro ejercicio memorístico. En dichos contenidos identificamos a extravagantes actores y protagonistas (reyes, emperadores, dictadores, presidentes) depositados en una narrativa lógicamente relatada, donde suceden cosas importantes (ascensos y caídas en el poder, datos económicos, guerras, etc.) de las cuales no somos parte en ningún momento. Y como consecuencia de todo este tipo de aprendizaje (histórico) se nos termina por generar una percepción desafecta y distorsionada de la política (en general) como “la política”, algo que recurrentemente nos parece como lejano y extraño (sobre el poder político, instituciones políticas, etc.).
Precisamente los historiadores no hemos actuado bien al respecto. Fuimos nosotros, o más bien los historiadores del pasado (siglo XIX), quienes se inventaron dichos conceptos, lógicas y narrativas con el objetivo de impulsar un fin utópico, olvidándose así muchas veces del presente y de todo lo que ello conlleva. Y hablo también en términos colectivos y presentes ya que aún existe un debate importante al respecto (detractores y seguidores), pero que lamentablemente no logra alcanzar la longitud necesaria para conectar con estas realidades de “enseñanza y aprendizaje en incapacidades” que abunda en el sistema escolar del siglo XXI.
En tiempos de COVID-19, de la “nueva normalidad” presente, debemos bebernos la pócima. Sobre todo, ahora que tenemos una oportunidad para detenernos y reflexionar. Pero para los que no han podido hacerlo (la situación laboral les obliga por motivos diversos), ojalá seamos solidarios y sustituyamos los aplausos de las ocho de la noche por ideas y pensamiento crítico. No estamos ni en un circo, ni en un anfiteatro, ni tampoco en un campo de fútbol. Estamos y vivimos en sociedad, y como tal esta necesita, entre otras muchas cosas, de elementos que nos hagan sentirnos y percibirnos como tales: humana, diversa, plural y compleja.
Como decimos, no estamos ante una alarma sanitaria únicamente, estamos ante una auténtica crisis transversal que está tocando y tocará todos los puntos sensibles de un sistema construido erráticamente (nunca se llegó a consumar una revolución liberal), y que se ha logrado justificar bajo conceptos que ya no significan nada (democracia) o se han diluido por el camino (libertad). Todo ello bien atado bajo rigurosas normas y preceptos que muchos no entienden y que, a la hora de la verdad, no se cumplen justamente (Estado de derecho).
Al final de todo esto, esta contingencia nos puede ayudar a percatarnos que vivimos en sociedades de falsa libertad, desigualdad y egoísmo, traicionando así todo lo que hemos estudiado en clases de Historia desde nuestra más tierna infancia hasta ahora.
Falsa libertad, ya que esta no se supedita exclusivamente a la libertad de acción o de movimiento, sino también a un ámbito económico, laboral, político, social, cultural e intelectual. Todo ello fuera de la normalidad a la cual estamos sometidos. En consecuencia, nos han limitado, sobre todo en el terreno de las ideas y de la cognición. Sin ellas difícilmente nos daremos cuenta críticamente del resto de nuestras limitaciones.
Desigualdad, debido a que somos sociedades que, si bien no somos iguales en términos socioculturales, tampoco lo somos en términos socioeconómicos. En la actualidad nos cuesta más trabajo reconocer nuestras diferencias (diversidad) y no tanto así nuestras desigualdades socioeconómicas. Ambas problemáticas coinciden en que se hacen muy pocos esfuerzos por conquistar una sociedad más igualitaria (socioeconómicos), pero al mismo tiempo desigualitaria (culturales), ya que somos diferentes y es en la diferencia donde tendremos que ponernos de acuerdo.
Y egoísta, ya que no somos fraternos. Estamos divididos y atomizados en la sociedad del individuo y de la competencia descarnada (individualismo). En palabras de Adela Cortina diríamos que hemos inculcado una visión aporofóbica de las cosas, de rechazo al pobre, una condición que no deseamos y de la que, por lo tanto, huimos. Y en dicho proceso nos encerramos en nosotros mismos en vistas de una batalla individual de las cosas. Nos posicionamos dócilmente en una esquizofrénica “escalera de la vida” donde no nos percatamos como algunos nacen más arriba y otros más abajo, pero a pesar de ello nos enorgullecemos patéticamente de nuestros falsos progresos y logros.
Ante todo esto nos preguntamos, ¿existe la esperanza? Por supuesto que la hay, pero esta solo aparecerá en la medida que despertemos de este profundo letargo llamado normalidad y nos empoderemos en consecuencia. Será muy complicado salir de este dantesco laberinto, sobre todo si no nos servimos de nuestra pócima. En parte, dependerá de nosotros, pero también del carácter colectivo y solidario de esta noble y necesaria tarea que nos atañe.
Notas:
[1] Marco Tulio Cicerón hablará de la magistrae vitae. De cómo el pasado es una auténtica maestra en nuestras vidas y es por ello por lo que debemos aprender del pasado para vivir mejor nuestro presente.
[2] Hartog, François, Régimen de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, Universidad Iberoamericana, México, D.F, 2007, pp. 37-41; Paul, Herman, La llamada del pasado, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, España, 2016, p. 80.
Pandemia, seguridad y libertades
17/05/2020
Jaume Bosch
Abogado. Exdiputado en el Parlamento catalán. Autor del libro “La nostra policia”. Miembro del Consejo Nacional de Catalunya en Comú
La pandemia que afecta nuestro presente va a condicionar nuestro futuro en muchos ámbitos, entre ellos los relacionados con la seguridad. Nos vamos a enfrentar a polémicos retos hasta ahora tan solo intuidos, como los derivados de la geolocalización por teléfono o de la obtención de datos de movilidad, que podrían afectar a derechos como el de la protección de datos personales; la posible expedición de certificados de inmunidad puede generar nuevos tipos de discriminación.
Las circunstancias han cambiado: la policía ya ha tenido que arbitrar nuevas formas de aviso ante posibles episodios de violencia machista en casos en que víctima y verdugo se encuentran confinados en un mismo domicilio; el argumento contrario a la posibilidad de mantener el rostro oculto porque dificultaba las identificaciones se ha visto sobrepasado por la perspectiva de una sociedad en la que la mayoría de las personas circulará por la vía pública usando mascarilla.
Las políticas públicas de seguridad se van a modificar y el viejo debate entre libertad y seguridad adoptará nuevas formas, aunque en el fondo discutiremos sobre lo mismo de siempre: ¿justifica ese nuevo miedo a lo desconocido, al contagio, la renuncia a parte de nuestras libertades, una pérdida que algunos ya consideraron asumible ante la amenaza terrorista? Me cuento entre los que formularían una respuesta negativa. Pero ¿podemos aceptar los planteamientos de quienes defienden que los regímenes autoritarios están mejor preparados para hacer frente a los peligros que nos acechan? ¿No estaremos haciendo el juego al adversario si asumimos que los países indiscutiblemente democráticos y que cuentan con gobiernos progresistas no pueden construir nuevas respuestas que garanticen la seguridad tanto como las libertades? Y en sentido contrario, ¿podemos permanecer impasibles cuando fuerzas conservadoras intentan presentar a esos gobiernos como amenazas a la libertad?
Probablemente, la izquierda, sobre todo si gobierna, no tiene más remedio que asumir las contradicciones derivadas de que, en momentos como los que vivimos, es necesario adoptar decisiones que han de tener como norte principal la preservación de la salud de la mayoría de la población. La declaración del estado de alarma en España el 14 de marzo fue la forma con la que el Gobierno, con el posterior aval del Parlamento a sus prórrogas, consideró que se podía combatir mejor la epidemia que nos golpeaba. El confinamiento suponía la limitación de movimientos de la ciudadanía; y, aunque la inmensa mayoría entendió la gravedad de la situación, siempre hay a quien le importa poco el bienestar de los demás.
Por tanto, el Gobierno, a través de los cuerpos policiales, debía adoptar medidas que garantizaran el cumplimiento de lo acordado en beneficio de la salud colectiva. Hemos sido testigos de comportamientos incívicos: uno de los más egoístas el de las personas acomodadas que decidieron desplazarse a sus segundas residencias, en muchos casos por carreteras secundarias para evitar controles. Estas actuaciones podían provocar una posible extensión del contagio desde las grandes ciudades a las zonas rurales, menos preparadas en cuanto a instalaciones sanitarias y con mayor índice de personas mayores: algunos dirigentes políticos han preferido la comodidad del confinamiento en sus segundas residencias antes que vivirlo en Madrid o Barcelona.
La curiosa paradoja, aunque tal vez inevitable, ha sido que el Ministerio del Interior ha recurrido a la Ley Orgánica 4/2015 de Protección de la seguridad ciudadana, conocida como Ley Mordaza, para sancionar a quienes se saltan el confinamiento. Seguramente hubieran sido necesarias instrucciones más basadas en la pedagogía y menos en considerar que cualquier infracción significaba una “desobediencia o una resistencia grave a la autoridad o sus agentes”.
La Abogacía del Estado y el Síndic de Greuges de Catalunya plantearon la necesidad de aplicar medidas alternativas menos duras. Jaume Saura, adjunto general al Síndic de Greuges, ha desarrollado esta tesis en un interesante artículo en la Revista de Derecho Público de Catalunya titulado “Restriccions a la llibertat de circulació i abús sancionador durant l’estat d’alarma”. La aplicación de una Ley tan controvertida ha sido un regalo envenenado: el Gobierno actual se había comprometido a derogarla y su vigencia se encuentra pendiente de que el Tribunal Constitucional resuelva los recursos admitidos a trámite que plantean que esa norma vulnera la Constitución por no respetar determinados derechos. No hay que olvidar que organizaciones como Amnistía Internacional o Human Rights Watch o prestigiosos periódicos, como The New York Times, la criticaron con dureza cuando el PP decidió aprovechar su mayoría para aprobarla.
Pero no es menos cierto que la opinión pública, y muy mayoritariamente la progresista, es intransigente con las conductas incívicas que nos ponen a todos en peligro. Se exige sancionar la insolidaridad. Por eso parece que el coronavirus haya vuelto las cosas del revés. El catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, Marc Carrillo, afirma en una entrevista: “Soy de los que creen que en algunos preceptos de la Ley Mordaza existen clarísimos indicios de inconstitucionalidad. Pero ahora no se cuestiona eso. Ahora el problema es la irresponsabilidad de determinados ciudadanos”; partiendo de la convicción de que el principal valor a proteger es la salud, el profesor Carrillo defiende la legitimidad de una actitud sancionadora frente a las conductas que rompen el confinamiento.
En el otro extremo se sitúa el pensamiento de la derecha que, a rebufo de las propuestas de Trump, considera más preocupante “la imposibilidad de trabajar y producir”. El escritor Mario Vargas Llosa impulsó a finales de abril un manifiesto de la Fundación Internacional para la Libertad titulado “Que la pandemia no sea un pretexto para el autoritarismo”. El texto denuncia “las medidas que restringen indefinidamente las libertades y derechos básicos” y afirma que “en España y la Argentina dirigentes con un marcado sesgo ideológico pretenden utilizar las duras circunstancias para acaparar prerrogativas políticas y económicas que en otro contexto la ciudadanía rechazaría resueltamente”. Entre los firmantes aparecen ex máximos mandatarios de algunos países como Jose Maria Aznar, de España, Mauricio Macri, de Argentina, o Vicente Fox, de México, y miembros destacados de la derecha autóctona, como la portavoz del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, el ex líder de Ciudadanos, Albert Rivera, o la exdirigente popular Esperanza Aguirre.
La derecha, que impulsó de forma entusiasta la Ley Mordaza concebida para restringir las libertades de reunión o expresión pasando por encima de la Constitución, pretende dar lecciones a la izquierda sobre la defensa de los derechos civiles. Y no es un hecho aislado; el debate sobre si el estado de alarma no es más que un estado de excepción encubierto llegó hace pocos días a su cénit con un artículo de título suficientemente explicito, “La sociedad cautiva”, publicado por Consuelo Madrigal, que fue Fiscal general del Estado durante el Gobierno del PP, precisamente en la etapa en que se aprobó la Ley Mordaza.
Al parecer, un vicepresidente del Gobierno no puede criticar una sentencia, pero una Fiscal del Tribunal Supremo puede calificar de “antidemocráticas” las decisiones de ese mismo Gobierno. Existe una campaña, que sintoniza con la actitud de VOX y el PP en el Congreso de los Diputados, que intentaría acusar al Gobierno del PSOE y Unidas Podemos de estar perpetrando un atentado al estado de derecho y a nuestras libertades a través de la declaración del estado de alarma y de las normas aprobadas posteriormente. El objetivo, más allá del legitimo debate académico sobre los límites constitucionales del estado de alarma, es diáfano: derribar al Gobierno progresista y dejar la pista libre para aplicar medidas que vuelvan a poner el interés económico de los poderosos por encima del derecho a la salud y al bienestar de la mayoría de la población. La patética manifestación de la derecha acomodada y autoritaria gritando “libertad” en el barrio de Salamanca de Madrid constituye un ejemplo bien reciente de esa campaña.
Nada ha resultado fácil para los gobiernos en esta crisis. El profesor Daniel Innerarity ha señalado que, al moverse en territorio desconocido, las decisiones han tenido “un carácter de improvisación y experimento” y que se han cometido numerosos errores. El Gobierno español no ha sido una excepción.
A mí me ha costado entender por qué un gobierno de coalición de dos fuerzas políticas se convierte en monocolor al designar las autoridades dentro del estado de alarma. Y me hubiera gustado un perfil más federal durante este complejo período. Pero la izquierda no debe equivocarse al juzgar al Gobierno por su política, también por sus errores, en materia de libertades. Hay sectores progresistas muy sensibles a ese tema y que acostumbran a mirar con recelo a los cuerpos policiales y, ya no digamos, a las Fuerzas Armadas. Hay muchas cosas a mejorar y muchas comparecencias públicas a perfeccionar. Y habrá que reformar la legislación de forma garantista para regular situaciones que jamás habíamos previsto. Pero no podemos caer en la trampa demagógica de los que después de recortarnos los derechos quieren aparecer ahora como la garantía de las libertades.
El mundo post pandemia
16/05/2020
Oderto Rodríguez Abelarde
Profesor de Teorías Políticas en la Universidad de Camagüey Cuba. Máster en Ciencias Políticas y profesor auxiliar
Circulan por estos días hermosos poemas, cartas, canciones, llamando a los habitantes del planeta Tierra a enfrentar unidos el peligro de la pandemia. Invitaciones a un mundo diferente cuando pase este suceso, expresiones vaticinando que sobrevendrán nuevos valores que serán compartidos por todos: valores limpios, solidarios, altruistas y de hermandad entre las personas, alejando para siempre la mezquindad, el odio y las diferencias entre razas, religiones, sexos, poder adquisitivo, que han prevalecido desde la antigüedad.
La covid-19, ha uniformado los medios noticiosos, ha detenido la economía global, ha recluido en sus casas a las familias, ha paralizado el desplazamiento humano mundial, ha sacado a todos de su habitual rutina y nos ha invitado a la reflexión –tiempo hemos tenido–. No podía entonces suceder otra cosa que las urgentes inquietudes artísticas reflejaran esa realidad mundial.
La covid-19, hasta el momento, tiene en vilo al planeta, los hombres no hemos podido dominar el virus, nos ha minimizado y demostrado que somos una raza frágil, bastante indefensa, desorganizada, falta de liderazgo e incapaz de poner los destinos colectivos por encima de los particulares. El problema de salud no reconoce las fronteras que hemos establecido entre naciones, no diferencia ricos de pobres, millonarios de pordioseros, no diferencia antiguas metrópolis de colonias, no distingue entre blancos y negros, tampoco entre hombres y mujeres. Razones suficientes para que en la creación artística exista un llamado a nuevos valores, una evocación al “después de la tormenta”, a un mundo mejor y equitativo cuando nos hayamos salvado.
Me pregunto si hemos pensado conscientemente en un mundo tras la pandemia: ¿es posible establecer las relaciones humanas a partir del golpe que nos da un suceso mundial?, ¿desaparecerá el odio, el egoísmo y la mezquindad entre los hombres? Los valores que prevalecen en la sociedad son el reflejo de la diferencia de clases propia de cada sistema económico social. Si unos son ricos, siempre pretenderán serlo más cada día y eso hará que otros sean pobres y lo serán más cada día y volveremos al ciclo al que hemos llegado actualmente.
Particularmente no veo cómo la vieja y culta Europa compartirá sus riquezas con los territorios que saqueó durante siglos en Asia, África y América Latina, ¿renunciará Europa a pagar millones a un futbolista para atender a los miles de migrantes que llegan a sus costas? ¿Utilizará parte de sus enormes ganancias en el desarrollo de África subsahariana, desaprobará las guerras intestinas que allí se promueven desde afuera para explotarlos con más facilidad?
Renunciará los Estados Unidos de América a ser el gendarme del mundo. Renunciará a su papel hegemónico, a su sed de guerra y de violencia para imponer sus dictados en cualquier rincón de este mundo. Renunciará EE.UU. a gastos militares con los que se pudieran erradicar el hambre y la marginación en el planeta. Renunciará a la doble moral de decidir dónde se violan los derechos humanos fuera de sus fronteras mientras este virus ha demostrado lo inservible de su modelo de salubridad, que, a fin de cuentas, el principal derecho humano es el derecho a la vida y por tanto a la salud.
Creo personalmente que sí vendrán grandes cambios en el mundo, pero asociados a otro fenómeno del que casi no se habla: durante siglos, el mundo occidental ha sido el espacio que rige los destinos del planeta y desde finales del siglo XIX los Estados Unidos de América asumieron el liderazgo de occidente y casi por lógica del mundo.
En los últimos 30 a 50 años China, con Japón que ya era una potencia, junto a otros países de la región han ido avanzando y ocupando lugares centrales en la actividad económica global. La República Popular China se ha convertido en la segunda economía mundial y esa región de Asia es considerada como la locomotora de la economía del planeta.
El virus que nos ataca en la actualidad ha dañado mucho a Europa, en cifras de contagiados y muertes, pero además en empleos perdidos, economía paralizada con enormes pérdidas, incremento del déficit fiscal por las altas sumas que han tenido que desembolsar para frenar el virus y sus efectos. En Estados Unidos de América, el golpe económico será mayor todavía, provocando, a criterio de no pocos estudiosos, un colapso económico. América Latina, la región más desigual del planeta, verá un retroceso enorme en sus economías con la probable generalización de violencia social.
Razones estas que me hacen creer que el fin del dominio occidental en el mundo tiene los días contados, igualmente el papel hegemónico de los Estados Unidos de América. No digo que dejará de ser potencia, junto a Alemania, Francia, Inglaterra e Italia, pero ya no serán el soporte fundamental de la economía mundial, por tanto, de la política.
El Oriente, con China a la cabeza, establecerá nuevos conceptos y valores en las relaciones mundiales, me atrevo a predecir que serán valores más compatibles con las ideas expuestas en poemas, cartas y canciones que por nuestros días anuncian que un mundo mejor es posible.
La bolsa o la vida
15/05/2020
Laura Gómez
Politóloga, investigadora y experta en políticas de igualdad de género y participación ciudadana
Uno de los grandes dilemas en la respuesta a la covid-19 ha sido la de decidir si poner o no a hibernar la economía, con el fin de contener la pandemia y evitar que el colapso sanitario impidiera salvar muchas vidas.
Hibernar la economía ha significado en la práctica limitar el trabajo mercantil presencial, redirigiendo buena parte de la actividad laboral a los hogares vía teletrabajo, a excepción del empleo vinculado con los sectores considerados esenciales. El shock en el mercado laboral no se ha hecho esperar y ha adquirido dimensiones históricas: miles de empleos destruidos o suspendidos temporalmente. De ahí que buena parte de los esfuerzos institucionales hayan estado dirigidos a poner freno a la sangría del cierre de empresas y despidos por la vía de los ERTE, así como a limitar el impacto de la pérdida y la reducción de ingresos provenientes de los salarios vía prestaciones por desempleo.
La inmensa mayoría nos hemos empobrecido tanto en las últimas décadas que dependemos de un salario. Aunque tenerlo se ha convertido en una cosa cada vez más intermitente y ni siquiera tenerlo nos saca del riesgo de pobreza (España es el tercer país de la UE con el mayor porcentaje de trabajadores pobres, en su inmensa mayoría mujeres).
Por eso, aunque insuficiente, no cabe despreciar el esfuerzo hecho por el gobierno de Unidas Podemos y PSOE para proteger a quienes tienen un vínculo precario e informal con el mercado o para quienes no habían conseguido tenerlo. Es verdad que muchas de las medidas son préstamos en condiciones blandas que no cancelan el endeudamiento privado para pagar derechos básicos como la vivienda. Pero otras, como la prestación por desempleo para las empleadas de hogar o el ingreso mínimo vital anunciado, además de imprescindibles, son simbólicamente relevantes por el horizonte de sentido que abren. Por algo han puesto el grito en el cielo la patronal, los obispos y las ultraderechas españolas.
Digo que no cabe menospreciar el esfuerzo porque la herencia es tremenda. Un modelo que protege socialmente frente al virus como un cuerpo social inmunodeprimido. Cada vez menos y peor desde lo público y cada vez más desde un sector privado democratizado a precio barato a costa de las personas usuarias y las trabajadoras. Un modelo productivo intensivo en sectores con un fuerte impacto ecológico. Una deuda soberana disparada que básicamente es la herramienta de chantaje que los mercados financieros utilizan para exigir que los Estados pongan en venta lo que les queda de recursos públicos. Una política fiscal regresiva que ha ido vaciando las arcas públicas y limitando la capacidad de gasto social. Y una UE haciendo equilibrios precarios entre echar una mano y no abrir una grieta por la que se cuelen cambios de inspiración fraternal que sean difíciles de revertir.
Todas las medidas puestas en marcha eran necesarias. Pero lo que no hay duda es que lo que se considera “economía” se mantiene dentro de los márgenes estrictos de una economía monetizada y “productiva” enredada en ese ciclo infernal de financiarización, destrucción ecológica, depredación del Sur Global, explotación laboral, sobreproducción y consumo. Esa que a su vez escupe sobre la naturaleza y el cuerpo de las mujeres. Los usa para extraer valor, pero no los contabiliza en su balance de costes. El negocio es redondo, pero las consecuencias son catastróficas para la una y para las otras. Que es tanto como decir, para la vida presente y futura.
La pandemia nos ha enseñado que cuando la economía “productiva” se pone a hibernar, el entorno vivo no humano empieza a sobrevivir. También, que hay un montón de trabajos, bienes y servicios domésticos y de cuidados que se intercambian que no sólo son imprescindibles, sino que además proveen un bien-estar que opera fuera de los radares institucionales y mercantiles. Y, finalmente, que haber impulsado institucionalmente la resolución de parte de esos trabajos a precio barato -véase empleo de hogar y privatización de servicios de cuidado en su vertiente sanitaria y asistencial- tiene consecuencias catastróficas cuando la lógica del beneficio opera en servicios básicos para la vida humana.
Esa mirada institucional estrecha de la economía ha tenido en cuenta de manera muy parcial los efectos que las medidas de confinamiento e hibernación “productiva” iba a tener en la cara oculta de la economía. Esa a la que algunas feministas han llamado economía de los cuidados y que no tiene más remedio que comportarse como un colchón infinitamente flexible adaptado a lo que dicta la primera. Es lo que tiene ser invisible. El teletrabajo ha implicado llevarse la fábrica a las casas y aumentar la carga de trabajo global sin que ni siquiera en una situación de confinamiento se haya conseguido distribuir de forma igualitaria entre mujeres y hombres el trabajo doméstico y de cuidados, tal y como ponen de manifiesto estudios recientes.
El derecho a la reducción de jornada por cuidados hasta el 100% ha sido demandado fundamentalmente por mujeres que han visto al tiempo sus ingresos radicalmente mermados. Y eso para las más afortunadas. Porque los hogares monoparentales encabezados por una mujer, las grandes malabaristas siempre en la cuerda floja, no se lo pueden permitir. Y si además eran empleadas de servicios esenciales, básicamente han tenido que arreglárselas tirando de redes vecinales y voluntariado. Por no hablar de las empleadas de hogar internas en una situación vital agravada bien por un trabajo no interrumpido bajo el confinamiento o bien porque se han visto de un día para otro de patitas en la calle sin hogar al que volver.
Se está dibujando una nueva configuración de la resolución de los cuidados que intensifica el trabajo doméstico y de cuidados en los hogares vía digitalización de la vida cotidiana y económica: teletrabajo, docencia virtual, compras virtuales, teleasistencia… Una vuelta de tuerca en la reprivatización de los cuidados entre cuatro paredes. Podría haber llegado para quedarse. Lo hace, además, en un marco en el que la destrucción masiva de empleos en sectores feminizados proyecta un futuro para las mujeres de retorno al hogar, pero ahora más empobrecidas y menos autónomas.
Se están trazando nuevas fronteras entre el mundo de la producción de las cosas y el mundo de la reproducción de la vida. Lo que nos jugamos es la forma que adoptará ese conflicto histórico y que la pandemia ha venido a acelerar y sincerar. Asoma un nuevo escenario de batalla que se libra entre una correlación de fuerzas cada vez más desigual. Porque la del 2008 se resolvió en términos regresivos para las muchas. Pero entonces también se inició un ciclo de movilizaciones feministas históricas que nos enseñó a llamar a las cosas por su nombre. Ahora como entonces aprendimos que no es la pandemia es el sistema. Esa narrativa feminista de las crisis y la memoria de resistencia son, probablemente, nuestra mejor vacuna para evitar que se nos cuele otra vez una agenda de normalidad que recupere los circuitos económicos de un metabolismo enfermo exprimiendo aún más las condiciones de posibilidad para la creación y reproducción de la vida misma.
Necesitamos una economía de los cuidados que dé una respuesta socialmente justa a la satisfacción de necesidades materiales y afectivas básicas para la supervivencia (comer, limpiar, escuchar, tranquilizar, aconsejar…) que históricamente han resuelto las mujeres y que está en el centro explicativo de la experiencia discriminatoria y desigual en la que sus vidas se desarrollan. Una nueva economía de los cuidados que, además, debe guiar e impulsar una transición que descentre la lógica del beneficio y facilite la reinvención de un modelo socioeconómico que, en un ejercicio de realismo, parta de los límites materiales que hacen posible la vida y su continuidad.
Pero, en lo inmediato, sobre todo, necesitamos una respuesta institucional que, en primer lugar, apunte a la ideología que está detrás del saqueo y evite que otros usen el malestar para construir enemigos imaginarios que siempre son los mismos: el feminismo, la inmigración, el independentismo, la izquierda.
En segundo lugar, que fortalezca la musculatura del tejido nacido en las calles para encontrar respuestas no lastradas por las herencias institucionales recibidas e impida crear condiciones para que se utilice el nuevo miedo a las pandemias y el distanciamiento social (que crea el distanciamiento físico y el confinamiento) para incrementar el control social y dificultar la resistencia crítica a través de nuevos dispositivos de vigilancia digital.
Y, por último, pero no menor en importancia, que haga crecer las alianzas que van a ayudar a ampliar una consciencia ciudadana corresponsable que acompañe el enorme desafío que tenemos por delante de transición ecosocial. Ningún gobierno lo va a resolver solo. Los corsés aprietan y los de la bolsa acechan ansiosos.
La geopolítica mundial en la covid-19
14/05/2020
Anibal Garzón
Sociólogo, docente y analista internacional
Espacio Público ha abierto un interesante, pero a la vez complejo, debate titulado “Qué nos estamos jugando en esta crisis”, rompiendo el hielo el director de la misma Fundación, Orencio Osuna, con un texto “Ahora y Después de la Pandemia”. La gran mayoría de intervenciones están enfocadas en variopintos ámbitos, desde la economía, política nacional, seguridad ciudadana, libertades individuales y colectivas, nuevas tecnologías, sistema sanitario, el papel del Estado o la Unión Europea, y otras muchas que no nombro no por su destacada transcendencia sino para no hacer una retahíla cansina. La mejor manera es que el mismo lector haga un estudio de los interesantes textos de los colaboradores.
Dada la extensa lista de espacios o instituciones sociales para analizar sobre los impactos del coronavirus creo que una de ellas que ha faltado profundizar, no por falta de interés, y es de suma importancia son los cambios que ha producido, o aquellos que todavía están por producir o acelerar, en la geopolítica internacional y el Orden Mundial el fenómeno del coronavirus. Se dice que la crisis económica de la “Gran Depresión” de 1929, sin olvidar el alza del nazismo y la II Guerra Mundial, fue parte del conjunto de acontecimientos que dieron el nacimiento de un Sistema Internacional bipolar llamado Guerra Fría, entonces, la duda es, ¿si economistas dicen que entramos en una crisis económica de mayor nivel que la de 1929 a la que se empieza a llamar “El Gran Confinamiento”, sin haberse curado todavía la crisis de la “Gran Recesión” de 2008, esto provocará la creación de un nuevo Sistema Internacional?
El conflicto geoestratégico entre el mundo unipolar y un mundo multipolar no es algo nuevo, es un debate creciente, podemos decir, nacido a inicios del siglo XXI. Cosas cambiaban en el mundo, y el “Fin de la Historia” no se producía; entraba el euro como moneda de pugna al dólar en la economía internacional, Francia y Alemania se oponían a la Guerra de Irak (no por Derechos Humanos sino por interés de contratos petroleros con Saddam Hussein) dividiéndose la OTAN y poniendo en debate la validez del Consejo de Seguridad de la ONU, se buscaba la reforma del FMI para eliminar el veto de Estados Unidos, China daba inició a su expansión al mercado internacional tras su crecimiento industrial y tecnológico para convertirse pronto en la segunda potencia económica del mundo, Rusia volvía a recuperar su imaginario de gloria nacional como potencia política internacional con Putin a la cabeza, o en América Latina (el patio trasero) se daban movimientos contra el Consenso de Washington y el ALCA con victorias electorales como la de Hugo Chávez, Evo Morales, Lula, Correa o Kirchner.
El debate entre unipolaridad y multipolaridad entraba en escena. Obama (2008-2016) hizo algunos gestos a favor de lo segundo, como restaurar Estados Unidos sus relaciones diplomáticas con Cuba, pero sin abandonar la Ley Helms Burton y la Ley Torricelli, las negociaciones del G5+1 con Irán, o la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU a la injerencia militar en Libia a diferencia de la intervención militar unilateral en la invasión de Irak.
Con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2016, la política exterior de Estados Unidos ha dado un giro, y lo poco que se había avanzado, con gran esfuerzo diplomático internacional, se derrumbaba. Trump cumpliendo con su lema ultrachovinista de la unipolaridad “American, First”, con sus principales socios internacionales, Arabia Saudí e Israel, dos países incluidos en la primera gira de Trump al exterior en mayo de 2017. En sus principales gestos de la política internacional han estado: endurecer el bloqueo contra Cuba y Venezuela, apoyar el golpe de Estado en Bolivia, sacar a Estados Unidos del G5+1 embargando a Irán, retirarse del Acuerdo de París sobre política ambiental, romper con el Tratado Sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) con Rusia, abandonar el Tratado de la ONU sobre el comercio de armas, aceptar Jerusalén como capital de Israel trasladando allí la embajada de Estados Unidos, aumentar los aranceles a productos de la Unión Europea como aceite de oliva o vinos, o ser el primer presidente norteamericano en pisar suelo norcoreano en visita oficial para abordar asuntos de armas nucleares con Kim Jong-Un, de manera bilateral, excluyendo a China y Corea del Sur.
Dialécticamente, con una realidad más multipolar pero, contradictoriamente, a la vez, con Estados Unidos más cerrado en su política unipolar, la epidemia del Coronavirus podrá ser un punto revolucionario (en el sentido de cambio radical, lo bueno o malo se lo dejo al lector) en la geopolítica internacional. Vayamos por puntos:
– Las autoridades de la República Popular China en su gestión contra la pandemia del coronavirus han ganado un prestigio internacional considerable por dos elementos. En primer lugar, por aumentar su cooperación internacional con otros países que sufren la pandemia considerablemente, tanto en el comercio de material médico como el traslado de información para retener la expansión del virus. Y en segundo lugar, conseguir con medidas bruscas y de estricto control ciudadano vencer la extensión del virus en China, generando un debate político de si el modelo chino de planificación estatal y colectivismo es más viable que los modelos occidentales de iniciativas individuales en una Sociedad del Riesgo Globalizada. El prestigio de China en el escenario del Sistema Mundo ha provocado la alteración de Trump de llamar constantemente al coronavirus “virus chino”, o que algunos medios occidentales generasen ataques sobre si los datos de China respecto a las muertes del coronavirus estaban manipulados, al ser muy inferiores que en Estados Unidos o Europa. Como dice la Teoría de la Distracción, estrategia de desprestigiar a un enemigo externo para ocultar los problemas internos. No olvidemos que Estados Unidos es el primer país del mundo con más fallecidos por coronavirus.
– Mientras la Unión Europea ha presumido de ser la estructura supranacional más institucionalizada y orgánica del mundo, adaptada a los nuevos tiempos de los regionalismos y la globalización por encima de los Estados-Nación, el coronavirus ha conseguido desenmascarar que lo de “Unión” es una quimera, con la previa grieta del BREXIT. Algo que ya nos adelantó la crisis del 2008, empezándose a hablarse de la “Europa a dos velocidades” (Norte/Sur) o mensajes discriminatorios como los países PIGS (cerdos en inglés) en referencia a Portugal, Italia, Grecia y España. El Coronavirus no solamente ha conseguido que por primera vez toda la UE suspenda temporalmente el Espacio Schengen, que puede entenderse como medida de prevención al restringir la movilidad ciudadana entre los Estados, sino que ha provocado que la UE haya dejado en el total abandono a los países más afectados por el virus (como Italia y España). Ni Alemania ni Holanda aprueban los coronabonos, es decir, que la deuda de Italia o España para reconstruir sus economías, tras la crisis del coronavirus, sea una deuda de toda la Unión y no solo de los Estados al ser un fenómeno global. El Coronavirus ha dejado claro que Europa no es un todo (holismo), sino una suma de muchos (reduccionismo) y cada uno con sus intereses nacionales.
