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Bruno Estrada
Economista, adjunto al Secretario General de CCOO
El verdadero poder consiste en lograr que no se hable de lo que no interesa a quienes lo detentan. Hace nueve años estalló la mayor crisis financiera, económica y social de los últimos ochenta años, ocasionada por una creciente desregulación de los mercados financieros a escala global y por la creciente concentración de capital vivida en las últimas décadas en muy pocas manos, como nos muestra Piketty, una crisis que por su magnitud solo es comparable con el Crac de 1929 y, sin embargo, la palabra socialismo está ausente del debate político. Curioso.
Desde tiempos inmemoriales se han producido movimientos de protesta contra los privilegiados. Los bagaudas eran tropas de campesinos sin tierra que lucharon contra los latifundistas patricios y las legiones que los protegían en las postrimerías del Bajo Imperio romano. La rebelión armada de más de trescientos mil campesinos alemanes que se inició en 1525, la movilización social más importante de Europa antes de la Revolución Francesa, ponía en cuestión la gran concentración de tierras y riqueza de la que gozaban los príncipes de la Iglesia católica. Thomas Müntzer, uno de sus principales líderes, incluso pregonaba que todos los cristianos debían tener las mismas propiedades y que, por tanto, se debía abolir la propiedad privada y repartir todos los bienes de la Iglesia entre los integrantes de la comunidad cristiana.
Pero el concepto político del socialismo no surgió hasta el desarrollo del capitalismo en las sociedades europeas, bastante avanzado ya el siglo XIX, tras las profundas transformaciones que experimentaron esos países. En menos de un siglo atrasadas sociedades agrarias se convirtieron en modernas sociedades industriales con un alto grado de urbanización, con una gran concentración de trabajadores en inmensas fábricas y en las que el capital sustituyó a la religión como principal herramienta de cooperación social.
Pero el capital, a diferencia de la religión, no crea sentimiento de pertenencia a una comunidad, ya que los valores predominantes en una sociedad basada en la libertad de creación y acumulación de capital son esencialmente insolidarios y egoístas. A partir del siglo XVIII los nuevos grupos sociales emergentes, la burguesía industrial y financiera, necesitaron un cambio de paradigma moral que definiera lo que estaba bien y mal en las nuevas sociedades capitalistas. Se trataba de dotar de una superioridad moral al individualismo egoísta que fomentaba el incipiente capitalismo industrial inglés, imprescindible para lograr hegemonía cultural. No hay que olvidar que los pobres eran abandonados a su suerte en las grandes ciudades industriales inglesas. El capitalismo industrial inglés no solo tenía que “vencer” comercial y/o militarmente al del resto del planeta, también tenía que “convencer”. El individualismo insolidario debía ser moralmente superior al comunitarismo sumiso que imponía la religión, por eso el “darwinismo social” de Spencer impregnó la ideología de las clases dirigentes capitalistas en el siglo XIX.
El socialismo surge, antes que como una ideología, como un grito desesperado de quienes eran explotados con salarios de miseria en trabajos rutinarios, mecánicos y alienantes. Bertolt Brecht contaba que, en los años veinte, en las reuniones de los intelectuales alemanes comprometidos con la Revolución con los obreros se suscitaba a menudo una pregunta: ¿Qué es el socialismo? No como un sistema definido por conceptos más o menos abstractos, sino como algo concreto, comprensible para los obreros analfabetos, embrutecidos por un trabajo duro y repetitivo. En una de esas reuniones nocturnas, robando unas horas al descanso imprescindible para recuperar fuerzas después de un agotador día de trabajo, un corpulento minero con su cara tiznada por los restos el carbón respondió: “Socialismo son patatas”. Durante gran parte del siglo XIX, el socialismo, en una sociedad capitalista que era tremendamente depredadora para la inmensa mayoría de los trabajadores, significaba en primer lugar lograr un sistema económico que garantizara condiciones de materiales de vida dignas y que pusiera freno a la explotación.
Hay que esperar hasta el siglo XIX para que emerja una elaboración ideológica, de la mano de intelectuales burgueses como Carlos Marx y Friedrich Engels, capaz de ofrecer no solo una crítica global a las desigualdades sino también la formulación de valores sobre los que debiera erigirse una sociedad, que superara los valores de supervivencia propios de Sociedades de la Necesidad. El socialismo, desde sus orígenes, está profundamente imbricado con la democracia, ya que es un instrumento de cooperación social horizontal, en el que todos pueden participar en la determinación de los fines por los que se coopera, a diferencia de la religión y el capital. El sufragio universal era para Bernstein el gran arma del proletariado, donde este se implantaba los trabajadores lograban grandes avances sociales.
Hay que recordar que a principios del siglo XX, en la mayor parte de los países europeos la democracia tan sólo podían ejercerla quienes tenían un cierto patrimonio, la llamada democracia censitaria. La lucha por el sufragio universal formó parte de las reivindicaciones y luchas obreras casi desde sus inicios. Ya en 1836 la Asociación de Trabajadores de Inglaterra elaboró la Carta del Pueblo en la que exigía el voto universal y secreto. La extensión de la democracia para todos los ciudadanos suponía que las organizaciones obreras no solo defendían los intereses materiales de un grupo social explotado, sino también unos valores de libertad e igualdad social que implicaban al conjunto de la sociedad. Ensanchando la base de la democracia, construyendo comunidad entre trabajadores, es como ganaron hegemonía cultural las ideas socialistas.
Las luchas que se englobaron bajo el paraguas ideológico del socialismo tenían la idea de construir sociedades más justas y libres, por eso plantearon actuaciones en tres ámbitos: en el económico, buscando la mejora del bienestar material de los trabajadores; en el político, impulsando la democratización de la sociedad para que cada trabajador-ciudadano fuera libre para decidir sobre su futuro; y en el cultural creando, gracias al concepto de clase, la percepción emocional de que los excluidos pertenecían a una comunidad.
En Rusia, tras la Revolución de 1917, se produjo una alteración sustancial de los principales valores que conformaban el socialismo. A la igualdad se la consideró preeminente sobre la libertad, como un fin en sí mismo, no como un medio para conseguir “mas libertad para más personas”, en términos de Stuart Mill. Lenin, en 1920 durante el VIII Congreso de los Soviets, apenas transcurridos tres años desde el inicio de Revolución Rusa lanzó un epigrama, una consigna, lo que hoy sería un mensaje de Twitter, que intentaba sintetizar para las masas de obreros y campesinos iletrados qué era el socialismo: “el poder de los soviets más la electrificación”. La electrificación a principios del siglo XX representaba la modernización, los avances técnicos logrados por el capitalismo, que distribuidos a través de un sistema dirigido por los soviets, permitiría garantizar condiciones de vida dignas para todos. Las “patatas” demandadas por el minero alemán.
Sin embargo, los soviets, los organismos democráticos de los que se dotaron los trabajadores rusos para hacer oír su voz en las fábricas y en la política, fueron esclerotizados poco a poco por los bolcheviques. Quienes entendieron el socialismo como la estatalización de la mayor parte del aparato productivo intentaron competir con el capitalismo en su capacidad de proveer bienes materiales, pero esa carrera la ganó el capitalismo y finalmente significó el fin de la Unión Soviética. La estatalización del aparato productivo se acompañó de un proceso de restricción de las libertades y de la participación política que estaba en contra de las bases mismas que habían dado lugar al concepto político del socialismo. Los regímenes del autodenominado “socialismo real” terminaron ofreciendo pocas patatas, a la vez que secuestraban la democracia y la libertad. Mal negocio.
Alguien tan poco sospechoso de ser socialista, como Joseph Schumpeter, intuyó que la verdadera amenaza del capitalismo eran los cambios sociológicos que se iban a producir en las Sociedades de la Abundancia creadas por el propio capitalismo. En su libro “Capitalismo, Socialismo y Democracia”, escrito en 1941, ya dijo que son los éxitos del capitalismo los que le condenan. Percibió que las democracias liberales de principios del siglo XX, por presión de los partidos y los sindicatos, estaban mutando hacia estructuras sociales más inclusivas, desarrollando la democracia industrial y sólidas instituciones públicas con capacidad regulatoria sobre la actividad económica.
Hoy se puede comprobar cuánta razón tenía. Los países del planeta más ricos, inclusivos y democráticos, los países nórdicos, son aquellos que han sido capaces de crear grandes cantidades de capital y de distribuirlo con relativa equidad entre toda su población gracias a la profundización de la democracia. Es decir, en estas inclusivas Sociedades de la Abundancia se ha producido una cierta agonía del homo economicus que ya predijo Schumpeter y se observa un crecimiento de valores altruistas, de libertad, postmateriales, laicos y solidarios, según nos indica la World Value Survey, una hegemonía cultural del “universo de los valores socialistas”. Ello ha sido posible porque una gran mayoría de la población de esos países tiene sus necesidades materiales básicas cubiertas, garantizadas por un marco de relaciones laborales que protege los derechos de los trabajadores y por un Estado del Bienestar que les provee de vivienda, educación y sanidad.
De forma paralela se ha producido una fuerte penetración de la ideología neoliberal entre las élites económicas y políticas, incluidas las vinculadas a los partidos socialdemócratas. Con la Tercera Vía la mayor parte de sus líderes participaron de esa hegemonía cultural neoliberal, adoptando una posición de sumisión al marco político, económico y social definido por los intereses de la oligarquía financiera: la globalización financiera y comercial.
A finales de los años noventa y principios del S. XXI se produjo una situación paradójica. La tecnoestructura política de la socialdemocracia compró la agenda política neoliberal, y en ese sentido la hegemonía cultural cambió de manos. Por primera vez la vieja socialdemocracia se situó por detrás del cambio social, en muchas ocasiones incluso frenándolo. Por ello, sus partidos, cómplices activos de las políticas neoliberales, pierden el apoyo de su base electoral en muchos países europeos, en Alemania, en Francia, en España, en Grecia, en Austria.
Lo que ignoraron los líderes de la Tercera Vía es que una elevada desigualdad social no es solo una consecuencia no deseada del actual sistema económico dominante, sino parte consustancial de él. De ahí que el concepto de igualdad de oportunidades resulte vacío en términos políticos. La desigualdad es funcional para las élites del capitalismo, tal como expresaba Mandeville, ya que permite que los valores de supervivencia, predominantemente egoístas y de escasa sociabilidad, tengan un importante peso en las sociedades ricas.
En las Sociedades de la Abundancia, en las que se enquista una elevada desigualdad durante un largo periodo de tiempo, se termina erosionando la propia democracia, y eso lo aprovechan algunos grandes latifundistas de capital para privatizar la política, como ha ocurrido con Trump en EEUU, en la Italia de Berlusconi, o en la España del Partido Popular y su financiación corrupta.
El concepto político de socialismo ha ido cambiando en función de las transformaciones sociales que se han venido produciendo, por eso el gran reto del socialismo en este siglo es su capacidad de representar, en términos de intereses pero también en términos emocionales, de valores, a un universo de trabajadores mucho más amplio: a un creciente volumen de jóvenes trabajadores de actividades de servicios, de alta y baja cualificación, con escasa capacidad de negociación de sus condiciones individuales y colectivas de trabajo, a caballo entre una creciente explotación laboral y unas relaciones contractuales que suponen una mercantilización de las relaciones laborales (economía colaborativa, externalización productiva, trabajadores autónomos); representar a una menguante clase obrera industrial pero en la que un gran número de trabajadores aun conserva una notable capacidad de negociación colectiva, gracias a la actuación de los sindicatos; a un número creciente de trabajadores de alta cualificación, formados gracias a un sólido sistema de educación pública, con un elevado poder de negociación individual o colectivo de sus condiciones de trabajo, lo que en términos de consumo les ha permitido ser considerados como clase media. Este es el grupo social en el cual es más patente la agonía del “homo economicus”.
En la actualidad la vieja socialdemocracia esta en una terrible encrucijada: apenas encarna al primer grupo social; representa porciones cada vez menores de una decreciente clase obrera en competencia no solo con movimientos políticos más a la izquierda, sino también más a la derecha (fenómeno Berlusconi, Le Pen o Trump); y el fracasado experimento de la Tercera Vía le ha desconectado del profundo cambio de valores que ha experimentado el tercer grupo social. En los países desarrollados hemos asistido al aumento de los trabajadores pobres, en mayor medida tras la Gran Recesión de 2007, y de forma paralela a la creciente utilización demagógica por parte de la derecha política populista de sentimientos comunitarios arcaicos y excluyentes, la pertenencia a una religión, raza o nación. Asimismo, en la medida que las trabajadoras y trabajadores se han hecho más diversos, resulta evidente que el concepto marxista de clase es incapaz de ofrecer una identidad colectiva muy amplia, con capacidad de construir hegemonía.
El socialismo del siglo XXI debe seguir siendo capaz de ofrecer una mejora del bienestar material, “patatas”, para los dos primeros grupos sociales, por eso no debe despreocuparse por el crecimiento económico y por lograr un reparto más igualitario de la riqueza generada. Pero debe ofrecer bastante más. El socialismo debe identificarse como una organización social en la que todos los ciudadanos puedan disfrutar de altos grados libertad en todos los campos de la vida personal y social, no solo los más ricos ni los que han accedido a una mayor cualificación y formación. Por eso las fuerzas que se reclamen socialistas deben avanzar en la democratización de la economía, el lugar donde se quedó varada la vieja socialdemocracia a finales del siglo XX.
Un socialismo de este siglo debe integrar, como elementos complementarios, al Estado y al mercado. Lo más relevante para generar sociedades más igualitarias y más libres no es la forma de distribuir los bienes y servicios producidos, sino la propiedad de las empresas. Socialismo debe ser sinónimo de una democratización de la economía que debe entrar en la empresa, creando sólidos espacios de capital “colectivo”, como planteó la ley de cogestión alemana de 1976, los Fondos Colectivos de Inversión de los Trabajadores que se instauraron en Suecia en 1984, el Fondo de Solidaridad creado por la Federación de Trabajadores de Quebec en 1983, o el fondo del petróleo de Noruega de los años noventa.
A lo largo de su historia la democracia ha sido el mejor instrumento que ha encontrado el ser humano para aunar colectivamente los vectores de libertad, conocimiento y cooperación, que son los que modernizan las sociedades, no solo tecnológicamente sino también en términos de valores morales. La ampliación de la base de la democracia exige democratizar la globalización, profundizar en la democratización de los Estados-nación, democratizar las empresas y, cómo no, democratizar el futuro, esto es, tener en consideración que nuestros actos de hoy van a condicionar la vida de cientos de millones de personas mañana, por ejemplo en relación al cambio climático.
Las recientes elecciones de EEUU han puesto en evidencia que el centro del conflicto económico, político y social sigue situado entre dos polos: la democratización de la economía o la privatización de la política. Es evidente que la democratización de la economía tiene una gran potencialidad redistribuidora, pero el reto del socialismo de este siglo también debe ser el reconstruir para millones de trabajadores una percepción emocional colectiva vinculada a la ciudadanía democrática: “pertenecen a una misma comunidad todos los individuos que libremente participan en la toma de decisiones sobre su futuro colectivo”. La democracia es el instrumento de transformación colectiva mediante el cual las trabajadoras y trabajadores deben reconquistar la hegemonía cultural perdida frente a los latifundistas de capital.
¿Es posible el socialismo en el siglo XXI?
14/02/2017
Carlos Berzosa
Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
El término socialismo tiene varias acepciones. Las distintas definiciones que se pueden dar son el resultado tanto de elaboraciones teóricas como de la evolución histórica política y económica. La primera diferencia vino dada cuando Marx y Engels contrapusieron a la concepción del socialismo utópico la de socialismo científico.
A pesar de la hegemonía del marxismo en los partidos y sindicatos, que se crearon en el siglo XIX, tuvo lugar en el incipiente movimiento obrero, la primera gran escisión con el anarquismo. Las ideas marxistas fueron mayoritarias en casi todos los países en que comenzaron a arraigar, sin embargo, el anarquismo adquirió mucha fuerza en países como España. La segunda gran ruptura se produjo dentro de los partidos herederos de Marx a raíz de la revolución rusa. A partir de de este hecho surgieron los partidos comunistas, resultado, en bastantes casos, de escisiones de los partidos socialistas.
Esta ruptura supuso dos vías diferentes para alcanzar el socialismo. Mientras que los partidos comunistas apostaban por la acción revolucionaria, los partidos socialistas apostaron por la vía reformista como continuadores de las ideas de Bernstein y Kautsky. Dentro del movimiento comunista se han dado desde entonces varias escisiones, siendo las más significativas, la del trotskismo que se posicionó contra el modelo soviético en los años veinte del siglo pasado, y la que tuvo lugar en los años sesenta al romper las relaciones China con la URSS. La izquierda comunista se fragmenta, aunque la mayor importancia, en los países capitalistas, la seguían teniendo los partidos comunistas obedientes de Moscú. Tanto los grupos trotskistas y pro chinos fueron partidos, por lo general, extraparlamentarios y con escasa capacidad movilizadora.
El modelo chino se planteó como alternativo al soviético a la hora de la construcción del socialismo. Sin embargo, los dos han fracasado, aunque de maneras diferentes. El modelo soviético se derrumbó a partir de la caída del muro de Berlín, y el chino, aunque controlado el poder político por el partido comunista ha dado paso a la implantación de relaciones capitalistas y de mercado. Las alternativas reales frente al capitalismo han dejado de existir. Se debate intensamente sobre las causas del hundimiento del socialismo real. En este año en que se cumplen cien años de la revolución soviética la bibliografía sobre esto aumentará notablemente.
Se abordó, sobre todo en la década de los sesenta del siglo XX, por varios autores la naturaleza de estas sociedades. Marx consideró el socialismo como una fase de transición hacia el comunismo, cuyos rasgos esbozó en La crítica al Programa de Gotha. No se ha llegado nunca a alcanzar el ideal de la sociedad comunista, pero tampoco está claro que el socialismo que se implantó respondiera a esa fase de transición. Por ejemplo, Bettelhein, que optó por el modelo chino, consideró que en la Unión Soviética se habían restablecido las relaciones capitalistas. Por su parte Mandel, desde posiciones trotskistas, no negó la naturaleza socialista de la URSS, pero lo consideró un estado obrero burocrático y degenerado. En los dos casos, este proceso no tenía nada que ver con las propuestas de Marx.
De modo que se puede afirmar que las alternativas al capitalismo, en las que se implantaron modelos totalitarios y opresores, no llegaron a ser socialistas, tal como Marx lo había concebido, aunque tampoco en sus texto podemos encontrar demasiadas referencias a cómo tenía que ser esta fase de transición. Este fracaso no legitima ni mucho menos al capitalismo. No se puede legitimar un sistema que se basa en la explotación y sobrexplotación de la fuerza de trabajo, que genera hambre, pobreza, y desigualdades, a la vez que es depredador del medio ambiente y causante del cambio climático.
Por lo que concierne a la vía del socialismo reformista, renunció progresivamente al marxismo, y con ello también a la construcción por vía democrática de un sistema diferente al capitalismo. Las reformas económicas y sociales han supuesto un avance en los países desarrollados, pues en los otros apenas se han llevado a cabo, pero han sido el resultado de acontecimientos históricos y luchas sociales. En ningún caso se cuestiona el capitalismo y, por tanto, el nombre de partidos socialista no responde a propuestas para construir un sistema diferente al capitalista.
El socialismo pasa por malos momentos consecuencia del fracaso de los modelos denominados del socialismo real y la renuncia de los partidos socialistas a buscar alternativas al capitalismo. Esto no quiere decir que no sea necesario para acabar con todos los males de un sistema que, aunque ha obtenido grandes logros, también genera muchas privaciones a escala global que es como se desenvuelve. Los grandes retos a los que se enfrenta la economía global no pueden tener respuestas en un sistema que no solo es incapaz de combatirlos, porque entran en contradicción con los grandes intereses económicos, sino que no los puede resolver pues ese mismo sistema los genera.
Ahora bien, ¿a qué tipo de socialismo nos referimos y qué fuerzas lo pueden hacer posible? Para lo primero acepto la definición de Bunge:” En una sociedad realmente socialista, los bienes y las cargas, los derechos y deberes se distribuyen equitativamente. En otras palabras, el socialismo realiza el ideal de justicia social” (¿Tiene porvenir el socialismo? Gedisa, 2015). A lo que añadiría la justicia ecológica y la de igualdad de género. Todo en un marco democrático y de defensa de los derechos humanos.
La izquierda tiene que resaltar la importancia de la democracia y los derechos humanos, a los que ha contribuido decisivamente. Cuando surgió el Estado liberal de derecho a finales del siglo XVIII, la democracia era restringida, tanto en el derecho al voto como en los derechos políticos y sociales. Si se ha llegado hasta dónde se está es por las luchas y reivindicaciones sociales. Ahora, no obstante, se sufre una regresión tanto en los derechos como en las políticas reformistas. La posibilidad del socialismo se encuentra en retroceso sin que los partidos, sindicatos y movimientos sociales sean capaces de cambiar las tendencias actuales producto de la implantación de la globalización neoliberal.
El problema principal es, por tanto, cómo se puede llegar a ese tipo de sociedad que no se trata de que sea perfecta sino mejor que lo existente. La clase obrera sufrió una gran derrota en la crisis económica de la década de los setenta del pasado siglo. Ha dejado de ser el sujeto revolucionario tal como lo concibió Marx. Han surgido movimientos sociales de protesta y crítica de la globalización neoliberal, que pueden ser los agentes de cambio. Sin embargo, todos estos movimientos han decaído en los últimos años.
Ante la pérdida de derechos, la desigualdad, la guerra, la tragedia de los refugiados, apenas se alzan voces de protesta y desde luego no se dan las grandes manifestaciones que tuvieron lugar contra las políticas de ajuste del FMI y Banco Mundial, la globalización y el No a la guerra. Se viven tiempos de retroceso y de ascenso de los partidos de ultraderecha. Hay razones para el pesimismo, pero, sin embargo siempre queda la esperanza que las reivindicaciones y las luchas vuelvan a surgir ante el gran malestar que se está creando en la sociedad como resultado de las políticas basadas en el fundamentalismo de mercado. Hay que aspirar a que otro mundo sea posible, Otro socialismo sea posible.
De no ser así la barbarie, que siempre ha existido, se impondrá en mayor medida sobre la civilización.
De qué hablamos cuando hablamos de socialismo
23/01/2017
José Luis Zárraga
Sociólogo
Demasiados temas y demasiadas cuestiones se amontonan en este debate. Lo fundamental en él, lo que en primer lugar hay que aclarar si queremos discutir con sentido todos esos temas y cuestiones, es de qué hablamos cuando hablamos de socialismo.
Dejaré aparte otras cuestiones que se han planteado a lo largo del debate, cuestiones urgentes, que será indispensable tratar también. Las experiencias históricas de socialismo y las lecciones que debemos extraer de ellas; el análisis del capitalismo actual y de los cambios que se han consolidado en él con la crisis; y sobre todo la cuestión política práctica: cómo puede articularse hoy la alternativa socialista; cuál es la estrategia adecuada para alcanzar el objetivo y las condiciones en que es posible; cuáles serían las etapas, los instrumentos y los métodos, la organización; cuáles son las tareas en la etapa actual…; en suma, todo lo relacionado con el cómo llegar al socialismo. Aquí solo discutiré lo que diferencia esencialmente al socialismo de cualquier forma de capitalismo, porque es indispensable para avanzar en la dirección correcta. Para llegar a algún sitio es imprescindible tener idea clara de a dónde se va, a dónde se quiere ir. Si no se sabe a dónde se va, o se tiene de ello una idea equivocada, nunca se podrá llegar. El camino, desde luego, es esencial, pero es otro debate. En esta intervención no intentaré responder a la pregunta ¿qué hacer?, no porque no sea cuestión esencial, sino porque es otra cuestión, que requiere otro debate.
[Como no quiero hacer un monólogo, sino intervenir dialógicamente en el debate, lo haré, en las líneas que siguen, utilizando, tanto en lo que suscribo como en lo que discrepo, palabras e ideas de quienes han intervenido hasta ahora… Para ello, entrecomillaré las palabras de otros e indicaré entre paréntesis las iniciales del autor]
El socialismo, alternativa al capitalismo
Lo que el socialismo es (y ha sido siempre, desde sus primeros balbuceos históricos) es una alternativa al capitalismo: otra sociedad, un sistema alternativo, una lógica social y económica distinta a la de la sociedad capitalista…; más precisamente –como diría Marx- una alternativa al modo capitalista de producción. “La tarea fundamental es… formular una alternativa socialista”, “un sistema socioeconómico alternativo” (CT). El socialismo es “cuestionamiento del sistema capitalista” (JB).
La desigualdad y la explotación son consustanciales al sistema capitalista. El objetivo de ‘civilizar el capitalismo’ con una mayor regulación, o ‘domarle’ con un mayor control, es tan engañoso como el de ‘reformar el capitalismo’ que al principio de la crisis proclamaron como consigna los líderes políticos mundiales…, para someterse luego a los intereses y dictados más egoístas y salvajes del capitalismo financiero. “Intentar ‘domesticar’ o ‘humanizar’ el capitalismo es una batalla perdida de antemano; combatirlo y abatirlo es precisamente el objetivo primero del proyecto socialista” (MG): no hay una alternativa socialista que no sea anticapitalista. Por eso, es necesario traer “de nuevo al primer plano el viejo dilema: ‘Socialismo o barbarie’” (JB).
[El populismo de derechas –como el fascismo hace un siglo- es, precisamente, un simulacro de alternativa que prospera ante la falta de una verdadera alternativa al sistema, cuyo efecto es ayudar al sistema a superar una crisis sistémica…]
La ausencia del socialismo
Hoy, sin embargo, “la palabra ‘socialismo’ está ausente del debate político” (BE). El gran éxito del capitalismo ha sido devaluar, neutralizar, inhibir, borrar la idea del socialismo como alternativa, incluso “erradicar el término” (JB), y correlativamente, imponer la aceptación del sistema socioeconómico capitalista como el único posible. Lograr que nadie se atreva hoy a reivindicar “la idea de la construcción de una sociedad socialista” (MD). Es “la incapacidad de pensar más allá del capitalismo”, la idea de que “todo es posible, menos superar el capitalismo” (BF). “La sociedad occidental actual vive atrapada en el paradigma capitalista, de modo que incluso los antiguos partidos socialdemócratas se han reconvertido en social-liberales, incapaces de concebir una sociedad al margen del capitalismo” (AB)
En la perspectiva histórica, se ha logrado imponer en las conciencias el mensaje de que ‘el socialismo ha fracasado’; y, en la perspectiva del futuro, la idea de que el socialismo (entendido en sentido estricto, como sistema socialista) es imposible hoy, por “los cambios experimentados en la economía”, por “la globalización” (JAM). Por el contrario, partimos de la hipótesis de que “es factible técnicamente… y posible políticamente…”; que “sí hay alternativa, y se llama socialismo” (CT, p9, 13)
Hoy vivimos bajo la hegemonía ideológica del individualismo insolidario (BE) que ha logrado desalojar de las conciencias cualquier aspiración comunitaria. Tenemos que recuperar la crítica al sistema capitalista y los conceptos que nos permitan entender la situación actual e intervenir eficazmente en ella para cambiar el sistema
Para neutralizar la idea socialista, complementando a la pura descalificación, se ha tratado de reducirla, o bien a mero reformismo del sistema, capitalismo caritativo, o bien a mera aspiración ética, propuesta ideológica de una mayor igualdad. Se trata, en suma, si no se logra erradicar del todo la palabra ‘socialismo’ (o ‘socialdemocracia’), de vaciarla de contenido.
Por otra parte, el uso actual de ‘socialdemocracia’ en lugar de ‘socialismo’ no es inocente ni carece de consecuencias. ‘Socialdemocracia’ podría ser sinónimo de ‘socialismo’ –como lo fue históricamente-, un sinónimo para enfatizar la componente democrática esencial del socialismo. Pero no se usa así, sino para contradistinguirse del ‘socialismo’, para eliminar lo que era esencial en el socialismo histórico: la construcción de una sociedad socialista, la implantación de un sistema socialista en lugar del sistema capitalista. Llamándolo ‘socialdemocracia’ se pretende mutilar de su anticapitalismo al socialismo.
En la teoría, era necesario desahuciar a Marx, darle por liquidado y enterrarlo; en la práctica, destruir a los partidos comunistas y reorientar a los partidos socialistas en una dirección que no pusiera en cuestión el sistema. Con perspectiva histórica, hay que interpretar la ‘Tercera Vía’ de los partidos socialdemócratas como dominación de la ideología neoliberal (BE).
El socialismo no se reduce a “una gestión diferente de los marcos actualmente existentes, percibiéndolos como inamovibles y eternos” (BF), consiste en cambiar los marcos. Y para ello no basta con gobernar el Estado, acceder al poder político: eso es solo el medio (indispensable, pero insuficiente) para cambiar los marcos. Cuando decimos que el socialismo aspira a ‘cambiar el mundo’, no queremos decir solo que aspira a ‘hacerlo mejor’ (PC)…
Volvamos a la cuestión inicial: de qué hablamos cuando hablamos de socialismo. Y para responder a esta cuestión no basta con decir qué resultados –igualdad, justicia distributiva, bienestar…- habría de producir el socialismo; ni tampoco qué características políticas –soberanía popular, democracia participativa, control por la base social…- o ideológicas –solidaridad, valores…- habría de tener. Porque nada de eso, por sí solo, define al socialismo como alternativa. ¡Qué duda cabe de que el socialismo –la ideología socialista y la sociedad que el socialismo quiere implantar- es todo eso! Pero definiéndolo como si una de esas propuestas constituyeran su esencia, se confunde ideológicamente y se extravía políticamente. Y por eso hay que rechazar las concepciones que identifican la esencia del socialismo con una de ellas.
