La xenofobia institucional y la austeridad. Gasolina política para el auge electoral de la extrema derecha

  • Miguel Urban

    Miguel Urban

    Europarlamentario de Podemos. Coautor con G. Donaire de 'Disparen a los refugiados'

12.01.2017

Debate principal: El ascenso de la extrema derecha en Europa

Si hay un elemento común a las principales formaciones de extrema derecha a nivel europeo ese es el conjunto de planteamientos restrictivos en relación a la inmigración. Prácticamente la totalidad de las organizaciones de este heterogéneo ambiente político apunta a las y los inmigrantes, preferentemente pobres y “no occidentales”, como chivo expiatorio de una supuesta degradación socioeconómica y cultural de Europa y de los países receptores. Es más, estas posturas se han propagado, con relativa facilidad, mucho más allá de su contexto de producción, permeando el debate político en su conjunto y siendo parcialmente asumidas por muchos partidos mayoritarios en toda Europa y por las propias instituciones de la UE.

Cabe hablar por lo tanto de un verdadero “poder de agenda” de la extrema derecha, entendido como capacidad para establecer las prioridades programáticas, las problematizaciones relevantes, los enunciados discursivos que fijarán los términos del debate. En este sentido, la extrema derecha ha ido recolectando éxitos desde finales de la década de 1980 en la medida en que ha sabido y conseguido introducir dentro del orden del día general ciertas cuestiones como la seguridad, la inmigración “ilegal” e “incontrolada” o la pérdida de la identidad nacional, al mismo tiempo que las presentaba como fenómenos estrechamente vinculados entre sí.

Desde las instituciones europeas y los partidos del establishment son recurrentes las llamadas de alerta ante el auge de actitudes racistas y organizaciones xenófobas. Sin embargo, en lugar de plantear contrapropuestas para combatir estos discursos excluyentes, esos mismos actores están aceptando el terreno de confrontación que propone la extrema derecha, asumiendo así buena parte de sus postulados. De esta forma y en última instancia, normalizan ese discurso y legitiman el espacio político que conjuntamente van generando. Es lo que en Francia se conoce desde hace años como “lepenización de los espíritus”.

Nunca antes en la historia se habían construido tantos muros o vallas en Europa como desde 2015. Estas vallas, junto con las devoluciones en caliente, se han convertido en el emblema de la nueva Europa atravesada por la llamada crisis de las y los refugiados. Una crisis que esconde una crisis política, de fronteras y de derechos. En 1989, la entonces Comunidad Económica Europea celebró la caída del Muro de Berlín como el final de una época y el nacimiento de un “mundo sin muros”. Pero desde aquel momento se han construido 49 nuevos muros, 11 de ellos en el último año. Valgan los ejemplos de dos municipios rumanos: en Baia Mare el ayuntamiento levantó un muro para separar un barrio habitado por gitanos; en Tarlugeni otro muro separa a los campesinos rumanos y húngaros de sus vecinos romaníes. Muros tras los que se refuerzan los repliegues identitarios y los nacionalismos excluyentes. Muros que reavivan antiguos fantasmas que hoy, de nuevo, recorren Europa.

Pero los muros de hoy ya no cumplen tanto una función de control fronterizo, sino que se han convertido, sobre todo, en un elemento fundamental de propaganda política. Levantar un muro o una valla es una medida rápida y de impacto sobre la opinión pública que configura una especie de “populismo de las vallas”. ¿Qué mejor manera de visualizar la “seguridad” ante las “invasiones” de refugiados que con una valla fronteriza? Una lógica que llega hasta países tan alejados de las actuales rutas migratorias como Noruega, que en 2016 construyó una valla a lo largo de la frontera que comparte con Rusia en Storskog, a pesar de que, según el Directorio Noruego de Inmigración, en todo el año nadie pidió asilo político a través de esa vía.