– La brecha en Europa no solo ha sido bajo los elementos macroeconómicos, sino también sobre la solidaridad y la cooperación entre pueblos. Italia ha sido el país europeo que ha padecido primero la ola asiática del coronavirus, falleciendo cada día centenares de personas y saturando los servicios médicos, quedándose sin materiales sanitarios y de auxilio para poder atender a miles de afectados. Eligiendo el personal médico entre la dura dicotomía, posiblemente la peor de su carrera profesional, sobre a qué paciente socorrer (vida) y a qué paciente no socorrer (muerte), dados los escasos recursos. Y mientras, ¿qué hacía Europa? Dejaba morir a los vecinos europeos. La ausencia de ayuda de la UE a Italia, o incluso de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN), siendo Italia el segundo país europeo con más bases militares, y el coronavirus matando a más personas que cualquier atentado terrorista hicieron que la región de Lombardía, la más afectada por el coronavirus, fuera a pedir ayuda a militares de Rusia, a técnicos de China e incluso a médicos de Cuba. Era la primera vez que el país latinoamericano, reconocido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como un “sistema de salud modelo para el mundo” con su medicina preventiva por encima de medicina curativa del modelo capitalista, enviaba una brigada médica (en este caso, la Henry Reeve, por su especialidad en epidemias) a un país de la Europa Occidental. O también la primera vez que militares rusos, desde el final de la II Guerra Mundial, pisaban suelo de la Europa Occidental. Nuevos vientos entraban en el Sistema-Mundo, Oriente ayudando a Occidente, o el Sur auxiliando al Norte.
– Trump paralizó los fondos de Estados Unidos a la OMS, el mayor donante voluntario de la organización internacional, al señalar que no solo la OMS no criticaba la gestión de China sobre el “virus chino” sino que incluso la alababa. Palabras que, por el contrario, no recibía el gobierno de Estados Unidos. China de esta manera ganaba puntos de prestigio sobre Estados Unidos en plena “guerra comercial”, y Trump viendo que a pesar de Estados Unidos donar el 76% de todos los fondos voluntarios de la OMS, es decir entre 400 y 500 millones de dólares, mientras China solo 40 millones, no recibía un rédito político para su imagen internacional. Una de las respuestas notorias contra la postura violenta de Trump hacia la OMS, fue la del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), el actor internacional más numeroso, después de la Asamblea General de la ONU, compuesto por 120 países de todo el mundo. No solo la MNOAL en su última Cumbre Virtual salió en defensa del trabajo científico de la OMS para apostar por la máxima cooperación internacional en la lucha contra el coronavirus, sino que además el país que preside actualmente el organismo, Azerbaiyán, donó 5 millones de dólares a la OMS. Los países del Sur apostando por una política de cooperación multilateral por encima del cierre unilateral de Estados Unidos.
– Desde la fundación del FMI en 1945 siempre ha decidido Estados Unidos, dado su derecho a veto y el no aceptar una reforma, a quién presta y a quién no presta capital el organismo y con qué condiciones. Con la crisis económica que está generando el coronavirus, el FMI ha negado cualquier préstamo a Irán o Venezuela, mientras si se lo ha otorgado a Ecuador o a Túnez, con el fin estratégico de seguir bloqueando Estados Unidos a aquellos países que resisten a sus políticas expansionistas. A pesar de seguir siendo el FMI una institución central en la arquitectura económica internacional, han surgido nuevas estructuras contrahegemónicas. El negarse Estados Unidos a perder su derecho a veto, hizo que China y Rusia abrieran nuevos frentes alternativos. El nuevo Banco de Desarrollo del grupo BRICS creado en 2015, compuesto por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica que destinará 15.000 millones de dólares para la recuperación económica de estos países del Sur o No Occidentales. O el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), que empezó sus operaciones en 2016 como contrapeso al FMI y al Banco Mundial (BM) y donde ya participan 80 países con la última y reciente incorporación de Uruguay, aprobando 10.000 millones de dólares. Irán ya es miembro de la institución y Venezuela está en proceso de adhesión. De esta manera, aunque todavía le queda mucho por recorrer, los países a los que el FMI excluya, es decir Estados Unidos, para financiar sus proyectos de reconstrucción tras el desastre económico del coronavirus podrán tener la ayuda de otras instituciones. Un paso más de la multipolaridad.
Existe hoy una gran incertidumbre hacia dónde se dirigirá el Sistema-Mundo. Si estamos viviendo el fin acelerado de una etapa histórica tras la aparición del coronavirus, el multilateralismo, con el agotamiento de la hegemonía de Estados Unidos, una Unión Europea en decadencia volviendo al realismo de los estados como entidades supremas, China como la nueva superpotencia, la alianza chino-rusa traspasando el centro de poder de Occidente a Oriente, el retorno de una fuerte cooperación entre países del Sur para hacer frente a los dominios del Norte,… o simplemente es un desorden temporal que volverá a reconstruir el actual Orden Mundial dominado por Estados Unidos.
Pensar en tiempos de covid-19
13/05/2020
Javier Madrazo Lavín
Ex-Consejero de Vivienda y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco (2001-2009)
Escribo estas líneas mientras me preparo para mi primer paseo, después de un largo encierro, obligado por un virus que ha llegado a nuestras vidas para poner todo patas arriba.
Me sorprende lo rápido que hemos asumido el impacto de la covid-19 y aún más nuestra capacidad para aceptar con sumisión el falso discurso que sostiene que para preservar nuestra salud es imprescindible renunciar a la libertad, cuando no a la esencia de la propia democracia. El estado de alarma puede ser necesario y estar justificado. No lo pongo en duda. Pero no puedo dejar de preguntarme y preocuparme por los discursos que alertan de una nueva sociedad, que siendo sincero me da miedo. Fiamos el futuro a la tecnología e intercambiamos privacidad por seguridad. Ya lo hicimos después del 11-S y ahora repetiremos el mismo error.
Seré mayor y analfabeto digital. Seguro. Mi hija y mi hijo podrían dar fe de ello. No me importa. Pienso que el teletrabajo nos aísla y sólo beneficia a quienes nos quieren productivos y callados. Disfruto más del cine en una gran pantalla que en el móvil o el ordenador. Prefiero un libro en papel antes que cien en el eBook. Me ayuda a pensar mejor y a reflexionar con calma. Si puedo elegir prefiero el mercado de barrio antes que hacer la compra por Internet. Llamadme antiguo. Es posible que la tecnología nos haga la vida más fácil y acerque el mundo a nuestra casa con sólo pulsar un click. ¿Y el precio que estamos pagando por ello? Hemos perdido el contacto humano, nuestros datos personales se venden al mejor postor, las fakes news sustituyen a la información contrastada y nuestras mentes son manipuladas. No es alarmismo, es realidad.
El mensaje con el que ahora nos bombardean asegura que saldremos más unidos de esta crisis y que seremos personas más comprometidas y solidarias. Algunas, seguro; lo que no nos cuentan es que el día después seremos menos iguales de lo que ya éramos. Habrá quien lo haya perdido todo y quien haya ganado mucho, suministrando, por ejemplo, material sanitario defectuoso. Hemos visto cómo las grandes empresas han hecho caridad para limpiar su imagen con donaciones tan simbólicas como publicitadas. Por supuesto, ni una sola mención a la redistribución justa de la riqueza ni a una fiscalidad más progresiva. Tampoco hemos escuchado entonar el mea culpa por el error que supone privatizar la sanidad o las residencias. Callan porque quieren seguir haciendo negocio de derechos humanos fundamentales. Y qué decir del cambio climático. Sabemos que los abusos cometidos traerán en el futuro catástrofes y pandemias. ¿No vamos a hacer nada?
Lamentablemente, no. O, en todo caso, muy poco. Ni el 11-S ni la crisis económica de 2008 marcaron un cambio de rumbo en la buena dirección. Pensamos que dos catástrofes de esta naturaleza nos enseñarían, por fin, a favorecer la convivencia entre culturas y a defender un modelo de desarrollo más sostenible y equitativo. No fue así. La opresión de los más fuertes sobre los más débiles es cada día más cruel y la brecha entre ricos y pobres es insalvable. Tenemos capacidad para aprender, pero sobre todo para olvidar. La tabla de salvación no es la tecnología. Son las relaciones humanas. Nos quieren mentalmente atrapados en dispositivos que lejos de acercarnos al mundo nos alejan de él. Tecnología no siempre significa progreso. Ahora sabemos que las élites educan a sus hijas e hijos sin móviles y con libros. Preguntémonos el porqué. El conocimiento y el pensamiento acabarán siendo patrimonio de quienes ejerzan el poder. El resto seremos datos y algoritmos sometidos a su control. No es ciencia ficción. Tampoco lo ha sido la covid-19.
Mi confianza como siempre está depositada en esa ciudadanía consciente capaz de tejer redes de solidaridad y humanidad, capaz de ejercer de contrapoder y de exigir contundentemente otro modelo de producción y consumo. Pongámonos en marcha sin demora.
Coronavirus y modelo de protección social. Una oportunidad para pensar y avanzar
12/05/2020
Pilar Garrido
Diputada de Unidas Podemos y Secretaria de Políticas Sociales de Podemos.
La crisis del Coronavirus es en primer lugar una crisis sanitaria. Pero no sólo eso, el Coronavirus ha provocado una crisis total, una pandemia con consecuencias sociales y económicas difíciles de evaluar a día de hoy.
Aunque sus consecuencias resultan en gran medida impredecibles, lo que sí podemos asegurar, tal como lo expresaba el geógrafo David Harvey en un artículo publicado recientemente, es que la crisis del Coronavirus exhibe todas las características de una crisis de clase, género y raza.
La realidad que nos rodea lo confirma. Esta crisis no afecta de igual manera a todas las personas. Algunas de ellas, de un día para otro, se han encontrado en primera línea, poniendo sus cuerpos. Las personas que cuidan, las que limpian, las que abastecen de alimentos, las cajeras, sectores feminizados con trabajos precarios, mal pagados, que se transforman de repente vía BOE en actividades económicas esenciales. Ironías de la vida, las precarias ahora, en plena crisis, son las esenciales, las imprescindibles.
La desigualdad también se siente en otros ámbitos, como la vivienda. La vivienda es el hogar, un espacio donde sentirte segura, protegida, ahora más que nunca. No hace falta explicar que el confinamiento, en un país donde el acceso a una vivienda digna y adecuada es una asignatura pendiente, provoca situaciones duras e indeseables: desde la problemática del sinhogarismo hasta la inadecuación o la inseguridad en el disfrute de la vivienda (infravivienda, rentas abusivas, violencias machistas…).
Estas desigualdades o inequidades no son casuales, tienen que ver con lo que somos como sociedad. David Harvey recoge en su artículo otra idea de interés, afirma que las repercusiones o la difusión del virus dependen en gran medida de las grietas y la vulnerabilidad del modelo socioeconómico vigente.
En este sentido, antes de correr a dar soluciones o poner parches es necesario preguntarse, ¿Qué tipo de sociedad encuentra esta pandemia? ¿Qué sostén nos ofrece nuestro modelo de protección social?
Se puede responder en pocas palabras: este virus ha encontrado una sociedad donde se ha instalado desde hace tiempo la desigualdad, la precariedad y la pobreza, y un sistema de protección social débil e ineficiente.
Nuestro modelo de protección social está infrafinanciado en relación a la mayoría de los países europeos, es de corte familiarista, los cuidados se resuelven mayoritariamente en los hogares, y contiene importantes déficits en las políticas de apoyo a la familia, a la infancia y a la dependencia, el cuarto pilar. A todo esto, en los últimos años, hay que añadir un proceso de mercantilización y privatización de los servicios públicos esenciales.
Lo sucedido en las residencias de mayores durante esta crisis es un ejemplo que muestra con crudeza las consecuencias de un modelo basado en el negocio y no en el cuidado de las personas. Esta mercantilización de los cuidados ha ido convirtiendo progresivamente el modelo de residencias de mayores en una suerte de instalaciones de atención no personalizada, orientadas por la lógica mercantil y gestionadas por fondos de inversión no especializados. Las muertes en estos centros son sólo la punta del iceberg de un sistema de cuidados que prioriza lo económico sobre el bienestar y la vida de las personas.
Llegados a este punto, toca hacernos otra pregunta, una pregunta simple que clarifique nuestra posición, ¿Queremos este modelo de protección social para nosotras, para nuestras hijas, para nuestros mayores? Si la respuesta es no, seamos consecuentes, pensemos en cómo avanzar hacia un nuevo modelo, en ningún caso en volver al estado del bienestar porque ni es posible ni es deseable.
Los cuidados deben servir de brújula para transitar hacia ese nuevo paradigma, donde la sostenibilidad de la vida sea la prioridad, donde los cuidados atraviesen todas las políticas públicas (políticas laborales, sanitarias, rentas…) y nos ayuden a avanzar hacia la construcción de una sociedad de personas cuidadoras en igualdad.
Pensemos también en cómo articular una política pública de cuidados propia, dirigida a la reorganización de los cuidados, donde abordemos en primer lugar algunas urgencias, como el reconocimiento de derechos laborales y de condiciones de trabajo dignas a las cuidadoras o la creación de un sistema de atención a los cuidados de larga duración público, universal, de calidad, de gestión directa o gestionado en colaboración con el tercer sector o la comunidad.
Como dice Naomi Klein, no dejemos que el capitalismo, las élites, vuelvan a sacar beneficio de una catástrofe, tenemos la oportunidad de trabajar para conseguir una economía basada en la protección de la vida. La Comisión para Reconstrucción Social y Económica del Congreso nos brinda una oportunidad. ¡Aprovechémosla!
La urgente reforma de las políticas de Salud y los Servicios Sociales
11/05/2020
Héctor Maravall
Abogado de CCOO
Sumidos en la crisis del coronavirus, aún es pronto para saber cuáles van a ser las consecuencias sociales, económicas y políticas, ni en la sociedad española ni en Europa ni el mundo globalizado. Tampoco podemos aun asegurar cuales van a ser las respuestas de carácter más estructural que van a impulsar los gobiernos y las instituciones supraestatales. Nos movemos, por tanto, en un terreno muy inestable y cambiante, en el que es difícil pronunciarse con un mínimo rigor y seguridad.
Aun y así, hay algunas cuestiones fundamentales que al menos en España parecen muy evidentes. La pandemia ha puesto de manifiesto la fragilidad, las insuficiencias, las limitaciones, de al menos dos pilares básicos de nuestro modelo de bienestar social: el Sistema Nacional de Salud y los Servicios Sociales. Y en otro sentido, las dificultades del funcionamiento eficaz, eficiente y democrático del actual modelo de estado autonómico.
Es cierto que los sistemas de salud y de servicios sociales tampoco han sido capaces de articular una respuesta rápida y suficiente en otros estados avanzados, algunos de ellos referencias modélicas de las políticas de bienestar social. Que esto haya sido así, no puede servirnos ni de consuelo ni de coartada; sin olvidar que los recortes neoliberales que se generalizaron tras la crisis del 2007, también llegaron a muchos países que hasta entonces contaban con solidos instrumentos públicos de bienestar social. Pero en cualquier caso los abrumadores datos de contagio y de mortalidad en España nos alejan de los estados más desarrollados del mundo.
Hasta hoy nuestro Sistema Nacional de Salud estaba considerado por la opinión pública como uno de los mejores del mundo. Esa visión, asentada sobre todo por la evolución de las esperanzas de vida de nuestra población, ha quedado francamente en entredicho. Y aunque en estos momentos tengamos que ser cuidadosos con las críticas y reflexiones sobre el S.N.S., diferenciando sus problemas estructurales de la dedicación y profesionalidad del personal, evitando también hacer el caldo gordo a las posiciones de la derecha política, económica y mediática, sí debemos ser claros en la valoración del mismo.
Es evidente que los gobiernos no pueden diseñar el sistema de salud como si hacer frente a pandemias fuera algo frecuente o habitual (aunque tengamos que ir pensando que la globalización y la libre circulación de personas y mercancías entraña consecuencias hasta ahora inéditas, que exigen nuevas respuestas). Pero lo que se ha puesto en evidencia en estas semanas es algo que los sindicatos de clase, las asociaciones, expertos y profesionales progresistas venían denunciando desde hace casi cuatro décadas.
He tenido la oportunidad de estar presente como representante de CCOO y también por mi responsabilidad institucional en los órganos de control y seguimiento del INSALUD, desde prácticamente su creación en 1978 y durante muchos años.
Año tras año, reunión tras reunión, planteamos los problemas estructurales del S.N.S. El sistemático y permanente déficit presupuestario; las carencias de personal y a la vez el sometimiento a las presiones corporativas de cuerpos de profesionales y de las estructuras de poder hospitalario; las insuficientes dotaciones de equipamientos o por el contrario las adquisiciones de material carísimo y de muy reducida utilización; la falta de planificación territorial racional en la construcción de centros hospitalarios; el enorme gasto en productos farmacéuticos en manos de grandes empresas sin suficiente control y sin apoyar la producción y desarrollo de los genéricos; los retrasos desmesurados en el pago a proveedores que encarecían las compras; la falta de apoyo e impulso a los ámbitos de investigación públicos; el insuficiente aprovechamiento de las instalaciones y de los profesionales del ámbito público coexistiendo con un creciente protagonismo de la sanidad concertada, a menudo más cara y de peor calidad; las tímidas medidas de adquisición centralizada de productos y equipamientos; la escasa dotación de personal y medios en la Atención Primaria…
La mayoría de los responsables sanitarios del S.N.S., desde las ministras y ministros de sanidad hasta numerosos gerentes hospitalarios, han sido permisivos con los reinos de taifas existentes en el interno de buena parte de los hospitales. La descoordinación entre la red de hospitales públicos de las grandes ciudades y de las ciudades dormitorio o en el ámbito de una Comunidad Autónoma; la descoordinación entre los dispositivos sanitarios existentes entre Comunidades Autónomas limítrofes; la descoordinación entre las redes públicas y las privadas; la descoordinación en los programas de compras y en especial en farmacia y dotación de equipos; la descoordinación en los procesos de investigación; la descoordinación en la elaboración de indicadores y hasta en calendarios de vacunas y así un largo etc., ponen de relieve que la falta de coordinación es un gravísimo problema del S.N.S., que encarece su funcionamiento, resta eficiencia a sus dotaciones de equipamientos y personal y en consecuencia perjudica la atención a la ciudadanía.
Tampoco se ha avanzado en un objetivo central como es la coordinación sociosanitaria, que se propuso en el Plan Gerontológico a principios de los años 90 y a la que se dio largas en los ámbitos de mayor responsabilidad del Sistema Nacional de Salud (no así en muchos responsables intermedios y cualificados profesionales de ambos sectores). Descoordinación cuyas letales consecuencias se han puesto de manifiesto en estos dos meses.
No nos hicieron caso ni a los Sindicatos de clase ni a las asociaciones progresistas del ámbito de la Salud. Y todas estas fallas estructurales que estaban presentes en el INSALUD mientras duró la gestión centralizada, se mantuvieron y en algunos casos aumentaron en la medida en que se iba transfiriendo a las Comunidades Autónomas.
Las críticas y alternativas se redoblaron a partir de los recortes que se sucedieron en prácticamente todas las Comunidades Autónomas, con motivo de la crisis del 2007.
Todo ello se conocía, pero se ocultaba y se prefería poner la atención y la propaganda en los buenos resultados de un tema importante pero muy parcial, como es el Sistema Nacional de Trasplantes o en el evidente incremento de las expectativas de vida, que por supuesto no es resultado exclusivo del funcionamiento del S.N.S.
Igualmente, en esta pandemia se ha puesto de manifiesto las limitaciones derivadas de un Sistema Nacional de Salud parcelado en 17 Servicios Regionales de Salud que, si bien es un mandato constitucional incuestionable e irreversible, acarrea deficiencias en su actual funcionamiento, desequilibrios territoriales en la oferta y la demanda, carencias de planificación y coordinación, con consecuencias en la eficacia y eficiencia del gasto y de calidad y rapidez en la atención a la ciudadanía. Problemas de funcionamiento que no se solucionan a marchas forzadas en reuniones semanales por videoconferencia, con rasgos a menudo poco respetuosos con el reparto competencial. La gestión coordinada, la corresponsabilidad entre el Ministerio y las Consejerías autonómicas, requiere un nuevo tipo de funcionamiento participativo, profesional, de rigor técnico, al margen de las confrontaciones partidistas.
Aún más precaria ha sido y es la situación de los servicios sociales.
El INSERSO en las décadas de los años 80 y 90 desarrolló una importante red de equipamientos y servicios para personas mayores y para personas con discapacidad, que fue perfeccionando y mejorando a lo largo de los años. La calidad de la atención fue creciendo de manera indiscutible, aplicando las experiencias más novedosas de los países más avanzados socialmente. El INSERSO también tenía una red de centros concertados, sometidos a una normativa y a un control bastante estricto, para garantizar la calidad de la atención a las personas usuarias y unas buenas condiciones a los profesionales. Es evidente que la atención residencial, sobre todo para las personas con gran dependencia, no resultaba barata y en cualquier caso la oferta del INSERSO estaba muy por debajo de la demanda existente.
En la medida que se fueron realizando las transferencias a las Comunidades Autónomas, estas priorizaron la concertación con entidades privadas, lucrativas y no lucrativas, relegando el papel de la gestión pública directa y relajando de manera evidente las exigencias a las privadas. Es cierto que no en todas las Comunidades Autónomas esta actitud ha sido igual, como también es verdad que hay centros residenciales, lucrativos o no lucrativos, con un excelente funcionamiento y calidad en su atención, con buenas instalaciones y adecuada dotación de personal.
Pero el notabilísimo crecimiento de la demanda de plazas residenciales, centros de día, ayuda a domicilio y otros programas, consecuencia de la evolución del envejecimiento, tuvo como respuesta de las administraciones autonómicas y locales el incremento de la oferta fundamentalmente a través de la concertación con la iniciativa privada. La paulatina disponibilidad de muchas nuevas plazas residenciales y la sensible reducción de las listas de espera, se ha hecho a costa de la calidad de la atención y de la idoneidad de las instalaciones y de dotación de personal.
Ante una pandemia como la actual, la mayor parte de las residencias privadas, y algunas públicas, no estaban en condiciones de garantizar los cuidados precisos, ni de prevenirlos ni de atenderlos, y las muertes se han disparado.
A este respecto no podemos olvidar que nuestro país, a pesar del crecimiento de los servicios sociales en los últimos 30 años, está aún lejos de los niveles de los estados socialmente más avanzados. Los recortes en atención a la dependencia, que han protagonizado casi todas las Administraciones Públicas en los últimos años, han agravado estas carencias.
La frustración de las iniciativas de coordinación sociosanitaria, a lo que ya me he referido, también está pasando importante factura en una situación de imperiosa necesidad de funcionamiento al unísono del Sistema Nacional de Salud y de los Servicios Sociales.
La reforma del modelo de atención a las personas mayores, dependientes y no dependientes, es una prioridad que puede y debe afrontarse en los próximos meses. Y hay que tener presente que ello va a exigir una cofinanciación por parte de las tres Administraciones Públicas muy superior a la actual. Y desde luego un nuevo modelo que se asiente en el protagonismo de la gestión pública, las exigencias de calidad en la atención y el control severo del cumplimiento de las mismas en la acción concertada y por supuesto en condiciones dignas del trabajo del personal (cualificación adecuada, ratios suficientes y salarios decentes).
Salir de esta situación no va a ser fácil, ni rápido, ni desde luego barato. Las alternativas son conocidas por muchas personas e instituciones que se mueven en el ámbito de la Sanidad y de los Servicios Sociales. Lo que ha faltado es voluntad política sostenida en el tiempo por parte de la Administración General del Estado y de las Comunidades Autónomas.
El gasto considerable que debería hacerse en los próximos años, redundaría en la salud y en la calidad de vida de la ciudadanía y tendría un intenso efecto de creación y mejora del empleo en unos ámbitos muy intensivos en mano de obra; pero en todo caso requerirá un replanteamiento a fondo del sistema fiscal estatal, autonómico y local, elevando y redistribuyendo de manera más justa la presión fiscal. Algo que la derecha y la patronal van a combatir férreamente y que el gobierno de coalición progresista debería abordar cuanto antes, apoyándose en los sindicatos, en las asociaciones y ONG solidarias y en los movimientos sociales.
Sin consenso, por favor
10/05/2020
Marga Ferré
Presidenta de la FEC (Fundación Europa de los Ciudadanos) y miembro de la red europea de pensamiento crítico Transform!
“El Estado es todo el complejo de actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino también logra obtener el consenso activo de los gobernados”.
A. Gramsci
Cuando hace eones me afilié a PCE, lo primero que hice fue meterme diez días en una escuela de formación que por aquel entonces dirigía Manuel Monereo. Éramos jóvenes, un poco impetuosos y con muchas ganas de debatir y entre la variedad de alumnos que allí encontré, había un grupo que habían conformado una tendencia interna a la que dieron el glorioso nombre de “Consenso pa tus muertos”.
Me encantaron. Querían denunciar, de forma popular y jocosa, que las apelaciones a la unanimidad pretenden ocultar el conflicto y que éste es necesario, no solo para la existencia del pensamiento crítico, sino para que toda dinámica social avance. Sigo pensando, como pensé entonces, que tenían razón.
No me malinterpreten, defiendo la necesidad de llegar a acuerdos, la unidad de acción, tejer alianzas y los debates entre diferentes y lo hago porque en cualquiera de estas categorías se reconoce lo esencial que el consenso niega, es decir, el porqué del ser distintos.
Y sigo explicándome para que no me crucifiquen ustedes sin terminar de leer el artículo. Cuando todos estamos de acuerdo en algo hay consenso, y eso está bien porque en este caso es una consecuencia: estamos todos de acuerdo, ergo hay consenso. El problema es cuando se pretende que sea al revés.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando, en medio del dolor por esta crisis devastadora, oigo al presidente del gobierno hacer apelaciones grandilocuentes al consenso entre todos los partidos para salir de esta, con la descarada intención de apelar a lo que Juan Andrade, con finísima ironía, una vez llamo “el espíritu de consenso de aquellos maravillosos años”. Otra vez la maldita transición, aquel entronizado tiempo en que se fraguó la fábula, la leyenda, el cuento de hadas de cuando todos cedieron amigablemente algo para sacar la democracia adelante.
Yo sé que el pensamiento crítico es como un grano en el culo, no te deja sentarte cómodamente en el sillón de la complacencia, pero para eso estamos. Hoy sabemos que la transición cambió formas, pero dejó intactas estructuras de poder político, judicial y, sobre todo, económico y que lo mejor de aquel periodo se conquistó a base de luchas que arrancaron derechos a los que nunca quieren cederlos. Vivimos una crisis terrible cuyas consecuencias prevemos aún más duras y sería bueno que en vez de apelaciones idealistas a un mito, echáramos una mirada crítica al pasado reciente para no volver a equivocarnos.
Los lectores conocen perfectamente lo que ocurrió durante la anterior crisis económica, así que me ahorro exponer lo que significaron la austeridad y los recortes, los rescates a la banca y la devaluación salarial, los desahucios y los fondos buitre, los regalos fiscales y el no llegar a fin de mes. Pero quizá esté bien recordar en política quién defendía qué y a quién representaba.
Ingenuidades aparte, a las elecciones se presentan distintos partidos políticos porque son la representación de un conflicto. Defienden intereses distintos (de clase, de fracción de clase o de identidad) por lo que apelar al consenso entre quienes defienden regalos a la banca y los que queremos nacionalizarla, no es racional. Es pretender que churas y merinas sean una sola oveja, que tirios y troyanos vayan de la mano o que amos y esclavos piensen igual.
La derecha española, tan atávica ella, no aceptará nunca acuerdos ni siquiera cosméticos o superestructurales, al considerar el poder y este país su patrimonio hereditario. Esto lo sabe quien al consenso apela así que, ¿por qué lo hace? Más allá de la miope disputa por la narrativa, la única respuesta posible, consciente o inconsciente, es que apelan al consenso, precisamente, para evitar el conflicto.
Y aquí entra la maravillosa paradoja de esta crisis.
Ahora que el rey está desnudo, que nos estalla la falta de medios, los recortes en sanidad, la precariedad en los contratos y la debilidad económica, surge con fuerza un nuevo sentido común, un consenso social (del bueno, al ser una consecuencia) sobre el que construir la salida de esta crisis con un amplísimo acuerdo. La opinión pública, el sentido de nuestro tiempo (llámenlo como quieran) nos marca el camino que me atrevo a resumir en tres obviedades, hoy evidencias, sobre las que sí se está construyendo el consenso social para la era pos-vírica:
Evidencia uno: necesitamos más Estado y esto no hay quien lo cuestione; mejor sanidad y educación pública, una economía que produzca cosas y repensar el camino para dejar de ser La Florida de Europa.
Evidencia dos: cuando ha hecho falta, quienes estaban ahí no eran accionistas encorbatados, sino una cajera de supermercado, una doctora de la seguridad social, un policía local, la bici de un repartidor y la azada de una agricultora, una pyme reconvertida para hacer mascarillas o una cuidadora mal pagada yendo cada día a trabajar a ese horror que han sido las residencias de mayores. Los que nos cuidan, nuestros héroes, la épica de una clase trabajadora que merece ser la protagonista de la reconstrucción, que tomemos partido por ella.
Evidencia tres: cuidar importa. La responsabilidad con la que la inmensa mayoría nos hemos tomado el confinamiento, para cuidarnos entre todos, ha hecho que el muro entre el trabajo productivo (el asalariado, el que produce) y el trabajo reproductivo (cuidar a niños y niñas, a nuestros mayores, hacer la compra, la comida…) sea más visible y un poco más difuso.
Utilizando un razonamiento lógico, estas tres evidencias concluyen en la inexcusable necesidad de intervención pública y menos mal que nos ha pillado con un gobierno de coalición progresista. De ahí la agresividad patológica de Vox (ellos, en sí, son una patología), la irracionalidad del PP, la reacción de la patronal y el miedo en el IBEX. Ninguno de ellos, ni a quienes representan, van a ceder graciosamente sus privilegios.
Si apostamos por una reconstrucción del país para la mayoría social, va a haber conflicto. Es inevitable.
No hay salidas salomónicas que puedan contentar a todos, si en ese “todos” se incluye a los que usan paraísos fiscales, abusan de contratos precarios o quieren dinero público para ellos y mando dura para los demás. Pero sí una salida social perfectamente posible, técnicamente viable y socialmente aceptada: más estado, más industria sostenible, más protección social y laboral y, sobre todas las cosas, embridar la cantidad cósmica de dinero inyectado a los mercados financieros para que no sean éstos y su ruleta de casino quienes acaben decidiendo qué va a pasar con nuestras vidas.
Las salidas salomónicas son falsas; a fin de cuentas, el rey Salomón no partió el niño por la mitad para contentar a las dos mujeres que proclamaban ser su madre; se lo dio enterito a su madre verdadera. Hizo justicia. Tomó partido.
El impacto de la COVID-19 sobre la desigualdad
09/05/2020
Iván González Sarro
Investigador del Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos (IELAT) - Universidad de Alcalá (UAH)
A medida que pasa el tiempo se van dibujando con mayor nitidez todas las aristas de este fenómeno epidémico poliédrico que es la COVID-19, tan intenso localmente y de dimensión mundial, y sus repercusiones.
Entre estos impactos previsibles parece vislumbrarse sin duda un aumento de la desigualdad, una desigualdad que se está haciendo ya más visible en la propia forma de afrontar la lucha contra la pandemia. La respuesta de los Estados para intentar contenerla difiere de un país a otro y entre regiones. No es lo mismo disponer de un sistema público de salud universal, como el caso de España, o depender de un seguro médico privado, como en los EE.UU. Es distinta la situación en la India, que dispone de un médico por cada 20.000 personas, o el caso del continente africano, con uno de los sistemas de salud más frágiles del mundo.
En el caso de la región latinoamericana, los países destinan unos recursos muy exiguos a la salud pública, a pesar de que gran parte de estos países tienen la salud como un derecho social garantizado por la constitución, tal es el caso de México y Perú, yendo más allá las constituciones brasileña y venezolana, que la establecen como “derecho de todos y un deber del Estado”. Así, México, en 2015, destinó el 2,8 por ciento de su PIB a la salud pública y Venezuela, el 1,9 por ciento, mientras que el promedio en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) fue del 6,6 por ciento [https://ieps.org.br/wp-content/uploads/2019/11/Garantindo-o-Futuro-da-Sau%CC%81de-no-Brasil.pdf].
También en las condiciones de los confinamientos, en las que estamos viviendo casi una tercera parte de la población mundial, la desigualdad habitacional se hace más que evidente. No es lo mismo vivir el confinamiento en una habitación con la nevera vacía que en una casa con jardín y con piscina, o en una habitación de 110 metros cuadrados. Las medidas higiénicas recomendadas resultan casi imposibles para muchas personas en India, donde más de 70 millones de personas viven en chabolas, y la mitad de la población no tiene un lavabo en casa [https://blogs.publico.es/puntoyseguido/6352/el-virus-covid19modi-organiza-una-catastrofe-social-en-la-india/].
Como decíamos, resulta altamente probable que, como consecuencia de los estragos de esta pandemia, la desigualdad se acentúe. Y ello como consecuencia directa de los cambios que puedan producirse en el mercado laboral. Como es conocido, el mercado laboral puede ser una causa subyacente en el aumento de la desigualdad, si no el principal factor generador de desigualdades en muchos países. Las rentas del trabajo, y en particular las rentas salariales, representan la mayor parte de los ingresos de muchas familias, por lo que los niveles de desigualdad que pueden darse a nivel salarial afectan, sin duda, a la distribución general de los ingresos. Podría decirse que en muchos países la desigualdad comienza en el mercado de trabajo.
Si damos por hecho, como lo hace la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, que el mundo se enfrenta a “una crisis nunca antes vista en la historia”, imaginar los escenarios laborales después de la contingencia no dibuja un panorama halagüeño. De acuerdo con el FMI [https://www.imf.org/es/Publications/WEO/Issues/2020/04/14/weo-april-2020], la crisis de la COVID-19 representa el mayor desafío para la economía global desde la segunda contienda mundial. El doble shock de oferta y de demanda provocado por la pandemia y las medidas de confinamiento, unido al hundimiento de los intercambios internacionales, ha provocado un parón de la actividad que se extiende a través de todos los continentes. El impacto en el mundo laboral puede ser devastador.
