La socialdemocracia fue el resultado de un pacto entre la burguesía capitalista industrial y el movimiento obrero tras la Gran Guerra y la Revolución de 1917. Los partidos y sindicatos obreros renunciaban a la revolución y aceptaban la propiedad privada de los medios de producción y la democracia liberal a cambio del reconocimiento de derechos sociales; la burguesía aceptaba contribuir al sostenimiento de la protección social a cambio de paz laboral. Fue en la Constitución de Weimar de 1919 donde por primera vez aparecen esos derechos como principios constitucionales. Esa fue la base teórica de la socialdemocracia.
El neoliberalismo actual ha roto de hecho aquel pacto poniendo en cuestión los derechos laborales y sociales, negando incluso que sean derechos. El permanente ataque a los sistemas de protección social y el sistemático acoso a las condiciones laborales hasta precarizarlas, deberían ser entendidos como la ruptura formal de aquel pacto y como un nuevo escenario sociolaboral más próximo al siglo XIX que al XXI.
La austeridad, entendida como recorte del gasto público y devaluación de salarios es una pieza más en la estrategia de expansión neoliberal (o libertariana) camino de su ideal de Estado Mínimo. Las instituciones monetarias, lo mismo que los gobiernos, aplican las políticas de austeridad porque pueden hacerlo, porque saben que no hay un sistema político-económico alternativo con poder suficiente. El «there is no alternative» de Thatcher, expresa bien esa inmunidad.
Las políticas de austeridad, que ya han provocado la aparición del ‘pobretariado’, trabajadores con salarios que no cubren sus necesidades vitales, podrían provocar la formación de un nuevo movimiento obrero postcapitalista: roto el pacto unilateralmente por quienes se sienten inmunes para imponer sus políticas de expolio, la situación nos devuelve a la casilla de salida de la lucha de clases.
Mientras estuvo vigente, el pacto fue enormemente útil para los trabajadores y la sociedad en general porque sobre él se construyó el Estado de Bienestar y un sentimiento generalizado de clase media con acceso al crédito, a la propiedad de bienes valiosos y al consumo masivo. La otra cara de la moneda fue la desaparición de la conciencia de clase: nadie se vivía (ni se vive aún) como obrero. El debilitamiento progresivo de los sindicatos atrapados en la dinámica de la negociación moderada fue otra consecuencia de aquel pacto.
El acoso a los sindicatos presentándolos como parásitos del sistema, la disolución del sentimiento de clase en los asalariados y parados, y la inexistencia de un sistema político-económico alternativo con suficiente fuerza, son causas (entre otras tantas) que han permitido la aplicación grosera de medidas de austeridad. A dónde nos llevarán esas políticas impuestas por el establishment económico-político dependerá de hasta cuándo las soportarán los ciudadanos sin organizarse en un nuevo movimiento obrero para plantarles cara.
Respuesta a Gabriel Flores
15/06/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Marx distinguía (en sus ‘Teorías de la Plusvalía’) dos tipos de economistas: por un lado, las personas serias y rigurosas, es decir los buenos profesionales; por otro lado, «los retóricos de largos discursos» y «los vulgarizadores». Entre los primeros yo sitúo a Gabriel Flores, economista al que leo siempre con mucho interés; y entre los segundos, a Luis Garicano por hacer esa defensa a ultranza del liberalismo económico que ninguno de los economistas clásicos, empezando por Adam Smith, se atrevió nunca a realizar.
Entrando en materia, me gustaría puntualizar y también ampliar algunas de las ideas vertidas por Gabriel Flores en su última intervención. Por ejemplo, cuando afirma que «La alternativa a las políticas de austeridad, tanto por razones económicas como políticas, no puede sostenerse exclusiva ni principalmente en la defensa de un mayor gasto público». Si con este comentario está intentando señalar las insuficiencias de la política económica keynesiana, creo que incurre en un malentendido. Pues no se puede equiparar el keynesianismo con una simple política presupuestaria expansiva, que es poco más o menos en lo que quedó el «keynesianismo bastardo» que denunció Joan Robinson. Keynes, en efecto, cuestionó de forma amplia y contundente la mayoría de los postulados del «laissez-faire, laissez-passer», lo que le llevó a defender cierto tipo de inversiones públicas, un cierto grado de proteccionismo económico y, para mayor insulto a los banqueros, «la eutanasia del rentier».
En lo que sí estoy completamente de acuerdo con Flores es en la necesidad de concretar más qué tipo de intervención pública deseamos. A las típicas medida redistributivas, encaminadas a expandir el consumo popular, habría que añadir, como bien apunta Flores, unas políticas contundentes de inversión pública. Pero ¿qué es, desde el punto de vista económico, una inversión? Algunos dirán que las infraestructuras; pero también hay razones para opinar que la educación, la sanidad o el medio ambiente constituyen un capítulo muy importante del capital público. Sobre ello habría mucho que hablar.
Añadiré otra cuestión de no menor importancia. Si queremos ampliar la provisión de bienes públicos, ¿bajo qué cobertura legal se hará? Es decir, ¿se darán subvenciones a las empresas privadas establecidas?, ¿se fomentará la creación de cooperativas?, ¿se ampliará el número de empresas públicas?
Estas dos son las cuestiones que me surgen reflexionando a bote pronto, pero que en el curso de este estupendo Debate podrán ampliarse, pues de seguro que no son las únicas que hay que considerar.
La alternativa a la austeridad no es la expansión del gasto público
15/06/2016
Gabriel Flores
Economista
El debate que propone y acoge Espacio Público sobre la austeridad tiene componentes muy diferentes que no son fáciles de deslindar ni pueden ser abordados en todos sus aspectos en aportaciones que deben ser razonablemente breves.
Creo, no obstante, que en aras de una mayor claridad en el debate convendría entrar en las diferencias que existen entre los que hemos planteado nuestra oposición al marco ideológico y a los contenidos de la estrategia de austeridad y devaluación salarial impuesta a partir de mayo de 2010 y que han sufrido con especial virulencia los países del sur de la Eurozona.
Diferencias de carácter general a las que hace referencia alguno de los intervinientes en este debate, que reclama algo más que propuestas socialdemócratas para salir de la austeridad. O diferencias más concretas, como pretendo hacer en este nuevo comentario. Porque en la mayoría de las aportaciones que se han realizado se han expuesto muchas críticas de muy diferente naturaleza a las políticas de austeridad, al gran fracaso cosechado en la consecución de las metas que justificaban sus propuestas de recortes en el gasto público y presión sobre los costes laborales y a sus negativos impactos económicos, sociales o productivos, pero hemos dibujado de forma demasiado impresionista las diferencias que pudieran existir entre las alternativas o vías de solución que proponemos.
Me detendré en esta ocasión en un aspecto de esa estrategia alternativa aún por construir que me parece de especial importancia. Parece evidente que no hay nada más opuesto a los duros recortes del gasto presupuestario que se han aplicado en España y el resto de los países periféricos de la Eurozona que la expansión del gasto público, pero no siempre las alternativas se basan en lo contrario de lo que se critica. El problema es algo más arduo y la solución, un poco más sutil o menos burda.
La alternativa a las políticas de austeridad, tanto por razones económicas como políticas, no puede sostenerse exclusiva ni principalmente en la defensa de un mayor gasto público. Hay que entrar en los detalles de ese incremento del gasto público que se pretende y en los detalles de su justificación e inserción en una panoplia de medidas económicas más extensa, tanto en los objetivos que se pretenden, en un sentido similar al que propone Braña (cómo abordar al tiempo los desafíos e impactos del cambio demográfico, la nueva revolución tecnológica y el cambio climático), como en las medidas concretas a aplicar y su articulación temporal.
Y entrando brevemente en esos detalles, no es lo mismo el gasto público corriente que la inversión pública encaminada a modernizar estructuras y especializaciones productivas que elevan el crecimiento potencial y favorecen el aumento de la productividad global de los factores. Y convendría precisar a continuación que resulta obligado seguir un rumbo orientado a lograr un necesario proceso de consolidación fiscal. Un rumbo que no presupone ni exige nuevos recortes del presupuesto público; por el contrario, es perfectamente compatible con una mayor y creciente aproximación al peso que tienen los presupuestos de las Administraciones Públicas en el PIB de nuestros socios de la Eurozona. Siempre, claro está, que esa aproximación vaya en paralelo con una convergencia en el peso de los ingresos fiscales y, tanto o más importante, un mayor control del fraude y la elusión fiscal y una buena selección y gestión en los objetivos que se pretenden con la aplicación de esos mayores ingresos tributarios.
En el terreno de la teoría o la política económica soy bastante escéptico sobre las bondades que pudiera tener para el crecimiento de la economía española un incremento del gasto público. Más bien me inclino a pensar que lo que se pudiera ganar en crecimiento a muy corto plazo, se perdería en un plazo no demasiado grande en estabilidad macroeconómica, tanto en lo que se refiere a las cuentas públicas como a las cuentas exteriores. Los desequilibrios que muestran los niveles de deuda pública y deuda externa neta respecto al PIB son ya demasiado altos (en ambos casos, alrededor del 100% del PIB) y solo pueden ser gestionados, hasta que una reforma institucional bien diseñada no acabe con el carácter incompleto e incoherente de las instituciones de la Eurozona, gracias a una política monetaria ultraexpansiva del BCE que permite minimizar la prima de riesgo a costa de incrementar la dependencia de la precaria estabilidad de la economía española de su Quantitative Easing (QE) y, al tiempo, generar problemas financieros de gran intensidad en un futuro impreciso, pero que podría estar relativamente próximo.
Por otro lado no es la falta de crecimiento el gran problema de la economía española desde hace un año y medio. Ni, previsiblemente, en este año 2016. En 2017 y más allá hay tal carga de incertidumbre y tantos factores de riesgo que resulta aventurado pronosticar el curso de la economía española o europea, aunque la mayoría de las previsiones apuntan a una continuidad, con ligera desaceleración del actual ritmo de crecimiento del PIB en los próximos años en el caso de la economía española.
Desde finales de 2014 hasta ahora, la economía española crece por encima de su potencial y de la media de la Eurozona. Casi el doble que las otras tres grandes economías que comparten el euro. En tales circunstancias parece extraño presentar como determinante una debilidad de la demanda interna que no se corresponde con la realidad (según datos del INE del primer trimestre de 2016, el consumo de los hogares creció un 3,7% en tasa interanual, por encima del 3,4% del PIB, y encadena nueve trimestres seguidos al alza) ni está teniendo efectos restrictivos en el último año sobre la inversión productiva o la productividad del trabajo. Tampoco afecta a la senda de recuperación de las tasas de beneficios de las empresas que, en proporción al PIB, llevan años ganando posiciones y ya han alcanzan niveles superiores a los que muestran Alemania y la mayoría de los Estados miembros de la Eurozona.
No están, por tanto, en ningunos de esos factores (débil crecimiento del producto, escasa productividad o insuficientes beneficios empresariales) los problemas principales de nuestra economía. Sino más bien, en un modelo de crecimiento que se sostiene en la presión permanente sobre los costes laborales y en una especialización productiva basada en la competitividad vía costes y precios que solo marginalmente genera y requiere empleos decentes con salarios dignos. Y que mantiene unas tasas de paro e inactividad exageradamente altas que afectan especialmente a los extremos de la población en edad de trabajar, a las mujeres y a los colectivos con menores niveles de estudio y cualificación laboral.
Es necesario, por consiguiente, impulsar la inversión pública y favorecer la inversión privada productiva con el objetivo de modernizar estructuras y especializaciones productivas que puedan generar y sostener empleos decentes con salarios dignos. No hay otra vía ni políticas monetarias o de sostén de la demanda interna que puedan solucionar espontáneamente los problemas estructurales de la oferta productiva. Naturalmente, esas medidas modernizadoras requieren aumentar los fondos y la financiación de carácter público, pero su justificación social y los problemas que se pretenden solucionar por esta vía son muy distintos de los que van asociados a un indiscriminado aumento del gasto público para generar más crecimiento.
Por otro lado, la atención de un nuevo poder político de carácter progresista debe centrarse en paliar la auténtica emergencia social que vive una parte sustancial de la ciudadanía, que se puede cuantificar en cerca de un 30% de la población total o 13,5 millones de personas que rozan la pobreza y la exclusión social, cuando no viven ya en tales situaciones. Las políticas de austeridad y devaluación salarial aplicadas en los últimos 6 años tienen por objetivo y han logrado romper los instrumentos que canalizaban parte del crecimiento hacia las rentas salariales y las transferencias públicas que sostienen las condiciones de vida de la mayoría social. Y ahora se trata de revertir esa pérdida de rentas, empleos, derechos y bienes públicos y reconstruir los canales que permiten que el crecimiento del producto y de las rentas del capital no se haga a costa del empleo decente, las rentas salariales y el Estado de bienestar.
Naturalmente, la reversión de esos recortes que han beneficiado especialmente a las grandes rentas y patrimonios y a un reducido sector de asalariados vinculados a actividades abiertas a la competencia internacional y de alto valor añadido requiere más presupuestos públicos, pero la justificación social y los objetivos, al igual que cuando nos referíamos en el párrafo anterior de la inversión pública, no se encuentran en las bondades de aumentar el gasto público ni en su justificación teórica a través del multiplicador fiscal o el carácter expansivo del gasto público. En este asunto del rescate ciudadano no estamos hablando esencialmente de eficiencia económica, sino de justicia social y de los dos pilares o principios éticos, solidaridad y cohesión, que la sustentan.