Concepciones ideologicas del socialismo
Sin duda el socialismo histórico supuso “una formulación de valores” distinta (BE) frente a los valores dominantes en la sociedad capitalista. Pero la concepción de la revolución socialista como revolución moral, de las conciencias, como cambio de valores con un sentido distinto de la vida, es insuficiente y equívoca. La lucha ideológica es un componente indispensable, pero no autónomo, de la lucha por el socialismo. La hegemonía ideológica neoliberal va inseparablemente unida a una sociedad cuyas prácticas sociopolíticas y económicas están gobernadas por el neoliberalismo. Ni basta –ni es posible- cambiar las conciencias sin cambiar las prácticas.
La cuestión de la ‘centralidad del individuo’, ‘colocar al individuo en el centro [del] proyecto histórico [emancipador]”, que plantea PC, es confusa, porque la propia noción de ‘individuo’ lo es. ‘Individuo’ es una noción ideológica que no se reduce a ‘ser humano’, sino que enfatiza una condición monádica que es a la que reduce al ser humano la ideología propia de un determinado sistema social, contra una condición comunitaria, solidaria. Por eso es confusa y contradictoria la idea de un ‘socialismo del individuo’.
Vale la identificación del socialismo con la democracia –que se hace en muchas intervenciones-, pero solo si se asume una concepción de la democracia que va mucho más allá del ámbito restringido que tiene el concepto en nuestra sociedad, para referirse a “la soberanía del pueblo para decidir sobre [todos] los asuntos comunes, entre los que se encuentran, como es obvio, los relativos a la producción, la distribución y el consumo de bienes para satisfacer las necesidades humanas” (MR).
Lo mismo sucede con la identificación de ‘socialismo’ con ‘igualdad’, con “la primacía del valor igualdad” (JF). Lo característico del socialismo no es la igualdad política, valor que –como el de la libertad- le precede y presupone. Pero tampoco la igualdad económica. La lucha contra la desigualdad es, desde luego, una parte esencial del proceso de lucha por el socialismo, y un resultado irrenunciable en la sociedad que el socialismo quiere construir. Pero el socialismo no es una “estrategia para ganar igualdad” (JH), ni su objetivo estratégico es la redistribución de rentas y la redistribución de la riqueza. El socialismo no es una cuestión de ‘redistribución’, aunque, desde luego, conlleve redistribución de rentas y de riquezas. Ese objetivo, por sí solo, será siempre o insuficiente o imposible sin cambio sistémico, si no resulta de una ‘democratización de la economía’, en el sentido más fuerte de “recuperar la decisión colectiva y compartida sobre la economía” (JH).
También es muy equívoca la identificación del socialismo con el ‘estado de bienestar’ (BE). Desde luego, la sociedad socialista ha de ser un ‘estado de bienestar’, pero eso no es lo que la define esencialmente frente a las sociedades capitalistas. Que “el socialismo son patatas”, es decir, que ha de ser un sistema económico que garantice condiciones de vida dignas a todos (BE), es obvio, como condición necesaria. Pero como objetivo político es algo que proclaman hoy todos, desde la derecha a la izquierda, sin que signifique nada.
Como no significa nada tampoco la identificación del socialismo con el ‘binomio ‘justicia social y democracia’, como expresión sintética de los principios y valores que representaría, porque no hay nadie en el escenario político actual que no suscriba semejante objetivo.
Concepciones economicistas del socialismo
En el plano económico se dice frecuentemente que el socialismo ha de ser la integración de Estado y mercado “como elementos complementarios” (BE). Pero no es posible realmente tal ‘complementariedad’. En el sistema capitalista, el mercado –no el imaginario mercado regulador de la oferta y la demanda de mercancías de la ideología económica liberal, sino el de los movimientos, reales y especulativos, de los capitales en busca de su máxima valorización- es siempre lo determinante en última instancia. En el sistema socialista, el papel del mercado solo puede ser el del mecanismo de ajuste final de la distribución del producto social; no es ‘complementario’, sino subsidiario. Una versión alternativa a la de la ‘complementariedad’ es la del supuesto ‘socialismo de mercado’, que con razón se califica de “oximoron sin remedio” (MR).
También en ese plano de lo económico se habla de una construcción ‘molecular’ del socialismo bajo el capitalismo (IM). Equívoca propuesta y de dudoso significado. Como estrategia puede ser válida; no como ideología, como concepción del socialismo, porque se funda en la engañosa idea de que es posible ‘coger lo bueno de los dos sistemas’, una idea que, en la práctica, no significa nada más que mantener en esencia el sistema dominante y renunciar a cambiarlo radicalmente. Pero “el socialismo será anticapitalista o no será” (MR).
Por último, se propone la ‘propiedad de las empresas’ como clave del socialismo, ‘sinónimo de socialismo’ (BE, JAM), entendiendo la ‘democratización de la economía’ como ‘democratización de la propiedad de la empresa’ o ‘democratización del gobierno corporativo’. Pero mientras la ‘empresa’–con independencia de quien sea su propietario, individual, privado colectivo, cooperativo, público o estatal- siga sometida al marco económico del sistema capitalista seguirá funcionando como una empresa capitalista, por muy democratizada que esté su propiedad, y ello, sobre todo, porque no podrá funcionar eficazmente de otra forma… La ‘toma de decisiones democrática’ sobre la economía que caracteriza al socialismo no puede producirse (ni solo ni prioritariamente) al nivel de la empresa, sino al nivel de la sociedad, en todos sus ámbitos (de la comunidad local al Estado). [Por otra parte, ¿qué sentido tiene este planteamiento en un mundo en el que las empresas han dejado de ser propiedad de quienes las dirigen y gestionan, para serlo cada vez en mayor grado de capitales financieros puros…?]
De qué hablamos, en fin, cuando hablamos de socialismo…
En el discurso socialista histórico siempre ha ocupado un lugar central la idea de ‘emancipación’, del socialismo como ‘proyecto emancipador’ (EGM)… Sin duda, pero ¿de qué emancipa la emancipación socialista? ¿De todo ‘poder despótico’? Pero ¿en qué consiste y dónde está la clave del ‘poder despótico’? En la explotación: la explotación del hombre por el hombre es aquello de lo que el socialismo ha buscado emancipar. El capitalista es el sistema de la explotación de una mayoría por una minoría que posee el control de los recursos económicos clave, a través del trabajo asalariado y de la primacía del interés individual y el beneficio privado.
Frente al sistema capitalista, como alternativa sistémica, el socialismo es la primacía de la política sobre la economía, la planificación democrática de los objetivos de la producción social, para garantizar una atención a las necesidades de la población que haga posible la realización plena de todos y un desarrollo ecológicamente equilibrado; supone la asignación por la sociedad de los recursos adecuados a ello y la fijación colectiva de los principios y criterios del uso del común y del reparto del producto social. Ello requiere sin duda una “redistribución radical del poder” y ha de conllevar la eliminación progresiva de “todas las formas sociales y estructurales de poder despótico” (EGM).
Que tal alternativa no esté, ni mucho menos, al alcance de la mano; que las dificultades sean enormes y el resultado incierto; que solo a través de etapas y de luchas concretas de muy diversa naturaleza se pueda ir avanzando… Todo ello es cierto, pero tan cierto como ello es que si no concebimos el socialismo como una alternativa sistémica al capitalismo, marcharemos –como las ‘terceras vías’- en la dirección contraria.
Sindicalismo y socialismo
16/01/2017
lluisraeco
Economista y sociólogo
¿Cómo puede el sindicalismo ayudar a construir otro modelo social? Sin duda el núcleo vertebrador de la acción sindical es la negociación colectiva. Dos ideas al respecto. Por un lado, la orientación de la política sindical y los contenidos sustantivos de negociación colectiva hacia objetivos de política económica de altos salarios y pleno empleo. Las dos reivindicaciones clave del movimiento sindical vasco cómo salario mínimo de 1200 euros mensuales y jornada laboral máxima de 35 horas semanales, deben integrarse para mejorar las condiciones de vida con la generación y reparto del empleo. Por otro lado la introducción de contenidos de negociación colectiva instrumentales de control sindical económico en las empresas y sectores, esto es, promover la democracia económica en las empresas capitalistas con ampliación de derechos de información, consulta y control sindical de los procesos productivos, de inversión y posterior generación de empleo. Esta mirada hacia los contenidos instrumentales de la negociación colectiva permite avanzar hacia mayor capacidad de control de los procesos de inversión, producción y distribución. Asimismo un mayor control sindical de la producción y finanzas empresariales permite limitar el fraude económico, fiscal y a la seguridad social en el que incurren las empresas capitalistas cuyos impactos sociales son demoledores tal como vienen exponiendo estudios realizados por expertos economistas desde la UPV/EHU para Euskadi.
La acción sindical cotidiana, la de las secciones sindicales en los procesos de negociación colectiva, tiene mucho de los valores y fundamentos de la economía social y del socialismo autogestionario necesario para el S.XXI. Los procesos de militancia sindical orientados a la expansión de derechos se cimientan en una adecuada recopilación de información económico-financiera, productiva y laboral de las empresas para sustentar los procesos negociadores, en una colectivización entre las plantillas de las reivindicaciones dirigidas a los empresarios y la patronal, así como en la articulación de fórmulas solidarias de acción colectiva y huelga indefinida con apoyo de caja de resistencia que es sin lugar a dudas un mecanismo financiero colectivo de solidaridad sindical. Ese poder sindical como herramienta democratizadora de una empresa o sector, es la antesala a modelos de economía social y democracia económica. Esto si cabe es más evidente en procesos de reestructuración y crisis empresarial dónde la recuperación de empresas para su posterior laboralización o cooperativización se torna cómo acción estratégica imprescindible para defender las condiciones y nivel de empleo así como la estructura industrial del país, precisamente cuando los poderes político y económico están promoviendo todo lo contrario. Ahí la práctica sindical previa es imprescindible para acometer con garantías dichas experiencias.
Euskal Herria tiene un privilegiado potencial, fraguado en décadas de luchas obreras y construcción de alternativas económicas, para la configuración de un potente marco autónomo de economía autogestionaria y lucha de clases. En el marco de esa confrontación por el desacuerdo total con los mecanismos capitalistas y como expresión de la conciencia colectiva de la clase trabajadora vasca, es imprescindible dirigirse a una sociedad de personas y pueblos libres y responsables realizable en un socialismo en el que los medios de producción, de consumo y de cultura, estén en manos y al servicio de las personas trabajadoras, en una auténtica democracia económica. Ello pasa necesariamente por qué el movimiento obrero y sindical establezca fuerte conexión entre acción sindical y los procesos dirigidos a la socialización de los medios de producción y consumo, además de una alianza permanente entre la economía social y el sindicalismo de contrapoder. En palabras del sindicalista irlandés James Connolly en un artículo de 1908 titulado “Sindicalismo industrial y socialismo constructivo”… a la vez que incrementa el poder de resistencia del trabajador contra los abusos actuales de la clase capitalista, lo familiariza con la idea de qué el sindicato que contribuye a construir está destinado a suplantar aquella clase en el control de la industria dónde trabaja.
De la necesaria reconstrucción del proyecto emancipador del socialismo para el S. XXI: ¿’Quo vadis’ socialismo?
09/01/2017
Eduardo González de Molina Soler
Sociólogo y politólogo
“El hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso” (Marx, 1875).
¿Qué significa hoy la libertad o la igualdad para un socialista? ¿Cómo definimos hoy el socialismo? Son interrogantes que hoy en día difícilmente son (bien) respondidos: la deriva ideológica del socialismo ―fruto de la derrota histórica del movimiento obrero― es de tal calibre, que la confusión y desorientación entre nuestras filas hace peligrar el necesario renacimiento del proyecto emancipador del socialismo para el S.XXI.
La primera condición en la defensa de un proyecto alternativo de sociedad pasa por la valoración de su deseabilidad normativa. Habida cuenta que los principios y los horizontes deben permanecer a la vez que los métodos y estrategias deben adecuarse a los tiempos siguiendo la máxima marxista del «análisis concreto de la situación concreta»; si queremos renovar el socialismo y adaptarlo al S.XXI, debemos recuperar el núcleo normativo original de lo que fue la tradición socialista decimonónica, heredera de la democracia fraternal republicana. A esa empresa dedicaré este modesto artículo con el objeto de contribuir ―en el turbulento contexto histórico actual― a refortalecer, para el Reino de España, el programa pancivilizatorio del socialismo.
Pero antes de entrar en materia, se debe hacer una imprescindible apreciación histórica (i): por un lado, dado que la fórmula del «socialismo realmente existente» de estatalizar (ii) los medios de producción, fruto de la planificación centralizada organizada y difundida como modelo por Stalin a partir de los planes quinquenales en la URSS (1928), ha fracasado. Y por otro lado, la fórmula socialdemócrata de «constitucionalizar» (iii) la empresa —es decir, embridar legalmente a la empresa «absolutista» a través del derecho laboral moderno—, resultado del «pacto social de posguerra», donde a partir del Tratado de Detroit (1943) se renunció a la democracia económica e industrial a cambio del reconocimiento oficial del papel de los sindicatos en la negociación colectiva (Domènech, 2013), parece en declive habida cuenta de las contrarreformas laborales, la desprotección creciente del mundo del trabajo, la desafiliación, etc. (Harvey, 2007).
Entonces, ¿es el socialismo un proyecto agotado y fracasado? ¿Queremos realizar un revival acrítico de ambos modos de entender y ejecutar el socialismo? O, es que quizás, ¿estos dos modelos de socialismo no fueron realmente el proyecto pensado por el socialismo originario? Veremos ahora por qué, en efecto, se abandonó el proyecto fundamental de la democratización de la empresa o lo que es lo mismo, la socialización ―que no estatalización― de los medios de producción.
Para no volver a repetir las desviaciones normativas y los errores tanto del socialismo real como de la socialdemocracia de posguerra, partamos de la recuperación normativa de los conceptos republicanos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, liberándolos del secuestro conceptual mainstream del liberalismo que tanto daño nos ha hecho. Si no extirpamos de nuestra actual concepción la «libertad como no-interferencia», donde X es liberalmente libre si nadie interfiere en su conjunto de oportunidades, es decir, si vive en “ausencia de constricciones”, podríamos caer en la trampa liberal de decir que existe un trade-off entre libertad e igualdad o que cualquier ley ―independientemente de la forma de Estado y el proceso legislativo para promulgarla― nos reduce nuestra libertad, produciendo que nos quedemos sin argumentos normativos ante, por ejemplo, la defensa de una política redistributiva.
¿Qué es entonces la libertad republicana? En la «libertad como no- dominación» X es republicanamente libre si no es dominado por nadie, bien sea un déspota privado o público, es decir: si de iure y de facto puede autogobernarse tanto en la vida privada como en la vida pública. Esto nos da las pistas para captar las condiciones exigentes de la libertad: para ser libre, (a) se debe poder ejercer el «gobierno de sí», de iure, es decir, desde el ámbito formal significa existir civilmente, ser sui iuris (sujeto de derecho): autónomo, independiente, dueño de sí mismo; (b) se debe poder ejercer el «gobierno de sí» de facto, es decir, desde el ámbito material significa tener la condiciones de existencia garantizadas, para no ser interferido arbitrariamente, para no depender de otro, o en términos de Marx, para poder vivir sin el permiso de otros; por último, (c) se debe poder ejercer el «autogobierno colectivo», que alude a la dimensión social y colectiva de la libertad en tanto que vivimos en sociedad y debemos construir una comunidad política que se dote de un gobierno para gestionar los asuntos comunes. Porque sólo en condiciones democráticas, cuando la sociedad civil se dota de leyes a través de sus representantes ―como agentes fiduciarios―, éstas no restringen su libertad dado que esas leyes se consideran interferencias no-arbitrarias. Estas tres condiciones son inseparables: deben darse a la vez para alcanzar la libertad republicana.
Si consideramos la libertad desde la tradición republicana, la igualdad se nos torna muy distinta a una igualación económica pura ―una quimera que el mismo Marx criticó―. No se trata de eso, la igualdad significa reciprocidad en la libertad, es decir, que seamos igualmente libres y para ello necesitamos no sólo la igualdad ante la ley, sino que las desigualdades materiales no sean tan altas como para que «nadie sea tan rico como para poner a otro de rodillas ni nadie sea tan pobre como para tener que arrodillarse ante otro» (Rousseau, 1762: 48), y que tampoco sea tan alta la desigualdad como para que la acumulación de capital permita a los ricos disputar con éxito a los poderes públicos su derecho inalienable a determinar el bien común. Por tanto, los márgenes de la desigualdad estructural que debemos permitirnos son reducidos pero no son cero. Y por último, la fraternidad republicana ―que parte de una metáfora familiar―, implica la universalización de la libertad republicana. Es el sello distintivo del republicanismo democrático frente al republicanismo oligárquico, en donde «emanciparse» ―¡otra metáfora familiar!― de la tutela paterna significa «hermanarse», es decir, dejar de vivir bajo la tutela de mi señor para convivir fraternalmente con mis hermanos emancipados. En definitiva, de lo que se trata es de universalizar la libertad republicana, de elevar de iure y de facto a todas las clases subciviles —los alieni iuris— a la sociedad civil, para que todos participen libre e igualmente en el autogobierno colectivo (Domènech, 2004).
Ahora, sabiendo bien el significado profundo de la tríada republicana ¿Qué es el socialismo? Una definición de consenso para el movimiento obrero decimonónico —anarquistas, comunistas, socialistas, sindicalistas— fue redactada por Marx (1866) y aprobada en el I Congreso de la I Internacional: el socialismo sería el “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”, es decir, un sistema de gobierno republicano en donde deja de existir la relación capital/trabajo, dado que los ciudadanos son igualmente poseedores de los medios de producción, igualmente propietarios, igualmente independientes. Algo poco conocido es que el mismo Lenin interpretó correctamente el núcleo normativo socialista: en un artículo en Pravda (1923) ―convenientemente olvidado por Stalin―, a pocas semanas de fallecer escribió lo siguiente:
“a partir de la Revolución de Octubre e independientemente de la Nep (…) siendo la clase obrera dueña del poder del Estado y perteneciendo a este poder estatal todos los medios de producción, en realidad sólo nos queda la tarea de organizar a la población en cooperativas. (…) “Sólo” eso. No necesitamos ahora ninguna otra clase de sabiduría para pasar al socialismo (…) cuando los medios de producción pertenecen a la sociedad, cuando es un hecho el triunfo de clase del proletariado sobre la burguesía, el régimen de los cooperadores cultos es el régimen socialista” (414-415).
El objetivo del socialismo es, más que la redistribución de la riqueza para reducir las desigualdades, la redistribución radical del poder. En este sentido, el socialismo busca al mismo tiempo eliminar todas las formas sociales y estructurales de poder despótico en pos de alcanzar la anhelada liberación. Para el socialismo habría una relación isomórfica de poder despótico-patriarcal en la familia, en la propiedad privada —el capital—, en el Estado y en las relaciones internacionales entre potencias y pueblos. Esto nos llevará a entender las cuatro tareas normativas que nos ha legado el socialismo ilustrado y que a mi juicio siguen representando las tareas fundamentales para el S.XXI, aunque no debamos usar hoy en día, ni los mismos métodos ni las mismas estrategias pretéritas (Domènech, 2013).
1. Hay que combatir el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos por “familia” ―la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y los niños―. Para conseguir que nuestro hogar se convierta en la «República independiente de nuestra casa» es imprescindible conseguir la efectiva emancipación de la mujer. Las políticas de garantías de ingresos ―la RBU y el acceso al mercado laboral―, de reparto del trabajo ―reducción de jornada laboral y corresponsabilidad― y el desarrollo del IV pilar del Estado del Bienestar ―escuelas infantiles y servicios de cuidados― permitirán garantizar las condiciones para el ejercicio de la libertad y la igualdad entre los hombres y las mujeres en el seno del hogar.
2. Hay que combatir el despotismo de unos patronos incontrolables fiduciariamente por los trabajadores, por los consumidores y por el conjunto de la ciudadanía. Sólo a través del impulso de políticas que reduzcan la interferencia arbitraria de los empresarios sobre sus empleados ―refortaleciendo el derecho laboral y la negociación colectiva―, el impulso del modelo empresarial cooperativo (la
«República laboral») como nuestro modelo ideal ―a través del fuerte apoyo al sector de la economía social y los comunes―, la democratización del control sobre la inversión ―los fondos de inversión controlados por trabajadores―, una política de garantía de ingresos ―RBU― y la reducción de la jornada laboral, se conseguirá la efectiva emancipación del trabajo frente al capital.
3. Hay que combatir el despotismo del Leviatán, dado que la relación despótica de hombre/mujer y de capital/trabajo tiene también un isomorfismo en la relación estatal monarca/súbdito. Por esta razón, de lo que se trata es de eliminar esa forma despótica de Estado — independizada de la sociedad civil— y sustituirla por una «República Social» que suprima la dominación de clase con unos órganos elegidos, controlables fiduciariamente y deponibles por voluntad del pueblo. Para ello será necesario la mayor democratización del Estado —hacia una democracia participativa—, el aumento del control ciudadano sobre los representantes —mejorando los mecanismos de accountability, de checks and balances, con revocatorios, etc.— y la participación ciudadana en el diseño e implementación de las políticas públicas —la coproducción de las políticas—.
4. Por último, hay que combatir el despotismo de las potencias extranjeras en su injerencia en los asuntos internos de los países dominados, reproduciendo la división internacional del trabajo. Para garantizar la soberanía de los pueblos, el socialismo reformuló la vieja consigna de la
«República Cosmopolita» a través del fraternal «internacionalismo proletario», quedándonos como tarea imprescindible relanzar una nueva Internacional —el DIEM25 puede ser un buen comienzo a nivel europeo— y una nueva agenda geopolítica para la izquierda —el ITF, la defensa de los DD.HH., el impulso de nuevos marcos de cooperación internacional como la red de ciudades, la lucha contra el cambio climático, etc—.
Para convertir estas ideas en propuestas y plasmarlo en un programa de gobierno, existe una condición previa: necesitamos tener clara una teoría de gobierno, algo que, como nos indicó Foucault (1979), en la teoría socialista brilla por su ausencia:
“lo que falta en el socialismo no es tanto una teoría del Estado sino una razón gubernamental, la definición de lo que sería en el socialismo una racionalidad gubernamental, es decir, una medida razonable y calculable de la extensión de las modalidades y los objetivos de la acción gubernamental (…) [por tanto] no hay racionalidad gubernamental del socialismo (…) si hay una gubernamentalidad efectivamente socialista, no está oculta en el interior del socialismo y sus textos. No se la puede deducir de ellos. Hay que inventarla” (127-120).
Habida cuenta que la praxis gubernamental de la socialdemocracia de posguerra se insertó al interior de la gubernamentalidad liberal, como contrapeso y correctivo de sus peligros internos, mientras que el socialismo real adoptó una gubernamentalidad de Estado policial, donde “el socialismo funcionó como la lógica interna de un aparato administrativo” (Ibíd), nos resulta imprescindible desarrollar teóricamente un arte de gobierno socialista verdaderamente autónomo que nos permita tener una guía para iniciar un proceso de transición al socialismo en condiciones democráticas.
En conclusión, si queremos hacer realidad el núcleo normativo del proyecto socialista, es condición necesaria tener unas organizaciones sociales, sindicales y políticas, que a través de think tanks progresistas, centros de investigación y fundaciones evalúen la viabilidad técnica, económica y jurídica de las propuestas y construyan un programa de gobierno sólido ―con una teoría de gobierno que lo sustente― que plasme, en un conjunto articulado de políticas públicas, los principios normativos considerados. Ese proyecto de gobierno tiene que tener la capacidad de ser hegemónico, de instaurarse en sentido común y ayudar a construir un sujeto colectivo mayoritario —el pueblo—, que lo haga factible políticamente. ¿A que espera el espacio político de Unidos Podemos a ponerse manos a la obra?
Notas:
a. Por supuesto, esta pequeña abstracción histórica de la “fórmula socialdemócrata y comunista” del siglo XX, cae en una simplificación (necesaria por la escasez de espacio) en donde no fueron exactamente “modelos teóricos” de pizarra linealmente establecidos, sino el resultado o la cristalización de luchas, combates, correlaciones de fuerza, realidades históricas contingentes, etc.
b. Hay que recordar la gran diferencia entre «estatalizar» los medios de producción y «socializar» los medios de producción, habida cuenta que el modo de estatalización de la URSS y del resto de países del socialismo real impuso una dominación despótica sobre los propios obreros: se intercambió la dominación burguesa de clase por la dominación burocrática de una «nueva clase» (Djilas, 1957).
c. Esta triple metáfora de «constitucionalizar», «absolutizar» o «democratizar» la empresa proviene de un isomorfismo entre el modo de organizar y regular el poder en la familia = el modo de organizar y regular el poder en el Estado = el modo de organizar y regular el poder en la empresa (Domènech, 2004).
Eduardo González de Molina es sociólogo y politólogo por la Universidad Carlos III de Madrid. Actualmente está cursando un Máster en Políticas Públicas y Sociales por la Universidad Pompeu Fabra y la Johns Hopkins University y trabaja como asesor técnico para la Dirección de Planificación e Innovación del Área de Derechos Sociales del Ayuntamiento de Barcelona.
La senda de la transición
06/01/2017
Enrique del Olmo
Sociólogo
Cuando Bruno Estrada propuso en Espacio Público un Debate sobre el Socialismo del siglo XXI, todos nos quedamos un poco sorprendidos pero a la vez alabamos el valor de plantearlo y la necesidad de empezar a abordarlo.
Ahora con la ventaja de que otros ‘valientes’ se han tirado a la piscina, intento aportar una visión en relación a algunos temas, visión por supuesto parcial, incompleta e inconclusa.
Las aportaciones realizadas por otros amigos, han avanzado muchas piezas extraordinariamente interesantes del puzzle de recomposición del fragmentario big bang de los conceptos y las prácticas del socialismo. Además frente a un pensamiento que entre finales del XIX y del XX fue capaz de convertirse en un sistema cerrado con respuesta completa a casi todos los avatares de la dinámica de las sociedades y en muchos caso de la vida misma de las personas, nos encontramos con la enorme dificultad, casi imposibilidad, para generar un pensamiento holístico capaz de armarnos de seguridades y de caminos firmes sobre los que andar. Damos paso así a un periodo lleno de fragmentos, de componentes, de conceptos y también de sujetos que no tienen referencia histórica (aunque si lecciones de la historia) y que nos obligan a manejarnos en los vaivenes de la incertidumbre, la inexistencia de modelos y la imperiosidad de un pragmatismo de altísimo contenido estratégico (es decir, donde una decisión aparentemente cotidiana, condiciona la marcha de los acontecimientos futuros de forma muy marcada).
Programas acabados o guías de conducta:
El socialismo se define por lo que es en sí mismo (definición en positivo) y también por lo que es en contraposición al sistema capitalista (definición negativa). Mientras el socialismo a finales del Siglo XIX y primeros 30 años del XX (hasta el dominio del estalinismo), las dos definiciones andaban a la par, y se hacía crítica de lo existente (con todas la diferencia y matices entre las diversas corrientes del pensamiento socialista) pero también se proyectaban esas “sociedades de papel” de las que hablaba la socialdemocracia alemana como los modelos utópicos o de futuro de una sociedad donde prevaleciese la igualdad, la libertad y la fraternidad. En el convulso mundo actual, se desarrolla y se avanza en la crítica del capitalismo realmente existente, se desarrolla el análisis de la crisis de la globalización desregularizada, del peso de la economía financiera, de la desregulación del trabajo, de la desigualdad social, del estallido del Estado-nación, de la persecución de las mujeres, de la crisis existencial del planeta, de las guerras territoriales, de las migraciones, del yihadismo, de la xenofobia, de la pobreza mundial, en definitiva de la crisis de civilización a la que asistimos, pero resulta especialmente arduo diseñar un panorama futuro hacia el que dirigirse, e incluso a veces uno se llega a preguntar cuál es la utilidad de tal ejercicio. Por eso me parece mucho más adecuado, en el momento actual, al diseñar el futuro mientras vamos avanzando. Partamos de unos conceptos-guía (que incluyen objetivos, reivindicaciones, valores, principios, normas de conducta), que identifiquen la senda por la que avanzar, los rumbos que haya que torcer frenando a los poderosos y la gradación de objetivos que haya que cubrir. Algunos de estos conceptos-guía han sido señalados y abordados por este debate en Espacio Público, y aún más forman parte de un acervo común de millones de personas que aspiran a un mundo diferente:
a) La contradicción capital-trabajo y como se manifiesta en el capitalismo desregularizado que huye como la peste del acuerdo y la concertación social que usa el extraordinario salto tecnológico para desvalorizar el factor trabajo.
b) El carácter internacional y transnacional del conflicto y de los conflictos, la imposibilidad de un repliegue proteccionista y la necesidad de abordar la gobernanza de la globalización.
c) La incorporación plena de la mujer al gobierno del mundo y la lucha permanente contra la segregación y persecución por razones de género.
d) La destrucción de nuestro mismo habitat, el conflicto entre capital y biosfera del que habla Joan Herrera.
e) La lucha contra la desigualdad contra la contradicción exacerbada de la riqueza en el menos del 1% de la población y el mal vivir de una gran parte de la población mundial.
f) La revisión de los sistemas políticos nacionales y transnacionales; el ejercicio de la democracia en todos sus aspectos incluyendo la profunda revisión de la relación entre representantes y representados.