De hecho, este impacto ya se está dejando sentir. Así, en Estados Unidos, actual epicentro de la pandemia, con cifras de contagiados y fallecidos realmente importantes, y país que resulta un caso paradigmático por cuanto parece marcar la pauta de la desigualdad creciente, las peticiones de ayudas por desempleo alcanzaron cifras récord en las últimas semanas. De acuerdo con los datos publicados por el U.S. Department of Labor (DOL), en la semana que concluyó el 18 de abril había 17,99 millones de personas recibiendo el subsidio por desempleo, con un incremento de 2,17 millones desde la semana anterior, marcando el nivel más alto en la historia de este indicador. Hasta ahora, la peor semana había sido en 1982, cuando se registraron 685.000 peticiones. Y, en las cuatro semanas anteriores al 11 de abril se perdieron 22 millones de empleos. Equivale a todo el empleo creado desde 2009. Se trata de un proceso muchísimo más devastador que el sufrido durante la Gran Depresión. Entre 1929 y 1933 se fulminaron 8,8 millones de puestos de trabajo, según detalla Vegara [Vegara Carrió, Josep María (2019), Historia del Pensamiento Económico. Un panorama plural, Madrid: Ediciones Pirámide].
Conviene tener en cuenta que en los Estados Unidos varias reformas laborales —llevadas a cabo tanto por los presidentes republicanos como demócratas, sin grandes diferencias— han producido la degradación de las condiciones laborales de los trabajadores estadounidenses en las últimas décadas, afectando especialmente a los trabajadores de salarios más bajos, como evidencia el descenso, desde 1980, del poder adquisitivo del salario mínimo fijado por el gobierno federal. La disminución de la fuerza laboral sindicalizada, el aumento de la dispersión salarial, así como la caída de las rentas del trabajo en relación con su productividad serían otros de los efectos más relevantes de estas reformas laborales (sin duda, con el marchamo neoliberal).
Por otro lado, en EE.UU. no queda casi nada de la red de Seguridad Social después de décadas de recortes y la “Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible” (“Patient Protection and Affordable Care Act”-PPACA), conocida como el “Obamacare” junto con la “Ley del cuidado de la Salud y la Educación” (“Health Care and Education Affordability Reconciliation Act of 2010)”, de marzo de 2010, constituyen un Sistema Nacional de Salud no del todo aceptable, aunque esencial.
Tampoco España había conocido una hecatombe laboral tan virulenta como la registrada en las dos últimas semanas de marzo de 2020. El paro registrado se disparó en 302.365 personas en el mes de marzo respecto al mes anterior. Se trata del mayor aumento de desempleados en las oficinas públicas de empleo de la historia y, aun así, no reflejan del todo el descalabro que sufrió el mercado de trabajo, pues en la segunda quincena de marzo se destruyeron 900.000 empleos, de los cuales más de dos tercios eran temporales. En concreto, 613.250 trabajadores con contrato temporal, mientras que la merma de afiliados con contrato indefinido fue de 223.353 personas. En toda la serie histórica de la Encuesta de Población Activa del INE no aparece un periodo tan calamitoso como éste. El peor registro hasta ahora correspondía al primer trimestre de 2009, que experimentó una reducción de 770.000 puestos de trabajo. El Banco de España prevé, en función de tres escenarios posibles, que la tasa de paro podría escalar en 2020, en media anual, a porcentajes de entre el 18,2%, 20,6% y el 21,7% de la población activa [https://www.bde.es/bde/p/3a5cf690ed591710VgnVCM10000064de14acRCRD/webbde/GAP/informacion-embargada/be2002-art1.pdf].
Este descalabro del empleo deja en evidencia una vez más uno de los mayores problemas del mercado laboral español: la elevada temporalidad.
Hay que recordar, en este contexto, que en España, el devenir del mercado de trabajo ha estado influenciado por numerosas reformas llevadas a cabo por gobiernos de distinto signo político pero con rasgos bastante comunes, desde 1980 en que se promulgó el Estatuto de los Trabajadores, marco legal y fundamento que regula las relaciones laborales desde entonces. Estas reformas han estado dirigidas a aumentar la flexibilidad laboral, favoreciendo la desregulación del mercado de trabajo y las relaciones laborales, o, lo que es lo mismo, facilitando el despido, reduciendo el poder negociador de los sindicatos y, en definitiva, facilitando la devaluación salarial. A su vez, la mayor flexibilidad ha provocado la generalización de nuevas formas de precariedad laboral, como el trabajo a tiempo parcial involuntario y la recuperación de viejas formas de precariedad, como el empleo temporal. Y todo ello ha provocado la dualidad o segmentación de mercado de trabajo entre trabajadores fijos y aquellos otros que sufren la temporalidad y las condiciones de subempleo.
En América Latina y el Caribe, una vez agotado el superciclo de las commodities de 2003-2013, la región enfrenta la pandemia desde una posición más débil que la del resto del mundo. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) [https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/45337/4/S2000264_es.pdf] prevé que la economía de la región se verá impactada en distintos frentes: las exportaciones, el turismo, los suministros, el precio de los productos y la inversión. La caída de los precios de los productos primarios. Las marcadas caídas de esos precios y el deterioro de los términos de intercambio tendrán fuertes efectos negativos en los niveles de ingreso de las economías latinoamericanas dependientes de esas exportaciones. Todo ello repercutirá en un aumento de hasta el 10% del desempleo. La pobreza en la región podría crecer hasta alcanzar a 220 millones de personas frente a los 185 millones actuales. Es decir, la crisis del coronavirus convertirá en pobres a 35 millones de personas más en Latinoamérica. En ese contexto, la crisis tendrá repercusiones negativas en la salud y la educación, así como en el empleo y la pobreza”, señala el organismo, lo que, sin duda, incidirá en un aumento de la desigualdad en esta región, donde la desigualdad es un problema estructural.
Todo ello nos pone enfrente del sinsentido de la globalización y los dogmas de la ortodoxia neoliberal, que han orientado y dirigido las políticas públicas en las últimas décadas [https://www.marcialpons.es/libros/politicas-publicas-neoliberales-y-desigualdad/9788491236573/].
Quizá no debería sorprendernos que, en general, aquellos países a uno y otro lado del Atlántico, donde tales políticas neoliberales se han aplicado con mayor dureza ─con severas políticas de austeridad, así como reformas laborales regresivas─, sean hoy también los países donde el daño causado por la pandemia COVID-19 está siendo mayor.
Estamos convencidos de que finalmente se logrará atajar la pandemia y el COVID-19 dejará de ser protagonista. Pero, hasta que llegue ese momento, deberíamos repensar todo, el modelo de economía, redefinir la sociedad en la que queremos vivir… y, en todo caso, luchar por construir una sociedad sin tanta desigualdad.
Virus que viajan de Norte a Sur
08/05/2020
Mikel Arriaga Landeta
Sociólogo. Miembro de la Asociación Batera ibiliz
África subsahariana, la población más joven y de crecimiento más rápido en el mundo. Si se diera un descenso de la tasa de fecundidad, la tasa de población activa sería mayor aumentando el ingreso familiar. El que pudiera darse un salto así requeriría, además de empleo, una juventud sana y formada. Gobiernos y tutores neo-coloniales deberían invertir en salud y en capacitación desde la infancia, aunque sólo fuera porque la educación, la salud, los derechos sexuales y reproductivos y la igualdad entre géneros facilitarían la inclusión productiva de las personas jóvenes.
Sahel, de nivel de vida muy bajo, empleo muy escaso y tasas de fecundidad altísimas. La inversión en planificación familiar traería consigo una disminución de la mortalidad materna e infantil y una aceleración de la transición demográfica hacia un crecimiento económico bueno a la economía familiar. La realidad es que muy pocas niñas llegan a la escuela secundaria, el matrimonio infantil y el embarazo adolescente son habituales.
Soya (Malí), enclave rural aislado, de economía agraria de subsistencia. Sin agua ni luz ni comunicación vial ni cobertura telemática, sólo una humilde escuela primaria de enorme absentismo recuerda la idea de servicio público, la idea de estado. Las niñas cuidan de los hermanos pequeños y de los trabajos de casa mientras los niños ayudan a sus padres en el campo y en sus oficios tradicionales de herreros o carpinteros entre otros. La poligamia señala el poder del hombre, las mujeres compiten en dar más hijos al marido y pasar de este modo a ser consideradas como primera mujer.
El agua en el origen de la enfermedad y de la salud
La Iniciativa Soya, plan de desarrollo comunitario en salud, trabaja simultáneamente a corto y a largo plazo, atiende las tareas urgentes (cura de enfermos) sin abandonar las procesuales o estratégicas (acciones para la mejora del entorno físico, psíquico y social). La cuestión del agua es estratégica, se plantea hoy a sabiendas de que llevará años una resolución satisfactoria. Los agentes sanitarios educan en higiene personal, dónde tomar el agua, cómo potabilizarla o cómo eliminar focos de infección por aguas estancadas. Para ellos educar en salud es tan importante como curar la enfermedad y acuden a los patios familiares del pueblo a conversar con mujeres y hombres a la luz de la hoguera.
El origen de muchos de los principales riesgos de salud, especialmente para la población infantil más tierna y para las mujeres lactantes, está en el agua. La carencia de agua potable y consumo de agua no potable, junto a la presencia de aguas estancadas donde los niños se bañan y juegan, están en la base del paludismo, de las fiebres tifoideas, de la conjuntivitis o de las enfermedades diarreicas, por citar algunas de las más comunes. La mortalidad por malnutrición en niños y mujeres lactantes está relacionada con la carencia de agua para regadío que posibilitaría el cultivo de cereales ricos en proteínas.
La asociación Batera ibiliz (Caminando juntos), acompañamos la Iniciativa Soya desde hace cuatro años. Una de nuestras primeras colaboraciones, a sugerencia del equipo sanitario local, consistió en la dotación de agua al dispensario de salud. Un biólogo de la Facultad de Ciencias y Técnicas de de la Universidad de Bamako se trasladó a Soya por dos días, tomó muestras de agua de los pozos del pueblo y volvió a la capital. El análisis bacteriológico y físico-químico del agua de consumo dictaminó: puro veneno.
Tras pruebas científicas y tradicionales de detección de aguas profundas se procedió a perforar en el patio del centro de salud descubriendo una gran bolsa a sesenta metros. Comenzaron las obras de infraestructuras de extracción, mediante bomba accionada por energía solar, y de conducción por tubería a las salas del centro. Finalmente fueron instaladas dos fuentes a libre disposición de la población. Desde entonces apoyamos con entusiasmo cada uno de los proyectos de la Iniciativa: dispensario, obstetricia y planificación familiar, unidad de nutrición y escuela de salud.
Paludismo endémico
En toda el África subsahariana la malnutrición y el paludismo combinados constituyen la primera causa de mortalidad en las edades más tiernas. En Malí (Sahel) la tasa de malnutrición aguda es muy alta –del 13% en criaturas de 0 a 5 años cuando a nivel internacional el 10% supone ya alerta máxima- y el paludismo es endémico –el 90% de la población habita en áreas de alta incidencia-. Está presente todo el año aunque desde mayo, con el comienzo de la estación de lluvias, el mosquito y la enfermedad inician una escalada que culmina en octubre.
Hay años en que la incidencia del paludismo llega a afectar a cientos de miles de personas en el mundo (405.000 en 2018), la mayoría africanas. La actuación preventiva desde ámbitos institucionales es claramente insuficiente, un kit conteniendo una mosquitera impregnada de insecticida para las mujeres embarazadas y un comprimido preventivo para los niños menores de 5 años es todo lo que puede llegar a Soya cuando llega, generalmente en campañas nacionales. Muchas de las personas que acuden al centro de salud van ya infectadas de gravedad.
Personal sanitario de Soya
En el dispensario de salud de Soya –de población cercana a 3.000 habitantes- entre 2017 y 2019 se han registrado 5.125 consultas por paludismo y 16 fallecimientos, cifras que nos dan idea de su magnitud. La acción preventiva intensa es indispensable en entornos como éste aislados durante cuatro meses de estación de lluvias. En los meses previos a una nueva cosecha (octubre) el alimento puede escasear añadiendo gravedad a los casos de enfermedad por paludismo ya que la higiene y la buena nutrición son claves para evitar tanto la proliferación del mosquito como los estados de anemia.
Lo que encuentra el coronavirus al llegar
En África subsahariana el 85% de sus habitantes no dispone de agua y jabón para lavarse las manos, siendo ésta una de las formas más efectivas de evitar contagios. Según informe reciente de la ONU, el 63% de los africanos que viven en zonas urbanas por debajo del Sáhara –258 millones de personas– no tienen acceso a instalaciones con agua y jabón. En Malí habitan 20.000.000 de personas, 2.000.000 en su capital Bamako. El 41,6% de la población es urbana y el 58,4% rural. La media de fecundidad en el país es de 6 hijos; el 30,5 % de los niños menores de cinco años sufre desnutrición. Un 23% de la población del país no tiene acceso al agua potable y un 75% carece de saneamiento adecuado. La ratio médicos por habitantes es de 0,08 médicos por 1.000 habitantes y la de camas hospitalarias es de 1 cama por 10.000 habitantes. El riesgo de contraer paludismo es el más alto de África, lo sufren anualmente 459,7 personas de cada 1.000. (Cifras: MN especial mayo 2019).
Buscar trabajo para huir de la pobreza es el gran objetivo de africanos que migran en el propio continente. De cada cinco migrantes en África occidental, central u oriental, cuatro son de la región, con una edad media de 31 años y una relación hombres/mujeres del 53% y el 47% respectivamente. En Malí alrededor de un millón de personas migra anualmente, va y viene dando oportunidad de expansión a cualquier epidemia. No me extenderé en otras desgraciadas peculiaridades del país –entre ellas otras epidemias letales- que aumentan la vulnerabilidad de su población, sólo apuntar que la guerra del Norte mantiene a decenas de miles de malienses huidos o confinados en campos de refugiados en la vecina Mauritania.
Los sanitarios en Soya viven preocupados. Ha tenido que pasar un mes desde la aparición oficial del primer caso de coronavirus en el país el 25 de marzo, para recibir una directiva general del Ministerio de Salud; ninguna directriz concreta ni envío de material preventivo ni dirección en proximidad. Un mes en el que el equipo sanitario ha tomado las riendas de la situación haciendo provisión de recursos básicos, acudiendo a los patios familiares a contar a sus vecinos lo que está pasando y a enseñarles el uso del jabón para lavarse las manos. Lo que el coronavirus saca a la luz es la vacuidad de la estructura sanitaria nacional cuando se reclama ayuda al nivel superior, ausencia que sólo una coordinación whatsapp de colegas de la zona trata de suplir.
El equipo sanitario de Soya reparte mascarillas y jabones entre los vecinos
Mientras, se celebran elecciones legislativas (las últimas en 19 de abril), los camiones y autobuses van y vienen entre Bamako y las ciudades de Segou, Bougouni o Sikasso atestados de gente sin que nadie les detenga, las celebraciones como bautizos, bodas, enterramientos, etc., se siguen produciendo con normalidad, el Gran Mercado de Bamako funciona a plena actividad entre las 9:00 y las 16:00 de cada día… Una población pobre y analfabeta observa y participa de esta normalidad institucional de prácticas sin entender las prédicas que flotan en la nada. Hoy, un mes después de aquel primer caso reconocido, el Ministerio informa de 424 positivos y 24 fallecidos.
Mercado de Bamako
La epidemia física llega del Norte, la epidemia moral también
Dice Felwine Sarr que el tiempo en el capitalismo es un tiempo ocupado (http://blog.africavive.es/2020/04/el-tiempo-recuperado/) mientras que en África no existe el mañana y el futuro está abierto a la posibilidad. Hasta donde me es posible opinar comparto esa reflexión. La economía informal base de subsistencia de amplias capas de la población africana implica una interacción humana exuberante. Nos aturde a los occidentales cuando visitamos los mercados de calle de Bamako o los mercados de playas y embarcaderos a las orillas del río Níger, sin embargo, allí todo puede suceder, desaparecer y aparecer transformado.
Día de mercado en Segou, junto al río Níger
Esa plasticidad es la que ha movido a un grupo de cincuenta intelectuales africanos a afirmar que otra África es posible y a ver en el COVID19 una oportunidad de movilizar inteligencia, recursos y creatividad (http://blog.africavive.es/2020/04/coronavirus-juntos-podemos-salir-mas-fuertes-y-unidos/). Hacen un llamamiento a la vida y aconsejan no escuchar las voces que llegan del Norte anunciando millones de muertos y su hundimiento final. Alertan de que junto a la epidemia biológica viaja una epidemia moral, la epidemia del afropesimismo le llaman.
“El sueño es que cada cual pueda afirmar: mi casa es el cosmos. Es el conjunto del universo del cual yo soy uno de los habitantes entre otros habitantes. A medida que nuestro mundo se vuelve cada día más pequeño y el tiempo se nos acorta, es necesario que rehabilitemos esta pertenencia primera al universo. Ella debe primar sobre la segunda pertenencia a un estado territorial dado” (Achille Mbembe, 13/11/2019, Libération). Por ahí, codo con codo, vislumbran horizontes. Nada que añadir.
Escenarios post-crisis: oportunidades y amenazas
07/05/2020
Roberto Uriarte Torrealday
Profesor de Derecho constitucional en la Universidad del País Vasco.
Aunque la del “capitán a posteriori” ha sido una de las metáforas más exitosas de esta crisis, lo cierto es que los debates sobre los eventuales escenarios postcrisis nos sacan también ese otro “capitán a priori” que todos llevamos dentro. Optimistas irredentos aprecian señales evidentes de que nada volverá a ser igual. De que la crisis es ante todo un momento de oportunidad. Un momento que deja al desnudo las impudicias del sistema-mercado y refuerza la necesidad del vínculo comunitario y la demanda de intervención pública. Para algunos. incluso, esta será la crisis definitiva de un capitalismo que ya estaba agonizante. No lo sé, pero desde que tengo uso de razón estoy escuchando lo del entierro del capitalismo, mientras veo al enfermo cada vez más activo, observando cómo le pasan delante los ataúdes de muchos de sus enemigos.
En el otro extremo, no faltan los eternos agoreros. Los acérrimos defensores de Murphy, aquel tipo que no tuvo mejor idea que redactar una ley por la cual la tostada con mantequilla siempre caerá del lado del unte. Están seguros de que la crisis traerá la quiebra de las libertades y de la democracia y la reafirmación del autoritarismo, entre otras desgracias sin límite ni medida.
En un lugar equidistante entre ambos extremos se sitúan quienes están igualmente convencidos de que nada cambiará, ni para mejor, ni para peor. De que enseguida nos habremos olvidado de todo y de que volveremos a la “normalidad”, a la casilla de partida. Como diría Pepe Mújica: “me escuchan atentamente mis críticas al individualismo hipercompetitivo y consumista; cuando acabo, me aplauden a rabiar y elogian mi valentía; luego vuelven a sus casas y siguen organizando sus vidas sobre ese mismo consumismo desatado”. Para este sector, recuperar la normalidad sería la consigna y el concepto de “nueva normalidad” una coartada para justificar quién sabe qué perversión.
Zizek y Byung-Chul Han son algunos de los pensadores a los que más estamos recurriendo para reforzar nuestros apriorismos en esta crisis. Ameno pasatiempo para tiempos de confinamiento.
Pero ya puestos a elucubrar, quizá podríamos también intentar un ejercicio un poco más laico y fragmentario de acercamiento a las poco nítidas señales que nos envía la futura normalidad. Y desde esa perspectiva, algunos de los elementos que podemos atisbar son: el descubrimiento de la fragilidad, el prestigio recobrado del intervencionismo público, el repliegue sobre el Estado-nación y un cierto cuestionamiento del unilateralismo hegemónico americano a favor de China.
Lo que resulta más difícil es prever los efectos y las consecuencias que tendrán estos y otros fenómenos que se atisban. Porque todos ellos comparten elementos de oportunidad y también de amenaza.
La consciencia de la fragilidad nos remite a la oportunidad de asumir la importancia de los cuidados en la producción y en la reproducción de la vida. Y esa es la conexión imprescindible entre las exigencias del feminismo y del ecologismo. Pero, a su vez, la sensación de fragilidad puede derivar en el miedo, caldo de cultivo del odio y de la reacción, de los nacionalismos radicales y de las derechas extremas.
Algo parecido sucede con el intervencionismo público. Mientras que la pérdida de lo público nos aboca al caos y a la desigualdad, su afirmación puede tener una clave democrática, pero también otra autoritaria. Tampoco conviene olvidar que el capitalismo, tal como existe y dejando de lado las entelequias teóricas del liberalismo económico, se ha desarrollado históricamente como un producto que no se entiende sin la intervención pública. Como diría Chomsky, es redundante hablar de capitalismo clientelar, porque el capitalismo ha sido en toda su historia clientelar respecto de los poderes públicos, a cuya sombra crece y cuya ubre ordeña sin miramientos.
En cuanto al repliegue sobre el Estado-nación, sus diferentes virtualidades y, a la vez, sus debilidades son tan evidentes que nos excusan de insistir en ellas. Algo parecido sucede con la eventual transición geopolítica hacia una hegemonía más multipolar. Aunque no cabe duda del carácter antidemocrático de las actuales relaciones internacionales, no hay garantías de que una hegemonía más repartida fuera necesariamente más democrática o trajera menos guerras. De hecho, las dos guerras mundiales, además de muchas otras durante siglos, fueron consecuencia de equilibrios hegemónicos inestables entre varias potencias europeas.
En resumen, parece que del escenario post-crisis nos llegan señales de humo que ni tienen lectura única, ni manual de instrucciones; para desazón de ese capitán a priori que llevamos dentro.
El papel de los gobiernos de Italia y España en la pandemia: una propuesta mediterránea para dar un nuevo impulso al proyecto europeo
05/05/2020
Giuseppe Quaresima
Economista
La pandemia está golpeando duramente y con una intensidad sin precedentes la economía mundial. Los primeros datos oficiales de China, Francia, la Unión Europea o los Estados Unidos, por ejemplo, así como los primeros estudios de las instituciones internacionales de referencia, dibujan un escenario nefasto y una profunda crisis económica y social solo comparables a la Gran Recesión y a las dos Guerras Mundiales.
No obstante, en esta crisis global no todos los países están sufriendo por igual: hay algunos que presentan ya unos mayores efectos sobre el crecimiento, la producción, el empleo y las cuentas públicas. Así como la enfermedad puede contagiar a cualquiera, pero no lo hace con la misma violencia, cebándose con las personas que presentan “patologías previas”, la crisis económica que sigue a la crisis sanitaria parece ser más dura para los países que presentan una mayor fragilidad y debilidad y unos “problemas económicos y sociales previos”. Si nos centramos en Europa, es sin duda el caso de Italia y España, que según un primer informe del FMI serán los países europeos más afectados por la incipiente recesión y los efectos de la criogenización de la economía a lo largo de los próximos meses.
No es una casualidad que los dos países mediterráneos estén mostrando una afinidad total en el ámbito político y diplomático, así como un alto grado de coordinación y de colaboración en la batalla que se está librando en las instituciones europeas para definir el plan de salida de la crisis. España e Italia se sientan en el mismo lado de la mesa, justo enfrente de Holanda y los países del Norte, con un planteamiento común que se puede sintetizar en la necesidad de no dejar nadie atrás y no repetir los errores del 2011, cuando, entre otros, estos dos países sufrieron de manera feroz el dogma de la austeridad neoliberal impuesta por el Gobierno de Alemania y sus socios preferentes.
Nadie debe olvidar que en aquella crisis los gobiernos que tuvieron que gestionarla aceptaron sin demasiada resistencia las reglas impuestas por la Comisión europea. La imagen de Juncker estrangulando a De Guindos puede ser una buena metáfora de lo que sufrió el país ibérico entonces, mientras en el país transalpino un gobierno técnico cerraba las décadas berlusconiana y aceptaba sumisamente las medidas austericidas, con el “Europa o muerte” como telón de fondo.
Ha quedado a la vista de todo el mundo lo dañinos y perjudiciales que resultaron para ambos países el seguidismo de las reglas de contención del gasto y las políticas de recortes de la última década. Estas reglas, lejos de contener la deuda, (altísima ya entonces en el caso italiano y que se disparó en el caso español) afectaron profundamente a su tejido social, económico y productivo.
Las políticas de austeridad aplicadas compartían varias características:
– el desmantelamiento del Estado social, particularmente en Sanidad, donde la apuesta por el modelo público-privado ha tenido un impacto dramático sobre el acceso universal a la salud.
– una reducción de la participación directa e indirecta del Estado en los asuntos de la economía. Esta menor intervención se puede resumir en una reducción de la inversión en infraestructuras e industria, así como una falta de regulación y control de sectores estratégicos. En algunos casos se apostó directamente por la desregulación y el desmantelamiento de lo poco que quedaba de empresas públicas y municipales.
– la consolidación de una política fiscal regresiva basada en la reducción del peso de los impuestos directos sobre el conjunto de los ingresos y la eliminación de impuestos sobre patrimonio.
– un vuelco normativo en la legislación laboral, que ha reducido drásticamente los mecanismos de protección de los trabajadores y la negociación colectiva (cada vez más marginal) y ha difundido, a través de figuras contractuales engañosas, la precariedad, en particular en las nuevas generaciones.
– otra fase de desindustrialización y la terciarización de la economía a través de la apuesta por sectores con bajo valor añadido (especialmente el turismo).
Las consecuencias de la austeridad y de sus postulados fueron devastadoras para ambos países: una mayor debilidad y dependencia de factores exógenos de la economía nacional; la cronificación de la fragilidad del mercado laboral y la cristalización de su dualidad; el ensanchamiento de las brechas sociales y territoriales (en particular Norte-Sur; urbano-rural).
Cabe destacar que estas políticas, lejos de recibir el apoyo popular, se aplicaron frente a la contestación social y las reivindicaciones democráticas. Esta respuesta popular sirvió para reforzar al Movimiento Cinco Estrellas en Italia y permitió la irrupción de Podemos en España que, de maneras diferentes, fueron capaces de aglutinar parte del descontento de las bases progresistas del país. Unas bases que habían visto a los referentes de sus partidos formar parte de una clase política corrupta y que había dado la espalda a la ciudadanía. A pesar de eso, también hay que reconocer que buena parte de la población, carente de una alternativa real, asumió los sacrificios impuestos. El sueño europeo ganaba, por el momento, al drama social.
Después de casi una década, que podemos describir como de “lágrimas y sangre”, y con una segunda fase de crecimiento raquítico en el caso italiano y que no ha llegado ni mucho menos a todos los hogares en el caso español, este sueño europeo se ha empezado a percibir más bien como una pesadilla, como una pérdida de soberanía injustificada por una parte creciente de la población. No hay que olvidar que los dos países presentan una de las tasas de desigualdad y de exclusión social más altas de la UE. Tampoco podemos ignorar a toda una generación de precarizados, que se puede ver definitivamente machacada por otra crisis económica.
En estos momentos existe una percepción de abandono y decepción. A esta percepción real, que sirve de abono perfecto para el crecimiento de los movimientos ultras y xenófobos, hay que sumar la crispación del debate territorial en ambos países. Estos elementos sólo hacen que una salida desordenada de esta crisis o, peor aún, con las mismas reglas del pasado, se pueda transformar en un abrir y cerrar de ojos en una crisis política e institucional. Por si fuera poco, tampoco podemos olvidarnos de Francia, donde un Macron acorralado por las reivindicaciones y protestas sociales tiene que defenderse, a la vez, de la incombustible Le Pen.
Además, estamos viendo cómo partir de puntos de partida diferentes en esta crisis puede determinar respuestas diferentes en términos de impacto macroeconómico por parte algunos miembros de la Unión. Por ejemplo, un alto nivel de deuda puede influir en las posibilidades de implementar las políticas de contención de la crisis por parte de los países del Sur, que tendrán que elegir una vez que acabe la emergencia sanitaria, entre poner en marcha políticas de protección social o políticas expansivas de inversión y de transformación. El Norte, sin embargo, puede tener las manos libres para apostar claramente por las segundas, ampliando así su poder económico y reforzando su hegemonía en el espacio comunitario. Es decir, los ya citados efectos de la década de austeridad sobre las economías de España e Italia, entre otros, serían el origen de una respuesta no adecuada en este escenario. Proponer una vez más los mismos instrumentos y las mismas dinámicas sólo desencadenaría una espiral recesionista y alejaría definitivamente la posibilidad de una salida en V en la fase de reactivación económica. Alemania haría bien en no olvidar que el mercado europeo es la principal salida para sus productos y el que sostiene su superávit comercial.
Por todo lo dicho, las propuestas de mutualización de la deuda y de un plan Marshall europeo planteadas por los Gobiernos de Italia y España, y que han encontrado el apoyo de los países que han sufrido las políticas de austeridad y hasta el respaldo más o menos explícito de Macron y del Gobierno francés, no es una petición de ayuda unilateral o de una solidaridad de inspiración cristiana. Se trata, en realidad, de la única manera de dar un nuevo impulso al proyecto unitario europeo, ya que suponen una acción directa de las instituciones comunitarias y el reforzamiento de los instrumentos comunes de política económica y fiscal. La crisis anterior y el Brexit ya golpearon los cimientos de las instituciones europeas (con ver la composición del actual parlamento y las dificultades de elección de los principales organismos de gobernanza podemos hacernos una idea de la crisis profunda que vive de manera cada vez menos latente la UE). Una salida asimétrica de la próxima recesión sería insostenible, tanto a nivel social como a nivel económico y político, para el conjunto del espacio comunitario.
Consideraciones sobre la escala europea y global en la respuesta sanitaria: Misión, gobernanza, bien público
04/05/2020
Lluís Camprubí
Profesor de Organización de la Salud Pública (UPF, Máster Salud Pública). Focalizado en la perspectiva europea
Esta emergencia sanitaria ha puesto brutalmente de manifiesto a escala europea y global tanto la densidad de los vínculos como la interdependencia. En el plano económico muchos economistas, como por ejemplo Lídia Brun, están insistiendo estos días en la necesidad de mancomunar respuestas, en buscar soluciones de reconstrucción que requieren la escala europea y global. Plantean que no es sólo una cuestión de “solidaridad”, o de apelaciones morales, sino que también es una cuestión de interés común y compartido. Aunque los impactos sanitarios y económicos puedan tener en un momento determinado intensidades diferentes, las evoluciones temporales no son sincrónicas y además la situación en un lugar acaba repercutiendo en los otros. De manera que, en los niveles estatales, quizás debería empezar a imponerse también una lógica de aseguramiento colectivo con el resto de actores europeos e internacionales, es decir, un paradigma de mancomunar capacidades, y de protección y cobertura frente a los riesgos que vendrán. Esta aproximación se necesita aún más en el plano sanitario y de la salud pública.
La respuesta sanitaria a la pandemia en la UE: elementos a profundizar, elementos a transformar
En el campo de la salud, la UE tiene mucho camino por recorrer. Aunque los estados miembros han sido muy celosos de guardarse las competencias sobre los sistemas sanitarios, en protección de la salud, en salud pública y en vigilancia epidemiológica hay mucho por hacer dentro del marco actual.
Hay elementos que han empezado a trabajarse y que necesitarían aumentar cuantitativamente su ambición. Estos días empiezan a aparecer en el debate público propuestas para dotar de mayor capacitación en vigilancia epidemiológica (y ejecutividad en las alertas tempranas) al European Centre for Disease Prevention and Control (ECDC) y también para promover plataformas para compartir e intercambiar datos sanitarios/epidemiológicos entre profesionales europeos. A la vez, va asentándose la necesidad de adquisiciones y compras centralizadas, por la potencia de la escala. Y, aunque en lógica intergubernamental (de forma bilateral entre países, sin ordenación comunitaria), ya se han producido tímidos intercambios de capacidades (profesionales y equipos terapéuticos), así como de pacientes, aprovechando asimetrías del impacto y de los recursos disponibles en cada momento. Éste es un aspecto que debería potenciarse más según las posibilidades de cada momento, abordándose en clave paneuropea.
Sin embargo, hay dos elementos que deben repensarse de forma integral: la producción y reserva de materiales, y la búsqueda del tratamiento y vacuna definitivos.
La escasez crítica y el salvajismo del mercado internacional en una emergencia global han puesto de manifiesto la necesidad de disponer de capacidad de producción europea (y no dejarlo todo a manos de las cadenas de producción globales) en varios elementos, como son los equipos de protección individual y los respiradores. Pero también empezaremos a notar pronto la necesidad de reactivos para los tests, de equipos automáticos para el análisis rápido y a escala masiva, y de medicamentos en cantidades necesarias (actualmente existentes), paliativos o de curación de patologías derivadas de la Covid-19. Esta capacidad de producción y a la vez disponer de reservas estratégicas europeas es una tarea que debe diseñarse y planificarse, aprovechando y conectando todas las capacidades parciales, sean estatales y/o privadas. Hay pocos ejemplos tan paradigmáticos de la necesidad de una economía sanitaria de escala.
La búsqueda del tratamiento definitivo (idealmente en forma de vacuna) y el aseguramiento de su disponibilidad masiva debería adoptar la forma de “Misión”, lo que supone un cambio de paradigma completo a cómo se está haciendo hasta ahora. En la I+D sigue dominando un enfoque espontáneo, de dejar la iniciativa a los equipos de investigación, sean de instituciones públicas o de laboratorios privados.