Antes mencionaba la importancia en esta discusión de los detalles y de la atención a los detalles. Pero el problema no reside exclusivamente en los detalles. Tras el 26-J, podemos entrar en una nueva situación de ruptura con el ciclo de austeridad que ha dominado las decisiones de política económica en nuestro país en los últimos 6 años. Y ese cambio o nueva situación debería estar marcado por la devolución de derechos, rentas, empleos y bienes públicos perdidos que solo serán posibles si existe un acuerdo y concesiones mutuas entre PSOE y Unidos Podemos.
Sería conveniente que no obstaculizáramos en demasía las escasas, aunque no insignificantes, posibilidades de ese cambio de ciclo, con una excesiva carga o densidad teórica o ideológica. Los problemas técnicos y políticos y los obstáculos de todo tipo que deberá afrontar, en su caso, tal acuerdo ya son de suficiente envergadura. Se trata de hacer compatibles el mantenimiento del objetivo de consolidación fiscal (que no supone reducción del gasto público de protección social ni de la inversión pública) con la aplicación de medidas que favorecen a la mayoría social sin ahogar el crecimiento ni la modernización productiva. En Portugal podemos encontrar un buen ejemplo de cómo un Gobierno de unidad de las izquierdas lo ha conseguido. Está en nuestras manos aprender de las buenas prácticas que se han llevado a cabo en nuestro entorno y favorecerlas.
El fin de la austeridad o de la Unión Europea
13/06/2016
Iván H. Ayala
Investigador del ICEI y miembro de EconoNuestra
La presente crisis ha tenido consecuencias económicas y sociales sin precedentes en Europa, con casos dramáticos como el de Grecia donde incluso el impacto ha sido peor que el de la Gran Depresión de 1929. En particular los efectos han sido en cada uno de los países netamente diferentes, con unas consecuencias sociales claramente diferenciadas entre el centro y las periferias.
Por poner un ejemplo, el incremento del desempleo ha sido mucho más acusado en estas últimas regiones que en los países centrales –o que en la Eurozona-. La política económica de gestión de la crisis en la Eurozona ha sido la implícita en la ‘austeridad expansiva’, una teoría que se incorpora como oficial a la Eurozona en el ECOFIN de Madrid de 2010, en el “momento Alesina” que describe Joaquín Estefanía en la ponencia inicial de este debate.
Sin embargo la aplicación de los recortes brutales derivados de la austeridad no producen las mismas consecuencias en el sur de Europa que en el norte, básicamente porque ambos países parten de niveles diferentes para recortar. Mientras que en España el Estado del Bienestar empieza a crearse a mediados de los años 80, en Alemania éste empezó después de la segunda guerra mundial. España llega tarde debido al franquismo, y cuando la democracia empieza a crear las instituciones del Estado de Bienestar (sanidad, educación, pensiones, etc.), los vientos que recorren Europa señalan exactamente en la dirección opuesta, con Tatcher en Reino Unido y en Reagan en EEUU y su revolución conservadora. Por eso España tiene un tamaño del sector público menor que el de sus socios europeos de forma estructural, y por eso la destrucción de estas instituciones tiene un mayor efecto sobre las condiciones de vida de los ciudadanos. El crecimiento de las desigualdades de manera tan brusca en España, incluso el crecimiento tan acelerado del desempleo, tiene como importante factor explicativo ese menor desarrollo del complejo institucional que ha diferenciado a la UE desde su nacimiento, el estado de bienestar.
Esto ha tenido como consecuencia una diferente cristalización social de la crisis, y por ende diferentes respuestas políticas. En España el 15-M ha sido un catalizador de una movilización ciudadana que posteriormente ha generado el espacio para opciones políticas como Podemos, al igual que en Portugal o Grecia –los países más duramente afectados por la crisis-. Las dinámicas políticas en el centro de Europa sin embargo han girado en torno a puntos de referencia diferentes y en muchos de los casos, se han plasmado en opciones de gobierno alternativas cercanas a la extrema derecha (Francia, Austria, Dinamarca, Hungría, etc). Lo más importante para el proceso de integración europeo es que las respuestas políticas de la periferia están siendo articuladas claramente en clave europeísta –a pesar de haber sido las regiones que más han sufrido el euro- y las alternativas políticas de la extrema derecha europea se articulan fuera de la UE. Dicho de otro modo, los partidos progresistas que son alternativa de gobierno en la periferia del sur quieren reformar la UE. Los partidos de extrema derecha que son alternativa de gobierno en el centro, quieren liquidar la UE.
Estas son -grosso modo- las diferentes dinámicas políticas que se están dando a nivel europeo, y que además tienen mucho que ver con la política económica que domina la Eurozona a través de la Unión Monetaria. La política económica de la austeridad expansiva ha provocado que, en un momento de recesión económica se aplicaran políticas procíclicas profundizando el bucle recesivo, y generando el incremento del desempleo y destrucción productiva principalmente en los países periféricos. La teoría de la austeridad expansiva descansa tácitamente en el supuesto de que la democracia es demasiado cara, y tiene un sesgo deficitario e inflacionario. La democracia tiene costes, y los gobiernos que generan déficit público son un problema, por lo que es necesario eliminar esta discrecionalidad, reduciendo el tamaño y la capacidad del sector público.
Da lo mismo si esta teoría está plagada de supuestos irreales -como unos consumidores perfectamente racionales o un mercado perfectamente flexible-, si los resultados empíricos no soportan sus recomendaciones de política económica, si los recortes durante la recesión causan destrucción productiva, o si el impacto sobre las condiciones de vida de los ciudadanos donde se aplica se deterioran a niveles sin precedentes. Estos datos no son importantes porque la austeridad expansiva es más, mucho más, que los simples recortes. La austeridad es un proyecto político que tiene como objetivo una transformación económica basada en la liquidación del sector público, con las herramientas de política económica de los recortes presupuestarios. Y además, son los periodos recesivos el lugar natural de acción de este proyecto político, pues es en estos momentos donde las resistencias sociales se encuentran más desarmadas, y donde las líneas rojas desaparecen.
Sin embargo, a pesar de que la periferia es el lugar donde peores consecuencias sociales ha tenido esta política, el embiste de la austeridad ha sido tan fuerte y tan generalizado –actualmente la Eurozona sigue en peligro deflacionario- que también ha afectado a países como Italia o Francia, que actualmente se encuentran basculando hacia posiciones críticas con las políticas de Bruselas. El consenso se está generalizando en torno a un fracaso absoluto de las políticas de austeridad y una necesidad de relajar la restricción fiscal que impone el marco de la UME en su configuración actual. El BCE ha modificado de facto su política para sostener al euro, pero en la medida en que no se modifique la política fiscal de la Eurozona, la política expansiva del BCE seguirá sin fluir a la economía real. Esa alternativa es la que se está proponiendo desde países como España, Italia, Portugal, Francia o Grecia. Incluso en España el discurso político ha ido desde un rechazo absoluto a la propuesta de renegociar una reducción más paulatina del déficit público, hacia la situación actual con un consenso en las fuerzas políticas en torno a esta necesidad.
Parece claro después del análisis anterior que si la UE y la Eurozona quieren sobrevivir la alternativa de cambio pasa por las propuestas de reforma progresista que retomen el espíritu de 1945-1973, de ese periodo reconocido como “la edad de oro del capitalismo”, y precisamente donde se crea el distintivo social de la UE, con el triunfo de la socialdemocracia. En ese momento la necesidad de reconstruir Europa de la guerra –ahora de la crisis-, más la quita a la deuda alemana de 1953 –que ahora habría que aplicar a la periferia- y un plan Marshall provisto por EEUU –que ahora debería ser provisto por la UE- produjo un círculo virtuoso que duró décadas. Los procesos en la UE son lentos, pero los sinos van en ese sentido. Son más altos los costes de disolución que de transformación y por tanto los países tenderán a buscar soluciones de integración.
Dado que esta solución pasa por las propuestas que emanan de la periferia –modificación del marco fiscal de la UE, modificación de los estatutos del BCE para incluir crecimiento y empleo como objetivos de política monetaria, presupuesto europeo, etc)- es previsible un largo periodo de cambios políticos en los países que darán lugar a cambios en la UE en este sentido. Los intereses de los estados naciones que componen la UE y el proceso de integración no son independientes. Es decir, no hay una tendencia supranacional autónoma, sino que el proceso de integración se nutre de las dinámicas, intereses y políticas que se dan en los estados miembros. Se hace muy difícil imaginar un escenario donde el proceso de integración se desintegra, pues ello obliga a pensar en escenarios de devaluaciones competitivas con altos costes sociales difíciles de cuantificar en estos momentos.
La austeridad produce fuerzas centrífugas, mientras que su abandono y la generación de un proyecto europeo basado en las propuestas del sur, genera lo contrario. Las propuestas de la periferia del sur, no solo son una salida a la austeridad, también son una salida para Europa y la Eurozona.
Aplican la austeridad porque pueden
11/06/2016
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
La socialdemocracia fue el resultado de un pacto entre la burguesía capitalista industrial y el movimiento obrero tras la Gran Guerra y la Revolución de 1917. Los partidos y sindicatos obreros renunciaban a la revolución y aceptaban la propiedad privada de los medios de producción y la democracia liberal a cambio del reconocimiento de derechos sociales; la burguesía aceptaba contribuir al sostenimiento de la protección social a cambio de paz laboral. Fue en la Constitución de Weimar de 1919 donde por primera vez aparecen esos derechos como principios constitucionales. Esa fue la base teórica de la socialdemocracia.
El neoliberalismo actual ha roto de hecho aquel pacto poniendo en cuestión los derechos laborales y sociales, negando incluso que sean derechos. El permanente ataque a los sistemas de protección social y el sistemático acoso a las condiciones laborales hasta precarizarlas, deberían ser entendidos como la ruptura formal de aquel pacto y como un nuevo escenario sociolaboral más próximo al siglo XIX que al XXI.
La austeridad, entendida como recorte del gasto público y devaluación de salarios es una pieza más en la estrategia de expansión neoliberal (o libertariana) camino de su ideal de Estado Mínimo. Las instituciones monetarias, lo mismo que los gobiernos, aplican las políticas de austeridad porque pueden hacerlo, porque saben que no hay un sistema político-económico alternativo con poder suficiente. El «there is no alternative» de Thatcher, expresa bien esa inmunidad.
Las políticas de austeridad, que ya han provocado la aparición del ‘pobretariado’, trabajadores con salarios que no cubren sus necesidades vitales, podrían provocar la formación de un nuevo movimiento obrero postcapitalista: roto el pacto unilateralmente por quienes se sienten inmunes para imponer sus políticas de expolio, la situación nos devuelve a la casilla de salida de la lucha de clases.
Mientras estuvo vigente, el pacto fue enormemente útil para los trabajadores y la sociedad en general porque sobre él se construyó el Estado de Bienestar y un sentimiento generalizado de clase media con acceso al crédito, a la propiedad de bienes valiosos y al consumo masivo. La otra cara de la moneda fue la desaparición de la conciencia de clase: nadie se vivía (ni se vive aún) como obrero. El debilitamiento progresivo de los sindicatos atrapados en la dinámica de la negociación moderada fue otra consecuencia de aquel pacto.
El acoso a los sindicatos presentándolos como parásitos del sistema, la disolución del sentimiento de clase en los asalariados y parados, y la inexistencia de un sistema político-económico alternativo con suficiente fuerza, son causas (entre otras tantas) que han permitido la aplicación grosera de medidas de austeridad. A dónde nos llevarán esas políticas impuestas por el establishment económico-político dependerá de hasta cuándo las soportarán los ciudadanos sin organizarse en un nuevo movimiento obrero para plantarles cara.
Algo más que propuestas socialdemócratas para salir de la austeridad
08/06/2016
Francisco Javier Braña Pino
Investigador asociado en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)
Al leer las contribuciones a este debate lo primero que se me vino a la cabeza son las tres frases citadas de ‘Alicia a través del espejo’, de Lewis Carroll:
-“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga. Ni más ni menos.
-La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
-La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”
Y está claro quién manda y lo que significa hoy la palabra austeridad. ¿Alguien cree que los miembros del Eurogrupo, o los altos gerifaltes de la Comisión Europea han leído a Berlinguer? Incluso me cabe la duda de que hayan leído los informes del Club de Roma.
Por otra parte, en el debate sobre la llamada austeridad expansiva, conviene recordar la endeblez empírica de los cuentos que nos contaron primero Giavazzi y Pagano y luego los que se convirtieron en los reyes del cuentismo, Alesina y Ardagna, como bien resume Marc Blyth en su libro sobre el trabajo de estos dos académicos publicado en 1998: en el mejor de los casos, sólo dos de los diez países examinados permitían sostener que los recortes en el gasto público daban lugar al crecimiento económico (del Producto Interior Bruto), aparte de los problemas econométricos del trabajo, lleno de errores y afirmaciones espurias.
Y dejo a un lado la base teórica en la que se apoyan: la tesis de las expectativas racionales, sobre la que hace ya muchos, muchos años, nadie ha podido encontrar apoyo empírico, por no citar toda la batería de argumentos en contra, teóricos y empíricos, que proporciona la llamada economía del comportamiento o psicología de la economía sobre eso que llaman comportamiento racional.
En fin, aquí sólo de trata de ideología, hasta el punto de llegar a sostener, en el infausto trabajo que Alesina presenta en el Consejo Europeo de Asuntos Económicos y Financieros que tuvo lugar en Madrid en abril de 2010, donde todas las salvedades y precauciones de las afirmaciones recogidas en los trabajos académicos desaparecen, que los recortes que se propugnan en el Estado del Bienestar son de toda justicia, el coste social que van a provocar será retórica desproporcionada; total, el aumento de la desigualdad y de la pobreza no están en la agenda, de lo que se trataba era y es de desmantelar el Estado del Bienestar, aprovechando la derrota y la rendición moral del movimiento obrero organizado (como bien señala Paul Mason en su ensayo Postcapitalismo) y, añado, de la socialdemocracia casi al completo, en la que las opiniones y políticas recomendadas por la mayoría de sus economistas son indistinguibles, cuando no son fervientes partidarios, de las recetas económicas de eso que ha venido en llamarse ordoliberalismo.