En esta situación de dominio omnímodo de la minoría poderosa, que restringe y casi anula la democracia, donde sus intereses enloquecidos por detener la tendencia a la baja de la tasa de ganancia nos traen guerras y destrucción de la biosfera. Resulta difícil imaginar un escenario alternativo y de construcción positiva. Sin embargo también los ciclos de movilización social en los últimos 25 años nos han deparado momentos de cambio y de nuevas expectativas: Latinoamérica, 15-M, primavera árabe, resistencias al austericidio en Europa,… a veces han sido episódicos o han acabado en frustración o derrota, pero esos levantamientos han marcado también un componente del futuro.
Un sistema mundial sin capacidad de legitimización
Vivimos en un periodo donde la capacidad de absorción de las reivindicaciones y los conflictos es mínima por parte de los sistemas imperantes, los cuales a su vez son cada vez más cuestionados por la mayoría de la población. (Guerra de los ricos contra los pobres como la definió Warren Buffet) Estamos en una fase donde el pacto social, los acuerdos institucionales la construcción compartida, los repartos de cargas ante la crisis han desaparecido del escenario mundial. La implantación de la intransigencia de los poderosos y sus representantes políticos directos o cooptados es la norma, el ejemplo de Grecia y la troika es de lo más sangrante desde todo punto de vista que pueda haber. Y la razón de la intransigencia no es consecuencia de la imposibilidad económica sino del castigo ejemplarizante a los que buscan otra vía. La voracidad en la transferencia de rentas de abajo a arriba no para. Esta inexistencia de márgenes nos abre una expectativa en el desarrollo de movimientos de resistencia y de contestación de importante alcance, y es al calor de ellos de esta movilización que surgen y surgirán la apertura de ventanas de oportunidad de cambio.
Aunque sea difícil marcar con claridad una senda hacia otro tipo de sociedad, denominémosla, socialista, lo que sí aparece como clave es la capacidad de movilización de las sociedades en una senda de cambio, que además eluda la capitalización por la extrema derecha, la xenofobia o el nacionalismo excluyente. Creo que lo que hay que rescatar es las dinámicas transicionales que se abren a escala universal, ante las sucesivas explosiones que el sistema actual de acumulación y dominación provocan.
La potencia de lo obvio
Owen Jones definía el momento actual como “unos años 30 light”, no es mala la definición, pues al final de esos años 30 y en una situación no tan light: Hitler al borde de invadir Polonia, la Republica española dando sus últimas boqueadas, Mussolini ocupando Abisinia, Chamberlain y Daladier pactando con Hitler, Stalin acelerando la eliminación de la vieja guardia bolchevique… El mundo se debatía en un horizonte oscuro que condujo a la II Guerra Mundial. En esos momentos, 1938 León Trostky con sus colaboradores presentó el Programa de Transición, donde fue capaz de situar las consignas y los programas en función no de una valoración ideológica previa, sino desde el punto de vista de su capacidad movilizadora. No entro a debatir si la “escala móvil de salarios y horas de trabajo” era plenamente socialista o no, sino la formuló como un instrumento de lucha y movilización de la clase obrera frente a la crisis capitalista y la necesidad de defensa de los trabajadores. En el mundo actual reivindicaciones en si mínimas tienen una potencialidad extraordinaria como palanca de movilización y de cambió de la situación. Por ejemplo las 21 reivindicaciones más votadas en el 15-M, casi ninguna superaba el umbral del sistema y del régimen existente. Aún más de las 21 medidas 17 hacían referencia a cambios en el sistema institucional y político, es decir NO costaban dinero¡ Y sin embargo el sistema y las élites no han sido capaces de asimilarlas, más allá de los discursos de coyuntura cuando todavía estaban acogotados por la fuerza de la movilización y la simpatía que generaban en la amplísima mayoría de la población. Hoy asistimos en nuestra aldea local hispana, como se trabaja para desmontar pieza a pieza lo que hace sólo tres años era un clamor mayoritario. Voy a poner dos ejemplos para ver el potencial que tienen algunas de las reivindicaciones que están al nivel de calle:
La dación en pago. Esto parece para cualquier persona normal, algo de pura lógica y razonabilidad. Yo compro mediante una hipoteca una casa, y en un momento dado no puedo pagarla y me veo en la obligación de entregar la vivienda en función de la hipoteca que no puedo cubrir. Se recupera el bien y en teoría punto final. Sin embargo no solo pierdo la casa sino que además tengo que seguir pagando algo que no tengo, es decir mi impago no supone una sanción económica, sino que ato mi suerte a un bien que nunca utilizaré. Pues esto que es tan de Perogrullo, sin embargo se ha transformado en una batalla encarnizada desde hace cerca de 8 años donde gracias a la PAH no sólo se ha mostrado la intransigencia absoluta de la banca, sino el soporte que los partidos de gobierno, primero el PSOE y luego enfáticamente el PP han prestado a esta práctica antisocial y antieconómica. Sin embargo la dación en pago pervive no sólo en la conciencia de la gente, sino en los retos de los partidos políticos tiene por delante. No cuestionan el sistema capitalista pero frenan los procesos de usura y latrocinio que el capital financiero infligen a las poblaciones. Otro caso reciente las cláusulas suelo.
La reforma del sistema electoral: Esta que ha sido una petición realizada por partidos minoritarios (IU y UPyD) desde hace varias décadas, incluso con un informe favorable al Consejo de Estado de los profesores Montero y Riera, se transforma en una demanda activa para la mayoría de la sociedad al calor del 15-M. Tanto es así que el PSOE de Rubalcaba la asume en 2012 diciendo que quiere un sistema parecido al alemán (para luego hacerla desaparecer en el 2015), y todos los partidos con diferente alcance, excluyendo al PP que la quiere reformar en sentido inverso, la incorporan tanto en sus programas, como en sus pactos (paniaguada en el acuerdo Cs-PSOE, y cuasidesaparecida en el acuerdo Cs-PP) o en el voto conjunto (PP-PSOE-Cs) en contra de la reforma en 2016. Una simple reforma institucional no es capaz de ser asumida por las elites políticas, juegan y maniobran hasta que desaparezca la presión social. Una reivindicación democrática de proporcionalidad y mejora de la relación entre electores y elegidos, no puede ser asumida en el momento actual por el sistema.
Como se verá no se está hablando de medidas de carácter socialista sino de justicia, reequilibro y derechos y el potencial de las mismas se convierte en factor de movilización y de cambio.
Un tiempo sin sujeto claramente identificable
Otro factor que obliga a una reflexión en tiempos de cambio y transición es el tema tan controvertido del sujeto histórico y por ende del sujeto político. Del largo siglo de certezas donde la clase obrera y los partidos de izquierdas (socialistas y comunistas) ocupaban este espacio, al momento actual donde la modificación de las condiciones de trabajo y de la estructura productiva por un lado y la desagregación de las clases medias creadas en el periodo de bonanza, generan un magma ciudadano o popular cuyos contornos económicos son más confusos, en unos casos por no alcanzar niveles de ingresos mínimos y en otros por la sensación de “privación relativa” (perdida de posición social) lo que provoca la irrupción en la acción colectiva de nuevos sectores que se agrupan alrededor no de programas políticos acabados sino de fragmentos reivindicativos de gran profundidad. Ello genera protagonismos sociales cambiantes sino se acaban estructurando en movimientos políticos, que no tienen ni el dominio, ni la hegemonía de otros tiempos, y que se juegan su peso y su poder día a día, mostrando consecuencia, inteligencia, utilidad y fortaleza. Estamos por lo tanto en un periodo donde los movimientos y alternativas están sometidas a gran turbulencia y donde los manejos de los tiempos de maduración son decisivos. Se ha hablado mucho en estos tiempos de transversalidad y dicha definición tiene una enorme parte de realidad. Movimientos con un bajo perfil de acotamiento político pero con una enorme carga de cuestionamiento de poder por sus mismos motores reivindicativos. Sin embargo esta transversalidad no tiene por qué negar los elementos políticos e ideológicas de los diversos componentes ni mucho menos (por eso es tan absurda la discusión sobre si trasversal o de izquierdas), lo que si pone en primer término es el carácter plural y democrático, y con diversos rangos de radicalidad del cambio. El eje divisorio como señalo en una ocasión José Ramoneda, no son las adscripciones políticas e ideológicas presentes o preexistentes, sino la voluntad y firmeza de promover cambios y llevarlos a cabo. Y llevarlos a cabo significa capacidad de gestionar lo institucional y los ámbitos de gobierno alcanzados, en la misma dirección que el movimiento condujo a “lo nuevo” y este último no es un tema menor. Si el cambio se paraliza en las tramas y trampas de un engranaje (el jurídico-legal) hecho para el inmovilismo y no para el cambio, el fracaso estará garantizado. Al querer ejecutar políticas que deterioren los engranajes reales del poder aparecerán los auténticos y oscuros detentadores del mismo sin ninguno escrúpulo, ni ética para mantenerlo. Este es un tema esencial: la gobernanza del cambio que está muy poco presente en el debate político y que sin resolverse a todos los niveles se garantizará el fracaso de las “olas de cambio”:
Quizá apostar por el proceso sea un poco bersteniano “el movimiento lo es todo”, pero en situaciones de tan pocas certezas es preferible abrir camino y desbrozar sendas que nos permitirán avanzar sin género de dudas y no en discusiones circulares con resultados de endogamia y cainismo, tan del gusto de todas las fuerzas políticas de cambio.
Hoy, vislumbrar el socialismo no es una tarea fácil, por eso aunque siempre sea necesaria una compresión holística del mundo en que vivimos, lo que es necesario todos los días es saber hacia dónde apuntamos y apostamos nuestras energías. Como decía Inmanuel Wallerstein: “Identifiquemos la orilla hacia la que queremos ir, y nademos con todas nuestras fuerzas hacia ella”.
¿Actualidad del proyecto socialista?
23/12/2016
Armando Fernández Steinko
Sociólogo
Hacia 1800 nacía una sociedad dinámica e impetuosa. ¿Cómo abordar política, moral y culturalmente el capitalismo? Para los liberales la nueva fuerza desplegada por los mercados sería capaz de dar las respuestas con lo cual todo debía orientarse a asegurar su funcionamiento y la propiedad privada: la libertad es, por encima de todo, la libertad de hacer negocios.
Los grandes asuntos, incluido el democrático, se acabarán solucionando si se deja actual al mercado y florecer los negocios, la sociedad tenderá mágicamente al equilibrio en beneficio de todos, la política se acoplará a la economía.
La propuesta conservadora aceptaba los cambios, pero siempre y cuando no tocaran los privilegios acumulados en tiempos anteriores, el acceso exclusivo a la cultura y a las grades decisiones políticas. La socialista, sea cual sea el nombre que le quiera dar hoy, era y sigue siendo la propuesta alternativa a las anteriores: la democracia política no debe vincularse a la propiedad y a los privilegios culturales y sólo podrá funcionar en la práctica si el sufragio universal se combina con un reparto de recursos: de cultura e información para comprender las decisiones que se toman, de ingresos mínimos para disfrutar de la libertad conquistada, de seguridad para dignificar la existencia.
Su idea de democracia es menos formal que la visión abstracta de los liberales que siguen sin relacionarla con la vida real de los ciudadanos, y que hoy se refugian en el argumento populista para seguir desconectando los problemas económicos y políticos, para seguir eludiendo las
endiabladas conexiones que unen a los dos. También es más consecuente que la de los conservadores que siguen sin abrir el melón de la democracia cuando ven amenazado el status quo de “los de toda la vida”.
El capitalismo ha cambiado mucho pero su dinamismo y su modo de funcionamiento -la acumulación por la acumulación misma- apenas lo ha hecho tanto aunque ha generado recursos nuevos para solucionar problemas viejos. La historia de los últimos doscientos años le ha dado la razón a los socialistas: el sufragio y la libertad sólo pudieron asentarse después de la segunda guerra mundial una vez que los gobiernos garantizaran una existencia digna y un acceso progresivo a la cultura y la información a todos los ciudadanos. Cuando, treinta años después, se inicia ese retorno al siglo XIX llamado neoliberalismo empieza la larga decadencia política de las democracias occidentales que llega hasta hoy. Pero el estado del bienestar ha producido tres generaciones de ciudadanos libres e iguales que se niegan a regresar al siglo XIX.
La primera (1789-1917) y la segunda ola de movimientos socialistas (1917-1991) tuvieron como escenario la larga transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna que hoy asoma sus orejas hasta en los espacios más apartados del planeta. Esta larga transición estuvo dominada por la coexistencia conflictiva entre valores ancestrales -la desigualdad entre hombres y mujeres o la subordinación incondicional del individuo al grupo- y valores modernos como la igualdad ante la ley o el deseo de emancipación individual. Produjo grandes incoherencias entre los ideales socialistas originales, definidos en los espacios más modernos del planeta, y su aplicación en zonas aún dominadas por los pulsos de la sociedad tradicional. Pero este conflicto tiende a desaparecer y la tercera ola de movimientos socialistas, tenga el nombre que tenga, construirá sobre un mundo casi totalmente destradicionalizado, un mundo habitado por una subjetividad distinta. Le arrebatará a la cultura liberal la reivindicación de una autonomía personal y le arrebatará a la cultura comunitarista la reivindicación de una solidaridad razonada para conformar una “autonomía solidaria” (Michael Brie).
Si se consigue evitar una especie de vuelta definitiva al siglo XIX, habrá una mayoría de personas dispuestas a desarrollar su individualidad de forma solidaria, de preservarla no por medio del egoísmo liberal sino en asociación con otras personas, con otras culturas, con otros países.
Lo siento, pero no hay más remedio que reconocer que, en un mundo de este tipo, en el que, además, los recursos naturales y espaciales son cada vez más escasos, la vieja frase socialista encierra un programa de lo más nuevo, realista y urgente: construir una sociedad de asociados “en las que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre desarrollo de todos”.
Polisemias del socialismo
21/12/2016
José Manuel Mariscal
Secretario general del PCA
Socialismo. Una palabra antigua, aunque no más antigua que capitalismo, explotación, emancipación, pobreza o lucha. Apropiada, manipulada o canonizada, ¿huele a viejo una palabra tan moderna?
En mi caso, como comunista, no debería desligar el debate sobre el socialismo del objetivo final de un sociedad sin clases, del comunismo. Nos han contado, más o menos, que el socialismo sería una etapa intermedia antes de la definitiva sociedad sin clases. El caso es que socialistas se llamaban las repúblicas soviéticas y socialista se llama el partido de Susana Díaz y también el de Nicolás Maduro. Socialista era el partido que gobernó la RDA y socialistas se llaman los troskystas británicos. En fin, un lío. ¿Conviene, por lo tanto, definir qué entendemos hoy por socialismo, antes de afrontar un debate de estas características? En principio sería lo razonable, y creo que esté Ágora contribuye a la necesaria clarificación, porque no me interesan los debates que terminan midiendo las ideas con un comunistómetro o socialismómetro. La batería idealista es un virus que puede alcanzar a los que se proclaman materialistas, y a la magnífica reivindicación del materialismo histórico que Cesar Rendueles ha plasmado en su obra En bruto me remito. En ella se demuestra que la propuesta de Marx tenía que ver con la relación que mantienen nuestras propias expectativas políticas con nuestras condiciones materiales y sociales.
La triple problemática del marxismo para Adolfo Sánchez Vazquez: la transformación de una realidad que se juzga injusta, basada en una crítica de la misma que se apoya sobre el conocimiento científico de dicha realidad. No mera teoría, sino práctica transformadora de un sistema que, además de asentarse en la violencia y el miedo (a hablar, a perder el empleo, a soñar), en la explotación y en la pobreza, es capaz de suscitar consenso y legitimidad. Se trata, por tanto, de intentar dar una respuesta actual a la pregunta crucial: ¿Qué hacer?.
La lucha por el socialismo de las capas populares, trabajadoras, empobrecidas, ha sido el motor fundamental de las luchas democráticas y sus logros. La ampliación de la base democrática efectiva ha sido un objetivo estratégico común de los movimientos socialistas en todo momento y lugar. Y ese hilo es retomado hoy por los que propugnamos una ruptura democrática en España. Las alianzas sociales necesarias se derivan de la comprensión cabal de que la democracia ha ido estrechando sus bases de forma contundente y de que el actual marco institucional para la política y para la producción de bienes materiales fija un corsé, dentro del cual es imposible dar respuesta a las demandas cotidianas de pan, techo y trabajo. La dialéctica entre reforma y ruptura atraviesa el debate sobre el socialismo, aquí y ahora. ¿Es posible implantar la jornada de 30 horas en un país que tenga el euro como moneda? ¿Es posible otro modelo productivo en una España dentro de la UE?
La lucha por el socialismo no se puede desligar de un análisis de clase de la realidad. Caemos con demasiada frecuencia en derivaciones “sociologistas” atravesadas aún por los relatos culturales de la postmodernidad. Efectivamente, como señala Bruno Estrada, desde tiempos inmemoriales se han producido movimientos de protesta contra los privilegiados. Pero estos movimientos fueron revolucionarios cuando aprovecharon las crisis para avanzar hacia el objetivo de la emancipación. Y el propio socialismo bebe de fuentes ilustradas, republicanas, cuando identificando a la clase trabajadora como el sujeto de transformación en el capitalismo, aspira a la construcción de una sociedad plenamente democrática. La cuestión es, por lo tanto, definir si la clase trabajadora en sí es el sujeto necesario de transformación del actual estado de cosas y qué papel debe jugar para articular la lucha democrática con la lucha económica.
Creo, asimismo, que debemos pasar del lenguaje del reparto al lenguaje de la producción, algo en lo que insistía mucho el recentemente fallecido Juan Carlos Rodriguez. Las sociedades occidentales no solo han podido distribuir mejor, hasta ahora, porque había más democracia, sino porque su acumulación de capital se basaba en el intercambio desigual y en el dominio imperialista. Si el debate sobre el socialismo cobra sentido es porque las sociedades opulentas, hoy en crisis, asientan su opulencia sobre la explotación en el ámbitos de la producción y reproducción del capital y el trabajo, respectivamente.
Asimismo, es importante subrayar lo que Bruno Estrada señala como el sentido de comunidad en la conformación de la clase o sujeto transformador. E.P. Thompson, en el prefacio a su monumental “La formación de la clase obrera en Inglaterra”, señala que “la clase cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias comunes -heredadas o compartidas-, sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos -y habitualmente opuestos- a los suyos”. La cursiva lo dice todo.
O casi todo. Porque así como debemos huir del sesgo eurocentrista en la definición del proyecto socialista, es necesario hacer del feminismo uno de sus motores. Si E.P. Thompson nos contó que el nacimiento del capitalismo no se produjo sin recurrir a una extrema violencia, Silvia Federici demostró que dicho nacimiento se produjo a expensas de una guerra contra las formas de vida y las culturas populares que tomó a las mujeres como su principal objetivo, en una dinámica de expropiación social dirigida sobre el cuerpo y la reproducción femenina, que llega hasta nuestros días. No puede haber socialismo sin feminismo.
En definitiva, se trata de que analicemos la realidad y encontremos las grietas por las que impulsar el movimiento hacia el socialismo. Marx hablaba del «movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”. El estado de cosas actual en España se llama capitalismo y restauración. El movimiento real que lo anula y lo supera se llama pueblo trabajador.
Socialismo, populismo y neuropolítica en el cambio de época
20/12/2016
José Eduardo Muñoz Negro
Doctor en Medicina y socialista
Alguien dijo que no estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época. Esta realidad ha sido interpretada, narrada o conceptualizada de muchas maneras. Desde la sociedad líquida de Baumann a la sociedad del riesgo de Beck, pasando por la ultramodernidad de J.A. Marina, las teorías sobre la posmodernidad o la modernidad inacabada de Habermas. Aunque diferentes, todos comparten y asumen el paradigma de la complejidad y la pérdida de referentes cognitivos, simbólicos e ideológicos.
Puede parecer un tópico pero el tiempo se ha acelerado y la realidad se construye en los medios de una manera instantánea y deja de ser actual de manera casi instantánea también. En este contexto tan fragmentario y tan abierto, no hay ningún “gran relato” que no haya entrado en crisis, especialmente las ideologías políticas. Lo nuevo no termina de emerger y lo viejo se resiste a morir. En ese contexto vital, político e ideológico es donde hay que enmarcar las novedades y las decadencias de la política española y europea. Paradójicamente, ante esa difuminación de las identidades colectivas y esa crisis cultural, algunos mecanismos atávicos de la psique individual y colectiva retornan con fuerza. La religión, entendida en un sentido amplio como elaboración de la trascendencia o como el acto de trascender sin trascendencia como Bloch señalaba, y el nacionalismo, emergen otra vez recordándonos que la Historia tiende a repetirse a pesar de que nunca se repite de la misma manera.
En ese contexto, como reacción y como síntoma surge Podemos como respuesta y como síntoma de la crisis al mismo tiempo. Surge desde los perdedores de la crisis pero en sí mismo la incorpora. De ahí sus debates internos y su dinámica de creación/destrucción que no pueden ser abordados meramente desde una perspectiva dualista de derecha/izquierda, moderados/duros o calle/instituciones, pues esas y muchas más dimensiones se entremezclan en el debate y en las mismas personas que tienden a aparecer contradictorias y cambiantes al mismo tiempo. De la capacidad para manejar esa complejidad sistémica interna y externa depende en gran parte su futuro político. Tendrá futuro en la medida de que sepa conectar lo nuevo y lo viejo, teniendo en cuenta que nada es totalmente nuevo y que lo viejo se metamorfosea de distintas maneras.
La patología de lo “nuevo” es el adanismo, el intento de empezar de cero a cada momento, la de lo “viejo” es el aferrarse a categorías caducas que den seguridad. Y ambas son tentaciones permanentes en momentos de desconcierto cultural y político. Ante esa situación de complejidad posmoderna y precariedad el debate parece polarizarse entre la construcción de un populismo de izquierdas, un oxímoron, y la construcción de una izquierda más o menos clásica entendida en los términos de la socialdemocracia o el socialismo. Paralelamente surge otro falso debate entre la disyuntiva de ganar elecciones- para lo cual el transversalismo, la moderación y el populismo serían las claves de la victoria- o por otro lado, la construcción de una identidad coherente “de izquierdas” entendida como partido de izquierda socialista o poscomunista. Como si ganar elecciones y tener consistencia ideológica (aunque sea aparentemente líquida) fueran realidades excluyentes.
Parafraseando a Karl Popper, no nacemos con un yo, tenemos que aprender a tener uno y a darle una buena teoría. Podemos está ensayando su yo y debería ser capaz de generar la mejor teoría capaz de conectar lo viejo y lo nuevo. En medio de ese debate surge el debate sobre el populismo. Palabra controvertida y cargada negativamente. ¿Qué entendemos por populismo? ¿La construcción de hegemonías y relatos transversales en una posmodernidad posmarxista o la manipulación de las emociones políticas al servicio del establecimiento? Porque si entendemos lo segundo, todos los actores políticos hacen populismo. Sobre todo los partidos xenófobos del no a todo, del no a los otros, al diferente. Los partidos del miedo, la xenofobia y la paranoia. ¡Ojo con el miedo porque nunca es emancipador sino la gasolina emocional del populismo de derechas! Quien mejor entiende y maneja el miedo es la derecha, sin embargo la respuesta al miedo es la empatía. Ésta tiene potencial emancipador. Ambos, miedo y empatía, están en la naturaleza humana pero no movilizan lo mismo. Se gana cuando se consiguen respuestas empáticas hacia tu propia teoría capaces de generar relatos que superen la fragmentación y la inseguridad. Se pierde cuando se libra la batalla en el terreno emocional, simbólico e ideológico del contrario. El territorio ideológico del populismo de derechas es “terreno de muerte” para cualquier proyecto emancipador, según las tácticas enunciadas en “El arte de la guerra” de Tsun Zu. No pienses en un elefante, dice George Lakoff, refiriéndose al Partido Republicano de EEUU. Para ganar, las formas deben ser empáticas y la teoría debe ser buena. Y conviene subrayar que no es lo mismo ser empático que ser moderado, la moderación es un constructo ideológico al servicio de la derecha. La empatía, una forma de entender la política desde la naturaleza humana. La empatía es la base de la política, tal como la entendía Aristóteles como política de la amistad, el miedo lo es de la antipolítica, tal como lo entiende el populismo xenófobo. ¿Y qué es la teoría sino una buena forma de praxis? Hoy la mejor teoría sigue siendo el socialismo entendido como sociedad de la emancipación, como sociedad sin dominación en equilibrio ecológico con el planeta. Socialismo entendido como el hilo rojo que viene del pasado y se entrelaza con otros colores del presente y del futuro: verde, violeta…Si hay alguna dimensión ideológica transversal esa es la idea de justicia universal del socialismo. Desde ella se pueden construir los relatos que empatizan con los propios y no activan la reacción miedosa de los “neutros” o los “adversarios”. Relatos para ganar, teorías para transformar.
¿Qué socialismo?
19/12/2016
Juan Antonio Molina
Periodista, escritor y socialista
Este artículo toma el título de un opúsculo de Norberto Bobbio donde el ensayista turinés intentaba contestar el interrogante que le daba nombre al libro. ¿Es hoy también el socialismo en nuestro país un interrogante?
La estrategia cortoplacista de sus dirigentes, enmarañada en la banalidad del marketing y el eslogan publicitario, representa la reinvención de una realidad tan ajena al pulso de la calle que produce frustración en las mayorías sociales. El Partido Socialista se percibe en un espacio político donde el debate ideológico se ha diluido ante un pragmatismo ad hoc al establishment que expulsa de su formato polémico elementos sustanciales de la vida pública.
Se ha dejado arrastrar el PSOE por un pobre eclecticismo adaptativo al sistema que le sitúa paradójicamente en contra de su propia historia y de sí mismo. Incapaz de generar un paradigma diferente al que impone el microclima conservador, se pierde en la torcida creencia de que la ideología es una pesada carga que pone en peligro el pacto de la transición y, como consecuencia, su estatus oligárquico de “partido de Estado.” Es como si el socialismo hubiera sido creado para este régimen y su obsesiva actitud conservadora le empujara a desistir de su vocación de cambio e incluso de la capacidad de construir un modelo avanzado de sociedad.
No es una crisis coyuntural, sino de índole profunda que afecta a la misma razón de ser del partido y a los elementos más sensibles de su función política y sus modos de relacionarse con la sociedad. En ningún ámbito polémico de la vida pública se ubica sin holgura el partido socialista, salvo vaguedades dialécticas y orfandad de ideas que convierten su posición en un simulacro, un repertorio de actitudes de atrezzo demasiado elementales como para ser convincentes.
Sin una clara posición y función en la sociedad, ni capacidad de maître à penser para ser capaz de romper la cosmovisión narrativa que gran parte del imaginario colectivo le aplica trufada de timidez en las propuestas de progreso ante la excesiva influencia del poder económico y la dramática reversión social en nuestro país, padece el desafecto y falta de credibilidad por parte de la sociología de base que le debe ser propia. Ello representa que el PSOE tendrá que recurrir a una serie de toma de medidas espectaculares y trascendentes, y esperar a que sean aceptadas como verosímiles entre el electorado antes de poder aspirar a preservar su hegemonía en la izquierda. El problema es que esto demanda una recuperación de los modelos ideológicos y una construcción permanente de alternativas reales en todos los formatos de debate político que no se compadecen, en la mayoría de los casos, con el conservadurismo instalado entre los responsables socialistas que estiman que la influencia institucional del partido ha de fundamentarse en el acomodo a una inexistente sociología de centro.
Deshabitado de impulso ideológico, de contenido teleológico y valorativo, el Partido Socialista se ha vuelto una organización mesianista.
La crisis del régimen por los excesos de unas élites excesivamente influyentes ajenas al escrutinio ciudadano y cuyos intereses prevalecen por encima de los generales, produce la quiebra de todos los elementos sensibles constituyentes de la nación y el malestar de la ciudadanía abocada a la incertidumbre de la pobreza, la exclusión, la constricción de derechos y la rampante desigualdad. Nada de ello podrá sobresanarse sin un reequilibrio democrático del poder económico y estamental. Si los dirigentes socialistas, actuales y futuros, consideran que esta labor regeneradora es una actitud excesivamente radicalizada, se habrá desnaturalizado tanto el partido que la ciudadanía lo seguirá percibiendo como bastión de un Estado en conflicto con la sociedad.