El “populismo de las vallas” no solo es un elemento eficaz de propaganda política inmediata que permite visibilizar el “trabajo” concreto de los gobiernos. También es un potente instrumento simbólico a la hora de construir un imaginario de exclusión entre la “comunidad” y los “extranjeros”, tan antiguo y recurrente en la historia como el Muro de Adriano durante el Imperio Romano. Porque los muros no se construyen solo con cemento y concertinas, sino también sobre el miedo al otro, a lo desconocido, contribuyendo a agrandar así la brecha entre ellos y nosotros. La estigmatización de la población migrante ha sido un elemento fundamental para trazar una frontera entre quienes deben ser protegidos y quienes pueden ser y efectivamente resultan excluidos de cualquier protección. Una coartada sobre la que construir y sostener el consenso sobre el que se asienta y pivota todo el dispositivo de control de fronteras que conforma la actual Europa Fortaleza.

En este sentido, la inseguridad ciudadana constituye uno de los elementos más comunes de estigmatización de la población migrante, de la pobreza y de las personas pobres en general, a través de una asimilación machacona entre delincuencia, inseguridad e inmigración. Es cada vez más recurrente desde ciertos medios de comunicación y tribunas políticas vincular, como si de una fórmula matemática se tratara, el aumento de la inmigración con el ascenso de la delincuencia, amplificando para ello casos aislados frente a estadísticas que desmontan este nexo. Una vinculación que tiene por objetivo último defender políticas de “mano dura” contra la inmigración y la delincuencia. De esta forma, se estigmatiza a la población migrante, presentándola social e institucionalmente como un problema de orden público, favoreciendo con ello no sólo la xenofobia institucional sino también la retórica de este populismo punitivo, como hemos podido comprobar en la expulsión de romanís o en la gestión de las personas refugiadas y migrantes en el campamento de la Jungla en Calais.

La incapacidad del resto de actores de articular un discurso antagónico al de este populismo punitivo abanderado por la nueva derecha radical hace girar todo el arco político hacia soluciones represivas y de recortes de libertades. Gracias a esta progresiva “lepenización de los espíritus”, la derecha xenófoba va aumentando su capacidad de condicionar el marco (ideológico, discursivo, cultural) en el que se mueve la discusión política, condicionando y estrechando las posiciones del resto de actores y asegurándose una influencia legislativa y gubernamental incluso sin necesidad de ocupar cargos institucionales.

Es en este marco y bajo esta lógica que debemos situar y comprender la caza a las personas migrantes “sin papeles” que busca su expulsión y/o su reclusión en condiciones infrahumanas en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), lugares convertidos en auténticas fábricas de criminalización de personas además de en espacios de vaciamiento de los derechos más elementales. El objetivo de todos estos dispositivos de exclusión y reclusión es transmitir al resto de la sociedad una imagen del migrante como potencial delincuente, fomentando la sensación de inseguridad entre la población y aumentando su estigmatización. De esta forma, la criminalización de la población migrante no es solo producto de una extrema derecha en auge o de unos cuantos políticos irresponsables, sino que es la consecuencia de una política institucional, de guante blanco, consciente y planificada, que persigue una degradación de la protección jurídica y social del migrante.

En paralelo a la militarización del Mediterráneo, la UE no ha parado en estos años de ampliarse hacia oriente, integrando a nuevos Estados Miembro hasta componer una unión de 28 países (27 de consumarse la anunciada salida de Reino Unido), con una diversidad cultural y lingüística enorme. En este proceso se ha ido construyendo una identidad común de raíz primordial y claramente económica, que tiene más que ver con una cierta promesa de “Estado del bienestar” que con un patrón cultural determinado. Cabe aquí recordar que las diversas formas de identidad colectiva suponen siempre la distinción entre quienes forman parte de una comunidad y quienes son considerados ajenos a ella. Pero ninguna distinción tiene en la actualidad tanta trascendencia social y política, al menos en Europa, como la que deriva de estar en posesión o no de los derechos de ciudadanía.

El acto inaugural de la actual xenofobia política creciente en Europa fue situar la frontera entre quienes deben ser protegidos y quienes pueden ser o directamente son excluidos de cualquier protección. Una operación de exclusión de la ciudadanía plena cuya matriz es fundamentalmente económica y que busca fragilizar a un colectivo, el migrante, para contribuir así a fragmentar aún más a toda la población. Una operación consustancial a la guerra entre los pobres, a la lucha de clases de los últimos contra los penúltimos, donde prima la competencia entre autóctonos y foráneos por acceder a recursos cada vez más escasos en tiempos de austeridad: el trabajo y las prestaciones y servicios de bienestar social.

