Hace unas semanas, Marine Le Pen volvió a ocupar las portadas de los periódicos las de todo el mundo al anunciar su intención de prohibir que los hijos de inmigrantes tengan acceso a la escuela pública, si gana las elecciones presidenciales de este año. Después de las victorias del Brexit y Donald Trump, una inquietante pregunta se repite cada vez más a menudo: ¿puede ganar Marine Le Pen?
Según todas las encuestas, la segunda vuelta de las elecciones francesas enfrentará a la presidenta del Frente Nacional con el candidato de la derecha tradicional, François Fillon, y este ganará sin problemas. Sin embargo, el valor de una encuesta casi cinco meses antes de las elecciones y sin conocer todos los candidatos es muy relativo. Lo que parece evidente es que el FN y su candidata están en una situación mucho mejor que antes de las elecciones de 2012, gracias a dos elementos: un uso magistral del populismo y la estrategia de la desdiabolización.
El populismo de Marine Le Pen
La conocida definición de “populismo” de Ernesto Laclau es muy útil para entender el FN de Marine Le Pen. El autor argentino define el populismo como una lógica política que incluye -entre otros- los siguientes elementos: la unificación de una pluralidad de demandas sociales en una cadena de equivalencias (es decir, varias demandas distintas son percibidas como equivalentes entre sí) y la división discursiva de la sociedad en dos campos (Laclau 2005: 102).
Ambos elementos están presentes en la estrategia del Frente Nacional, al menos desde que Marine Le Pen sustituyó a su padre en la presidencia del partido en 2011. El FN ha conseguido agrupar en un mismo proyecto político demandas sociales como el proteccionismo comercial para defender el empleo frente la globalización neoliberal o la defensa de los servicios públicos, por un lado, y el creciente miedo a la inmigración, al Islam y al terrorismo, por otro lado. En lo económico, el programa frontista incluye propuestas típicamente de izquierdas como detener la liberalización de los servicios públicos o aumentar el IVA sobre los productos de lujo, junto a propuestas neoliberales como el incremento de las horas semanales de trabajo o la reducción del gasto público. Estas contradicciones muestran las tensiones que existen dentro del partido entre los sectores neoliberales y los proteccionistas.
La construcción populista del FN se completa con el liderazgo de Marine Le Pen, que consigue contrarrestar la tendencia a la disgregación de las múltiples demandas reunidas en el programa del partido (Laclau 2005: 130). Gracias a su habilidad comunicativa, Le Pen mantiene unidos a votantes laicos y católicos, de clases populares y empresarios, y, sobre todo, ultraderechistas convencidos y ciudadanos atraídos por el mensaje anti-establishment del FN.
El discurso del FN divide la sociedad francesa en dos campos: por un lado, el pueblo francés, entendido como la mayoría blanca y cristiana, atea o agnóstica (más del 60% de los franceses dicen no identificarse con ninguna religión); por otro, la población inmigrante y una élite parisina y cosmopolita que olvida a los “verdaderos franceses”, dedicando todos sus esfuerzos a garantizar el bienestar de estos recién llegados. No hay más que pasearse por las afueras de cualquier gran ciudad francesa para comprobar que esta construcción no tiene nada que ver con la realidad, pero funciona.
La división social establecida por el FN tiene el siniestro mérito de que expulsa de la noción de “pueblo francés” no solo a los migrantes, sino también a los franceses de cultura musulmana, que son presentados como “asistidos” que abusan de las ayudas públicas. De hecho, la figura de la persona que falsea sus condiciones económicas para acceder a prestaciones sociales a las que no tiene derecho es omnipresente entre los votantes del FN, según un estudio dirigido por las politólogas Céline Braconnier y Nonna Mayer. Por eso el proyecto político de Le Pen no es solo xenófobo sino también racista: excluye a una parte de la población francesa, no solo por razones de nacionalidad sino también por su etnia.
Como explica René Monzat, experto en la extrema derecha francesa, la islamofobia cumple un papel fundamental en la construcción política del FN, por dos razones. Primero, borra las grandes diferencias étnicas y culturales que existen dentro de los musulmanes franceses y migrantes, considerándolos a todos solo como musulmanes: “La islamofobia se convierte en un factor unificador del racismo y la xenofobia”. Además, según Monzat, “la islamofobia permite ampliar la base social del apoyo a las discriminaciones o al apartheid: se extiende a sectores que no se sienten racistas y creen mostrar su feminismo y espíritu cívico al apoyar las discriminaciones este es un aspecto particularmente marcado en Francia”.
En la misma línea, la histórica autora feminista Christine Delphy denuncia que buena parte del feminismo francés ha asumido la transformación de la laicidad en un arma arrojadiza contra la población musulmana, apoyando “leyes racistas” como la que prohíbe el uso del pañuelo islámico en las escuelas. La ministra (socialista) de los Derechos de las Mujeres, Laurance Rossignol, proporcionó un lamentable ejemplo de esta tendencia hace unos meses, cuando comparó a las mujeres que llevan velo con las “negras que estaban a favor de la esclavitud”. El candidato de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, salió en su defensa, calificando la declaración de la ministra de “error de vocabulario”.
La desdiabolización
La exitosa construcción populista de Marine Le Pen va de la mano de una estrategia de desdiabolización cuyo objetivo es escapar de la imagen de partido neonazi que el FN tenía hasta hace unos años. Jean-Marie Le Pen (el padre de la actual presidenta del FN) representaba perfectamente esa imagen. Presidente del FN entre 1973 a 2011 y antiguo miembro de la organización terrorista de extrema derecha OAS, Jean-Marie Le Pen fue condenado varias veces por hacer declaraciones racistas o afirmar que las cámaras de gas nazis fueron “un detalle en la Historia de la Segunda Guerra Mundial”. En 2015, la nueva dirección del partido expulsó a Jean-Marie Le Pen de la organización por estas declaraciones. El padre de Marine Le Pen no ha sido el único sancionado: la nueva presidenta del FN estrenó su mandato en 2011 echando a un consejero del partido por hacer el saludo nazi.
Sin embargo, el elemento más importante la operación renove lanzada por Marine Le Pen ha sido probablemente el nombramiento como vicepresidente del partido de Florian Philippot, antiguo seguidor del socialista anti-europeísta Jean-Pierre Chevènement, entre otros tecnócratas salidos de escuelas de élite. El pasado socialista de Philippot se une al hecho de que es homosexual, lo que refuerza la apuesta del Frente Nacional por presentarse como un partido moderno y defensor de las mujeres y las minorías sexuales frente a la amenaza que la población musulmana supuestamente representa para ambos colectivos.
Solo hay que ver cualquier telediario o leer cualquier periódico en Francia para darse cuenta de que la estrategia de la desdiabolización ha dado resultados: las ideas del Frente Nacional están hoy en el centro del debate político y sus representantes son invitados a los medios de comunicación con la misma frecuencia que el resto. Philippot ha sido invitado incluso a Sciences Po, escuela de élite de ciencias políticas que se presenta como institución defensora de la democracia liberal. Sin embargo, gran parte de los militantes y cuadros del Frente Nacional siguen siendo ultraderechistas de la vieja escuela, y las declaraciones descaradamente racistas, xenófobas, machistas y homófobas de representantes del FN siguen siendo más frecuentes de lo que les gustaría a Le Pen y Philippot. Quizá sea por eso que la mayoría de los franceses siguen considerando hoy que el FN es una amenaza para la democracia, igual que en 2011.
Derecha y extrema derecha en el contexto neoliberal
30/01/2017
Javier Segura
Profesor de Historia
La entronización de Donald Trump como presidente de Estados Unidos corrobora el proceso de derechización radical que, desde Estados Unidos, agita la política mundial desde la década de los 80 del pasado siglo. Para la extrema derecha europea, que en este año concurre a las elecciones en Francia, Alemania y Holanda con amplias probabilidades de éxito, significa un espaldarazo espectacular.
Existe un imaginario colectivo que establece una clara distinción entre la derecha y la extrema derecha, asociando la primera con el civismo político y la segunda con la arrogancia autoritaria y/o con el matonismo de los “activistas del odio”. Voy a permitirme hacer un esbozo histórico con objeto de contribuir al debate en torno a este proceso de “subidón integrista”, con perdón.
Veamos: al margen de avatares históricos, la distinción esencial entre las metáforas “derecha e izquierda” radica en la diferente concepción de la igualdad-desigualdad social. En general, la filosofía política de la izquierda interpreta la desigualdad social, no sólo como una injusticia moral, sino como el inevitable resultado de la explotación de la fuerza laboral por la empresa privada capitalista, mientras que el “derechismo”, la concibe como algo congénito a la condición humana, por lo que no tiene por qué abogarse por su erradicación.
En la actualidad el orden que sustenta la derecha es el neoliberal, fruto de la “revolución conservadora” que protagonizaron el presidente Ronald Reagan en Estados Unidos (1980-1989) y la primera ministra Margaret Thacher en Gran Bretaña (1979-1990). El objetivo real de este “complot de los privilegiados”, cocinado entre bancos de Wall Street, la Reserva Federal estadounidense, las principales compañías transnacionales y organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, fue la recomposición del poder de clase de las élites empresariales y financieras mediante el progresivo desmantelamiento del Estado del Bienestar y la imposición paralela del marco adecuado para mercantilizar los bienes públicos, devaluar los derechos laborales y garantizar un trato privilegiado al gran capital privado. En otras palabras, para consolidar el modelo de acumulación de capital por desposesión de la ciudadanía, tanto más eficaz cuanto más desactivados estén los mecanismos de solidaridad social. ¿Es ésto derecha o ultraderecha?
El conjunto de miedos e incertidumbres derivadas de la perversa combinación entre la “desigualdad social por decreto”, el secuestro de la democracia por las élites y la exposición de “lo público” a la corrupción del dinero han servido de caldo de cultivo para el ascenso de la extrema derecha en Estados Unidos y Europa, a expensas de una parte sustancial del espacio político tradicional de la derecha conservadora, visiblemente vinculada al establishment.
La estrategia de la extrema derecha se basa en la explotación del miedo a quien ella misma señale como el enemigo que amenaza la identidad nacional, para utilizarlo como el chivo expiatorio del malestar social y, de esta forma, justificar todo un programa de fobias y odios que conciten la adhesión popular.
Como el enemigo debe ser reconocido como “diferente” o “extraño” al cuerpo social, culturalmente homogéneo, es el extranjero quien mejor cumple dicha condición, en particular el inmigrante extra-nacional, indecentemente asociado al paro de los nacionales, el colapso de los servicios públicos o la delincuencia, el refugiado, cruelmente tildado de invasor y el musulmán inmoralmente vinculado al yihadismo. En este marco paranoico, cualquier “disidencia” que interese desacreditar o desactivar es susceptible de ser incluida en el catálogo de terribles amenazas (“a las señas de identidad”, “al sistema” o a la “unidad nacional”) de las que “hay que protegerse”. Así, esta idea sobredimensionada del “enemigo” fundamenta todos los tópicos del discurso ultraderechista, con intensidad variable según las organizaciones: xenofobia, racismo, islamofobia, homofobia, antifeminismo-misoginia, anticomunismo…, todo un ideario infracultural en el que no hay pudor para adulterar los significados reales del lenguaje si ello puede servir para sembrar miedo y odio en la sociedad. En esta parafernalia, la retórica antiélites, algo que permite a la extrema derecha mostrarse como alternativa al sistema cuando no lo es, actúa como el complemento ideológico para capturar la aprobación popular. Cuidado: este discurso anti-élites, en el que “las elites” se confunden en “el régimen oligárquico de los partidos” (partitocracia) en el que todos son igualmente corruptos, expresa, un menosprecio de fondo al pluralismo democrático.
El auge de la extrema derecha no se explica sólo con la crisis actual. Viene de más lejos.
En Estados Unidos, este viraje ultraderechista radical se inscribe en la trayectoria seguida desde los años 80 por el Partido Republicano, basada en la fusión de la ortodoxia económica, el mesianismo cristiano y el nacionalismo cultural, trayectoria a la que Donald Trump ha añadido el discurso de la recuperación de la grandeza de la “nación americana” y la impúdica exhibición mediática de la inmoralidad.
En Europa, los partidos enmarcados en la extrema derecha han crecido de manera espectacular en la última década y cuentan ya con una fuerte presencia institucional. Todos ellos, desde los que obedecen sin complejos al credo marcial del nazismo (Jobbik en Hungría o Amanecer Dorado en Grecia), como los vinculados en su origen al fascismo histórico (Frente Nacional en Francia) o los que no proceden del mismo, tienen en común el discurso básico del nacionalismo excluyente y todos ellos han encontrado en Trump el aliado transatlántico para dar rienda suelta a su particular “patriotismo”.
En España, al margen de las tribus nostálgicas del franquismo, la extrema derecha está plenamente incorporada al juego político a través del Partido Popular, fiel guardián de los “valores” de la dictadura (nacionalismo español esencialista, el nacional-catolicismo) y delegado natural del credo neoliberal.
Gran parte de los postulados de la extrema derecha han sido asumidos por la derecha clásica, sobre todo en lo que atañe a las políticas migratorias, claramente discriminatorias y punitivas, y a las políticas represivas en materia de derechos y libertades. Ambas “derechas” comparten valores básicos, como la idea de la propiedad privada como pilar básico de la sociedad, el mito de la nación como realidad superior a la de sus propios habitantes y la apreciación de la jerarquía como elemento consustancial de la sociedad, algo que permanece camuflado cuando se recurre interesadamente al epíteto vacío de “populismo” para definir a la extrema derecha y marcar las distancias políticamente correctas.
En el tablero diseñado por el neoliberalismo, la extrema derecha cumple una función: la de ocultar las raíces reales de la injusticia social y la crisis para, de esta forma, neutralizar la posibilidad de que se cuestione la responsabilidad en la misma de los megacapitales, cuya capacidad para seguir en el puente de mando de la globalización no depende de que haya o no haya repliegues nacionalistas. Lo que hace la extrema derecha es sembrar la discordia entre los perdedores del modelo neoliberal, fomentando, por una parte, el orgullo de sentirse superior y, por otra, canalizando la ira popular hacia los colectivos más vulnerables. Así, mientras se alimenta la guerra entre pobres, los cenáculos neoliberales siguen repartiéndose el pastel y la fractura social no deja de acrecentarse. Pongamos el dedo en la llaga.
Populismo y desdiabolización, la receta de Marine Le Pen para ganar las elecciones presidenciales en Francia
26/01/2017
Pablo Castaño Tierno
Politólogo
Hace unas semanas, Marine Le Pen volvió a ocupar las portadas de los periódicos las de todo el mundo al anunciar su intención de prohibir que los hijos de inmigrantes tengan acceso a la escuela pública, si gana las elecciones presidenciales de este año. Después de las victorias del Brexit y Donald Trump, una inquietante pregunta se repite cada vez más a menudo: ¿puede ganar Marine Le Pen?
Según todas las encuestas, la segunda vuelta de las elecciones francesas enfrentará a la presidenta del Frente Nacional con el candidato de la derecha tradicional, François Fillon, y este ganará sin problemas. Sin embargo, el valor de una encuesta casi cinco meses antes de las elecciones y sin conocer todos los candidatos es muy relativo. Lo que parece evidente es que el FN y su candidata están en una situación mucho mejor que antes de las elecciones de 2012, gracias a dos elementos: un uso magistral del populismo y la estrategia de la desdiabolización.