El plano del tesoro socialista
16/12/2016
Gabriel Flores
Economista
Algunas de las propuestas presentadas en este debate tienen por objetivo recuperar o refundar el proyecto socialista que se identifica con la corriente de la socialdemocracia europea, llenándolo de nuevos contenidos o reciclando experiencias interesantes de otros tiempos. Intentan sus autores resucitar una vieja y, mucho me temo, periclitada historia.
¿Es posible salvar la experiencia socialdemócrata? ¿Tiene sentido echar vino nuevo en odres viejos cuyo olor a caduco o viejuno repele a los jóvenes de entre 18 y 35 años y provoca mayores rechazos a medida que aumenta el nivel de estudios de las personas a las que intenta atraer?
Tiene sentido, evidentemente, para los partidarios de resucitar al PSOE. Es su tarea. De hecho, en eso está la Gestora de Susana Díaz, aunque con planes bastante confusos que pasan prioritariamente por deshacerse de sus rivales internos, no confrontar en demasía con el Gobierno de Rajoy y dirigir toda su capacidad de fuego contra Podemos, con la intención de capitalizar sus iniciativas parlamentarias o, cuando no pueda, bloquearlas. A eso se reduce su ofrecimiento de coser lo que está roto. PSOE y socialdemocracia no son exactamente la misma cosa; de hecho, si nos pusiéramos exquisitos, se podría decir que la socialdemocracia histórica y el actual PSOE tienen muy pocos puntos en común; si acaso, definen una trayectoria con muchos zigzags y claroscuros que van de la primera al segundo.
Pero también están en el empeño de rescatar el proyecto socialdemócrata e intentar impedir un mayor deterioro del PSOE diferentes corrientes de izquierdas y progresistas que consideran, con buen juicio, que un mayor deshilachamiento de las filas socialistas y su electorado solo conviene al PP y a su intención de perpetuar su hegemonía en las instituciones. La mayor parte de los apoyos que puede seguir perdiendo el PSOE no va a ir a Podemos; a ninguno de los posibles Podemos que surja en Vistalegre 2. Y por eso es tan importante que dentro del PSOE se mantenga la resistencia a la Gestora y se siga intentando cambiar el rumbo que ha marcado, hasta devolver la palabra y el poder de decisión a sus militantes. Y por eso es tan importante que dentro de Podemos se mantenga la convivencia y el delicado equilibrio de fuerzas que le permite seguir desarrollando su trabajo y darle tiempo al tiempo para que las opciones estratégicas que existen en su seno puedan valorar las buenas prácticas y contrastar sus resultados.
El debate en torno a la cuestión del socialismo está contaminado, no podría ser de otra manera, por una coyuntura en la que se está redefiniendo el espacio político de la izquierda y la redistribución de papeles entre los diferentes actores.
En situación tan delicada no se trata, en primera instancia, de tender puentes entre las distintas partes del PSOE o de Podemos ni entre el PSOE y Podemos. Ambos partidos deben superar las difíciles tareas de clarificación e integración que tienen pendientes. Pueden hacerlo si suman a un mínimo buen juicio, transparencia en los debates y democracia. Sólo después, si las circunstancias son propicias, será tiempo de plantear la tarea de construir puentes y alianzas satisfactorias para ambos partidos y, cuestión fundamental, que sean útiles para la mayoría social a la que aspiran a representar. Mientras tanto, basta y sobra con que abandonen sus pretensiones los que, desde el PSOE, intentan cortar trozos del vestido nuevo para arreglar su raído traje; y los que, desde Podemos, pretenden mantener como única estrategia o guía de trabajo un sorpasso que se ha demostrado más laborioso de lo que parecía y es completamente inútil cuando sangra al rival y, al tiempo, dificulta su transformación e impide una cooperación capaz de multiplicar fuerzas y energías del conjunto de las fuerzas necesarias para promover un cambio progresista.
Y lo que parece razonable para abrir puertas al cambio en nuestro país, vale también para la tarea que las fuerzas progresistas y de izquierdas europeas tienen pendiente: desarticular la ofensiva xenófoba y antieuropeísta de la extrema derecha nacionalista y construir una alternativa al bloque de poder que lidera Merkel y que cuenta con la colaboración de una parte de la socialdemocracia europea. Hay que impedir que las elites europeas sigan retrasando la solución de los evidentes y conocidos problemas institucionales de la eurozona y manteniendo unas políticas de austeridad y devaluación salarial que han demostrado su ineficacia para lograr los objetivos que les servían de justificación y engordan por doquier el monstruo de la extrema derecha.
Una larga historia de emancipación que no conviene simplificar ni tergiversar
Hace casi dos siglos daban sus primeros pasos unas incipientes clases trabajadoras empeñadas, a medida que se desarrollaban, en humanizar, reformar o sustituir un por entonces naciente sistema capitalista. Después de vigorosas ofensivas que consiguieron logros y victorias de gran profundidad y numerosas derrotas, aquel movimiento se encuentra agotado.
Lo han agotado sus propios éxitos y los líderes y fuerzas políticas que más presión transformadora ejercieron, tanto los que se adscribieron a la corriente socialdemócrata, hoy desvencijada, como los que se identificaron con unos sistemas de tipo soviético que, tras demostrar su incapacidad para ofrecer libertad y bienestar a sus ciudadanos, fueron rápidamente desmantelados a partir de 1989 y transformados en sistemas capitalistas. De aquel bloque que conformaban las economías de tipo soviético solo quedan, fuera de Europa, como evidencias del naufragio del llamado socialismo real, regímenes mutantes de difícil clasificación que poco o nada tienen que ver con sus impulsos iniciales.
También han contribuido a agotarlo, los propios cambios experimentados por un sistema capitalista que, a medida que se ha ido desregulando y mundializando, se ha hecho más frágil y ha fragilizado los recursos naturales sobre los que se sustenta la lógica de acumulación y las sociedades y los sistemas políticos que lo nutrían y en los que se desenvuelven los diferentes modelos de sistema capitalista que existen.
¿Se puede recuperar algo de todo aquello? No critico la intención del debate o de los participantes, ni el interés de la mayoría de las aportaciones. Menos aún, la necesidad de reflexionar sobre lo que ha pasado hasta llegar a los actuales vacíos y perplejidades. Siempre parece aconsejable intentar distinguir las buenas prácticas y las ideas que se pueden rescatar de las que pueden considerarse, con poco margen de error, amortizadas. Mis dudas o mis críticas se dirigen, más bien, al posible desenfoque o desvarío que supone no atreverse a pensar que, probablemente, casi nada de lo que fue y sirvió en otra época sirve o es útil ahora. Y no solo estoy hablando del nombre de la cosa, sino de su sustancia.
Convendría que la izquierda se planteara la posibilidad de no contar con planos que describan los caminos que deben transitar, porque aún están por hacer, o la nueva sociedad, el nuevo régimen político y el nuevo sistema económico a los que pretenden llegar. Quedan en pie un pequeño puñado de valores o principios, que pueden simplificarse en ese binomio de justicia social y democracia que mencionan varios de los intervinientes, y la tarea de embridar la lógica de la acumulación capitalista y a las élites que, abusando de su poder, se benefician en exclusiva de esa lógica, sin valorar lo más mínimo los enormes costes sociales, económicos y medioambientales que han provocado y continúan generando.
En esa tarea de gran alcance es imprescindible la participación de la mayoría social y de las fuerzas progresistas que hoy existen. Por mucho que las diversas corrientes identificadas con el comunismo hayan sido trituradas y las menguantes fuerzas socialdemócratas trabajen mayoritariamente en otra dirección, de común acuerdo con la derecha. Pero es esa enorme envergadura de la tarea y de los retos que deben afrontarse la que exige y brinda oportunidades para el nacimiento de nueva savia social y política. Savia que en los países del sur de la eurozona ya ha empezado a producirse, aunque sea de forma muy insuficiente todavía. A veces, felizmente, como en Portugal, para desarrollar un trabajo conjunto con la socialdemocracia en defensa de la mayoría social y los pobres y excluidos, con el propósito de alejarse tanto como sea posible de las políticas de austeridad impuestas por las instituciones europeas y seguidas por anteriores gobiernos; en otros casos, sin demasiado acierto para articular las fuerzas disponibles y ser útiles en la tarea de promover un cambio más democrático y más justo. Pero es en la conjunción y cooperación de las viejas fuerzas de izquierdas y las nuevas organizaciones portadoras de un orden alternativo desde donde pueden surgir las respuestas a las preguntas que nos estamos planteando. En mi opinión, yerran los que piensan que la solución pasa por la refundación de lo viejo en detrimento de las nuevas fuerzas. Y se equivocan también los que, en sentido contrario, apuestan por el desarrollo de nuevos actores políticos que desplacen a los viejos partidos de izquierdas.
Muy probablemente, las tareas asociadas a la defensa de la mayoría social y de los sectores más golpeados por la crisis y las políticas de recorte de bienes públicos y deterioro del mercado laboral van a tener que desarrollarse sin el alivio, más o menos imaginario, que pueda proporcionar el disponer de un mapa creíble del tesoro socialista al que se quiere llegar. Va a ser obligado aprender a caminar en la penumbra, un poco a ciegas. Y sin empeñarse en demasía en volver a dibujar ficticias estrategias que proporcionen una ficticia seguridad y justifiquen la relación entre lo que se puede hacer hoy y un luminoso futuro socialista del que ya nadie o muy pocos se atreven a precisar sus principales rasgos ni a pronosticar cuándo y cómo se hará realidad.
Este debate sobre el socialismo va a continuar durante bastante tiempo. Habrá partidarios de fórmulas blandas y tranquilas y otros que aboguen por una ruptura más tajante y dura con el capitalismo. La respuesta a ese tipo de dilemas está en el aire y va a seguir estando ahí por mucho tiempo.
Una experiencia particular que no convendría repetir ni echar en saco roto
En los años 60 y 70 del pasado siglo, antes de la caída de la dictadura franquista, todos los partidos de izquierdas tenían su particular mapa con el que orientar la resistencia democrática y la lucha por la mejora de las condiciones de vida y trabajo de las clases populares a las que intentaban organizar y movilizar. Todos tenían su vía particular, con más o menos revueltas y paradas intermedias, para alcanzar el gran objetivo socialista. En aquel imaginario, la caída de la dictadura era tan solo un paso, una fase o etapa de un proceso más largo, duro y complejo que acabaría con la sustitución del capitalismo por una sociedad sin clases. Tanto el camino como el punto de llegada parecían definidos.
Sin embargo, cada uno de aquellos mapas contaba con un peculiar manual de instrucciones para su correcta utilización y orientar el qué hacer y por dónde ir. Había un pequeño problema: cada manual venía encriptado en enigmáticos y plomizos códigos lingüísticos y políticos imposibles de descifrar. Y había, también, un gran problema: aquellos mapas no servían para nada. Eran completamente inútiles. Más aún, suponían una dificultad añadida para conocer la realidad que se pretendía cambiar. Aquellos mapas servían, eso sí, para dar cierta sensación de seguridad y de formar parte de un movimiento general capaz de transformar el mundo en un plazo relativamente corto.
En realidad, no había ningún plano para llegar al socialismo. Y los que había no servían de nada. Nos acostumbramos a vivir en dos mundos diferentes y muy apartados el uno del otro. Por un lado, desarrollar una acción política y reivindicativa muy pegada a los problemas de la gente. Por otro, manosear unas referencias estratégicas e intentar casar lo que realmente se hacía con unas pretensiones que se situaban en otro nivel, el de unas ensoñaciones que poco tenían que ver con la sociedad, el país y las limitadas fuerzas disponibles para cambiar radicalmente las cosas.
Perdonen la incursión por un pasado remoto. Pero creo que no está de más traer a cuento la experiencia que aporta la izquierda antifranquista en el terreno de vincular la lucha por acabar con la dictadura y las aspiraciones socialistas. Aquella generación mostró una tendencia irrefrenable a dotarse de referencias estratégicas para intentar justificar la relación entre lucha por la democracia y por el socialismo. Referencias que valieron de bien poco, si es que no obstaculizaron las tareas. El tiempo acabó demostrando la inutilidad radical de estrategias teóricas excesivamente duras y acabadas que intentaban asociar lucha democrática, transformación del sistema capitalista y avance hacia un sistema socialista.
Creo que las nuevas fuerzas del cambio y las izquierdas van a tener que seguir trabajando durante bastante tiempo sin muletas ideológicas que proporcionen justificación y cobijo a lo que pueden y deben hacer hoy. La contrastación de la buena práctica política no se resuelve con la coherencia que proporciona un plan o un programa que abarquen, al tiempo, ideología, estrategia a largo plazo y quehacer político. Se resuelve, más bien, en las consecuencias y los logros que consiga la acción política y, tanto o más importante, en la opinión de la mayoría social sobre las propuestas que se llevan a cabo.
Concluyo. El trabajo político contrasta su calidad no por su relación con una futura y desconocida sociedad socialista, sino por su capacidad de ampliar efectivamente el respaldo de la mayoría social y las posibilidades de generar y aunar fuerzas a favor del cambio. No se trata de menospreciar el trabajo teórico, se trata de ser conscientes de que ese trabajo teórico o, más modestamente, de construcción de perspectivas a largo plazo y alternativas viables a corto plazo pasa por un sistema de aprendizaje de buenas prácticas capaz de extenderlas y consolidarlas. Solo si las izquierdas y las fuerzas progresistas son útiles y colaboran en la resolución de los problemas de la gente podrán subsistir.
Podemos no tener estrategia o ideas claras sobre el tipo de sociedad a construir, aunque tal carencia no pueda considerarse deseable y haya que seguir intentando desbrozar y cultivar ese terreno. Lo que no podemos prescindir, porque es la base en la que se sustenta la pervivencia de las fuerzas progresistas que impulsan un cambio inclusivo al servicio de la mayoría, es de la tarea de elaborar y aplicar medidas útiles para la mayoría social y para los sectores sociales que ya han sido marginados o están en riesgo de exclusión. Y sobre eso ya hay muchas propuestas encima de la mesa que también se han deslizado y explicitado en diversas aportaciones realizadas en este debate. Propuestas de cómo distanciarse, tanto como sea posible, de las políticas de austeridad y devaluación salarial y de cómo empujar, tanto como se pueda, junto al conjunto de fuerzas progresistas europeas, un cambio de las instituciones europeas que permita aplicar políticas comunitarias más eficaces y justas que las que se han impuesto hasta ahora. Falta mayor coherencia interna y mayor grado de elaboración de ese programa por el cambio que necesita ser, al tiempo, nacional y europeo; pero ya se ha empezado a aplicar y se está desarrollando en los ayuntamientos y comunidades autónomas en los que las fuerzas progresistas han fraguado alianzas para conquistar capacidad de decisión institucional. Ese es uno de los terrenos principales en el que se está jugando la partida y en el que nos jugamos el futuro.
Prioridad a unas tareas políticas inmediatas que no está reñida con el desarrollo de una crítica rigurosa del capitalismo y de su lógica de acumulación, que en su actual fase de desarrollo toma formas depredadoras y elitistas que multiplican la exclusión, la xenofobia y la desigualdad de género y ponen en riesgo bienes públicos y equilibrios ecológicos básicos. Y junto a la crítica, el impulso de actividades económicas y ciudadanas que desarrollen la cohesión, valores desconectados del mercado, un bienestar no sustentado en el consumismo o lógicas ajenas a la acumulación del capital, la competitividad y la maximización de los beneficios.
Transformar el suelo, no asaltar los cielos
15/12/2016
Javier Franzé
Profesor de Teoría Política
La primera dificultad para hablar de socialismo hacia el futuro es precisar a qué se está haciendo referencia. El socialismo —como el liberalismo— es una corriente política y de pensamiento vasta, diversa, cuyo elemento aglutinante sería la primacía del valor igualdad. Pero esto remite a la superficie del problema, pues la cuestión no es tanto qué valor se privilegia, que es lo que reúne, sino cómo se piensa ese valor. Esto último suscita las divergencias más profundas, que determinan diferencias acerca de los caminos para construir esa igualdad.
¿Y si el problema fuera que el socialismo ha sido occidental, demasiado occidental? O mejor, occidentalista o monista: es decir, que ha estado impregnado de la idea dominante en la tradición de pensamiento occidental según la cual hay una verdad del hombre y de la sociedad que se puede conocer y cuya aplicación trae la solución definitiva de los problemas humano-sociales, una sociedad reconciliada y sin conflictos. Si así fuera, el débil presente del socialismo no sería consecuencia de una presunta incapacidad para desentrañar La Verdad de la Realidad Concreta en la Situación Concreta, a fin de establecer La Línea Correcta, sin Desviaciones ni Oportunismos. Por el contrario, cabría pensar que ha sido esa búsqueda exegética la que operó como un chaleco de fuerza e impidió al socialismo liberar su imaginación para comprender lo político como construcción de sentido contingente y radical.
¿Y si la lucha por la igualdad tuviera más que ver con el legado epistemológico de los sofistas, Maquiavelo, Nietzsche, Freud, Sorel, Weber, Schmitt, Mariátegui que con el de Lenin, Kautsky, Trotsky, Guevara o desde luego Mao? ¿Y si la lucha por la igualdad tuviera que aprender del gesto herético de los movimientos nacional-populares latinoamericanos, que se atrevieron a reunir Nación y Pueblo, no ya porque ésa fuera la verdad finalmente develada, sino por lo que ese ademán tuvo de comprender lo político no como un significado objetivo adherido a unos actores preconstituidos (las clases y sus “tareas históricas”), sino como el efecto de sentido que se produce por la reunión de demandas diversas (feministas, laborales, medioambientales, multiculturales, etc.) y da lugar a sujetos colectivos nuevos?
La importancia central que buena parte de la izquierda otorga al programa, el sujeto histórico, las condiciones objetivas y la táctica, quizá no sea más que un rechazo cientificista de la frónesis. Ésta consiste en ese saber práctico, fruto de la experiencia, consistente en la capacidad para imaginar cómo plasmar un valor en una circunstancia específica. Otra vez, contra la monista tradición occidental, no se practica la justicia realizando en todo tiempo y lugar el mismo acto (como exhortan los diez mandamientos, por ejemplo), sino que actos distintos sirven para plasmar un mismo valor: para ser valientes ante una misma situación, no hacen lo mismo una joven que un anciana. Ese afán de querer saber de antemano qué hay que hacer para alcanzar un determinado valor, no sería entonces más que una resistencia a aceptar la indeterminación no sólo de los medios, sino también de los fines, en la medida en que éstos precisamente deben realizarse siempre en situaciones inéditas. Tal vez eso forme parte de la derrota socialista: el capitalismo histórico, y su fase neoliberal actual, despolitizan su existencia presentándola como resultado de la inevitabilidad de leyes del mercado y del individuo, precisamente para monopolizar el terreno de la frónesis, donde despliega toda su capacidad para reapropiarse sin complejos de los significantes rivales (desde “revolución” hasta “transparencia”) a fin de alcanzar sus valores. La derrota del capitalismo y del neoliberalismo no provendrá por tanto de una verdad superior y más profunda, reveladora, que es la que a menudo ha buscado la izquierda, porque no es ése el terreno de la disputa, sino el de la construcción de una voluntad y un deseo en torno al valor igualdad.
Esa voluntad no está preinscrita en ningún lado. No es ni siquiera potencial. Nadie en concreto la tiene. No va a triunfar porque sea buena, ni de ella emergerán sólo manjares nutrientes. El socialismo ha sido especialmente occidentalista al pensar lo político y los sujetos políticos como algo inherente a lo humano-social, como lo dado a priori y no como aquello a construir. Sólo había que comprender la naturaleza de esa verdad, expresarla y difundirla, función evangélica que le cabía principalmente al partido. La visión opuesta, según la cual lo político crea la comunidad y los sujetos, no confía a ninguna verdad transhistórica la movilización social en pos de un orden nuevo. Construye esa representación mayoritaria haciendo imaginable, pensable, decible el orden nuevo. Por eso no significa el olvido de los problemas de clase, como suele creerse, sino su reforzamiento al reunirlos con otras demandas similares en un sujeto más amplio y potente, y por ello más capaz de realizar la igualdad como centro de una nueva hegemonía. Aquella verdad de la historia se revela así no como revolucionaria, sino como profundamente conservadora, pues ata la acción transformadora a una metafísica de lo social.
Si puede verse la historia del movimiento socialista a la luz de la afirmación de Bourdieu acerca de que hay lucha de clases desde que se ha hablado de lucha de clases, podemos ver el enorme retroceso europeo de los últimos treinta años en términos del éxito cultural de la antropología neoliberal, que proclamaba no querer naciones de proletarios sino de propietarios. No ha sido transformismo, ni falsa conciencia, como se consuela a menudo la izquierda: ha sido una conquista política en el único terreno donde ésta se obtiene, el de los imaginarios sociales. Y si bien no cabe obviar la desigual relación de poder material, tampoco habría que olvidar que el neoliberalismo inició su andadura política —la intelectual data de la segunda posguerra— en uno de los contextos político-culturales más desfavorables, el que podríamos situar alrededor del ’68 francés.
Si de este siglo hablamos, precisamente los procesos políticos que más lejos han llegado en el desarme de la agenda y la antropología neoliberales han sido los latinoamericanos de la primera década del XXI.
Y, en otro nivel, el impacto que vienen protagonizando los movimientos sociales y esa vasta red de cooperantes que se despliega por el mundo. Todos ellos lo hicieron y lo harán reconfigurando los materiales de subjetividad e historia que supieron encontrar, componer, negociar, fusionar y, sobre todo, echar a andar. Con las urgencias, apuros, retrocesos y torpezas propias de lo político, que tiene más de collage y de improvisación jazzística que de catedral barroca. Así lo hizo la socialdemocracia europea con el Estado de Bienestar, pero fue incapaz luego de defender esa conquista —la mayor en términos de igualdad conseguida por el movimiento socialista— ante el embate neoliberal. Tan grave como la pérdida de prestaciones materiales fue la corrosión del principio político del Estado social, según el cual la comunidad toda, a través del Estado, asumía garantizar un mínimo de existencia material a sus miembros. Este principio fue seriamente desafiado por la antropología neoliberal, que descontextualiza las trayectorias vitales personales, cargando a los sujetos con las exigencias de “autosuperación”.
Ni los movimientos nacional-populares latinoamericanos contemporáneos, ni la cooperación internacional, ni los movimientos sociales derrotaron al capitalismo, ni siquiera al neoliberalismo. Tampoco lo había hecho el Estado de Bienestar de la segunda posguerra. Ahora bien, si en buen occidentalismo monista se va a utilizar lo perfecto como criterio de lo real, o dicho de otro modo, el patrón plusvalor como medida de toda construcción política, volvamos al genuino creador del sujeto histórico, a Platón y su filósofo-rey o, si se prefiere lo moderno, a los filósofos de Hobbes, que no jugaban al tenis.
La política nos deja a la vez huérfanos y provistos dándonos lo único que nos puede suministrar para la lucha: los valores. Desamparados porque no podemos saber el sentido último real del valor, ni el que tiene como tal, ni el que va a tener si se realiza. Pertrechados porque ese valor nos da lo central para operar en una realidad fluida, siempre inédita: el criterio para decidir por cuál camino apostar. Se dirá: es voluntarismo. No, es el modo ético-político de actuar con reflexividad, intentando saber lo que se está haciendo, en un mundo no matemático, regido en buena medida por la Fortuna o la irracionalidad ética, en el cual las consecuencias de las acciones que emprendemos no se derivan del valor ético que le atribuimos, sino que pueden negarlo.
Por eso la política, en este caso la socialista en pos de la igualdad, no consiste en asaltar los cielos, que sería el fin de la frónesis, sino en transformar el suelo de los valores sobre el que se levanta la vida comunitaria.
La hipótesis socialista
14/12/2016
Manuel Garí
Economista ecosocialista
La respuesta a la cuestión de los retos del socialismo debe comenzar por reconocer que las realidades y preocupaciones expresadas en el debate en curso en ‘Espacio Público’-‘CTXT’, incluyendo esta aportación, están condicionadas por la experiencia política, los parámetros culturales y la producción teórica del socialismo, permítaseme la expresión, del mundo occidental y cristiano industrializado.
Si bien, dadas las características del capitalismo mundial actual, algunas de las cuestiones que se plantean suponen incursiones en terrenos globales y comunes por lo que podrían tener utilidad para las reflexiones que se produzcan en otras latitudes. Lo ideal sería poder identificar los rasgos comunes pero también las diferencias y especificidades que constituyen las distintas expresiones coexistentes del capitalismo en el momento global y las manifestaciones de la crisis del capitalismo en los diferentes espacios segregados por la división internacional del trabajo, pero es una tarea que excede al debate en curso.
Venimos de una gran derrota de los movimientos emancipatorios con objetivos pos capitalistas, pero no es el fin de la historia. Baste recordar los años que transcurrieron entre las primeras impugnaciones del Antiguo Régimen y la caída del mismo y sustitución por el orden capitalista. No es el objeto de este artículo analizar las causas de las victorias del capital ni las de la postración de sus antagonistas.
Desde una perspectiva de medio y largo plazo, un hilo conductor del diálogo entre muy diversos y geográficamente lejanos sujetos políticos y sujetos emancipatorios puede ser establecido en torno a qué producir (mejor deberíamos decir extraer y manipular, pues la producción primaria no la realiza el homo sapiens), para satisfacer qué necesidades humanas (debate de alcance civilizatorio: cuales son las básicas y qué es bienestar), cómo hacerlo (técnicas, materiales, procesos, residuos) y quienes deciden sobre cada una de las cuestiones anteriores (la democracia como pilar y herramienta de la emancipación social).
Viejos y nuevos retos
La disputa en torno al ingreso y la riqueza, característica del capitalismo industrial, sigue siendo central. La lucha entre las clases por el excedente y el tiempo y condiciones de trabajo sigue siendo un “caso no cerrado” aunque se exprese con sordina. El programa máximo y mínimo del capitalismo es lograr el máximo beneficio que le permita la demanda social efectiva. De ahí que el capitalismo y el socialismo atribuyen un papel diferente a fines y medios, para el primero la eficacia se sustancia en el beneficio privado (la ganancia), para el socialismo los beneficios públicos (bienestar de la mayoría, calidad ambiental y derechos humanos).
Por tanto es pertinente la pregunta ¿puede existir una alternativa socialista que no sea explícitamente anticapitalista? Anticipo una respuesta: intentar “domesticar” o “humanizar” el capitalismo es una batalla perdida de antemano; combatirlo y abatirlo es precisamente el objetivo primero del proyecto socialista condición sine qua non para desplegar su alternativa; cómo hacerlo no tiene respuesta ni fácil ni unívoca, en eso consiste precisamente el quid del debate y el quehacer político central de quienes pretendan una sociedad humana de guales y libres en armonía con la naturaleza
La necesidad de construir sociedades auto gobernadas en las que la democracia no se detenga ni a la puerta de las empresas ni tope con límites en su pleno ejercicio, es batalla esencial en el lento avanzar de la humanidad hacia la igualdad. El estado moderno si bien aseguró en un corto plazo de tiempo la extensión del bienestar social en los países industrializados y basó en ello su legitimación, actualmente vuelve a tener como función principal la primigenia: la contención y domesticación de la mayoría social en los límites que impone el capital. Pero ello nos refiere a tres debates de calado: a) cómo articular la combinación de las formas de ejercicio de la soberanía a partir de la delegación y representación con las formas directas de autodeterminación social; b) cómo lograr el control efectivo de la sociedad sobre su gobierno mediante la creación de contrapoderes populares efectivos; y c) cómo articular lo local con lo global, cómo sustituir el Leviatán por la libre confederalización de las instituciones locales, nacionales, regionales e internacionales . Ello supone desacralizar la arquitectura constitucional y atreverse a imaginar otro orden político, abrir una fase destituyente y luchar por la apertura de los diversos procesos constituyentes necesarios.
Pero han venido a añadirse nuevas contradicciones sociales preexistentes si bien agudizadas por la financiarización del capitalismo. Un sector creciente de mujeres han puesto en valor ante la sociedad lo que el enfoque de la economía hegemónica olvida porque no tiene “valor monetario” dado que se produce fuera del mercado: la reproducción, mantenimiento y cuidado de la especie humana.
El capitalismo necesita para realizar la ganancia el crecimiento económico sin límites. El propio Joseph Schumpeter en su Capitalism in the Postwar World estableció que un capitalismo estacionario es una contradicción en los términos. La naturaleza del sistema es productivista porque su lógica es la puesta en el mercado de nuevas mercancías, nuevos artefactos que exigen ingentes recursos materiales para su producción. Sin embargo existen límites biofísicos que entran en colisión con ese crecimiento económico. Por ello un proyecto socialista no puede basarse en la premisa del aumento continuo de la actividad productiva para solventar los problemas (sea el del empleo, sea el de asegurar unos mínimos de bienestar masivo). Las características productivistas y extractivistas del capitalismo presentes desde sus orígenes se han agudizado. El modelo de producción está indexado a la emisión de gases de efecto invernadero, la crisis energética es desde los años setenta el talón de Aquiles del crecimiento ilimitado al que está abocado el capitalismo y, a su vez, la financiarización de la economía ha impulsado la financiarización del territorio y de la ciudad, lo que supone en un incremento incesante de la depredación del espacio físico y la pérdida acelerada de biodiversidad.