En el caso de los proyectos financiados públicamente (por ejemplo, vía el European Research Council, aunque no únicamente) se financian aquellas propuestas espontáneas presentadas por los propios equipos investigadores que sean mejor valoradas bajo unos criterios genéricos. Este paradigma, que puede ser útil en tiempo de pluralidad de intereses, es poco eficiente cuando hay un objetivo compartido, ya que presenta dispersión de esfuerzos, redundancias, aspectos inexplorados, descoordinación, desconexión entre partes y problemas de tamaños insuficientes (en ensayos clínicos, especialmente). Se requiere, pues, para la investigación y desarrollo de la vacuna/tratamiento una organización que impulse, lidere, vehicule y coordine la I+D de todas las potenciales opciones: Promoviendo la especialización cuando se requiera, fomentando y financiando más aquellas iniciativas más alineadas con el objetivo, dialogando con iniciativas impulsadas en otros continentes o por la propia OMS, buscando tratamientos parciales o paliativos que puedan ser útiles en el mientras tanto, asignando tareas no asumidas y alineando las capacidades parciales de distintos equipos (también los privados) en la búsqueda de sinergias. Este enfoque, y su necesaria planificación, tiene que ser necesariamente top-down, como lo es cualquier proyecto o misión pública que persiga un objetivo de interés general, especialmente con una necesidad de urgencia temporal. El cambio a misión top-down, por supuesto, requiere de mayor legitimación democrática, tanto del organismo ejecutivo que lo lidere, como en el refuerzo de la conexión con la institucionalidad europea con legitimación democrática, sea el Parlamento y/o la Comisión.
Una vez se tenga una vacuna/tratamiento efectivo y definitivo, éste debería poder distribuirse de forma asequible a toda la población, continental y por supuesto global. Para ello, debería tener la consideración de bien público global, también para evitar aprovechamientos oportunistas excesivos por parte de actores privados. Esta consideración debe entenderse en el precio, en el interés estratégico y en la capacidad de producción. Producir miles de millones de dosis en un breve periodo de tiempo (sea tratamiento único o con recordatorios) no está al alcance de ningún actor. Ello implicará alinear y coordinar (y si es necesario especializar) las capacidades industriales de diversos actores. Aún así, seguirá siendo insuficiente para la escala de producción necesaria.
Para disponer de la capacidad productiva necesaria deberían pre-construirse desde ya (necesariamente desde la iniciativa pública) plantas industriales, es decir, las instalaciones y los componentes y equipos compartidos de las líneas de producción. Con el objetivo de tenerlos funcionales una vez se conozca el tratamiento y por lo tanto se sepan los requerimientos finos y detallados para su producción. En el caso de las potenciales vacunas hay distintas posibilidades que requieren adaptaciones productivas: basadas en virus atenuados o inactivados, basadas en alguna proteína de superficie, o basadas en fragmentos de ADN o ARN. Los equipos finales necesarios no podemos saberlos aún, pero la infraestructura básica sí que podemos anticiparla, ganando un tiempo precioso y dejando así preparados los caparazones de las instalaciones de producción.
La respuesta global en salud pública: La OMS y el multilateralismo en tiempos de repliegues
Es una obviedad que para un reto global como esta pandemia la respuesta debe ser global, aunque esto esté en fiera disputa por parte de los repliegues soberanistas. La salud pública global y el multilateralismo guardan una relación dialéctica de reforzamiento recíproco. Sin embargo, ello también opera a la inversa, con los repliegues nacionales y las soluciones estatales. Aunque sepamos que las soluciones “mi país primero” serán fallidas en el futuro -por lo integrado de la amenaza- causan serios destrozos en el mientras tanto.
La OMS es (y debería ser) el espacio privilegiado y único para la gobernanza global de la salud, aunque ahora mismo no tenga capacidades ejecutivas, más allá de las dispositivas en el Reglamento Sanitario Internacional (RSI). En las actuales controversias, deberíamos poder distinguir los ataques a su razón de ser, de las críticas y/o aspectos concretos de su gestión en esta crisis. Entendiendo además que no tenemos cartografiadas estas aguas y que está siendo una emergencia nueva, sin elementos referenciales o comparables. Sin duda, ha habido pensamiento inercial y cierta respuesta tardía, por ejemplo, en la activación de la emergencia sanitaria de preocupación internacional (PHEIC) o en los mensajes cambiantes fruto de la evidencia disponible en el uso de mascarillas. También es discutible su voluntad de no entrar en polémicas ni de criticar abiertamente actitudes de países concretos, aunque esta actitud se basa en la necesidad de no contrariar a ningún país excesivamente, por ser necesario tenerlo en el barco. Podemos asumir que este paradigma diplomático sí que es modulable y tiene matices, ya que en anteriores crisis como con la del SARS sí que hubo una exigencia crítica pública hacia países en concreto demandando transparencia y acciones más contundentes.
Todo este debate, sin embargo, lo estamos teniendo en medio de una crisis sanitaria sin precedentes, y con una batalla geopolítica entre dos superpotencias en curso. Además, la propia naturaleza de la pandemia y su potencial resolución es un elemento singular que puede cambiar tendencias globales en pro del multilateralismo y la gobernanza global o de los repliegues estatales. Si queremos que la OMS juegue ese necesario papel de liderazgo en la gobernanza global de la salud, ésta debe dotarse de más capacidad ejecutiva, tanto en la planificación de esta misión (y de los demás objetivos en salud que tenga planteados) como en la exigencia hacia los estados. Y esto es lo que están intentando torpedear los soberanismos. La insuficiencia de la ambición del alcance de las competencias del RSI, el intergubernamentalismo y la ausencia de legitimación democrática específica y su dependencia de los estados-miembros son precisamente los frenos para que pueda actuar con efectividad en ese liderazgo global.
La necesaria reforma de la OMS, referida a esta y otras futuribles emergencias sanitarias globales, debería pues pasar por distintos aspectos. En primer lugar, por mayor ejecutividad y capacidad para integrar y coordinar los distintos niveles de respuestas. También por poder impulsar y planificar a escala global una estrategia coherente, armonizando también las acciones preventivas. Una estrategia así debería impulsar a modo de “misión” la búsqueda del tratamiento, y tendría que poder diseñar e implementar los protocolos de preparación, investigación y movilización de recursos, así como sus cadenas de producción. Y finalmente, debe poder tener un sistema propio de vigilancia epidemiológica y alertas tempranas, que no repose únicamente en las comunicaciones oficiales de los estados miembros.
Concluyendo
Si el reto es europeo y global, las soluciones deben darse a escala acorde. Todos los mecanismos de gobernanza global, los sanitarios especialmente, pero también los económicos y comerciales, deberían activarse y profundizarse en su legitimación democrática. Sin embargo, en lo inmediato, ya que estamos en un reto único, con un objetivo tan definido y urgente, debería priorizarse un enfoque de misión colectiva de la humanidad, lo que implica coordinación, planificación y liderazgo “por arriba” (legitimada democráticamente para evitar tentaciones tecnocráticas o de avidez empresarial) en la búsqueda de una solución, que necesariamente, debería tener la consideración de bien público global.
Más Atención Primaria, mejor sanidad pública
02/05/2020
Adolfo Telmo Pérez
Médico de Atención Primaria
De golpe, nos encontramos con las consultas vacías, no había pacientes, delante teníamos un enorme listado de personas a las que teníamos que llamar por teléfono. En Galicia se habían cerrado los Centros de Salud (CS) y con esa decisión de las autoridades sanitarias nos trasmitían que la Atención Primaria (AP) era prescindible, pensáramos lo que pensáramos los médicos y las médicas de AP y todas las asociaciones médicas. Nada más lejos de la realidad, los profesionales han entendido que el cierre de los CS no significa el cierre de la AP. Hasta ahora hemos atendido a casi un millón de pacientes (algunos, posiblemente, casos de COVID-19 o con sintomatologías respiratorias leves), de los que sólo una mínima parte llegaron al hospital, lo que permitió, según relata la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (SemFyC), “desestresar el sistema y que las unidades hospitalarias se focalicen en la atención a los más graves, así como en los cuidados intensivos”. Lo que indica el enorme papel que está cumpliendo la AP, a pesar de recortes y años de abandono.
Las consultas son telefónicas y en el CS se han preparado espacios para atender a los pacientes que acuden con clínica respiratoria u otros síntomas no respiratorios, pero con sospechas de estar infectados por el COVID-19. Se realizan las curas y controles habituales de anticoagulaçión. Seguimos acudiendo a los domicilios que no pueden esperar, porque a pesar del COVID existen patologías que no admiten demoras. En la consulta te enfrentas a un listado enorme de llamadas, cada llamada es una historia que contar. Hablamos con afectados por el COVID, porque el seguimiento de la mayoría que no ingresa en el hospital o de los que han sido dados de alta es labor de la Atención Primaria; y seguimos dando atención a los demás pacientes, pero de forma telefónica, agudizando los sentidos para que no se nos escape nada y recurriendo a las nuevas tecnologías, les damos nuestro móvil para poder hacer videoconferencias o nos envíen una foto de algo que les preocupa. La idea es que nadie piense que les hemos abandonado.
Hemos sido ajenos, ya lo éramos antes en gran medida, a lo que estaba pasando en las Residencias de Mayores, que han sido terreno vedado. Las Residencias han sido un foco de contagios y propagación que han causado un enorme número de muertes. En realidad, ya lo habíamos denunciado algunos médicos hace tiempo, las Residencias de Mayores están al margen de la Sanidad Pública, los cuidados que allí se ofertan no están directamente supervisados por médicos de Medicina Familiar y Comunitaria. Sería necesario que las Residencias, sean públicas, concertadas o privadas, cumplan unos estándares de calidad transparentes que puedan ser evaluados por los sistemas públicos de salud y la ciudadanía. Los cuidados sanitarios deben llevarse a cabo por profesionales homologados, con titulación por el sistema MIR; no puede haber puertas traseras que permitan cuidados más que cuestionables.
Cada día notamos más el peso del confinamiento en las familias. El coronavirus y el confinamiento nos vuelven a mostrar que en este país no hay suficiente vivienda social, pero abundan y sobran viviendas inadecuadas y desahucios.
Un porcentaje significativo de las personas infectadas por coronavirus es personal sanitario, la mayoría mujeres. Es el más alto porcentaje del mundo, al igual que las estadísticas de compañeros y compañeras fallecidos. Tenemos que conocer mejor las circunstancias, pero ya sabemos que hemos trabajado, sobre todo durante las primeras semanas, sin las protecciones adecuadas y, a día de hoy, los test no llegan a todos los profesionales. Es curioso que el Sr. Feijóo haga su propia encuesta epidemiológica [1] al margen de la propuesta por el Ministerio de Sanidad. Por cierto, con los mismos tipos de test que no le parecían adecuados cuando los proponía el Gobierno, y que no tenga a bien dedicar una parte de esos test a los profesionales, cuando sabemos ya que los sanitarios somos focos de transmisión y fuentes de nuevos contagios en cada domicilio al que vamos o en cada cura que hacemos. No basta con echar la culpa a las circunstancias o los mercados, hay responsabilidades y deben ser sustanciadas.
Necesitamos datos sociodemográficos de la pandemia, aunque ya sabemos que las mujeres son mayoría en los trabajos de los cuidados y, por tanto, las más expuestas; por eso, en nuestro país, hay más mujeres afectadas que hombres.
Tenemos dos prioridades en Atención Primaria: aumentar nuestro peso en el seguimiento y diagnóstico de nuevos casos COVID-19; y diseñar una AP post-COVID con más recursos y capacidad y de mayor calidad.
Hay herramientas, procedimientos y protocolos que han venido para quedarse. Las videollamadas y los sistemas informáticos (la empresa Vortal, participada por Microsoft, Telefónica e Indra, gestiona actualmente la teleasistencia y las recetas e historias clínicas electrónicas en Galicia), deben ser mejorados. De igual manera, será necesario mantener el distanciamiento social en los Centros de Salud, con los retos que esto plantea a los más pequeños y menos dotados. Mantenimiento y mejoras que serán imposibles si no se aumenta la inversión, los medios y un personal con titulación homologada, en lugar de recurrir a sustituciones que se prolongan durante un tiempo indeterminado con personal sanitario que no tiene la titulación o la homologación requeridas.
No estoy seguro de que el mando único de Sanidad haya traído más eficacia, lo que sí puedo afirmar es que ha concentrado toda la atención y todas las críticas. Después de tantos años con las competencias sanitarias transferidas a las Comunidades Autónomas, es posible que la falta de medios humanos en el Ministerio de Sanidad sean un factor importante a tener en cuenta al valorar su gestión, sin por ello querer reducir su meritoria labor o velar los errores o deficiencias en su gestión que haya podido cometer. Las CCAA se parapetan tras el Ministerio a pesar de tener transferidas las competencias, eluden sus responsabilidades y nos sitúan a los sanitarios en medio del fuego cruzado de una guerra que es un enorme alarde de irresponsabilidad.
Necesitamos más test y, sobre todo, más test rápidos. Ya sabemos lo complicado que es abastecerse en un mercado que no duda en ofrecer productos caros, defectuosos o sin la calidad adecuada. Y conocemos muchos ejemplos, aquí y en el resto de Europa, de compras de test rápidos o mascarillas que estaban defectuosos, en unos mercados en los que se ha impuesto el todo vale, también jugar con la vida y la salud de las personas, con tal de hacer negocio; pero precisamente por eso es exigible una mayor diligencia, atención y seguimiento por parte de las autoridades en las compras del material sanitario. Puede haber problemas de comunicación, pero hay también problemas relacionados con una insuficiente capacidad de gestión que deben atenderse con rapidez para que no vuelvan a repetirse casos similares.
La pandemia va a cambiar la Atención Primaria, sin duda. Que lo haga en un sentido positivo, para conseguir mayores y mejores estructuras y una oferta sanitaria suficiente y digna, dependerá de que los defensores de la Sanidad Pública, las personas que defendemos que la salud no puede ser un negocio ni estar subordinada a la capacidad de pago de los pacientes, pensemos las tareas que tenemos por delante y acertemos a interesar y movilizar en su defensa a la mayoría social, hoy y mañana.
Notas:
[1] La Xunta de Galicia ha puesto en marcha un gran estudio epidemiológico para conocer la incidencia del COVID-19 entre la población gallega. Son 50.925 test, suficientes como para dedicar una parte al personal sanitario. El Servicio Galego de Saúde (SERGAS) se va a servir de los test rápidos que les entregó el Ministerio de Sanidad y cuya utilidad clínica fue discutida durante semanas por el presidente del gobierno gallego, Alberto Núñez Feijóo.
Las consecuencias económicas y sociales de la pandemia
30/04/2020
Carlos Berzosa
Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
El confinamiento al que nos ha conducido la pandemia es duro, ya está generando problemas psicológicos en muchas personas y los agravará en el futuro. Los trastornos pueden ser muchos y de diversa índole. Las consecuencias que puede tener en la evolución de los niños no las sabemos aún. Si el confinamiento es soportable es porque en estos momentos de miedo por la salud, el hecho de estar bien tanto uno como la familia, amigos y conocidos, hace que el encierro pase a un segundo plano. No es lo mismo para los que están perdiendo a sus seres queridos, y no se pueden además despedir de ellos ni darse un abrazo de consolación con la familia y amigos. La situación es trágica. También la angustia que sienten los que tienen a alguien cercano en el hospital y que se encuentran atenazados por la incertidumbre y el miedo.
No dejo además de pensar en tantas familias que viven en pisos pequeños y en muchos casos hacinados, sin ventanas al exterior pues dan a patios interiores o ni siquiera eso, ya que en determinados casos dan a pasillos o son semisótanos. Me resulta difícil pensar en cómo están resolviendo una situación tan complicada y con niños. No, el confinamiento no es igual para todos y aquí se manifiesta la desigualdad en toda su crudeza. Una desigualdad en rentas, riqueza, habitabilidad, oportunidades y derechos. También en la educación. Siempre lo ha sido, aunque con diferentes grados según los países y ciudades, debido a que en las zonas en las que viven las clases sociales más desfavorecidas son las que mayor fracaso escolar tienen. La crisis lo agrava. Se hace la enseñanza online, pero hay familias que no tienen ordenador ni tablet, a lo sumo un teléfono móvil. Quedan descolgadas del sistema. No se dan respuestas para ellas.
Qué diferencia vivir esta situación comparada con la nuestra, clases intermedias de ingresos medios y altos, por no decir ya la de los ricos, ultrarricos y futbolistas de élite. Resulta un tanto obsceno, cuando se enseñan estas viviendas por la televisión, para el resto de la población, pero sobre todo para los más vulnerables. La paradoja es que son bastantes las personas que, viviendo en condiciones tan precarias, están sacando la crisis adelante. Son los invisibles, que ahora son los que proporcionan unos servicios esenciales, como las empleadas del hogar, las cuidadoras, las de la limpieza, cajeras de supermercado, reponedores, repartidores, y muchos más, que podríamos seguir enumerando, los que se ocupan de estas labores, jugándose la vida y por bajos salarios. Por si fuera poco, la crisis económica, que ya está aquí, pero que se va a agudizar en el futuro más inmediato, afecta fundamentalmente, aunque no solo, a los más vulnerables y a los trabajadores precarios.
El confinamiento son días para la reflexión y para hacerse preguntas. Es importante esto último, de hecho en uno de los ensayos del libro de García Canclini El mundo entero como lugar extraño (Gedisa, 2015) ante una pregunta de la entrevistadora ¿Qué cambió desde que comenzaste a trabajar en las ciencias sociales? Contesta: Las preguntas. ¿Las respuestas no? Lo que pasa es que lo principal que buscamos ahora no son las respuestas. Efectivamente, así es porque el conocimiento comienza y avanza haciéndose preguntas que, en muchos casos, de momento, no tienen respuestas, o las tienen parcialmente. Con todo lo que está pasando se plantean muchos interrogantes: ¿Cómo surge la epidemia? ¿Por qué avanza tan rápidamente? ¿Por qué unos países, como Italia y España, han sido golpeados tan duramente? ¿Por qué dentro de estos países unas regiones son más afectadas que otras? ¿Se ha actuado correctamente para enfrentar la epidemia? ¿Qué es lo que nos espera con la crisis económica? ¿Qué sucederá en el futuro? ¿No cambiará nada y seguirá todo igual? ¿Si hay cambios en qué dirección irán?
Una batería de preguntas ante las cuales no hay respuestas evidentes pero que, sin embargo, hay que hacérselas. A las dos primeras han dado respuestas los científicos. En un tiempo breve han conseguido conocer el virus y saber cómo se transmite. Falta aún una vacuna y medicamentos que lo combatan cuando una persona está infectada. Se conoce además su origen, un virus que pasa de los animales a los hombres. Pero aquí viene lo más difícil, ¿cuáles han sido los mecanismos de esa transmisión? ¿Los mercados de animales salvajes? ¿Comer estos animales salvajes? ¿Por qué si esos mercados existen desde hace tiempo se ha dado ahora y no antes al igual que las comidas? ¿Es que en otros lugares de China, que no sea Wuhan, no hay mercados? ¿No comen animales salvajes en otras partes? En fin, a lo mejor hay respuestas y yo no las conozco, pero en cualquier caso no he encontrado nada escrito, ni tampoco oral en entrevistas a científicos. Las dudas existentes dan lugar también a teorías conspirativas, que yo desde luego no comparto si no se demuestran. Ha habido ya científicos que han contestado a la posibilidad de que se haya dado un accidente en un laboratorio, concretamente en Wuhan, y que con razones sólidas lo desmienten. Creo en la ciencia y también en sus limitaciones.
Lo que sí que he encontrado son posibilidades que se han podido dar para esta transmisión. Se apuntan entre otras causas, el cambio climático, la pérdida de terreno de los animales salvajes ante la creciente urbanización y la disminución de la biodiversidad. En esta línea última me han parecido muy ilustrativas las argumentaciones de un científico como Fernando Valladares, que he podido conocer en dos vídeos y en una entrevista realizada por Iñaqui Gabilondo. Me han resultado muy convincentes sus argumentos. No soy científico de ciencias experimentales y, por tanto, me gusta actuar con cautela. Pero todo parece apuntar a que la epidemia no es fruto del azar sino de un modelo de producción y consumo que está afectando al clima y que es depredador de la naturaleza.
Muchos economistas se han apuntado últimamente a la teoría del cisne negro para explicar las crisis económicas. Fue expuesta en el año 2007 por Nassim Nicholas Taleb en el libro El Cisne negro (Paidós, 2008). Se trata de señalar que las crisis son el resultado de un impacto altamente improbable. Tan improbable como un cisne negro. Ha servido a bastantes analistas para explicar la Gran Recesión de 2008. Ahora, se utiliza con más razón si cabe para la pandemia que estamos padeciendo. Particularmente comparto lo que dice al respecto James Galbraith en su libro El fin de la normalidad (Traficantes de sueños, 2018): “La visión del ‘cisne negro’ es probablemente la explicación más simple de la Gran Crisis. Asegura que, en esencia, no hay nada que explicar. Como los cisnes negros, las crisis son poco comunes. El error de no predecir un evento que raramente se produce es cosa de mala fortuna, no una señal de fallo científico. Un modelo puede ser bueno, incluso si en ocasiones se producen eventos raros e imprevistos. La visión del cisne negro centra nuestra atención en los límites de predicción, incluso de los mejores sistemas teóricos. Se puede usar para defender la opinión de que “nadie pudo prever” el desastre de 2008; pese a que algunos lo hicieron».
Es una manera de echar balones fuera para evitar conocer las causas que motivaron la crisis de 2008. Los análisis realizados por economistas, que avisaron de los riesgos, ponen de manifiesto que esa crisis fue debida al capitalismo neoliberal hegemonizado por las finanzas que adquieren más importancia que el capital productivo, lo que dio lugar a procesos especulativos y la obtención de ganancias cómodas y rápidas. Además, el capital financiero alimentó la burbuja inmobiliaria. La salida de la crisis no ha dado lugar a modificaciones de este modelo ni a cambios en el paradigma dominante en la economía.
Ha habido una falsa salida de la crisis, lo que ha debilitado a la estructura económica ante la llegada del virus Covid-19. No nos habíamos recuperado de la crisis anterior cuando ha llegado esta otra que puede por ello causar unos daños muy graves. La explicación a partir del cisne negro puede ser más factible en este caso por lo que se refiere a su aparición. Sin embargo, también ha habido científicos que advirtieron del peligro y no solo en el caso de Bill Gates. Si, además, el contexto de deterioro ecológico ha jugado un papel tan decisivo, tampoco esto apoya la tesis del argumento que utiliza Taleb de que haya sido un suceso altamente improbable. Muchos se preguntarán y ¿cómo se sabe quién predijo cualquiera de las dos crisis? Porque ahora mucha gente se sube al carro para decir si ya lo dije yo. Es muy sencillo, no obstante, pues las advertencias del peligro que se corría en los dos casos están escritas en revistas académicas, o en otro tipo de publicaciones, como libros, semanarios o diarios, además de conferencias que están grabadas. Lo que sucede es que como se vive en la confianza de que nunca pasa nada, hasta que pasa, no se les hace caso o se les tilda de agoreros. A partir de ahora, una de las lecciones que se tiene que aprender es que hay que escuchar más a los analistas y científicos que, con buenos argumentos, señalan las debilidades del sistema en el que estamos inmersos.
La pregunta que ahora nos planteamos es ¿cómo salimos de ésta? Se dice hasta la saciedad de que nada será como era antes. La reflexión de estos días nos debe conducir a la necesidad de cambiar nuestras prioridades. Lo importante es la salud y ello requiere más medios para la sanidad pública y la investigación. Revitalizar lo público y las iniciativas ciudadanas que potencian las cooperativas como forma de producción y consumo. El fundamentalismo de mercado y la globalización nos han dejado sin defensas ante una pandemia de estas características. Es necesario cambiar el capitalismo actualmente existente. Esto es lo deseable, pero ¿cómo conseguirlo?, ¿qué escenario se nos presenta?
Ante este dilema se lee y se escucha a determinados autores, como Zizek, Byun-Chul Han, Harari, Diamond, entre otros, pero menciono a estos porque son los que están apareciendo en mayor medida en los medios, en las redes, en los whatsapp. Aparte de estos autores a los que sigo, me gustaría mencionar una entrevista a mi amiga Carmen Dalmau en EFTI, centro internacional de fotografía y cine, en la que plantea tres posibilidades que me parecen muy sugerentes. La entrevista tiene como título “Un arte más comprometido política y socialmente” y en ella menciona a Antonio Negri cuando se pregunta cómo se sale de una crisis de este tipo, “hacer reconocer los derechos comunes de propiedad social es la única y justa salida para salir de esta crisis”. Si se sale de la crisis en el sentido de estos nuevos derechos de propiedad social de los bienes comunales se saldrá de un modo, si prevalece el derecho a la propiedad privada, la salida será de un modo bien distinto.
Nos recuerda a Camus cuando al final de La Peste dice: “Cuando la cuarentena se levantó por fin en la ciudad de Orán todos volvieron a sus quehaceres habituales dando gritos de alegría, como si nada hubiera pasado”. También a Tucídides que en la Guerra del Peloponeso describe la peste de Atenas del año 430 a,c. que costó la vida a Pericles y liquidó la democracia ateniense.
A mi modo de ver lo deseable sería la salida que plantea Negri, pero me temo que suceda lo que dice Camus, y desde luego lo trágico sería que se produjera el fin de la democracia. En todo caso, sí que hay otras posibilidades que suponen alternativas al fundamentalismo de mercado. He escrito tres artículos en el semanario El Siglo sobre esto centrándome en cuatro autores, Rodrik, Stiglitz, Mazzucato y Piketty. Todo dependerá de las acciones colectivas que seamos capaces de llevar nosotros mismos adelante.
La pandemia del coronavirus, una crisis del sistema con los cuidados en el centro
28/04/2020
Ana Almirón Mengibar
Feminista y Activista Pro Derechos Humanos. Miembro de la Red LIESS-UPO (Laboratorio Iberoamericano Estudios Sociohistóricos de las Sexualidades)
Como activistas pro derechos humanos, andábamos más que atareadas los meses de enero y febrero tratando de dar respuesta a la situación de las personas refugiadas en los CIES, con los campamentos de Lesbos acaparando nuestra atención y nuestras acciones de solidaridad y denuncia de la vulneración de derechos humanos. Y más que atareadas también como activistas feministas, en la organización de la huelga, acciones y manifestación del 8M de este año. Pero ya por aquellas fechas, las noticias que habían ido llegando de China y luego de Italia, sobre el número de personas infectadas por el coronavirus y su letalidad, así como su imparable extensión a otros países y tan particularmente a España, paralizaron cualquier otra actividad. En apenas una semana se identificó la situación como de pandemia y se inició el confinamiento de la población en todo el país.
Desde entonces y hasta hoy, el activismo pro derechos humanos y feminista, vía teléfonos móviles, redes sociales y todo tipo de recursos telemáticos, no ha parado, ante una situación de emergencia social sin precedentes, informando de las medidas aprobadas a las que poder o no acogerse (desempleo, vivienda, alquileres..), de los medios disponibles en algunas instituciones y ONGs (alimentos, ropa, duchas…), organizando redes de ayuda mutua (compras, gestiones…), abriendo cajas de resistencia, suscribiendo demandas en defensa de los colectivos más vulnerables, como los sin techo, los asentamientos en los que habían cortado el agua, los barrios más pobres y estigmatizados, las limpiadoras, las cuidadoras del hogar, los inmigrantes y refugiados, con y sin papeles, las personas mayores y/o con dificultades de movilidad, las encarceladas, las prostitutas que de un día para otro se encontraron sin nada, al no tener reconocido ni un solo derecho, y un largo etcétera. No, el coronavirus no nos ha afectado a todos y a todas por igual, cebándose en la población más pobre, con menos recursos y derechos, de aquí y llegados de fuera, con una sobrecarga brutal sobre las mujeres, familiar y profesionalmente (Joana G. Grenzner. Pikara Magazine 15/4).
Pero la crisis del coronavirus, pese al confinamiento, no nos ha dejado ciegos ante lo que estaba pasando, ni acríticamente mudos ante la situación de emergencia social de los sectores más afectados, ni insolidariamente sordos a sus demandas y reivindicaciones, sino que ha habido una reacción de defensa, soporte y ayuda, movilizando todos los recursos a nuestro alcance. Las iniciativas han sido múltiples y a una velocidad de vértigo. Las primeras, cuya situación nos dejó heladas a las propias feministas, fueron las prostitutas callejeras, vecinas, cercanas, con familias e hijos a su cargo, esa fue la primera caja de resistencia que se abrió para lo más urgente, a nivel estatal, hasta que sus propios colectivos orientaron la negociación de los alquileres en clubs, pensiones u hoteles y derivaron hacia los servicios públicos y redes de apoyo, otras necesidades de comida, ropa, etc.
Al mismo tiempo, las trabajadoras domésticas, internas, limpiadoras, cuidadoras migrantes sin papeles ni contrato, etc., para las que también se abrieron cajas de resistencia y se impulsó la campaña “Cuida a quien te cuida”, llamando a no dejar sin alojamiento a las internas y a intentar mantener los sueldos durante el confinamiento, mientras sus colectivos analizaban las medidas aprobadas por el Gobierno y reivindicaban algunas medidas imprescindibles más. Y así, rápidamente, fueron organizándose las Redes de Apoyo Mutuo (RAMUCA) en barrios y pueblos cercanos de Sevilla, recopilando información sobre los recursos disponibles, ofreciendo ayuda a personas mayores solas, para compras, gestiones, etc., incluso ayuda en los deberes de los niños y niñas.
Múltiples han sido igualmente las iniciativas desplegadas por las asociaciones y plataformas pro inmigrantes, como la APDHA, Somos Migrantes, etc., pidiendo por ejemplo el cierre de los CIES y una Regularización urgente, con papeles, para garantizar la seguridad de las personas internadas, pudiéndose acoger a algunas posibilidades de trabajo en la agricultura, etc. Particularmente necesaria está siendo la Campaña de Ayuda a las Trabajadoras Marroquíes de la Fresa en Huelva, trabajando sin las medidas de prevención exigidas para la población de aquí, hacinadas en chabolas sin las suficientes condiciones de salubridad e higiene, especialmente exigibles en esta situación. También se ha impulsado otra campaña de ayuda para el alquiler a las personas migrantes, dedicadas a la venta ambulante, en los semáforos, etc. Y una Caja de Resistencia Antirracista, para aquellos casos más urgentes por necesidades económicas, de acogida y protección, por violencia, abuso o discriminación.
Quisiéramos destacar aquí, cómo el coronavirus afecta especialmente a la población inmigrante y racializada, aunque el coronavirus no haya hecho más que empezar en Latinoamérica, India o África, afectando especialmente a China, Europa y EEUU, ya hay datos de cómo está afectando en mayor medida a la población negra y latinoamericana en estos otros continentes, fruto y resultado de la historia de su llegada a los mismos (Manuel Ruiz Rico. Público. 15/4 y 18/4) y de sus condiciones de vida y de trabajo, desde entonces, hasta los actuales procesos migratorios, con peligrosísimo viaje, difícil entrada y precariedad posterior de trabajo, vivienda o salud.
La pandemia del coronavirus, dado su alcance, extensión y gravedad, supone un dolor inconmensurable, por todas las muertes, por tantísimas personas sufriendo la enfermedad, por tan amplios sectores de la población que lo están pasando rematadamente mal en las más diversas y precarias situaciones en China, Europa y EEUU y por el terror que nos invade solo de pensar qué puede llegar a pasar en Latinoamérica, India o África… Un dolor inmenso que nos lleva también a la necesidad de querer informarnos y conocer la respuesta a no pocas preguntas, como la “Causalidad de la pandemia, cualidad de la catástrofe” (Ángel Luis Lara. El diario.es 29/3), constatando que guarda estrecha relación con la imposición de los modelos intensivos industriales agrícolas y ganaderos, pese a comprometer seriamente la seguridad y soberanía alimentaria de los pueblos y su hábitat (Nuria Rius. Público 19/4).
No es por tanto un fenómeno aislado, sino que las señales ya estaban ahí, en esos otros brotes de virus SARS capaces de pasar de una especia a otra, en 1994, 1998, 2000, 2012 y el último del Ebola en 2014 (Richard Horton. El diario.es 11/4) y, pese a todo, se aplicaron contra viento y marea las políticas de austeridad, de recortes en sanidad y del gasto público en general, debilitando los sistemas sanitarios y las condiciones de vida de las personas.
La pandemia global del coronavirus está dejando al desnudo nuestro sistema de vida, mostrando todas sus vergüenzas. Un sistema profundamente injusto, desigual y cada vez más peligrosamente incapaz de solucionar los problemas que genera, pudiéndonos llevar al colapso total y acabar con todo (Eudald Carbonell. Público 12/4). Una desnudez que muestra a su vez su fragilidad, económica, política y social. Fragilidad económica de su producción y de su consumo, basados en el mayor beneficio y los menores costes, cuyo resultado es un planeta enfermo, sin poder disponer de las mascarillas necesarias, donde convive mucha gente hambrienta con otra extremadamente despilfarradora, perdiéndose de vista que el fin último económico era ser capaz de abastecer de lo necesario al conjunto, con la imprescindible calidad, partiendo de que los recursos disponibles no son infinitos ni inagotables.
Fragilidad política de los estados y sus gobiernos impregnados de esa misma filosofía económica, capitaneados hoy por los Trump, Boris Johnson o Bolsonaro, y una UE, con fantasías inmunitarias y sueños de omnipotencia en su gestión de la epidemia (Paul P. Preciado. El País 28/3), más pendiente de poder sostener el crecimiento económico que de asegurar la vida misma. Y ahí va China, en su ascenso como potencia hegemónica del s. XXI, tejiendo su tela de araña sobre el África negra (Alexis Rodríguez Rata. La Vanguardia 15/4), pero cuyo autoritarismo, censura y represión nos alertan de que no sería tanto el modelo a seguir sino del que huir (Ángel Munarriz. Infolibre 31/3).
Antes tendríamos que plantearnos qué mundo queremos y poder elegir entre vigilancia totalitaria o empoderamiento ciudadano y entre aislamiento nacionalista o solidaridad europea y mundial, sin dejarnos llevar por el determinismo histórico, gestión dictatorial o democrática, y más nos vale saber qué están decidiendo los políticos en este preciso momento, porque nuestros enemigos no son los virus, sino la codicia, el odio y la ignorancia (Yuval Noah Harari. La Vanguardia. 5/4 y 19/4). Este es un sistema cuya fragilidad social ha ido creciendo crisis tras crisis, a base de políticas de austeridad, llegando a una situación de emergencia social sin precedentes nada más estallar la pandemia, como hemos explicado, y la que nos espera.