El populismo de Marine Le Pen
La conocida definición de “populismo” de Ernesto Laclau es muy útil para entender el FN de Marine Le Pen. El autor argentino define el populismo como una lógica política que incluye -entre otros- los siguientes elementos: la unificación de una pluralidad de demandas sociales en una cadena de equivalencias (es decir, varias demandas distintas son percibidas como equivalentes entre sí) y la división discursiva de la sociedad en dos campos (Laclau 2005: 102).
Ambos elementos están presentes en la estrategia del Frente Nacional, al menos desde que Marine Le Pen sustituyó a su padre en la presidencia del partido en 2011. El FN ha conseguido agrupar en un mismo proyecto político demandas sociales como el proteccionismo comercial para defender el empleo frente la globalización neoliberal o la defensa de los servicios públicos, por un lado, y el creciente miedo a la inmigración, al Islam y al terrorismo, por otro lado. En lo económico, el programa frontista incluye propuestas típicamente de izquierdas como detener la liberalización de los servicios públicos o aumentar el IVA sobre los productos de lujo, junto a propuestas neoliberales como el incremento de las horas semanales de trabajo o la reducción del gasto público. Estas contradicciones muestran las tensiones que existen dentro del partido entre los sectores neoliberales y los proteccionistas.
La construcción populista del FN se completa con el liderazgo de Marine Le Pen, que consigue contrarrestar la tendencia a la disgregación de las múltiples demandas reunidas en el programa del partido (Laclau 2005: 130). Gracias a su habilidad comunicativa, Le Pen mantiene unidos a votantes laicos y católicos, de clases populares y empresarios, y, sobre todo, ultraderechistas convencidos y ciudadanos atraídos por el mensaje anti-establishment del FN.
El discurso del FN divide la sociedad francesa en dos campos: por un lado, el pueblo francés, entendido como la mayoría blanca y cristiana, atea o agnóstica (más del 60% de los franceses dicen no identificarse con ninguna religión); por otro, la población inmigrante y una élite parisina y cosmopolita que olvida a los “verdaderos franceses”, dedicando todos sus esfuerzos a garantizar el bienestar de estos recién llegados. No hay más que pasearse por las afueras de cualquier gran ciudad francesa para comprobar que esta construcción no tiene nada que ver con la realidad, pero funciona.
La división social establecida por el FN tiene el siniestro mérito de que expulsa de la noción de “pueblo francés” no solo a los migrantes, sino también a los franceses de cultura musulmana, que son presentados como “asistidos” que abusan de las ayudas públicas. De hecho, la figura de la persona que falsea sus condiciones económicas para acceder a prestaciones sociales a las que no tiene derecho es omnipresente entre los votantes del FN, según un estudio dirigido por las politólogas Céline Braconnier y Nonna Mayer. Por eso el proyecto político de Le Pen no es solo xenófobo sino también racista: excluye a una parte de la población francesa, no solo por razones de nacionalidad sino también por su etnia.
Como explica René Monzat, experto en la extrema derecha francesa, la islamofobia cumple un papel fundamental en la construcción política del FN, por dos razones. Primero, borra las grandes diferencias étnicas y culturales que existen dentro de los musulmanes franceses y migrantes, considerándolos a todos solo como musulmanes: “La islamofobia se convierte en un factor unificador del racismo y la xenofobia”. Además, según Monzat, “la islamofobia permite ampliar la base social del apoyo a las discriminaciones o al apartheid: se extiende a sectores que no se sienten racistas y creen mostrar su feminismo y espíritu cívico al apoyar las discriminaciones este es un aspecto particularmente marcado en Francia”.
En la misma línea, la histórica autora feminista Christine Delphy denuncia que buena parte del feminismo francés ha asumido la transformación de la laicidad en un arma arrojadiza contra la población musulmana, apoyando “leyes racistas” como la que prohíbe el uso del pañuelo islámico en las escuelas. La ministra (socialista) de los Derechos de las Mujeres, Laurance Rossignol, proporcionó un lamentable ejemplo de esta tendencia hace unos meses, cuando comparó a las mujeres que llevan velo con las “negras que estaban a favor de la esclavitud”. El candidato de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, salió en su defensa, calificando la declaración de la ministra de “error de vocabulario”.
La desdiabolización
La exitosa construcción populista de Marine Le Pen va de la mano de una estrategia de desdiabolización cuyo objetivo es escapar de la imagen de partido neonazi que el FN tenía hasta hace unos años. Jean-Marie Le Pen (el padre de la actual presidenta del FN) representaba perfectamente esa imagen. Presidente del FN entre 1973 a 2011 y antiguo miembro de la organización terrorista de extrema derecha OAS, Jean-Marie Le Pen fue condenado varias veces por hacer declaraciones racistas o afirmar que las cámaras de gas nazis fueron “un detalle en la Historia de la Segunda Guerra Mundial”. En 2015, la nueva dirección del partido expulsó a Jean-Marie Le Pen de la organización por estas declaraciones. El padre de Marine Le Pen no ha sido el único sancionado: la nueva presidenta del FN estrenó su mandato en 2011 echando a un consejero del partido por hacer el saludo nazi.
Sin embargo, el elemento más importante la operación renove lanzada por Marine Le Pen ha sido probablemente el nombramiento como vicepresidente del partido de Florian Philippot, antiguo seguidor del socialista anti-europeísta Jean-Pierre Chevènement, entre otros tecnócratas salidos de escuelas de élite. El pasado socialista de Philippot se une al hecho de que es homosexual, lo que refuerza la apuesta del Frente Nacional por presentarse como un partido moderno y defensor de las mujeres y las minorías sexuales frente a la amenaza que la población musulmana supuestamente representa para ambos colectivos.
Solo hay que ver cualquier telediario o leer cualquier periódico en Francia para darse cuenta de que la estrategia de la desdiabolización ha dado resultados: las ideas del Frente Nacional están hoy en el centro del debate político y sus representantes son invitados a los medios de comunicación con la misma frecuencia que el resto. Philippot ha sido invitado incluso a Sciences Po, escuela de élite de ciencias políticas que se presenta como institución defensora de la democracia liberal. Sin embargo, gran parte de los militantes y cuadros del Frente Nacional siguen siendo ultraderechistas de la vieja escuela, y las declaraciones descaradamente racistas, xenófobas, machistas y homófobas de representantes del FN siguen siendo más frecuentes de lo que les gustaría a Le Pen y Philippot. Quizá sea por eso que la mayoría de los franceses siguen considerando hoy que el FN es una amenaza para la democracia, igual que en 2011.
Sin avances políticos y sociales, España podría dejar de ser una excepción a la espiral extremista en Europa
23/01/2017
David Perejil
Periodista e integrante de la Secretaría de RRII de Podemos
¿Qué ha sucedido en Austria, Francia y otros países para que partidos que hace unos años contaban con apenas unos miles o centenares de miles de seguidores en 2016 se hayan colocado en posiciones cercanas, hayan convertido el referéndum del Brexit en un plebiscito antiinmigrantes, o para que más de 60 millones de estadounidenses hayan elegido un presidente abiertamente machista y racista como Donald Trump? ¿Por qué en España no hay grandes fuerzas o debates de extrema derecha?
En el recién culminado 2016, la lista de partidos que, partiendo desde posiciones de extrema derecha, neofascistas, tradicionalistas o populistas de derechas, han utilizado a las personas diferentes, refugiados o migrantes, como chivos expiatorios de la pérdida de seguridades y expectativas de futuro, traducidas en necesidad de orden frente al miedo, no ha dejado de aumentar en cada elección. Ha sucedido tanto en aquellos lugares muy golpeados económicamente como en otros, en los que la sensación de pérdida e identidad se ha puesto en primer plano, para crear “identidades asesinas” —por utilizar el concepto de Amin Maalouf— apuntando a Europa. No sólo eso, tampoco ha dejado de crecer la lista de partidos que, partiendo de otras posiciones, generalmente conservadoras pero en algunos casos también socialdemócratas que, no han dudado, frente al miedo, en firmar políticas discriminatorias. En lugar de ensayar otras soluciones, se han sumado a la espiral reaccionaria, aplicando políticas discriminatorias, como hizo Orban con el referéndum antirrefugiados de Hungría, o como sucedió con los abusos sexuales en Colonia.
Un año —2016— como el opuesto casi perfecto de 2011. 2016, el año de la internacional reaccionaria —como la ha denominado Pablo Bustinduy—, frente al 2011 de la revolución democrática popular por la dignidad y justicia social, en un eco espontáneo que, desde el mundo árabe, llegó a muchos rincones del planeta. Un 2016 como prólogo de un 2017, con elecciones en Holanda, Francia y Alemania, como inquietantes citas, en que las elecciones van a pasar entre las derechas más conservadoras y neoliberales frente a la extrema derecha.
Neoliberalismo, austericidio y crisis de derechos en Europa
Las causas de la fragmentación de las sociedades europeas abarcan, desde el lento minado de los derechos sociales y el estado del bienestar —iniciados en la década de los 80—, la destrucción de los lazos comunitarios con las políticas neoliberales —que buscaban configurar una sociedad de ciudadanos consumidores de una supuesta e idílica clase media—, hasta los excesos de la globalización en las sociedades europeas, y el gran estallido de la crisis de 2008. Un terremoto solventando en Europa con un programa de austeridad, convertido en una receta ideológica frente a otras políticas económicas más expansivas, para desmantelar servicios públicos, gasto social y cualquier obstáculo que impidiera el pago de la deuda.
Los resultados han sido desastrosos en condiciones de vida y libertades políticas. No sólo se han hundido las clases medias en Europa y se ha empujado a la exclusión a las ya empobrecidas, sino que se ha abierto una gran brecha de desigualdad, como formula Joseph Stiglitz. Además, en los primeros años, se vació la misma esencia de la política, la capacidad de confrontar proyectos distintos y llevarlos a cabo de un marco de reglas democráticas. Las élites que nos habían llevado al caos o la nada.
Por si fuera poco, desde 2015 asistimos a una crisis 2.0 en Europa. A lomos de la destrucción anterior, con la llamada crisis de refugio y grandes atentados terroristas en suelo europeo, se han hundido, aún más, los rastros de un proyecto basado en el respeto a los derechos humanos y sociales, lo que ha abonado, incluso más, el suelo para las ideas o partidos de extrema derecha.
Una suma de conflictos vivida como problemas ajenos, de otros países y gentes lejanas, que apenas ha dejado ver los problemas que también trae para el propio proyecto europeo.
En primer lugar, avanza una crisis de derechos en retroceso, al no cumplir la legalidad de los acuerdos de refugio firmado en 1951. Un ilegalidad aplicada a los otros, las personas refugiadas, intentando recoger el aval de las sociedades y que, una vez desatada, puede barrer otros derechos a personas de cualquier origen. En segundo lugar, una política antiterrorista ineficaz, que no ha sido capaz, ni siquiera, de coordinar servicios de inteligencia europeos, y que no ha mostrado voluntad política clara para cortar vías de financiación y controlar la circulación de armas en Europa. Es más, esa manera de luchar contra el terrorismo, también ha abonado la discriminación, al mezclar la situación de Oriente Medio con europeos de origen extranjero —con padres o abuelos extranjeros—, migrantes o refugiados. En tercer lugar, porque ha vuelto a incidir en la misma y desastrosa política exterior, origen del caos, empleada por el autodenominado Estado Islámico para crecer: bombardeos, intervenciones militares y destrucción de alternativas de cambio en positivo. Por último, ante la brecha Norte-Sur causada por el austericidio, el grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) apuesta por crear una fractura entre Este y Oeste, con la bandera del fanatismo religioso, el tradicionalismo y el cuestionamiento de los derechos y libertades europeos.
España: de la vacuna excepcional al bloqueo institucional
En nuestro país, la crisis de 2008 añadió su propio dibujo particular: los ecos de la crisis financiera mundial, la burbuja inmobiliaria, la crisis territorial y de régimen. Más allá del apoyo mutuo familiar de país del sur de Europa, y del PP como partido atrapalotodo desde el centro-derecha hasta la derecha más extrema, en España no ha habido hueco para las políticas destructivas de la extrema derecha de nuevo cuño. En nuestro país, las revoluciones políticas y sociales, iniciadas el 15 de mayo de 2011, crearon una auténtica vacuna contra la extrema derecha. Las élites económicas y políticas fueron señaladas como culpables de la crisis, como expresó Democracia Real Ya con su eslogan “No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”; el depredador sistema hipotecario, como señaló la PAH al paralizar desahucios; la defensa de los servicios públicos —como un dique para asegurar una vida digna para el conjunto de la población—, como señalaron las Mareas por la sanidad y educación.
Sobre esos cambios políticos, sociales y culturales, nacieron no sólo Podemos sino En Comú Podem, En Marea y centenares de candidaturas municipalistas —así como partidos similares en el sur, centro y norte de Europa— con la misión de defender los derechos de una mayoría frente a las elites. También para defender unos derechos —amenazados en todas sus vertientes— humanos, económicos, sociales y culturales. La protección popular frente a la desprotección de las elites.
Sólo sobre la base de estos avances de cambios en positivo —además de otras causas de largo recorrido— se puede entender el apoyo social a las víctimas de la crisis 2.0 en Europa. Gracias al trabajo de largo recorrido de multitud de grupos sociales durante años (en contra de los CIES, de las devoluciones en caliente en Melilla, por la convivencia…) ha sido posible la aceptación social de las plataformas Welcome Refugees o Red de Ciudades Refugio, como un grito de otra política diferente, social e institucional, frente a la batalla social europea, en la que, poco a poco, la internacional reaccionaria ha arrinconado a los partidarios de otras políticas. Así se entiende ese 78% a favor de la acogida de personas que huyen de la guerra —según datos de una encuesta mundial publicada por Amnistía Internacional en mayo de 2016—; o el 70% a favor de diferentes tipos de acogida —según el barómetro de Actitudes— hacia la Inmigración, del CIS en 2014. A las respuestas antiterroristas, basadas en la islamofobia ya en 2001, hay que añadir la distinta reacción a los atentados del 11M en España, y el rechazo a las invasiones a países extranjeros (en el caso de España avaladas por el Gobierno de Aznar) con el 90% de la población en contra.
Con este apoyo social presente, el Gobierno ha intentado, una y otra vez, diluir sus responsabilidades, e incluso bloquear la acogida de las cerca de 17.000 personas refugiadas comprometidas, entre declaraciones exhortando el carácter solidario del pueblo español. También estos datos pueden servir para explicar las escasas declaraciones ligando refugiados con terrorismo, peligro o delincuencia. Declaraciones que, en otros países, se asientan como de “sentido común”, en nuestro país aún son motivo de polémica, pese a que, en los últimos meses, algunos miembros del Partido Popular hayan decidido expresarlas en público.
Sin embargo, todas estas razones no suponen que nuestro país se convierta, para siempre, en una excepción frente a la pujanza de la xenofobia institucionalizada de muchos países en Europa. Nuestra sociedad —como otras, siempre un campo de batalla simbólico para definir hacia dónde va su pueblo— tiene raíces para una política y la contraria, si las condiciones materiales avanzan sin cambios institucionales, sociales y discursivos. Lo señalaba el mismo barómetro del CIS de 2014. A la vez que se expresaba tolerancia hacia las personas refugiadas, un 38% de españoles opinaba que el número de inmigrantes en España era excesivo y un 34%, elevado. Un 38%, traducido en casi 13 millones de electores que —como recordaba recientemente Carles Castro, en un artículo en La Vanguardia, que analizaba las posibilidades electorales de un partido a la derecha del PP— se repartía entre todas las adscripciones: 3,5 M de votantes de izquierdas, 3,5 M de centro, 2,5 M de centroderecha y extrema derecha, y 3,5 M que no se ubicaban en ninguna de estas categorías.