Pero hablando de socialdemocracia, me llama poderosamente la atención que uno de los líderes de la coalición que pretende llegar al Gobierno tras las próximas elecciones pretenda recuperar u ocupar la ideología de la socialdemocracia, con la justificación de que Marx y Engels lo eran. No dejo de sorprenderme de cómo se hace política en España pues, hasta donde llegan mis conocimientos, ambos son los que propusieron el comunismo y, por ello, fieros críticos del partido socialdemócrata alemán, ahí están su Manifiesto Comunista y su crítica al programa de Gotha, me imagino que hoy se sentirían ofendidos de que les llamaran socialdemócratas.
Bien es cierto que me parece que el programa de esa coalición es de hecho un programa socialdemócrata, quizás de la socialdemocracia de los años 80, y como tal programa socialdemócrata no pone en cuestión el fondo de las políticas económicas y sociales que nos han llevado a donde estamos, que parten del Tratado de Maastricht, que es lo que a mi juicio hay que rechazar para construir otra Europa. No afrontar el no rotundo a esas políticas, aceptando el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, por mucho que se proponga lo que se califica de una reforma profunda, no nos sacará de la crisis del capitalismo, de la larga y fría noche neoliberal en la que todavía estamos.
No alcanzo a ver qué hay de nuevo en esa socialdemocracia si lo que se propone, por dar algunos ejemplos, es negociar la senda de cumplimiento del déficit, moderando y retrasando su reducción, sin poner en cuestión la ideología (ni los errores teóricos) que hay detrás; propuestas fiscales como el mantenimiento del impuesto sobre la renta dual, que favorece a las rentas del capital (lo que eufemísticamente se pasó a llamar el ahorro, aceptando así las trampas del lenguaje de la economía neoliberal) frente a las rentas del trabajo, proponiendo tan sólo una corrección de esa dualidad; una renta garantizada, siguiendo el fallido ejemplo del País Vasco (como ha puesto de relieve uno de los expertos en ese modelo de rentas mínimas, Iñaki Uribarri), si bien ahora rebajada respecto a la propuesta de las elecciones anteriores, a pesar de las altísimas y persistentes tasas de pobreza y exclusión social, en vez de proponer una renta básica de ciudadanía; etc.
Con lo que seguiremos anclados, de hecho, en el marco ideológico de las políticas de la austeridad y del retroceso de la democracia, que vemos cómo ha sido sustituida por un poder autocrático. Bien es cierto que, en muchas otras áreas, ese programa es un avance importante sobre las políticas sociales neoliberales que se han venido aplicando desde mediados de los años 90 del siglo pasado y, con mayor intensidad, desde la Gran Recesión.
En mi opinión, lo que necesitamos en un nuevo modelo que nos lleve al postcapitalismo, en el que se afronten cuando menos tres retos igualmente importantes: los cambios demográficos en los que estamos inmersos, por un lado la inmigración, por otro eso que los economistas llaman envejecimiento (que yo sepa las poblaciones no envejecen, lo hacen las personas) que exigirán aumentos de la productividad en un marco riguroso de sostenibilidad medioambiental; cómo afrontar la tercera revolución industrial, si efectivamente se cumple que la robotización y los cambios tecnológicos relacionados con la información, el llamado ‘Internet de las cosas’, lleven a que cada vez haya menos empleos y siga empeorando la distribución de la renta y la riqueza; y cómo abordar el cambio climático, más allá de la propuesta de un Plan Nacional de Transición Energética, sin duda un primer paso.
Abordar estos tres retos, junto con el rechazo del Tratado de Maastricht y sus secuelas, sólo se puede hacer, a mi juicio, desde las estructuras del Estado y supone por ello un cambio radical en las relaciones de poder, lo que a juzgar por la historia nunca ha hecho la socialdemocracia. Y tampoco me parece que vaya a bastar con las promesas de la economía colaborativa y del bien común, si negar sus valiosas contribuciones a un cambio de modelo. Seguro que conseguir ese cambio en las relaciones de poder no sea fácil y llevará su tiempo, pero me temo que las propuestas socialdemócratas, las viejas y las nuevas, no nos acercan. Citando de nuevo a Paul Mason: “De poco servirá que emprendamos una defensa inconstante de elementos sueltos del viejo sistema” (Postcapitalismo. Paidós. Barcelona, 2016; página 314).
La política de austeridad invierte el orden de prioridades
06/06/2016
Jorge Uxó
Profesor de Economía
Toda estrategia de política económica empieza por establecer un orden de prioridades en los objetivos que se quieren alcanzar, para después seleccionar aquellos instrumentos que mejor pueden contribuir a alcanzarlos.
En un país con un 21% de desempleo y una elevada precariedad laboral, con un 28% de la población en situaciones de pobreza o de riesgo de exclusión social, y con un modelo productivo que no ha resuelto los problemas que le llevaron a la crisis (baja productividad, dependencia energética, especialización en sectores de bajo valor añadido), estas prioridades deberían estar claras. Si por algo debemos empezar es por reducir el déficit de empleo, el déficit social y el déficit tecnológico, y no condicionar toda la política económica a una reducción prestablecida y no fundamentada del déficit público.
Esto último es importante: las políticas de austeridad no consisten en garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas, sino en una visión dogmática en la que el equilibrio presupuestario se convierte en un bien superior, en la mayoría de los casos junto al establecimiento de límites al gasto público (y, por tanto, a los servicios que se pueden prestar). Y su consecuencia es un calendario rígido de reducción del déficit impuesto a priori que conduce hacia el déficit estructural cero, al margen de lo que realmente necesite la economía. El enfoque contrapuesto es el de las finanzas funcionales, en el que el déficit público es un instrumento que los gobiernos deben utilizar cuando sea necesario para asegurar los niveles suficientes de demanda que requiere el pleno empleo. Aplicando este enfoque, por ejemplo, el déficit estructural medio de la UE entre 1995 y el 2007 fue del 2,7%, con un porcentaje de deuda estable y sostenible.
La política económica europea se ha impregnado de este “fetichismo del déficit cero”, con graves consecuencias económicas y sociales. Su máximo exponente es el Pacto Fiscal, y un buen ejemplo es la última recomendación de la Comisión Europea instando a España a adoptar nuevos ajustes, para asegurar que el déficit alcance el 2,5% en 2017. Y, lo peor, es que el gobierno actual se muestra dispuesto a aplicarlos (si los electores no lo remediamos).
Este compromiso con los recortes quedó claro ya cuando se desveló la carta de Mariano Rajoy al Presidente de la Comisión, pero unas recientes declaraciones de Luis de Guindos (aquí) han acabado por disipar cualquier duda sobre sus prioridades de política económica. Dice el ministro en funciones que, si la economía se desacelera, será imprescindible hacer recortes para compensar el efecto de los estabilizadores automáticos. ¡Justo lo contrario de lo que dicta el sentido común económico! Precisamente, cuando la economía se desacelera y aumenta el paro es cuando se hace más necesario dejar que la política fiscal cumpla su función estabilizadora, aunque el déficit público aumente transitoriamente. Eso, si la prioridad es el empleo, claro.
Sorprende, además, que el ministro en funciones no haya aprendido de sus propios errores: los recortes ni siquiera son eficaces para alcanzar las metas de déficit prefijadas. España tiene abierto un procedimiento de déficit excesivo desde 2009, y el objetivo que se estableció entonces fue reducirlo hasta el 3% en 2013. Desde 2010, los gobiernos españoles –primero el PSOE, luego el PP- aplicaron fuertes reducciones del gasto público (afectando a aspectos fundamentales del estado del bienestar, como la sanidad o la educación) y subidas de impuestos (fundamentalmente, sobre las rentas de los hogares y el IVA).
Esto se acompañó con una reforma laboral que desequilibró gravemente la negociación colectiva y favoreció una fuerte devaluación salarial. Sin embargo, los resultados fueron muy distintos a los esperados: España sufrió una segunda recesión (el PIB real se contrajo un 5,2% entre 2011 y 2013), el paro llegó al 26% en 2013 y se produjo un fuerte aumento de la desigualdad.
Pero es que, además, el déficit se redujo mucho menos que lo anunciado a pesar de la drástica política de recortes: aún era del 7% en 2013. La falsedad del mito de la austeridad expansiva resultó evidente, tanto como el fracaso de la estrategia de recuperación basada en la devaluación salarial, porque sus efectos depresivos sobre la demanda interna son mucho más fuertes que el supuesto impulso sobre las exportaciones.
En junio de 2013 se acordó un nuevo calendario de reducción del déficit para España, desplazando el objetivo del 3% hasta 2016. Esta decisión se justificó con el argumento de que, a pesar de que España había adoptado las «medidas necesarias», se habían producido “circunstancias económicas adversas” con un fuerte impacto sobre las finanzas públicas. Sin embargo, esto oculta la realidad: no se trata de que factores externos provocasen un menor crecimiento de lo previsto; más bien, lo que ocurrió es que la política de reducción de gastos y subida de impuestos tuvo un efecto mucho más contractivo de lo que se preveía inicialmente.
Pero si España está creciendo a una tasa cercana al 3%, ¿cómo es posible que digamos que la austeridad ha fracasado? Precisamente, porque el crecimiento se debe a lo contrario que Luis de Guindos y Rajoy están proponiendo. España se ha beneficiado del cambio en la política monetaria del BCE, de la bajada de los precios del petróleo, y de la depreciación del euro, pero además se ha producido en 2015 –año electoral- un abandono momentáneo de las políticas de austeridad, que ha hecho que, por ejemplo, la contribución del consumo público y la inversión pública al crecimiento del PIB haya sido del 1% (en la recesión anterior fue justo de -1%).
Es decir, que igual que los recortes fueron muy restrictivos, el aumento del gasto que se registró en 2015 sí impulsó el crecimiento económico. La consecuencia es evidente: volver a poner en marcha la máquina de recortar, con el fin de “cumplir con Bruselas”, tendría de nuevo costes importantes en términos de actividad, empleo, bienestar y deterioro de los servicios sociales. Supondría, otra vez, invertir el orden lógico de las prioridades.
Todo lo dicho tiene también su correlato a nivel europeo. Abandonar definitivamente el dogmatismo del déficit no sólo es necesario para que España pueda absorber su desempleo elevado, también es positivo para el conjunto de la Eurozona. Es evidente que la unión monetaria se enfrenta a una falta de demanda interna que la política monetaria no puede resolver por sí sola: necesita el concurso de la política fiscal, a la que hay que “rescatar” de sus propias normas. Contrariamente a lo que se dice, por tanto, no estamos ante un conflicto entre España y las autoridades europeas (‘Europa’), sino ante la necesidad de que un nuevo gobierno en España fortalezca en el Consejo Europeo las posiciones más favorables a una reconsideración en profundidad de la actual política económica europea, y particularmente su marco fiscal.
¿Hacia dónde va Europa con la austeridad?
01/06/2016
Gabriel Flores
Economista
¿Tendremos austeridad durante mucho más tiempo? ¿Predominarán las fuerzas que intentan mantenerla a toda costa o las que pretenden humanizarla? ¿Hacia dónde nos conduce?
Debo reconocer que no sabría responder a esas preguntas, pero creo que tiene algún interés intentar respuestas precavidas y provisionales que contribuyan a señalar los complejos problemas que afronta la Unión Europea (UE) y lo que se juega la ciudadanía europea y española en este viaje.
La austeridad imperante en la Eurozona desde 2010 está cargada de ideología. Y por ello resulta tan difícil para sus partidarios (y para algunos de sus detractores) confrontar lo que se dice pretender con su aplicación y los resultados que se obtienen tras aplicarla. En la práctica, la austeridad se traduce hoy en una completa y elaborada panoplia de medidas de ajuste presupuestario, devaluación salarial y reformas denominadas estructurales que asfixian el crecimiento de la Eurozona y dinamitan los consensos sobre los que se construyeron los Estados de bienestar y el propio proyecto de unidad europea.
Algo sabemos de los impactos inmediatos que han provocado las medidas aplicadas: una desregulación del mercado laboral que presiona a la baja los salarios, elimina derechos laborales y debilita la negociación colectiva y la representación sindical; una mengua del Estado de bienestar que recorta y deteriora bienes públicos y extiende la vulnerabilidad y la exclusión entre los sectores sociales con menores recursos; una búsqueda ciega de la competitividad como suprema guía de las relaciones económicas y sociales que arrincona los principios de cohesión y solidaridad que eran considerados pilares básicos del proyecto de unidad europea y habían contribuido a matizar, equilibrar y regular la pulsión competitiva que provoca la lógica de acumulación de capital.
Se conocen también los resultados obtenidos con las políticas de austeridad aplicadas en los últimos 6 años: una segunda recesión de la UE entre 2011-2013 que no se contagió al resto de economías avanzadas ni al conjunto de la economía mundial y que afectó especialmente a los países del sur de la Eurozona que sufrieron extremistas recortes del gasto y la inversión del sector público para reducir el déficit de las Administraciones Públicas; tasas de paro que en España doblan las de la UE y que afectan especialmente a jóvenes, mayores de 55 años y personas de menor formación y cualificación laboral; y una fuerte presión sobre los costes laborales encaminada a contener la demanda doméstica y equilibrar las cuentas exteriores.
Los impactos sociopolíticos de la austeridad
La resistencia y la contestación ciudadana a las políticas de austeridad siguen creciendo en los países del sur de la Eurozona y poniendo en cuestión las bases sobre las que se sustenta su imposición y un control de la Comisión Europea sobre los presupuestos nacionales que no cuadra con ningún tipo de concepción democrática.