La pandemia del coronavirus ha desnudado el sistema mostrándonos, como decíamos, sus feas vergüenzas y no creo que debamos, asombrados, taparnos los ojos con miedo o pudor, sino muy al contrario, deberíamos tratar de abrirlos de par en par, no perdiéndonos ni un solo detalle, porque nos va la vida en ello. Y lo que más ostensiblemente ha mostrado y podemos observar horrorizados por la tragedia, es que, este sistema, no ha puesto nunca la vida en el centro, como venimos señalando las feministas. Este sistema ha venido despreciando, desconsiderando y desvalorizando el cuidado de las personas, de los demás seres vivos, de los territorios y de su hábitat común.
El cuidado de todo ello ha venido siendo un coste importantísimo a evitar, no un deber ni mucho menos una obligación publica ineludible, en defensa del bien común, de partida, no ya por amor o solidaridad sino por pura supervivencia. Y desde la defensa del bien común, en igualdad, los cuidados no pueden ser un negocio en manos privadas, sino un servicio público, universal, gratuito y de calidad. Pero los cuidados en general se han considerado un coste innecesario, una carga que no había porqué soportar públicamente, reduciendo vía impuestos las ganancias de las élites, una carga atribuida obligatoria y unilateralmente desde siempre a las mujeres, para que fuera gratis, en calidad de buenas amas de casa sin derechos, invisibilizándolo como trabajo, prohibiéndolo si eres migrante, haciéndolo clandestino si eres trabajadora sexual, o pagándolo al menor precio posible en todas y cada una de las profesiones en las que destacamos (docentes, sanitarias, limpiadoras, cuidadoras, agricultoras manuales de la tierra o pescadoras artesanales del mar, entre muchas otras).
La gestión de los cuidados siempre ha sido un tema central, por tanto, en la filosofía capitalista de nuestro modo de vida, que es además machista, antiecológico, xenófobo… Y la tragedia del coronavirus ha puesto de manifiesto más que nunca su centralidad en la injusticia y las desigualdades que padecemos, entre grupos sociales y étnicos, géneros, territorios y hábitats, asignándonos unilateral y obligatoriamente el papel que cada cual debe jugar en el tablero de la vida en el mundo. Unos países y territorios deberán soportar el extractivismo de sus recursos naturales y humanos, dejándoles los “pulmones” destrozados y empujándoles al éxodo masivo, permitiendo la entrada solo a los imprescindibles, mientras que otros, de burbuja en burbuja inmobiliaria y financiera, derrochan los resultados y ya no son capaces de fabricar las mascarillas ni los respiradores imprescindibles para salvarse de la pandemia.
Nosotras deberíamos soportar, cual heroínas, los cuidados de una humanidad, envejecida, enferma y aislada que nos ha convertido en víctimas, pero también nos ha hecho más humanas, más fuertes y capaces emocionalmente de sobrevivir a casi todo, mientras los otros, incapacitados para cuidarse ni cuidar, arremeten violentamente contra sus cuidadoras si se sienten abandonados o engrosan las filas de los sin techo, al no haber podido sostener su papel como productores y abastecedores, ni haber sabido desarrollar los imprescindibles lazos de sociabilidad emocional, que los hace tan particularmente débiles, frágiles y vulnerables.
Sí, la trágica pandemia del coronavirus ha desnudado el sistema mostrándonos toda la fealdad de nuestro modo de vida, tan falto de cuidados a todos los seres vivos, territorios y hábitat común, pero también ha resaltado la importancia de la belleza que aún nos queda, la valentía incansable de quienes nos cuidan, sanitarias y sanitarios, limpiadoras de hogares y hospitales, cuidadoras migrantes con y sin papeles o contratos, cajeras y reponedores de supermercados, taxistas, basureros y barrenderos, etc. La belleza de la solidaridad en tantos activistas pro derechos humanos, feministas, vecinales, ecologistas y muchos otros, organizando el apoyo y la resistencia en el territorio, desde la cercanía comunitaria. La belleza de la empatía y el agradecimiento, en esos aplausos colectivos, con canciones, música y actuaciones en los balcones de barrios, pueblos y ciudades, cada día a las ocho. La belleza de los lazos de amistad, compañerismo y cariño, de familiares, vecinos y conocidos, en ese ir y venir de teléfonos móviles y redes, comunicándonos el estado de salud y de ánimo, las peores y las mejores noticias. La belleza también está siendo inconmensurable y esperanzadora. La belleza pondrá, sin duda, la vida en el centro.
En esta pandemia mucha gente hemos perdido a seres muy queridos, a quienes ni siquiera pudimos abrazar para despedirnos. En estos días nos dejó también, entre otros, Luis Eduardo Aute, que nos acompañó con sus canciones en “la noche más larga”. Con él quisiera terminar, feliz y esperanzada, porque es cierto que sufrimos, pero rozamos la belleza: “Mercaderes, traficantes, Más que nausea dan tristeza, No rozaron ni un instante. La belleza”.
La pandemia del COVID-19: ¿crisis coyuntural o estructural?
27/04/2020
Pedro Pérez Herrero
IELAT-UAH
A mediados de abril de 2020 todos los medios de comunicación hablan de la pandemia generada por el COVID-19. TV, radio y prensa dedican horas y páginas a este tema. Se narra en tiempo real cómo evoluciona el número de contagiados, los curados y los muertos. Se indica la edad el género de los fallecidos y si tenían enfermedades previas. Los jefes de Estado y los presidentes ofrecen mensajes oficiales con tono grave y caras serias indicando el número de muertos y recordando la necesidad de quedarse en casa para reducir el número de los contagios. Se publican fotos dramáticas de morgues llenas de ataúdes y las cámaras de televisión muestran las calles vacías de las más importantes ciudades del mundo.
Mientras tanto, millones de personas confinadas en sus casas aplauden a las 20:00 horas de cada día para mostrar su agradecimiento al personal sanitario, a los policías, al Ejército, a las funerarias, al sector alimentario y a los transportistas. Millones de ciudadanos solo pueden salir a comprar alimentos al supermercado más cercano o a la farmacia, llevando su correspondiente mascarilla y guardando la distancia oportuna cuando se cruza con otro ser humano. Podría ser la imagen de una película distópica del fin de la civilización en la tierra, pero es la realidad. Nunca pudimos imaginar hace dos meses que veríamos estas escenas.
¿Por qué ha generado un pánico tan generalizado? ¿Por qué se ha decidido parar la economía del mundo para combatir la pandemia? Si se compara el total de las cifras de muertos causado por el COVID-19 con las generados por el hambre, las enfermedades conocidas, la violencia, los accidentes de tráfico y los desastres naturales, se comprueba que el COVID-19 no está ocasionando millones de muertos. A 14 de abril de 2020 la cifra de las muertes ocasionadas por el COVID-19 alcanzaban un total en el mundo de 121.701 fallecidos. La II Guerra Mundial ocasionó, según los cálculos más optimistas, unos 60 millones de muertos; la I Guerra Mundial se saldó con unos 22 millones de decesos; y el hambre y la desnutrición afectan a más de 800 millones de personas en el mundo al año.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) repitió hasta la saciedad que la única forma de combatir la pandemia era recurrir a la vieja receta del confinamiento (bien conocida en tiempos pasados). Algunos gobiernos quisieron saltarse estas indicaciones sosteniendo la tesis de que era mejor que la sociedad se inmunizara lo antes posible, pero al poco tiempo cuando comenzaron a llegar los ataúdes a las morgues y los ciudadanos comenzaron a sentirse desprotegidos, los dirigentes negacionistas cambiaron de opinión (muchos de ellos presionados por el descenso de votos que ello podría suponer en las elecciones que estaban por celebrarse). Finalmente, todos los gobiernos acabaron aceptando las indicaciones de la OMS. La política sanitaria del confinamiento ha cosechado en el corto plazo resultados positivos al reducir el número de contagios y fallecidos, pero ha originado una crisis económica mundial de una intensidad desconocida en la historia de la humanidad. El parón económico y el aumento del gasto público han desequilibrado las cuentas públicas generando un fuerte déficit.
A finales de 2019 el mundo se despidió con la noticia de que la economía mundial no iba todo lo bien que debía. El año de 2020 comenzó con el anuncio de la extensión de la pandemia del COVID-19 por el planeta. Todas las discusiones anteriores de cómo afrontar las crisis económicas, promover los intercambios comerciales, liberalizar los mercados, reducir el déficit público, controlar las inmigraciones, parar las violaciones a los derechos humanos, frenar el deterioro medioambiental, luchar por la igualdad de derechos, y un largo etcétera se detuvieron. Ya solo se comenzó a hablar del coronavirus, las muertes y los confinamientos. Los ciudadanos nos convertimos en expertos en cómo “aplanar” la curva de los contagios. Comenzamos a vivir solo en el presente.
Parecía no existir el futuro y el pasado no importaba. Solo algunos seguían mirando al pasado para tratar de recuperar viejas utopías en las que refugiarse (“Retrotopía” en palabras de Bauman). El COVID-19 nos dejó congelados, paralizados, inmovilizados en nuestras casas. Aceptamos el confinamiento como un mal menor, pues no había nada mejor que hacer que luchar por mantenernos vivos. Nos olvidamos momentáneamente de los derechos civiles, políticos y sociales por los que habíamos luchado durante los dos últimos siglos. Lo más curioso de toda esta historia es que de repente los viejos defensores neoliberales de los recortes y del adelgazamiento del Estado se mostraron ahora como los más fervientes valedores de las políticas de aumento del gasto público y la intervención del Estado en la economía.
Algunos de los más ultramontanos halcones neocons pasaron incluso a defender la renta universal básica, y de repente aparecieron millones de dólares para ofrecer subvenciones y rescatar todo lo que hubiera que hacer. Ningún afiliado a un partido comunista en la década de 1960 pensó que podría ver tal intervención del Estado en la economía defendida por los empresarios y los defensores del mercado.
El COVID-19 generó en una primera fase un estado de perplejidad generalizado al mostrarnos que el mundo no era tan seguro como creíamos debido a que la ciencia no estaba siendo capaz en tiempo récord de resolver el problema. Durante las primeras semanas los medios de comunicación concentraron su atención en indagar qué laboratorio estaban en disposición de encontrar la vacuna salvadora.
Posteriormente, el miedo fue creciendo cuando se comprobó que las grandes asociaciones regionales y las instituciones internacionales de distingo signo existentes vacilaban en dar respuestas adecuadas (Unión Europea, CELAC, ASEAN, Banco Mundial, FMI, ONU, FAO, OIT, OMC, OCDE, UNESCO). Finalmente, comenzamos a darnos cuenta de que el problema era mucho más profundo al constatar que la confianza que habíamos depositado durante los dos últimos siglos en que la modernidad y el progreso nos guiaba adecuadamente hacia un futuro siempre prometedor se derrumbaban como un castillo de naipes en unos minutos ante nuestros ojos atónitos.
El COVID-19 generó un pánico mundial, no por su letalidad, sino por poner en evidencia la fragilidad del mundo en el que vivimos y que creíamos que teníamos controlado. Un virus, que solo pude verse con un microscopio, derrotó a los ejércitos más poderosos del mundo, desequilibró el mundo, y nos dijo alto y claro que el sistema económico y político en el que vivíamos no era capaz de dar soluciones adecuadas a los problemas de la humanidad. Puso en evidencia que el capitalismo llevaba agravando las desigualdades sociales y que los sistemas de representación política competitivos indirectos (democracias) se había convertido en una maquinaria electoral dedicada a fomentar los disensos en vez de promover los acuerdos. El COVID-19 nos demostró de forma descarnada que el mundo se enfrentaba a un final de etapa. No era un problema coyuntural, sino estructural.
Cuando en los próximos meses se halla ganado la batalla a la pandemia, se termine el confinamiento y se abran de nuevo las calles a los ciudadanos, comprobaremos que el mundo ha cambiado. Nuestros Estados y las grandes empresas estarán más endeudados, muchas pequeñas y medianas empresas habrán desaparecido, la informalidad habrá crecido, los ingresos de los Estados se habrán mermado, la pobreza se habrá extendido y la desigualdad habrá aumentado. Estaremos ante un escenario de crisis económica, pero con el agravante de que se dará en un escenario de mayor desigualdad social y con Estados más debilitados por estar más endeudados y disponer de menos recursos fiscales para hacer frente a las demandas sociales. Presumiblemente, todo ello provocará un descredito en las instituciones, un aumento de la desafección política, ya de por sí preocupante en la actualidad, una disminución de la solidaridad internacional, cuando más se necesitaba, y una excitación de los nacionalismos excluyentes, los odios, la xenofobia, los supremacismos y los autoritarismos.
Necesitamos urgentemente una vacuna para reducir las muertes, sin duda, pero requerimos imperiosamente además de un nuevo proyecto de futuro ilusionante basado en la dignidad de las personas, la solidaridad y en el reconocimiento de las diferencias. Pero el COVID-19 nos pone sobre aviso también de que un mundo globalizado precisa de un equilibrio internacional, una gobernanza mundial, o como queramos llamarlo, que sea capaz de garantizar la convivencia pacífica de todas y todos. La igualdad y la libertad están de momento confinados, y de la solidaridad nos hemos olvidado.
El mundo no está en crisis por el COVID-19. El virus ha acelerado un proceso de desajuste económico, social y político que venía dándose desde al menos la década de 1980. Si nos empeñamos en interpretar que se trata sólo de una crisis sanitaria, y que saldremos de ella cuando se encuentra una vacuna, estaremos interpretando que se trata de una crisis coyuntural en vez estructural. Necesitamos potenciar los análisis académicos de Historia y Prospectiva globales para superar los escenarios locales de corto plazo manejados por las empresas para aumentar sus ganancias, y por los asesores políticos para ganar elecciones al precio que sea.
Cinco controversias frente a la emergencia sanitaria
25/04/2020
María Eugenia Rodríguez Palop
Eurodiputada de Unidas Podemos. Titular de filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
Frente a la incertidumbre, lo lógico es tener miedo, pero es fundamental no caer en paranoias que nos arrastren a unos diagnósticos equivocados y a pronósticos que profundicen nuestros errores.
Presento aquí, muy brevemente, cinco tensiones de las que tenemos que salir dignamente.
1. La falsa dicotomía entre libertad y seguridad no puede sustituirse ahora por la también falsa dicotomía entre derecho a la intimidad (protección de datos) y derecho a la salud o seguridad sanitaria. Ya hemos asumido que cedemos datos, muchas veces sin saberlo, y el riesgo ahora es cederlos voluntariamente para que grandes corporaciones como Google o Amazon, controlen nuestros movimientos y nuestras vidas con legitimidad y al amparo de la legalidad.
2. El uso depredador de nuestros ecosistemas, la devastación ecocida de la naturaleza, puede derivar en un suicidio-homicidio de dimensiones globales si no comprendemos exactamente qué nos ha traído hasta aquí. La lucha contra la emergencia sanitaria tiene que ir de la mano de la lucha contra la crisis climática porque la primera se deriva de la segunda y porque ambas son manifestaciones de una crisis civilizatoria mucho más amplia. No podemos salir de esta situación financiando a quienes apuestan por los combustibles fósiles y el fracking, como está haciendo la Reserva Federal en Estados Unidos, o desmontando las escasísimas medidas ambientales que recogía el Green New Deal europeo presentado en diciembre.
3. Necesitamos más Estado, pero de forma distinta. Nuestro raquítico sector público tiene que alimentarse; se ha demostrado evidente la urgencia de poner en valor la sanidad pública y el descuidado sector de los cuidados. Sin embargo, esto no puede ir acompañado de un incremento de los mecanismos represivos. “Más Estado” debe traducirse en más y no en menos comunidad.
4. Hemos de elegir entre acentuar los riesgos que compartimos o los vínculos que tenemos para responder a ellos: la vulnerabilidad y las necesidades compartidas (materiales y afectivas), y lo que hacemos en común. Parece lo mismo, pero no lo es. Tomar conciencia de la necesidad del otro, de que dependemos unos de otros, desborda, con mucho, una sociedad del riesgo basada en la autodefensa o en la simple exigencia de inmunidad. Si buscamos inmunidad, los demás sólo pueden ser enemigos o aliados interesados y coyunturales frente al enemigo, de manera que hay que activar las salidas en clave securitaria y/o utilitaristas. Sacrificar derechos propios y ajenos, o las vidas que menos ‘valen’ (en este caso, las de personas mayores o enfermos) podría concebirse como un mal necesario.
Quienes han apelado al darwinismo social en esta crisis, que no han sido pocos, están situados en la tesis del pánico. Las alusiones a la guerra, los ciudadanos-soldados, la heroicidad vinculada a la disciplina, las pretensiones sancionatorias ilimitadas, el refuerzo de las fronteras, los repliegues nacionalistas de quienes se piensan mejores o mejor preparados… Todas estas respuestas son retrocesos morales y políticos que no nos podemos permitir.
5. El nacionalismo excluyente ni puede sustituir a los procesos globalizadores, ni sería, en su caso, un buen sustituto. Si algo ha demostrado el coronavirus es que la globalización neoliberal y mercatoria genera males que pueden devorarnos. Se suponía que esto ya lo sabíamos: llevamos décadas denunciando la crisis socioecológica y los terribles efectos de los Tratados de Libre Comercio. Aunque la mayoría de los daños sociales y ambientales que hemos provocado se han logrado externalizar (de los vertederos de basura tecnológica a la represión en las fronteras), sabíamos también que se acababan los afuera, que se reducían los márgenes y aumentaban sus víctimas… pero hemos sido reticentes al aprendizaje y tardíos en la reacción. Ahora el tsunami está arrasando también nuestras zonas de confort y hasta el cuartel de invierno.
El coronavirus ha dejado todo esto al desnudo, y nos ha enseñado también que buena parte de estos problemas los han provocado los Estados-nación, por exceso o por defecto. Hacen falta diferentes instancias coordinadas, infra y supraestatales, que se repartan las competencias para gestionar la vida, y la obcecación estatalista es profundamente ineficiente y estéril; no porque no valga para nada sino porque no vale ni puede valer para todo.
La verdad es que nadie tiene claro a qué nos enfrentamos. Quienes nos sentíamos seguros descubrimos ahora que nunca lo estuvimos y que no lo estamos. En estos extraños tiempos, vivimos con desasosiego y angustia la vida a la que hemos condenado a los “otros”. La enfermedad, el arrebato de la muerte, el encierro, la represión, el aislamiento… han sido la pauta vital de todos aquellos a los que hemos negado el asilo y el refugio, de un buen número de mujeres violentadas y oprimidas, de niños y niñas explotadxs, de ciudadanos de Estados fallidos sometidos a las condiciones draconianas del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial. Sumado todo ello, a menudo, a la ausencia de agua o de soberanía alimentaria por una crisis climática de la que somos responsables; a la acción devastadora de nuestras multinacionales; a la (re)presión de los ejércitos “internacionales” y a los conflictos bélicos que hemos provocado y/o de los que nos beneficiamos.
Ahora que el 20% rico del planeta se parece mucho más al 80% restante, no se trata de salir adelante tirando de nuestros propios cabellos, como el barón de Münchhausen; ni eliminando vidas ‘prescindibles’ para salvar las nuestras porque, entre otras cosas, es el virus el que las selecciona y está dentro de nosotros. Ahora se trata de comprender que solo podemos salvarnos o hundirnos todos. El mundo se ha parado porque no hemos querido pararlo nosotros. Ha sido una mano invisible la que nos ha dado el alto activando nuestros frenos de emergencia, pero sigue estando en nuestra mano aprovechar la parada para que cada quien asuma sus responsabilidades. Lo que hemos perdido en el camino ha sido ya demasiado, pero estamos a tiempo de evitar que las pérdidas sean aún mayores.
¿De un presente sin sentido a un futuro nada esperanzador?
24/04/2020
Sisenando García-Tenorio Ronda
Jubilado
Decía Walter Benjamin que el capitalismo no era solo, como afirmaba Weber, una secularización de la fe protestante, sino esencialmente un fenómeno religioso que se desarrolla como parásito a partir del cristianismo, como religión de la modernidad. Ahora, cansado de intentar destruir el Estado como vector coadyuvante de las clases pobres, el capitalismo opta por comprarlo y ponerlo a su servicio con todas sus herramientas disponibles. La competencia puede generar progreso, pero sin regulaciones por parte del Estado no se da en igualdad de condiciones. Samuelson se fue por el desagüe de la irracionalidad.
Bajo el mantra del (neo)liberalismo lo que subyace es un parasitismo absoluto de las rentas que generan las clases «currantes» por parte del gran capital, en connivencia con sus empleados, la clase política. Como supeditación, desde siempre, de los electos que se ponen claramente al servicio de los no electos y que ya sabemos quiénes son. Es el gran nicho que queda por explotar al capital, el de las rentas del trabajo, reducir salarios en aras de incrementar la productividad. Así el mercado se satura, los productos van cada vez más a la baja y la renta disponible se reduce al mismo ritmo que los salarios.
Explicar las consecuencias de todo esto está de más. Y en esas estábamos. Pero de la noche a la mañana nos llega algo desconocido hasta ahora para nosotros. Una pandemia que tiene por nombre COVID-19 va a poner patas arriba, está por ver hasta qué punto, todo el engranaje de las estructuras del capital. Y evidenciará lo que la lucha de clases no había conseguido mostrar: todas las deficiencias y fallas de nuestra civilización (sistema de salud pública, hacinamiento urbano, compulsión por consumir de forma incontrolada y neurótica, etcétera). También quedan en evidencia las órdenes de confinamiento dadas por las autoridades y los múltiples problemas que están generando en grandes sectores poblacionales, a causa de las deficientes condiciones de los hogares o habitaciones en los que viven, si es que no tienen la desgracia de malvivir en la calle y no poder permitirse el lujo de quedar confinados en una casa. Lo primero es comer y hay personas que no pueden estar confinadas, a pesar del alto riesgo que comporta que salgan a la calle.
A pesar de la magnitud de esta tragedia, vemos cómo en Europa, con casi 500 millones de seres humanos, se sigue sin llegar a acuerdo alguno sobre cómo gestionar la crisis. Una crisis no sólo ya sanitaria, sino que está convirtiéndose en una crisis económica y social de dimensiones descomunales, por sus imbricaciones y su multidireccionalidad. De otro lado, China, en la lucha por la hegemonía con EEUU, parece haber hecho los deberes para erradicar o, al menos, mantener bajo control el COVID-19 y manda mensajes al mundo (capitalista), desde una posición moral, en forma de contribución o «regalos» de insumos a buena parte del planeta, que incluye a EEUU. Un país comunista, aunque solo sea en lo político, ayudando a Occidente a salvarse. Además de una osadía, es vivir para ver. China que no amenaza a nadie en el plano militar, aunque bien es sabido, todo sea dicho de paso, de su represión en el Tíbet, un conflicto regional que urge acabar con él, pero esto es otra historia.
La irrupción del COVID-19 nos ofrece la visión momentánea de que EEUU tan sólo aparenta ser más fuerte por tener a Rambo, Chuck Norris o Arnold Schwarzenegger. Aunque cuenten con Hollywood, éste va a tener que esforzarse mucho más a partir de ahora.
El COVID-19 va a dejar un reguero de muertes que, en el imaginario colectivo, va a perdurar durante mucho tiempo. Mientras tanto, en la sociedad de la opulencia, el COVID parece tener más fijación por las clases más deprimidas y por las naciones o estados donde los derechos laborales, amén de otros muchos, se han visto mermados. El precariado junto con el trabajo informal y sumergido ha dejado a millones de personas a la intemperie, con condiciones sanitarias muy deterioradas que agravan su desprotección y vulnerabilidad frente al COVID, que se va a cebar en su ataque a los sectores más vulnerables.
Todos sufrimos la pandemia, pero los sectores empobrecidos (la mayoría) aún más, porque arriesgarán su salud antes que morir de hambre y quedarán expuestos a su suerte. Lo que para muchos de nosotros es un privilegio, quedarnos en casa, para otros es misión imposible. La situación de precariedad, insisto, el estado de los servicios de salud, la falta de previsión o la no organización social de defensa de los sectores vulnerables afectados por los recortes son consecuencia de la voracidad innata del capitalismo. La aparición de la pandemia revela nuestra fragilidad y ha provocado que despertemos de esta especie de sueño que nos había provocado el capitalismo y que nos mantenía en una especie de zona de confort imposible de ser vulnerada.
Todos estamos asustados, no solo por este presente de muerte, sino por un futuro del que no sabemos tan siquiera si será aterrador, aunque presiento que no podrá ser de otra manera. Hace no mucho, unos abuelos me preguntaban qué iba a ser de ellos y por qué se les hacía esto; sinceramente, no supe darles una respuesta. Si los pobres tienen miedo, los ricos deberían tener aún más, ya que dejaron la sanidad convertida en mercancía y tendrían que temer la reacción de unas clases bajas organizadas y dispuestas a decir basta ya a todo este sin sentido. Pero de la misma manera que hay mucho miedo, también se abre una ventana de posibilidades, quizá, en beneficio de unos y en detrimento de otros, aunque aquí no debiera ser así. Todo dependerá del grado de compromiso y acuerdos que se puedan alcanzar. Ya se verá.
¿Y la era pos-COVID-19? Cómo atrevernos tan siquiera a insinuar qué pasará. Si el capitalismo sigue su curso, cabe suponer que los combustibles fósiles seguirán, igualmente, el suyo. ¿Cómo seguirá afectándonos las destrucciones de los ecosistemas? ¿Podremos o seremos capaces de parar esa destrucción y ofrecer soluciones a la crisis climática? ¿Dejaremos de externalizar producciones para que sean los países de destino de las mismas los que asuman sus mayores sus impactos y sufran con mayor virulencia sus consecuencias? Aunque creo que deslocalizaciones y externalizaciones pueden menguar en un corto plazo, sus consecuencias seguirán notándose en terceros países.
¿Seguiremos con tanta desigualdad social, o afrontaremos esta lacra, mal de tantas cosas? ¿Será sustituido el PIB por un PIF? Mantengamos uno u otro medidor del crecimiento económico, ¿seremos capaces de que éste sea más equitativo? ¿Cómo van a estar los Estados y Naciones en disposición de velar por sus ciudadanos, para que puedan llevar una vida digna y con unos mínimos de calidad en su quehacer diario, con la que se avecina por el cierre de miles de empresas que ya no podrán reabrir sus puertas? ¿Cómo vamos a conseguir volver a la normalidad en un escenario que ya no se antoja nada normal?
Parafraseando a Castells: «No es que vaya a ser el fin del mundo, pero sí de este mundo». Añadiría lo siguiente, no es que vaya a ser el fin del capitalismo, eso está por ver, pero sí, al menos, se modificarán algunas de sus conductas. Ahora toca centrarse en erradicar la pandemia, sin vida nada es posible y habrán de hacerse sacrificios por el bien de todos. Por tanto, la economía ha de quedar relegada a un segundo plano porque, de igual manera, sin vida tampoco puede haber economía.
En ese escenario post-COVID se trataría de intentar avanzar hacia otro tipo de economía, llámese como se llame, verde, ecológica o regenerativa, mucho más equitativa y en la que se priorice la salud pública de calidad. En la que los trabajadores dispongan de ayudas en forma de Rentas Básicas o como quieran denominarlas. Una economía compatible con el respeto absoluto por los derechos democráticos y con la lucha contra el cambio climático y por la biodiversidad. Necesitamos abordar todas estas cuestiones y otras que se presentarán por el camino, porque de ellas depende en buena medida nuestro futuro. Hay que liberar al mundo de la incertidumbre y el miedo a los que son sometidos millones de seres humanos; un miedo determinado por la búsqueda de una subsistencia que nos obliga a la esclavitud del empleo en su peor expresión y que, en caso de perderlo, nos impide atender nuestras necesidades básicas.
En definitiva, la cuestión hay que centrarla en sustituir el modelo de producción o el modo en que vivimos por otros de carácter más humano. El nombre sería lo de menos.
Como no he querido empezar por las palabras de David Rockefeller, para no espantar a nadie, las planteo al final: «Estamos al borde de una transformación global. Todo lo que necesitamos es una gran crisis y las naciones aceptarán el Nuevo Orden Mundial». Nada como seres humanos debería producirnos tanta satisfacción como que ese Nuevo Orden Mundial que defendía D. Rockefeller no tuviera lugar nunca, porque de implantarse aniquilaría a todos los seres vivos.
Solidaridad desde la soledad: elogio de los aplausos
22/04/2020
Luís Miguel Sáenz
Coeditor de la revista Trasversales, colabora con un colectivo social de lucha contra la pobreza y la exclusión de Madrid.
1. Creo que ante la pandemia global el distanciamiento físico es necesario. No asumo las restricciones de movimientos y encuentros por obediencia sino por convencimiento de que son necesarias. Estar en contra de todo lo que diga o haga un gobierno es tan equivocado como pensar que algún gobierno puede representarnos. Ahora bien, aislarnos físicamente no es recluirnos en la «vida privada» mientras unos pocos deciden todo. Las clases populares conocemos mejor lo que ocurre que los que viven en palacios, mansiones y urbanizaciones de lujo. Tenemos que ser sujetos activos. Ya lo hacen quienes siguen trabajando en condiciones muy difíciles para proteger nuestras vidas, pero la forma de agradecérselo es actuar también en los ámbitos que podamos.
2. ¿Podemos hacer algo en el aislamiento, sin reunirnos, «asamblearnos», manifestarnos? Sí, se puede. Somos capaces de crear e inventar para construir solidaridad desde la soledad, comunión social en el distanciamiento. Lo hicieron en Mercedes Benz Vitoria o Konecta TBO Madrid defendiendo su derecho a protegerse; las y los trabajadores de hospitales o residencias que nos explican las condiciones en que están trabajando y en las que nos están cuidando, no para que les pongamos en un santoral sino para que exijamos que se cambien; las redes vecinales creadas en los barrios para llevar la «compra» o medicinas a quienes no pueden salir de casa, y las redes de apoyo mutuo que aún siguen compartiendo y distribuyendo alimentos ante la inacción de las instituciones y el cierre de la atención presencial en casi todos los servicios sociales. Lo hacen los colectivos sociales que mantienen su actividad y presionan a favor de una renta básica de cuarentena, de la suspensión del pago de alquileres para quienes no puedan pagar y de un plan de choque social de emergencia, lo que va dando frutos -y es peligroso no darse cuenta- aunque con retraso respecto a la presión social y a las propias necesidades a satisfacer, y también es peligroso pensar o decir que «nadie se quedará atrás» porque se están quedando atrás cientos de miles, millones de personas.
3. También está ahí la acción más masiva: los aplausos de las ocho. Momento de fuga del aislamiento, momento parcial y corto pero tenaz, que evita que la distancia física se convierta en distancia «moral» y nos da aire para una soledad solidaria. Le doy una importancia extraordinaria. Es el cimiento para que «el pueblo de abajo» nos reconozcamos cada día en nosotr@s mismas y no en las comparecencias gubernamentales diarias o, menos aún, en el detestable comportamiento de los actuales dirigentes del PP y de los de Vox.
Es el cimiento para que podamos reencontrarnos cuando acabe la pandemia, para que podamos organizarnos y asociarnos y afrontar las muy malas consecuencias sociales que va a tener todo esto, para que entendamos mejor quienes somos y por qué en estos momentos en que tanto se habla de «todos unidos» resulta que, aunque la pandemia es una amenaza para toda la especie humana y hay muertes y contagios en toda la escala social, los riesgos sufridos y las condiciones del aislamiento no son iguales sino que dependen del lugar que ocupamos en la jerarquía y la estructura social. No digo que sea seguro que sobre ese cimiento seamos capaces de construir algo, ni que sea fácil, sólo que es una oportunidad que podremos aprovechar o desaprovechar.
4. Vivo en un pequeño callejón de una zona popular de Madrid, fronteriza con zona rica. Allí vivimos personas en vulnerabilidad social (bastantes), jubiladas (como yo), trabajadoras y trabajadores de profesiones muy diversas (en construcción o metal, hostelería, profesorado, cajeras, etc.) así como autónomos de oficios diversos y comerciantes de barrio. Un popurrí de «clases populares». Hay un porcentaje alto de población de origen inmigrante, sobre todo latina. Nuestra sección electoral vota mayoritariamente «izquierda», dándose el raro hecho de que en ella la «izquierda» obtuvo más votos en las últimas elecciones (la bis) que en las anteriores, a causa de que Más Madrid obtuvo más votos que los perdidos por UP, con un PSOE manteniéndose. Vox no creció, perdió algunos votos, lo que también fue anómalo.
La historia de los últimos cinco o seis años en nuestra calle es complicada. Durante unos 3 años hubo graves tensiones intervecinales, no llegaron a tener expresiones violentas aunque algunas amenazas, acosos e insultos hubo. Llegados a ese punto, se formó un grupo de trabajo por la convivencia, con resultado positivo tras un par de años de actividad constructiva. Los conflictos más extremos han desaparecido desde hace más de dos años y la situación se normalizó bastante. Sin embargo, las viejas heridas no estaban cicatrizadas, la inquietud seguía presente y se mantenían desconfianzas.
El aplauso de las ocho se ha convertido en una de las experiencias más emotivas por las que he pasado. Cada vez salimos más y más vecinas y vecinos. Los aplausos, acompañados desde un par de pisos por el Resistiré del Dúo Dinámico, son cada vez más intensos. No importa el origen, las viejas desconfianzas se van disolviendo. Durante bastantes días apenas nos veíamos a bulto, pero con el cambio de hora nos vemos las caras y hemos empezado a saludarnos con quienes están en el edificio de enfrente o al lado, a despedirnos al terminar, a decirnos «cuidaros». Con alguna de las personas con las que me saludo desde lejos tengo que haberme cruzado montones de veces en la calle, sin saludarnos ni reconocernos, no volverá a pasar. Creo que el día del reencuentro, del fin del aislamiento, si bajamos a esa misma hora a la calle a aplaudirnos, puede ser muy emocionante y marcar un nuevo tiempo. ¿Podría ser el abrazo, al menos simbólico, de las ocho?