En 2016 es más evidente, ante el grave conflicto entre el crecimiento capitalista y el equilibrio de la biosfera, la afirmación realizada en 1667 por William Petty “el trabajo es el padre y el principio activo de la riqueza como la tierra es la madre” en su A Treatise Of Taxes and Contributions, idea que posteriormente desarrolló Karl Marx en El Capital al afirmar que la fuente de los valores de uso son el trabajo y la tierra y que el capitalismo realiza su crecimiento sobre la base de la explotación de ambas fuentes. Para Pierre Calame hemos entrado en la era del Antropoceno, una era geológica
caracterizada por el impacto cada vez más masivo de las actividades humanas sobre la biosfera. A la vista de lo expuesto podríamos decir que Lenin se quedó corto cuando definió, cierto es que hace un siglo, que el socialismo era el poder de los soviets más la electrificación. De ser así todo lo anterior determina los retos del socialismo.
Crisis de la perspectiva socialista
La expansión de la financiarización de la economía a escala mundial incentivada por Reagan y Thatcher fue la respuesta neoliberal al fracaso del modelo de acumulación capitalista de los años precedentes y al fin de la energía fósil barata. Y fue posible por la deriva y derrota a finales de los años setenta y primeros ochenta del movimiento obrero tal como se había configurado tras la Segunda Guerra Mundial en los países industrializados.
En esta segunda parte de la ecuación, la de la mayoría social, conocimos una descomposición de las formas de agrupación, socialización y formación de comunidades elementales de las clases trabajadoras y su progresiva abducción por la ideología y cultura de la individualización, la pérdida de identidad como colectivo o conjunto de colectivos, la desaparición de lazos y un retroceso de la fuerza de las organizaciones políticas y sindicales en las que se reconocía. En nuestro entorno más inmediato, en la Unión Europea, tal como plantea Stanislav Holubec, si algo caracteriza el cambio experimentado por las sociedades es que ha disminuido la confianza mutua y la solidaridad. Determinando todo ello lo que afloró fue la crisis del proyecto que se reclamaba del socialismo.
El vendaval de la globalización capitalista -preñado de competencia, productivismo e insolidaridad- encontró enfrente una caricatura de sociedades “socialistas” provenientes de la evolución burocrática de los estados que las regían tras las revolución rusa de 1917. Los estados totalitarios auspiciados por el estalinismo carecían de dos elementos básicos para significar no ya un avance sustantivo para la humanidad, sino simplemente un parapeto ante el neoliberalismo: ni lograron satisfacer el conjunto de necesidades sociales de forma igualitaria y sostenible, ni crearon mecanismos democráticos que legitimaran el ejercicio del poder. Uno de los mayores errores cometidos en los países del glacis soviético fue identificar propiedad colectiva y social con estatismo. El “socialismo real” simplemente hizo implosión en su loca carrera por emular al capitalismo y lo malo es que dejó tras de sí el desprestigio de las ideas en las que decía inspirarse.
Si la pregunta ¿Cuáles son los restos del socialismo de este siglo? se formulara en cualquiera de las agrupaciones, direcciones o gestoras del PSOE, probablemente los allí presentes se enzarzarían en un debate sobre el futuro del propio partido. Buena muestra del lo afirmado lo constituye el artículo de Jonás Fernández titulado Un futuro para el socialismo y publicado en El País el 29/11/2016. Cosa que posiblemente también ocurriría en el Partido Socialista francés de Hollande y en buena parte de los partidos europeos entroncados con la socialdemocracia devenida en social liberalismo. Cada vez este asunto, así planteado y por relevante que sea para la gobernabilidad del sistema, importa poco o menos a la mayoría de la sociedad. El problema de esta corriente política no radica tanto en sus formas de organización, en el tipo de liderazgos o en las maneras de relacionarse con la sociedad, aunque también constituyan asignaturas pendientes. El problema de la socialdemocracia del siglo XXI es que no tiene un proyecto social, económico y político autónomo y no subordinado al del neoliberalismo. El problema de los partidos socialistas es que se han convertido, como diría Gramsci, en tutores de los intereses populares y lejos de ser “agentes conscientes de la liberación” de las clases subalternas en su proceso de emancipación, han devenido en un tipo de institución funcional al mantenimiento del propio capitalismo.
La misma palabra socialismo perdió su significado en el camino y está por ver si podrá recuperarlo en el marco de los futuros procesos de cambio. Si bien de forma coyuntural el vocablo “socialismo” volvió al debate político con la aparición de políticos como Jeremy Corbyn o Bernie Sanders. Pero ni uno ni otro definen muy bien a que se refieren cuando lo refieren. De momento a falta de otra palabra mejor y consciente de que le atribuyo contenidos que no forman parte del “sentido común” vigente en la sociedad e incluso son todavía minoritarios en una izquierda empeñada en “resistir” pero cuyo problema real es “existir” y volver a pesar en un contexto en el que la contradicción capital versus trabajo ya no se expresa únicamente en el marco del proceso productivo, sino en múltiples espacios y temas.
Hipótesis socialista: la lucha por una sociedad segura
Si hoy hiciéramos en cualquier ciudad de nuestro país la pregunta ¿cómo quiere vivir? a gente común, ajena al debate teórico y no encuadrada en organización política alguna, probablemente buena parte nos diría: vivir sin miedo. La característica de la sociedad actual es que cunde el temor y la inseguridad y los poderes públicos no garantizan la solución. Tras el huracán de la crisis, el creciente calentamiento atmosférico, la proliferación de las guerras y atentados, y el desorden mundial la seguridad se ha convertido en un objetivo revolucionario para vivir sin miedo al paro, a perder la casa o la salud, a la guerra, el terror y la violencia –sea de género o institucional-, a no llegar a fin de mes, a gobernantes que deciden sobre nuestra existencia sin pedirnos opinión, a leyes mordaza y derechos menguantes de un Estado crecientemente autoritario, a unos tribunales que impiden la libre autodeterminación de los pueblos, a una Unión Europea cortada a la medida de los bancos, a unos tratados comerciales internacionales que dan todo el poder a las multinacionales y se lo quita a los pueblos, a un cambio climático que de no detenerse traerá hambrunas, sufrimiento y conflictos. Son cosas sencillas las que configuran ese vivir sin el miedo que hoy atenaza a millones de personas en nuestra sociedad. Cosas sencillas que afectan a la gente y la gente entiende, cosas alejadas de los juegos de palabras vacías que rellenan tantas páginas y presiden tantos debates propios de las élites ilustradas y politizadas pero alejadas de la gente.
Es a partir de cuestiones tan elementales que podemos establecer la nueva hipótesis socialista, el embrión de proyecto de sociedad alternativa, la estrategia que permita -a partir de las necesidades, aspiraciones y conciencia de las gentes- avanzar en el proceso de auto afirmación, auto organización, movilización y empoderamiento de la mayoría social en pos de una alternativa no capitalista, y con ello dar sentido a la lucha electoral y política para formar gobiernos del cambio. Gobiernos capaces de resistir las presiones inimaginables del sistema: acreedores de la deuda pública, poderes oligárquicos financieros e industriales, maniobras de las cloacas y de los poderes visibles del aparato de estado, y chantajes internacionales. Gobiernos valientes que generen las condiciones para lograr la seguridad que demanda la mayoría social.
Alain Badiou planteó como axiomas -que no programa- de la hipótesis comunista: 1) el objetivo de una sociedad igualitaria; 2) el estado no es imprescindible (por cierto, ni estalinistas ni socialdemócratas tomaron nota del pensamiento de Marx al respecto); y 3) la organización del trabajo no implica su división, el trabajo puede ser poliforme y no puede tomarse como base material de las divisiones entre clases sociales como en el capitalismo (ni, añado, entre sexos como en el patriarcado).
Podríamos reformular la hipótesis socialista partiendo de lo anterior sumando algunas proposiciones y siendo conscientes de que como toda hipótesis debe ser verificada. En este caso, en el marco de un proceso histórico no determinado, abierto y por tanto plurilineal que comportará ensayos prácticos, pruebas, errores, reorientaciones y aproximaciones sucesivas. Hipótesis que se sustanciará en un conjunto de transiciones entrelazadas y contradictorias. Hipótesis que presupone que el cambio necesario es social (del conjunto de las relaciones humanas de clase y género) pero que también implica una profunda modificación de las relaciones de la sociedad con la naturaleza, comenzando por un cambio modal energético.
En sintonía con las aportaciones de Michel Husson y Daniel Tanuro y sin pretender (ni poder) ser exhaustivo y refiriéndome exclusivamente al campo de una alternativa productiva no productivista de un proyecto socialista antagonista del capitalismo, propongo algunos hitos para la transición socialista: a) control social sobre las prioridades económicas frente al dictado de los mercados; b) control social sobre las condiciones laborales y la organización del trabajo frente al dictado patronal; c) asunción colectiva de las tareas del trabajo reproductivo y de los cuidados frente a su invisibilización y asignación “automática” a las mujeres; d) reducción del tiempo de trabajo frente al recorte salarial y la precarización; e) extensión y gratuidad de los servicios públicos básicos frente a las privatizaciones y los recortes presupuestarios en gasto social; f) inversión pública democráticamente decidida y controlada con el desarrollo de diversas formas de propiedad social frente al oligopolio privado; g) autosuficiencia alimentaria basada en la agricultura ecológica frente al modelo agroindustrial; h) relocalización productiva, “pacificación” del tráfico y transporte de materiales y mercancías por todo el mundo y cooperación internacional frente al dictado de las transnacionales; i) restructuración de la deuda y anulación de la ilegitima frente a las exigencias de organismos como el FMI y el BCE; j) energías renovables y ahorro energético frente a la explotación de los recursos fósiles; k) limitación de las actividades extractivistas y opción por bienes duraderos frente al usar y tirar que preside el consumo mundial.
Nadie dijo que fuera fácil y tendremos que hacerlo en compañía, volviendo a tejer nuevas complicidades, identificando nuevos sujetos políticos y recordando siempre con Daniel Bensaïd que la emancipación no es un placer solitario.
Construyendo alternativas
12/12/2016
Joan Herrera
Director de la Escuela Superior de Cuadros de CCOO
Marx decía lo que la revolución surgirá de las fábricas, no de los agricultores, ya que los agricultores están dispersos. Siglo y medio después las estrategias de dispersión del trabajador es sin lugar a dudas uno de los motivos por los cuales es tan difícil construir una alternativa. Una dispersión que no es sólo geográfica sino que también es organizativa e incluso de asunción cultural.
George Lakoff escribió que la ciudadanía se siente más más motivados con la “identidad moral y los valores” que con cualquier otra cosa. El reto es construir comunidad y conectar con el sufrimiento, pero también con la vida, los anhelos y los sueños, construir un escenario de ilusión, y crear comunidad. Y si bien la propuesta debe fijarse en el lenguaje, la respuesta no es sólo cuestión de lenguaje, sino proponer ideas que mueva el marco, y que permitan abrir puentes que canalicen resignación y malestar hacia un escenario de cambio.
Para ello, hay que construir un escenario de cambio a partir de la experiencia histórica acumulada. En la etapa de postguerra había dos cosas que se discutían. La participación del trabajo en las decisiones de la empresa, y el reparto de la riqueza. La distribución más igualitaria de rentas que la izquierda reclamaba pivotaba sobre ese ejercicio del poder dentro y fuera de los muros del centro de trabajo.
Ante el gran temor de las clases dominantes a un modelo de poder alternativo instaurado en media Europa y a la constatación del hartazgo de los trabajadores a un estatus quo en el que habían sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales, se produce un acuerdo en la distribución de rentas, aunque no así en la democratización de la empresa. Ello se tradujo jurídicamente en la consagración constitucional del derecho a la propiedad y a la libre empresa a cambio de la constitucionalización del derecho a la igualdad formal, la Seguridad Social y los instrumentos colectivos del Derecho del Trabajo (libertad sindical, huelga y negociación colectiva). Las empresas quedaron libres de trabas para determinar qué se produce, cómo se produce y en qué condiciones se produce, salvo sus obligaciones fiscales o responsabilidades penales, y con algún elemento de control como el sindicalismo y la negociación colectiva. La “época de oro” del trabajo, de los trabajadores y del Derecho Social tuvo como contrapartida la renuncia a discutir sobre el “poder” -y no sólo el gobierno- de la economía y de las decisiones de la empresa.
Setenta años después el modelo social y económico neoliberal rompe claramente el acuerdo, no hay distribución de rentas (pérdida del poder adquisitivo), y se pone fin a las políticas de redistribución de rentas (cada vez los ricos son más ricos y los pobres más pobres, mientras se adelgaza el Estado del bienestar), además de situar el ámbito del problema a escala planetaria y ya no únicamente en los países del primer mundo.
Ganar la igualdad
Si el incremento de la desigualdad es el resultado de un cambio, en el que el poder financiero se impone al poder político e, incluso, al económico, y la desigualdad, como señala Tony Judt, se convierte en «corrosiva, en la medida en que corrompe las sociedades desde dentro», el reto principal es volver a ganar la igualdad. A la pregunta de ¿cuánta desigualdad puede soportar la democracia? hay que responder que ya no puede soportar más.
Es acuciante por tanto definir estrategias, propuestas para ganar esa igualdad. De ahí que la propuesta debe basarse en la redistribución de rentas. Tanto en el trabajo remunerado, como en el terreno del trabajo no remunerado. En las rentas indirectas que significan y representan las previsiones sociales. Esa igualdad se basa en un reparto equitativo de las rentas acumuladas. En primer lugar mediante la necesidad de garantizar un trabajo decente y también en definir la estrategia y la propuesta para garantizar rentas debido a los efectos que va a suponer en las estructuras de trabajo la uberización o la robotización. Distribución de rentas existentes y redistribución de la riqueza. Ambas propuestas son necesarias.
Pero como siempre este es un debate vinculado a la correlación de fuerzas. Cuando el capital cedió en este terreno lo hizo por una correlación de fuerzas más equilibrada y con poder de persuasión por la otra parte.
Pero ganar la igualdad cumple otra función: continuar vinculados a los valores de la cooperación y la solidaridad. Y es la desigualdad cumple una valor funcional. Cuando ésta impera los valores son los de la competitividad o el egoísmo. Como nos recordaba Bruno Estrada en su artículo <em>El socialismo de este siglo, se observa un crecimiento continuo de los valores altruistas de libertad, postmateriales, laicos y solidarios, como indica la World Value Survey (encuesta realizada en más de 100 países que abarcan mas del 90% de la población mundial). Se trata pues que pasemos de una agenda política basada en aquello que marcan los latifundistas del capital, a la cooperación, al compartir en vez de competir. La igualdad entendida también desde la perspectiva del feminismo, de la igualdad desde la diferencia, del cuidado y la colaboración con el prójimo.
Democracia económica
La cuestión es si hoy nos basta con reclamar el pacto de redistribución de rentas cuando la desigualdad social no es una consecuencia indeseada del actual sistema dominante, jugando un papel funcional, permitiendo que el egoísmo o la escasa sociabilidad jueguen un papel predominante en el funcionamiento de nuestras sociedades.
Las izquierdas, las partidaria y las sociopolítica, han venido reclamando el cumplimiento del pacto social, exigiendo una redistribución más igualitaria de las rendas, también en el ámbito laboral. Sin embargo: ¿reside ahí el mayor problema o es sólo una consecuencia de la progresiva descompensación del poder en la empresa?
Además de la redistribución de la riqueza hace falta entrar en el terreno de la democracia económica. En los valores democráticos y no en los oligárquicos, en el mundo de la empresa. Y es que el dilema está en como introducir aquellos elementos que permitan democratizar la economía -y dejar de transitar hacia la privatización de la política-.
Democracia económica, que no sólo supone desarrollar elementos de participación y ganar espacios para la negociación colectiva, sino incidir en la organización y en las condiciones de trabajo como eje de actuación sindical a medio y largo plazo, sobre la base de un principio de enunciado sencillo, el derecho a ser informado, consultado habilitado para expresarse en las formulaciones que se refieran a su trabajo, rompiendo la separación entre conocimiento y ejecución, impulsando los saberes del trabajo y su actividad creativa. Ello se traduce en la participación en la empresa. Pero democracia económica no es solo eso, sino que debe traducirse que en aquello que vertebra la sociedad es imprescindible una decisiones que operen en función del interés general y no particular, jugando un papel central aquellos nichos económicos que juegan que caracterizan la dimensión extractiva por excelencia; es decir sector financiero y sector energético.
No se trata pues tan solo de repartir la riqueza y garantizar el bienestar. Se trata de recuperar la decisión colectiva y compartida sobre la economía, en un equilibrio entre igualdad y libertad.
La energía como vector para reconectar con humanidad con la biosfera
El tercer eje es la reconexión con la biosfera. Si la nueva etapa del capitalismo abre una nueva era, la del antropoceno, el socialismo del siglo XXI debe reconectar a la humanidad con el medio en el que habita, ya que ésta no tiene futuro a partir de la depredación, degradación y destrucción del medio en el que habitamos. Y es que el conflicto capital-biosfera no es un elemento más en este siglo XXI, sino un eje tan central como el conflicto capital-trabajo.
Eso significa vivir distinto, y ello tiene una estrecha conexión con la aspiración y la consecución de sociedades mas igualitarias. El socialismo, debe ser necesariamente ecologista, una economía que haga balance de lo consumido por nuestra economías y aquello que aportamos y devolvemos al planeta. Se trata pues de incorporar un balance entre el sistema natural y los subsistema sociales y económicos, interconectando crecimiento económico y los límites biológicos y físicos de los ecosistemas. Si la mayoría de población global vive en ciudades, y estas consumen mas del 70% de la energía del planeta, ¿no es hora que en estas realidades empecemos a pensar en como producir aquello que necesitamos para estar vivos?
¿Qué tenemos como actor palanca? –entendiendo estos como aquellos que sin ser los más numerosos ni poderosos tienen la capacidad de organizar los agentes a su alrededor-. La propuesta es que sea la energía. A sabiendas que la extracción de energía primero, en forma de combustibles fósiles, y la transformación de energía procedente de estos, ha sido una herramienta de dominio y de explotación, de la humanidad con la humanidad y de la humanidad con el planeta. Esa extracción no sólo ha supuesto una gran acumulación de capital, sino que también ha sido uno de los factores que han contribuido a construir un escenario de dominio sobre la misma humanidad.
La cuestión es si hoy, hacemos de la energía un factor de reapropiación. Si transitamos de un modelo de capitalismo extractivo a un modelo en el que la relación entre humanidad y energía se basa en la democratización en el acceso a la energía y en la redistribución. Y la propuesta es que la energía, el ahorro, la eficiencia y el desarrollo de las energías renovables sea el vector, que no sólo nos permite dejar de extraer, acumular, dominar y contaminar sino que nos permite producir, distribuir, repartir la riqueza y reapropiarnos de la economía.
Hoy la energía, con su capacidad de reducir consumos, pero de producir de forma democrática, es sin lugar a dudas uno de los elementos con mayor capacidad de cambiar no sólo el tejido productivo sino las mismas relaciones de poder. Desde el momento que la producción de un kw/h ya cuesta lo mismo captando la energía del sol o del viento que quemando combustibles fósiles, la capacidad para democratizar la relación entre humanidad y energía pasa a ser histórica.
El socialismo del siglo XXI tendrá que asumir que hay que construir una propuesta para dejar de estar de espaldas al planeta, el reto es cómo reconectar humanidad con la biosfera.
Por primera vez en la historia, se ha invertido casi tanto en eficiencia y renovables (533.000 millones) que en la inversión en extracción y producción de petróleo (583.000). Pero dicha inversión no es una inversión cargada sólo de buenas intenciones. Aquellos que han tenido una posición de dominio en un mundo dominados por los combustibles fósiles intentan construir ahora una posición de dominio en el campo de la generación de origen renovable.
En contraste la izquierda debería ser consciente que la batalla energética es una batalla para la democratización de la economía, o para el mantenimiento de ésta en una dimensión privada y privatizada. Cuando se habla de renovables, y particularmente de autoconsumo, no hablamos sólo de generación de electricidad, sino que hablamos de poder y distribución de este. Un estudio reciente de la EREF (European Renewable Energies Federation), conjuntamente con Greenpeace y Amigos de la Tierra explica como en el marco europeo es posible el abastecimiento eléctrico para más de la mitad de la población europea. El autoconsumo puede ser del 19% para el 2030, del 45% para el 2050. Pero para conseguirlo el problema no es técnico, sino político. Y en lo político está que el socialismo del siglo XXI entienda que lo ambiental, y concretamente lo energético, es una batalla para la reapropiación de la economía, a favor de la democracia económica, y por supuesto, para la defensa del medio en el que queremos continuar viviendo.
La propuesta es operar allí donde opera el gran capital; en uno de los vectores que mayor acumulación de capital se produce y mayores escenarios de dominio genera: lo energético. Partiendo de la base que el cambio tecnológico permite, quizás por primera vez en la historia, definir estrategias de reapropiación para ciudadanía de la producción de energía.
Poder y deliberación
El cuarto elemento es la necesidad de disputar el poder. Hoy la democracia es un auténtico enemigo de los latifundistas de capital, entre otras cosas porque se está demostrando que son los marcos democráticos, y el socialismo democrático, el que hoy puede alterar la agenda de desposesión.
Pero el marco democrático está en crisis. Es cierto que hay mas activismo. Pero también es cierto que la mayoría vive preocupada por sobrevivir y sacar adelante sus proyectos vitales. Así el activismo de muchos contrasta con una actitud mayoritaria que es la de ciudadanos que se muestran necesariamente alejados del resto de los problemas del mundo y de su complejidad. Cuanto más angustioso es el presente inmediato, menos espacio queda para entenderlo. Por muy accesible que esté una información en las redes, cuando una persona debe realizar una evaluación sobre algo, echa mano de aquello que recuerda mejor, de lo más cercano y accesible que suele coincidir con lo más repetido o lo más resaltado: la televisión.
De ahí que transitemos hacia marcos en que lo democrático es cada vez menos deliberativo y más plebiscitario. En ese marco la intermediación y la representación cada vez tienen menos crédito, ya que sobre lo sustancial -la economía- siquiera se puede hablar, habiendo una única política posible.
Pericles definió en 431 a.C., nada menos que hace casi 2.500 años, la democracia de forma ejemplar, como el sistema donde «la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos», donde los ciudadanos son iguales ante la ley, los poderes públicos están sujetos a normas y rige el principio del mérito y no del origen social en el acceso a los cargos públicos. En la visión de Pericles, la democracia no es solo la eficacia utilitarista de conseguir el bien de la mayoría, algo que, al menos en teoría, el despotismo ilustrado podría alcanzar, sino alcanzar ese bien de una forma que incluya a los ciudadanos. Pero la inclusión en el debate público es lo que ha saltado por los aires.
Socialismo es disputar el poder por parte de la mayoría y a la vez conseguir hacerlo desde la deliberación y la propuesta. Hay que emocionar, pero a la vez hay que proponer, con una agenda de reapropiación, de igualdad, de democracia económica y de reconexión con la biosfera que consiga emocionar, pero que cambie la realidad. y todo ello necesita de capacidad de persuadir, y por tanto de amenazar, pero mucha necesidad de seducir. Es por tanto una cuestión de correlación de fuerzas.
Nota: Este texto es la segunda parte de un texto más amplio del autor, por razones prácticas se ha decidido presentarlo en dos artículos. La primera parte se publicó con el título ¿A qué capitalismo nos enfrentamos?
Forzar un nuevo pacto entre trabajo y capital
09/12/2016
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
La socialdemocracia no cayó del cielo, ni surgió de la necesidad de cubrir con más producción una mayor demanda en un contexto de escasez de mano de obra, y desde luego no fue un regalo del capitalismo al movimiento obrero. El pacto socialdemócrata (el pacto entre capital y trabajo) fue consecuencia de la fuerte presión del movimiento obrero y del temor del capitalismo al modelo político-económico comunista.
En Europa Occidental el socialismo devino en socialdemocracia cuando la pugna entre capitalismo y comunismo se sustanció en un sistema mixto de economía de mercado y de garantía de los derechos sociales, la socialdemocracia, que es lo que hoy está en cuestión. Y lo está fundamentalmente porque el neoliberalismo thatcheriano rompió unilateralmente aquel pacto y porque los partidos socialdemócratas, contagiados del éxito neoliberal, fueron asumiendo complacientemente políticas neoliberales (el social-liberalismo de González, la Third way de Blair o el Neue Mitte de Schröder, por ejemplo). La ruptura de aquel pacto supondrá o bien la hegemonía sin límite del neoliberalismo (como está ocurriendo), o bien la vuelta a la casilla de salida para negociar un nuevo pacto entre trabajo y capital.
Dos son las condiciones materiales que marcan nuestro tiempo: la implantación dominante del neoliberalismo y el hecho (y las consecuencias) de la globalización. Tras el derrumbe de los sistemas comunistas de la Europa del Este (fundamentalmente de la URSS), no hay un sistema político-económico que amenace al capitalismo y nada le impide implantar sin freno sus tesis neoliberales: desregulación de los mercados (financiero, de circulación de mercancías y, sobre todo, del mercado laboral), privatización de los sectores estratégicos del Estado de alto valor económico (energía, transporte, sanidad, etc.), aumento de los impuestos indirectos y reducción drástica de los impuestos directos (sobre todo de las grandes fortunas) e implantación de las llamadas políticas de austeridad (reducciones sin miramientos de las inversiones y del gasto públicos en infraestructuras y en servicios sociales). Es decir, la subordinación del poder político al poderío económico; la realización del viejo ideal de un Estado Mínimo.
Que todos somos clase media, que el pobre es responsable de su pobreza, que la competitividad es el motor del éxito, etc. son algunos de los mitos que el neoliberalismo ha logrado insertar en el imaginario de nuestro tiempo gracias a la globalización (bien resumida en aquel eslogan de la CNN: está pasando, lo estás viendo). La globalización ha eliminado las distancias espacio-temporales, en la circulación de capitales, mercancías y personas, y en la difusión de informaciones y de ideas: el mercado es continuo (universal, virtual -el mercado no duerme-), mientras las grandes empresas se deslocalizan en paraísos fiscales donde tributar y en paraísos de precariedad laboral donde producir, contagiando a todo el sistema laboral una precariedad agravada por la presión migratoria. La globalización es la estructura en la que se sostiene el neoliberalismo, o, lo que es lo mismo, el capitalismo del siglo XXI.
Con la socialdemocracia en busca de sí misma (y sin terminar de encontrarse) el neoliberalismo, hoy, apenas encuentra resistencia, y la poca que encuentra procede de refugios identitarios (sean los nacionalismos locales, los populismos xenófobos de ultraderecha o los fundamentalismos religiosos) y de movimientos ciudadanos alternativos (ecologismo, feminismo activo, movimientos animalistas, economía de la colaboración, etc.) que, bien en solitario, bien en confluencias asamblearias, son incapaces por sí mismos de ir más allá del ruido mediático y hacerle frente políticamente.
Quizá el futuro del socialismo pase por reinterpretar su relación con el capitalismo. La fragmentación del pensamiento propia de nuestro mundo (que impediría la elaboración de un nuevo gran relato anticapitalista) y la fragmentación del tejido social (al priorizarse el individualismo en detrimento de la solidaridad) hacen que el recurso a la revolución sea inviable y, por tanto, exigen otra estrategia no para reconstruir una sociedad socialdemócrata, sino para construir una democracia social que priorice el desarrollo social poniendo límites al capitalismo desregulado, que subordine el poder económico al poder político y, sobre todo, que entienda la política como reparación de los daños causados a los más desprotegidos (los que en expresión feliz Carlos Alberto Libânio llama pobretariado). Encontrar los mecanismos ideológicos, políticos, legislativos, económicos, fiscales y mediáticos eficaces para forzar un nuevo pacto entre trabajo y capital debería ser la tarea de los ciudadanos, los sindicatos y los partidos de izquierda.
Para regenerar el socialismo hay que dejar de asesinarlo
07/12/2016
Andrés Villena Oliver
Economista, periodista y doctor en Sociología
La historia del socialismo es, lamentablemente, la de una matanza permanente que, no obstante, dista mucho del relato de ficción narrado por historiadores y voceros anticomunistas patrocinados.
Quizá el primer crimen que merezca la pena reseñar sea el cometido contra Jean Jaurés en 1914, tres días después del inicio de la Primera Guerra Mundial, que acabó enfrentando a la clase obrera de los distintos países implicados. La muerte de Jaurés representa el fracaso de un internacionalismo que los socialistas alemanes rematarán al no impedir el asesinato en 1919 de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebkenecht, al comienzo de la débil República de Weimar, y que los comunistas rusos culminarán con la desastrosa doctrina del socialismo en un solo país y con la eliminación de miles de cuadros del partido bolchevique que no compartían este y otros principios.