Los riesgos de inestabilidad política y crispación social aumentan a medida que la utilidad de la Eurozona se diluye, crece la heterogeneidad entre los Estados miembros y desaparece la movilidad del capital que la justificaba. Como, además, muchos gobiernos de la Eurozona siguen atrincherados en la defensa de unos esquemas de austeridad presupuestaria y reducción de costes laborales que impactan especialmente sobre los sectores sociales más vulnerables, la indignación ciudadana se extiende.
Especialmente en los países del sur de la Eurozona que han padecido los mayores ajustes y en los que se percibe un claro contraste entre los sacrificios que se exigen a la mayoría social y la manga ancha con la que se ha tratado la corrupción de las élites políticas y económicas hasta que despertó la ciudadanía.
Lo que en los países del sur de la Eurozona toma la forma de indignación y reivindicación de mejores políticas y mejores instituciones comunitarias, en buena parte de los países del centro de la Eurozona se presenta como reclamación soberanista, capitalizada fundamentalmente por una derecha xenófoba que presiona a favor de repatriar competencias cedidas a las instituciones europeas y, en último término, salir del euro y recuperar la plena soberanía sobre su moneda. Diversos hitos (el último, el de las elecciones presidenciales en Austria del pasado 22 de mayo) dan cuenta del penoso deslizamiento de las sociedades de varios países del centro de la Eurozona hacia la extrema derecha política y el nacionalismo excluyente y xenófobo, como respuesta a la deriva reglamentista y sancionadora de la UE.
Los líderes europeos y las fuerzas políticas que los sustentan no terminan de entender que la moneda única no puede sobrevivir sin una idea de pertenencia común de la ciudadanía que requeriría, para desarrollarse, del apoyo de unas instituciones comunes de carácter federalista capaces de alentar y sostener con medidas prácticas ese sentimiento y compensar la deriva hacia una creciente heterogeneidad de estructuras y especializaciones productivas que a medio plazo es incompatible con el mantenimiento del euro como moneda común.
Un funcionamiento más democrático de la Eurozona y la UE exigiría que las autoridades e instituciones comunes se responsabilizaran de sus decisiones y respondieran ante la ciudadanía y sus representantes políticos por los estragos que han ocasionado sus decisiones. Un poder legítimo europeo, asentado en una relación de confianza con la ciudadanía, tendría que justificarse mediante la creación de una red de protección social real, cuantificable, que conviviera y se complementara en una primera etapa con la menguante seguridad social que ofrecen los Estados miembros. De esta forma, se facilitaría el crecimiento de ese sentimiento de identidad o pertenencia común a un espacio político europeo, democrático, abierto, respetuoso con los derechos humanos y al servicio del conjunto de la ciudadanía.
El próximo 23 de junio, con el referéndum británico sobre el Brexit, sabremos hasta qué punto una sociedad con una larga y profunda tradición democrática se dejará arrastrar por la demagogia política de la extrema derecha nacionalista, pero también por la reivindicación de un soberanismo que sigue generando adhesiones entre buena parte de la población frente a una europeización que se entiende como un proceso de desposesión del Estado nacional y de pérdida continua de la protección que proporcionaba. Es bastante probable que la sangre no llegue al río y que el Brexit no se produzca, pero será muy interesante ver de nuevo en acción el proceso de deterioro de los viejos partidos y el tirón popular de las propuestas de fuerzas políticas emergentes que coquetean con las ideas de la extrema derecha y el nacionalismo xenófobo.
Por otro lado, la estrategia de austeridad que defiende el bloque de poder que lidera Merkel (asentado en partidos conservadores y liberales aliados con buena parte de la socialdemocracia de los países del norte de la Eurozona) no actúa en el vacío, sino en el contexto de una economía mundial que muestra una notable inestabilidad financiera, débil inversión productiva, baja inflación, mínimo crecimiento de la productividad y una muy baja rentabilidad marginal del capital. Características que afirman y dotan de credibilidad a la hipótesis de una nueva fase de desarrollo del capitalismo mundial caracterizada por la hipótesis del estancamiento secular.
¿Un recambio técnico o una estrategia alternativa progresista y europeísta?
No es extraño que la delicada situación de la UE y los nubarrones que se ciernen sobre la economía mundial promuevan cierto alivio en algunas de las exigencias más perniciosas de la austeridad y alienten la búsqueda de alternativas de carácter técnico o tecnocrático por parte de sectores de las propias instituciones europeas y diversos centros de análisis e investigación que intentan abrir una nueva senda o régimen de crecimiento y la paulatina atenuación de los factores de riesgo e inestabilidad que sufren la Eurozona y la UE. Búsqueda que, en lo que se ha concretado hasta ahora, pasa por reformas institucionales muy limitadas y la creación de herramientas orientadas a favorecer el surgimiento de nuevos campos de mejora de la productividad y rentabilidad empresarial que permitan atender o comenzar a hacer frente al desafío que supone el cambio climático.
Esa búsqueda de un recambio técnico pausado y muy moderado proporciona pistas sobre las grietas que han aparecido en la estrategia conservadora de austeridad y devaluación salarial que, de mantenerse tal cual está ahora, acabaría arruinando el proyecto de unidad europea. Las políticas de austeridad solo pueden conseguir parte de sus objetivos provocando altísimos costes económicos y sociales o, lo que es lo mismo, deteriorando el consenso social en torno a la necesidad del euro y la propia UE. Y, de paso, tensan el viejo sistema de representación política que permitió la creación y el desarrollo de un proyecto de unidad europea que en la actualidad hace aguas y se enfrenta a un cuestionamiento minoritario, pero creciente.
Las élites europeas necesitan ofrecer con cierta urgencia un recambio a la actual estrategia de austeridad, pero las propuestas que han puesto encima de la mesa las propias instituciones europeas son muy limitadas y se encuentran con la barrera infranqueable de las necesidades electorales de Merkel. Así se explica que la concreción de la reestructuración de la deuda soberana griega se haya pospuesto a 2018, tras las elecciones generales en Alemania. Pesan más los votos de la derecha conservadora alemana del CDU-CSU que puedan desviarse hacia la euroescéptica y crecientemente xenófoba “Alternativa para Alemania” que las perentorias necesidades de la mayoría social griega. Así está Europa y hasta ese punto han ocasionado destrozos las políticas de austeridad.
Frente a ese recambio liderado por las élites europeas, una alternativa progresista y europeísta requiere la emergencia de una ciudadanía crítica con la estrategia conservadora de austeridad y capacidad para rebasar los límites de los países del sur de la Eurozona y extenderse al conjunto de países de la UE. Y exige también la consolidación de nuevas fuerzas políticas capaces de tejer un amplio campo de alianzas con corrientes sindicales de izquierdas, socialdemócratas y verdes a favor de una estrategia alternativa que ponga en un primer plano las necesidades y aspiraciones del conjunto de la ciudadanía y un cambio profundo de las instituciones y las políticas europeas, que las ponga al servicio de la mayoría social.
Mientras tanto, los partidos progresistas y de izquierdas contrarios a la austeridad que conquisten posiciones institucionales en sus respectivos países tendrán que usar toda su inteligencia y todo el apoyo electoral que les otorgue la ciudadanía para intentar agrupar al máximo de fuerzas dispuestas a parar el empobrecimiento de la población, proteger de forma efectiva a los sectores en riesgo de exclusión y establecer como tareas prioritarias de su acción política la creación de empleos decentes, la redistribución del poder de compra a favor de los sectores con menores ingresos y la recuperación de los bienes públicos perdidos. No va a ser posible a corto plazo o en una primera etapa romper por completo con las políticas de austeridad actualmente imperantes.
Se trata, como ha hecho el nuevo Gobierno de izquierdas de Portugal, de abrir un nuevo ciclo político que permita desembarazar a las instituciones de la derecha y distanciarse tanto como sea posible de la estrategia de austeridad.
Situarse lo más lejos posible de la austeridad presupuestaria que destruye tejido productivo, reduce el crecimiento potencial e impide disminuir la tasa de desempleo no significa desdeñar el objetivo de la consolidación fiscal, sino que, por el contrario, lo facilita y acerca. Resulta imprescindible compatibilizar la consolidación fiscal y la necesaria reducción de la tasa de endeudamiento público respecto al PIB con un incremento de la inversión pública modernizadora de estructuras y especializaciones productivas. A la espera de un hipotético plan de inversiones en infraestructuras de envergadura diseñado y financiado por instituciones y fondos europeos, que sería la mejor de las soluciones posibles, la compatibilidad a corto plazo entre consolidación fiscal, incremento de la inversión pública y el imprescindible rescate de la ciudadanía empobrecida exige una reforma fiscal progresista.
Con el objetivo de incrementar los ingresos tributarios, hay que exigir un esfuerzo fiscal a los sujetos que, lejos de haber sufrido los impactos de la austeridad, han mejorado su situación: los beneficios de los grandes grupos empresariales (haciendo efectivos los tipos impositivos que ya existen); los grandes y muy grande patrimonios que son atesorados por un restringido club de alrededor de 300.000 personas; el 20% de la población que forma parte de los dos deciles con mayores ingresos que han incrementado sus rentas durante la crisis.
Las tareas y objetivos señalados son posibles y son necesarios para seguir avanzando y lograr una hegemonía cultural y política en Europa que permita completar las instituciones de la Eurozona, superar las debilidades e incoherencias con las que fueron concebidas y realizar un cambio de estrategia de salida de la crisis basado en la solidaridad, la cohesión y un reforzamiento de la democracia y la participación de la ciudadanía.
Una socialdemocracia que ha perdido el norte
30/05/2016
Bruno Estrada
Economista, adjunto al Secretario General de CCOO
Creo que lo más interesante del debate que estamos teniendo en Espacio Público sobre las políticas de austeridad y devaluación salarial imperantes en la zona euro es analizar el horizonte político al que nos conducen. En este sentido, Joaquín Estefanía hace una oportuna cita a Mark Blyth: “la razón de su existencia (de la socialdemocracia) es hacer algo más que simplemente permitir un paraíso para el acreedor en Europa”.
Los reiterados y contrastados errores de esta política económica están condenando a una parte importante de los ciudadanos europeos al desempleo, a un profundo deterioro de sus condiciones de trabajo o a la emigración, de forma similar a como sucedió en los años treinta del siglo pasado, aunque no en la misma magnitud.
Por eso, son de plena actualidad las palabras enunciadas en 1943, en su escrito Aspectos políticos del pleno empleo, por el gran economista polaco Michal Kalecki: “En la gran depresión de los años treinta las grandes empresas se opusieron sistemáticamente a los experimentos tendientes a aumentar el empleo mediante el gasto gubernamental en todos los países, a excepción de la Alemania nazi. Esto se vio claramente en los Estados Unidos (oposición al New Deal de Roosvelt), en Francia (el experimento Blum) y también en Alemania antes de Hitler.”
Es más, Stuart Holland en su libro Contra la hegemonía de la austeridad nos explica con todo detalle como el último canciller alemán antes de Hitler, Heinrich Brüning, respondió al Crack de 1929 restringiendo el crédito e impulsando la congelación salarial, lo que agravó la crisis y provocó un aumento espectacular del desempleo. Como consecuencia de ello en tres años el apoyo a Hitler se disparó, pasando del 4% en 1929 al 44% en 1933.
No obstante, hay algo que sí ha cambiado radicalmente entre el horizonte político de los años treinta y el de la actualidad. En esos años las fuerzas políticas de izquierda, y particularmente la socialdemocracia, tenían un discurso político alternativo que se puede resumir en la frase de Ernst Wigforss, uno de los principales ideólogos económicos del socialismo democrático y ministro de Economía de Suecia desde 1932 hasta 1949: “La austeridad nos lleva a la conclusión de que el trabajo es un lujo, de que el trabajo para todos los ciudadanos es algo que uno puede permitirse en sociedades ricas, pero que supera con mucho las fuerzas de un país pobre”.
La socialdemocracia sueca puso en marcha las políticas de pleno empleo, la construcción del Estado del Bienestar y apostó decididamente por la estabilidad macroeconómica, lo que ha permitido que ese pobre país de los años treinta sea, ochenta años después, uno de los más ricos e igualitarios del mundo. La capacidad de generar una ilusión colectiva con el objetivo de construir una sociedad más justa y más libre es lo que posibilitó que en 1945 el Partido Laborista ganara las elecciones a Churchill, que ese mismo año los partidos socialistas y socialdemócratas, que tenían una fuerte imbricación con los sindicatos, accedieran al gobierno en Dinamarca, Austria, Holanda, Bélgica, Noruega, en 1946 en Francia y en 1948 en Finlandia, ocupando un papel central en la escena política de esos países hasta los años noventa, y casi hegemónico en el caso de los nórdicos.
El problema en es que en la actualidad la mayor parte de los dirigentes de las organizaciones que se reclaman herederas de esa tradición política han perdido el norte, se han sometido, en las ideas y en la práctica, a la hegemonía cultural impuesta por los defensores de las políticas de austeridad y devaluación salarial, por quienes ponen por encima de la voluntad de los ciudadanos la de los acreedores.
En los años noventa la mayor parte de la socialdemocracia, con Tony Blair al frente, partiendo de la idea de que había que dar una respuesta no defensiva a la transición que se estaba produciendo en los países desarrollados del Atlántico Norte al pasar de ser sociedades industrializadas fordistas a sociedades post-industriales, relajó el compromiso de la socialdemocracia con la equidad social, llegando a declaraciones tan esperpénticas como las palabras de Ricardo Lago, expresidente socialista de Chile: “ A lo mejor ser socialista hoy es garantizar que usted puede llegar a ser Bill Gates porque tiene un sistema de educación que le permite desarrollar determinadas habilidades. En consecuencia, el conocimiento y la educación pasan a ser más importantes que los medios de producción de que hablaba Marx, o que la propiedad de la tierra, que establecía la diferencia entre ricos y pobres hace 300 años”.