5. Algunas de las personas que me son cercanas dicen que sobrevaloro los aplausos, que estuvieron bien pero que han sido recuperados por el sistema, quitándoles su carácter popular y crítico, sometiéndolos al «Ahora debemos dejar de lado nuestras diferencias» que nos soltó Felipe de Borbón, heredero de Juan Carlos de Borbón, el que regaló a una amistad suya 65 millones de euros de turbio origen (más que los ingresos brutos anuales totales de más de 5.000 trabajadores a salario mínimo y, según dicen, más que lo que habrían costado 4.000 respiradores para UCI, aunque no tengo información directa del precio de éstos en el mercado).
En su crítica al mensaje real y al intento de recuperación de los aplausos desde las élites y el sistema tienen razón mis amistades, y con ellas digo «Salud y República» aunque mi horizonte es libertario y sin Estado. Qué más quisiéramos que se dejasen de lado las diferencias; qué más quisiéramos que fueran iguales todas las personas contagiadas a las que se les dice que se aíslen en su propio domicilio durante un tiempo con la correcta indicación técnico-sanitaria de que «Las condiciones de la vivienda deben permitir el aislamiento del paciente en una estancia bien ventilada y, si es posible, la disponibilidad de un baño propio» (Procedimiento de actuación frente a casos de infección por el nuevo coronavirus, Ministerio de Sanidad). Iguales, simplemente, en cuanto a poder cumplir esa instrucción.
La realidad es que muchísimas personas no han podido ni podrán tener estancia propia y contagiarán a sus familiares salvo que se les facilite un alojamiento provisional en el que poder aislarse (ay, ya no nos mofamos tanto de las «arcas de Noé» chinas). La realidad es que no son las clases populares las que nos empeñamos en diferenciarnos, es el sistema social, la clase que nos asigna, lo que nos diferencia. Si Felipe de Borbón visita protocolariamente muy brevemente un hospital de campaña, lo que es una pérdida de tiempo para mucha gente que tiene que recibirle, lo hace con una mascarilla, pero el personal sanitario de primera fila nos ha dicho ya muchas veces que con frecuencia carecen de ellas y tienen que inventarse «sucedáneos» muy poco seguros, y a una vecina mía ni le dieron mascarillas -por no tenerlas- cuando le dijeron que en el hospital no podía seguir su madre, con casi 90 años y con Covid 19, y tuvo que llevársela a su casa, pese a que su madre requiere ayuda directa y contacto físico para poder moverse y la vivienda no está acondicionada para dos estancias. Ellos, ricos y poderosos, esas familias que pueden regalar millones de euros a quienes no los necesitan, dicen «dejemos de lado las diferencias», pero nosotras y nosotros queremos y necesitamos, de momento, que las diferencias sociales se reduzcan, que se reconozcan, no que se ignoren. No pedimos mucho, queremos que toda la población afectada disponga de las condiciones necesarias para hacer el aislamiento en las condiciones que el Ministerio de Sanidad dice que tiene que hacerse. Qué poco parece y qué revolucionario es, más que pedir la «nacionalización» de la banca.
Pero se equivocan mis amistades citadas al no darse cuenta de que la operación de recuperación de los aplausos es una operación fallida. Los aplausos no han sido recuperados. Los elogios de la «alta sociedad» a los aplausos valen tanto como la perorata «tenemos una Sanidad excelente» en boca de quienes, como los sucesivos gobiernos de la Comunidad de Madrid, se han dedicado a desmantelarla. Ellos no controlan ese movimiento. Le temen. Y hacen bien porque es un movimiento de reafirmación popular, de identificación con quienes son nuestra vanguardia social hoy, las trabajadoras y trabajadores de la Sanidad en primer lugar, pero no sólo. Es nuestra movilización. El significado espontáneo del aplauso es solidaridad, defensa de la sanidad pública, justicia social para enfrentar al virus y salir de la pandemia.
6. Por esa misma razón me parece muy peligrosa, por la confusión y división que puede crear, la manía de defender tales o cuales consignas o reivindicaciones «calcando» la iniciativa de los aplausos, propagando una y otra vez convocatorias similares a diversas horas, o tratando de «desbordar» los aplausos con consignas explícitas. Los aplausos funcionan bien y unen. Cada cual puede poner en su ventana o balcón carteles o pancartas con el lema que quiera. Pero para luchas específicas, por tal o cual medida urgente, que las estamos dando y que son necesarias, deberíamos esforzarnos, y se hace, en seguir inventando, creando otras maneras de actuar, ampliar el abanico, no convertir los aplausos o caceroladas a tal o cual hora en una panacea válida para todo.
7. Me parece que estas tendencias a considerar que los aplausos han sido «asimilados» por el sistema o a «desbordarlos» dan prioridad en el momento actual a la «diferenciación» respecto a la derecha, o a las élites, o a las instituciones o a lo que sea. En cierto modo, se repiten discursos «antiderecha» o «antisistema» iguales a otros que ya había cuando no había pandemia. Pero la pandemia es un acontecimiento que afecta decisivamente a nuestras vidas y a lo social y no puede ser una «excusa» para seguir con lo de siempre, por justo que fuera y sea, necesariamente ella y sus consecuencias serán, por bastante tiempo, el eje en torno al que se recompondrán luchas, alianzas, propuestas, fuerzas, etc.
En mi opinión lo prioritario ahora no es la diferenciación sino la identificación entre las clases populares por serlo, y el sólo hecho de avanzar en ella comporta una diferenciación embrionaria respecto a las élites. Desde hace tiempo pienso que el gran peligro «moral» que afrontan las clases populares en las condiciones de incertidumbre sobre el destino del régimen de dominación vigente en España no es su «integración» por el sistema sino la liquidación de los vínculos internos a las clases populares, hasta el punto de que, perdida la esperanza en poder hacer frente a las élites y al sistema del que emergen, se desaten desconfianzas y choques abiertos entre franjas de la clase trabajadora y de sectores populares. Eso no sólo es un riesgo teórico, ya antes de la pandemia había propensiones hacia ello, en tensión con propensiones hacia la solidaridad. Ahora también están presentes esas tendencias, la solidaria, expresada en los aplausos y otras actividades y comportamientos, y la de fragmentación popular. Pero los aplausos de las ocho son la forma de expresión hoy más potente, por extendida y asequible, de la tendencia hacia la solidaridad y el reencuentro. Sólo por detrás, claro, del combate por la vida que lleva a el cabo personal sanitario que, en muchos casos, lleva años con contratos por días y otras formas de precariedad.
Lo que ocurre en estos días y lo que ocurra en los meses siguientes al fin del régimen de aislamiento puede resultar decisivo para que unas u otras propensiones ganen fuerza frente a las otras. Y eso es lo decisivo ahora, sin retórica política, sin preocupaciones electoralistas, sobre la base de los programas mínimos de emergencia que se están expresando a partir de los problemas sociales más urgentes, desde la exigencia de equipos de protección para las trabajadoras y trabajadores del sistema sanitario y otros servicios esenciales hasta una renta básica de emergencia imprescindible para la población que ha perdido hasta la posibilidad de obtener ingresos y que no está contemplada en las medidas sociales tomadas hasta ahora por el gobierno PSOE-UP. Fomentando la organización y la asociación popular, sin capitular a un sistema del que estamos viendo de nuevo una de sus caras más horribles pero también sin «revolucionarismos» académicos que parecen olvidar que inevitablemente las respuestas a esta pandemia mientras dure y el inicio de la resistencia a sus consecuencias sociales van a tener lugar dentro del capitalismo y que nuestras reivindicaciones más urgentes se expresarán, guste o no, en ese marco, no por medio de propuestas imposibles de llevar a cabo mientras las clases populares no alcancemos un nivel de organización, asociación y apoyo mutuo muy superior al actual. En la vida real lo que se confrontan no son «programas» o modelos sociales académicos, sino fuerzas sociales.
Lo que está ocurriendo es una tragedia, es muerte, enfermedad, pobreza y desempleo. Sería mucho mejor que no hubiese ocurrido. Pero ha ocurrido y nos da, a través de acciones que unen y de reivindicaciones urgentes y creíbles, la oportunidad de mejorar las condiciones para estrechar lazos entre la gente común. Hay que ir más lejos, pero sobre esa base de comunión social, sin despreciarla. Si en mi calle salen a aplaudir vecinos que votaron al PP, ¡mejor aún! Lo que hoy domina en los aplausos es la solidaridad y la empatía ante un riesgo común; me he dado cuenta de que, cada vez más, al aplaudir no sólo aplaudimos a quienes sostienen el sistema sanitario o a las cajeras del super, sino que ya aplaudimos también a nuestras vecinas y vecinos, de hecho, desde que nos vemos las caras, hacemos el movimiento físico de girarnos hacia tal o cual ventana para transmitir nuestro aplauso.
8. Ese vínculo «moral», como humanidad y como clases populares, es tanto la base para luchar por lo inmediato como para ir más allá, pero no como «desbordamiento» de una acción espontánea inducido por grupos supuestamente «concienciados» y que se dedican a decir cosas como «ahora mucho aplauso a la Sanidad pero bien que votaste al PP», frase propia de quienes prefieren tener razón frente al mundo a que crezca el mundo que comparte tus razones y que, no lo olvidemos, puede enseñarnos otras razones que no habíamos tenido en cuenta.
Ese ir «más allá» debe ser un avance colectivo, creando caminos, hoy a partir de sumar fuerzas en torno a los programas mínimos de emergencia sanitaria y social, mañana avanzando en el asociacionismo popular y solidario, el sindicalismo social y laboral, pasado mañana explorando cómo salir de este capitalismo que no responde a las necesidades humanas porque su lógica es la acumulación indefinida del capital aunque eso lleve a la insostenibilidad ambiental o a obstruir el desarrollo cada vez más necesario de sistemas sanitarios territoriales dignos articulados en un sistema sanitario mundial, y uno europeo podía ser un primer paso, en el que cuando estalle una pandemia y se necesiten miles y miles de ventiladores la consecuencia no sea la subida brutal de su precio y la especulación sino la distribución de los que hay según las necesidades y la suma de fuerzas para construir más, o la colaboración para encontrar vacunas en vez de pelear por la patente.
El capitalismo es presentado como una forma «natural», pero no lo es, es más propio de lo humano combatir colaborativamente un riesgo común que buscar el negocio de pocos a costa de la muerte de muchas personas. Lo que ocurre es que «lo humano» está distorsionado por las jerarquías, por las dominaciones y por las desigualdades; en nuestro mundo, podríamos decir que distorsionado por el patriarcado y por el capitalismo.
Ignoro cómo funcionaría una sociedad humana así, desjerarquizada. Lo decidirán quienes la construyan, si llega. La llamaría sin complejos socialismo o comunismo, si no fuese porque esos nombres han sido usados para cometer todo tipo de infamias, para sostener el inhumano orden existente o para poner en pie experimentos brutalmente totalitarios y estatalistas que no han sido mejores que lo que decían iban a sustituir. En todo caso, un mundo libertario, igualitario y solidario. No lo veré, lo sé, pero, junto a lo inmediato de las luchas sociales por mejorar las cosas y crear asociación, ese horizonte me inspira mucho más que las fórmulas «revolucionaristas» que tratan de conseguir dentro del capitalismo cosas imposibles en el capitalismo.
Acuerdos necesarios
21/04/2020
Javier Aristu
Coordina la revista digital de reflexión social Pasos a la Izquierda y el blog de opinión En Campo Abierto
Nadie es capaz de predecir lo que va a ocurrir tras esta pandemia, cuando seamos ya capaces de, al menos, controlarla o mantenerla a raya. Ni economistas, sociólogos, politólogos ni cualquier otro científico social son capaces de pronosticar cómo vamos a vivir y cómo nos vamos a relacionar en un próximo futuro. Aunque parece bastante claro que algo o mucho va a cambiar, no sabemos a qué nivel ni en qué proporción puesto que la hondura con que está penetrando este fenómeno pandémico en los entresijos de nuestro modelo civilizatorio son incalculables e inapreciables todavía. Simplemente, nos estamos acercando a un todavía muy escaso nivel de certeza.
La experiencia histórica nos enseña que las sociedades generalmente han salido de sus momentos de crisis cruciales con innovaciones y modificaciones significativas respecto a la fase anterior. Hay, sin embargo, dos ejemplos contradictorios que muestran que la capacidad de elegir del humano es determinante muchas veces.
Fijémonos en dos momentos esenciales en la vida de dos sociedades contemporáneas y que vivieron experiencias similares en el mismo decenio: España y Gran Bretaña. Cada uno de esos países transitó por una experiencia bélica muy destructora; España pasó por una de guerra civil con más de 300.000 muertos, y Gran Bretaña por una guerra convencional contra el enemigo exterior, con un saldo de más de un millón de militares muertos entre sus dos conflictos del siglo XX. Sin embargo, cada uno de esos países salió de la crisis de forma muy diferente. España, con la dictadura de Franco, ofrece el lado más negativo, cual es el de la profundización en la división y el enfrentamiento entre los propios españoles, los vencidos y los vencedores según la política oficial de los años 40 y 50. El Reino Unido, por el contrario, resurge de los desastres de la guerra con una idea de reunificación nacional a partir de un proyecto de estado de bienestar, lo que suponía, sobre todo, reducir la brecha de desigualdad existente en aquella sociedad británica y alcanzar un estadio de satisfacción de las necesidades sociales. En resumen, de los momentos de crisis históricas se puede salir con políticas de unidad, en su más amplio y general sentido, o con políticas de división y enfrentamiento.
La actual crisis sanitaria de COVID-19 y la previsible crisis económica y social que acarrea, está generando en todo el mundo respuestas de los dos tipos. Si miramos al país más afectado de momento por el coronavirus, los Estados Unidos, lo que está planteando Trump es claramente una política de enfrentamiento entre los propios norteamericanos (no hablo ya de la estrategia de enfrentamiento contra “el enemigo China”). Su irresponsable llamamiento a que los ciudadanos de Minnesota, Wisconsin, Texas y otros estados se manifiesten contra las propias autoridades de esos territorios con el lema «No se puede cerrar América» es una muestra de su política de división y tierra quemada. Lo mismo podemos decir de esas políticas tildadas de nacionalistas en Polonia o Hungría pero que se basan en el estigma del disidente, del discrepante del poder oficial. Todo ello nos indica que no es difícil concebir una salida dura y agresiva a esta crisis global.
Dos figuras representativas de la cultura y del pensamiento avanzado actuales como son Amartya Sen y Arundhaty Roy, los dos hindúes, han propuesto con pocos días de diferencia unas reflexiones sobre el momento actual que deberíamos atender con especial interés. Ambos, a partir de la desgraciada experiencia en la India, que muestran la actitud y el estilo de gobierno del actual primer ministro Modi, indican la necesidad de una salida positiva, progresista a la actual crisis. Roy nos habla de escenas bíblicas, terribles, de cientos de miles, millones de personas en ese inmenso y poblado país, trashumando de un lugar a otro de la India, tratando de salvar la vida, el trabajo, la familia, y con un gobierno sordo y ciego ante ese inmenso dolor social. Sin embargo, la narradora hindú nos transmite un mensaje optimista: «Históricamente, las pandemias han obligado a los humanos a romper con el pasado e imaginar su mundo de nuevo. Este no es diferente. Es un portal, una puerta de enlace entre un mundo y el siguiente».
Amartya Sen circula por la misma senda. Fijándose en ese ejemplo al que yo aludía antes, el de la Inglaterra de 1945, Sen describe cómo la forma y perspectiva con la que se afrontó la posguerra por parte de la dirección política británica ayudó a resolver problemas estructurales de aquella sociedad: el hambre, la salubridad, la vivienda, la salud, entre otras cosas. Hoy no está asegurado que esa es la salida prevista; asistimos –nos dice el economista y pensador– a un exceso de autoritarismos, intolerancias, dictaduras de pensamiento y de acción política. La salida dura es posible… pero hay que luchar por una salida democrática y socialmente redistributiva de los costos de esta crisis: «Una preocupación por la equidad en la gestión de crisis reduciría el sufrimiento en muchos países ahora y ofrecería nuevas ideas para inspirarnos a construir un mundo menos desigual en el futuro».
Bien, llegamos ya al final y al motivo inicial de esta breve reflexión: ¿Cómo debemos afrontar los españoles esta crisis? ¿Cuál debe ser la mirada con la que encaucemos los retos que vienen a partir de ahora? Las dos perspectivas siguen en pie, mirándose una a la otra: o bien un camino de convergencia de esfuerzos, de cohesión de energías tratando de unir lo que se puede unir y dejando subordinadas o provisionalmente marginadas las posiciones divergentes; o bien un camino de enfrentamiento y tensión política y social que acelere, según sus proponentes, el clima factible para un cambio de gobierno o de situación política. Que cada uno de los lectores ponga los nombres y las siglas en cada mirada.
La realidad nos está marcando el paso: la pérdida en vidas humanas y en afectados nos habla de los déficits de nuestros sistemas de salud y de seguridad; los datos y sus intérpretes más avezados nos visualizan el terreno de devastación económica que no tiene precedentes en la historia reciente de España; las consecuencias sociales, vitales y morales que van a expandirse por toda la sociedad (por toda, por encima de nacionalidades, regiones, provincias y demás “territorios identitarios”) nos muestran un escenario nada optimista.
Desde el comienzo de esta crisis desconocida y brutal en España he mantenido dos afirmaciones: una, que este gobierno, legítimo y legal, no dispone del soporte de fuerzas suficiente para afrontar una estrategia y política de reconstrucción como la que habrá que adoptar en el inmediato futuro; y dos, que la oposición de las derechas no es capaz de proyectar una alternativa de país ni de gobierno en este momento. ¿Estamos de nuevo ante una correlación de debilidades, fórmula vazquezmontalbiana tan recurrida cuando se habla de los Pactos de la Moncloa y la Transición? La actual distribución de fuerzas, la actual correlación de fuerzas parlamentarias, nos lleva a pensar en la necesidad de alcanzar unos mínimos, o máximos, acuerdos económicos que sean capaces de sentar unas bases de reconstrucción económica (empresas perdidas, reconvertidas, que habrá que volver a relanzar o transformar), de reconstrucción social (desempleados, autónomos sin negocio, pequeños empresarios sin ingresos, etc.) y de reconstrucción como país, donde se redefinan las palancas territoriales, la relación entre Estado y Autonomías. Y para todo ello, así lo veo yo, o se alcanzan acuerdos entre fuerzas políticas contradictorias o no habrá fuelle para sacarlos adelante. Otra cosa es si miramos hacia el territorio más social, el que protagonizan empresarios y sindicatos. Aquí sí veo yo terreno abonado e inteligencia social acumulada. Son ya muchos años que patronal y sindicatos vienen pactando –con dificultades, con reservas, con encontronazos y con profundas contradicciones– muchas de las intervenciones que luego se ven materializadas en los contratos y en la vida económica de cada individuo. Por decirlo de forma inteligible: hay un intelecto social incorporado ya a los ámbitos de interlocución que permite encontrar un terreno real de negociación. La política, por el contrario, se ha trasformado en España en un terreno más propio de Juego de tronos. Y eso no aporta nada bueno a los intereses generales del país.
Por eso me parece decisivo y fundamental la mirada hacia y desde Europa. A Europa, a sus instituciones, se le critica mucho, se le acusa con adjetivos muy potentes de no hacer nada por los europeos. Pues bien, en lo que llevamos de crisis –dos meses– las instituciones europeas son las que han respondido a las necesidades de financiación para enfrentarnos con las masivas y tremendas hipotecas sociales que nos está dejando la COVID-19. En el día que escribo este artículo no se puede predecir qué va a pasar en las próximas semanas, pero sí constatar lo que se ha hecho hasta el día actual desde esas instituciones. En Europa sí se han alcanzado acuerdos entre voces discordantes y fuerzas políticas divergentes. Era obligado hacerlo para salir del agujero; y se ha salido. Ahora queda que en España se tomen las lecciones europeas, y las fuerzas políticas, del gobierno y de la oposición, sean capaces de alcanzar esos mínimos acordados capaces de convertir las ideas y las palabras en instrumentos políticos de intervención sobre una realidad tan espantosa como a la que nos enfrentamos.
Sobre la crisis actual y la Unión Europea
20/04/2020
Carlos Javier Bugallo Salomón
Doctorando en Comunicación e Interculturalidad en la Universidad de Valencia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía. Licenciado en Geografía e Historia.
Centraré mi breve intervención en un tema que está suscitando mucha atención: el de la respuesta que las instituciones políticas de la Unión Europea están dando a la brutal crisis sanitaria, económica y social que estamos viviendo, y de cómo evolucionará esta respuesta.
Los historiadores y los economistas, a la hora de hacer predicciones, se basan en un principio sencillo pero útil: el pasado es el mejor predictor del futuro. En efecto, la forma en que la Unión Europea afrontó el problema de la deuda europea (en el año 2010) y la crisis de los refugiados (en 2015) hacía prever la torpeza y la insolidaridad que ha demostrado en la crisis presente. Por lo tanto, inicialmente, no hay espacio ni para la sorpresa ni para la desilusión.
En el debate “Otra Europa”, promovido también por Espacio Público en 2014, escribí lo siguiente: …como ha señalado un agudo periodista, el lema de la Unión Europea, ‘Unidos en la diversidad’, en realidad esconde este otro más cínico: Desunidos en la adversidad. Sería pues un grave error no atender la advertencia de Federico Engels, de que no hay que confundir ‘la confraternización de las naciones’ con ‘el cosmopolitismo hipócrita y egoísta del libre cambio’.
Quiero advertir al lector de que he utilizado la palabra “inicialmente”, porque la forma en la que responderá la Unión Europea a esta crisis es una cuestión que no está clara ni mucho menos. El pasado es un buen predictor del futuro siempre que se cumpla la cláusula, tan querida por los economistas, del “ceteris paribus” (estando todo lo demás igual); es decir, siempre que la crisis actual sea como las anteriores (deuda e inmigración): crisis asimétricas que sólo afectan a unos pocos países.
La cuestión es que la crisis actual es tan profunda y salvaje, y tan amplio su radio de acción, que barrunto que pocos países van a salir indemnes de la misma. Incluso en el caso improbable de que los países ricos del norte de Europa no se vean afectados directamente por la misma, es muy dudoso que la catástrofe que estamos viviendo en España e Italia no provoque, de forma indirecta, una recesión en el conjunto de Europa. ¡Qué útil es ahora recordar, no sólo las enseñanzas de Marx y Keynes, sino también las tablas de interdependencia sectoriales de Wassily Leontief!
En fin, creo que, aunque sólo sea por puro egoísmo, cabría esperar de la Unión Europea una respuesta diferente a la vista hasta el presente. La evolución futura de la crisis será determinante; y mientras tanto, ni euro-ilusionismo ni euro-escepticismo, sino observación atenta de los acontecimientos y actuación en consecuencia.
¿Teníamos un Sistema Nacional de Salud?
18/04/2020
“El Servicio Nacional de Salud durará mientras existan personas dispuestas a defenderlo”,
Aneurin Bevan (Ministro de Salud británico, creador del SNS), 1946.
La política neoliberal fue aplicada con toda su crudeza contra la sanidad pública en nuestro país. Durante los años de la crisis, se deterioraron los servicios, se desprestigió la sanidad pública.
Es cierto que nuestra sanidad tenía unos “riesgos visibles”: financiación raquítica, copagos, recortes, exclusiones, privatización, atención primaria marginada… pero también operaban contra ella los llamados “riesgos ocultos”, el mercado, el neoliberalismo, los corporativismos y unas situaciones laborales muy deterioradas. La conjunción de unos y otros complicó de una manera evidente el futuro de nuestra sanidad pública.
Un informe de la OCDE, sobre nuestro Sistema Nacional de Salud, señalaba que nuestro gasto sanitario total disminuyó entre 2010-2018 una décima parte en porcentaje del PIB, mientras que el promedio de los países de la OCDE aumentó en similar cuantía.
Fueron los años en los que se fue cronificando una distribución desigual (que sigue en la actualidad) de la financiación sanitaria entre las CCAA. Según el informe del año 2018 elaborado por la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP), el gasto por habitante y año era de 1.164 euros en Andalucía, mientras en el País Vasco alcanzaba los 1.693 euros.
Los recortes sucesivos y demoledores del Gobierno de Mariano Rajoy fueron abriendo un camino peligroso hacia la devaluación del Sistema Nacional de Salud (SNS), que se descapitalizaba mientras las partidas para los conciertos aumentaban. Desde 2012 fueron prácticas habituales los cierres de plantas enteras de hospitales, quirófanos, consultas y puntos de atención continuada. Se fueron deteriorando las condiciones de trabajo de miles de trabajadores y trabajadoras del SNS, aumentaron las cargas de trabajo, bajaron las retribuciones y se instaló la precariedad.
Las privatizaciones se convirtieron en una verdadera obsesión para los gobiernos de la derecha, centradas fundamentalmente, pero no solo, en la atención especializada; privatizaciones que, si bien es verdad, venían ya de los años noventa, pero con la crisis alcanzaron su apogeo.
Pero el SNS seguía aguantando, ¿qué razones explican su resistencia? Algunas nos las sugiere el Barómetro sanitario del año 2018: “Ocho de cada diez pacientes valoran positiva la Atención Primaria, también la especializada y los ingresos en un hospital público”. El estudio añade: “La mayoría de las personas prefieren el sistema sanitario público frente al privado”. Algunos datos de esas preferencias por lo público: consultas de atención primaria (68,2%), consultas de atención especializada (56%), ingreso en hospital (67%), urgencias (64,4%). El trato del personal sanitario era lo mejor valorado.
En las consultas de atención primaria son muy apreciados aspectos como la confianza y seguridad que transmite el médico (7,68 puntos sobre 10) y el personal de enfermería (7,64), los cuidados y la atención por parte del personal médico (7,63) y de enfermería (7,64) y la información recibida sobre su problema de salud (7,53).
Respecto a las consultas de médicos especialistas son especialmente valorados el trato recibido del personal sanitario (7,56), la confianza y seguridad que transmite el personal médico (7,43) y la información recibida (7,45).
En la opinión sobre el funcionamiento de los hospitales destacan el equipamiento y medios tecnológicos que ofrecen (7,74), los cuidados y atención del personal de enfermería (7,89), la atención del personal médico (7,89) o la información que reciben los pacientes sobre la evolución de su problema de salud (7,65).
A esas alturas, las encuestas y los indicadores (los de la agencia Bloomberg de 2010, por ejemplo) seguían señalando que, comparando el gasto sanitario y la esperanza de vida, la sanidad española era la tercera más eficiente del mundo y la primera de Europa. A pesar de esas buenas valoraciones, singularmente las de los y las profesionales, operaban considerables amenazas sobre el SNS que afectaban especialmente y con mayor gravedad a varias comunidades autónomas. Por la brevedad de estas notas nos referiremos solo a dos.
La Comunidad de Madrid
Algunos datos sobre la sanidad madrileña son demoledores. El porcentaje de camas privadas en la Comunidad de Madrid, según el informe de la FADSP (2010-2019), está cercano al 28%, mientras en La Rioja, por ejemplo, es del 5%. Situación que fue denominada por el entorno de organizaciones que se movían en la Marea Blanca como “privatización pausada”. En la época de Esperanza Aguirre se inauguraron nueve hospitales de gestión privada. Y la infrautilización de los recursos asistenciales públicos era la tónica dominante, para intentar demostrar que la sanidad pública no funcionaba.
Y aparecieron las listas de espera. Hay datos clamorosos: en una entrevista de diciembre de 2019, Marciano Sánchez Bayle, de la FADSP, señalaba que en Madrid había 600.000 personas pendientes de una intervención quirúrgica, una prueba diagnóstica, una primera consulta o una consulta especializada. Mientras, la Atención Primaria había sido seriamente diezmada. Los hospitales madrileños perdieron 1.500 camas, convirtiendo a Madrid en la Comunidad con la tasa más baja de camas de media y larga estancia, a pesar de tener una población muy envejecida. La ecuación mala gestión y poco presupuesto (la Comunidad de Madrid es la segunda que destina menos presupuesto por habitante y año a su sanidad) producirá efectos indeseados sobre la calidad de la asistencia sanitaria. En Madrid, los conciertos con la sanidad privada se incrementan en un 29% mientras que en el conjunto del país disminuyen un 0,58%.
El caso especial de la sanidad catalana
Aplicando el concepto de sanidad pública, podríamos decir que, como tal, nunca hubo un sistema de salud público en Cataluña. A partir de 1995 se crearon las Entidades de Base Asociativa (EBA), mediante esas entidades se autogestionan centros de atención primaria con sociedades con ánimo de lucro. El Sistema Integral de Salut integra 57 hospitales, los que pertenecieron al INSALUD (8 hospitales) pasarán a ser gestionados por el Sistema Catalán de Salud. Queda así una red compleja, fragmentada, en la que interactuan entidades locales, públicas, privadas, consorcios y corporaciones religiosas.
El Instituto Catalán de Salut (ICS) gestionará el 77% de los 371 equipos de Atención Primaria, el resto, un 23%, será gestionado por 36 entidades, sociedades anónimas y fundaciones. Hace ya tiempo que el ICS viene reclamando la necesidad de 1.500 profesionales para la Atención Primaria. Con un servicio tan recortado, complejo y fragmentado es complicado dar respuestas a los problemas de salud pública.
Llega la Pandemia
La llegada del coronavirus ha puesto en evidencia algunas cuestiones. Hace años que la OMS insistía en muchos de sus informes que las pandemias serían compañeras de viaje en las sociedades globalizadas y con ecosistemas tan vulnerables, como se demuestra en la que sufrimos ahora. A pesar de nuestro recortado SNS, el sistema público de salud, con su estructura y sus excelentes profesionales, es el único que puede dar respuesta al gravísimo problema de salud que se nos ha venido encima.
Es una buena ocasión para preguntarse, por ejemplo, ¿qué razones explican que dos de las comunidades autónomas con más población y menos gasto sanitario por habitante y año estén ahora en una desgraciada y lamentable situación crítica para dar respuesta desde la salud pública a esta pandemia? Vienen a la cabeza paradojas como la de haber contemplado el cierre en Madrid de 2.000 camas hospitalarias en los años de recortes, mientras ahora en un tiempo récord se ha puesto en marcha un hospital de campaña; también, las denuncias de los sindicatos en Cataluña contra algunas clínicas privadas que estos días pusieron a sus plantillas bajo un ERTE, al mismo tiempo que se montaban hospitales de campaña.
Recogemos, para finalizar, las palabras de la investigadora de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, Helena Legido, que en una reciente entrevista señalaba: “Cuando la pandemia termine, España deberá abordar la década de falta de inversión en Sanidad”.
La Revuelta de los Anormales
17/04/2020
José Vicente Barcia
Periodista, Jefe de Gabinete de la Alcaldía de Cádiz y coautor del libro 'Voces del cambio'
Reivindico el derecho a apoyar el grueso de las medidas de compensación social que está llevando adelante el Gobierno en la actual crisis sanitaria, social, económica y ecológica, pero lo hago con espíritu crítico, sin asumir los chantajes que provienen de una parte significativa de mi propio cuerpo social. Lo hago, además, teniendo en cuenta razones de urgencia, pero sin negar la necesidad de desarrollar razones e ideas que nos posibiliten superar el actual modelo.
La anormalidad como palanca de cambio
Observo contrariado cómo en infinidad de voces se consolida un posicionamiento de apoyo acrítico al Gobierno. Este apoyo se justifica, no sin razón, en el cerco que la derecha golpista está intentando levantar, rentabilizando los muertos por el virus, exactamente igual que en su momento lo hicieron con los muertos de ETA. En realidad, la derecha española siempre se ha alimentado políticamente de los muertos y de la muerte.
Precisamente, del miedo a los necrófagos, proviene ese posicionamiento acrítico que deriva en una postura netamente defensiva. Se dice, “debemos ser un gobierno de orden”. Se dice, “debemos volver a la normalidad”. Pero por más que le doy vueltas no puedo sino concluir que yo no quiero volver a un orden y a una normalidad que han sido innegable aquiescencia de esta pandemia, y que de no cambiar lo será de las siguientes.
Muchos de nuestros amigos y amigas y camaradas buscan en vano retornar a la normalidad, militando en esa “normalidad”, que no es más que la nostalgia por un ayer inmediato repentinamente mitificado. ¿Qué desmemoria nos ha nublado la vista para no entender que la injusticia estructural era lo verdaderamente nuclear de aquella normalidad?
Esa “normalidad” estaba protagonizada por la destrucción de nuestro planeta, con una globalización cuyas consecuencias en materia de desequilibrios macroeconómicos han generado más sufrimiento a más gente en el mundo. Esa “normalidad” ha sido el contexto en el que el consumismo derrotó a los derechos y el individualismo a lo comunitario, donde la fragmentación del espíritu colectivo generó un desarraigo y una deslocalización que, como nos recuerda Richard Sennet en la Corrosión del Carácter, no hizo más que abundar en la objetualización de las personas, haciéndolas más vulnerables, maleables, competitivas e insolidarias. Esa misma “normalidad” nos ha traído al actual contexto de crisis global, en el que el capitalismo está cambiando de cuerpo, abandonando las democracias, tal y como se conocían, y recalando en idearios más autoritarios que están siendo protagónicos en algunos de los gobiernos más importantes del planeta. Una “normalidad” en la que se convivía de manera cotidiana con un subsistema patriarcal, que en palabras de Walby devenía en dominación, opresión y explotación sobre las mujeres.
Sintetizada la normalidad, reclamo la opción política de la anormalidad, y desde esa perspectiva considero que cuando una realidad normalizada genera y alberga patologías estructurales, podemos concluir que vivimos, en términos de Wallerstein, en un sistema-mundo pandemizado.
En 1975 Foucault dictó en el Collége de France sus míticas lecciones sobre las diferentes modalidades de “Anormales”, lo que culminaba el desarrollo de su pensamiento a propósito de las formas de control social a través de los distintos modos y naturalezas del poder. De aquella clasificación de anormales quiero subrayar la de los “anormales incorregibles”, es decir, la de aquellos sujetos que eran estigmatizados por su cuestionamiento de la realidad matriz y a los que se intentaba “corregir” y “domesticar”.