En estos últimos años hemos podido comprobar en Europa que, contra todo pronóstico, la crisis no solo no ha debilitado las políticas neoliberales que la habían generado, sino que de hecho las ha reforzado en forma de austeridad y planes de ajuste estructural cada vez más agresivos y ambiciosos. En ese contexto de creciente desigualdad es donde la pobreza se construye como enemigo. Pero, en un macabro matiz, el objetivo no es tanto acabar con la pobreza como acabar con las personas pobres. El empeño creciente por invisibilizar la pobreza y a quienes la sufren es un claro ejemplo de la nula voluntad de combatir sus causas.

De esta forma se va pasando paulatinamente de la acusadora visibilidad de la mendicidad errante a la tranquila invisibilidad de la pobreza encerrada, y de atender la pobreza desde la extensión del Estado social a combatirla desde la profundización de un Estado policial que estigmatiza y criminaliza a las personas empobrecidas. Ante la falta de voluntad de solucionar la inseguridad derivada de las políticas de ajuste y austeridad, de la precarización del mercado laboral y de la pérdida de derechos y prestaciones sociales, y buscando apartar ese dedo que señala al sistema que la provoca y a las políticas públicas que no la solucionan, se opta por estigmatizar fenómenos como la inmigración o la pobreza.

La gestión de la crisis de las personas refugiadas basada en el cierre de fronteras es una consecuencia directa del orden que imponen las políticas de austeridad que, más allá de los recortes y privatizaciones que conllevan, son, como afirma el economista Isidro López, la «imposición para un 80% de la población europea de un férreo imaginario de la escasez”. Un «no hay suficiente para todos» generalizado, que fomenta mecanismos de exclusión que Habermas definía como característicos de un “chovinismo del bienestar” y que concentran la tensión latente entre el estatuto de ciudadanía y la identidad nacional. De esta forma, se consigue que el malestar social y la polarización política provocadas por las políticas de escasez se canalicen a través de su eslabón más débil (el migrante, el extranjero o simplemente el «otro»), eximiendo así a las élites políticas y económicas, responsables reales del expolio. Porque si “no hay para todos”, entonces sobra gente: “no cabemos todos”. He aquí la delgada línea que conecta el imaginario de la austeridad con el de la exclusión.

En fin, podríamos poner miles de ejemplos de cómo esta “lepenización de los espíritus” va permeando cada vez más ámbitos de la vida social y política europea a través de espacios cotidianos, tribunas mediáticas o despachos institucionales. Porque “los discursos de la extrema derecha y sus ataques a las y los inmigrantes en las calles europeas están directamente relacionados con los discursos oficiales y con el racismo institucional que propone, soterrada o explícitamente, la misma caza del inmigrante. Se trata del reflejo en la calle de un racismo oficial que promovido por las propias políticas migratorias de la UE. La “preferencia nacional” de Marine Le Pen, convertida en “prioridad nacional”, no queda lejos del patriotismo de los dirigentes de partidos considerados de centro (derecha o izquierda) que batallan por la seguridad de sus ciudadanos ante la “avalancha” del inmigrante”.

A lo largo de estos años estamos comprobando cómo la verdadera victoria de la extrema derecha, así como la condición previa para su actual ascenso electoral e institucional, ha sido la normalización progresiva de su discurso. Hoy, tanto el debate general como muchas políticas públicas relacionadas con la seguridad (ciudadana y fronteriza) y con la inmigración (refugio, asilo, integración, interculturalidad) están cargadas de contenidos introducidos pacientemente por la nueva extrema derecha y que hace unos años hubiesen resultado impensables. Un éxito que no se mide solo en votos, sino también y sobre todo en haber conseguido que las posiciones identitarias, excluyentes y punitivas se hayan trasladado desde la marginalidad hasta el mismo centro de la arena política, condicionando hoy buena parte del debate público. Como al propio Jean-Marie Le Pen le gustaba repetir irónicamente durante las elecciones presidenciales francesas de 2002: “Parece que ya me he normalizado. Ahora todo el mundo habla como yo”.

Miguel Urbán y Gonzalo Donaire, autores del libro ‘Disparen a los refugiados. La construcción de la Europa Fortaleza’

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