La retórica de la Tercera Vía sobre la igualdad de oportunidades, un concepto que en su origen era liberal, ignora que no es posible una verdadera igualdad de oportunidades mientras subsistan profundas diferencias sociales, económicas y culturales entre quienes viven en barrios pobres, como por ejemplo, Nou Barris en Barcelona, Villaverde en Madrid o Los Pajaritos en Sevilla y aquellos que viven en Pedralbes, Serrano o Los Remedios, los barrios más burgueses de esas mismas ciudades. Un reciente estudio (movilidad intergeneracional en el muy largo plazo: Florencia 1427-2011) realizado por dos investigadores del Banco de Italia demuestra que las familias más ricas de la Florencia actual son las mismas familias que ya eran las más ricas hace seiscientos años.
El sometimiento ideológico de la Tercera Vía, que alcanzó su cénit en la conferencia de Nueva York de 1998 en la que participaron, junto a Tony Blair, Bill Clinton (el abanderado de desregulación financiera en EEUU) y el canciller alemán Gerhard Schröder (el padre de los minijobs), llevó a una parte muy importante de la socialdemocracia a un callejón sin salida. Esa hegemonía cultural del neoliberalismo supuso que la socialdemocracia olvidara un elemento básico de su agenda política: si no se establecen frenos colectivos y democráticos a los procesos de acumulación de capital privado y de concentración de poder político que ello conlleva, es imposible hacer frente a la mercantilización de cada vez más parcelas de la vida, a la creciente desigualdad, a la privatización de la política. Es imposible que en la prosperidad participen todos.
La Tercera Vía también llegó a la conclusión de que la globalización financiera forzaba a los Estados a seguir políticas económicas similares y se sometió acríticamente a la pérdida de soberanía democrática, ignorando dos cuestiones elementales de la democracia, que hasta entonces formaban parte del ADN socialdemócrata: 1) La democracia permite orientar la creación de capital, público y privado, hacia objetivos políticos y sociales en cuya determinación han participado todos los ciudadanos; 2) cuando un Parlamento emanado de la voluntad popular no puede desarrollar la política que han decidido los ciudadanos se pone en cuestión todo el andamiaje institucional de la democracia. Por eso la democracia ha sido un instrumento que moderniza las sociedades, frente a la religión y el capital, que son instrumentos de cooperación autoritaria.
La democracia es un instrumento de cooperación horizontal que permite que todos los ciudadanos tengan las mismas posibilidades de participar, esto es, de influir en las decisiones públicas. La socialdemocracia no puede compartir el menosprecio de las élites económicas a la democracia, como han hecho de forma reiterada varios de sus líderes más relevantes durante la última década.
Mientras la prosperidad económica fue la tónica generalizada en los países desarrollados las condiciones de vida de la mayor parte de los trabajadores no se vieron afectadas por esa sumisión. Fue la Gran Recesión de 2007 la que puso en evidencia la incapacidad analítica y propositiva de la socialdemocracia europea para garantizar la participación de todos en la prosperidad, para defender los derechos e intereses de quienes decía representar.
La crisis supuso un fuerte debilitamiento de la hegemonía cultural neoliberal en EEUU, el gasto público bajo el gobierno de Obama llegó a ascender al 42,3% del PIB como una forma inteligente y solidaria de enfrentarse a la crisis. Sin embargo, en Europa hemos asistido a la incapacidad de la socialdemocracia europea de enfrentarse a las políticas impulsadas por Angela Merkel y el ordoliberalismo alemán, cuando no las han apoyado con entusiasmo: como viene haciendo el socialista holandés Dijsselbloem, (presidente desde 2013 de la reunión de los ministros de Economía del euro, el tristemente famoso Eurogrupo); en las medidas de austeridad fiscal y devaluación salarial desarrolladas por el PSOE en España a partir de mayo de 2010; en la reciente reforma laboral aprobada por decreto por el primer ministro socialista de Francia Manuel Valls; en la regresiva modificación del Código del Trabajo en Italia impulsada por el primer ministro italiano, Mateo Renzi, que supedita los derechos laborales a la evolución económica de las empresas.
En la actualidad, el partido socialdemócrata austriaco (SPO) está debatiendo el gobernar a escala estatal con la formación ultranacionalista y xenófoba que ha estado a punto obtener la presidencia de Austria. Es más, ya en 2015 el SPO alcanzó un acuerdo de gobierno con el denostado FPO en el lander de Burgenland que supuso un profundo cambio de la política migratoria de la socialdemocracia austriaca.
Las consecuencias de aquellos polvos son estos lodos. En un escenario político donde la voluntad democrática es quebrantada, donde, como dice Blyth, quienes tradicionalmente se han reclamado defensores de “los de abajo” son incapaces de ofrecer una propuesta de política económica y social diferente de los que defienden los intereses de “los de arriba”, no resulta nada extraño que surjan otras formaciones políticas que ocupen su espacio. Es mucho más saludable, en términos democráticos, lo que está sucediendo en España en relación con la emergencia de Podemos, que se reclama la nueva socialdemocracia, que lo que está pasando en Alemania, Austria, Francia, Finlandia, Hungría o Grecia, donde los emergentes son partidos racistas y ultraderechistas.
La austeridad europea está siendo un éxito
27/05/2016
José Molina Temboury
Economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis
Un título chocante sabiendo del sufrimiento que la política de austeridad impuesta por la Troika viene causando en grandes porciones de la población de los países que la aplican, incluido España.
Pero bajo un sistema que impulsa una desigualdad extrema, creciente y sin límite, caben argumentos tan desquiciados como el propio sistema. Y en este caso no lo es tanto. Basta con preguntarse: ¿un éxito para quién?
A los economistas que hace largo tiempo pasamos por la facultad nos enseñaron que el debate debiera ser científico, en el sentido de que si a alguien se le ocurre que una política económica funciona, o no, debiera probarlo con datos objetivos. Es lo que hace con brillantez Mark Blyth en su libro sobre la austeridad, llegando a la conclusión de que la aplicación de tales políticas a lo largo de la historia ha sido un rotundo fracaso. No hay precedentes de que la austeridad haya sido positiva para salir de una crisis financiera. Como sí que lo hay de que el debate científico puede fracasar bajo una dictadura, en tiempos de Galileo, por ejemplo, o bajo un sistema zombi, como ahora.
No hace falta ser economista para vislumbrar que la austeridad que está aplicando la Unión Europea es cuestión de fe más que de lógica. Si para salir de una crisis provocada por unos pocos de arriba que nada necesitan, cuyos efectos ellos no padecen sino que, alegría para el cuerpo, les beneficia, lo que hay que hacer es estrujar lo poco que tienen los muchos de abajo y transferir más riqueza hacia los pocos de arriba. Así, vamos mal.
La austeridad no es una rareza ni un error. Es parte del mismo plan por el que los dirigentes del mundo, los que más tienen y nunca tienen bastante, se han montado, por ejemplo, paraísos exclusivos para evadir o eludir el pago de sus impuestos. Así, sin más disimulo. “Que me los paguen los de abajo, que son unos pringaos” deben barruntar los grandes gorrones. Y para que ni siquiera tengan que defender tal exhibición de injusticia y crueldad con los compatriotas que sufren su desgana, los grandes próceres políticos, que los amparan y protegen, darán la cara por ellos. “Es que, mire usted, es difícil cerrar esos chiringuitos porque con todo lo que tienen los ricos les tocaría pagar mucho, y no les apetece. Y es que mandan mucho, ¿sabe usted? Si en realidad lo que habría que hacer es que nadie pagara impuestos ¿para qué?”
El mismo plan por el que se bendice la dictadura neoliberal china como el modelo a seguir. “Tenemos que bajar los sueldos en España para competir mejor con China. Que están creciendo mucho los chinos ricos, oiga, y eso no puede ser. Que vivan nuestros ricos de aquí, los de toda la vida. Que fíjese si serán listos nuestros ricos que se van a china a producir, porque allí pagan de propina y les trabajan como chinos. Qué triunfo, qué emoción. Apoyemos a nuestros grandes ricos para tener mayor orgullo de ser español».
El mismo plan por el que se sigue contaminando, quemando carbón e hidrocarburos, sabiendo que la temperatura del planeta ha entrado en un ciclo infernal que será irreversible en pocos años. El mismo plan por el que se violan o racanean los derechos humanos de los que huyen de las guerras por los recursos que los grandes ricos diseñan, promueven y financian. El mismo plan por el que los dirigentes que debieran sacarnos de la crisis provienen del núcleo duro que la provocó, Lehman Brothers, Goldman Sachs… El mismo plan que ahoga cualquier esperanza de un mundo mejor. ¿Energías limpias? “sólo son nuevas burbujas que quieren los burócratas”. ¿Empleo verde? “no, mejor empleo en negro, que así me ahorro cotizaciones”. ¿Empleo de batas blancas? “sí, sí, pero a cargo de mis beneficios, que el estado es derrochador”.
El mismo plan por el que hay que convertir los derechos básicos, sanidad, pensiones, educación o cuidados a la dependencia, en el mayor negocio de los grandes gorrones. El mismo plan por el que cuando surge el debate de la desigualdad en un mundo en el que 62 personas, los más ricos, poseen lo mismo que 3.600.000.000, los más pobres, espabilados a sueldo de los gorrones, o militantes en su misma fe, intentan convencernos de que la desigualdad no es un problema. “No me importa que haya muchos ricos, sino que haya muchos pobres”, dirán los escuderos neoliberales, como si la riqueza y la pobreza no compusieran una misma, única, indivisible y terrible desigualdad.
¿Y cuál es la alternativa? Primero, reconocer que tenemos un problema. Ninguno de los que aplican políticas de austeridad lo reconocerán, porque la austeridad no es más que otro subproducto indeseable del verdadero y único problema, una desigualdad extrema que crece sin horizonte final.
Conseguir en democracia que quienes nos gobiernen crean que la desigualdad es un problema es un paso imprescindible para el cambio. Después, parecería sensato echar a los gorrones insaciables del poder, frenar en seco la desigualdad y revertir el proceso antes de que sea demasiado tarde. Pero tenemos que saber que sólo con eso no bastará, porque otros, igual o peor, vendrían a ocupar su lugar.
Dice Owen Jones en su libro sobre el establishment: “Lo que hay que entender es la conducta que un sistema determinado promueve, así como comprender hacia dónde tiende.” Un sistema que aúpa hacia arriba a los más ambiciosos, a quienes todo les parece poco, no tiene un problema con los más ambiciosos, sino en su propio funcionamiento. Debiéramos encontrar una solución a la desigualdad extrema y creciente. Tal vez imponer un límite mundial a lo que se pueda tener. Porque parece de sentido común, porque la cutre “libertad” de enriquecerse hasta el infinito vulnera, lo estamos viendo, la gran libertad de la mayoría, porque el capitalismo no necesita acumulación patrimonial, sino acumulación empresarial, y porque el planeta entero no puede esperar más.
Los ricos van ganando la guerra de clases ¿recuerdan? No lo dijo Marx, sino uno de los grandes ricos de ahora. Por eso la política de austeridad en Europa está siendo todo un éxito. Para ellos, claro está.
¿Realmente ha sido un fracaso la ‘austeridad’?
25/05/2016
mrisquez
Miembro de EconoNuestra y de Economistas sin Fronteras
La austeridad, entendida ésta como el proyecto político-económico que las élites han articulado como estrategia para la gestión de la crisis en Europa, ¿ha sido un fracaso? Y si es así, ¿para quién?
Si partimos del hecho de que las políticas económicas implementadas a lo largo de los últimos años tenían como objetivo trazar un escenario de salida de la crisis basado en un crecimiento sostenido y en una corrección de los factores estructurales que se encuentran en el origen de la crisis, obviamente se trata de un fracaso. Sin embargo, más que de una errónea gestión de la crisis, habría que hablar de una interesada gestión de la misma.
Las dos puntas de lanza que han servido de coartada para aplicar las políticas de austeridad, o mejor dicho, de ajuste estructural, han sido, por un lado, la falta de competitividad, entendida como la deficiente y desequilibrada inserción comercial de la economía española en el espacio comercial europeo; por el otro, el elevado nivel de deuda, resultado de un proceso de notable endeudamiento del sector privado en el contexto de expansión crediticia de los años que preceden a la crisis, y de endeudamiento del sector público una vez estalla la misma, por el propio efecto de la crisis en los estabilizadores automáticos, y como fruto de la socialización de parte de la deuda privada.
Poniendo el foco en la competitividad, la interpretación económica convencional alude a los diferenciales de precios entre unas y otras economías como la principal causa de las divergencias comerciales, siendo los costes laborales, y en concreto, el comportamiento de los salarios, el elemento que en mayor medida determina dichos precios. De igual manera, se parte del diagnóstico de que países como Alemania llevaron a cabo procesos de reforma del mercado de trabajo y de contención salarial que otros países, como España, no han acometido. La terapia, por tanto, parece clara: es en los países periféricos en donde debe recaer la carga del ajuste salarial para tratar de cerrar esa brecha de competitividad con respecto a los países centroeuropeos.
El eje central sobre el que se ha articulado una estrategia de mejora de la competitividad en España, que no dispone de soberanía en la política cambiaria, ha sido la denominada ‘devaluación interna’, esto es, el ajuste de los costes laborales. Las dos reformas laborales aplicadas en los últimos años, que han enfatizado la reducción de las ‘barreras’ de acceso y salida del mercado de trabajo, modificando también la estructura de la negociación colectiva con el fin de fomentar la negociación individualizada de las condiciones de trabajo, apuntalan ese modelo de salida de la crisis basado en el ajuste salarial.