A partir de 1945, los asesinatos comienzan a distinguirse por un carácter simbólico que no los abandonará hasta la actualidad. Estos tienen que ver más con la idea del crimen perfecto, formulada por Jean Baudrillard en una de sus provocativas obras. Según Baudrillard, la producción de nueva realidad por los medios de comunicación y por el arte eclipsa la antigua realidad, así como todo vestigio de que esta existió en algún momento. Este fenómeno, propio de la vida social, se convierte durante la segunda mitad del siglo XX en una constante en los partidos socialistas. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el Plan Marshall definen condiciones obligatorias para lo que ya se enarbola como una alternativa al socialismo real.
En una búsqueda de consenso, los principales partidos socialistas europeos renuncian al avance en la socialización de los medios de producción a cambio de la garantía de la consecución del pleno empleo. Nos encontramos en el apogeo de los Estados del Bienestar, esa nueva realidad que oculta la lucha de clases mediante su institucionalización bajo una serie de reglas que se considerarán propias de estadistas “responsables”. Al otro lado del Telón de Acero, la URSS compite con los Estados Unidos por desarrollar una sociedad tecnológica que incremente los niveles de producción y de consumo. Las variables en las que estos dos imperios rivalizan son propias de un terreno ideológico capitalista que cuenta con el incremento de la producción como una señal clave de la salud del sistema.
El siguiente asesinato nos acerca más a nuestro presente. La crisis de los años setenta ha sido analizada por numerosos expertos como el economista británico Andrew Glynn como el resultado de la incapacidad del capital para aumentar su tasa de ganancia. La huelga de inversiones por parte de las grandes empresas, el incremento de la inflación por las exigencias sindicales y el comienzo de las deslocalizaciones representan un combate de clases que se ha salido del marco establecido al principio de la etapa de paz y acuerdo arriba expuesta. Michael Useem ha analizado cómo los empresarios más poderosos de cada país, los miembros del denominado inner circle, constituyen un Frente de Liberación Empresarial para proteger sus beneficios de las garras regulatorias y sindicales. La inflación energética y la ruptura de Bretton Woods, con la especulación cambiaria desatada, completan el cuadro de una complicada crisis que tiene muchas relaciones de parentesco con la actual.
Inglaterra, cuna del capitalismo, advierte en 1976 cómo la sombra del Fondo Monetario Internacional se acerca ante la fuerte inflación y el hundimiento de la libra. La presión lleva al gobierno laborista de James Calaghan a aceptar un préstamo del FMI que exige la puesta en marcha de medidas de austeridad. Existiendo numerosas soluciones ante un problema cambiario y de fuerte inflación, las ideas monetaristas abrazadas por la academia gracias al liderazgo de intelectuales y propagandistas como Milton Friedman parecerán las únicas de sentido común en estos momentos de crisis e incertidumbre. Con la aceptación de esta doctrina en una situación aparentemente extrema, la izquierda destruye sus apoyos y pavimenta el camino para la conocida revolución de Margaret Thatcher. Alemania, dos años antes y Estados Unidos, dos después, aplican medidas similares, subrayando la emergente hegemonía ideológica de un neoliberalismo que acumulaba casi treinta años entre bambalinas.
Si bien fueron los conservadores (Reagan, Thatcher, Kohl, etc.) los que con más entusiasmo aplicaron las ensayadas teorías de los sabios de Mont Pelerin, serían los socialdemócratas de los felices años noventa los que cerrarían el candado de la nueva realidad, aniquilando todo recuerdo de una socialdemocracia que a partir de entonces se denominará clásica y que remitirá a un período ya alejado. Si James Calaghan, François Mitterrand o Jimmy Carter actuaron constreñidos por fuerzas que no habían alcanzado todavía a comprender, la Tercera Vía posterior al thatcherismo ya se encontraba ideologizada en los principios pragmáticos de la globalización, de la apertura de los mercados, de la nueva regulación financiera y de la admiración del avance tecnológico como un acicate para el desarrollo de las sociedades. Toda una estrategia cosmética para mantener puestos de poder y de prestigio en un período en el que la caída del Muro de Berlín había conseguido grabar a fuego en el consumidor-espectador una identidad entre comunismo, miseria y tiranía.
El fin de la historia no fue tal, por fortuna o por desgracia. La irresponsabilidad política desatada en los noventa solo tuvo parangón con la empresarial. Como ha documentado Mark Mizruchi en The fracturing of the American Corporate Elite, la victoria del capital sobre el trabajo en las décadas de los setenta y los ochenta tuvo consecuencias inesperadas, al romper alianzas entre las élites empresariales que habían marcado los años cincuenta, sesenta y setenta. Dichas élites, que antaño se asociaban para no ceder terreno a los sindicatos, comenzaron un proceso de descentralización sectorial y nacional que incrementó estructuralmente la adopción de posiciones de riesgo corporativo.
La nueva regulación del tejido empresarial, las grandes fusiones, la ingeniería financiera y las novedosas fórmulas para ganar dinero de manera exponencial precipitaron una sucesión de bombas especulativas que culminarían en el año 2008 con el aparente hundimiento del casino financiero… y con su rescate por parte del Estado. La amplia derrota ideológica y moral sufrida durante los ochenta, los noventa y los dos mil por unos partidos socialistas que habían comulgado en silencio con las prácticas más radicales del neoliberalismo (especialmente, Bill Clinton y Tony Blair) les llevaron a ser también los grandes derrotados de la crisis financiera 2007-2016.
La actual coyuntura es la del denominado “estancamiento secular”: una fase semi-estacionaria en la que las economías no crecen sustancialmente y en la que la inflación apenas se incrementa. Una de las razones que explica este fenómeno, raramente expuesta, es la debilidad de la antaño clase trabajadora (que no consume y no incentiva, con ello, las inversiones en la economía real). La realidad parece haberse vuelto a invertir, generando un escenario aún más adverso para la izquierda: la dominación ideológica es tal que las reivindicaciones progresistas devienen reaccionarias. Un simple ejemplo sirve para ilustrar esta situación: si la multinacional IKEA ofreciera en la Comunidad de Madrid 100 puestos de trabajo a 700 euros brutos sin especificar la duración de la jornada, tal oferta de trabajo sería satisfecha en cuestión de minutos. Cualquier manifestación sindical, política o social en contra de unas condiciones de trabajo explotadoras sería disuelta por los trabajadores beneficiados por el ansiado puesto de trabajo, que desempeñarían el rol de cuerpos de seguridad. A partir de este ejemplo puede entenderse que el trabajo haya sido parcialmente absorbido por el capital que, como factor productivo dominante, dicta sus condiciones a lo largo y a lo ancho del globo.
El escrito derrotista es un género muy socorrido en España, tierra de frecuentes lamentos por lo que se perdió y nunca volverá. No obstante, una vez analizado el terreno, debe quedar energía para dibujar un camino posible y factible para ese sujeto necesario del siglo XXI, que no es otro que el que tiene nombre y apellidos y no se refugia tras una Sociedad Anónima. El impulso socialista regenerador no es una cuestión de líderes o de caras que salgan bien en la televisión, sino de ideas que no tienen por qué ser nuevas, sino que deben servir para encontrar soluciones que en principio no están a la vista. Los pilares de dicho impulso deben ser sin duda la redistribución de la riqueza, la protección del medio ambiente y el replanteamiento de la noción de trabajo. No obstante, la alternativa socialista ha de dotarse de herramientas para poder actuar a corto y a medio plazo:
.La adquisición y la puesta en marcha de una política monetaria nacionalmente soberana que acabe con la falsa independencia de los Bancos Centrales y que convierta el pleno empleo en un objetivo irrenunciable.
.Un debate serio y concluyente sobre las nociones de renta básica y trabajo garantizado que produzca una síntesis entre las numerosas corrientes que persiguen proporcionar a las personas condiciones dignas en la sociedad.
.La implementación de un conjunto de cambios en el proceso globalizador que combinen la fundación (o refundación) de nuevas organizaciones internacionales con regulaciones estatales que devuelvan a estas entidades la capacidad de proveer de riqueza y de bienestar a sus ciudadanos.
.Un planteamiento sistémico del fenómeno climatológico como inexcusable punto de partida para un nuevo modelo productivo y energético.
.La extensión de los derechos individuales y sociales conquistados en los países desarrollados al resto de las naciones del mundo con un especial respeto por la singularidad cultural de cada pueblo.
.La promoción de formas de asociacionismo civil que superen el colapsado modelo sindical del trabajador asalariado indefinido y que incluyan, integren e incluso federen a los desempleados, a los trabajadores pobres, a los inmigrantes, a las mujeres explotadas, a los pensionistas, a todos los tipos de contratados precarios, a los consumidores concienciados, a los ecologistas, etc. Una amplia franja ciudadana protestataria que sirva para superar la falsa homogeneización de esta sociedad tecnológica de consumo y que encuentre en la reivindicación de la dignidad del ser humano y de su papel central en la historia el anclaje fundamental para su actuación.
Vistas estas premisas, hemos de concluir que si el socialismo o los socialistas no despiertan no es por un exceso de sueño, sino por el miedo a la magnitud del trabajo que les queda por hacer. Si bien las condiciones estructurales no son las mismas que a finales del siglo XIX dieron lugar a los primeros esbozos de los partidos de los trabajadores, podríamos arriesgarnos a afirmar que, sin socialismo, el futuro de la sociedad como tal queda en entredicho. Y las criaturas que han emergido electoralmente de manera reciente nos demuestran que las reflexiones aquí expuestas no andan precisamente desencaminadas. Esperamos estar aún a tiempo.
Retos del socialismo en el siglo XXI
05/12/2016
Ana Barba
Edafóloga, activista social y política por la democracia participativa, el feminismo y la ecología.
Tradicionalmente, las propuestas sociales y económicas de la izquierda han topado con los intereses de los pequeños propietarios, los pequeños agricultores y los pequeños comerciantes, lo que solemos llamar pequeña burguesía desde la época de la revolución francesa.
Pese a que son explotados por las oligarquías, se sienten más cercanos a ellas que al proletariado, en parte por el temor a sufrir una desposesión en el transcurso de una hipotética revolución social y en parte por el espejismo del ascenso social. En el transcurso de los últimos 100 años, esta postura antagónica de la pequeña burguesía frente al proletariado se ha hecho más profunda por diversos motivos. El gran desarrollo del capitalismo tras la Segunda Guerra Mundial, la mejora en las condiciones sociales y laborales de la clase trabajadora, el enriquecimiento de muchos pequeños comerciantes y propietarios al calor del crecimiento económico, así como el acceso de la mayoría de trabajadores a una vivienda en propiedad, cambiaron la correlación de fuerzas en los años anteriores a la primera crisis del petróleo y el posterior ascenso a los puestos de gobierno occidental de los nuevos políticos «neoliberales», partidarios del capitalismo salvaje y de la merma de derechos sociales y laborales de la población asalariada. La consecuencia de todas esas pequeñas mejoras anteriores a la «era Tatcher-Reagan» sigue marcando la vida social y política de los países de nuestro entorno, que no es otra que la pérdida de representación institucional de las formaciones políticas abiertamente partidarias de un estado socialista. Sólo así se explica que, en una situación socio-económica abiertamente hostil a las clases trabajadoras, los que llegan al gobierno en los países más atacados por las desigualdades sean siempre los partidos defensores a ultranza del statu quo. La sociedad occidental actual vive atrapada en el paradigma capitalista, de modo que, incluso los antiguos partidos socialdemócratas se han reconvertido en socio-liberales, incapaces de concebir una sociedad al margen del capitalismo.
Es frecuente escuchar en los entornos progresistas la gran pregunta, llena de asombro y amargura: ¿pero, qué más tiene que pasar para que la gente abra los ojos y salga a la calle a luchar por sus derechos? En mi opinión, sólo una realidad madmaxiana podría hacer reaccionar a la mayoría social, esa que sigue pensando que todo podrá arreglarse “cuando lleguemos al poder”, esa que se debate entre votar PSOE, votar Podemos o no votar, esa que quiere volver a la situación anterior a la crisis financiera de 2007, esa que se siente clase media caída en desgracia pero con posibilidades de mejorar a poco que «esto mejore». No nos engañemos, señoras y señores, no van a salir a las calles a luchar, van a esperar que todo vuelva a su cauce.
Llegados a este punto de la argumentación, habrá que hacer una recapitulación y establecer una serie de puntos de partida:
.- La mayoría social occidental se siente clase media, ha perdido la conciencia de clase trabajadora. De nada sirve apelar una y otra vez a ese concepto. La recuperación de la conciencia de clase sólo podrá lograrse por la vía cultural, y en eso, la derecha nos va ganando la partida. No hay que abandonar la senda, pero será un camino largo y lleno de dificultades.
.- El mayor elemento limitante entre la realidad social occidental y los conceptos clásicos del socialismo, en cuanto a reparto de la riqueza, es la propiedad privada. Vivimos en una sociedad de pequeños propietarios, felices con sus bienes privativos y deseosos de acceder a algunos más. Incluso los desposeídos por la crisis aspiran a recuperar la propiedad de una vivienda o un coche. El mayor y más peligroso logro del capitalismo ha sido meter el veneno del individualismo en la sangre de la gente, de modo que las realidades «yo» y «lo mío» son las más importantes para las gentes de toda condición. De nuevo nos encontramos con un problema cultural y de nuevo la derecha nos va ganado la batalla. Si queremos cambiar poco a poco este sentimiento grabado a fuego en el corazón de la gente, habrá que desarrollar la imaginación, buscando ofrecer las ventajas de lo común frente a lo individual con constancia y eficiencia. De nuevo un camino largo y penoso.
.- El cambio climático y los límites físicos del planeta son dos elementos que juegan en contra del capitalismo. Sin embargo, la reacción está siendo de aceleración de los procesos de desposesión y endurecimiento de las condiciones de vida de millones de personas. El sistema capitalista no es capaz de adaptarse al peak everything, ni al calentamiento global, puesto que sólo es posible su continuidad en un modelo de crecimiento infinito. La sostenibilidad es anti capitalista, de modo que la reacción es una huída hacia adelante. Esta realidad, tan negativa para todas las personas, es un elemento de suma importancia para tener en cuenta a la hora de plantear una sociedad igualitaria y justa. El socialismo del siglo XXI deberá ser capaz de ofrecer una alternativa económica en el mundo post capitalista que, irremediablemente, se avecina. En caso contrario, serán los movimientos totalitarios los que tomen las riendas.
.- La amenaza de los movimientos políticos totalitarios es ya una realidad, lo vemos todos los días en prensa y televisión. La mayoría social occidental ha sido programada culturalmente para ser individualista, para despreciar la solidaridad. El patriarcado, cada vez más patente, ha moldeado personas que necesitan ídolos, líderes, mesías. La figura de autoridad no sólo se da y exige en el ámbito familiar, sino en la escuela, en el trabajo y en la vida social y política. La familia, la escuela, las rivalidades deportivas, la lucha caníbal en el ámbito laboral, todo dedicado a promover la competitividad y evitar que se produzcan la colaboración y la solidaridad. Las personas han sido educadas en la minoría de edad política y social permanente, en la falta de criterio y en la incapacidad de análisis. Lo más cómodo es alguien que garantice que los derechos individuales serán defendidos frente a los que vienen de fuera a arrebatarlo todo. Otra batalla cultural, una más, perdida. Otro camino penoso que hay que seguir para intentar cambiar las cosas.
.- Otro factor perturbador para la transformación social es la llamada globalización. Las sociedades de los países occidentales de los siglos pasados eran bastante impermeables a los avatares políticos en Asia o África. Sin embargo, el proceso de deslocalización industrial sufrido tras la segunda crisis del petróleo y, más ferozmente tras la crisis financiera de 2007, ha hecho que todo lo que ocurra en Asia y África repercuta en Europa y en el norte de América. Por un lado, la clase trabajadora occidental ha sufrido una enorme precarización y por otro, las guerras provocadas para controlar países ricos en recursos naturales o posiciones geoestratégicas esenciales, han provocado el éxodo de enormes masas de población desde África y Asia hacia Occidente. Todo ello ha hecho nacer un sentimiento de xenofobia que alimenta los movimientos totalitarios de los que ya hemos hablado. Este «efecto mariposa» mundial nos lleva a plantear que ningún país podrá conseguir una transformación social, política o económica de forma aislada, lo cual es una dificultad añadida y un enorme reto para las formaciones políticas transformadoras. La necesidad de un planteamiento común en los países occidentales nos lleva pensar en una nueva «Internacional Socialista», un lugar común en el que poder diseñar estrategias y plantear objetivos. El problema está en que las estructuras partidarias tradicionales, tanto socialistas como comunistas, se encuentran inmersas en el paradigma capitalista, lo que las invalida para un reto tan ambicioso. Tal vez el desarrollo de pequeñas organizaciones autónomas a nivel local y regional podría ser el germen de una confederación de organizaciones transformadoras. Empezar por lo cercano puede ser, a mi modo de ver, la mejor estrategia. En cualquier caso, esto ya está sucediendo.
.- Nuestros objetivos serán mostrar cómo lo colectivo nos enriquece a todas y cómo la solidaridad beneficia a toda la sociedad. Defender lo común frente a lo individual, promover la inclusión de las diferentes, la responsabilidad social, el igualitarismo y la justicia, esas serán nuestras armas. Eso pasa por arrinconar las batallas internas dentro de nuestras organizaciones. Habrá que sustituir los liderazgos, tan proclives a las luchas de poder, por los consensos y la inteligencia colectiva. Si en nuestro seno tenemos «familias» enfrentadas entre sí, jamás conseguiremos transformar nada. Habrá que pasar por un proceso de empoderamiento de las bases y un cambio de modelo organizativo interno en nuestros colectivos, con toma de decisiones y elecciones de «delegadas» mediante democracia directa.
Hay que garantizar la horizontalidad, el debate interno y la rendición de cuentas. La senda marcada por el 15-M es la única que puede revitalizar la vida política de nuestras sociedades. Cierto es que la mayoría no tiene interés por participar en la vida política, pero más cierto es que, sin una metodología puramente democrática, nunca conseguiremos atraer a las personas a involucrarse en lo común. Prueba de ello es que, en el ciclo político que comenzó en 2011, las asambleas han ido vaciándose a medida que las organizaciones han ido replegándose en estructuras partidarias tradicionales. Los nuevos sujetos políticos reclaman una participación directa y un control colectivo de las organizaciones, así como un cambio en las relaciones con nuestros «representantes» en las instituciones. Lo de «mandar obedeciendo» debe ser inamovible. Si no somos capaces de desarrollar esa nueva democracia que reclama nuestra sociedad, al menos la parte de ella que puede transformar al resto, habremos perdido la batalla.
Ese socialismo o ninguno
02/12/2016
Tasio Oliver
Responsable de Servicios Sociales y Consumo de IU
Escribo esta aportación desde la certeza, apesadumbrada, de que el socialismo en España nunca ha existido. Y si no ha existido socialismo como tal, el amago socialdemócrata que ha supuesto el trasiego político del PSOE en estos 40 años, ha sido convenientemente desmontado por unas élites orgánicas aliadas ya descaradamente con los intereses de las grandes corporaciones nacionales.
La memoria de los tímidos logros de ese trasiego ha sido ultrajada por un vaciamiento progresivo, una cobardía política evidente y un desdibuje absoluto en cuanto a sus preceptos sociales, territoriales y democráticos en la última década.
Lo peor y más doloroso para millones de votantes que se sintieron socialistas, es ver a esa élite reivindicarse a sí misma y reclamarse hasta el paroxismo en posesión de la sanidad o la educación públicas españolas, cuando más que logros, en aquél momento, eran un mínimo común denominador de equiparación a la Europa a la que aspirábamos a pertenecer. Caer en un nefasto populismo de corte victimista, españolista y conservador, ha sido triste para el espectador cariñoso con su idea.
El socialismo como tal, en España, está por fraguar, bajo mi punto de vista. Pero ese punto de vista es cada vez más evidente también para aquellas amplias capas de la población española que se consideraban cercanas a ese enorme actor político que tanto significo electoralmente.
El desnudo integral del PSOE en la última década, abre una oportunidad evidente para todos aquellos que nos consideramos, sin ambages y desde hace años, parte de la tradición de cierto socialismo democrático de izquierdas y hemos sido aspirantes a crear ese verdadero espacio en el que aquel socialismo real, coherente ideológica y democráticamente y con apuestas de Estado nítidamente federales y solidarias, cuaje junto a otras muchas opciones hermanas: el tercer espacio le llamamos, que nacerá, lo hemos teorizado ampliamente y acertando casi siempre en los análisis de oportunidad, de la previa configuración de una plataforma plural, amable, horizontal y abierta, en el que muchos que perseguimos lo mismo podamos encontrarnos sin renunciar a nuestras señas. Frente Amplio. Pero esto es manido ya. Y ni IU antes, ni parece que ahora PODEMOS, aciertan a cuajarlo.
Debemos, las organizaciones de izquierda de todo el Estado, conseguir desbancar al rancio aparato e instrumento de poder en que se ha convertido este PSOE conservador (con sus muy honrosas excepciones); superar a cierto ciudadanismo progresista que no termina de decidir qué quiere ser de mayor (si aspirar a un programa transformador o meramente a proclamas vacías de contenido); y trascender al eterno quiero y no puedo de IU, iniciativa aglutinadora y muy novedosa en su origen, pero que ha resultado en el tiempo un mero reducto en el que a lo largo del tiempo las corrientes renovadoras del PCE han intentado establecer diálogo con otras familias de la izquierda alternativa, con escaso éxito.
¿Dónde está el socialismo? Pues en todas partes, en cuanto a los ímpetus y necesidades inmediatas de los españoles y españolas, y en ningún lado, en cuanto a que existe cierta orfandad política que articule con éxito una respuesta real y ganadora a esa situación social.
Ese ansiado tercer espacio, que algunos hemos intentado crear tras preconizarlo durante años en el desierto, o en supuestos oasis de la izquierda pero vetados a la inmensidad de la misma, está por hacer. Y lo vamos a cuadrar.
Los retos del socialismo del siglo XXI
02/12/2016
Daniel Puerto
Investigador científico y miembro del secretariado de Alternativa Socialista
Un artículo de Suso del Toro hablaba de la culpabilidad del PSOE en el descrédito de la política. Aunque mezclaba los conceptos de izquierda y socialismo en la culpabilidad de este deterioro de la política, cuando realmente solo se refería a un PSOE muchas veces alejado de estos dos conceptos, creo que da en el clavo en lo referente a la “degradación moral de la izquierda”. Que la derecha española sea mentirosa, autoritaria y corrupta entra dentro de la lógica al ser fiel heredera del franquismo y no haber sufrido las necesarias y profundas transformaciones que la hubiesen llevado al concepto que tenemos de partido conservador, como la democracia cristiana, que hay en el resto de Europa.
El PSOE, en parte por la llegada de arribistas tras su llegada al poder, pero sobre todo por la influencia del poder económico con el que muchos dicen que pactó González para poder llegar al gobierno, se fue transformando y mimetizando con las actitudes de esa derecha postfranquista. Así, no le dolieron prendas para incumplir la palabra dada a su electorado una vez alcanzado el gobierno. En la memoria el “OTAN de entrada NO”, pero también la reforma laboral del 88 que condujo a una de las mayores huelgas generales en España. Esa mimetización se extendió a las actitudes corruptas y a la desvergüenza de las puertas giratorias, hechos ampliamente conocidos y narrados.
Esa degradación moral del PSOE, que ha conducido al descrédito de la política y ha salpicado al conjunto del socialismo y la izquierda, se ha visto multiplicada con los últimos casos producidos en plena crisis del sistema capitalista y del régimen del 78. El viraje desde el “no os defraudaré” de Zapatero hacia la aprobación junto al PP de duros recortes sociales y la reforma del artículo 135, fueron las losas definitivas de la confianza ciudadana.
Es por ello que el mayor reto del socialismo del siglo XXI es la regeneración ética y la recuperación de la confianza de la ciudadanía en la política y en lxs políticxs. Para ello será imprescindible una profunda transparencia, absoluta ejemplaridad, humildad y altas dosis de pedagogía política que conduzcan a una mayor participación ciudadana en la “cosa pública”.
El segundo reto del socialismo es su razón de ser: la defensa de la clase obrera. Una clase obrera que es diferente a la del momento de su nacimiento y que va desde los asalariados por cuenta ajena a lxs comerciantes y autónomxs. La revolución que ha supuesto la globalización y la robotización hacen necesario repensar el mundo del trabajo. La menor necesidad de mano de obra y el continuo aumento de la población mundial nos conducen a tasas de paro cada día mayores y al empobrecimiento de los pueblos, mientras aumenta el beneficio empresarial.
La respuesta a este dilema no puede venir del cierre de fronteras y el ultranacionalismo xenófobo que crece en el mundo. La respuesta debe ser internacionalista, pues es un reto del conjunto de la humanidad, y debe caminar por el reparto del trabajo con la reducción de la jornada laboral y la garantía de unos ingresos que permitan una vida digna. Fórmulas como el empleo garantizado y la renta básica pueden servir para alcanzar estos objetivos.
Estas medidas de reparto del empleo y la redistribución de las riquezas no podrán ser puestas en marcha dentro de un sistema capitalista que defiende la nula influencia del estado en la economía. En este sentido, el siguiente reto de los partidos socialistas es descabalgar a aquellxs que desde “la tercera vía” defendieron la posibilidad de imponer la agenda social sin un control de la economía. La transformación social en pos de otra más justa e igualitaria no puede alcanzarse con posiciones de meros administradores de lo público. Las aspiraciones básicas de un proyecto socialdemócrata como el que propuso Olof Palmer en Suecia requerían de cierto control estatal de la economía y de la participación de los trabajadores en la gestión de la empresa. No llamo a la “toma del palacio de invierno”, pero sí a despertar del sueño de “domar el capitalismo” aprovechando la riqueza que genera para mantener el estado de bienestar.
Los retos que completan este decálogo han generado mucha controversia en los últimos tiempos. Se acusa a la izquierda en su conjunto de haber centrado sus reivindicaciones en temas como la ecología o el feminismo dejando de lado las demandas obreras, lo que ha permitido que hayan sido abanderadas por sectores de ultraderecha. Siendo contrario a estas tesis, considero que hoy más que nunca todas estas reivindicaciones deben ir de la mano. La igualdad entre mujeres y hombres es más necesaria si cabe en el mundo del trabajo y debe formar parte de ese proceso de reordenamiento del mismo incluyendo más medidas de discriminación positiva y la obligatoriedad de la baja por paternidad. Del mismo modo, el cada vez más cercano “crack ecológico” debe hacernos reflexionar sobre el modelo productivo y de consumo, ambos conectados con el mundo del trabajo, fomentado sectores como el reciclaje, el cuidado del medio ambiente o los servicios sociales, pero también el decrecimiento.
Desligar las reivindicaciones de derechos como educación, sanidad, servicios sociales, igualdad de género o la ecología con el mundo del trabajo y la economía es hacer el juego a los defensores del sistema capitalista. El socialismo del siglo XXI debe responder a estos retos desde la conciencia de la nueva clase, el precariado, que incluye a jóvenes altamente cualificados, jubiladxs, desempleadxs, y hasta pequeños y medianos empresarixs. La clave es el derecho a una vida digna y feliz.
El socialismo o cómo invertir la herencia
01/12/2016
Brais Fernández
Redactor de 'Viento Sur' y miembro de Anticapitalistas
Quizás para tener un debate en torno a la cuestión del socialismo tendríamos que aclarar la polisemia de la palabra. Para la mayoría de la gente, socialismo es un concepto frío, que no va asociado a una experiencia emancipadora real. En el peor de los casos, se asocia a los exabruptos de los dirigentes del PSOE, que apelan al socialismo como una identidad partidaria con la que cada vez menos gente se identifica. En otros casos, por desgracia, se asocia a aquella distopía totalitaria en la que acabó convirtiéndose el socialismo soviético. Sin embargo, creo que hay algunas razones por las que merece la pena seguir reivindicando el término, siempre con reservas y distancias con los dos ejemplos mencionados.
En dos países del centro capitalista como son EEUU y Gran Bretaña, el socialismo ha vuelto al primer plano revitalizado por figuras veteranas como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn, en una de esas curiosas piruetas de la historia en donde las ansias de algo nuevo se expresan a través de algo ya conocido, pero aparentemente olvidado. Quizás Walter Benjamin no andaba tan desencaminado cuando insinuaba que toda generación nueva que entra en la lucha trata de resolver las cuitas que no pudieron resolver las generaciones anteriores. Por otro lado, siguiendo a Tronti, “queda una herencia que invertir en nuevas luchas, en nuevas formas de organización, en nuevas experiencias de movimiento”. Esa herencia sigue siendo un capital muy valioso para trazar un horizonte diferente al que nos ofrece el sistema capitalista. Creo que la profunda crisis de imaginación de todos los proyectos políticos progresistas se refleja precisamente en que son progresistas: son incapaces de pensar más allá del capitalismo. Esto no quiere decir que no aporten nada nuevo. Aportan y mucho, pero siguen lastrados por esa profunda derrota histórica del horizonte socialista, lo que les lleva a comprimir su estrategia a un eslogan: todo es posible, menos superar al capitalismo.