Tampoco nuestro país se ha librado de intentos de criminalización del conjunto de la población migrante, como hicieron Javier Maroto en Vitoria y Xavier García Albiol en Badalona; de las políticas de externalización de derechos en frontera a Marruecos y otros países, como alumno aventajado de la UE; de la versión local del ultra integrismo religioso, que ahora promueve el grupo de Visegrado como la fallida reforma del aborto de Gallardón; de la represión de las protestas con la Ley Mordaza; de la destrucción de seguridades económicas, con un Gobierno escondido tras la obligatoriedad europea y que eligió ser uno de sus alumnos más neoliberales, prefiriendo una dura reforma laboral antes que una alianza para rebajar las políticas austeritarias de las que, luego, se ha beneficiado en períodos pre-electorales.
Sin otras políticas, el enorme avance social y político de señalar a los verdaderos culpables de las crisis tiene una piel muy frágil. Sin un giro en la orientación de las políticas económicas, tanto en Europa como en los márgenes de la política estatal, se consolidará el hundimiento social del 28% de la población en riesgo de exclusión social, según datos del INE, apoyado por nuestro frágil gasto social —que, incluso en épocas de expansión, siempre fue diez puntos inferior a la media de los 15 países más desarrollados de la UE—, en las ayudas mutuas entre familiares y la emigración de muchas personas, en una situación mucho peor frente a una eventual crisis, como pone de manifiesto el adelgazamiento de la hucha de las pensiones.
Sin otra política, triunfará la retórica vacíamente europeísta del Gobierno del PP en materia de refugio, y las cuotas de acogida —que expiran en 2017— podrían ser sustituidas por un acuerdo aún peor. Declaraciones vacías, profundamente antieuropeas, ya que renuncian a funcionar como contra-ejemplo de los problemas en países europeos con mucho peores condiciones, a poner en marcha políticas a la altura de los valores que se dicen defender. Algo que ya hizo nuestro país durante la dura crisis económica de los 90, con los 2.500 asilados de los Balcanes, o que ha hecho Canadá con los 25.000 del pasado año. Unas cuotas, que muchas organizaciones sociales y políticas consideran, con razón, muy escasas frente a los retos globales del refugio y migraciones, que son mucho más que unos números. Son la posibilidad de materializar unos cambios, que pueden tener fecha de caducidad en condiciones peores, y sólo el Gobierno central puede poner en marcha. Algo similar sucede en materia de política antiterrorista. Por desgracia, siempre es tarde para la prevención de atentados el mismo día que suceden, así que no hay minuto que perder en una política distinta e integral, en la que este Gobierno debería explicar por qué prefiere no luchar contra los paraísos fiscales, que tanto daño hacen en este y otros aspectos; qué acciones está tomando para controlar la venta armas, coordinarse con otros servicios de inteligencia europeos; y qué planes está llevando para la convivencia, especialmente en los lugares de nuestro país que más necesidades muestran. Lo que va unido a su papel político, como cuarta economía de una eurozona —sin Gran Bretaña, dentro de la UE— y como Estado soberano, para cambiar las desastrosas políticas llevadas a cabo en los países vecinos de la Unión Europea. En definitiva, hace falta una auténtica política de seguridad, esa que Naciones Unidas define como seguridad humana, como la capacidad de tener ingresos, colchones sociales y seguridad física.
En conclusión: Si estos cambios sociales no se plasman en políticas públicas en esta legislatura —o con un futuro Gobierno diferente—, que puedan ser avaladas y ampliadas por los movimientos sociales, nuestro país corre el riesgo de contaminarse de los vientos reaccionarios y xenófobos actuales. Y también pierde la oportunidad de ofrecer cambios en positivo, a los que otros países, partidos y movimientos sociales puedan agarrarse para cambiar el rumbo de sus países y de la propia Europa. Como expresa Santiago Alba Rico citando a Gramsci, el “fascismo como resultado de una revolución derrotada”.
Una historia de éxito: la alternativa verde
18/01/2017
Rosa Martínez
Diputada de Unidos Podemos y coportavoz de EQUO
La derrota de la extrema derecha en Austria en diciembre hizo respirar aliviada a (una parte de) Europa. Sí, también a aquellos que sus políticas y sus medias tintas han contribuido a que opciones políticas xenófobas y autoritarias ganen apoyo popular y electoral. ¿Qué ha pasado en Austria para que haya sido una de las pocas buenas noticias electorales de 2016?
Para entender el contexto, debemos tener en cuenta que la etiqueta “perdedores de la globalización” -utilizada para explicar el apoyo de las clases populares a partidos de extrema derecha- no puede aplicarse de forma general al electorado del FPÖ. La crisis económica y social no ha marcado a la sociedad austriaca de la misma manera que a otros países europeos. En Austria, la extrema derecha y sus votantes se articulan en torno a otras claves.
En este interesante artículo sobre la extrema derecha, el politólogo francés Gaël Brustier explica muy bien los elementos identitarios que están en la base del discurso del FPÖ. De la misma manera Brustier recuerda cómo la crisis política e institucional austriaca empieza a manifestarse ya en los años 80. En ese momento, tanto el partido conservador (ÖVP) como el socialdemócrata (SPÖ) empiezan a verse como parte del problema. Europa se estremece por primera vez cuando inesperadamente el FPÖ de Jörg Haider gana las elecciones en 2000 y entra en el gobierno de la mano del ÖVP.
Con este trasfondo político, y en un contexto europeo donde la crisis de las personas refugiadas, la migración y el yihadismo se convierten en excusa y abono para la xenofobia y el racismo, a Europa no debería haberle pillado desprevenida que la extrema derecha austriaca pasase a la segunda ronda de las presidenciales con un 35% de los votos. Sin embargo, la sorpresa fue que, por primera vez en la historia, ninguno de los dos grandes partidos consiguó pasar a la segunda vuelta. Esta es la verdadera victoria de los verdes: convertirse en alternativa a los partidos tradicionales para plantar cara a la extrema derecha.
La noche de su victoria Van der Wellen dijo “es posible ganar con un discurso europeísta”. Efectivamente, durante la campaña el candidato verde puso sobre la mesa una visión de Austria completamente opuesta a la del FPÖ. Defendió un proyecto de país desde los principios de igualdad, libertad y solidaridad, reconociendo y abordando, de forma abierta y sincera, los problemas y los retos de la sociedad austriaca: Europa, la migración o el futuro de las clases medias.
Los verdes tuvieron la valentía y el acierto de salirse del marco del miedo y la xenofobia, y construir alternativa desde la ilusión y la confianza. Superadas desde hace tiempo las banderas iniciales del discurso verde (como por ejemplo la lucha antinuclear y el cuidado de la naturaleza), los verdes austriacos han sabido ofrecer un proyecto de futuro desde lo político, lo económico, lo social, lo ecológico por supuesto, pero también desde lo nacional. Han ofrecido una Austria diferente a la del FPÖ.
Esta estrategia resultó ser ganadora, ya que desde unos grupos sociales iniciales bien identificados (el perfil tipo del electorado verde, liberal y progresista en Europa: joven, urbano y con estudios) consiguieron ampliar su apoyo a otros sectores sociales (incluyendo zonas rurales). El voto femenino, por ejemplo, fue determinante: el 62% de las mujeres votaron por el candidato verde. Es un dato relevante que nos debería hacer reflexionar sobre cómo el auge de la extrema derecha y esta ola de conservadurismo en Europa puede afectar (y está afectando) a los derechos de las mujeres, y hasta qué punto las mujeres europeas somos conscientes de ello.
A pesar de que el 46,2% del electorado votó por la extrema derecha, y que es muy probable que gane las elecciones legislativas de 2018, de lo que ha ocurrido en Austria podemos sacar algunas reflexiones.
En primer lugar, Austria es otro caso más de cómo la crisis de los partidos tradicionales en Europa está facilitando el auge de la extrema derecha. El SPÖ se suma a la lista de partidos socialdemócratas que han perdido apoyo, credibilidad y liderazgo para aportar soluciones progresistas a la crisis de múltiples caras que vive Europa. La alternativa debe proyectarse hacia el futuro y no hacia un pasado idealizado, que nunca existió aunque algunos lo recuerden con nostalgia.
Los resultados austriacos han demostrado que hay una parte de Europa dispuesta a escuchar y apoyar propuestas basadas en la igualdad, la solidaridad y la libertad. Es un error modular el discurso político para ofrecer una versión descafeinada o “políticamente correcta” de las propuestas antieuropeístas, xenófobas, autoritarias e insolidarias de la extrema derecha.
De todo el espectro político europeo, la familia verde es la que ha mantenido siempre las posturas más vanguardistas en política de migración y asilo, la defensa de Europa o la diversidad por ejemplo. No puede ser casualidad que haya sido la alternativa verde la que, por el momento, haya frenado a la extrema derecha en Austria.
La ultraderecha y el 1%
16/01/2017
Stelios Kouloglou
Eurodiputado de Syriza y periodista
El auge de los partidos populistas de extrema derecha en Europa es consecuencia directa de las políticas de austeridad y del hundimiento de los principios de democracia, justicia social y solidaridad, todos ellos pilares fundacionales de la Unión Europea.
El Brexit parece reforzar a las fuerzas de ultraderecha y llevó también a la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos, incluso si los partidarios del Brexit aparentan estar desorientados sobre la gestión del Brexit y el día siguiente de las relaciones entre Gran Bretaña y la UE.
El auge de la ultraderecha se asemeja a los años 1920 y 1930 en Europa. La pobreza, la exclusión social, la recesión y la incertidumbre; la falta de alternativas. Incluso en los Estados miembros con menos problemas financieros, las nuevas generaciones están llamadas a padecer una situación peor todavía que la de sus antecesores tras la Segunda Guerra Mundial. Los partidos de extrema derecha hacen crecer su popularidad fabricando nuevos enemigos virtuales, como hicieron con los judíos en el pasado y hacen últimamente con los refugiados.
En las recientes elecciones presidenciales en Austria, el candidato de ultraderecha logró reunir el 47% de los votos, literalmente el mayor porcentaje jamás obtenido por un partido de ese cariz en Europa. En Alemania, el ‘partido hermano’ AfD es la fuerza política emergente que arrastra apoyos desde la totalidad del espectro social. En Holanda, el partido de Wilder se prepara para un triunfo arrollador, mientras que en Francia el Frente Nacional de Marine Le Pen ha conseguido convertirse en una fuerza principal, desafiando el futuro político del país y aspirando a la Presidencia. Semejante desarrollo podría significar la desintegración de Europa, al menos con la estructura que conocemos actualmente.
El Sur de Europa va contracorriente, porque aquí sigue presente la memoria del odio y de la división, de la lucha contra la barbarie y el fascismo. Tanto Grecia como España y Portugal han sufrido dictaduras militares, y esos regímenes autoritarios expoliaron sus sociedades hasta finales de los años 70.
En 2012, el partido ultra neonazi Amanecer Dorado consiguió entrar en el Parlamento griego con un resultado notable y ha mantenido, desde entonces, un apoyo electoral de alrededor del 8%. Este tirón electoral es equivalente al que ha tenido tradicionalmente en Grecia la extrema derecha desde la reinstauración de la democracia en 1974. El asesinato de un artista griego antifascista y la implicación de miembros de Amanecer Dorado en actos criminales de esa índole han lastrado el crecimiento electoral de ese partido, que es ampliamente considerado como políticamente yermo, igual que sus acciones y retórica son socialmente inaceptables.
A pesar de los continuos desafíos y problemas del marco restrictivo del control financiero, el partido Syriza se las ha arreglado para canalizar el descontento social hacia una vía progresista, algo que también ha ocurrido en España con Podemos.
En Portugal, la coalición de gobierno entre los socialistas, la izquierda y los comunistas allana el camino para iniciativas similares en otros Estados miembros, como Alemania. Una gran coalición entre el SPD, Die Linke y los Verdes podría desafiar al bando neoliberal y conservador de Merkel y la CSU, señalando una inflexión política crucial para la UE.
Si las raíces principales del crecimiento de la ultraderecha son la imposición absoluta del neoliberalismo y de la cínica oligarquía económica, confrontarlo requiere luchar contra la austeridad, contra ese 1% que se aprovecha del sistema financiero en vigor y de sus recurso, contra esas fuerzas que alimentan las desigualdades sociales. En otras palabras, la extrema derecha decaerá en cuanto la gente, ese otro 99%, empiece a beneficiarse de una situación social y financiera que comparta los beneficios sociales con aquellos que producen la riqueza, y que mejore los equilibrios sociales y el desarrollo equitativo.
La xenofobia institucional y la austeridad. Gasolina política para el auge electoral de la extrema derecha
12/01/2017
Miguel Urban
Europarlamentario de Podemos. Coautor con G. Donaire de 'Disparen a los refugiados'
Si hay un elemento común a las principales formaciones de extrema derecha a nivel europeo ese es el conjunto de planteamientos restrictivos en relación a la inmigración. Prácticamente la totalidad de las organizaciones de este heterogéneo ambiente político apunta a las y los inmigrantes, preferentemente pobres y “no occidentales”, como chivo expiatorio de una supuesta degradación socioeconómica y cultural de Europa y de los países receptores. Es más, estas posturas se han propagado, con relativa facilidad, mucho más allá de su contexto de producción, permeando el debate político en su conjunto y siendo parcialmente asumidas por muchos partidos mayoritarios en toda Europa y por las propias instituciones de la UE.
Cabe hablar por lo tanto de un verdadero “poder de agenda” de la extrema derecha, entendido como capacidad para establecer las prioridades programáticas, las problematizaciones relevantes, los enunciados discursivos que fijarán los términos del debate. En este sentido, la extrema derecha ha ido recolectando éxitos desde finales de la década de 1980 en la medida en que ha sabido y conseguido introducir dentro del orden del día general ciertas cuestiones como la seguridad, la inmigración “ilegal” e “incontrolada” o la pérdida de la identidad nacional, al mismo tiempo que las presentaba como fenómenos estrechamente vinculados entre sí.
Desde las instituciones europeas y los partidos del establishment son recurrentes las llamadas de alerta ante el auge de actitudes racistas y organizaciones xenófobas. Sin embargo, en lugar de plantear contrapropuestas para combatir estos discursos excluyentes, esos mismos actores están aceptando el terreno de confrontación que propone la extrema derecha, asumiendo así buena parte de sus postulados. De esta forma y en última instancia, normalizan ese discurso y legitiman el espacio político que conjuntamente van generando. Es lo que en Francia se conoce desde hace años como “lepenización de los espíritus”.
Nunca antes en la historia se habían construido tantos muros o vallas en Europa como desde 2015. Estas vallas, junto con las devoluciones en caliente, se han convertido en el emblema de la nueva Europa atravesada por la llamada crisis de las y los refugiados. Una crisis que esconde una crisis política, de fronteras y de derechos. En 1989, la entonces Comunidad Económica Europea celebró la caída del Muro de Berlín como el final de una época y el nacimiento de un “mundo sin muros”. Pero desde aquel momento se han construido 49 nuevos muros, 11 de ellos en el último año. Valgan los ejemplos de dos municipios rumanos: en Baia Mare el ayuntamiento levantó un muro para separar un barrio habitado por gitanos; en Tarlugeni otro muro separa a los campesinos rumanos y húngaros de sus vecinos romaníes. Muros tras los que se refuerzan los repliegues identitarios y los nacionalismos excluyentes. Muros que reavivan antiguos fantasmas que hoy, de nuevo, recorren Europa.