Pese a que los resultados revelan una leve mejora de la balanza comercial española, dicha mejoría ni mucho menos se puede deducir de esta estrategia de ajuste salarial. La mejora del desempeño comercial viene explicada, más que por un aumento de las exportaciones, por una considerable caída de las importaciones en el período de crisis. Esa caída de las importaciones no son resultado de una mayor independencia y autosuficiencia de la industria española, en términos productivos y comerciales, sino que viene provocada por una caída de las compras extranjeras fruto de la contracción en la capacidad de consumo de los últimos años, derivada en buena medida del ajuste salarial. De hecho, el patrón de crecimiento español es altamente dependiente de importaciones, por lo que todo parece indicar que, en el retorno a un ciclo expansivo de la economía, vuelvan a incrementarse de nuevo los déficits comerciales.
Por otro lado, la disminución de los costes laborales no se ha debido tanto a la contención de los salarios, como al aumento de la productividad. Sin embargo, este aumento de la productividad en ningún caso se debe a una mejor reorganización del trabajo, o a la incorporación del progreso técnico a los procesos productivos, sino que se trata más bien de un efecto estadístico provocado por una mayor caída del número de empleados, que de las horas de trabajo y el producto generado. En definitiva, unas ganancias de productividad basadas principalmente en el incremento de los ritmos de trabajo y en el alargamiento de la jornada laboral más allá del marco horario legalmente establecido. La búsqueda de competitividad como coartada para la precarización laboral.
En segundo lugar, y centrándonos ya en la deuda, a priori se podrían plantear dos escenarios para atajar dicha problemática. Uno basado en el crecimiento económico, de manera que se puedan generar flujos de liquidez que permitan ir acometiendo los pagos de la deuda de manera sostenible; otro, en un contexto de estancamiento económico, basado en la extracción de rentas de las clases populares (subidas de impuestos, recortes de gasto público, privatizaciones, etc.). En España, como en Grecia, se ha optado por esa segunda vía, es decir, por el ajuste estructural del sector público.
Camino de una década desde que comenzó la crisis, se han desembolsado más de 200 mil millones de euros tan solo en intereses de la deuda pública, y esta ha pasado de representar algo más de un tercio del PIB español en 2007, al 100% del PIB nacional en 2016. En este sentido, si bien al comienzo de la crisis eran las compañías no financieras el sector institucional de la economía más endeudado, hoy lo es la administración pública.
La deuda actúa aquí como palanca de desposesión, pues toda crisis de deuda no es sino una disputa política por ver quién asume las pérdidas, y en este caso han sido las mayorías sociales las que han cargado con buena parte del coste de una problemática que no han generado.
Por tanto, las políticas de austeridad, vehiculizadas a través del ajuste estructural en el mundo del trabajo y en la esfera de lo público, ni han mejorado la competitividad, ni han disminuido el endeudamiento, ni han generado crecimiento, sino todo lo contrario. Lo que sí ha sucedido es que se han establecido toda una serie de reformas estructurales (desregulación del mercado laboral, modificación del Art. 135 de la constitución, privatización de lo público, etc.) que han venido para quedarse. Es más, no solo hay que hablar de las reformas que se han producido, sino de las que no se han llevado a cabo, pues la gestión de la crisis está sirviendo para reforzar las dinámicas, los agentes y las prácticas que se encuentran en el origen de la crisis.
Ni que decir tiene que la evidencia tanto teórica como empírica que cuestiona la eficacia de las políticas de austeridad para generar un contexto de crecimiento no deja de reforzarse con el paso del tiempo. Es por este motivo que no se trata, o no solo, de una cuestión de fundamentalismo de mercado a la hora de entender el funcionamiento de la economía por parte de los encargados de diseñar y ejecutar las políticas económicas, sino de la imposición de un proyecto político y económico diseñado con unos objetivos claros: profundizar en el modelo “neoliberal” que se viene desarrollando desde hace décadas y que sirve a los intereses de las élites que conducen y articulan dicho proceso, a saber, las grandes compañías transnacionales del ámbito productivo y financiero, y las estructuras políticas de gobernanza supranacional, todos ellos actores que escapan a los controles democráticos.
El éxito de la austeridad, por tanto, resulta evidente para estos agentes. Sin embargo, cabría preguntarse si incluso para ellos esta estrategia será sostenible, y hasta cuándo.
EL VERBO SE HACE CARNE
25/05/2016
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
Al menos desde las obras de Nietzsche, sabemos que el lenguaje no es neutral: esconde valores y prejuicios, ideología y estrategias de dominación, sentimientos y resentimientos. Cuando un lenguaje logra imponerse, configura la realidad de una determinada forma, de manera que bien puede decirse que el verbo -la palabra- se hace carne.
Y el neoliberalismo ha ganado sin duda la partida del lenguaje construyendo términos y expresiones que han saltado de los manuales de economía a los medios y de los medios a la calle hasta ser interiorizados por todos, como si fueran mantras.
La lista es interminable. Se habla con naturalidad de mercado laboral, como si el trabajo y el trabajador fueran de suyo mercancías; se utilizan sin rubor capital humano y recursos humanos, como si los trabajadores fueran objetos de uso; se pide competitividad, confundiendo la competición con la pericia; y se llama emprendedores a los que fundan negocios, sea una corporación multimillonaria, la tienda de la esquina o el repartidor autónomo. Todas estas expresiones, y tantas más, son ya de uso cotidiano para cualquier hablante.
La desregulación de los mercados -otros dos mantras- y la falta de controles en el sistema financiero nos llevaron a la gravísima crisis de 2008, que hoy vivimos como crisis general. Tan grave fue su impacto, que en septiembre de ese mismo año el entonces Presidente francés Nicolas Sarkozy propuso convocar a los líderes mundiales antes de final de año para refundar el capitalismo, y el Primer Ministro laborista Gordon Brown instaba a esos mismos líderes a celebrar un nuevo Bretton Woods para acordar un nuevo sistema financiero. En España, un Rajoy aún en la oposición proponía su receta para salir de la crisis: austeridad en las cuentas públicas, seria, con disciplina y con rigor.
Las cumbres de Washington en noviembre de 2008 y la de Londres en abril de 2009 fueron los resultados de esas y otras propuestas similares. En ambas se reunieron los líderes de los países del G-8 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia), más los once países (Arabia, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía) que completan el G-20, y la Unión europea (como unión de los 27 países que entonces la formaban), más España y Holanda como países invitados. En total, 42 países en representación de más de la mitad de la población mundial y de todos los continentes (aunque no todos con la misma presencia).
Pero ni se refundó el capitalismo, ni se diseñó un nuevo sistema financiero internacional. Y a la vista de lo que ha pasado desde entonces hasta hoy, la resolución final Londres no tiene desperdicio: Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes. […] hoy nos hemos comprometido a hacer lo que sea necesario para:
¿Hemos llegado al fin de la política de austeridad?
24/05/2016
Mónica Melle Hernández
Profesora de Economía Financiera, miembro de Economistas Frente a la Crisis y Secretaria General de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas
A principios de mayo de 2010 se unieron varios factores económicos muy negativos: se había desencadenado la crisis de las deudas soberanas en la UE. Grecia estaba al borde de la quiebra y había peligro de contagio a otras naciones. Y ello se solapaba sobre la crisis financiera de las ‘subprimes’, afectando gravemente al sistema financiero global.
Y coincidieron además factores políticos relevantes: la UE estaba gobernada por una mayoría conservadora, que aprovechaba la situación para imponer su ideología neoliberal.
Bajo el argumento de la consolidación fiscal se imponía en los Estados miembros, como vía para prevenir situaciones de insolvencia, una política fiscal restrictiva, que en la coyuntura actual es procíclica y contractiva. Esto es, que acentúa la crisis y no genera crecimiento.
Se puso la atención no sobre el nivel de deuda pública, que constituye la referencia real de la solvencia financiera de los Estados, sino sobre el saldo presupuestario, una variable anual bajo la gestión y el control de los Gobiernos y de los Parlamentos nacionales.
Fue el inicio de la espiral de la austeridad, del ‘austericidio’, que en 2013 se reforzó con el llamado Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Aparentemente se trataba de mandar una señal de estabilidad financiera a los mercados con medidas que garantizaran la capacidad de pago de la deuda a sus vencimientos. Pero las políticas de austeridad fiscal han sido un rotundo fracaso. Aumentan el gasto público improductivo y agudizan la crisis. Se recorta el gasto público en educación, en investigación, en prestaciones sociales, en infraestructuras públicas… Y con ello, se agudiza la crisis.
¿Dónde quedaron los objetivos de Europa 2020? ¿Y sus prioridades de innovación, economía digital, empleo, juventud, política industrial, pobreza y uso eficiente de los recursos?
Con esta falsa austeridad se está despilfarrando la capacidad productiva de nuestra economía. Se infrautiliza el capital, se condena al desempleo a millones de trabajadores, se reduce la inversión en educación y por tanto, el crecimiento potencial, se lamina a las tecnologías medioambientalmente sostenibles que pudieran servir de base para un cambio de modelo productivo y se obliga a nuestros mejores investigadores a irse de España. La crisis ha sido la coartada para cambiar el modelo de convivencia social para deteriorar nuestro Estado de bienestar.
Es, en definitiva, una política que despilfarra bienestar, empleo y crecimiento presente y futuro. De hecho, no ha existido un desarrollo efectivo de políticas por parte de los Estados miembros que permitan lograr los objetivos de la Estrategia Europa 2020. Y la UE no se ha dotado de instrumentos adecuados para ello. Habría hecho falta una verdadera unión política, un gobierno europeo elegido democráticamente por el Parlamento Europeo. Lo que requiere mayores transferencias de soberanía por parte de los Estados miembros.
La austeridad buscaba equilibrar las cuentas públicas y, sin embargo, no se ha logrado. El gráfico 1 lo muestra. En el caso de España, la Comisión Europea no espera que logre situar su déficit público por debajo del 3% del PIB ni este año ni el siguiente, a la vez que rebaja en dos décimas el crecimiento que prevé para este ejercicio, hasta el 2,6% del PIB.
Gráfico 1. Déficit y deuda del Área Euro
Fuente: Comisión Europea
Austeridad no es déficit cero. Es eficiencia en la inversión y en el gasto. Porque ¿podemos afirmar que el crecimiento que hemos tenido en nuestro país no se deba a haber asumido cierto nivel de déficit?
El déficit importa poco si se está invirtiendo en mejorar las infraestructuras que vertebren la cohesión de la UE y la I+D, para mejorar la productividad y competitividad. La inversión de hoy es el empleo de mañana y el crecimiento de pasado mañana.
Se debe propiciar una estrategia de crecimiento para Europa para combatir la recesión resultante de la crisis financiera global y de los planes de austeridad. La mejor estrategia de reducción del endeudamiento es el crecimiento.
Aumentar el presupuesto comunitario y que se financie con verdaderos recursos propios de la Unión, es vital para poder emprender las estrategias de reactivación de la economía. Dicho presupuesto europeo ha ido mermando sus recursos y en la actualidad no alcanza ni tan siquiera el 1% del PIB de los Estados miembros. Debería representar al menos el 5% del PIB (recordemos que en los EEUU el presupuesto federal representa el 21% del PIB del conjunto de los Estados).
Necesitamos una relajación de los objetivos de déficit para consolidar el actual crecimiento, pero procurando que ese déficit se deba a inversiones productivas. Además, se debe ser más objetivo con las CCAA. Su déficit se genera porque lo que tienen transferido son gastos sociales.
El Gráfico 2 muestra la situación de las cuentas públicas de los países del área euro. El único país con superávit en sus cuentas es Alemania. La previsión de déficit en Francia es del 3,4%, para el 2016. ¿Va a copiar nuestro modelo? Ya está generando malestar su posible reforma laboral.
Gráfico 2. Situación de las cuentas públicas en 2016
Gráfico 2. Situación de las cuentas públicas en 2016
Fuente: Comisión Europea
Hasta ahora, las únicas reformas estructurales que se han emprendido han sido las que afectan al mercado de trabajo. Y con esta reforma, la productividad aumentó a costa de la reducción de los salarios y el empleo de forma ‘artificial’. Ahora se detectan caídas de la productividad por hora, al considerar además del factor trabajo, los factores capital e intangibles (conocimiento, capacidades directivas, innovación organizativa…). Lo cual es preocupante porque el aumento de la productividad es el signo de la eficiencia económica y el motor del crecimiento futuro de la economía.
Las reformas estructurales son necesarias para restaurar la operatividad de los mercados, aumentar la productividad global de los factores y la competitividad de la economía.
Según las previsiones económicas de primavera de 2016 de la Comisión Europea, el crecimiento parece estar perdiendo algo de impulso, aunque seguiremos creciendo por la mejoría del mercado laboral, el mejor acceso al crédito por parte de las empresas y los hogares y los bajos precios del petróleo.
Se prevé que el crecimiento económico en la zona euro siga siendo moderado (1,6 % en 2016 y 1,8 % en 2017), pues la trayectoria de sus principales socios comerciales se ha ralentizado y algunos de los factores que hasta ahora habían sido propicios están comenzando a desvanecerse. Ese crecimiento además seguirá siendo desigual en los distintos países que componen la UE.
La política monetaria muy expansiva ha sentado las bases para el repunte de la inversión, al facilitar y abaratar el acceso a la financiación, y por el estímulo que se está produciendo en el consumo. Pese a las mayores dificultades del entorno mundial, se prevé un crecimiento gradual, más debido a la demanda interna, favorecida por el rebote en la inversión. Parece que se empieza a poner fin a la austeridad a ultranza. El gráfico 3 da muestra de ello.