Un ejemplo de normalidad… y su reverso
Si bajamos el balón al pasto podré explicarme mejor:
Se está asumiendo con suma facilidad la idea de volver a plantear unos nuevos Pactos de la Moncloa. Se parte de la idea, realmente demoledora, de “unidad”, que se va deslizando peligrosamente como referencia antitética del valor de la diversidad. Escuchar, como diría Yeats, “la turbamulta de los estados de ánimo nacidos del fuego”, que a todas horas emerge de los medios de comunicación recreándose en los nuevos monstruos políticos, es un lamentable síntoma que ha convertido en enemigo al virus y que vuelve a fijarse en el siempre obtuso Torra, que al parecer todo lo hace mal en todo momento. Manchurrones de brocha gorda para prender esa unidad nacional en torno al enemigo que es diverso y, claro está, también anormal.
Obviando que los Pactos de la Moncloa fueron entre otras muchas cosas, una escenificación del entierro de nuestra memoria y un salvoconducto a la democracia para arribistas, fascistas y demás, comparto la necesidad de unirse en torno a los grandes problemas para generar un nuevo contrato social que concite una paz justa, sostenible y duradera. Pero para eso no se puede contar con la organicidad de una derecha que se ha demostrado corrupta y profundamente antidemocrática. Seamos sinceros, la única derecha española homologable hoy en día es el ala conservadora del PSOE.
A quien hay que poner en el centro de un nuevo pacto es a la sociedad, que en su día a día supera a golpe de sentido común y solidaridad estos tiempos de pandemia. Porque la nueva política debe ser esto: abandonar la cultura del ciudadano o ciudadana “espectador”, para adentrarnos en esa otra cultura de la ciudadanía coprotagónica.
Lo anterior no es opcional, es una necesidad del pensamiento transformador para extenderse y limitar de esta manera la extensión, a su vez, de los valores más conservadores, autoritarios y destructivos. Que se piense que una estrategia de “apaciguamiento” puede dar resultado es tan frustrante como perverso. La historia de las derechas españolas demuestra que las políticas de apaciguamiento siempre han sido utilizadas para desestabilizar y hacerse con el poder de un modo u otro.
Resultaría inaceptable una narrativa de reconstrucción que no incluyera la voluntad directa de la sociedad, lo que inevitablemente significa correr riesgos, pero también dar herramientas a la sociedad para que se empodere a la hora de decidir qué se quiere ser colectivamente.
Lo contrario sería replegarse a un rincón táctico de magros resultados y escasa ambición política. El otro día me espetaron que, “se hace la propuesta de Nuevos Pactos de la Moncloa, y si las derechas no aceptan se retratan”. ¡Qué inconsciencia! ¿Pero es que las derechas no se han retratado suficientemente? En España, el problema de las derechas no es su ideología sino su actitud antidemocrática, la misma que cacarean orgullosos día tras día.
No hay que institucionalizar la crisis, hay que valerse de las instituciones para gestionarla lo mejor posible, pero soslayando las miradas paternalistas y dejando que la gente ocupe realmente el centro.
De los balcones a las calles, de los hospitales a las plazas, de las palabras a los hechos. La gente, la sociedad, tiene el derecho a implicarse en la reconstrucción de su pueblo y en la construcción de un tiempo diferente, donde lo normativo platonizado debe ser removido para que desde las necesidades y derechos naturales podamos diseñar una nueva normalidad. En esa reconstrucción, en la suma general de esfuerzos para ser mejores y crear algo nuevo, se generaría un entusiasmo contagioso y arrebatador.
Nos jugamos la convivencia
15/04/2020
Marià de Delàs
Periodista
La derecha utiliza, “todos los recursos, trampas y demagogia a su alcance”, señala Orencio Osuna en el arranque de estas reflexiones. No hay duda. De hecho, los sectores alérgicos a la democracia están en campaña desde el momento en que empezó la crisis del coronavirus. Su agresividad en redes sociales ha ido en aumento. En los medios tradicionales, escritos y audiovisuales, que controlan casi al cien por cien, no hay día en el cual no se despachen con mensajes deshumanizados, en contra de cualquier medida de protección de la ciudadanía más vulnerable, la más castigada, la que ha padecido los efectos de la deliberada desregulación de la economía y que, con el impacto del coronavirus, encuentra más y más dificultades.
Son así y se comportan de esta manera. Hay que contar con ello. Lo que cuesta entender es que gentes demócratas quieran presentar la campaña española contra la epidemia como un éxito. Las cifras son terribles y el sufrimiento demasiado grande y no resulta útil para nadie que se pretenda acallar, en nombre de la unidad y la cohesión, a quienes discrepan de las políticas gubernamentales. De ahí el valor de espacios de reflexión como el de Espacio Público, en el que se exponen argumentos diversos, con aprecio, reconocimiento y valoración de todos ellos.
Parece evidente que en el ámbito sanitario todas las administraciones del Estado español han cometido errores. Unas más que otras, pero conviene recordar la frivolidad con la que se observó desde los diferentes gobiernos la propagación inicial del virus en países asiáticos e incluso los primeros casos detectados en el Estado español, después de ver lo que pasaba en Italia.
Frivolidad e ignorancia, porque los virólogos y epidemiólogos a los que la Generalitat de Catalunya solo escuchó cuando la epidemia ya estaba aquí, ya habían advertido con bastante antelación sobre la llegada inevitable del virus. Ya se habían pronunciado, por ejemplo, en contra de la celebración del Mobile World Congres (MWC) en Barcelona, mientras los gobernantes de todas las administraciones descartaban la existencia de cualquier riesgo e intentaban mantener el evento. No procedía “tomar ninguna medida”, dijo entonces el ministro Salvador Illa.
Estaba claro que la importancia económica del MWC provocaba una sordera selectiva en Catalunya y en el resto del Estado. Los expertos en materia de infecciones colectivas ya advertían en voz alta sobre la llegada de la enfermedad pero no les escuchábamos.
El Gobierno español declaró el estado de alarma el 14 de marzo, tardíamente, y necesitó quince días más para hacer caso a quienes reclamaban confinamiento absoluto y cierre de fronteras. Cuando las autoridades catalanas reclamaban la restricción de toda actividad productiva que no fuera esencial respondían que no era necesaria, que en realidad la Generalitat “deliraba”, porque estaba “en otra cosa” que nada tenía que ver con la pandemia, y que las medidas de aislamiento decretadas por Moncloa ya eran suficientes. Desde el Gobierno de Pedro Sánchez se llegó incluso a negar la necesidad de confinar y suspender la actividad industrial no esencial en la Conca d’Òdena. Era una muestra de tozudería cruel. No hacía falta cualificación profesional para entender que cada vez que un ciudadano entraba o salía de aquel entorno infeccioso, de tanta letalidad, se exponía al contagio o podía contagiar a quien no lo estaba.
Todos reaccionaron tarde, unos más que otros, pero todavía se espera que algún responsable político o equipo de gobierno se autocritique, que pronuncie alguna expresión parecida a “lo sentimos”, “teníamos que haber hecho caso desde el primer momento a epidemiólogos e infectólogos”.
Esos expertos han sido de nuevo ignorados a la hora de tomar decisiones sobre el momento de suspender el confinamiento absoluto y de permitir la actividad en sectores no esenciales de la producción o los servicios.
Tendrían que empezar por ahí, por un firme propósito de enmienda, por sentido de responsabilidad, para ganar la credibilidad que necesitarán cuando pretendan que se escuchen sus propuestas para el nuevo período, que convendría que fueran coherentes con las necesidades elementales de la población, más independientes del poder económico y menos inspiradas en las futuras encuestas.
Se abre un período realmente complicado. Las secuelas de la enfermedad perdurarán. Habrá que mejorar los medios materiales y humanos del sistema sanitario y elevar su capacidad de reacción para hacer frente a los posibles rebrotes que anuncian los expertos.
Y en materia económica habría que planificar inteligentemente la necesaria reconstrucción de los destrozos provocados por la covid-19. No se puede delegar esta tarea en “la mano invisible del mercado”, porque la inteligencia no se encuentra ahí. Tal como reconocía recientemente un economista nada radical, el mercado está bien para que los ciudadanos puedan escoger el color de su ropa interior.
Es el momento del sector público, aunque cueste modificar el comportamiento de burócratas más pendientes de elevar su poder administrativo que de las tareas propias de la responsabilidad que ejercen.
Los estados deberían actuar y hacerse cargo de rescatar a las personas con la misma energía, al menos, que utilizó cuando rescató a la banca. No pueden limitarse a ofrecer líneas de crédito y a dictar medidas para que quienes no puedan pagar alquileres, hipotecas, impuestos… puedan diferir los pagos en el tiempo. No pueden proponer como solución más endeudamiento de familias y de las empresas que conforman el tejido productivo.
El panorama posterior a la pandemia es incierto, pero se adivina duro, especialmente para la gente que vive de su trabajo. Tal como explican Maria Eugenia Rodríguez Palop y Juan Suárez, ahora es preciso detener la oleada de despidos. Hay que mantener el empleo y el tejido productivo, pero la empresa privada da para lo que da y el paro aumenta de manera escalofriante. Después de los ERTE vendrán los ERE y a todo ello habrá que añadir quiebras y liquidaciones por cierre. Y en consecuencia, más precarización.
Los estados, las instituciones internacionales han de poner solución. Esa debiera ser su razón de existir, pero no lo harán si no es bajo presión. Una presión social que hoy no se ejerce y es preciso que se articule.
La solidaridad europea no existe
Más allá de los remiendos propuestos por la Comisión y del consenso alcanzado en el Eurogrupo para abrir líneas de crédito, sería buena cosa saber algo sobre la existencia de algún verdadero plan de la Unión Europea para poner remedio efectivo a la crisis. No se sabe porque no existe. En su agenda no aparece ninguna oferta de recursos que permita el aprovechamiento de todas las capacidades, aquellas de las que tanto se habló cuando se discutía el tratado de la Unión.
El panorama es incierto, duro y desolador. Miles y miles de muertos, centenares de miles de personas sin empleo, empobrecidas, gente mayor aterrorizada, familias endeudadas, aparatos de estado autoprotegidos, el poder judicial español empeñado en actuar como poder político y en administrar ciega e irracional represión, persecución policial del extranjero y del diferente, abiertamente, sin complejos… ¿Cómo corregir todo esto?
Filósofos, como Antoni Aguiló, apuntan a la imperiosa necesidad de aprender de la historia, pero ese aprendizaje exige la aparición de colectivos con inteligencia.
Colectivos con el claro propósito de conseguir, como dice Orencio Osuna, “el fortalecimiento de los servicios y de las políticas públicas, especialmente la sanidad, la enseñanza, las pensiones, la dependencia, las residencias y la vivienda; una distribución más igualitaria de las rentas y la progresividad fiscal”.
Exigir todo ello, dice, “sin maximalismos, ni retóricas vacuas, sin gesticulaciones estériles, ni pequeñas políticas de campanario. Pero siempre sabiendo cual es la correlación de fuerzas realmente existente y que ésta siempre es cambiante”.
Es ciertamente cambiante. No es estática. Evoluciona a favor de unos o de otros. Eso nos lo jugamos también en esta crisis y conviene reflexionar sobre ello, porque para inclinar la correlación de fuerzas en favor de los defensores de la igualdad hace falta algo más que pequeñas políticas, de campanario, de sacristía o de procesión solemne, da igual. No se pudo cambiar en los años 70 alegando que si se intentaba la ruptura vendría el bunker, ni ahora se puede modificar con políticas que pongan en cuestión el actual régimen, porque la alternativa a lo que tenemos es el gobierno del PP con Vox y Cs. Lo que necesitan estos partidos para ganar peso es que la izquierda les conceda credenciales de credibilidad democrática, de la misma manera que en la transición se aceptó que los tardofranquistas se presentaran como “demócratas de toda la vida”.
¿Ayuda a cambiar la correlación de fuerzas que la comunicación sobre un tema tan serio como es el de la pandemia se ponga en buena parte, todos los días, en manos de altos mandos uniformados del ejército, de la Guardia civil y de la policía? ¿Ayudan los elogios a la figura del monarca? ¿la utilización de lenguaje castrense? ¿la recentralización del Estado? ¿el silencio impuesto a los científicos?
Para cambiar la correlación de fuerzas es preciso generar ilusión en torno a un nuevo proyecto social y eso es incompatible con concesiones al régimen nacido de los pactos de la Moncloa. Otro estado de cosas es posible y en esa perspectiva pueden ganar fortaleza las organizaciones de la clase trabajadora [algún día habrá que volver a llamar a las clases sociales por su nombre], el movimiento feminista, el activismo ecologista, la militancia sindical, las asociaciones vecinales, las entidades culturales, la autoorganización por la base ¿O hay que asumir indefinidamente su progresiva debilidad? El cambio de esa correlación a favor de la gente que vive de su trabajo sólo se puede conseguir mediante la defensa de las propias recetas y no con la asunción como propias de las del poder de los rentistas.
“Si una lección hay que extraer [de esta crisis] es la de cómo tenemos que cuidar la sanidad pública. No solo cuidarla, sino potenciarla cada vez más”, me decía hace poco en una entrevista un médico cubano que trabaja desde hace años en un hospital catalán. Es una necesidad que la emergencia sanitaria ha puesto en evidencia a ojos de buena parte de la población. Sanidad pública que la ciudadanía reivindica todos los días con aplausos y que ha empezado a defender con pancartas desde los balcones.
La covid-19 nos ha planteado a todos un problema enorme, inesperado. Nos ha situado ante un futuro incierto, también a los gestores financieros, que no saben cómo actuar, pero saben dónde están y buscan la manera de obtener provecho de las “oportunidades” que les pueda ofrecer la actual situación. Algunos ya lo consiguen. A la vista está en los mercados de valores. Como escribió Walter Benjamin, el capitalismo no morirá nunca de muerte natural.
Hay que buscar la manera de reinventar un proyecto de reapropiación de lo que ha ido quedando progresivamente en manos de unos pocos.
Se trata de defender lo que es público y hay que decirlo sin cortarse, aunque eso ponga en cuestión lo que algunos consideran que es su derecho a la propiedad.
Tal como escribió Fernando Ruiz en este mismo espacio hay que explicar “que solo con soluciones colectivas en defensa de lo público, de los bienes comunes, de la solidaridad y el apoyo mutuo, el futuro será viable; además, es la garantía para evitar tanto la descomposición de los poderes públicos como el asentamiento de un control totalitario”.
No se puede aceptar como bueno o como una concesión que nos permitan endeudarnos, porque en esa deuda basan el crecimiento de su riqueza los que viven de las rentas del capital. En las actuales circunstancias ese «realismo» posibilista nos conduce al infierno en la tierra.
Durante las recientes décadas de hegemonía neoliberal y socioliberal, se ha echado en falta la existencia de un frente, que recuperara explícitamente el proyecto socialista. No existió y así nos fue. Ahora quizás se pueda ver con más claridad la necesidad de impulsar la acción colectiva, con la voluntad de poner en pie otro modelo producción, de distribución de la riqueza y de la propiedad. Otro modelo de convivencia.
Demasiadas preguntas sin respuesta
13/04/2020
Antonio Navarro
Sindicalista y activista social
En el momento de escribir este artículo la reclusión continúa, no sabemos cuándo y de qué manera finalizará la crisis de Salud global. Quienes visitamos las redes sociales, hemos asistido a un festival de bulos y mensajes enviados por rabiosos energúmenos con una notable ausencia de sensatez. Debe ser una reacción psicosomática al confinamiento. Muchas personas de buena fe, presentan un cuadro clínico en el que la impotencia y la ira anulan su objetividad.
Hagamos un breve recuento cronológico, el pasado 7 de enero se constituyó el primer gobierno de coalición desde el restablecimiento de la democracia; dos meses después, el nuevo gobierno declaró el estado de alarma, que incluía la orden de confinamiento para la mayoría de la población, y comenzó a definir un paquete de medidas de carácter económico y laboral destinadas a proteger a la ciudadanía. En ese breve periodo de tiempo, el gobierno afronta una pandemia mundial de la que no se conocen vacuna ni medicamentos con garantías. A medida que crece el número de fallecidos y contagios se despierta el pánico; para las personas con otras patologías la enfermedad es letal, aunque no solo para ellas. La paralización de la actividad productiva generará daños incalculables en la economía española. Es decir, habrá un antes y un después una vez superada la crisis de Salud.
No soy economista, dejo en sus manos la evaluación de los daños, así como las medidas y mecanismos que se deban de poner en marcha para atajar las consecuencias económicas de la pandemia. Así pues, mi reflexión tratará de abordar otros asuntos, ¿de qué forma va a encarar la ciudadanía el después? ¿cuáles serán los resortes políticos-ideológicos del mañana? ¿estamos ante el capítulo final del capitalismo? Veamos. Por lo que hemos observado durante la reclusión, la ciudadanía, en una proporción mayoritaria, ha mostrado una disciplina ejemplar, por miedo al contagio, pero también por responsabilidad. Los aplausos solidarios en reconocimiento a la labor del personal sanitario han unido a izquierdas y derechas, veremos si la solidaridad se confirma cuando se produzca el debate de la reforma fiscal y, con ello, el reforzamiento de los servicios públicos de salud.
Por otro lado, en el debe intolerante, un nuevo contingente se ha unido a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, lo denomino policía de balconing, formado por todos aquellos que increpan a paseantes sin conocer las razones que les han llevado a salir a la calle. En ese sentido, merece prestar atención al lenguaje belicista que, a modo de metáfora, compara la guerra con la extinción de la enfermedad; sin embargo, parece evidente que no estamos en guerra, no se han producido saqueos ni mucho menos un incremento de robos, es una crisis de salud y se la combate -permítaseme la expresión- con investigación, personal e infraestructuras. El ejército en la calle es una exhibición innecesaria, tal vez para justificar su existencia y el gasto presupuestario que supone mantenerlo. No me hablen de la UME, porque su labor bien puede ser realizada con la misma eficacia desde instancias civiles. Igual sucede con Cáritas y la Iglesia Católica, un espejo que oculta su poder y la inmensa fortuna y patrimonio acumulados durante siglos con el sospechoso silencio de la Conferencia Episcopal.
Hemos pasado de expertos entrenadores de fútbol a experimentados epidemiólogos, la enfermedad y cómo afrontarla nos ha permitido conocer cuánto ha perdido la ciencia con tanto experto a domicilio. Las derechas dicen una cosa y la contraria, prisioneras de impotencia; naturalmente, lo habían visto venir y en el transcurso de un día pasan de proponer la paralización productiva total a criticar la adopción de la medida por parte del gobierno. Casado, recluido en una puesta en escena grotesca, se esfuerza por transmitir una imagen de estadista, hasta que abre la boca y por ella sale una indisimulada incompetencia: banderas a media asta y monumento a las víctimas. Deseosos estamos de conocer sus propuestas. Ni una sola mención a las medidas económicas y laborales adoptadas, a las provocaciones del ministro holandés o la insolidaridad de Alemania y Holanda, quizás porque piense que cuanto peor, mejor. Pedirle responsabilidad es como pedirle a un sediento que no beba agua, un imposible.
Mañana no acabará el binomio izquierda-derecha, incluso es probable que gane en relevancia. Sin duda, en relación a los servicios públicos y su dotación, en especial los de salud, entremos en un estadio diferente en el que pocos negarán la necesidad de dotación presupuestaria con ese destino; tal vez, la investigación científica, olvidada por todos los gobiernos, logre situarse en la media europea y se ponga fin a su maltrato histórico. Nada será como antes, tras décadas de externalización y deslocalización productiva, la huida a países con mano de obra barata y sin derechos requiera repensarse, no hacia un modelo proteccionista sino mirando a Europa y evitando posiciones de oligopolio. Un mercado exterior dependiente de las multinacionales norteamericanas, China o el expansionismo ruso equivale a una muerte asistida, no solo en lo económico sino también respecto a la posibilidad de una sociedad abierta y plural o un modelo de sociedad respetuoso con los derechos humanos y las libertades individuales y colectivas.
El escenario planteado por el filósofo coreano Byung-Chul Han en un reciente artículo publicado en el diario el País, “La emergencia viral y el mundo del mañana”, describe un presente en el que emerge un futuro aterrador. Confucio, en las sociedades asiáticas, es una fuente de valores y modos de vida, como la autodisciplina, el cumplimiento de las obligaciones sociales, la relación entre soberano y súbditos, diferentes a los de las culturas judeocristianas. La dictadura China contribuye al estricto cumplimiento de las órdenes del Estado y junto al algoritmo y la tecnología forman un cóctel explosivo, un control ciudadano que, visto desde Europa, se antoja distópico. Se anulan derechos básicos, la libertad de movimientos, la intimidad, disentir. Un Estado digital-policial, como en el “1984” de Orwell, asimilable a la realidad de esos países (China y Corea del Sur).
La reclusión será obligada y pasajera, el Gran Hermano no. Atención, pues, a un mañana distópico, a la renuncia a la Revolución y la Ilustración en el nombre de Securitas. Esta pandemia puede que sirva para ponernos sobre aviso acerca de las consecuencias del cambio climático, una invitación a repensar el modelo de vivir, trabajar, consumir y relacionarnos. El daño al planeta Tierra puede ser irreparable sin un cambio radical en el modelo de crecimiento. Hoy es un virus, mañana puede ser una sequía global o la falta de agua potable suficiente. No se trata de alarmar o proclamar el colapso, es un aviso con vistas a un mañana distinto que hay que iniciar ahora; se trata de poner en cuestión el modelo capitalista, no ya por injusto y cruel, que lo es, sino por su carácter extractivo e irresponsable con el medio ambiente, por la amenaza que ya supone. Sin duda, situar en el primer plano de las preocupaciones ciudadanas el cambio climático puede contribuir a un mañana distinto. No es con miedo con lo que creo debe darse un cambio de valores o un nuevo sentido común; el miedo es un mal aliado de las ideas transformadoras y de la libertad, paraliza, nos hace inseguros y crea una ciudadanía insolidaria, egoísta. Por puro pragmatismo, sentido de supervivencia o inteligencia colectiva hay que pensar en lo común y lo colectivo, sin olvidar que somos individuos diferentes unos de otros. La exhibición ciudadana a la que hemos asistido días antes del confinamiento, la acumulación histérica de papel higiénico, es justo lo contrario a mis deseos.
Ya que hemos mencionado el capitalismo, vayamos con él. No han sido pocos los analistas políticos e intelectuales que, a propósito de la crisis, anuncian su fin. Aprovechando el regreso de Keynes, algunos incluso se atreven a vaticinar la vuelta del comunismo o de un actualizado capitalismo renano. El modelo neoliberal está haciendo aguas, lo hacía ya antes de la crisis; sin embargo, en el sentido común popular no hay nada que lo sustituya, al menos entre amplios sectores sociales; unos meses de reclusión son muy poco tiempo para impugnar una era capitalista que ya dura siglos, desde Hobbes, pasando por Darwin y terminando con Milton Friedman o Fukuyama. El mundo de las ideas se ha construido en la competencia, la ley del más fuerte, la meritocracia… las experiencias comunistas resultaron un rotundo fracaso, la socialdemocracia, un periodo pasajero exitoso que se travistió de social-liberalismo con la Tercera Vía de Tony Blair. Sin un modelo a contraponer al capitalismo, la tarea de sustituirlo se hace aún más inmensa.
Es más probable una reordenación de los mercados, el dinero también es miedoso. Se habla de un nuevo Plan Marshall, un socialismo participativo basado en gravar la riqueza y los grandes patrimonios (como preconiza Piketty), el ingreso mínimo universal… Hay un amplio menú de alternativas a explorar. El fin del capitalismo todavía está por llegar, sobre todo porque no hay un modelo alternativo en el que mirar. No significa, al menos para mí, renunciar a liquidarlo, pero prefiero andar paso a paso, construir comunidad a partir de lo disponible, que es lo cercano, mi barrio, mi sindicato, las personas con las que comparto militancias o lo que me une con colectivos.
Sabemos que la crisis de salud se está transformando en crisis económica y social. La resistencia es una cualidad a cuidar por lo que pueda venir. No me atrevo a vaticinar si las ideas identitarias, el conflicto catalán, el nacionalismo españolista o el banal, mantendrán la misma fortaleza, pero si algo nos ha enseñado la pandemia es que vivimos en un mundo en el que las fronteras no sirven. Somos muy pequeños, poquita cosa si, solos, hemos de enfrentarnos a una adversidad como el Covid-19.
Ojalá se pueda recuperar la importancia del mestizaje, el universalismo, la cooperación o los valores que permiten tejer lazos de solidaridad. Ojalá, pero también puede suceder lo contrario, tengo tendencia al pesimismo; puede ser que no aprendamos nada y pretendamos olvidar la crisis de salud igual que un mal sueño, que volvamos a la calle desconfiando unos de otros y convirtamos el aislamiento individual en social, refugiándonos en los mismos palacios de cartón piedra. Si eso sucede solo cabe esperar cuál será la próxima.
Presión ideológica asiática sobre el desenlace coronavírico
11/04/2020
Lorena Fréitez Mendoza
Psicóloga Social y Analista Política. Doctoranda en Ciencias Políticas y de la Administración (UCM). Activista de movimientos sociales en Venezuela.
Occidente mira con nerviosismo cómo la eficiencia del modelo asiático para vencer al coronavirus puede producir cambios en los sentidos comunes liberales de sus democracias. Desde distintos análisis parece derivarse una conclusión: el miedo creará las condiciones subjetivas para el despliegue de un estado policial de máxima vigilancia y control sobre la ciudadanía.
Sin embargo, las condiciones que pudieran otorgar liderazgo político al modelo asiático no solo derivan de la aparición de una pandemia y su eficiente gestión. La democracia liberal tiene décadas en proceso de desgaste, toda vez que se ha retirado del liderazgo de las soluciones a los problemas más básicos de la mayoría de la población. Y como en política no hay espacios vacíos, allí donde la democracia no está, otro modelo puede ser razonable -aceptable- para los que no disfrutan de casi ninguna de las expresiones del bienestar que vendió esta democracia.
La democracia está enferma y el coronavirus la puede matar. Su sistema inmune lo ha debilitado el neoliberalismo. Y desde la crisis del 2008 está en riesgo de desahucio. Entregar la dirección política que los ciudadanos otorgamos a nuestros representantes a una dirección económica no elegida y gobernada por intereses egoístas, ha sido su pecado original o el factor 0 de la enfermedad.
El modelo chino juega a cuadro cerrado con el neoliberalismo, subsumiendo sus lógicas. Sin embargo, supo imponer la dirección política sobre la económica logrando tomar decisiones que le permitieron llegar en mejores condiciones ante el coronavirus. Ha sacado a millones de la pobreza, ha recuperado la soberanía de la producción de todo lo que se necesita para garantizar una vida digna. Ha desarrollado capacidades en la sociedad para protegerse. Pensar que esto ha sido posible solo porque existe un modelo policial de control social, no solo deja ver el desprecio a las actitudes políticas de la ciudadanía asiática, sino que esconde la brutal fuerza de este horizonte político (tan básico) para generar consensos que bañan de legitimidad a este modelo, en la especificidad de estas sociedades.
El debate, entonces, no es útil si se reduce a que la ciudadanía occidental sacrificará libertades y derechos a cambio de protección. A día de hoy la crisis legitima la restricción de libertades por la vía de los hechos. Cualquier restricción de libertades se tolera, se acepta y se considera necesaria ante la crisis sanitaria (la muerte de miles). Sin embargo, esto no quiere decir que la situación de excepcionalidad no ponga a los ciudadanos a pensar sobre sus libertades y comience a modelar sus sentidos comunes. En las circunstancias actuales, expuestos a la muerte, los ciudadanos valoran sus libertades, pero no saben si están dispuestos a seguir defendiéndolas en sí mismas. Quizá comiencen a mirarlas desde un crisol más funcional y a preguntarse qué tipo de libertades les serán más útiles después del coronavirus: ¿para qué nos sirven las libertades y cómo podemos hacer un mejor uso de ellas?, ¿tenemos libertades que nos sirvan para garantizar la vida de todos?, ¿qué tipo de libertades defendemos y para quiénes?, ¿podemos ejercer hoy nuestras libertades?
La experiencia histórica nos indica que el desenlace político de acontecimientos de tal impacto podría ser reaccionario (ausente de libertades). Sin embargo, asumiendo que el desenlace sigue abierto, luego de más de un siglo de democracias y pese a la crítica situación social y económica en la que se encuentran las mayorías, no pareciera que las generaciones sobrevivientes al coronavirus estén dispuestas a sacrificar libertades, sobre todo cuando la crisis ha desvelado que el origen del problema está en las malas decisiones que pautó el mercado. Después del coronavirus, también podríamos ver hambre por reconquistar derechos.
En la gestión diaria de la crisis se construyen las bases de un nuevo consenso occidental. Si este consenso tiene una deriva reaccionaria, no será culpa de los chinos. La función política a cumplir por el modelo asiático será la de catalizador de la decisión política constituyente que finalmente tome la ciudadanía una vez se cierre la crisis sanitaria e inicie la crisis social y económica siguiente.
La presión ideológica del modelo asiático sobre las democracias occidentales, tal como funcionó el modelo soviético en su momento, volverá a ser determinante. En un escenario de pandemia como éste donde no queda prácticamente esfera de la vida fuera del escenario de la crisis, la derecha entiende que se juega todas las fichas ideológicas que sostienen sus dispositivos de poder y privilegios. Y como siempre actuarán con decisión, con voluntad de poder y sin miramientos. Se juegan sus bienes, pero también la posibilidad de perdurar.
Dice José Luis Villacañas que el neoliberalismo articula su poder en torno a la gestión del placer, pero cuando enfrenta la pulsión de muerte lo hace a través de las salidas que le ofrecen los populismos de derecha: odio, sadismo, militarismo y autoritarismo. Sin embargo, en esta nueva oportunidad histórica, esta derecha se encontrará en el dilema de implantar un proyecto de orden, pero tendrá que hacerlo a costa de cargarse al neoliberalismo. Aún no está claro cómo lo resolverá.
La izquierda, con la ventaja fáctica que le ha otorgado un acontecimiento donde la protección del conjunto es lo único que garantiza la salvación individual, está en condiciones de producir un discurso de orden que, tal como hizo Roosevelt con el New Deal, reorganice el dominio de las libertades para reequilibrar la libertad de las mayorías frente a las libertades del capital.
El encuadre político que regala el coronavirus a la izquierda solo se puede aprovechar si soporta las brutales presiones del capital que se avecinan en la disputa por los flujos financieros que la crisis implicará. En esta oportunidad, una izquierda timorata y políticamente correcta, una izquierda moderada, no podrá corregir la correlación de fuerzas en el poco tiempo que tiene mientras el capital reacciona y la ultraderecha avanza. Esperamos que sea valiente, audaz y decidida. Que se atreva a sepultar al neoliberalismo. Las mayorías estarán allí, hambrientas de recuperar las libertades que les han sido robadas.
Reflexiones en tiempos inciertos
09/04/2020
Vivimos circunstancias que podríamos calificar de incertidumbre irreductible. Robert Skidelsky, historiador y biógrafo de Keynes, basándose en las interpretaciones de este último, distingue entre incertidumbre epistemológica, según la cual cabe esperar que con una mayor cantidad de información se reduzca la incertidumbre a riesgo calculable, e incertidumbre ontológica, que es aquella que no puede ser eliminada. En palabras de Skidelsky: “El futuro no está ahí fuera esperando que lo conozcamos, sino que nosotros mismos estamos influyendo en la creación de ese futuro”. El futuro depende de la acción humana y de circunstancias imprevistas que puedan surgir. Transponiendo las ideas al momento actual, por ejemplo, un nuevo brote del virus en otoño podría echar por tierra muchas de las estrategias en las que ahora pensamos para recobrar la vida y la economía del país.
Es una oportuna lección en un momento en el que nos sentimos tan inclinados a hacer predicciones que pretenden ser convincentes sobre el futuro, o nos dejamos llevar por sesgos de retrospectiva al hacer críticas del tipo “si se hubiera hecho tal o cual cosa en el momento X no estaríamos ahora en la situación Y”. Reflexión a la que a menudo se añade, para empeorar las cosas, un “ya lo decía yo”, cuando en realidad no se había dicho nada.
Y aun así, a pesar de esa incertidumbre, necesitamos tener confianza en que la vida debe continuar. Una falta absoluta de confianza nos impediría levantarnos cada mañana. Tenemos que reconocer que tenemos miedo y esto no debe avergonzarnos. El temor, erróneamente, es objeto de un cierto descrédito moral y psicológico, a pesar de formar parte junto a la esperanza, del sentido de la responsabilidad a la hora de afrontar catástrofes como la que nos amenaza. Será uno de los elementos necesarios y siempre presentes en la sociedad de riesgo que estamos viviendo.
Sentimos que la confianza y la esperanza debemos depositarlas en algo o en alguien. Anthony Giddens, conocido sociólogo, establece una serie de reacciones adaptativas ante el riesgo. La primera consiste en la mera adaptación pragmática, la cual implica una cierta indiferencia ante las amenazas. Se nos antoja que esta primera reacción no tiene mucho recorrido en la presente crisis, pues los daños son enormes y el sentimiento de pérdida es universal.
Otra reacción es el optimismo sostenido, que consiste en una cierta fe en la razón providencial. Es el punto de vista de los que confiando en exceso en el progreso tecnológico y científico piensan: “sigamos como hasta ahora, ya se resolverá el problema, siempre se encuentran soluciones”. Hay quien ha llegado a insinuar en estos días que los próximos gobiernos, emulando al “gobierno de los sabios de Platón”, deberían tener una composición muy alta de científicos. No creemos sin embargo que esta sea una percepción muy generalizada. La brecha entre las ilusiones que despertaba el conocimiento científico y tecnológico y la conciencia de nuestra vulnerabilidad puesta en evidencia con la pandemia puede dar al traste con la fe en la ciencia (crucemos los dedos para que no prospere el recurso a remedios irracionales). Un tercer modelo de reacción es el compromiso radical, que Giddens identifica con la movilización ciudadana para reducir el impacto de las amenazas. No es fácil delinear las maneras en las que se puede concretar esta fórmula, aparte de la toma de conciencia de que es un problema en la que se tiene que implicar toda la ciudadanía.