Pero los muros de hoy ya no cumplen tanto una función de control fronterizo, sino que se han convertido, sobre todo, en un elemento fundamental de propaganda política. Levantar un muro o una valla es una medida rápida y de impacto sobre la opinión pública que configura una especie de “populismo de las vallas”. ¿Qué mejor manera de visualizar la “seguridad” ante las “invasiones” de refugiados que con una valla fronteriza? Una lógica que llega hasta países tan alejados de las actuales rutas migratorias como Noruega, que en 2016 construyó una valla a lo largo de la frontera que comparte con Rusia en Storskog, a pesar de que, según el Directorio Noruego de Inmigración, en todo el año nadie pidió asilo político a través de esa vía.
El “populismo de las vallas” no solo es un elemento eficaz de propaganda política inmediata que permite visibilizar el “trabajo” concreto de los gobiernos. También es un potente instrumento simbólico a la hora de construir un imaginario de exclusión entre la “comunidad” y los “extranjeros”, tan antiguo y recurrente en la historia como el Muro de Adriano durante el Imperio Romano. Porque los muros no se construyen solo con cemento y concertinas, sino también sobre el miedo al otro, a lo desconocido, contribuyendo a agrandar así la brecha entre ellos y nosotros. La estigmatización de la población migrante ha sido un elemento fundamental para trazar una frontera entre quienes deben ser protegidos y quienes pueden ser y efectivamente resultan excluidos de cualquier protección. Una coartada sobre la que construir y sostener el consenso sobre el que se asienta y pivota todo el dispositivo de control de fronteras que conforma la actual Europa Fortaleza.
En este sentido, la inseguridad ciudadana constituye uno de los elementos más comunes de estigmatización de la población migrante, de la pobreza y de las personas pobres en general, a través de una asimilación machacona entre delincuencia, inseguridad e inmigración. Es cada vez más recurrente desde ciertos medios de comunicación y tribunas políticas vincular, como si de una fórmula matemática se tratara, el aumento de la inmigración con el ascenso de la delincuencia, amplificando para ello casos aislados frente a estadísticas que desmontan este nexo. Una vinculación que tiene por objetivo último defender políticas de “mano dura” contra la inmigración y la delincuencia. De esta forma, se estigmatiza a la población migrante, presentándola social e institucionalmente como un problema de orden público, favoreciendo con ello no sólo la xenofobia institucional sino también la retórica de este populismo punitivo, como hemos podido comprobar en la expulsión de romanís o en la gestión de las personas refugiadas y migrantes en el campamento de la Jungla en Calais.
La incapacidad del resto de actores de articular un discurso antagónico al de este populismo punitivo abanderado por la nueva derecha radical hace girar todo el arco político hacia soluciones represivas y de recortes de libertades. Gracias a esta progresiva “lepenización de los espíritus”, la derecha xenófoba va aumentando su capacidad de condicionar el marco (ideológico, discursivo, cultural) en el que se mueve la discusión política, condicionando y estrechando las posiciones del resto de actores y asegurándose una influencia legislativa y gubernamental incluso sin necesidad de ocupar cargos institucionales.
Es en este marco y bajo esta lógica que debemos situar y comprender la caza a las personas migrantes “sin papeles” que busca su expulsión y/o su reclusión en condiciones infrahumanas en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), lugares convertidos en auténticas fábricas de criminalización de personas además de en espacios de vaciamiento de los derechos más elementales. El objetivo de todos estos dispositivos de exclusión y reclusión es transmitir al resto de la sociedad una imagen del migrante como potencial delincuente, fomentando la sensación de inseguridad entre la población y aumentando su estigmatización. De esta forma, la criminalización de la población migrante no es solo producto de una extrema derecha en auge o de unos cuantos políticos irresponsables, sino que es la consecuencia de una política institucional, de guante blanco, consciente y planificada, que persigue una degradación de la protección jurídica y social del migrante.
En paralelo a la militarización del Mediterráneo, la UE no ha parado en estos años de ampliarse hacia oriente, integrando a nuevos Estados Miembro hasta componer una unión de 28 países (27 de consumarse la anunciada salida de Reino Unido), con una diversidad cultural y lingüística enorme. En este proceso se ha ido construyendo una identidad común de raíz primordial y claramente económica, que tiene más que ver con una cierta promesa de “Estado del bienestar” que con un patrón cultural determinado. Cabe aquí recordar que las diversas formas de identidad colectiva suponen siempre la distinción entre quienes forman parte de una comunidad y quienes son considerados ajenos a ella. Pero ninguna distinción tiene en la actualidad tanta trascendencia social y política, al menos en Europa, como la que deriva de estar en posesión o no de los derechos de ciudadanía.
El acto inaugural de la actual xenofobia política creciente en Europa fue situar la frontera entre quienes deben ser protegidos y quienes pueden ser o directamente son excluidos de cualquier protección. Una operación de exclusión de la ciudadanía plena cuya matriz es fundamentalmente económica y que busca fragilizar a un colectivo, el migrante, para contribuir así a fragmentar aún más a toda la población. Una operación consustancial a la guerra entre los pobres, a la lucha de clases de los últimos contra los penúltimos, donde prima la competencia entre autóctonos y foráneos por acceder a recursos cada vez más escasos en tiempos de austeridad: el trabajo y las prestaciones y servicios de bienestar social.
En estos últimos años hemos podido comprobar en Europa que, contra todo pronóstico, la crisis no solo no ha debilitado las políticas neoliberales que la habían generado, sino que de hecho las ha reforzado en forma de austeridad y planes de ajuste estructural cada vez más agresivos y ambiciosos. En ese contexto de creciente desigualdad es donde la pobreza se construye como enemigo. Pero, en un macabro matiz, el objetivo no es tanto acabar con la pobreza como acabar con las personas pobres. El empeño creciente por invisibilizar la pobreza y a quienes la sufren es un claro ejemplo de la nula voluntad de combatir sus causas.
De esta forma se va pasando paulatinamente de la acusadora visibilidad de la mendicidad errante a la tranquila invisibilidad de la pobreza encerrada, y de atender la pobreza desde la extensión del Estado social a combatirla desde la profundización de un Estado policial que estigmatiza y criminaliza a las personas empobrecidas. Ante la falta de voluntad de solucionar la inseguridad derivada de las políticas de ajuste y austeridad, de la precarización del mercado laboral y de la pérdida de derechos y prestaciones sociales, y buscando apartar ese dedo que señala al sistema que la provoca y a las políticas públicas que no la solucionan, se opta por estigmatizar fenómenos como la inmigración o la pobreza.
La gestión de la crisis de las personas refugiadas basada en el cierre de fronteras es una consecuencia directa del orden que imponen las políticas de austeridad que, más allá de los recortes y privatizaciones que conllevan, son, como afirma el economista Isidro López, la «imposición para un 80% de la población europea de un férreo imaginario de la escasez”. Un «no hay suficiente para todos» generalizado, que fomenta mecanismos de exclusión que Habermas definía como característicos de un “chovinismo del bienestar” y que concentran la tensión latente entre el estatuto de ciudadanía y la identidad nacional. De esta forma, se consigue que el malestar social y la polarización política provocadas por las políticas de escasez se canalicen a través de su eslabón más débil (el migrante, el extranjero o simplemente el «otro»), eximiendo así a las élites políticas y económicas, responsables reales del expolio. Porque si “no hay para todos”, entonces sobra gente: “no cabemos todos”. He aquí la delgada línea que conecta el imaginario de la austeridad con el de la exclusión.
En fin, podríamos poner miles de ejemplos de cómo esta “lepenización de los espíritus” va permeando cada vez más ámbitos de la vida social y política europea a través de espacios cotidianos, tribunas mediáticas o despachos institucionales. Porque “los discursos de la extrema derecha y sus ataques a las y los inmigrantes en las calles europeas están directamente relacionados con los discursos oficiales y con el racismo institucional que propone, soterrada o explícitamente, la misma caza del inmigrante. Se trata del reflejo en la calle de un racismo oficial que promovido por las propias políticas migratorias de la UE. La “preferencia nacional” de Marine Le Pen, convertida en “prioridad nacional”, no queda lejos del patriotismo de los dirigentes de partidos considerados de centro (derecha o izquierda) que batallan por la seguridad de sus ciudadanos ante la “avalancha” del inmigrante”.
A lo largo de estos años estamos comprobando cómo la verdadera victoria de la extrema derecha, así como la condición previa para su actual ascenso electoral e institucional, ha sido la normalización progresiva de su discurso. Hoy, tanto el debate general como muchas políticas públicas relacionadas con la seguridad (ciudadana y fronteriza) y con la inmigración (refugio, asilo, integración, interculturalidad) están cargadas de contenidos introducidos pacientemente por la nueva extrema derecha y que hace unos años hubiesen resultado impensables. Un éxito que no se mide solo en votos, sino también y sobre todo en haber conseguido que las posiciones identitarias, excluyentes y punitivas se hayan trasladado desde la marginalidad hasta el mismo centro de la arena política, condicionando hoy buena parte del debate público. Como al propio Jean-Marie Le Pen le gustaba repetir irónicamente durante las elecciones presidenciales francesas de 2002: “Parece que ya me he normalizado. Ahora todo el mundo habla como yo”.
Miguel Urbán y Gonzalo Donaire, autores del libro ‘Disparen a los refugiados. La construcción de la Europa Fortaleza’
UKIP y racismo ‘postbrexit’
09/01/2017
Nick Dearden
Director de Global Justice Now (Reino Unido)
Cualesquiera que fueran las razones de los británicos para votar en junio a favor de salir de la Unión Europea, lo que se ha producido es un gran giro del debate nacional, que se ha decantado hacia a la derecha autoritaria y la anti-inmigración.
El debate en sí se produjo debido a una profunda y antigua división dentro del Partido Conservador británico. En el partido no hay acuerdo, fundamentalmente, sobre si Gran Bretaña debe orientarse hacia Europa o hacia el antiguo Imperio (Commonwealth) y los Estados Unidos.
Este último grupo -algunos de los cuales se han unido al Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP)-, a la derecha del Partido Conservador, aglutina a una mezcla de ultra defensores del libre mercado y autoritarios reaccionarios con fuertes creencias anti-inmigrantes.
El debate público ha tenido poco que ver con la pertenencia de Gran Bretaña a la UE. La inmigración fue el tema central de la campaña. La consigna de los Brexiteers era «retomar el control», pero se centraba más en el control de los ‘extranjeros’ en general que en los poderes políticos de la Comisión de Bruselas.
En el apogeo de la campaña, mientras el líder del UKIP, Nigel Farage, daba a conocer su campaña de publicidad, que presentaba largas colas de refugiados sirios que supuestamente se dirigían hacia Gran Bretaña, un parlamentario laborista era asesinado por un miembro del partido fascista Britain first.
No es de extrañar que la izquierda haya hecho campaña abrumadoramente a favor de permanecer en la UE, ya que alrededor de dos tercios de los votantes laboristas apoyaron Remain (permanecer), mientras que dos tercios de los votantes conservadores apoyaron Leave (salir). Por supuesto, hubo izquierdistas en ambos lados de la contienda, pero tristemente sus argumentos tuvieron poca audiencia durante los meses de insoportable campaña.
Tampoco debería sorprendernos que el voto a favor de Brexit sirviera para empoderar a los racistas a lo largo y ancho del país. Los crímenes de odio denunciados aumentaron en un 58% durante la semana posterior a la votación. Desde niños emigrantes a los que otros les decían en la escuela que se fueran a su casa, a las pegatinas neonazis que aparecían en el centro de Londres, dirigidas a los trabajadores polacos que fueron atacados e incluso asesinados. Estas actitudes, propias de los años 70, han regresado a la cultura política dominante.
Mientras David Cameron dimitía como primer ministro, el ala derecha de los conservadores tomaba el control de partido. Los principales cargos del actual gobierno están en manos de gente que sueña con dirigir el Imperio Británico del siglo XIX (los ministros de Relaciones Exteriores y de Comercio lo mencionan en casi todos los discursos que hacen), mientras que el Primer Ministro se centra en controlar fronteras y en silenciar el parlamento.
Los argumentos a favor de permanecer en estrecha relación institucional con la UE, o incluso la afirmación del derecho del Parlamento a controlar al gobierno, son vistos como intentos de “socavar la voluntad del pueblo”.
Décadas de políticas neoliberales, economía de austeridad y marginación de las zonas post-industriales de Gran Bretaña forman parte de este contexto político. Pero la izquierda es incapaz de utilizar esta situación, en parte debido a que la socialdemocracia ha quedado diezmada como consecuencia de su adaptación al neoliberalismo durante los años noventa, en parte debido a una guerra dentro del propio Partido Laborista y en parte a las profundas divisiones en el seno la izquierda sobre cómo responder al Brexit. Aunque los sondeos de opinión siempre se han de observar con cierto escepticismo, casi todos muestran enormes pérdidas para los laboristas, incluso para aquellos anti-austericidas organizados en torno a Jeremy Corbyn.
Nada de esto pinta un cuadro feliz. Pero tenemos que ser honestos acerca de dónde estamos si queremos tener alguna esperanza de salir de esta situación. Las ilusiones de que estamos en medio de una ‘revuelta obrera’ o de que la izquierda está al borde del poder, no ayudan. Ahora estamos inmersos en una batalla por los valores fundamentales -sobre qué tipo de sociedad somos- comparable a la lucha contra el fascismo de generaciones anteriores.
En Gran Bretaña, eso exige una alianza progresista tanto de los grupos de la sociedad civil por un lado, como de los partidos de izquierda y del centro por el otro.
No hay otra forma de lograr el poder político, y ese poder es necesario si queremos hacer algo más que luchar (y perder) batallas a la defensiva. Hay mucho apoyo para ese tipo de acción, pero requiere una mentalidad diferente por parte de activistas, partidos, ONG, sindicatos.
En la actualidad, demasiados diputados progresistas y sindicatos están retirando el apoyo a la libre circulación de personas y pidiendo controles de inmigración. Esto conlleva la pérdida de jóvenes, gente de color, habitantes urbanos y otros que ya se sienten desilusionados y privados de poder.
Pero luchar contra la derecha nos obliga a trazar adecuadamente una alternativa económica al neoliberalismo. Las alternativas de base abundan: la soberanía alimentaria, la democracia energética (control democrático público de la energía), el resurgir de las cooperativas, la renta básica universal, etc. Hay muchas iniciativas fantásticas y algunas están progresando realmente. La tarea de la izquierda consiste en integrar todas estas iniciativas en un programa de gobierno que permita ganar la guerra de los relatos en la que actualmente lleva las de perder.
Tenemos que aprender de la historia. A medida que el fascismo ascendía al poder en Europa en la década de 1930, la izquierda se fracturó, con los socialdemócratas incapaces de romper con la política de consenso y la economía a la que estaban acostumbrados, y los comunistas decidieron que esta era realmente su oportunidad, si hubieran podido aguantar el paso del fascismo. Se demostró que unos y otros estaban desastrosamente equivocados. No podemos cometer los mismos errores.