Gráfico 3. Evolución de la inversión en la zona euro
Fuente: Comisión Europea
Es cierto que al inicio de la recuperación, el tenue crecimiento de la zona del euro era impulsado básicamente por las exportaciones, beneficiadas en cierta medida de la depreciación del euro y la caída de los precios del petróleo. Pero el crecimiento futuro de la zona euro dependerá cada vez más de la demanda interna. Se prevé que la contribución de las exportaciones netas al crecimiento de la zona euro se torne neutra en 2017, ante el aumento del tipo de cambio. Tal y como se muestra en el gráfico 4, se prevé que el próximo año la inversión aumente al 3,8 % en la zona del euro y en la UE. Y que el crecimiento dependa de esa inversión y del consumo, tanto privado como de las Administraciones Públicas.
Gráfico 4
Fuente: Comisión Europea
Según estas previsiones, resultan ilógicas las políticas de austeridad. Se deben aplicar políticas que fomenten el consumo y la inversión, elevando salarios y renta disponible de las familias. Y apostar por la inversión pública productiva que modernice nuestras economías, fundamentalmente en I+D, formación, e infraestructuras en las que existen carencias, como las de agua, las eléctricas, las de telecomunicaciones, las conexiones intermodales de las infraestructuras de transportes, etc.
En este sentido, se debería estar aprovechando el Plan Juncker, para poner en marcha proyectos de rentabilidad económico-financiera pero que sean capaces de dotar de cohesión social a Europa y que resulten generadores de empleo. Pero parece que en España, al menos hasta el momento, esta iniciativa está bastante parada. Y por las propias previsiones del gobierno actual en funciones en su reciente revisión del cuadro macroeconómico, sus restricciones en el consumo público no parecen concordantes con sus optimistas previsiones sobre la senda que vayan a seguir el consumo privado y la formación bruta de capital fijo. Su eventual continuidad también lo sería en su habitual política económica regida por la austeridad. Un buen elemento de reflexión de cara a las próximas elecciones.
Un recorte de 77.000 millones de euros
23/05/2016
Ramon Gorriz y Manuel Lago
Secretario de Acción Sindical y economista del Gabinete Técnico Confederal de CCOO
El negacionismo también está presente en el análisis económico porque por difícil que resulte asimilarlo, hay quien niega los recortes en el gasto público en España. Utilizando torticeramente las dificultades para controlar el déficit y el imparable crecimiento de la deuda, los negacionistas niegan lo evidente: que en 2014 nos gastamos 31.000 millones menos que en 2009 pero, como se han destinado 25.000 millones más a pensiones, 18.000 millones más al pago de intereses de la deuda y 5.000 millones más en gasto energético, en el resto de partidas el gasto se ha reducido en 77.000 millones.
Hace unas semanas CCOO presentó una pormenorizada cartografía de los recortes en la que se analiza la evolución del gasto público consolidado del conjunto de las administraciones públicas entre 2009 y 2014. En ese detallado análisis se concluye que el proceso de consolidación fiscal que se inició en España en 2009 —y que todavía no ha terminado— ha supuesto una intensa caída del gasto público pero también su redistribución.
En 2014 el conjunto de las administraciones públicas gestionaron 30.824 millones de euros menos que en 2009. Esta sería, por lo tanto, la primera cuantificación de los recortes: el gasto consolidado total cayó en tres puntos del PIB. Sin embargo, esta cifra infravalora la dureza del ajuste —y por lo tanto sus efectos reales sobre el bienestar— porque hay un número muy reducido de partidas de gasto que crecieron de una forma muy importante provocando una distorsión de la realidad.
En concreto, las pensiones, el pago de intereses de la deuda y el gasto energético aumentaron en 47.824 millones entre 2009 y 2014. Si dejamos al margen estas tres partidas, en el resto del gasto público el recorte fue de 78.164 millones de euros. Y esta es la cifra que mejor refleja el retroceso que han sufrido en nuestro país los servicios públicos, la protección social o la dotación de infraestructuras físicas, sociales o tecnológicas.
Es un enorme tijeretazo que equivale a casi 8 puntos del PIB y, lo que es todavía peor, es una cifra recurrente, porque si no hay cambios en la política de gasto, este recorte se repetiría en cada ejercicio. Expresado en cifras relativas, esta reducción fue del 21 % en términos nominales y del 30 % en términos reales, al tener en cuenta la inflación acumulada en ese período. Esto es, se ha dejado de gastar casi 1 euro de cada 3 en los últimos cinco años.
Los capítulos que soportan los mayores ajustes son la inversión y la remuneración de los empleados públicos.En los denominados gastos de capital —formados por la inversión directa de las administraciones públicas y por las transferencias de capital que cofinancian inversiones de otros agentes— se produce una caída de 40.569 millones de euros, una reducción equivalente 70 % en términos reales.
Por su parte, el gasto en Investigación y Desarrollo cae en 971 millones de euros en la I+D básica, una cifra a la que hay que añadir la I+D sectorializada que en conjunto elevan el recorte en el gasto en I+D hasta un total de 2.294 millones de euros. Recortar en la inversión es una decisión fácil de aplicar pero con unos costes enormes en el medio y largo plazo porque afecta a la competitividad del país ya que limita su dotación de infraestructuras físicas, sociales y de conocimiento.
Los empleados públicos también pagan una buena parte de la factura, porque el gasto de personal retrocede en 10.626 millones de euros, un 8,5 % nominal y en 17 % en términos reales. Esta caída de la masa salarial se debe a dos factores: la devaluación salarial y al menor número de personas trabajando en el sector público.
La devaluación salarial ha tenido fórmulas diferentes como la reducción del 5 % en los salarios nominales impuesto en 2010, seguida de su congelación a partir de 2011 hasta 2014. Por otro lado, entre julio de 2009 y julio de 2014 el personal empleado por las diferentes administraciones públicas se redujo en 136.183 personas, esto es, el 5,1 % de los que había en 2009. Se recortan los salarios y se reduce el número de personas trabajando y obviamente baja el gasto de personal, pero pagando el elevado precio del deterioro de la calidad de los servicios públicos.
Si pasamos del análisis por naturaleza del gasto al que estudia a que función se destina, se puede determinar cómo han afectado los recortes a los tres grandes grupos que conforman el estado del bienestar: los servicios públicos básicos, las prestaciones de la protección social y las políticas sociales.
En el primer grupo se produce un grave retroceso en la dotación de los dos grandes servicios públicos: en salud y en educación sumados en 2014 se han gastado 18.400 millones de euros menos que en 2009.
En concreto el gasto sanitario se ha reducido en 9.600 millones de euros, una cifra equivalente al –22 % en términos reales: se han dejado de gastar más de uno de cada cinco euros de los disponibles en 2009. Un recorte que afecta de forma especial al personal sanitario porque su remuneración se reduce en 3.244 millones de euros —menos salarios y menos plantilla— y la inversión, que cae en 2.144 millones de euros.
De forma complementaria hay un menor gasto en los servicios prestados por el sector privado, esto es el gasto en medicamentos en farmacias y en conciertos con hospitales privados, que se reducen en conjunto en 3.402 millones de euros.
Por su parte, el gasto educativo sufre un recorte de 7.394 millones de euros, equivalente al 23,7 % en valores reales: se ha dejado de gastar casi 1 de cada 4 euros desde que empezó el ajuste.Aquí también son los empleados públicos los que sufren con mayor dureza las restricciones de gasto porque la remuneración de los asalariados pierde 3.705 millones de euros. En educación se sigue el patrón general del ajuste y después de los salarios es la inversión la segunda variable con mayor retroceso, 2.235 millones de euros menos, lo que equivale a un desplome del 70 % en términos reales.
La especificad más relevantes del ajuste en el gasto educativo es que apenas ha afectado al sector privado: los conciertos con los colegios privados apenas han caído el –1,2 % en este período en el que la enseñanza pública ha sufrido intensos recortes.
En la categoría de la protección social hay una evolución muy diferente entre las diferentes prestaciones, hasta el punto de que la cifra global esconde una buena parte de los recortes. La razón es que las pensiones de jubilación y las de supervivientes se incrementan en más de 23.500 millones de euros. Este incremento se debe a la lógica del sistema de protección y a la evolución demográfica: cada vez hay más pensionistas porque se alarga la esperanza da vida y la cuantía de la pensión aumenta porque la de los que entran son superiores a la de los que salen.
Hay más pensionistas cobrando una pensión media más alta y por lo tanto aumentan el gasto a pesar de las decisiones de los gobiernos que en los últimos años actúan en el sentido contrario aplicando medidas tendentes primero a reducir el importe inicial de la pensión y después con revalorizaciones anuales mínimas.
Este incremento del gasto en pensiones se contrapone al recorte del mismo en el resto de prestaciones que componen el grupo de la protección social. En cifras absolutas la prestación que más se reduce es la protección por desempleo: de 2009 a 2014 el gasto se ha reducido en 7.231 millones de euros, una cifra equivalente a una caída del 30 % en términos reales.
Hay menos desempleados con protección —tal y como refleja la tasa de cobertura— y además cada vez cobran prestaciones más bajas, lo que se traduce en esa caída tan intensa de los recursos.
Cae también el gasto en enfermedad e incapacidad laboral en algo más de 1.000 millones de euros, una reducción del 13 % en términos reales que en buena medida se corresponde en la reducción del empleo.
Más preocupante si cabe es el retroceso del gasto en apoyo a las familias y a la infancia. En un país que tiene un grave problema demográfico, con un riesgo creciente de caer en una regresión poblacional, los recursos destinados a la política familiar se desploman: caen en 2.692 millones de euros, un 40 % de la cifra de 2009 en términos reales.
Y todavía es peor lo que sucede con la política social de vivienda, la destinada a apoyar a las familias con problemas para pagar su vivienda, tanto en alquiler como en hipotecas. En un país en el que los desahucios han crecido de forma exponencial, convirtiéndose en un gravísimo problema social, los recursos públicos del conjunto de los tres niveles de la administración se han reducido en 633 millones de euros, el 70 % de la cifra disponible en 2009 de tal forma que en 2014 solo se destinaron 415 millones de euros a esta prestación social tan relevante.
Pero los recortes no acaban aquí sino que se extienden por el conjunto de las partidas de gasto con escasas excepciones. En apretada síntesis los más destacados son: el gasto en proteger el medio ambiente pierde 2.817 millones de euros, el 37% de la cifra de 2009; la cultura y el deporte se desploman el 40%, equivalente a 5.656 millones; la cooperación internacional pierde el 70% de sus recursos con 2.060 millones menos; las políticas sectoriales ––desde el apoyo del sector primario a la política industrial–– se reducen en 6.261 millones de euros hasta quedar reducida a algo testimonial en la práctica; el gasto en vivienda y desarrollo comunitario se desploma al perder 8.805 millones de euros.
Delante de estos recortes generalizados y de enorme dureza no deja de sorprender el brutal incremento de gasto en algunas partidas. En estos años se ha producido una redistribución del gasto público en beneficio del oligopolio eléctrico y del bancario. Así, las subvenciones y los pagos compensatorios al sector energético se dispararon el 469 %, esto es, se multiplicó casi por cinco veces hasta alcanzar casi los 6.000 millones de euros. Por su parte, el pago por intereses a los acreedores ––básicamente la gran banca y los fondos de inversión–– aumentó en 18.206 millones en 2014 en comparación con 2009, más del 100 % en términos reales lo que eleva hasta casi el 4 % del PIB la cuantía del servicio de la deuda soberana.
Esta es una aproximación a la cartografía de los recortes al servicio de la consolidación fiscal aun inacabada: la combinación de una menor cifra global de gasto y su intensa redistribución a favor de intereses minoritarios y en contra de los servicios y las prestaciones públicas que ha deteriorado gravemente nuestro ya débil estado del bienestar.
De este análisis se puede sacar una conclusión más que evidente: la política de la austeridad compulsiva y de los recortes generalizados ya no tiene más recorrido. Ya se está tocando el hueso del estado del bienestar y no se puede seguir reduciendo el gasto sin debilitarlo de forma extrema, algo que ya se reconoce no solo desde organizaciones como el FMI sino por miembros del mismo gobierno en funciones del PP.
Por lo tanto hay que cambiar ya la estrategia de la consolidación fiscal, acordando nuevos plazos y ritmos para hacerla compatible con el crecimiento y, sobre todo, haciéndola pivotar sobre el aumento de los ingresos. Necesitamos una verdadera reforma fiscal que tenga como objetivo explicita incrementar los ingresos públicos que se necesitan por un lado para corregir el déficit y por otro para empezar a reconstruir los niveles perdidos en los servicios públicos y en las prelaciones sociales.
Para concluir, España no tiene un problema de exceso de gasto público sino de falta de ingresos lo que debilita la capacidad del estado para actuar sobre la economía. El fracaso constatado del modelo de gestión neoliberal de la crisis hace necesario un cambio radical en las políticas publicas que deberían incluir, al menos, los siguientes ejes: la derogación de las dos últimas reformas laborales; el incremento de los salarios, empezando por el salario mínimo interprofesional; un reforzamiento del Estado del Bienestar; una reforma fiscal progresiva que refiscalice las rentas del capital; una moderna política industrial que impulse un cambio de modelo productivo basado en la sostenibilidad medioambiental y en la competencia por creación de valor añadido, no en la reducción de costes laborales; la recuperación del poder adquisitivo perdido por las pensiones y una Prestación de Ingresos mínimos, son las bases de una nueva política económica que permitiría recomponer los niveles de renta quienes más han sufrido la crisis y afianzar la frágil recuperación.