La breve experiencia de estos días no deja de proporcionarnos ejemplos de conductas precursoras, quizá, de nuevas relaciones entre las personas. A Margaret Thatcher le gustaba sentenciar que la sociedad como tal no existe, que sólo existen los individuos, pensamiento muy propio del individualismo más recalcitrante. Por el contrario, estamos observando en estos días la paradoja de que los individuos están redescubriendo la sociedad precisamente a través de su confinamiento. Gadamer identificaba el “sufrimiento del aislamiento” con la pérdida de la amistad, pero no parece ser este el caso. La gente aprecia más la amistad en estos momentos de soledad. Quizá la pandemia esté propiciando la reestructuración de los lazos comunitarios que vemos cómo parecen orientarse en dos direcciones: a través del deseo de conexión y contacto con el espacio comunitario más cercano, por ahora imposible (el barrio, el bloque, el entorno), y al mismo tiempo un inusitado interés por aquello que trasciende los confines del barrio, la ciudad e incluso el país.
Las redes virtuales cobran una enorme relevancia en el momento actual, en el fomento de los vínculos comunitarios, pero al mismo tiempo evidencian la necesidad de contacto físico y cara a cara en la creación de lazos sociales. En otros textos hemos tenido ocasión de hablar de la necesidad de un cosmopolitismo con raíces, que aúne el sentimiento de pertenencia y arraigo local con el interés y la solidaridad por lo lejano. Un cosmopolitismo lejos de aquel que con tanta perfección retrata irónicamente Dostoyevski en Los hermanos Karamazov, cuando pone en boca de uno de sus personajes la siguiente reflexión: Cuanto más amo a la humanidad en general, menos amo al ser humano en particular.
Son tiempos en los que hemos redescubierto la vulnerabilidad del ser humano, nuestra vulnerabilidad. Y la verdad es que no hay sentimiento de solidaridad que se sostenga sin este reconocimiento. Pero al mismo tiempo podemos descubrir nuevas potencialidades antes ignoradas: la presencia del vecino, la amistad, la fuerza del cariño, la solidaridad, la eficacia de la cooperación y muchas más. Permanezcamos alertas.
La crisis del coronavirus y la bifurcación que nos plantea
07/04/2020
Miguel Guillén
Politólogo
Me parece muy pertinente este debate que se propone desde Espacio Público a raíz de la crisis del coronavirus, y desde aquí quiero saludar la iniciativa. La pregunta que se plantea es sencilla, pero de muy difícil abordaje: «¿Qué nos estamos jugando en esta crisis?». Voy a intentar esbozar algunas ideas que me rondan la cabeza desde hace algunos días, y reconozco que la primera intervención de Orencio Osuna me va a facilitar mucho escribir estas modestas notas.
Tal y como explica Osuna en su escrito, «la catástrofe va a afectar a muchos de los modelos y valores sobre los que se asienta nuestra vida personal y social». De eso supongo que no nos puede caber duda alguna. Esa afectación ya se está produciendo, pero la gran pregunta es si se descubrirá en positivo o si, por el contrario, lo hará negativamente. He aquí la bifurcación que nos plantea la crisis, y debo anunciar que soy pesimista al respecto.
Dice Orencio Osuna que «quizás esta siniestra distopía abra paso a un tiempo de cambios y transformaciones que impida que el feroz capitalismo neoliberal continúe sometiendo al planeta a una veloz carrera hacia su destrucción o, por el contrario, que esta crisis facilite la consolidación de un modelo aún más destructivo». Confieso que, a día de hoy, y atendiendo al panorama global, me decanto con tristeza y preocupación por la segunda opción. Tengo la sensación de que existe un riesgo claro de involución, de repliegue identitario, de retorno al nacionalismo más recalcitrante. Lo hemos visto en los últimos años alrededor del mundo y el peligro es que esta tendencia salga reforzada de esta crisis. No tengo claro que Trump, Johnson, Bolsonaro, Vox o lo que representa Puigdemont puedan salir debilitados, sino más bien al contrario. A río revuelto, ganancia de pescadores.
Pero ante el pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad. Por eso también traigo a colación algo que comentaba Orencio Osuna en su intervención inicial, aterrizando al caso concreto de las Españas: «lo que debe hacer el gobierno de coalición es ganarse a la mayoría de la sociedad con medidas concretas y eficientes, esencialmente que se fortalezca el sistema sanitario y se cree un potente escudo social que proteja realmente a todos los sectores golpeados por la profunda crisis que va a producir inexorablemente». Creo que aquí está el quid de la cuestión, una idea que podríamos extrapolar a otros países, especialmente a quienes pueden ser nuestros aliados naturales, máxime en estos tiempos (hablemos sin subterfugios) de ruptura en el seno de la Unión Europea: Portugal, Italia, Grecia y (¡ojo!) incluso la Francia de Macron.
Hay que aterrizar a lo cotidiano, a aquellas medidas que la ciudadanía puede palpar en su día a día, porque está en juego lo más básico. Esta crisis está sirviendo para recordar (porque parece que lo habíamos olvidado) qué es importante de verdad en la sociedad: la necesidad de un estado fuerte y al servicio de las clases populares, unos servicios públicos bien financiados y de calidad, unas instituciones que den respuesta a los problemas, etc. Incluso algunos neoliberales radicales han tenido la desfachatez de pedir en público la intervención estatal.
En ese sentido, opino que debemos felicitarnos sinceramente por la serie de medidas que está adoptando el gobierno, valientes y ambiciosas desde mi punto de vista, por más que algunos nunca estén contentos, bien desde la derecha, como era de esperar, o bien desde la supuesta izquierda «pura», bien refugiada en su ética de la convicción, en el salón de casa o las redes sociales, y bien alejada ideológicamente de lo que significa el concepto de correlación de fuerzas, ya no digamos de los puestos de responsabilidad. Quien no friega platos no puede romper ninguno, eso es obvio.
Y aquí quiero detenerme un instante, porque creo que no estamos valorando suficientemente qué supone tener un gobierno de izquierdas en estos momentos. Y quisiera lanzar al aire unas preguntas bien sencillas para ponernos en situación:
¿Nos hemos parado a pensar qué pasaría si en vez de Pedro Sánchez este gobierno estuviera presidido por Pablo Casado?
¿Nos hemos parado a pensar que en vez de Yolanda Díaz estuviera Fátima Báñez de ministra de Trabajo?
¿Nos hemos parado a pensar que en vez de Carmen Calvo y Pablo Iglesias las vicepresidencias las ostentaran Rivera y Abascal?
¿Nos hemos parado a pensar que en vez de Salvador Illa estuviera al frente del ministerio de Sanidad Dolors Montserrat o Ana Mato?
Sí, lo entiendo, todos somos epidemiólogos, médicos, científicos y, claro está, políticos acostumbrados a tomar decisiones difíciles, de esas que afectan a toda una sociedad, bajo presión. Todos sabemos de todo, ¿cómo no íbamos a saber gestionar una crisis como esta? ¡Por favor, ponedme a mí, que lo arreglo todo en un santiamén! El problema no es el cuñadismo general del españolito de a pie, que también, sino que líderes políticos sin competencias ni escrúpulos se dediquen a cuñadismear. Pregunten si no a Isabel Díaz Ayuso, Quim Torra o López Miras, que por cierto no abordan los problemas derivados de las competencias que sí tienen, o a destacados dirigentes de la oposición de cuyos nombres no quiero acordarme. El problema es que aquí no estamos hablando de qué 23 jugadores seleccionaríamos para el Mundial o la Eurocopa, sino de gestionar una crisis global sin precedentes. Seamos serios, por favor. Desde aquí mi reconocimiento a los responsables de las diferentes administraciones, con especial atención al mundo local, el más cercano a la ciudadanía y el que frecuentemente menos recursos tiene a su alcance para dar respuestas a las demandas y necesidades de sus vecinos y vecinas.
Regreso a la intervención inicial de Orencio Osuna en este debate. Dice con acierto que «habrá que liquidar ya el dañino ciclo austericida y tejer las alianzas que empujen a la UE a una política de reconstrucción, caiga quien caiga y cueste lo que cueste. Si no fuese posible ese cambio en la UE, su futuro será una progresiva y muy tensa descomposición y un paso hacia la irrelevancia geopolítica de Europa en la nueva correlación de fuerzas mundial». Supongo que a estas alturas nadie duda que el proyecto de la UE está en serio peligro, y no por culpa precisamente de los países del sur, sino más bien por la actitud de determinados dirigentes de países como Alemania o Países Bajos, que en los últimos días han mostrado una aporofobia impresentable. Recuerden que estas actitudes tienen que ver con el identitarismo y el nacionalismo, sin duda, pero también con la defensa de unos intereses de clase social determinados. Ricos y pobres, ¿recuerdan?
Prosigue Osuna explicando que «sólo así -defendiendo la salud de la población y apoyando a los trabajadores y los sectores más golpeados por la nueva crisis- el gobierno progresista encontrará el apoyo de una ‘respuesta popular’ democrática. De fracasar en esa estrategia, es muy probable que se vaya construyendo una mayoría social y política contraria, que acabe confiando el gobierno a un bloque de fuerzas compuesta por una extrema derecha populista ultra nacionalista y xenófoba, el conservadurismo nacional católico y el catecismo neoliberal». Creo que Osuna da en el clavo, y aquí está la bifurcación ante la que se puede encontrar nuestra sociedad cuando pase esta crisis: una salida en positivo o bien otra en clave nacionalista y de derechas. En las últimas semanas ha emergido, como suele pasar, cierto discurso naif según el cual saldremos indefectiblemente reforzados de esta crisis, porque toda crisis ofrece oportunidades, etc. etc. No voy a adherirme acríticamente a este tipo de posicionamientos.
La cuestión central es que la ciudadanía, principalmente las clases populares, perciba que las instituciones, el estado en sus diferentes dimensiones y administraciones, es algo útil para sus intereses cotidianos. Y no hay alternativa a intervenir, a poner todos los recursos que sean necesarios, a gastar y endeudarse, hablemos claro, porque tenemos demasiado reciente la crisis de 2007-2008 y esta vez no pueden quedarse tirados en la cuneta los de siempre. Si ante esta crisis se da una respuesta, si se ofrece protección ante el desamparo, quizás no esté todo perdido. Y aquí las izquierdas tienen mucho que decir y, sobre todo, que hacer.
Salud y libertad
05/04/2020
Gloria Elizo
Vicepresidenta Tercera del Congreso y Secretaria Anticorrupción de Podemos
A veces la realidad se vuelve inasumible. La situación actual es seria, imprevisible y carece de precedentes. Como un túnel que atravesamos por primera vez, la incertidumbre profundiza la zozobra en nuestra situación. Miles de personas se despiden a distancia de sus fallecidos, otras se preguntan por el estado de sus enfermos y se extiende por la sociedad el miedo sobre los resultados sociales de esta crisis sanitaria.
Una realidad que en términos humanos solo puede clasificarse como catastrófica, propia de un desastre natural sin antecedentes que nos llega reducido a frías cifras, cómo si se pudiera anestesiar así el dolor, el miedo y la desazón.
Parece innecesario argumentar la justificación de la restricción de derechos que el estado de alarma supone y la necesidad de limitar al máximo nuestra sociabilidad con el fin de evitar colapsar nuestro sistema sanitario tan mermado por décadas de recortes. Esa y no otra es la razón fundamental de nuestro encierro. Esa es la triste realidad también: cuánto menos ha cuidado un país su sanidad pública más largo y más estricto ha de ser este confinamiento.
No es, sin embargo, ahora el momento de buscar culpables sino de abrazarnos en la distancia, empatizar con las familias que viven la enfermedad en primera persona y de pensar en el futuro. No sabemos lo que va a pasar. Pero sí hay algunas cosas que sabemos: que el miedo y la incertidumbre van a suponer una inevitable tentación autoritaria para los que siempre han utilizado la doctrina del shock. Ya estamos viendo a los heraldos del pesimismo intentando aprovechar esta crisis para disciplinarnos, aislarnos y asustarnos para el futuro.
Sabemos algunas cosas más. Sabemos que las medidas extraordinarias de seguridad que se toman, siempre sobreviven –en todo o en parte- a las causas que las provocan. No es difícil de repasar: podríamos empezar por aquellas medidas excepcionales que el Estado de Israel tomó en la guerra del 48. La guerra pasó. Las medidas siguen tan vigentes, como la Patriot Act que Bush aprobó en EEUU para la segunda guerra del Golfo.
Las situaciones excepcionales pasan, las limitaciones de libertades y derechos continúan. Sin ir más lejos, va a hacer dieciséis años que se prohibió llevar líquidos en la cabina de los aviones. Una decisión que se tomó temporalmente de acuerdo a ciertas informaciones secretas sobre nuevas prácticas terroristas. Dieciséis años. Todos sabemos que la restricción nunca se levantará. Las situaciones pasan, las restricciones permanecen. El miedo es el comodín del poder y un enorme negocio para lo mejor del capitalismo internacional. El sector de la seguridad, alejado del control de la opinión pública, es el terreno donde el peor lobby y las más sucias puertas giratorias florecen.
Qué decir de nuestra denostada Ley Mordaza, hoy en pleno vigor y funcionando a todo trapo en el estado de alarma, hasta el punto de que corremos el riesgo de acabar santificando una norma que tiene al escarmiento, la arbitrariedad, el punitivismo y la impunidad de las fuerzas del orden como banderas políticas. Es obvio que no podemos salir de esta enorme crisis a base de trasladar el coste a la sociedad como ocurrió con la crisis anterior. Sería inasumible. Pero es igual de inasumible que la crisis la paguen también nuestras libertades, como ya ocurrió en la crisis anterior, de cuyo fruto sin duda es también la Ley Mordaza.
Es indudable el esfuerzo material y político que está haciendo nuestro gobierno por crear un escudo social ante una situación económica de consecuencias impredecibles. Pero la presencia de representantes de Unidas Podemos en el Gobierno no puede impedirnos prestar una vigilante atención al escudo democrático sobre nuestras libertades. Ante las necesarias medidas excepcionales, sería una locura otorgar el papel de control del Gobierno y la Administración a los partidos que en España defienden la Constitución y en Europa apoyan a gobiernos como el de Hungría, cuyo presidente ya ha borrado del mapa al parlamento, ha declarado indefinido el estado de excepción y se dispone a gobernar por decreto amordazando a la prensa con penas de cárcel. Todo a costa de la pandemia.
La libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político son y deben seguir siendo los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. Desde la perspectiva democrática y de las libertades, la aplicación del necesario estado de alarma tiende a alejarse de una concepción de la ciudadanía protagonista, informada, crítica y defensora de sus derechos. Este gobierno debería comprometerse a no utilizar más la Ley Mordaza en el manejo de esta crisis y a revisar una por una las decenas de miles de multas que se están imponiendo. Es evidente que la inmensa mayoría de los ciudadanos estamos cumpliendo con responsabilidad y serenidad con nuestra obligación, y que así lo están haciendo también la inmensa mayoría de nuestras administraciones y fuerzas y cuerpos de seguridad. Pero igual que denostamos cualquier comportamiento irresponsable e insolidario de nuestros conciudadanos, no podemos dejar de sentirnos profundamente alarmados ante los comportamientos totalitarios de la gestapo del balcón, que se permite denunciar, insultar o directamente agredir a viandantes de los que ignora sus circunstancias y aún más escandalizados con las imágenes que hemos visto de fuerzas del orden juzgando, condenando y castigando in situ -a bofetadas- a personas que presuntamente incumplían el confinamiento.
No podemos sentir otra cosa que preocupación al contemplar el número de multas practicadas y su importe desproporcionado, tantas de ellas por causas de incidencia mínima o directamente nula en la salud pública. De hecho, deberíamos reflexionar sobre el alcance de algunas medidas –como salir a correr o ir a sentarse solo en un parque al sol, con un libro y unos guantes desechables- que lejos de estar prohibidas en los países de nuestro entorno, son aconsejadas por sus gobiernos por sobradas razones de salud física y mental. No, no es momento de autoritarismos ni de paternalismos. No es momento de volver atrás a una especie de sociedad 1.0 donde unos pocos emiten y deciden y la mayoría acata acríticamente mirando el televisor. No es casualidad que Su Majestad haya decidido utilizar nuestro confinamiento para renunciar no se sabe a qué herencia de su padre vivo y tapar así el escándalo de los fondos a su nombre. El hecho de que el gobierno haya anunciado que va a solicitar información anonimizada a los operadores telefónicos sobre nuestra geolocalización debe de hacernos vigilantes ante el desproporcionado poder que tienen ahora las grandes empresas tecnológicas y el papel de la inteligencia artificial. Toda herramienta es bienvenida, pero siempre sin renunciar a nuestros derechos y con el necesario control jurisdiccional de racionalidad y proporcionalidad.
El camino que conduce al totalitarismo no es ni el más corto ni es el más eficaz para resolver esta crisis. El camino correcto es, como siempre, el del estado democrático social y de derecho. Si queremos evitar la propagación del pesimismo y las mentiras, si queremos salir de esta situación unidos, necesitaremos algo más que hashtags en las redes sociales: Tendremos que convertirnos cada uno en protagonistas de nuestra situación, hacer a la gente de este país responsable de la salud de todos y asegurarnos en cada medida de que nuestras libertades se restringen en el justo punto de la necesidad sanitaria. Y eso no se consigue con centenares de miles de multas -que superan el salario mínimo mensual de un trabajador- ni con amenazas desde las ventanas.
Desde nuestros balcones, nuestras webcams y desde esas aplicaciones de comunicación que hace un mes ignorábamos, debemos extender nuestro apoyo no sólo a quienes heroicamente ya nos cuidaban cuando se recortaban sus derechos, sus salarios y sus medios, sino a todos aquellos que en estos momentos sostienen los destartalados servicios públicos y la mermada capacidad económica y productiva de este país. Pero esas tribunas deben erigirse también en la tensión democrática capaz de mantener no solo las medidas socioeconómicas esenciales para que este país tenga un futuro al que regresar, sino también que lo hagamos en condiciones de verdadera libertad solidaria y conscientes de que la democracia nos pertenece igual desde las plazas que desde las casas. Y que siempre será a nosotros, desde las plazas o desde las casas, a quienes corresponderá la difícil y constante tarea de defenderla.
Próxima parada, el futuro
03/04/2020
Fernando Ruiz-Goseascoechea
Periodista
Cuenta Yuval Noah Harari, en su artículo del pasado día 20 en el Financial Times, The World after coronavirus, que la tormenta pasará, la mayoría sobreviviremos, pero en un mundo que será diferente; y añade un pequeño detalle: muchas de las medidas de emergencia seguirán vigentes.
Explica Hararai que con el coronavirus se plantea la posibilidad, absolutamente viable, de que cada ciudadano use un brazalete biométrico que transmita continuamente su temperatura y pulso. Los algoritmos revelarían quién está enfermo, y en cuestión de días se detendría la epidemia. Y ante esta magnífica noticia viene el razonamiento inquietante: Sería ilusorio pensar que esta vigilancia biométrica podría ser solo transitoria.
La desventaja sería que se legitimaría un nuevo sistema de vigilancia aterrador: se sabría qué canal de televisión o cadena de radio son tus preferidos y das pistas sobre tus ideas políticas. Y si se accede a la temperatura del cuerpo, presión y ritmo cardíaco mientras miras un vídeo, saben lo que te hace reír, llorar y enojar. Ahora imaginemos esa herramienta en manos de fuerzas económicas o políticas.
Frente a estos avances teóricos, observamos, paradójicamente, nuestra realidad cotidiana, que se caracteriza, no sólo por una falta de coordinación entre los gobiernos sino por una extendida desorientación y parálisis de los organismos internacionales, empezando por la Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos, que desaprovecha la ocasión para ponerse, de una vez, al lado de la ciudadanía europea, y se escuda en que no tiene competencias sanitarias, como si lo que estamos pasando se limitase a ese aspecto.
El G-20 afirmó esta semana que se compromete a hacer lo que sea necesario para superar la pandemia, el G-7 acusa a China de desinformación y el Secretario General de la ONU le pasa la patata caliente al G-20. Y así la pescadilla se sigue mordiendo la cola.
El FMI ha prometido un billón de dólares y el Banco Mundial otros 12.000 millones de dólares en fondos inmediatos para ayudar a los países a amortiguar el impacto de covid-19, y está bien. Pero no olvidemos que, bajo la orientación del FMI, muchos gobiernos redujeron los presupuestos de salud, recortaron los salarios y limitaron el número de médicos, enfermeras y personal del sector sanitario.
En España, va cada uno por su cuenta. El titular de exteriores de la UE, el español Josep Borrell, insulta al gobierno chino justo cuando China está a punto de enviar material sanitario a Europa. El gobierno decreta el confinamiento de la población el domingo 29, con 72.248 infectados y 5.704 fallecidos, sin haber oído al denostado presidente Torra, que lo viene pidiendo desde hace semanas. Pero ¿qué diablos nos pasa?
El escritor japones Haruki Murakami, -casi premio Nobel de Literatura del año pasado y autor de una joya llamada El fin del mundo-, escribió en 2002 la novela Kafka en la orilla, en la que afirmaba una frase que estos días se reproduce mucho en las redes y que más que una reflexión, parece una revelación premonitoria: Y una vez que la tormenta termine no recordarás como lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura, cuando salgas de esa tormenta no serás la misma persona que entró en ella. De eso trata esta tormenta.
Efectivamente, estos razonamientos kafkianos se complementan en el espacio y el tiempo con una realidad cada vez más orweliana, y es que es fácil imaginar que este periodo triste y aciago es una especie de laboratorio de pruebas para quienes se sienten predestinados a dirigir nuestro futuro próximo. Es como si alguien tomase nota de nuestro comportamiento en la cuarentena y apunta en su agenda Moleskine: Día 1: la gente está dispuesta a sacrificarse. Día 2: con la desaparición de un sector de la tercera edad, se sanea la economía. Día 3: se puede trabajar estupendamente desde casa. Día 4: sobran trabajadores y empleados. Día 5: también sobran mandos intermedios. Día 6: con el trabajo en casa se disipa la disidencia y el inconformismo…
Todavía no sabemos qué se derrumbará y qué quedara en pie pero podemos imaginarnos que además de los estragos derivados por las muertes, sus secuelas y la desolación, se va a producir una quiebra del sistema productivo, un derrumbe monetario-financiero, crisis de la banca, de los mercados especulativos y del crédito.
El escritor y pensador portugués Andrés Maghallaes puso recientemente un poco de luz en el túnel y explicó algo clave: todo, incluso los desastres, conspira para la posibilidad del bien. A veces necesitamos algún tiempo para descubrir la senda de bondad que nace de las embestidas de la desgracia. Pero tarde o temprano nuestra mirada se ilumina, las tinieblas se disuelven y ahí aparece finalmente un camino de claridades.
Parece claro que el camino que habrá que recorrer es abrupto y accidentado por lo que deberían fijarse algunos ejes claves en la construcción del nuevo futuro. El primero es garantizar que la salud pública deba tener, por parte de los poderes, una consideración bien diferente a la que se ha tenido hasta ahora. Independientemente de los colores de los gobiernos.
Otro punto clave debería ser el levantamiento del tejido económico, a nivel nacional e internacional, y la recomposición, -con la morfología que se precise-, del nuevo mercado laboral. El tercer eje se debería situar en el protagonismo de la sociedad y sus mecanismos de control y organización. Se tendrán que poner en pie ideas y herramientas para que el futuro no se resuelva únicamente para beneficio de una minoría sin escrúpulos, ni tampoco bajo premisas autoritarias que pretendan limitar las lógicas demandas de las grandes masas. Ya hay voces, como la del filósofo italiano Roberto Esposito, que han alertado de que estamos presenciando una politización de la medicina investida de tareas de control social.
Salud, economía, justicia social y democracia se perfilan pues como la punta de lanza de la reconstrucción de ese paradigma que todavía no conocemos con exactitud.
En el futuro que viene es probable que los proyectos de desarrollo necesiten un cambio de enfoque drástico y posiblemente tendrá que estar basado en un cambio en los valores dominantes. No descartemos tampoco que se produzca una ruralización de la sociedad, que comportará una mirada diferente hacia el mundo agrícola.
Hoy estamos en un punto en el que lo primordial es salvar vidas. Pero no perdamos de vista que el futuro incierto que viene va a depender del camino que escojamos. Tendremos que optar por asumir como prioridades irremediables la crisis climática y la protección sanitaria. Y entender que solo con soluciones colectivas en defensa de lo público, de los bienes comunes, de la solidaridad y el apoyo mutuo, el futuro será viable; además, es la garantía para evitar tanto la descomposición de los poderes públicos como el asentamiento de un control totalitario.
Historias del señor Doubt. Cosas para compartir en días de confinamiento: nuevas realidades y utopías (I)
01/04/2020
Pedro Chaves
Politólogo, investigador especializado en la UE
Hubo un momento, al principio de toda esta situación, en que nuestros whatsapps se llenaron de memes divertidos sobre el coronavirus, nos reíamos un poco de lo que estaba pasando en otros sitios: ¿quién demonios conocía Wuhan, ciudad China en la provincia de Hubei? Después de algunas semanas algo más, básicamente cifras y cosas así. Cuando lo ignoramos todo las cifras reconfortan, nos dan la sensación de que controlamos algo: 11 millones de habitantes y la provincia casi 57 millones. Todos ellos y ellas, a partir de determinado momento, confinados en casita, paralización casi total de la actividad productiva, de la movilidad, de las interacciones sociales. Pareció una señal de alarma, pero no muchos supimos interpretarla así. Yo mismo, preferí seguir riéndome con memes como el del norcoreano: El coronavirus se expande por Italia. Salvini, asustado, huye del país en una balsa. El Open Arms lo recoge en el mar y lo traslada a un puerto seguro, Libia.
Había otros muchos simpáticos, como ese de los Beatles cruzando el famoso paso de peatones en Abbey road con unas flechas que indicaban claramente entre ellos el metro de distancia obligatorio, exigido por las nuevas circunstancias. Hasta eso ha cambiado también: ahora metro y medio, al menos. La fría métrica se impuso sobre lo que nos hace humanos y alguien inventó el concepto de “social distancing” para dar cuenta de las nuevas reglas de interrelación en nuestras sociedades. Ni siquiera se hizo el esfuerzo de llamarlo, simplemente, “distancia física”, un concepto que no nos robaba nada, solo nos advertía de la conveniencia de mantener un prudente alejamiento por un bien compartido. Se ha preferido llamar “distanciamiento social”, no recuerdo otro momento en el que la semántica resultase tan alejada de aquello que nos define como especie.
Después, supimos que Irán, Corea del Sur y otros países, estaban también jodidos y que la proliferación del virus escalaba exponencialmente en esos países, pero vamos, pensábamos, no dejaban de ser China e Irán y otros países lejos de la vieja Europa. Bueno, la cosa empezaba a adquirir tonalidades más grises, pero aún nos tomábamos nuestras cañas, quedábamos a cenar y todo eso. Nada había cambiado en lo sustancial, pero estábamos más al tanto de lo que ocurría, eso era todo. Sentíamos una ola que se acercaba, pero aún estaba lejos.
El 21 de febrero Adriano Trevisan moría en un hospital cerca de Padua, era la primera víctima italiana por el coronavirus, entonces supimos que empezaba otro partido, que la situación, ahora sí, nos obligaba a estar pendientes de lo que iba a ocurrir. Nuestra perspectiva cambió: empezamos a vivir día a día. La gente comenzó a ponerse máscaras, el coronavirus escalaba imparable en nuestras conversaciones cotidianas y los antaño relativamente optimistas, como el que suscribe, nos tuvimos que comer las palabras poquito a poquito.
Cuando el 24 de febrero el Covid-19 saltó a la península y comenzó a cebarse con la Comunidad de Madrid, en primer lugar, comprendimos que nos había llegado el momento. Y todo ha sido tan rápido. ¿Cuántas veces hemos reconstruido en nuestra cabeza y en nuestro corazón este giro imprevisible y traumático de los acontecimientos?
Apenas una semana después de conocer los primeros casos en España, el día 7 de marzo, quedé con un amigo para vernos en Ávila, su mujer, italiana residente en Roma, quiso asegurarse de que yo estaba bien y no había tenido contactos de riesgo en los últimos quince días. Me pareció excesivo, pero fue como una descarga inesperada de un voltaje que no se correspondía, desde mi perspectiva, con lo que yo estaba viviendo. Cuando mi amigo y yo nos despedimos nos dimos la mano y nos abrazamos: ¿qué inconscientes, no?
Una semana después, el confinamiento era una realidad en nuestro país y nos encontramos leyendo análisis que intentaban explicar por qué millones de compatriotas se habían puesto a comprar rollos de papel higiénico. Debate arduo en el que participaron sociólogos, filósofos, politólogos y, por supuesto, economistas. Aún no somos capaces de entender bien qué nos pasó. Después las cosas se han normalizado, un tanto, tal vez nos asustamos de nosotros mismos.
En apenas un mes se ha alterado nuestro presente de una manera traumática, y vivimos un cierto colapso respecto a lo que será el futuro próximo. Intuimos que las cosas no volverán a ser las mismas que fueron antes. Este colapso, siquiera sea provisional, de nuestro futuro nos golpea individualmente. Somos una especie que solo tiene sentido encadenada al futuro. Con los planes en incierto suspenso, viviendo el día a día, sufrimos; la existencia nos duele si no avizoramos un futuro, siquiera sea al alcance de la mano.
Estamos viendo el rostro de la muerte, próximo, cercano, casi todos nosotros podemos contar de alguien a quien el coronavirus se ha llevado por delante. Y se trata, además, de una experiencia colectiva, social, única, solo similar a una guerra. Aunque el símil nos incomode y nos perturbe. Pero no somos soldados, ni se puede pretender que abordemos esta situación como si lo fuéramos. Y la ausencia de un enemigo visible, físico, tangible cuando menos, nos impide movilizar recursos que, quizá, nos ayudarían a hacer más soportable la espera.
Por otra parte, estamos viviendo la situación de confinamiento y privación de libertad que viven cotidianamente millones de personas aquejadas por enfermedades, condenadas por su genética, o por la casualidad, o porque estaban justo donde no tendrían que haber estado en un determinado momento.
Todo lo anterior para compartir que no es la primera vez que esto ocurre, al menos, no es la primera vez que muchos, millones, de nuestros congéneres pasan por esta circunstancia.
Pero lo que cambia por completo la perspectiva es que la experiencia es ahora colectiva, compartida, extendida, global, humana. Saber que un tercio de la humanidad vive, ahora, algún tipo de confinamiento, nos hermana y nos hace sufrir: somos todos/as iguales, eso alivia y angustia, al tiempo. No iría más allá, no diría cosas del tipo: esto “democratiza la experiencia”; francamente, no creo que esta sea la dimensión dominante en el modo en el que la gente está viviendo esta situación. Es una articulación nueva del espacio público y privado, de la política y la pre-política. En esas nuevas dimensiones, desconocidas, debemos aprender a analizar, a proponer a operar.
Pero lo cierto es que no se sale de las experiencias traumáticas como si no hubieran ocurrido. Cuando todo esto pase, habrá una pulsión natural a intentar recuperar a toda velocidad la vida que tuvimos, la cotidianeidad robada, los problemas a los que estábamos acostumbrados, las ilusiones que hemos tenido que dejar en el congelador, las promesas rotas en medio de este colapso de nuestro presente. Escuché a un psiquiatra amigo decir algo que me pareció brillante: no vale de mucho repetir que tenemos que “tranquilizarnos”, como si eso fuera posible. Tenemos que adaptarnos, esto es, asumir la realidad y buscar lo mejor que pueda ofrecernos, siendo conscientes y aceptando la alteración sustancial que suponen para nosotros/as. No ganaremos nada negando el presente. Hemos perdido la capacidad de control que creíamos tener sobre nuestro presente y, en parte, sobre nuestro futuro, a eso tenemos que adaptarnos pero no resulta muy tranquilizador, ni tiene por qué serlo.
Pero el doble desafío al que tenemos que enfrentarnos tiene que ver con superar esa inercia de deseo de “vuelta a lo que teníamos” y de madurar lo que podemos proyectar, como cambios necesarios, de esta experiencia no buscada. Hay tantas cosas que hemos aprendido sobre generosidad, solidaridad, entrega, empatía, profesionalismo: nos hemos hecho un poco más humanos, no lo olvidemos. También sobre egoísmo, insolidaridad, desprecio por los más débiles.
Y ahora nos toca compartir lo que nos está ocurriendo para dimensionar el problema en su justo lugar, para preguntarnos por la vida que queremos para las generaciones que vendrán después de la nuestra, por el planeta que queremos dejarles y por las perspectivas que queremos ofrecerles. Por si alguien no se había dado cuenta todavía, la vida, presente y futuro de los humanos es global y nadie puede excluirse.
La huida hacia delante de los más ricos del planeta forma parte de las desgracias de este presente y ha reconocido, en esta pandemia, un límite expresivo y racional. Como dice la economista Jayati Ghosh, “la salud del conjunto de la sociedad depende de la salud de la gente más pobre”. Y el modo en que ese bienestar global se garantiza es a través de una buena salud pública que pueda llegar a todos/as en condiciones y en calidad suficiente.
En ese esfuerzo de pedagogía radica una buena parte de nuestras oportunidades. ¿Cómo compartir todo aquello que está siendo hermoso y rescatable de esta nueva cotidianeidad? ¿Cómo hacer para que se convierta en el imaginario de una salida que nos ayude a superar lo que hoy vivimos? ¿Cómo ofrecer una esperanza que no sea volver al pasado que nos condujo hasta aquí? ¿Cómo hacerlo desde esa nueva articulación entre política y pre-política, entre emociones y programas, entre lo individual y lo colectivo, lo público y lo privado? ¿Cómo hacerlo defendiendo las trincheras de la democracia, pero integrando respuestas a nuevos desafíos para los que no estábamos ni estamos preparados? ¿Cómo desprendernos de una vez de los “conceptos zombis” que siguen atándonos a un pasado, ahora sí, inexistente?
Decía Eduardo Galeano que: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
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