Hegemonía cultural y extrema derecha en la Europa postcomunista: el asalto a la UE
04/01/2017
Rubén Ruiz Ramas
Investigador de la City University of London
“Seguiremos de cerca a cada musulmán que entre en el país…El Islam no tiene lugar en Eslovaquia…No deseo que un día hubiera decenas de miles de musulmanes”. Estas palabras fueron mencionadas por el primer ministro socialdemócrata de Eslovaquia, Robert Fico, en mayo de 2016, semanas antes de asumir la presidencia de la UE. Su partido, Dirección-Socialdemocracia, es miembro del Partido Socialista Europeo. Su vecino, el presidente checo Milos Zeman, igualmente socialdemócrata, afirmó en junio de 2011: «el enemigo es la anti-civilización que se extiende desde el norte de África hasta Indonesia. Dos mil millones de personas viven en ella». Ambos dos, capitanean a la tercera generación de líderes socialdemócratas de la Europa Central tras la caída del Muro de Berlín, la cual ha acabado por abrazar, en distinto grado, el euroescepticismo, la xenofobia, el conservadurismo moral y el nacionalismo de la nueva derecha iliberal dominante en los otros Estados del Grupo de Visegrado (Hungría, Eslovaquia, Chequia y Polonia). Las figuras más destacadas de esta derecha iliberal son el presidente húngaro Víktor Orban, cuyo partido Fidesz es miembro del Partido Popular Europeo, y los hermanos Kaczyński en Polonia (Jarosław y Lech, éste último fallecido en 2010), con su formación Ley y Justicia integrando la Alianza de los Conservadores y Reformistas Europeos de, entre otros, el Partido Conservador del Reino Unido.
En la Europa postcomunista, mientras la socialdemocracia que mantiene cotas de poder toma tintes pardos, y la derecha asume posiciones autoritarias llamando a la superación de la democracia liberal, las formaciones de extrema derecha, o directamente neofascistas, solo tienen cotas de voto relevante en Eslovaquia (Kotleba-Partido Popular Nuestra Eslovaquía con un 8%, 23% entre los jóvenes), Hungría (Jobbik, entre 16 – 20%) y Bulgaria (ATAKA, 9,5%). Esto es, la excepcionalidad del extremismo de derecha en la Europa postcomunista no proviene de la fortaleza de los movimientos situados en los márgenes del sistema o del establishment, sino de la temprana hegemonía cultural que han alcanzado sus ideas dentro de éste. Una hegemonía que, tras haber sido erigida como discurso de resistencia frente a la Unión Europa, durante la crisis de los refugiados ha conseguido imponer en ella un enfoque xenófobo y ajeno a cualquier interpretación honesta de la Carta Internacional de los Derechos Humanos o de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados.
Y es que la precocidad de esa victoria ideológica en la Europa postcomunista, ya en firme expansión en el resto del continente, está intrínsecamente relacionada con el proceso y resultado de la ampliación de la UE a esta región. Por un lado, y si bien es cierto que el horizonte de ingreso en la UE aceleró las reformas políticas hacía los estándares básicos de una democracia liberal, la Europa Central sufrió un desencanto con la política económica neoliberal exigida desde Bruselas. Sus resultados poco tuvieron que ver con la prometida economía social de mercado asociada a un vigoroso Estado del Bienestar. Por otro lado, en una región recién salida de un régimen de “soberanía limitada” por Moscú, la cesión de soberanía a Bruselas planteó de inicio no pocas suspicacias.
A medida que el euroescepticismo crecía por las exigencias macroeconómicas de Bruselas, el prestigio de la socialdemocracia se hundía al ser ella la principal ejecutora de programas de ajuste. Como el célebre “paquete Bokros” de 1996 en Hungría, que permitiría al Fidezs mantenerse inmaculado de las reformas más agresivas. La resistencia a Bruselas quedó en manos del nacionalismo de derecha, más o menos extremista, gracias a la complicidad de la socialdemocracia con el neoliberalismo y a la dificultad de que una opción a su izquierda floreciera dada la cercanía temporal del sometimiento a la Unión Soviética. Si en Polonia la defensa de la sanidad gratuita y universal la batalla Ley y Justicia, y no la socialdemocracia, quizá es que su victoria frente a la derecha neoliberal y leal a Bruselas no descanse solo en la identitad. Cierto es que, además, el nacionalismo supo situar y polarizar en el terreno de la soberanía cualquier reforma que afectase a principios y valores. Mientras en España ni los opositores a la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo la interpretaron como una imposición de Bruselas, en Europa Central ésta y otras cuestiones eran susceptibles de ser instrumentalizadas como un agravio a la soberanía. Ya antes de la primera fase de ampliación de la UE hacia el este en 2003, el presidente conservador checo Václav Klaus, primer gran activista del euroescepticismo, afirmaba no solo que la UE atentaba contra la soberanía de los Estados, sino que era “una amenaza a la libertad tan grande como lo fue la Unión Soviética”.
Con el paso de los años, y beneficiado por la llegada y gestión de la crisis financiera de 2008, la resonancia de este tipo de discurso fue ampliándose no solo en la sociedad sino también en los arcos parlamentarios de la Europa poscomunista, afectando hasta a la propia socialdemocracia. En el ámbito de la UE, los efectos de aquella crisis hicieron pensar en que una alianza de Estados Miembros del Mediterráneo (Grecia, España, Italia, Portugal) pudiera constituirse como principal desafío a la ortodoxia neoliberal de la UE y llevar a cabo el lema de “Otra UE es posible”. Entonces el Grupo de Visegrado se opuso a este bloque, a su llamada al fin de la austeridad y a la renegociación de la deuda asumiendo los argumentos de los acreedores, así como alertando contra la creación de nuevos lazos de solidaridad e integración económica.
Era difícil de prever entonces, sin embargo, que las otras dos grandes crisis de la UE, la de los refugiados y la del Brexit, propiciarían un desplazamiento geopolítico tal en el seno comunitario a favor del Grupo de Visegrado y, con ello, la homologación de la derecha iliberal. Extremo confirmado en la Cumbre de la UE en Bratislava en septiembre, convertida en vergonzoso acto de conciliación con el Grupo de Visegrado. Tras Bratislava, 2016 finaliza con una deriva autoritaria en Polonia y Hungría sin respuesta efectiva de la UE, y con la desobediencia activa durante dos años del Grupo de Visegrado a la Estrategia de Inmigración, que preveía la recolocación y la redistribución de los demandantes de asilo de forma obligatoria mediante un sistema de cuotas. Con el Partido Conservador en el Brexit en mente, el 2017 será un año clave para saber si el establishment de la Europa Occidental se pliega a la hegemonía cultural de la extrema derecha. François Fillón y Manuel Valls en su respuesta a Marine Le Pen marcarán el camino.
Polonia: cuando para hacer proselitismo se bendice la xenofobia
02/01/2017
Constanza Spocci
Periodista colaboradora en "dalla parte del torto"
En Polonia existe un vínculo muy fuerte entre la extrema derecha y la religión católica”, afirma Lucasz Jurczysyn, profesor en el Departameto de Sociología de Varsovia y experto en la extrema derecha. Aunque la Iglesia romana polaca es muy influyente, no es tan popular entre los jóvenes y, según Jurczysyn, movimientos de extrema derecha que están formados por jóvenes de edades entre 15-35 años, son un canal privilegiado para acercar a las nuevas generaciones a los dictados de la religión.
“La Iglesia está con nosotros”. Quien habla es Piotr Glowacki, miembro del movimiento juvenil de extrema derecha Juventud Polaca (MZ), que no oculta sus comportamientos xenófobos: “Una parte del clero nos conoce bien y sabe que la base de nuestros valores es católica y por ello nos apoya”. Algunos sacerdotes se atreven a hablar y apoyar abiertamente a estos movimientos; otros ponen los locales de sus iglesias a disposición del MZ o de otro movimiento aún más radical, el ONR, el Movimiento Radical Nacional.
Por lo que dice Glowacki, las reuniones del MZ en parroquias no se limitan a jugar partidos de fútbol o a cualquier charla. En muchas de estas reuniones, el MZ debate y se forma; dedica todo el tiempo a enseñar su historia, su ideología, se prepara para dirigirse correctamente a los medios de comunicación y sus miembros organizan marchas, manifestaciones y festivales. El año pasado, en Bientystok, la primera ciudad polaca en la que se registraron ataques contra restaurantes y viviendas de la comunidad árabe, un sacerdote llegó a celebrar una misa por el aniversario del ONR, con numerosas banderas y símbolos dispuestos en el interior de la iglesia. Entre los presentes había también algunos miembros de Fuerza Nueva.
Jacek Miedlar, el joven sacerdote ultranacionalista que ha bendecido el movimiento polaco neofascista por excelencia, participa cada año como huésped de honor en la manifestación del 11 de noviembre, la fiesta nacional polaca en la que los simpatizantes del ONR y del MZ se reúnen por decenas de millares para corear eslóganes racistas mientras desfilan por Varsovia. Se trata de la mayor manifestación ultranacionalista de Europa, en la que confluyen los mayores movimientos europeos de extrema derecha. ONR y MZ promueven en sus programas, por ejemplo, la idea de que en estos tiempos “inciertos” de la sociedad posmoderna, la religión tiene que ser la base de la identidad polaca: “Polonia para los polacos y los polacos para Polonia”.
Un concepto que retoma y desarrolla Stanisław Obirek, teólogo e historiador, además de ex jesuita, que con el sociólogo Zygmunt Bauman expone en Conversaciones sobre Dios y el hombre (2004): “Hay una convergencia en los miedos de los polacos hoy, que la Iglesia ha formulado en términos religiosos”. La Iglesia polaca fue la gran vencedora de los cambios políticos a partir de 1989 y tiene un peso importante en la vida política del país, pero desde octubre de 2015 ha adoptado una posición completamente nueva.
De hecho, el Episcopado polaco le prestó un gran apoyo al gobierno del PiS, el partido Derecho y Justicia del magnate polaco Jarosław Kaczyński que logró hace un año la mayoría absoluta en el Parlamento. “También la Iglesia tiene necesidad de sus enemigos, y si no hay más comunistas para demonizar, la realidad ofrece nuevos enemigos”, dice Obirek, según el cual la Iglesia ha contribuido de manera sustancial a la creación del “polaco-católico” y al mito de Kaczyński que sostiene la identidad católica y nacionalista contra el aborto y los refugiados.
En especial, el imperio mediático del padre Tadeus Rydzkyk ha creado un terreno fértil para el ascenso de la derecha y de la extrema derecha e Polonia. Con radio Marja, cuya frecuencia llega hoy a los lugares más remotos del país y la televisión privada Ram. Rydzyk, acusado por los medios liberales de ser un predicador xenófobo y antisemita, se ha lanzado muchas veces de forma violenta en sus programas contra la imposición de la cuota de refugiados de la Unión Europea, haciendo de esto una cuestión política y una cuestión moral, y pintando a Polonia como el escudo cristiano, la nación en primera línea, contra la invasión extranjera e islámica. Las mismas ideas que defienden el ONR y el MZ.
“No veo ningún problema en los programas del padre Ridzk”, dice el coordinador de los programas católicos del Departamento de la TV estatal, el padre Maciej Makula.
Todos los programas católicos son controlados y autorizados atentamente por el Episcopado para el que no se puede transmitir por las ondas de la Iglesia romana polaca nada que no sea apropiado, sostiene el padre Makula, quien afirma que es “el instrumento del Espíritu Santo” el que lo guía para conducir la programación de la TV estatal. El padre cita el evangelio y alaba al papa Francisco sobre la acogida al “prójimo”, pero no está de acuerdo en abrir las puertas de la iglesia polaca a los refugiados. De la misma opinión es Waldemar Cislo, opinólogo y obispo de Lublin, una ciudad de Polonia oriental que tiene frontera con Ucrania. Hay que ayudar a los refugiados en sus casas, si les abrimos las puertas de la iglesia les invitamos a venir aquí, una sociedad monocultural que no quiere acogerlos”. Las posiciones ultraconservadoras de la Iglesia polaca, que se unen a las del PiS y movimientos como el MZ o el ONR, son la prueba del intento de “reconstruir un nacionalismo y una identidad polaca monoétnica, que quiere reafirmar la independencia política de Polonia”, concluye el analista Lucasz Jurczyszyn. Y en esto juega también un papel fundamental el episcopado, porque “la Iglesia en Polonia es omnipresente, como el padre eterno.
El auge de la extrema derecha no es sólo electoral
30/12/2016
Marina Albiol
Diputada en el Parlamento Europeo y responsable de relaciones internacionales de Izquierda Unida
Cuando se habla del auge de la extrema derecha en Europa, se suele hacer tomando como referencia el crecimiento electoral de los partidos de ideologías fascistas, nacionalcatólicas o filonazis por todo el continente. Es una realidad empírica y, por tanto, incontestable. Ahí tenemos los resultados del pasado 4 de diciembre en Austria, donde el Partido Liberal Austriaco de Norbert Hofer, de corte claramente xenófobo, no consiguió ganar finalmente las elecciones, pero obtuvo un 47% de los votos.
Los últimos sondeos en Francia apuntan a que Marine Le Pen y su Frente Nacional podrían situarse como ganadores en la primera vuelta de las presidenciales francesas del próximo año, con un 28% de los votos. En Holanda, el islamófobo Partido por la Libertad de Geert Wilders, encabeza todas las encuestas. Y hasta en Alemania, donde pensábamos que el recuerdo del horror cerraba las puertas a los partidos nazis, Alternativa por Alemania avanza a un ritmo más que alarmante.
Este crecimiento electoral de la extrema derecha no es un problema menor, pero lo realmente grave es que, en realidad, sus postulados políticos han vencido sin ganar en las urnas. Un ejemplo muy claro son las políticas migratorias de la Unión Europea, que se sustentan en el racismo, la xenofobia y la islamofobia que propugnan las formaciones fascistas. Con lo cual, lo que está pasando no es que la extrema derecha esté en auge, sino que la extrema derecha está gobernando Europa desde el centro.
Las políticas contra las personas migrantes y contra aquellas a las que deberíamos dar refugio están siendo ejecutadas por una Comisión Europea formada por miembros de los partidos socialdemócratas, conservadores y liberales. La mayoría de los gobiernos de los Estados miembros de la UE que están haciendo trizas con sus políticas migratorias la Declaración Universal de los Derechos Humanos, están en manos de alguna de estas tres familias políticas. En algún caso, incluso de las tres juntas en coalición.
Políticas que consisten en construir muros, militarizar el Mediterráneo, externalizar las fronteras, en las detenciones ilegales y las deportaciones forzosas, y que son sistemáticamente respaldadas en el hemiciclo del Parlamento Europeo por los representantes de la Gran Coalición.
Y esto no es más que el reflejo de lo que está ocurriendo a nivel estatal. Lo hemos visto en Hungría, donde el Gobierno de Viktor Orban, miembro del Partido Popular Europeo, fue de los primeros en alzar la voz contra las personas refugiadas y dejar claro que la Convención de Ginebra no iba con ellos. Construyeron una valla con Serbia, gasearon y apalearon a las familias que atravesaban su territorio siguiendo la ruta de los Balcanes, subieron engañadas a miles de personas a un tren cuyo destino final no era Alemania, sino un bosque, y plantearon un referéndum para negarse a la acogida.