De la austeridad al hundimiento
20/05/2016
Carles Manera
Economistas Frente a la Crisis sobre las políticas de austeridad
Las políticas de austeridad están fracasando. La afirmación, vehemente, viene avalada por múltiples datos, procedentes de entidades públicas y privadas, que conducen a una conclusión nítida: la situación económica y social ha empeorado, con la aplicación de los recetarios que emanan desde Bruselas y Berlín. Los sacrificios que se exigen a la ciudadanía europea del sur son ingentes. Y difíciles de cumplir, sin erosionar servicios públicos esenciales.
La obstinación en mantener las mismas fórmulas que llevan al fracaso constituye la hoja de ruta de los gobernantes europeos. Las cifras del Reino Unido, Francia, Italia, España y la misma Alemania, deberían invitar a una revisión de los preceptos económicos que se aplican, con un nuevo objetivo: el crecimiento económico. Apunto tres consideraciones al respecto:
1. El sistema financiero no puede salir indemne de esta situación. Su reconversión es necesaria. Su rescate, perentorio. La inyección masiva de dinero público para salvar entidades bancarias ha resultado decisiva para no cometer los mismos errores que se vivieron en la crisis de los años 1930. Pero, una vez hecho esto, no puede permitirse que el sistema financiero siga racaneando el crédito y, en tal contexto, aplicando severísimas políticas en los mercados hipotecarios, con desahucios inaceptables. Todas las crisis económicas de calado han tenido orígenes en el mundo de las finanzas; pero la forma de atajarlas ha divergido en función de la actitud de los poderes públicos, que debieran arbitrar las normas jurídicas adecuadas para, también, salvaguardar la dignidad de las personas.
2. No se puede crecer sin políticas activas de inversión y con los recortes presupuestarios como única herramienta. No es menos cierto que existe un problema de deuda y de déficit, que debe atacarse. Pero la historia económica enseña que, en otros momentos no tan alejados (años ochenta con la crisis de la deuda latinoamericana; o noventa con la recesión asiática), la aplicación de la más estricta ortodoxia (es decir: equilibrios presupuestarios sin matices, la reducción del déficit como finalidad prioritaria) retrasó la recuperación económica, hasta el punto de generar décadas perdidas y parálisis en los aparatos productivos. Europa, que tiene ahora ese problema de deuda, ha de marcar una mayor laxitud en el cumplimiento de las reglas de Maastricht. No existen Tablas de la Ley que indiquen que se debe cerrar un déficit determinado en un año concreto: ese es un criterio político más que técnico. Y, por tanto, es corregible. Políticamente, claro.
Urge flexibilizar las reglas de cumplimiento con la deuda y el déficit, para poder así implementar políticas decididas de inversión pública que actúen como multiplicadores del sector privado. Y el sistema financiero debe colaborar en esa estrategia de recuperación, por un motivo evidente: se le ha apoyado masivamente, en sus fases depresivas. No puede entonces refugiarse, estrictamente, en su propio lenguaje y eludir que, para la salvación de la estructura bancaria, la población y sus representantes políticos tuvieron que cambiar el suyo.
3. Austeridad y crecimiento son incompatibles. Digo esto porque los apóstoles de la austeridad acotan su defensa con una coletilla: deben impulsarse a su vez políticas de crecimiento. Lo han dicho Rajoy, Cameron, Merkel, el FMI y otras entidades afines. Imposible ecuación: el economista debe escoger; y, a su vez, el político. Se nos dice: seamos austeros, porque de ese rigor nacerá el crecimiento. ¡Como si cuadrar un presupuesto público fuera condición suficiente! Fíjense: aquí se nos desplaza a un futuro inconcreto para prometernos la resolución de nuestros problemas actuales. No se puede decir a una persona despedida de su trabajo que esto se hace para su bienestar en una fecha indeterminada en el futuro. No es defendible laminar servicios sociales, sanitarios y educativos, con la cantinela de que eso, los recortes, es para preservar y mantener aquellas prestaciones capitales. Es inaudito explicar que se sube la presión fiscal con el ánimo de generar crecimiento, también en un mañana difuso. La remisión a nuevas fechas, un artilugio retórico en manos de quienes gobiernan, nos toma a todos por incautos e ignorantes.
O se radicaliza la austeridad en su propio mantenimiento, o se vuelcan los esfuerzos en generar ocupación. Porque este es el principal problema económico, el paro, un estado que genera desafección de todo tipo a una población inerme y desesperanzada. Créanme: no se corregirá a tijeretazos. Y aquellas dos son las sendas vías: austeridad y decrecimiento o inversión y crecimiento. La política ha de actuar, frente a unas técnicas que nos llevan a un indeseado escenario: el hundimiento de un sistema social forjado durante decenios, que garantiza la equidad.
El fracaso de las recetas de la economía convencional
19/05/2016
Nalonso
Profesora en la URJC y miembro de EconoNuestra
Sin duda, la ortodoxia liberal es, y ha sido, absolutamente eficaz en la creación de una terminología eufemística y aséptica para denominar medidas, situaciones o políticas que suponen de una u otra forma el empeoramiento de las condiciones de vida y empleo de muchas personas y el enriquecimiento de otras. Claros ejemplos los tenemos en los términos, ya de uso común, como flexibilización, desregulación, liberalización, consolidación fiscal, moderación salarial, reformas estructurales y, por supuesto, austeridad y austeridad expansiva…
En el caso concreto del término austeridad, las connotaciones positivas de rigor y moderación frente al despilfarro han enmascarado reducciones del gasto público, que en la práctica han supuesto la desaparición o la degradación de servicios públicos esenciales para garantizar un mínimo nivel de vida de la población –protección social, prestación por desempleo, sanidad, etc.- o han puesto freno a la capacidad de desarrollo económico –congelación del presupuesto en educación o I+D-.
Un foco esencial de la austeridad es la “devaluación competitiva”, basada en la bajada de salarios, abaratamiento del despido y precarización del empleo. Otra consecuencia, que a su vez es toda una declaración de intenciones políticas, es asumir el empobrecimiento y aumento de la desigualdad económica como un elemento estructural, puesto que el diseño de las políticas protege las posiciones financieras de las rentas altas, en perjuicio de la calidad de vida de las rentas medias y bajas.
El capitalismo financiero se ha quitado la careta, haciendo patente la disparidad de poder económico e influencia en las instituciones de las diferentes clases sociales. Lo más curioso es que se sigue insistiendo en la teoría de la “austeridad expansiva” con este escenario de estrangulamiento económico resultado de una demanda deprimida por las reducciones salariales y ausencia de un presupuesto público de estabilización; algo así como el milagro de los panes y los peces trasladado a la recuperación económica de la eurozona.
La consecuencia es que quedan pocos meses para que se cumplan nueve años del inicio de la crisis y el FMI asegura que “la recuperación mundial continúa, pero a un ritmo cada vez más lento y frágil” y “un riesgo importante es el retorno de la turbulencia financiera, que perjudicaría la confianza y la demanda”. No debería tenerse ninguna duda del fracaso de las políticas económicas que se han llevado a cabo, pero desgraciadamente parece que la estrategia de las “autoridades europeas” es la de profundizar en el error.
No podemos olvidar que el origen de la crisis y de las políticas actuales se encuentra en los años ochenta, cuando las ideas neoliberales se implantaron en las economías desarrolladas y la fe ciega en los mercados se impuso, y una ola de privatizaciones recorrió Europa. En los años noventa, el objetivo de conseguir la unificación monetaria sacrificó el crecimiento en aras de los objetivos de inflación, déficit público y tipos de interés. El corsé monetario para conseguir la unificación de las divisas en el euro ejerció una contracción sobre el crecimiento, dado que todo se sacrificó para conseguir los objetivos de Maastricht. A partir de 1995, la gran reducción de los tipos de interés, convergiendo con los alemanes, consiguió un efecto balsámico, por el efecto riqueza que supuso. La euforia financiera se desató con espectaculares subidas de las bolsas y el crédito comenzó su escalada.
En varios países -Reino Unido, España, Irlanda, Islandia- comenzó a incubarse una burbuja inmobiliaria, basada en financiación abundante, que se apoyaba en garantías hipotecarias cada vez más infladas por la escalada de los precios del suelo y de las viviendas. El estancamiento de los salarios reales fue atenuado con abundante financiación para el consumo de las familias, para inversiones y gasto corriente de las empresas y para la compra de viviendas. Sin embargo, la acumulación de deuda privada no era sostenible y los bancos incurrieron en riesgos crecientes. En este proceso, las finanzas públicas, obligadas a cumplir con los acuerdos de Maastricht, se mantuvieron con déficit moderado, incluso con algunos superávit, salvo los casos de Francia y Alemania, que incumplieron de forma prolongada los acuerdos. En esta aparente abundancia la corrupción, el cortoplacismo y la falta de estrategia se instalaron mermando las posibilidades de políticas de cambio del modelo económico y por tanto en contra del futuro de la mayor parte de la población.
El estallido de la crisis financiera en Estados Unidos fue el catalizador de la crisis en Europa; la reacción de los bancos siguió el guion establecido, similar al de otras crisis. A una burbuja de crédito le sigue una contracción violenta de la oferta crediticia. Las empresas y familias, fuertemente apalancadas, reaccionaron también siguiendo el guión. Las familias, reduciendo el gasto, y las empresas, reduciendo la actividad y despidiendo a millones de trabajadores.
La crisis económica estaba servida. La contracción económica originó la caída de los ingresos fiscales, que, con el mantenimiento del gasto público corriente, más el gasto adicional para los desempleados y las enormes ayudas para las diferentes fórmulas de rescate de las entidades financieras, disparó las necesidades de financiación de los gobiernos.
El aumento del déficit y de la deuda pública es una consecuencia de la crisis y no es la causa de la crisis. Las políticas de “ajuste presupuestario” han conseguido múltiples efectos a cuál peor: ahogar aún más una demanda interna absolutamente deprimida y nueve años de recesión o estancamiento -la gran depresión-; profundizar en la desigualdad económica y llevar a la pobreza y al sufrimiento a ciudadanos que tampoco disfrutaron de la bonanza anterior; y, por último, aprovechar el colapso para, con el manido argumento de la “ineficiencia del gasto público”, ceder la gestión de la prestación de servicios públicos a empresas que dudosamente conseguirán mejorar las condiciones del servicio y abaratar los costes.
La austeridad es la cara opuesta del despilfarro, sin embargo la economía de mercado dejada a sus propias fuerzas es una fuente de enorme despilfarro. Frente a la imagen ortodoxa de la asignación eficiente de los recursos, la realidad que se impone es el fruto de las fuerzas políticas y económicas que conforman la estructura social en la que los mercados se insertan. Los mercados, las supuestas fuerzas de la oferta y la demanda, necesitan de una regulación eficaz, que va más allá de unas normas de buenas prácticas, sino que exigen un potente régimen sancionador.
En la burbuja hubo, al menos, una expresión de un gran despilfarro en la enorme desviación de recursos a la construcción de viviendas con sobreprecios, que incluían la enorme corrupción que se ha destapado. Ese despilfarro de recursos financieros y productivos benefició al núcleo de especuladores inmobiliarios y a los políticos corruptos. Otra profunda manifestación de despilfarro durante la crisis ha sido el enorme talento perdido fuera de España, en la inmensa mayoría de los casos formados con recursos públicos, la ingente fuerza productiva ociosa de empresas o en bajo nivel de actividad, o cerradas, el número elevado de personas sin trabajo, y la cantidad enorme de viviendas sin utilizar o derruidas.
La austeridad impuesta en la Unión Europea es sinónimo de recortes y deterioro para los débiles coexistiendo con los enormes despilfarros, tanto en la burbuja como en la crisis. La solución de la austeridad apoyada por las fuerzas sociales dominantes no ha consistido sólo en una política de recortes sociales y regresividad fiscal, también ha supuesto una amplificación de la economía del despilfarro.
¿Cuándo murió Europa?
19/05/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
En el pasado Debate sobre las Migraciones, varios intervinientes apuntaron que las últimas decisiones de las autoridades europeas con respecto a los refugiados políticos en particular, y los inmigrantes en general, permiten fechar con precisión la muerte de Europa en el 20 de marzo del corriente año. Sin ánimo de polemizar, me gustaría decir algunas cosas sobre cuándo creo yo que la idea de una Europa solidaria y humanista se fue al traste – si la izquierda no le pone remedio.
En mi opinión ello ocurrió unos pocos años atrás, cuando estalló la crisis de la deuda soberana en Europa. Como expuso en un excelente artículo Joaquín Estefanía (Los refugiados y los gorrones, El País, 29/02/2016), cuando estalló esa crisis se tomó una grave y trascendental decisión: que los brutales problemas financieros que sufrían algunos Estados eran de incumbencia estrictamente nacional, descartándose la idea de cualquier tipo de mutualización de la deuda. Ahora, cuando esos mismos países insolidarios se ven afectados por una marea humana en busca de refugio y ayuda, no pueden exigir, ni siquiera solicitar, que se mutualice la asistencia a los mismos. El mismo principio político que sustentó el veto a la mutualización de la deuda impide una gestión ordenada y planificada, tomada de común acuerdo entre todos los Estados europeos, de los recientes flujos de inmigrantes
Es cierto que en todo este asunto hay un tufo a racismo y xenofobia, pero lo esencial para entender la situación es ver con claridad y serenidad el origen real de los problemas. Y el problema es político, no ideológico-racista. También es de carácter institucional, pues responde al diseño de la Europa de Maastricht de 1992. Todo el mundo sabe que la Europa del Euro es un proyecto incompleto de integración nacional; y sólo los ilusos, los ignorantes o los desvergonzados piensan que ello ha ocurrido por casualidad o por error.
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