Karl Marx, en uno de los textos fundadores del socialismo moderno, en aquel manifiesto con el que nació la Primera Internacional, decía que la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras sería obra de ellos mismos. Sin embargo, a lo largo del siglo XX se produjo un desplazamiento curioso. Los dos socialismos oficiales del siglo XX desplazaron el centro del sujeto que proponía Marx de los explotados a los Estados. La socialdemocracia lo fio todo a la conquista del Estado liberal, creyendo de forma fanática que la ampliación de derechos pasaba por la integración de la clase obrera en el Estado. Durante los 30 años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial esa dialéctica entre un movimiento obrero organizado y un horizonte reformista tuvo efectos reales en las clases trabajadoras, aunque ninguno sobre el socialismo. Por otro lado, los partidos comunistas oficiales creyeron fervientemente que el Estado salido de la revolución obrera y campesina rusa era automáticamente el Estado de los obreros. Lenin y Trotsky (y también algunos comunistas de izquierda ajenos a la III Internacional) , que eran un poco más lúcidos que la mayoría de sus epígonos, intuyeron que, después de la guerra civil rusa, los soviets, ese contra-estado surgido de la espontaneidad popular, habían sido aniquilados y que lo que resurgía era el estado zarista con formas rojas.
El drama-farsa posterior es del todo conocido: la crisis del capitalismo keynesiano exigió la mutación de la socialdemocracia al neoliberalismo, sacrificio acatado con disciplina por sus líderes a cambio de entrar cómodamente en los consejos de administración de las multinacionales. Por otro lado, los viejos PC asistieron desconcertados: la burocracia soviética a la que habían defendido frente a todos los izquierdistas, de repente, se convertía en una red de plutócratas autoritarios estilo Putin. Algunos todavía no han despertado del sueño.
Las ideas de la izquierda siguen atrapadas en el mantra del sujeto-Estado. Las concepciones republicanas del socialismo siguen pensando que la construcción de la democracia pasa por que el Estado conquiste cada vez más espacios de la sociedad civil y los libere de la lógica capitalista. Esa creencia fanática en la deidad del Estado (olvidando, por ejemplo, que el neoliberalismo no es la vuelta al viejo liberalismo del estado mínimo, sino la conquista del Estado por la lógica de la mercancía) reduce el socialismo a una gestión diferente de los marcos actualmente existentes, percibiéndolos como inamovibles y eternos. Sin embargo, frente a la impotencia de la vieja/nueva izquierda podemos reactualizar la estrategia gramsciana de la guerra de posiciones como algo que se construye de forma permanente sobre dos concepciones. Por una parte, un ataque guerrillero al concepto de representación. No se trata simplemente de radicalizar la democracia, se trata de fundar un concepto de democracia completamente nuevo, que subvierta, como decía Gramsci, la propia existencia de la relación entre dirigentes y dirigidos. En ese sentido, no estaría de más recordar que el socialismo tiene poco que ver con el recambio de élites o la construcción de una nueva clase política más justa, joven y preparada (aunque no se sepa si están preparados para algo más que constituirse como colectivo), con sus diferentes posiciones e identidades, pero con los mismos intereses, sino más bien en que las clases subalternas se conviertan en clases dirigentes. Tarea compleja, que solo puede pasar por la conquista del poder real. Sin conquistar lo que Marx llamó “secreto” del poder, las estructuras económicas y de propiedad, cualquier cambio democrático será temporal y limitado. Mientras que la concepción liberal de la democracia se basa en una profunda desigualdad social combinada con la igualdad formal (expresada en aquella famosa metáfora de Anatole France que recordaba que “la ley prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan”), una concepción socialista debería aspirar a que la igualdad social fuese la base de todas las relaciones entre las personas.
¿Y la receta? No se esperen una acabada. Pensar una democracia de los comunes (por buscar una nueva forma de “traducir” el término socialista) debería ser un ejercicio profundamente utópico. No en el sentido de irrealizable, sino que active la capacidad de imaginar un modelo diferente de sociedad, que motive a luchar de forma sostenida y prolongada en el tiempo a “los millones” que pueden cambiar el mundo de base. Sin trabajar desde lo cotidiano con ese horizonte regulador, todas las luchas y esfuerzos de hoy servirán quizás para lograr algunas conquistas parciales (o ni eso, mirese Grecia) o para conquistar posiciones de poder que mejoren el ego y las condiciones materiales de un segmento de la sociedad. Por otro lado, esa fuerza utópica, imaginativa, tiene que ir acompañada de potencia real, social, capaz no solo de soñar con el poder, sino de conquistarlo. Y ahí toca luchar, crear, utilizar todos los frentes: elecciones, medios de comunicación, parlamentos, calles. Pero que nadie se haga ilusiones: sin contrapoderes estables, capaces de conquistar posiciones en la sociedad civil, de ir arrinconando al Estado y de ir transfiriendo el poder real a la gente trabajadora, sin crear una institucionalidad nueva, el sueño del cambio se reducirá a un sueño.
Dudo que la revolución anticapitalista del siglo XXI se haga bajo la bandera del socialismo que tanto obsesionaba a los viejos marxistas, pero tengo bastante claro que no se hará sin esa herencia, sin conquistar un terreno y un horizonte radicalmente diferente al dominante. Puede que se hagan otras cosas: nuevas caras, nuevos gestos, nuevas falsas divisiones ideológicas dentro de los mismos intereses. La única forma que se me ocurre para retomar la tarea socialista sin caer en la nostalgia ni en el cinismo es trabajar por descubrir, desarrollar y construir lo que Alain Badiou llamaba invariantes comunistas: esos elementos constantemente regenerados en los procesos donde la gente de abajo irrumpe en la historia: formulaciones igualitarias, antipropietarias y antiestatales. Por ejemplo, construir contrapoderes como la PAH, en todos los espacios de la vida social.
Capitalismo flexible, precariedad y el nuevo asalariado urbano: las nuevas formas de socialismo
30/11/2016
Eddy Sánchez
Profesor de Ciencias Políticas de la UCM y Director de la Fundación de Investigaciones Marxistas
En un mundo que afronta para las próximas décadas formidables retos por el agotamiento de los recursos naturales y la crisis ecológica, así como por la formación de sociedades con fuertes fracturas sociales y desigualdades crecientes, la única forma de mantener un nivel de vida digno para la población será conseguir hacer más con menos, y esto sólo pasará en las sociedades que tengan organizaciones productivas que lo logren.
Nuestra capacidad para construir una sociedad más productiva, más ecológica, una sociedad en la que sea posible alimentarse, desplazarse, tener una vivienda, calentarse, curarse, educarse, informase, investigar, producir… no se parecerá a la de hoy.
Ante el fracaso del capitalismo a dar respuesta a los nuevos retos de la humanidad, en el contexto de la crisis y desde un país de la periferia europea se presenta de nuevo la urgencia del debate socialista, del debate del socialismo de este siglo que nos propone Espacio Público.
Bruno Estrada presenta el debate socialista como la respuesta a cuatro cuestiones: qué capitalismo tenemos, qué tipo de sociedad existe, qué programa defender y cuál es el sujeto de transformación.
Realidades que el presente artículo resume en tres: capitalismo flexible, precariedad y las nuevas formas de conflicto emanadas de la irrupción del nuevo asalariado urbano.
La entrada de España en la Unión Europea ha dado lugar a cuatro importantes fenómenos: de una parte los conocidos procesos de reconversión industrial; de otra, la llegada masiva del capital extranjero como verdadero agente articulador de nuestra economía; en tercer lugar, las reformas laborales de carácter flexibilizador apoyadas por las instituciones europeas y pensadas para apoyar la implantación de nuevos sistemas de fabricación ligera y especialización flexible y, ya en el marco de la actual crisis, políticas de ajuste salarial y recorte del gasto público que hacen inviable un estado social avanzado en España.
Lo anterior describe la formación de un nuevo modelo social y económico marcado por el capitalismo flexible como realidad dominante. En la Europa de la especialización flexible, España pasa a ser la fábrica de bienes de consumo de masas de gamas medias y bajas para el consumidor europeo y el país del turismo formador de un “enclave del ocio” en el Sur de Europa.
Tal y como plantea el profesor Pablo López Calle, se efectúa una redistribución geográfica de los centros de trabajo en función de la fase del proceso productivo que realizan: la fragmentación de las cadenas de producción y distribución, y la división de tareas entre empresas genera una estructura empresarial de forma piramidal, en la que encontramos, en la cúspide, una cada vez mayor condensación de actividades de alto valor añadido dirigidas por compañías transnacionales provenientes del centro europeo.
En el polo opuesto, esa misma fragmentación de los procesos productivos y la división del trabajo “mental” y del trabajo “manual” entre empresas a que da lugar, permite aprovechar el abaratamiento de los costes laborales producto de las reformas laborales, que buscan incrementar la composición de zonas geográficas de bajo coste del suelo y salarial como la periferia europea a la que pertenece España.
Se multiplica así una economía de “servicios atrasados a la producción” que, escalonadamente, realizan tareas cada vez más descualificadas y que se distribuyen por los grandes corredores industriales de las coronas metropolitanas españolas, o al otro lado de sus fronteras, alejándose del centro según decae el valor añadido de sus productos y bajan los costes laborales y el precio del suelo. Es el caso de la aparición de grandes nodos logísticos y de transporte y otras actividades englobadas bajo la rúbrica general de “servicios a las empresas”, como los servicios de atención al cliente de low cost del modelo de Call Center, mientras las empresas de bienes de consumo de masas y las actividades de la industria auxiliar van siendo deslocalizadas a otros países y son sustituidas por actividades tercerizadas propias del modelo Primark.
El capitalismo contemporáneo necesita una sociedad precaria y flexible, que después de una década de crisis, construye de manera definida el modelo social de la España actual basado en el infraempleo y la sobreexplotación del trabajo.
El modelo de paro-precariedad-flexibilidad está en la base de la aparición y consolidación de una nueva clase trabajadora de servicios que tiene características distintas a la clase obrera industrial o a la conformada entorno a trabajadores y trabajadoras de los servicios públicos y capas medias de profesionales. Estamos ante algo nuevo, ante la irrupción de un nuevo asalariado urbano que puede acabar convirtiéndose en un actor fundamental, no únicamente en las relaciones laborales sino, también, en la composición de la estructura social de España y del resto de países donde el capitalismo flexible es predominante.
Este nuevo asalariado urbano puede acabar vertebrando un discurso de demanda que permita establecer nuevos mecanismos de acción colectiva como demuestra el conflicto de los Contac Center, técnicos de Movistar, NISSAN o camareras de hotel.
Sin embargo, el peso social de esta nueva clase trabajadora no corresponde con su peso político y cultural, lo que la convierte en un sector infravalorado y nada representado en el marco político español, incluido las tradiciones políticas progresistas sean la vieja socialdemocracia, la izquierda transformadora o el populismo. Una izquierda que si no reacciona, puede ser responsable de provocar una neutralización decepcionada de un sector popular, que quedará a disposición de sucumbir a demagogos fascistas de última generación.
Aunque nadie repare en su importancia, este nuevo asalariado urbano tenderá a convertirse en un actor fundamental a nivel social, laboral y político, expresión nítida del fracaso de la utopía feliz del capitalismo flexible y claro sujeto donde sustentar cualquier intento de construcción de una nueva tradición socialista.
El socialismo de este siglo surge de la construcción de programas que a pesar de sus dificultades no condena a la pasividad. El rechazo a la construcción social precaria del capitalismo flexible lleva implícita una política, una propuesta de cambio en torno a una alternativa al núcleo central del capitalismo español formado por su carácter periférico, el turismo como articulador económico y el paro/precariedad como modelo social.
Elementos que requieren recuperar aquella dimensión del socialismo abandonada por la socialdemocracia heredera de Bernstein: la dimensión emancipadora de la subjetividad.
Socialismo… o como quiera que lo terminemos llamando
29/11/2016
Manuel Escudero
Coordinador del Foro de Economía Progresista
No esperen en esta reflexión un hilo de argumentación lógico y encadenad. Más bien voy a funcionar como se hace en las sesiones de diseño, cubriendo la pared con ‘post-its’ ideas y argumentos que vienen al caso, que van completando el cuadro de modo impresionista, a ráfagas, echándose para atrás y viendo lo que falta o lo que aflora.
Sobre el nombre
El socialismo en el siglo XXI, así, a secas, será cosa de nostálgicos, pero no de los que luchan por el progreso de la humanidad. Lo digo porque ya desde comienzos del siglo XX, el socialismo solamente ha servido para el progreso de las sociedades cuando ha ido acompañado de un concepto parejo, el de democracia. El socialismo terminó de existir realmente a finales del siglo XIX y dio a luz a dos vástagos: por un lado, el régimen dictatorial de la planificación soviética, también llamado “socialismo real”; y por otro lado la socialdemocracia de los países avanzados occidentales, que en España y otros países del sur europeo dio en denominarse “socialismo democrático”.
Yo creo que el concepto de socialdemocracia sigue teniendo vigencia. Si se refunda, seguirá teniendo recorrido en las nuevas condiciones del siglo XXI… aunque ¡a saber cómo terminaremos llamándola!
Sobre los principios del socialismo
Lo que sí existe es unos valores comunes que arrancan con el socialismo del siglo XIX y continúan hasta nuestros días.
El socialismo fue la aspiración obrera, y se basó en una ética de la justicia social, la fraternidad entre los desposeídos y la lucha por la emancipación frente a la explotación capitalista.
La socialdemocracia heredó estos valores, y los completó: desde Bernstein, sus señas de identidad fueron la lucha por reformas que mejoraran las condiciones de vida de los trabajadores y, un nuevo elemento, una adhesión radical a la democracia representativa. El reformismo socialdemócrata implicó desde entonces una concepción de la lucha por reformas que tiene en cuenta no solamente la bondad de las mismas, sino también sus posibles efectos negativos, su sostenibilidad a lo largo del tiempo y el cálculo de la correlación de fuerzas para alcanzarlas.
A estas señas de identidad se añadió más adelante una tríada de valores: igualdad, libertad y solidaridad, -donde es la combinación lo que tiene sentido. Los valores de la socialdemocracia han combinado la búsqueda de la justicia social con el respeto a la libertad individual. Donde mejor se manifiesta esta combinación como un todo armonioso, y además de un modo que a mí me parece sublime, es en la concepción de la libertad de Philip Pettit (en su teoría del neorepublicanismo): la libertad es la no-dominación, la persona es libre cuando se sacude todo tipo de dominación (tanto privada como la ocasionada por el capitalismo o por la civilización patriarcal, o pública, la ocasionada por el imperium de un estado abusivamente todopoderoso que suprime la iniciativa inidividual). La lucha contra las dominaciones para alcanzar la verdadera libertad supone la lucha colectiva contra las opresiones, y presupone la necesidad de la intervención del Estado democrático para su eliminación cuando esto es necesario. Es este destilado el que terminó cristalizando en la máxima del SPD acuñada en Bad Godesberg en 1959: los socialdemócratas aspiran a “tanto mercado como posible, tanto Estado como necesario”.
Detenerse, si quiera brevemente, en el ámbito de los principios no es un ejercicio baladí ni para la actual socialdemocracia, como la representada por el PSOE, ni para las nuevas expresiones políticas progresistas, como Podemos.
Para los primeros porque la condición de superación de su estancamiento consiste en volver a empuñar sus principios para ver a través de ellos la realidad de hoy. El capitalismo embridado de los años 60 del siglo pasado no tiene nada que ver con el capitalismo desatado de nuestros días.
Y para los segundos, para el ámbito de Podemos, también puede ser muy importante reflexionar sobre sus principios: las ideas de Laclau, por mor de huir de los dogmas de las viejas izquierdas, son contingentes, conducen a un relativismo ético y minusvaloran la necesidad de principios como ancla de la acción política. Pero sin adherirse con meridiana claridad a una serie de valores, la nueva izquierda no podrá conectarse con los 150 años de luchas, éxitos y fracasos, de los trabajadores por la democracia y la justicia social, ni existirá norte, ni convicciones, ni sostenibilidad de los esfuerzos para transformar la realidad.
Finalmente, en este terreno de los principios es urgente para ambos recomponer en nuestros días el binomio entre justicia social y democracia. En nuestros tiempos la democracia ha sido literalmente secuestrada por la forma actual del capitalismo, el neoliberalismo. Cómo recuperar la democracia para que funcione de acuerdo a los intereses de la mayoría es un frente de deliberación común, tanto para unos como para otros. De qué se trata: ¿de reformar la democracia representativa introduciendo grandes dosis de participación y de capacidad de disputa ciudadana? O ¿de reinventar la democracia en torno a una noción de democracia popular? En el plano teórico éste es el frente más importante en el que avanzar para unos y para otros porque, a no ser que se llegue a planteamientos relativamente similares respecto a cómo rescatar la democracia para la justicia social, otros acercamientos serán imposibles. Y sin embargo es urgente plantear a medio plazo una convergencia imprescindible en la acción política, como veremos más adelante.
Sobre su estado actual
En nuestros días el estancamiento de la socialdemocracia ha ido parejo con la aparición de otras alternativas políticas progresistas, desde los Verdes hasta Podemos.
No me cabe la menor duda de que el estancamiento socialdemócrata se produjo hace ya treinta años, que la Tercera Vía de Blair, que nació con la intención de plantar cara al neoliberalismo, terminó presa de él. Y que tanto su versión inglesa ha encontrado su expresión terminal de fracaso con el Brexit, como su versión demócrata la ha encontrado con el triunfo de Trump.
El error de fondo de la socialdemocracia y su lento languidecer durante estos treinta años consistió en no caer en cuenta que la forma actual del capitalismo, el neoliberalismo, ni es compatible con la justicia social ni es compatible con el Estado de bienestar. El gran error fue pasar por alto el dato fundamental, – que el capitalismo aceptaba cada vez menos bridas y cortapisas. Ignorando este hecho, la socialdemocracia siguió anclada en que lo importante era la gestión desde el gobierno para obtener reformas incrementales, y se convirtió en el gestor alternativo de la economía y las instituciones dentro de los nuevos parámetros impuestos por el neoliberalismo.
Los ocho años trascurridos desde la crisis de 2008 son la evidencia palpable de que el único papel de la vieja ideología socialdemócrata es el de resistencia, pero en absoluto el establecimiento de un nuevo pensamiento político y un modelo económico alternativo al sistema que ha causado la crisis.
El 15M, Occupy Wall St, Syriza, fenómenos como Sanders y Corbyn o la nueva realidad de Podemos han surgido porque el neoliberalismo está causando destrozos sociales cada vez mayores y porque la socialdemocracia no parece acertar en la formulación de nuevas soluciones al estado de cosas actual. Pero estos nuevos proyectos tampoco parecen traer consigo unas teorías solventes de la acción política, dada la magnitud y complejidad de los problemas hoy planteados y los cambios enormes que se avecinan.
Sobre su futuro
¿Cuáles son estos problemas hoy planteados y estos cambios que se avecinan? Yo los resumiría en cuatro aspectos clave que establecen, a su vez, los frentes en los que podrían avanzar tanto los socialdemócratas con su refundación como las nuevas expresiones políticas progresistas en su programa de acción política a medio plazo:
El primer elemento es formular políticas que quiebren de modo eficaz el actual modelo económico neoliberal. Este se encuentra en bancarrota realmente, pero puede arrastrar su injusta e ineficiente naturaleza durante mucho tiempo. Se encuentra en bancarrota debido a que el modelo ha desmembrado la sociedad, a partir de su axioma de bajos salarios y precariado, de modo que vivimos en sociedades desiguales donde el 80% de los trabajadores están económicamente sin oportunidades y donde una minoría acumula de modo creciente la riqueza. Un modelo así está condenado al estancamiento económico, y efectivamente, las perspectivas de crecimiento de la OCDE hasta 2060 no superan el 3% del crecimiento del PIB a nivel global. Está el modelo también en bancarrota porque la actividad económica se ha financiarizado, y el sector financiero ha adquirido una macrocefalia disfuncional y se ha divorciado casi por completo de las actividades económicas productivas: las políticas de expansión monetaria están exhaustas, y no han logrado sacar a las economías del estancamiento, pero sí han permitido un aumento astronómico de los activos especulativos y de la deuda, y han ocasionado en lo que va de siglo tres burbujas y sus correspondientes estallidos. En un mundo sobreendeudado no sabemos cuándo pero si sabemos que en algún momento el “default” por parte de alguno de los agentes económicos (públicos, privados o corporativos) en alguna región del mudo, a raíz de un shock externo ocasionará un nuevo episodio de gran recesión. En definitiva, bajo crecimiento, una economía inestable y un aumento constante de las desigualdades son los tres elementos definitorios del modelo económico actual y hay que encontrar soluciones efectivas para dejar de tener encima esa “espada de Damocles”.
El segundo elemento es hacer frente de modo inaplazable y con nuevas políticas disruptivas a las tres grandes sacudidas sociales que se están levantando en el horizonte inmediato: la amenaza de un cambio climático, la certeza de una aceleración del envejecimiento de la población, y la inevitabilidad de nuevas migraciones masivas, particularmente desde Africa y Oriente Medio hacia Europa. El sistema económico podrá seguir adelante a trancas y barrancas en las condiciones antes descritas. Pero estos tres choques le ponen fecha de caducidad. Por eso las políticas respecto al cambio climático deberían estar en el frontis de cualquier proyecto político sensato hoy. Todos tenemos claro qué supone el cambio climático y por qué hay que detenerlo. Pero sorprende la falta de políticas centrales para descarbonizar nuestras sociedades en un horizonte inmediato, en los próximos 35 años. Se trata de sustituir un modelo de producción energética basado en los combustibles fósiles en otro basado en las energías renovables; se trata de las resistencias que van a poner los actuales oligopolios privados energéticos… y se trata de que, en definitiva, es urgente encontrar respuestas políticas. Lo mismo cabe decir del envejecimiento de la población: entre 2015 y 2050, la proporción de la población mundial con más de 60 años de edad pasará de 900 a 2.000 millones de personas, y en España, se pasará del 16,6% en 2008 a un pavoroso 40% en 2056. Las tensiones que esto va a suponer a los sistemas de pensiones y a los servicios de bienestar son enormes… pero nadie parece estar abordando el tema con la visión de medio plazo, y no solamente en el escenario inmediato, que requiere. Y finalmente, si la población va a aumentar hasta 2050 en mil millones de personas a las puertas de Europa, fundamentalmente en África… nos damos cuenta que las políticas de murallas no van a ser suficientes para resolver el problema?
El tercer gran elemento consiste en que estamos entrando en la era digital, la segunda edad de las máquinas, basada en la utilización de un input productivo muy especial: la información es infinita, y quiere ser libre porque su reproducción digital implica costes decrecientes que tienden a cero. Al calor de esta transformación radical comienzan a aparecer nuevas actividades que tienen poco que ver con el capitalismo y no funcionan con la lógica de su mercado: Wikipedia, los “Creative Commons”, el software libre, las nuevas iniciativas descentralizadas de economía colaborativa, social y solidaria son el embrión de un modo de producción diferente al capitalismo. De la mano de la digitalización de la economía, de la impresión 3D, de la inteligencia artificial y del Internet de las cosas, comenzamos a constatar que el trabajo productivo dentro del sistema capitalista se va convirtiendo de modo creciente en innecesario, que la productividad del sistema se puede mantener a pesar de la expulsión creciente de los trabajadores de los procesos productivos, que las jornadas de trabajo van disminuyendo y pueden disminuir aún más. Comenzamos también a constatar que los precios de muchos productos se mantienen artificialmente debido a la existencia de monopolios u oligopolios, cuando en realidad, debido a la digitalización, los costes reales de producción están disminuyendo. Y comenzamos a ver, por último, que más y más ciudadanos optan por un nuevo tipo de actividad colaborativa, realizada como una actividad de utilidad social pero no de utilidad mercantil, que se ofrece de modo libre al resto de la sociedad. Todos estos grandes cambios económicos y sociales implican necesariamente nuevas políticas: desde nuevas políticas de defensa de los trabajadores cuyas actividades se flexibilizan, pasando por nuevas políticas de educación, de investigación, de apoyo a los embriones de la economía colaborativa y de defensa del bien común frente a los viejos oligopolios (telecomunicaciones, energía, transportes) como frente a los nuevos monopolios digitales.
El cuarto gran elemento es el auge del populismo de derechas: al Brexit le ha seguido Trump, y todo ello ha ocurrido contra un telón de fondo en el que las opciones políticas de ultraderecha en Europa crecen en muchos de sus países. La mayor lección que hay que sacar de lo que está ocurriendo es que la coalición dominante en Europa se está demostrando como ineficaz para detener ese avance. Me refiero a la coalición formada por los conservadores, los demócratas liberales y la socialdemocracia. No solamente es que los resultados, en términos de políticas económicas, han sido desastrosos y desfasados en los años de la gran recesión. Me refiero también a que tanto el Brexit como las políticas frente a los refugiados son el resultado directo de no saber o no poder hacer frente a la nueva marea de populismo de ultraderecha. Los conservadores, en la medida en la que tienen una posición dominante, acaban cediendo terreno a la ultraderecha. La “grand coalition” comete constantemente el error denunciado por Jurgen Habermas de “aceptar el terreno de enfrentamiento definido por el populismo de derechas”. Es necesario comenzar a pensar en una coalición diferente que pase a ser dominante en Europa, y ésta no puede ser definida sino con nuevas políticas en beneficio de las clases medias y trabajadoras por parte de una nueva alianza entre una socialdemocracia refundada y una nueva izquierda cabalmente reformista. El “progressive caucus”, que comienza a formarse de modo muy tentativo en el parlamento europeo, es el embrión de esa coalición alternativa. Pero para que ésta realmente remonte el vuelo se necesitan movimientos paralelos y complementarios en muchos países europeos, y notablemente, en el nuestro.
Es cierto que aún la refundación de la socialdemocracia o la construcción de un programa claro a medio plazo por parte de las nuevas fuerzas progresistas en España están en ciernes. Y es cierto que, por el momento, la tentación del mutuo aniquilamiento entre las fuerzas de izquierda españolas prima mucho más que los deseos de reconocerse mutuamente respetando las diferencias de cada cual. Pero, al menos, deberían quedar claras dos cosas, como acicate para que desde ambos campos se progrese: en primer lugar que Europa ya no es un terreno de juego sobre el que hablar solamente cuando se acercan las elecciones europeas, sino que es un terreno de juego nacional tan importante como todas las políticas domésticas combinadas. Y en segundo lugar, que el único modo de detener a la ultraderecha será, como lo ha sido en toda la historia moderna, la unidad de acción de las izquierdas.
A vueltas con el nombre
Termino como empecé, a vueltas con el nombre.
Hablar de la posibilidad de una nueva sociedad al alcance de nuestras manos, en 30 0 50 años, ya no es una utopía, una ensoñación aspiracional, sino una propuesta racional, basada en evidencias.
Es racional decir que con el apoyo de la política podríamos avanzar hacia una sociedad postcapitalista, como sugiere Paul Mason. Una sociedad en la que la gente tenga un acceso casi gratuito a los bienes esenciales, desde la cultura, la educación, la sanidad, las telecomunicaciones, los transportes o la energía, donde se trabaje dos o tres horas al día en actividades productivas de mercado y donde el resto del tiempo las personas se dediquen a actividades de utilidad social y para su comunidad. Una sociedad en la que el capitalismo no habrá sido abolido, sino arrinconado, y donde el mercado no habrá desaparecido, sino despojado de los poderes corporativos que hoy lo desfiguran.
Vaya usted a saber si, dentro de diez años, el socialismo del siglo XIX y la socialdemocracia del siglo XX no pasará a ser denominado, por ejemplo, el postcapitalismo del siglo XXI?
¿A qué capitalismo nos enfrentamos?
24/11/2016
Joan Herrera
Director de la Escuela Superior de Cuadros de CCOO
¿Estamos ante el mismo capitalismo que hace 30 o 40 años? ¿Debemos responder ante este desde los mismos parámetros? Las respuestas a estas preguntas son obvias. No, ni el capitalismo es el mismo ni la respuesta puede ni debe ser la misma.
Pero vayamos por pasos. En primer lugar hay que adentrarse en el escenario de los últimos años, la nueva etapa del capitalismo en algunos de sus aspectos mas destacados.
Por un lado en el conflicto entre capital trabajo. Por otro lado, en el conflicto capital biosfera, y por último en los elementos de control político del mismo.
Capital trabajo
Empezando por el primer eje, el capitalismo financiarizado, es el que viene operando en los últimos 30 años. Una de sus principales características está en salarios reales estancados mientras la productividad sigue creciendo y en crecientes niveles de endeudamiento que nutren burbujas de activos más y más grandes. El capitalismo hoy no despliega principalmente su actividad en la producción de riqueza sino en la adquisición de la misma. Mayoritariamente no produce sino que acumula y extrae. Es la expresión no de la transformación, sino de una acumulación sin precedentes. Y por supuesto expulsa a aquellos que no son necesarios volviéndolos invisibles, inexistentes, como bien explica Saskia Sassen.
Para cada unidad de PIB material nos dicen que cada vez es menos central el trabajo, pero en contraste el trabajo es fundamental en la creación de los valores intangibles de los productos y servicios y es el trabajo no remunerado, pero trabajo, el que mantiene una mínima cohesión social-.