En Eslovaquia, el primer ministro socialdemócrata Robert Fico, anunció a principios de enero que su país sólo permitiría el paso a aquellas personas refugiadas sirias que fueran cristianas. Según él, esta medida estaba enfocada a “evitar que se repitiera lo de Colonia” en la nochevieja de 2015. Como después se comprobó, “lo de Colonia”, que fue utilizado durante meses en Bruselas como argumento para cerrar las fronteras, no fue obra de una banda organizada de cientos de refugiados musulmanes que querían saquear y agredir sexualmente a las mujeres alemanas. De los 58 detenidos por las agresiones y robos, sólo tres eran refugiados.
El presidente de la República Checa, Milos Zeman, también socialdemócrata, dijo durante su discurso navideño el año pasado que las personas refugiadas que llegaban de Siria e Irak estaban llevando a cabo “una invasión organizada”. El mismo Zeman que dio el visto bueno a que la Policía marcara con un número en el brazo a cada persona refugiada que pasaba a su país, evocando los peores recuerdos de los primeros años cuarenta y provocando una dura condena de Naciones Unidas.
En Austria, donde antes de las elecciones gobernaban socialdemócratas y conservadores en coalición, el excanciller socialista Werner Faymann consiguió el pasado mes de abril el apoyo del Parlamento para construir una valla en la frontera con Italia y restringir así el paso de migrantes y refugiados.
Otro caso es el del Partido Liberal que gobierna en Dinamarca con el primer ministro Lars Lokke Rasmussen a la cabeza, que llegó a un acuerdo con socialdemócratas y conservadores a principios de enero de 2016 para que el Parlamento aprobara toda una serie de medidas restrictivas, entre las que se incluyen la posibilidad de confiscar los bienes de los refugiados para financiar su mantenimiento.
En cualquier caso, tampoco hay que irse muy lejos para analizar determinadas políticas racistas. Las tenemos en casa y se han desarrollado tanto con los gobiernos del PP como con los del PSOE. En el Estado español tenemos redadas racistas, en nuestros Centros de Internamiento de Extranjeros se vulneran los derechos humanos, nuestra Policía dispara a las personas migrantes en Ceuta y practica con total impunidad las devoluciones en caliente en la valla de Melilla.
Durante años la Comisión Española de Ayuda al Refugiado ha estado denunciando las dificultades para solicitar asilo en el Estado y las deportaciones masivas de personas migrantes y refugiadas, sin que ninguno de nuestros gobernantes se preocupara de ponerle una solución.
Volviendo al mensaje principal, no son gobiernos liderados por los partidos de extrema derecha en auge los que están haciendo esto, sino gobiernos socialdemócratas, liberales y conservadores. La idea que subyace es que parece que han decidido que la mejor forma de luchar electoralmente contra la extrema derecha es asumir sus políticas racistas y xenófobas y ponerlas en práctica.
También como se explicaba al inicio, esta es la posición que se marca desde Bruselas, con una vertiente migratoria y otra securitaria. La mejor expresión de lo que está pasando es el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía para deportar a los refugiados –que contó con el apoyo de los 28 Estados miembros-, o la nueva Agencia de Guardia de Fronteras y Costas que ha puesto en marcha la Comisión Europea.
Ambas medidas sirven, por un lado, para quitarlos literalmente de enmedio. Por otro, contribuyen a su criminalización, ya que sitúan a las personas refugiadas y migrantes como enemigos de los que hay que defenderse.
El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, es el máximo exponente de la línea dura de la UE con respecto a la migración y el asilo. No sólo por su acción política, ya que él es uno de los principales hacedores de ese acuerdo con Ankara, sino con su discurso. Tusk, en marzo, dijo aquello de “no vengáis a Europa” tras una reunión con el primer ministro griego Alexis Tsipras en la que se negoció, entre otras cosas, que Grecia reconociera a Turquía como país seguro para que se pudiera poner en marcha el plan de deportaciones.
En los meses sucesivos, el presidente del Consejo ha venido endurecido su lenguaje, ha eliminado casi por completo la palabra refugiado de su vocabulario -sustituyéndolo por la cínica expresión de “inmigrante económico”- y acostumbra a relacionar migración con seguridad y terrorismo. Es el combo perfecto.
La UE es culpable, desde las instituciones, de la deriva ultra de esos gobiernos de socios de la Gran Coalición que han decidido que las convenciones internacionales están para incumplirse. Lo es por su racismo institucionalizado a través de las políticas y del uso de un lenguaje perverso. Y también por contribuir a imbuir el miedo al extranjero en la población con una retórica bélica y securitaria.
E influye o legitima a nivel de los gobiernos y hasta en los procesos internos de los partidos, lo que a la postre repercute en los procesos electorales. En Francia, aunque Le Pen no gane las presidenciales, habrá ganado la xenofobia. La derecha ha designado a François Fillon como su candidato, un ultraconservador que se presenta con un programa en el que pide endurecer las condiciones de reagrupación para los migrantes, establecer cuotas de entrada y retirar las ayudas sociales a quienes lleven menos de dos años en Francia. No sabemos quién será el candidato o candidata del Partido Socialista aún, pero uno de los que se postula, Manuel Valls, es conocido por su mano dura en las banlieues y sus récords de expulsión de gitanos.
El crecimiento electoral de los partidos de extrema derecha en toda Europa es un barómetro inequívoco de que el descontento social está creciendo. También es cierto que existe una base material para ese descontento, un empeoramiento del nivel de vida de los sectores de la población más afectados por la crisis y por las políticas que nuestros gobiernos aplican para supuestamente salir de ella. Y ante esto, hay dos opciones: o atacar las raíces del problema, que es el propio sistema que lleva a una élite a estar enriqueciéndose a costa de que a millones de personas se les niegue lo más básico; o desviar la atención, hacer que los oprimidos se enfrenten entre ellos culpando a los más pobres de su pobreza, en lugar de a los ricos. Culpar, en definitiva, a los que vienen de lejos, para que no nos fijemos en que nuestro enemigo está realmente en casa.
A los partidos que están al servicio de las élites les interesa, sin duda, esta segunda opción. Y así es como enfocan ellos el crecimiento de la extrema derecha, como una competición electoral. Así que cuando ven que la extrema derecha sube en las encuestas, se apresuran a compartir sus argumentos, aquellos que exculpan a la clase dominante de los males sociales. La vivienda, el puesto de trabajo, la educación o la sanidad, se ven según está lógica amenazados por los migrantes, y por eso es válido todo lo que se haga para tratar de que no lleguen o para expulsar a los que ya están.
Hay que tener una cosa más en cuenta. No es sólo competencia de votos, es, sobre todo, que la derecha se parapeta detrás de la extrema derecha. En realidad, el
fascismo, en determinados momentos -como el que vivimos de crisis económica, política y social-, le viene muy bien al capitalismo.
La alternativa de la izquierda debe ser la primera opción. La izquierda debe ser radical, debe ir a la raíz del problema señalando a los culpables de la situación actual. Debe estar con las clases populares y ser clases populares. Debe hablar su lenguaje, hacer pedagogía y, caminando de la mano con los sindicatos de clase y los movimientos sociales, armar una alternativa política firme, que haga de muro de contención tanto del fascismo como de las políticas neoliberales que hacen de caldo de cultivo para generarlo. Al fascismo no se le combate con más fascismo. Al fascismo no se le combate claudicando ante el miedo, o recortando la libertad. Al fascismo se le combate con políticas que defiendan al pueblo y con la movilización.
El testigo
28/12/2016
Octavio Colis
Escritor
Para que se hiciera posible mañana el proyecto de la ciudadanía internacional, unida a la institución del común como una tendencia ética inequívoca, sería necesario primero atraer definitivamente al ciudadano que se comporta como testigo airado en su relación con el mundo.Pero este objetivo parece muy difícil de cumplirse, ahora que gran parte de la ciudadanía desnuda parece querer encerrarse tras los muros de su identidad nacional y en esos supuestos valores de tradición y soberanía.
Desde el final de la II Guerra Mundial parecía que los conceptos democracia y fascismo, o de izquierda y derecha, habían quedado suficientemente aclarados intelectual, teórica y prácticamente, de manera que los grupos políticos emergentes y sus líderes sabrían situarse estratégicamente en los proyectos y prácticas consecuentes al desideratum democrático que proponía cada modelo político social.
Derrotado y desprestigiado el fascismo, parecía tan deseable como inevitable que los objetivos de justicia y libertad irían unidos al de bienestar social sostenible y, con ese objetivo político, la vieja Europa comenzó a reponerse de sus heridas físicas y económicas, bajo la tutela y ayuda a fortiori de EEUU, empeñada ya en una carrera de progreso –entendido como capacidad de persuasión económica y militar- ligada fuertemente a la guerra fría contra el modelo soviético que la URSS proponía al mundo como alternativa al capitalismo. Feroces ambos, capitalismo y comunismo soviético, dejaron rehacerse a la vieja Europa haciendo como que permitían a sus líderes políticos creer que podrían recuperar alguna vez el poder que habían perdido, olvidando éstos que el poder no es un bien tangible que se posee, sino que se ejerce; si no se ejerce poder, no se tiene poder. Durante décadas, los partidos de centro izquierda europea fueron apuntalando el concepto de democracia representativa, en ese juego de alternancias bipartidistas decimonónicas que deja sin opciones a cualquier tercero, a cualquier opción política en discordia, haciendo para ello institución de los partidos, pero no de los votantes, abandonados a su condición de consumidores, mientras que los partidos de derecha capitalista observaban y dejaban hacer, aparentemente en segundo plano, tomando fuerza como alternativa democrática, apareciendo dispersos y puntuales en aquellos lugares en los que el fracaso político de los partidos de centro izquierda les dejaba espacio para postularse como alternativa, porque ya se mostraban asumiendo la democracia representativa como un bien, decían ser democráticos y avalados, precisamente, por sus contrarios bipartidistas.
Cuando el modelo socialdemócrata europeo empezó a fracasar claramente, los partidos de centro derecha -así se denominaban ellos a sí mismos- empezaron a mostrarnos su fuerza y ligazón al capital internacional de las grandes corporaciones, y sus líderes fueron descubriendo sin disimulo su estrecha relación con los intereses del gran capital y con sus objetivos. Así han ido surgiendo, por el descontento popular, como desinencias de los representantes, por un lado los disidentes de los partidos de supuesta izquierda, organizados en movimientos ciudadanos independientes, reclamando activamente democracia participativa y, por el otro lado, los movimientos ultraderechistas (puesto que los partidos o tendencias de los que provienen ya eran de derecha sin disimulo, no de centro derecha) de los que en nombre de la pertenencia al país en el que han nacido –exaltando la propiedad sionista o divina del lugar- reclaman la desvinculación del proyecto paneuropeo de convivencia, que habíamos dado en llamar UE. Con el agravamiento sine die de la crisis económica, provocadora y provocada por la avidez descontrolada del Gran Capital, el euroescepticismo ha ido ganando adeptos en ambas tendencias centrífugas.
La ultraderecha social, siempre empeñada en definirse apolítica, dice creer que han sido superadas las definiciones de izquierda y derecha, y denuncian muy violentamente el crecimiento del islam migrante como la mayor amenaza exterior que acorrala ahora a Europa, y proponen el regreso a los nacionalismos excluyentes, la vuelta a la propia identidad nacional, a la tradición y a la soberanía, entendida literalmente como independencia intramuros, como en la época medieval de las ciudades estado; pero no ven peligro alguno para esa soberanía en los tratados de libre comercio de sus países con los gigantes internacionales, tratados como el TTIP, que precisamente dejarían a las Constituciones de sus patrias –ya de por sí retóricas y vacías de contenido real- como documentos de rango inferior frente a los derechos legales vinculantes que podrían ejercer esos tratados para los intereses capitalistas, para mayor acumulación y libertad comercial de las grandes corporaciones internacionales.
La ultraderecha social renuncia no ya a la democracia representativa, y cuánto más a la participativa, sino a la propia ciudadanía individual democrática que le permitiría la propuesta de leyes populares, la participación en la política activa internacional, la institución del interés común, para convertirse en testigos solitarios de lo que haya de venir.
Ese testigo que descarga su incomodidad en el estado de las cosas no contra quien lo provoca, sino contra los chivos expiatorios, el extranjero, en el que ve el origen de todos sus males, también carga contra quienes defendemos la institución del común y un mundo sin fronteras, anticapitalista, feminista, ecologista, porque la irresistible ascensión de la ultraderecha europea está basada en los mitos de la propiedad, la nacionalidad y la depredadora naturaleza humana. Y el individuo inane que es el testigo europeo “apolítico” cree que su ultraderechismo, que no reconoce sino como reactivo, es de origen natural, y la verdad es que es más fácil engañarle que demostrarle que le están engañando los del Partido de la Libertad de Austria; del Frente Nacional para la unidad francesa; del Partido de la Independencia del Reino Unido; de Alternativa para Alemania; los húngaros del Jobbik; los griegos del Amanecer Dorado; los de Fuerza Nueva italiana; los Verdaderos finlandeses; los del Partido Popular Danés; del partido Los Demócratas Suecos; los de Unión Democrática Croata; los polacos de Ley y Justicia; los holandeses del Partido de la Libertad; los del Interés Flamenco, los del Partido Nacional Renovador de Portugal; los del Partido Popular español… y tantos otros. Convendría, cuanto antes, trabajar para instituir el derecho internacional a la inapropiabilidad de lo común.
La extrema derecha en Europa
27/12/2016
Ska Keller
Presidenta del grupo Los verdes / ALA en el parlamento europeo
Crecí en una pequeña ciudad de Alemania, en la frontera con Polonia. A principios de los años noventa, esta ciudad no era sólo mi hogar y el de mi familia, también lo era de los neo-Nazis, y había muchos.
Regresar de la escuela, del trabajo o de una fiesta era siempre potencialmente peligroso: encontrarse con un neonazi era siempre una posibilidad. La extrema derecha era una amenaza física para todos los que no formaban parte de ella, o peor, para los que luchaban activamente contra ella. Huelga decir que para mis amigos de color los nazis de mi ciudad representaban un peligro aún mayor y más violento.
Estábamos acostumbrados a tener prevista una via de escape, caminando hacia casa en parejas o grupos, y desconfiando de nuestro entorno. Sin embargo, luchábamos por la democracia, contra la discriminación y nos enfrentábamos a los que propagan la violencia, el odio y el racismo a diario.
Hoy en día, ahora que soy diputada en el Parlamento Europeo, dos décadas después, la extrema derecha sigue en pie y sigue representando una amenaza. Algunos de ellos colgado las botas de combate y ya no se les puede identificar simplemente por la marca de su ropa. Pero la extrema derecha aún incita al odio, a la división y al miedo. Lo hace en los parlamentos democráticamente elegidos a lo largo y ancho Europa, durante las campañas electorales y en los barrios. Lo que une a los nazis de mi ciudad natal con los miembros de la extrema derecha en los parlamentos de todo el continente es su ideología favorable a la desigualdad y la exclusión. La derecha siempre y en todo momento hará una distinción entre seres humanos dignos e indignos, basados en nociones racistas, sexistas, antisemitas y segregadoras entre el género humano. Con sus actividades, publicaciones y apariciones públicas, los miembros de la extrema derecha crean y manifiestan una diferencia entre «nosotros» y «ellos». Es esta división, sus actitudes autoritarias y nacionalistas lo que hace tan peligrosa a la extrema derecha.
Las opiniones que expresa la extrema derecha resuenan en buena parte de la sociedad en toda Europa. En Alemania, sabemos por un estudio realizado por la Universidad de Leipzig, que el 34% de la población está de acuerdo en que el país alberga demasiados extranjeros, mientras que una de cada diez personas cree que los alemanes son superiores a otras naciones. Un estudio reciente de YouGov reveló que el apoyo popular a las actitudes autoritarias populistas se está disparando: los números son tan altos como el 82% en Rumania, el 78% en Polonia y el 63% en Francia. Por lo tanto, no es de extrañar que actualmente los miembros de los partidos de derechas constituyan los grupos más grandes británicos y franceses del Parlamento Europeo.
Parece que las ideas de extrema derecha se han convertido en hegemónicas en algunas sociedades europeas y eso amenaza nuestra democracia. Exige toda nuestra atención aquí y ahora: es un desafío político y colectivo al que tenemos que tenemos que enfrentarnos. Tenemos que reconocer el hecho de que la extrema derecha no está tan lejos como nos gustaría creer. Por el contrario, está muy cerca y al crear estrategias sobre cómo contrarrestar el populismo de extrema derecha y de derecha, tenemos que tomar esto en consideración.
En primer lugar, sugiero que nos diferenciemos oponiéndonos enérgicamente al lenguaje de la división y el odio, usado por la extrema derecha y ofreciendo una alternativa. El lenguaje moldea nuestra percepción: No hablemos de «inmigración incontrolada» cuando una parte de los que huyen de la guerra y de condiciones de vida insoportables buscan refugio en Europa. Podemos desconstruir el mito alimentado por la extrema derecha utilizando un lenguaje diferente, que respete nuestros valores europeos. Hay que difundirlo a través de ámbitos culturales y mediáticos, sin subestimar la importancia del discurso público.
En segundo lugar, vivamos de acuerdo con nuestros propios principios de tolerancia, diversidad y democracia. El apoyo a un club de fútbol local en su lucha contra las influencias derechistas es tan significativo como oponerse públicamente al acoso y a la discriminación. Organizar una mesa redonda interreligiosa con miembros de una comunidad local puede significar tanto como hacer campaña en favor de un concejal democrático. A nivel local, podemos demostrar que escuchamos, comprendemos y reaccionamos. De esta manera, ya ofrecemos una alternativa a la división y al miedo y probamos que esta alternativa será inclusiva y mejor para todos.
Por último, pero no por ello menos significativo, es sumamente importante que reduzcamos, en la medida de lo posible, la base económica y social de la envidia y del miedo a perder lo propio. Esta es la razón por la cual la justicia social, la educación democrática y una sociedad civil fuerte son las claves de cualquier estrategia contra la extrema derecha. Como políticos progresistas, estamos en una batalla que hay que librar dentro de los gobiernos, los parlamentos y las ciudades de toda Europa. Al hacerlo unidos en toda Europa conseguimos una ventaja que la extrema derecha nacionalista nunca podrá conseguir.
La extrema derecha puso ya una vez a Europa al borde de la destrucción. El año pasado nos recordó que la lucha contra la extrema derecha nunca se ganó y que tendrá que continuar. Será difícil, larga y dolorosa. Pero no hay manera de evitarla, igual que era inaceptable el dominio nazi en mi ciudad natal hace veinte años. Las batallas a lo largo del tiempo serán europeas en espíritu y sin embargo estarán muy localizadas. No nos resignaremos ante el nacionalismo beligerante: tenemos que defender nuestros derechos como ciudadanos y seres humanos, el proyecto europeo y nuestro modo de vida democrático.
El crecimiento de la ultraderecha en Europa
23/12/2016
Rosa Regás
Escritora
El título sugiere que alguna vez Europa ha sido de izquierdas, pero no hace falta ir demasiado lejos en el pasado para darnos cuenta de que no es exactamente así. No quiero decir que no haya habido movimientos de izquierda, revolucionarios, que se hayan gestado en Europa y proliferado sus seguidores en ella, pero si exceptuamos los años de la Revolución Francesa, la izquierda europea es más bien escasa en experiencias de gobierno y en victorias electorales.
Sin embargo, no puede decirse que durante los siete u ocho últimos siglos muchos de los países que la conforman hayan estado bajo una dictadura de derechas, pero si lo estuvieron bajo una de izquierdas que en lo que se refiere a métodos y formas de gobierno, difieren en muy poco. Estos países del Este y algunos del Oeste son hoy los estandartes de los comportamientos y gobiernos más a la derecha que conocemos, desde los años del gobierno nazi.
Decía Kapuściński que un país como Polonia, o como cualquier otro que haya estado bajo dictadura durante tantos años, necesita al menos un siglo para recuperar la normalidad. De ahí que todos ellos, incluido el nuestro, es como si hubieran heredado la admiración y obediencia a la autoridad sin límites que se les exigía, el feroz nacionalismo sobre el que el régimen pretendía fomentar el orgullo patrio y ensombrecer y hacer olvidar sus carencias, a lo cual añadían el miedo y el odio al enemigo que casi siempre consistía en lo que representaban el forastero, el extranjero “el otro”, ya fueran países o ciudadanos de distinta nacionalidad, color de la piel o ideología, que mantenía a raya cualquier intento intelectual de quien aún pretendiera defender sus derechos y sus libertades que ya se cuidaban y se cuidan las dictaduras de que sigan siendo desconocidos para todos.
En cuanto a España sumida desde siempre en monarquías absolutas, comenzó el siglo XIX al grito de Vivan las cadenas, contrapuesto bien es cierto a la nueva Constitución, la primera promulgada en España, popularmente conocida como la Pepa, una de las más abiertas que hemos conocido donde, por ejemplo, la soberanía no residía en el rey sino en la nación, que duró dos años. Y aunque a veces se volvió a adoptar, solo fue en periodos tan breves como han sido los periodos lejos de la derecha que ha conocido nuestro país. Tuvimos en el siglo XX una dictadura de Primo de Rivera y el entusiasmo popular por lograr y mantener la II República que fue pisoteado por una extrema derecha que convenció a ciudadanos conservadores aunque de ideología menos extrema, que la apoyaron incluso en la guerra civil que esa extrema derecha propició e hizo durar casi tres años a partir de un golpe de Estado militar aupado por los poderes fácticos y fundamentado, como lo está siempre en todos los regímenes totalitarios, en el brutal nacionalismo incuestionable, impuesto a la población, que justificó la cruenta guerra civil, una postguerra igualmente cruenta contra los derrotados y una dictadura de 40 años que cambió para siempre el ADN de los españoles y de España.
De esta dictadura partió la Transición que nos ha llevado a una democracia heredera de la dictadura y de su feroz nacionalismo, de los líderes, la corrupción, el miedo al debate y a la diferencia, el horror a hablar del pasado y la incapacidad para la protesta, sin contar con un pensamiento de derecha extrema que en la voz y el partido se confunde con la derecha sin más, es decir, sin que la extrema derecha, lejos de lo que ocurre en Europa, tenga una apelación clara ya que la comparte con la derecha, lo mismo que la convicción de la mayoría de la sociedad de que no hay castigo por los comportamientos políticos ilegales del pasado sino una gran benevolencia por los del presente.
Añadamos a este panorama la crisis de 2008 que domina hoy Europa, y veremos como a partir de ella se afianza el anhelo por un gobierno autoritario de extrema derecha. Y es curioso porque si alguien provocó la crisis fue precisamente la derecha más extrema, o el liberalismo económico como la llaman hoy los economistas como si quisieran ocultar aquel desprestigiado nombre con que se la había conocido siempre.
Todo esto no sería posible si reinaran entre nosotros algunos de los valores de antaño, como la solidaridad, la igualdad, la justicia o la libertad que hoy han sido sustituidas por el éxito y el dinero al precio que sea, con lo que ha desaparecido o está en vías de desaparecer en nuestra sociedad lo que es y significa el delito económico e incluso virtudes que lo fueron tradicionalmente y que han sido olvidadas hoy, como la decencia y la honestidad, económica o moral, poco importa.
Ante estos hechos que lo mismo se dan en España que en los demás países de Europa, cada cual con sus características y su propia Historia, creer que las extrema derecha ha crecido creo que no es más que un espejismo que nos hace confundir el crecimiento con el resurgimiento puntual y esporádico de lo que ya existe en la base de la sociedad. ¿Cómo se entiende si no que las fuerzas de derechas por más escándalos en los que estén sumidas, aquí y por doquier, sigan ocupando sus líderes los más altos puestos de la Política y la Administración europea, o concitando los votos por lo menos de una gran mayoría de ciudadanos?
Si a todo esto añadimos la poderosa labor de un capitalismo que se ha dado en llamar liberalismo económico que alcanza y beneficia a las clases más ricas, que provoca la admiración de la clase media y que con la ayuda de los medios y de los gobiernos neoliberales que tenemos casi todos los países de Europa, ha decidido acabar, legal o subrepticiamente, con los logros conseguidos por los progresistas en las últimas décadas para las masas trabajadoras a fin de recuperar, aumentar y afianzar su poder y sus fuentes de riqueza, nos daremos cuenta de que no es que la extrema derecha haya crecido en el corazón de los ciudadanos sino que ya vivía en el interior de una gran mayoría de ellos pertenecientes a todas las clases sociales que, hoy como ayer sus padres o abuelos, desean apuntarse al carro de los vencedores que han comenzado ya a desmantelar el estado del bienestar en beneficio propio, y que quienes no lo eran de corazón, ante la impunidad y el poder de esa obediente extrema derecha, han sido aducidos por ella.
Armados cada cual con su propio nacionalismo, la herramienta más eficaz de los regímenes totalitarios, y con un claro enemigo bien identificado y definido por el poder, ¿qué otra cosa pueden hacer los pueblos Europa que ven un enemigo en “el otro”, no consideran un valor la solidaridad, ni apenas la justicia y la libertad, sino convertirse en defensores a ultranza de la extrema derecha más brutal, egoísta e insolidaria?
¿Populismo contra populismo?
22/12/2016
Thomas Coutrot
Economista. Attac Francia
En Europa, como en Estados Unidos, la extrema derecha populista prospera gracias a las frustraciones de las clases medias y populares blancas, a las que les promete volver a un pasado idealizado de orden y prosperidad. Un pasado en el que las clases populares se beneficiaban de una relativa seguridad en sus vidas resguardadas por las fronteras nacionales. Un pasado también en el que los negros, los árabes, los chinos (y las mujeres) «se mantenían en su sitio»…
El populista de derechas clama contra «las elites mundialistas y apátridas», absteniéndose en todo momento de criticar a las transnacionales de su país. Construye un relato histórico en el que el pueblo, unido en torno a su jefe, encontrará su unidad perdida excluyendo a los traidores y a los extranjeros. Juega con ventaja, pues el naufragio de la «izquierda» (socialdemócrata) -su desprecio hacia las capas populares, su identificación con los privilegiados de la globalización- ha desacreditado las ideas mismas de la izquierda y de la solidaridad internacional.
Para nosotros, los amigos de la emancipación, una cosa es segura: la denuncia moral del fascismo o del populismo es inútil. El relato de los Trump y los Le Pen solo puede fracasar con otro relato, popular, ecológico, democrático más potente y auténtico.
Pero existen dos estrategias opuestas para construir este relato. La primera, planteada por Melenchon o por Podemos en contra de la oligarquía es la del populismo de izquierda. Se trata de reconstruir un pueblo «unido “en torno a valores progresistas. Frente a la xenofobia se propone la solidaridad internacional; al machismo, el feminismo; a la irresponsabilidad ecológica, la conciencia de la urgencia climática. Es en torno a la figura del líder donde debe cristalizar una «cadena de equivalencias» (de acuerdo con la expresión de Laclau y Mouffe), que hacen converger las diversas luchas contra la opresión (capitalista, machista, racista, productivista…) en una causa única: «ellos» contra «nosotros», la casta contra el pueblo, la oligarquía contra el 99%. Se utiliza en gran medida el sentimiento nacional, cuyo poder de agregación no tiene igual en una escala amplia: contra la hegemonía alemana, el imperialismo estadounidense, el dumping chino, etc. El objetivo es llegar al poder del Estado central con el fin de relanzar un crecimiento más local y más justo.
La segunda estrategia, altermundialista /libertaria, se basa en un proceso al que podríamos llamar «arco iris». La convergencia buscada es interseccional: dentro de cada movimiento moviliza a los miembros que tienen conciencia de su lucha: feminista, sindical, antirracista, ecologista… no puede progresar realmente más que por una cooperación conflictiva y constantemente negociada entre los movimientos. Por ejemplo, los ecologistas por la justicia climática, los sindicalistas abiertos a la ecología o las feministas antislamófobas… El enemigo -ya que es indispensable la figura del enemigo- es el dúo perverso formado por la oligarquía político-financiera y los demagogos racistas. El acento se pone tanto en la lucha contra el capital financiero como contra el productivismo y la concentración de poderes. La transformación social se concibe ante todo como el desarrollo del poder de acción de los grupos sociales, de las comunidades y de la sociedad civil en detrimento de los aparatos económicos y políticos dominantes. La prioridad es el desmantelamiento de las megaestructuras, el desarrollo de iniciativas de control y de transición ciudadana y la implementación de contrapoderes (como asambleas de ciudadano/as por sorteo) en el corazón mismo de las instituciones políticas.
La estrategia de oposición entre el «pueblo» y la «oligarquía» es peligrosamente ambigua. Si se construye el «pueblo» en torno a un líder carismático, se relega necesariamente a un último plano la autorganización y la autoeducación de los ciudadanos. Se subordina la creatividad popular y la innovación social a la supuesta coherencia de una dirección única.
De ahí no puede surgir mas caminos que los ya conocidos -los de un keynesianismo social y nacional- condenados al fracaso sobre todo por el control de las finanzas y la crisis ecológica. Se favorece también el camino para que surjan nuevas oligarquías. Los modelos generalmente reivindicados por Chávez, Correo o Morales ilustran por sus derivas autocráticas y productivistas esta dinámica del populismo de izquierdas. Con la diferencia de que en Europa no hay los márgenes redistributivos de maniobra basados en el extractivismo que los líderes latinoamericanos han sabido explotar en sus Diez Gloriosos (2000-2010).
Es por esto por lo que el populismo de izquierda no constituye realmente una alternativa creíble al populismo de derecha. Desprovisto del poder realmente emancipador, incapaz de sobrepasar el imaginario autoritario y productivista y de ofrecer una respuesta radical a los dominios (de los hombres y de la naturaleza), el populismo de izquierda conduce al «pueblo» que pretende construir en un impás autoritario que debilitará a los movimientos sociales y a los ciudadanos en beneficio, a fin de cuentas, del dúo perverso del neoliberalismo y del despotismo. Construir un «pueblo» emancipador contra la oligarquía supone rechazar firmemente las lógicas autoritarias de delegación y privilegiar a la autoorganizaicón de los ciudadano/as en lucha para crear nuevas relaciones sociales y con la naturaleza. Esto pasa también por la invención de una nueva forma política, un «partido-movimiento» que articule a sus diferentes componentes de forma flexible y no jerárquica, que ejerza un control institucionalmente organizado sobre sus dirigentes y sus cargos electos. No hay un salvador supremo, estamos condenados a la imaginación para crear las herramientas que darán vida a la democracia real.
El hábito no hace al monje
20/12/2016
Giorgia Bulli
Investigadora en CCPP. Universidad degli Studi di Florencia
¿De qué se disfraza hoy la extrema derecha?
¿Partidos o movimientos? ¿Extrema derecha tradicional o posindustrial? ¿Populistas o fascistas del tercer milenio? ¿Quiénes son los representantes de la extrema derecha más exitosa hoy en Europa?
La crisis económica y financiera global ha creado en los últimos años un terreno fértil para las reivindicaciones de carácter nacionalista o proteccionista en el ámbito económico e identitario no carente de rasgos xenófobos. Extremistas de derecha, viejos y nuevos, proponen soluciones simples a problemas complejos con un llamamiento a que la sociedad sea cada vez más cerrada. El cierre de las fronteras a los inmigrantes se combina con la negación de los derechos de ciudadanía a los portadores de nuevas subjetividades, tanto en lo que se refiere a la orientación sexual como al ámbito religioso.
Una islamofobia cada vez menos disimulada está configurando el terreno de los partidos y movimientos que se reclaman homogéneos, a menudo coincidentes con las fronteras estatales, pero no sólo.
La xenofobia, el «miedo al extraño», es el rasgo característico de las personas que se consideran –directa o indirectamente– de extrema derecha. Aun así, hoy día es más difícil que en el pasado trazar un mapa definido del variado panorama de los radicales de derecha. Esta dificultad no atañe solo a los observadores que analizan las transformaciones de las dinámicas políticas en los países europeos, sino que se da sobre todo en los individuos que ya no encuentran en la conciencia y en el conocimiento de la política el centro de gravedad de su propia acción política: los jóvenes y los adolescentes son los ciudadanos que más sufren la presión de la crisis económica, los espectadores de una mediatización salvaje que convierte en espectáculo los sucesos más dramáticos.
Y en ese mapa se ha de explorar el mundo de los partidos y movimientos, de grupúsculos violentos esparcidos por el territorio, de los hinchas futbolísticos, las web y todos aquellos sitios en los que, de una forma visible o menos visible, encuentra apoyo y se establece la extrema derecha.
Tratemos, sobre todo, de entender cómo se ha modificado con el tiempo el imaginario simbólico e iconográfico de la extrema derecha.
Por ello, intentemos comprender cómo la combinación de símbolos, palabras de orden y prácticas de acción constituye un potente medio de reclutamiento de simpatizantes y afiliados.
Para ver cómo se ha modificado en el tiempo el imaginario simbólico e iconográfico de la extrema derecha basta con observar algunas imágenes. Antifa y Nationale Sozialisten utilizan la misma bandera, Casa Pound [1] invoca a “otro Che Guevara”. Strache, el líder del Fpö (el partido del difunto Haider) se pone una boina como la de Guevara. Son estrategias que tratan de desenfatizar el patrimonio cultural de la izquierda y de crear una mayor permeabilidad en los ambientes culturales hace un tiempo muy distantes y reconocibles.
Esta estrategia coexiste naturalmente con el lenguaje de orden de la extrema derecha tradicional. Pero para aprovechar los nuevos fenómenos se necesitan instrumentos nuevos, y mucha curiosidad intelectual. Es lo que representa en Italia Casa Pound.
*de la «Città invisibile www.perunaltracitta.org»
1. Casa Pound (similar a Hogar Social Madrid) es una organización política italiana fascista que se dedica a okupar viviendas para alojar solamente a familias italianas que no tienen hogar.
La infección, la violencia y la ley
19/12/2016
Jorge Fernández Guerra
Compositor. Premio Nacional de Música
El ascenso de fuerzas de extrema derecha en Europa enciende numerosas alarmas, algunas de ellas remiten a las urgencias, a la organización inmediata de cortafuegos o al análisis apresurado de los contextos sociales. Pero hay otras alarmas que alumbran desde muy atrás, parecería que la extrema derecha funciona como una infección bacteriana, algo que está siempre ahí pero que solo se torna grave en momentos delicados del equilibrio social. Esta forma de enfocar el fenómeno presenta un desagradable automatismo que parece desmovilizar al pensamiento; como si un fenómeno así se situara al margen del análisis.
Puede que el recurso a la algo gastada comparación con el periodo de entreguerras deba ponerse en cuarentena, pero en materia de ascenso del fascismo el ejemplo es demasiado grande como para despejarlo sin más.
Al margen de la sintomatología social que lo diagnostique, el ascenso de la extrema derecha está generalmente ligado a la violencia, por lo que debemos poner el foco sobre ella. El primer tercio del siglo XX ofreció ejemplos de violencia política de muy diverso signo, pero solo la extrema derecha desarrolló un programa de violencia política específico, y no nos dejemos embaucar con el manoseado pretexto de que los nazis llegaron al poder por elecciones, sin un programa violento, los nazis no habrían adquirido el tamaño suficiente para ello.
A inicios de los años veinte, Walter Benjamin redacta un ensayo luminoso: “Para una crítica de la violencia”. Pronto este escrito se convierte en una polémica con Carl Schmitt, denominado como el “teórico fascista del derecho público”. El filósofo italiano Giorgio Agamben subraya en esta polémica elementos muy esclarecedores: “El objetivo del ensayo de Benjamin es el de asegurar la posibilidad de una violencia absolutamente ‘fuera’ y ‘más allá’ del derecho, que, como tal, podría romper la dialéctica entre la violencia que funda el derecho y la violencia que lo conserva”. (Agamben: Estado de excepción)
Benjamin, en su escrito, se planteaba confirmar: “la existencia de una violencia pura y anómica.” Mientras que Schmitt negaba la existencia de una violencia pura, esto es, fuera del derecho, ya que: “en el estado de excepción, está incluida en el derecho a través de su propia exclusión. Así pues, el estado de excepción es el dispositivo mediante el cual Schmitt responde a la afirmación benjaminiana de una acción humana integralmente anómica.”
El concepto de anómico es clave en la disputa. Para las ciencias sociales, la anomia es un estado que surge cuando las reglas se han degradado o directamente se han eliminado y ya no son respetadas por los integrantes de una comunidad. El concepto, por lo tanto, también remite a la carencia de leyes. Para el teórico fascista, Schmitt, no hay violencia fuera de la ley si consideramos que el estado de excepción funda la ley. Benjamin parece sugerir que la violencia anómica, o digámoslo así, la violencia caótica: “no puede ser reconocida como tal por medio de una decisión.”
Los objetivos de cada una de las partes de esta polémica eran, desde luego, divergentes. Para Benjamin se trataba de comprender los movimientos profundos que estaban dando forma a su época; mientras que para Schmitt se pretendía conformar un estatuto jurídico y de derecho a la violencia que contiene en sí misma su propia legitimidad, en suma, el movimiento fascista.
Lo que esta polémica nos dice aún hoy es que existe una tendencia sobreentendida a que la violencia contenga su propio derecho, lo único que necesita para ponerlo en marcha es ganar, lo que constituye la viga maestra de la extrema derecha.
Algunos pueden hacer valer el argumento de que este concepto es igual para violencias de extrema derecha y de extrema izquierda. Pero está claro que una violencia izquierdista es claramente anómica, es decir, surge en ausencia de reglas sociales o cuando estas se encuentran profundamente violentadas por los beneficiarios del caos, que no son otros que los poderosos organizados.
La experiencia de varias generaciones nos dice que la extrema derecha hace de la violencia el primer paso de una apropiación de los poderes que se legitiman desde la necesidad de la excepción. Y la excepción, en cuestiones de estado, es ya la verdadera norma, como señalaba Benjamin.
Por una comprensión cabal de la clases sociales
19/12/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Para mí una de las lecciones principales a extraer del auge de la extrema derecha es que la burguesía está lejos de actuar, en lo social y en lo político, con una sola voz. En alguna parte leí la afirmación de Marx que lo único que une a la clase burguesa es su mutuo miedo a los trabajadores; y los acontecimientos recientes confirman esta opinión. Es decir unos sectores burgueses están reemplazando a otros en la conformación del “bloque en el poder” y en la dirección del Estado, lo cual es de esperar que tenga incalculables consecuencias tanto en la esfera nacional como internacional.
El miedo de la burguesía a los trabajadores responde al hecho -bien conocido por los economistas desde los tiempos de David Ricardo- de que la tasa de beneficios es inversamente proporcional a la tasa salarial. Pero aparte de esta circunstancia, que es general y abstracta, existen otras muchas circunstancias concretas que dividen a la clase burguesa –igual que a la trabajadora- en multitud de “fracciones” independientes e incluso opuestas. Esta es una realidad que merecería una mayor atención por parte de los estudiosos de las ciencias sociales, pues apenas se la menciona en la actualidad. Pongamos unos ejemplos relativos a la burguesía, que consigno de forma improvisada y que distan mucho de ser exhaustivos.
En primer lugar podríamos hablar de la pequeña, mediana y gran burguesía. La primera, o bien subsiste malamente (en empresas marginales) o bien extrae rentas de monopolio dependientes de su ubicación espacial (Piero Sraffa). La gran burguesía está hoy concentrada en grandes oligopolios, con frecuencia vinculadas al Estado (constructoras, farmacéuticas, armamentísticas, bancos, etc.), que hacen del cabildeo y las puertas giratorias su inversión más productiva. En cuanto a las medianas empresas, serían las únicas que se acercan al modelo walrasiano de mercado competitivo – pero de estas hay pocas en España.
En segundo lugar tenemos a las empresas vinculadas al mercado nacional, las ligadas al mercado internacional o a ambos mercados.
Finalmente tenemos al capital agrícola, el industrial, el mercantil y el financiero (o dinerario), cuyos conflictos de interés fueron bien estudiados por Marx.
En fin esta constelación de “fracciones”, que de ningún modo se excluyen las unas a las otras sino que se solapan, hacen del análisis social algo extraordinariamente complejo y difícil, pero no imposible. Un análisis que tiene mucho más mérito que el análisis matemático y el de las ciencias naturales, que parten de modelos simples y relativamente estables. Ello supone todo un reto: una invitación en definitiva a salir de los discursos hueros y el lenguaje rutinario, y avanzar por el camino del “análisis concreto de la realidad concreta”.
¿Condena moral o respuesta política?
16/12/2016
Chantal Mouffe
Filósofa y politóloga belga
Tras el éxito del Brexit en el Reino Unido y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, los medios están difundiendo el temor de que las democracias liberales occidentales están en peligro de ser conquistadas por partidos de extrema derecha con la voluntad de instalar regímenes ‘fascistas’. ¿Qué debemos hacer ante este miedo?
Las democracias liberales se enfrentan sin duda a una crisis de representación que se manifiesta por un creciente descontento con los partidos ‘tradicionales’ y por el surgimiento de movimientos anti-establishment. Esto representa un verdadero desafío para la política democrática y puede conducir a un debilitamiento de las instituciones democráticas liberales. Sin embargo, sostengo que categorías como fascismo y extrema derecha o las comparaciones con los años treinta no son adecuadas para captar la naturaleza de este desafío. Sugieren que estamos siendo testigos de la repetición de un fenómeno bien conocido. Es el retorno de la ‘peste marrón’ que afecta a las sociedades que, expuestas a las dificultades económicas, experimentan una explosión de pasiones irracionales. Por tanto, la cuestión no merecería más análisis.
Ciertamente no es mi intención negar la existencia de agrupaciones políticas que pueden calificarse adecuadamente como ‘extrema derecha’. Afortunadamente son marginales y no amenazan seriamente a nuestras instituciones básicas. También existen partidos como Amanecer Dorado en en Grecia o Jobbik en Hungría con un carácter claramente ‘neofascista’. Pero este no es el caso de la FPO en Austria, del Frente Nacional bajo el mando de Marine Le Pen o de la variedad de partidos nacionalistas de derecha que ahora están floreciendo en Europa. A diferencia de la extrema derecha tradicional, el objetivo de estos partidos no es derribar las instituciones democráticas liberales. Su estrategia consiste en establecer una frontera política entre el pueblo y el establishment y se define mejor como ‘populista’. Entendido como una forma específica de construir una frontera política, el populismo se presenta bajo muchas formas, según las diferentes condiciones nacionales y de cómo se definan el pueblo y el establishment. Algunos populismos han sido fascistas, pero hay muchas otras formas y no todas son incompatibles con las instituciones democráticas liberales y este tipo de movilización puede tener resultados democratizantes, como el movimiento populista estadounidense que en el siglo XIX pudo redistribuir el poder político a favor de la mayoría sin poner en cuestión todo el sistema democrático.
Por cierto, muchas personas equiparan el populismo con el fascismo y la extrema derecha. Esta es claramente la táctica utilizada hoy por las élites para descalificar a todas las fuerzas que cuestionan el status quo. Para entender el creciente atractivo de los partidos populistas, necesitamos rechazar esta concepción simplista. Lejos de ser el producto de las fuerzas demagógicas, el momento populista que estamos presenciando es la expresión de resistencias a la situación ‘post-democrática’ provocada por la globalización neoliberal. Esto ha sido posible gracias al consenso ‘post-político’ establecido entre centro-derecha y centro-izquierda en torno a la idea de que no había alternativa al orden neoliberal. Este ‘consenso en el centro’ ha reducido la política a la gestión de problemas técnicos a ser tratados con y por expertos. Con el predominio del capitalismo financiero y la consecuente oligarquización de nuestras sociedades, los dos pilares centrales de la idea democrática, igualdad y soberanía popular, han sido declarados categorías ‘zombies’. La igualdad ha dejado de ser un objetivo de las políticas públicas y los ciudadanos han sido privados de un papel en las decisiones relativas a los asuntos colectivos. Esto ha creado un terreno fértil para que partidos populistas de derecha puedan movilizar los afectos en torno al rechazo de las élites. Afirmando hablar «en nombre del pueblo», estos partidos han logrado articular mediante un vocabulario xenófobo muchas de las demandas desatendidas por los partidos socialdemócratas que han aceptado el modelo neoliberal y son cómplices de sus políticas de austeridad aplicadas.
Clasificar a esos partidos populistas de derecha como ‘extrema derecha’ o ‘neofascista’ es una forma fácil de rechazar sus demandas, negándose a reconocer la dimensión democrática de muchos de ellas. Atribuir su atractivo a la falta de educación o a la influencia de factores atávicos es, por supuesto, especialmente conveniente para las fuerzas del centro-izquierda. Les permite evitar reconocer su propia responsabilidad en su surgimiento. Su respuesta es pretender proteger a los ‘buenos demócratas’ contra el peligro de las pasiones ‘irracionales’ estableciendo una frontera moral para excluir a los extremistas del debate democrático. Esta estrategia demonizadora del ‘enemigo’ del consenso bipartidista puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Para diseñar una respuesta propiamente política, debemos darnos cuenta de que la única manera de luchar contra el populismo de derecha es dar una formulación progresista a las demandas democráticas que están expresando con un lenguaje xenófobo. Esto supone reconocer la existencia de un núcleo democrático en esas demandas y la posibilidad, a través de un discurso diferente, de articularlas en una dirección emancipadora.
Debemos ser conscientes de que tal proyecto no puede formularse sin descartar el enfoque esencialista racionalista dominante en el pensamiento liberal-democrático. Tal enfoque nos impide reconocer la necesaria naturaleza partidista de la política y el papel central de los afectos en la construcción de identidades políticas colectivas. Etiquetar como ‘extrema derecha’ o ‘fascista’ a los partidos que rechazan el consenso post-político es condenarse a uno mismo a la impotencia política. La única manera de luchar contra los partidos populistas de derecha es abordar los temas que han incluido en la agenda, ofreciendo respuestas, capaces de movilizar los afectos comunes hacia la igualdad y la justicia social. Este debe ser el objetivo de un movimiento populista de izquierda que, confrontándose a la post-democracia, apunte a la recuperación y radicalización de la democracia.
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