Las reformas laborales favorecen la consolidación de un poder discrecional de la dirección de la empresa casi absoluto en la determinación del trabajo en concreto, lo que implica a su vez discrecionalidad – esta es una problemática en la que insistía siempre Bruno Trentin – en la cantidad y calidad de la información de la que disponen los trabajadores que diseñan y ejecutan el mismo. La realidad es que hoy en ningún caso se avanza hacia la flexiseguridad (más flexibilidad con mas seguridad y cobertura social) sino a la flexiexplotación, con flexibilidad combinada con salario de miseria, y en la que el papel de la renta del trabajo cada vez tiene menos de redistributivo. La flexibilidad es resultado de una decisión autoritaria del empresario, no es fruto de los consensos internos alcanzados en la empresa.
Capital biosfera
El capitalismo financiarizado que vive de la extracción también se traduce en la financiarización del territorio y de la ciudad. Esa financiarización se traduce en una depredación del territorio, en la mayor extinción de especies de los últimos milenios, y sin lugar a dudas en la transformación abrupta del planeta, el espacio en el que nacemos, vivimos, respiramos, nos relacionamos o amamos.
Este conflicto entre capital y biosfera tiene una dimensión nueva, ya que puede hacer que ese espacio en el que desarrollan las relaciones humanos sea aún más hostil. Como muestra lo que dice espacio tan poco subversivios como l Departamento de Defensa de EEUU, en su revisión cuatrienal de su Estrategia Nacional de Seguridad incorporaba la siguiente reflexión “El cambio climático, puede exacerbar la escasez de agua y conducir a incrementos notables de los precios de alimentos. Las presiones originadas por el cambio climático influenciarán la competencia por los recursos al tiempo que supondrán cargas adicionales para las economías, sociedades e instituciones de todo el mundo. Estos factores son multiplicadores de amenazas que agravan factores de presión existentes en el exterior como la pobreza, la degradación ambiental, la inestabilidad política y las tensiones sociales”.
Pierre Calame dice que durante el siglo XX es el Estado, quien aseguraba la coherencia horizontal, y la Empresa la que organizaba la coherencia vertical. Pero esa doble dimensión ya no responde a los principales retos de la humanidad en pleno siglo XXI. Este describe tres crisis, las relaciones entre sociedades que deben gobernar los bienes comunes globales, las relaciones entre los seres humanos y las relaciones entre humanidad y la biosfera, siendo esta tercera crisis una de la que va hacer que se acentúan las anteriores.“Hemos entrado –describe Calame- en la era del Antropoceno una era geológica
caracterizada por el impacto cada vez más masivo de las actividades humanas sobre la biosfera”.
Control político
La democracia, entendida como un espacio de definición de contrapoderes, estorba. El socialismo por tanto tiene como aliado los mecanismos democráticos, pero una democracia vinculada no sólo al ejercicio del voto, sino a la garantía de derechos.
En contraste con ello, la desigualdad y la exclusión empujan a nuevas formas del ejercicio del poder que limita su oferta de persuasión a un tercio de la población mientras desarrolla mecanismos de coerción y de limitación democrática para el resto. Tenemos así un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio, pero además tener el poder suficiente como para impedir un sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder político y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del mercado libre.
Según Horace Mann en 1846, sólo un «ser aislado, solitario, sin relaciones con la comunidad que lo rodea podría suscribir la arrogante doctrina de la propiedad absoluta.» Hoy las élites apenas tienen entorno. Unas élites que no sólo controlan el flujo internacional del dinero sino también la información, presiden fundaciones e instituciones de enseñanza superior, tienen instrumentos de producción cultural y establecen los términos del debate público. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta –en el sentido de Popper– u optimista, en el sentido de Deutsch. En contraste con la “rebelión de las masas” orteguiana hoy pasamos a la rebelión de las élites.
Los poderosos ya no precisan de políticos a los que influir (o corromper, o amenazar): tienen el control directo de los Estados a través del capital financiero (los “mercados” famosos) y sus agencias de calificación (a quien se sale del dogma se le incrementa la nota, con la consecuencia de recorte del gasto público por el incremento de la deuda). Pero tienen un problema de legitimación. El poder necesita un proyecto a largo plazo que hoy el capitalismo no tiene, que está redefiniendo en la administración, la justicia y la educación. Por eso, hoy, el núcleo duro, compuesto por las fuerzas económicas y las fuerzas del orden necesitan dar la cara, salir a la intemperie. Las guerras asimétricas y las políticas de cerco son expresión de la contundencia con la que se preparan los conflictos.
El desiderátum del neoliberalismo es, en definitiva, la supresión de los controles constitucionales, judiciales y sociales sobre los poderosos. Si subir cada peldaño es fruto de un costoso proceso de acumulación de fuerzas, existe un peligro cierto de que en cualquier momento bajemos varios escalones civilizatorios por la presión que ejercen los poderosos para mantener e incrementar sus privilegios.
En este escenario de desposesión es más necesario que nunca una propuesta de reapropiación. Una propuesta en una democracia cada vez menos deliberativas y cada vez mas plebiscitaria. El debate y la deliberación apenas existen. Y en eso juega un papel la crisis absoluta del papel de los medios, lastrados por su dependencia del sector financiero y sin capacidad o voluntad de ser el espacio de deliberación necesario sobre las políticas.
Pero ese es el terreno en el que construir la alternativa. Pero dicha propuesta no es sencilla. Como escribía Owen Jones tras la victoria de Trump “El centrismo, la ideología de los supuestos moderados, está colapsando. En los 90, la tercera vía por la que abogaron Bill Clinton y Tony Blair podía sostener la dominación política en la mayor parte de Estados Unidos y Europa. Pero se ha marchitado ante los retos del resurgimiento de la derecha populista y los nuevos movimientos de la izquierda”. La cuestión es quien dará respuesta.
Así, una opción es la resignación y que el nuevo marco se aposente, bastándole la legitimación entre los incluidos. También es posible que se rastreen escenarios de utopías disponibles, entre las que la salida independentista ha sido una de ellas, como bien explica Marina Subirats. Y en el peor de los casos se cae en propuestas construidas desde el odio, desde construcción de relatos antiestablishment por quien mejor los defiende, -Frente Nacional, Ukip o Donald Trump-. Lo escribía Sanders en New York Times “No es ninguna sorpresa para mí que millones de personas que votaron por el Sr. Trump lo hicieron porque están enfermos y cansados del status quo económico, político y mediático”.
Nota: Este texto es la primera parte de un texto más amplio del autor, por razones prácticas se ha decidido presentarlo en dos artículos. La segunda parte se publicará en breve con el título ‘Construyendo alternativas’.
Desafíos para el socialismo del siglo XXI
22/11/2016
Pedro González de Molina Soler
Profesor de Geografía e Historia
«Nunca separé la República de las ideas de justicia social, sin la que sólo es una palabra.» Jaurès.
Para comenzar, quiero agradecer la invitación de Bruno Estrada a participar en este debate que deseamos que sea fructífero, de un tema que sigue siendo candente en la actualidad, y más tras ver las crisis de los partidos socialdemócratas en Europa y las lecciones de la nueva izquierda latinoamericana en retroceso. En líneas generales, podemos estar de acuerdo con la exposición de Bruno Estrada sobre el socialismo, tanto en su pasado como en sus perspectivas futuras, aunque podríamos matizar algunas cuestiones, que entendemos que no se podían abordar en tan poco espacio, como la vertiente profundamente republicana, y por tanto en defensa de la libertad, que tiene Karl Marx, o la necesidad de complementar el socialismo con la ecología.
Es interesante comenzar con el fracaso de los modelos reformistas- socialdemócratas-, como los supuestamente “revolucionarios” o nacidos de una revolución- comunistas-, en la década de los años 80. Por un lado vemos el fracaso del “socialismo real” con la caída del muro de Berlín, y la rápida desintegración del Bloque del Este y la URSS, y por el otro, el fracaso de aquellos gobiernos que ante la crisis del 73 intentaron ensayar las medidas keyensianas que no funcionaron al no tener respuesta ante la estanflación. De hecho, el fracaso del gobierno laborista de James Callaghan ante el “invierno del descontento” en Inglaterra, y del “Programa común” del gobierno de Miterrand en Francia, que acaba con la posibilidad de “un reformismo en un sólo país”, hunden las expectativas de la socialdemocracia que se queda sin proyecto. Una vez llegan los gobiernos neoliberales al poder ,los antaño poderosos movimientos obreros son derrotados uno a uno, y con ello se quita la tierra sobre la que se asentaban los partidos socialistas y comunistas. La derrota histórica de los proyectos emancipatorios del siglo XIX y XX deja a las fuerzas populares desorientadas y sin un proyecto al que oponer al neoliberalismo, que se erigió como el gran triunfador de la crisis.
En ese contexto se produce un giro a la derecha de todo el espectro político de izquierdas. Los partidos comunistas que consiguen sobrevivir (salvo alguno de los “ortodoxos”) se transforman en partidos socialdemócratas en lo programático, y los partidos socialistas abrazan la nueva teoría que iba a lograr restaurar las mayorías sociales en las diversas elecciones para los Partidos socialistas o socialdemócratas: “La Tercera Vía”.
La “Tercera vía” entre el comunismo y la socialdemocracia, teorizada por Giddens y aplicada por los gobiernos de Lionel Jospin, Schöreder, González o Blair, supuso un giro de 180º grados en la práctica y programa socialdemócrata. Se abandonaba cualquier pretensión de acercarse al socialismo mediante las reformas, como habían intentado Palme o Allende, por dedicarse a gestionar lo posible en ciclos cortos. Fueron proscritos los análisis marxistas y sus categorías de pensamiento, siendo sustituidos por la indigencia intelectual y por análisis muy cercanos al neoliberalismo. Ante la desaparición de parte de la clase obrera en los procesos de reconversión industrial que asolaron todo el Continente, en los PS se produce un tránsito a la “clase media” como sujeto privilegiado. Las diferentes medidas keynesianas van siendo abandonadas para acoger la ortodoxia neoliberal en lo económico, aunque se mantiene, hasta la actual crisis, una serie de políticas sociales que reducían el impacto. La Justicia social es sustituida por la igualdad de oportunidades, y con ella es abandonada cualquier tipo de política transformadora que fuese en dirección a acabar con las desigualdades o la exclusión social. Como dijo Thatcher cuando le preguntaron cuál era su mayor éxito, ella respondió: “Tony Blair”, o lo que es lo mismo, la domesticación de la oposición, sustituyendo la alternativa por la alternancia.
En este proceso de crisis estructural de dichos partidos, que ha abandonado el proyecto socialista, habría que recuperar dicho proyecto emancipador precisamente en un momento favorable, una crisis estructura del capitalismo, provocada por el mundo de las finanzas. Eso significa reactualizar parte de las tesis del marxismo, así como abandonar las categorías obsoletas, y tratar de innovar en el pensamiento socialista. Para ello podemos esbozar una serie de debates necesarios tanto en el campo socialista, como en la izquierda en general. Debates fundamentales para poder detener la ofensiva oligárquica neoliberal que por ahora está ganando en muchas partes del Globo.
Es necesario, en primer lugar, recuperar los conceptos de clase social, lucha de clases, desigualdad, y reactualizarlos a la situación actual, que es diferente a la que vivió Marx, y de esa manera poder intervenir en el campo popular, para organizar a los sin voz de esta sociedad y poder cambiar el sistema. La desigualdad es uno de los problemas principales en nuestro siglo y debe de ser el caballo de batalla principal, junto a la democracia, la ecología y el feminismo, del socialismo. Igualmente, hay que recuperar la crítica al sistema capitalista desde los diversos prismas, innovando en las soluciones, buscando una teoría económica alternativa, que experimente, tal y como han hecho los neoliberales cuando han llegado al poder. Ésta teoría económica alternativa tiene que ir en la dirección de democratizar la economía (un ejemplo serían las cooperativas), y tiene que estar inmersa en el paradigma ecologista, ya que es la base principal de reproducción de la vida en el Planeta. Eso significa abandonar los paradigmas que basan toda la redistribución en el crecimiento.
Por otro lado, hay que tomarse en serio la globalización como tal, y la UE en el contexto europeo. Existe una falta de proyecto en las dos direcciones, por un lado nos encontramos atados de pies y manos por un pensamiento “euro-bobo”, y por la otra, en un intento de volver al Estado-nación donde la “soberanía nacional” sería el remedio mágico a todos los problemas, mientras se compite con la extrema derecha en su campo electoral. La estrategia de fondo tendría que ser flexible, por mucho que se quiera volver al Estado-nación, sigue siendo necesaria la cooperación internacional y el internacionalismo para evitar derivas nacionalistas y xenófobas en Europa. Esto no significa que no haya que criticar a la UE, e incluso plantearse una salida controlada de una parte de la misma en caso de fracasar en un intento de romper en el interior con el programa austeritario del eje Bruselas-Berlín. Pero la UE debería de ser, en ese caso, sustituido por otra forma de cooperación y unión de varios países europeos para poder sobrevivir a las duras condiciones de la Globalización neoliberal.
Otra de las batallas fundamentales es en el plano de los valores, los principios, y los postulados ideológicos, como por ejemplo por el concepto de “libertad”, indisoluble en el pensamiento socialista de la igualdad y la fraternidad. Estos deben de ser lo suficientemente firmes para poder derrotar al “sentido común hegemónico” neoliberal. Esto también significa la necesidad de construir espacios, ya sea en el plano laboral, educativo, político, de consumo, etc., que funcione de una manera distinta y que sirvan de ejemplo a imitar. Sin una lucha para construir otra forma de cultura, de tipo de organización política y laboral, etc., y sin unos principios firmes, se corre el riesgo del “aggiornamiento”, que acabe por echar por tierra cualquier proyecto emancipatorio.
Urge establecer una lucha dura por la democracia en su sentido amplio. Por una democracia fuerte que combine la democracia representativa y la participativa, hay que experimentar con diversos modelos y con un diferente tipo de institucionalidad. La lucha contra la oligarquización de las democracias, y contra las desigualdades (ya sean de raza, clase, género, etc.), son las dos grandes tareas del socialismo en este siglo.
Como último, la lucha por recuperar los derechos perdidos en este ciclo neoliberal, como por recuperar el Estado del Bienestar que se está privatizando no se debe de quedar ahí. Es necesario pasar a la ofensiva, ofrecer esperanza y un proyecto de largo aliento, que pase por agrandar el Estado del Bienestar abriendo espacios de democratización en el interior del mismo, como abrir espacios para que florezca la economía social, las cooperativas, etc. Es necesario conquistar nuevos derechos que incluyan los derechos sociales y económicos.
Rescatando el socialismo o ¿qué es socialismo en el siglo XXI?
21/11/2016
Carlos Martínez
Co-primer secretario de Alternativa Socialista
La idea socialista supera a los aparatos de la mayor parte de los partidos llamados socialistas y socialdemócratas “oficiales” y vinculados a la llamada internacional socialista.
Hay demasiadas personas a un lado y otro del espectro político y por supuesto las oligarquías que viven a costa de esos partidos, deseando que el socialismo sea un engranaje profesional, dedicado exclusivamente a gestionar el capitalismo y a ser su cara algo más amable y caritativa. Todo lo más mejoras en sanidad, pensiones –si puede ser- y educación. Igualdad de oportunidades, pero sin corregir precisamente lo que impide que las oportunidades sean las mismas para todas y todos, oséa, la injusta distribución de la riqueza y desde la implantación del neoliberalismo, las políticas de austeridad y los recortes.
Por eso el socialismo de este siglo, para sobrevivir necesita volver a plantearse los problemas que dejó abandonados y cuya culminación de su desastre y derechización fue la llamada tercera vía, de la que Felipe González fue un pionero. Es más, en España, está llevando –González- al PSOE a la irrelevancia y la destrucción con tal de apoyar a la corona, el establishment y los poderes establecidos desde antes de 1975.
Lo primero es que el origen del socialismo, utópicos aparte, es marxista, al menos en su ideario moderno. Lo segundo, que su principal impulsor fue el movimiento obrero. Tercero, que con Kaustky, Jaures, Iglesias, incluso Bernstein, se aplicó en conseguir gradualmente y de forma democrática el socialismo, estando sus partidos enfrentados a la burguesía. Es decir el reparto, la creación de una nueva economía social, justa y en la que los productores, serían los dueños de los medios de producción. Democracia política para conseguir la democracia económica plena. Sin democracia económica, ni hay socialismo, ni se puede afirmar por parte de quien no la defienda que es socialista, ni socialdemócrata. Los laboristas introducen posteriormente con fuerza y éxito las nacionalizaciones de los servicios públicos, transporte público, energía, industria pesada y por supuesto sanidad.
Así pues, si el socialismo hoy no recupera la idea del reparto de la riqueza, y ello puede hacerse de diversas formas, no hay ideal socialista. Alguien puede decir que soy dogmático, pero claro, yo le respondo: ¿Estamos hablando de socialismo, o de democracia cristiana o de liberalismo? Si hablamos de socialismo la propiedad no es un concepto sagrado, sino un bien a repartir y a hacer colectivo. Seamos claros.
Para recuperar la idea socialista y su impulso, lo primero es recuperar el sueño de que es posible construir otro mundo. Lo segundo, saber que la clase obrera existe. Es diferente, si, pero ¿Qué son precarias y precarios, becarias y becarios tanto del sector público como privado, reponedoras, cajeras, envasadoras, vendedores y vendedoras de franquicias o falsos autónomos de instalaciones, compañías de telefonía etc. sino los nuevos jornaleros? Obreras y obreros con carrera, educados para ser clase media, pero que matarían por tener el sueldo de un ferroviario, un montador de una gran fábrica o una enfermera de la Seguridad Social con más de cuarenta y cinco años y de los que quedan pocos. Esa es la gente (Los jóvenes sin futuro) que Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, socialistas ambos –no otras cosas- han logrado ilusionar y que vuelvan a llenar los locales laboristas o hacer una campaña en las primarias demócratas, que la perdedora que apoyaba el sistema tuvo que trampear para vencer. Ese es el camino de la recuperación, la vuelta a generar el sueño de otra sociedad, implementando políticas transformadoras y rompedoras con la injusticia neoliberal. Denunciando que la falacia neoliberal es un fracaso para las gentes y su derecho a una vida digna, practicando otra política e iniciándola desde los ayuntamientos. Recuperar la identidad de clase, el compañerismo social, la solidaridad entre asalariadas y autónomos iguales, frente a otras identidades que nos dividen. Recuperar la cultura como elemento de liberación y disfrute.
En el estado español y ahora, recuperar el ideal republicano y la república. Combatir con fuerza y efectividad el precariado. Volver a poner en el centro de la agenda el salario mínimo y la dignidad laboral. No dejar a nadie en la cuneta, sea cual sea su edad. Educación pública, universidad pública accesible. Derecho al cuerpo, a la vida, a la identidad sexual. Defender pensiones públicas, banca pública, rentas permanentes garantizadas a paradas y personas sin seguridad vital… Volver a nacionalizar los regalos hechos a poderosos amiguitos del poder, crear sector público, apoyar la economía social… Defender a los sectores productivos del poder financiero y de los tratados internacionales que sólo favorecen a las grandes multinacionales. Ser honestos, honrados, valientes y alegres. Ser tan profundamente demócratas que seamos capaces de repartir el poder y la riqueza. El socialismo democrático es autosuficiente y un valor en sí mismo tan preciado que demasiadas y demasiados quieren destruir o piratear.
Defender el estado. Estado laico y republicano, federal. Denunciar que de la teta de los gobiernos, la UE etc., viven precisamente los grandes y poderosos que atacan lo público y dicen que ha fracasado, pero lo hacen por seguir defendiendo sus intereses labrados a costa de jugosos contratos públicos, subvenciones al capital y la banca o la corrupción de la que son los grandes beneficiarios. Seamos tan claros como el gran Pablo Iglesias, el educador de multitudes y padre de nuestro socialismo. Eso si tiene futuro. Un futuro de libertad y reparto.
El socialismo del siglo que viene y del otro
18/11/2016
Pedro Chaves
Politólogo, investigador especializado en la UE
La victoria de Donald Trump nos golpea en las retinas, en el corazón, en el cerebro. Intuimos que este hecho tendrá consecuencias imprevisibles y negativas. Los “poderes salvajes” de los que hablaba Ferragoli, la emergencia de poderes privados que colonizan el espacio público en beneficio propio, se han cobrado una pieza mayor: nada menos que Estados Unidos. Y una vez más, y no es la primera en la historia ni será la última, un representante de las clases dirigentes se aúpa al poder empujado por una fuerza en la que encontramos muchos brazos y esperanzas venidas desde abajo. Por incomprensible que parezca sectores obreros y populares dan su bendición y colocan sus expectativas en un personaje cuyos orígenes de clase y programa político son un agravio para esos mismos sectores. El representante de los poderes salvajes, el emisario de la devastación neoliberal sin límites elevado a los altares invocado por las plegarias de la grey de pobres, obreros, inmigrantes legales y mujeres. Y nosotros hablando de socialismo: ¿nos hemos vuelto locos?
Igual sí, quien sabe, pero me parece que el debate sobre lo que hoy pueda querer decir esa palabra tiene mucho sentido, más todavía si no perdemos de vista el rubio tupé que tendremos más que presente en nuestra próxima cotidianeidad. A fin de cuentas, socialismo ha sido antes que ninguna otra cosa la bandera de una esperanza; una aprehensión laica de la imaginería milenaria y redentora que siempre estimuló las esperanzas de los de abajo. El socialismo hizo pensable un mañana más prometedor en esta vida a cambio de un compromiso de participación y lucha. La idea básica del socialismo ha sido: que la desigualdad lacerante que daba casi todo a una minoría podía revertirse con el concurso mancomunado de los que sufrían la desigualdad. Para los y las de abajo la idea de comunidad no era una opción, era una exigencia. Y aunque una perspectiva racionalizadora coloca el análisis antes que la acción, las cosas no suelen funcionar así. Con mucha razón y razones, Gramsci escribió en enero de 1918 que la revolución rusa había sido antes que nada: “una revolución contra El Capital de Marx”. “los hechos han superado las ideologías –continuaba Gramsci-. Los hechos han provocado la explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la Historia de Rusia habría tenido que desarrollarse según los cánones del materialismo histórico”. Los bolcheviques no eran “marxistas”, y punto.
En buena medida los tres componentes sustantivos del socialismo entendido como emancipación no han cambiado: la idea de una sociedad superadora de la actual; la exigencia de un acuerdo entre las mayorías para, cuando menos, reequilibrar la situación y revertir las asimetrías y una voluntad de comprender lo que ocurre sin vocación dogmatizadora.
Pero la vida ha pasado deprisa desde la caída del Muro de Berlín y parece que fue ayer. No podemos reescribir la Historia pero sí podemos intentar compartir algunas de sus enseñanzas a condición de intentar no seguir usando los viejos paradigmas que fueron sepultados con los ladrillos y cementos abatidos esa noche y otras más después de esa.
Entre las gafas ideológicas más persistentes figura la que divide el mundo entre reformistas y revolucionarios: entre los que pareciera que siempre buscan negociar y acordar con el sistema y aquellos/as que son inmunes a los cantos de sirena de los poderosos y mantienen invicta la bandera de la “revolución o muerte”. Una mirada antes antropológica que política nos advertiría que las sociedades siempre conocerán ambas propuestas y que la voluntad de cambio y de reforma siempre van de la mano conflictivamente.
La Historia que ahora nos importa conoció un decurso que dividió organizativamente esas tradiciones y las confrontó en el plano ideológico. Entre la socialdemocracia y el comunismo se disputaron la representación de los sectores populares y pugnaron por ser los preferidos de las inexorables leyes de la historia. Sin duda, en este punto, el comunismo construyó un relato que hizo visible la esperanza y que conectó, de manera concreta, la actividad militante con el devenir de la Historia. Como afirmaba el filósofo Alain Badiou: “Repartir planfetos en un mercado era también subir a la escena de la Historia”.
Más allá de su justificación la división histórica a la que nos referimos se trata de un hecho histórico, una singularidad comprensible y explicable en un determinado contexto y circunstancias. Una división marcada por el origen de los partidos y por otros clivajes socio-económicos y su representación. Pero algunos han querido vivir de este cuento hasta nuestros días, en ambas tradiciones.
En la tradición socialdemócrata la perspectiva revolucionaria se ha demonizado al punto de convertir en una caricatura el anhelo de cambio social; como si pelear por el cambio sistémico fuera una actividad propia de enajenados peligrosos. Un ejemplo patético pero expresivo de ese mainstream cutre frente a las acciones de cambio social quedaba maravillosamente reflejado en la contestación excesiva de un concejal de UPN en el ayuntamiento de Pamplona que para negarse a apoyar la propuesta de la izquierda de ampliar el carril bici en la ciudad –de eso se trataba- recordó al infortunado portavoz de la iniciativa que las utopías comunistas y ultraizquierdistas habían costado millones de muertos y sociedades donde nadie quería ir ni vivir.
Del lado de la izquierda revolucionaria persisten los profesionales de “la crisis de la socialdemocracia”. Algunos llevan veinticinco años (o más) vaticinando o el fin, sin más, de la socialdemocracia, o bien, en versión más soft, el fin de las posibilidades de existencia de los partidos socialdemócratas deduciendo esta muerte agónica del cierre de las condiciones estructurales de su existencia. En ambos casos siguen analizando el presente con conceptos que comenzaron a dejar de tener una capacidad explicativa completa a finales de la década de los setenta del pasado siglo. Por otra parte, si bien miramos los datos la realidad es que la que va camino de su consunción organizativa es la izquierda radical en la mayoría de los países europeos. Y las formaciones que han tenido capacidad de respuesta y representación de los de abajo se parecen a las viejas formaciones revolucionarias como un higo a una castaña. Pero es muy propio de nuestros pagos empecinarse en la idea de que si la realidad no coincide con nuestras teorías pues mucho peor para la realidad.
Así es que parecemos obligados a reconsiderar los espacios, las estrategias y la representación. Y pensar el proceso de cambio en clave de reorganización del conjunto del espacio popular. Por ejemplo, cierto es que la idea de un 99% contra un 1% es un slogan de imposible concreción político-organizativa. Pero en la parte que hay de verdad hemos de reconocer que el neoliberalismo victorioso golpea a sectores mayoritarios de la población que no son reducibles a los sectores populares. Siendo así parecería razonable reconsiderar el curso de la historia desde estos parámetros: la desigualdad como un hecho cierto, complejo y masivo. La tensión entre estrategias de cambio gradual y de cambio sistémico disruptivo siempre existirá, pero hoy son significantes sin significado: ¿qué es la revolución hoy? ¿Qué es un reformista hoy? ¿Qué significan estos dos conceptos en el contexto de la globalización neoliberal? ¿Debe seguir siendo el socialismo un asunto “de clase” según el viejo paradigma, o es el momento de repensar el debate sobre la sociedad futura según otros criterios de interpretación?
Un segundo elemento a compartir tiene que ver con la geopolítica del cambio social. Los modelos socialdemócratas y comunistas del pasado siglo y en general todas las tradiciones vinculadas al socialismo como propuesta de cambio social, están referenciadas en el estado. El estado-nación es el espacio natural donde se desenvuelve el conflicto político, donde se asegura la representación, donde son pensables las alternativas y donde se cuecen las correlaciones de fuerza socio-políticas que pueden cambiar las cosas. Pero una buena parte de esas consideraciones pertenecen a un mundo que ya no existe y que no volverá a existir. El mito de la soberanía nacional y de la independencia sigue agitándose con mucho éxito por parte de la extrema derecha y con un poco más de incomodidad por una parte de la izquierda alternativa, pero el presupuesto de un Estado en condiciones de auto-determinarse económica y políticamente es una bandera que solo puede mover a la melancolía. Puede que siga siendo útil –insisto, más para la derecha que para la izquierda- para producir reagrupamientos de fuerzas pero no está condiciones de satisfacer sus exigencias de garantizar la plena autodeterminación democrática de la comunidad política.
En lo que hace a nuestras tradiciones no estará demás recordar esa vocación internacionalista y solidaria que vinculaba el socialismo a un proceso histórico que debía reunir virtuosamente a los países más desarrollados primero y a los periféricos después. La Nueva Política Económica puesta en marcha por Lenin en Rusia era la respuesta seria a una eventualidad histórica sobrevenida: una vez hicieron la revolución contra “El Capital” debieron gestionar lo imprevisible. Y lo inesperado era que, una vez más, lejos de lo que el materialismo histórico parece que quería decir, la revolución o había fracasado o no había habido noticias de la misma en los países más desarrollados del capitalismo triunfante. Lo del “socialismo en un solo país” fue una ocurrencia de Stalin para salir del paso, después de eliminar cualquier resistencia interna y toda vez que se confirmaba que la reacción de las clases dominantes se había cargado las leyes del materialismo histórico sin ninguna conmiseración.
El repliegue nacional me parece una estrategia tan improbable como mentirosa. Improbable porque la acumulación de fuerzas que hoy exige ese discurso precisa servir de mamporrero a ideas xenófobas y excluyentes; exige volver a levantar fronteras entre trabajadores al amparo de la célebre expresión de que “a quien dios se la de San Pedro se la bendiga” y significa volver a colorear las fronteras del mundo. No debería costar mucho trabajo convenir en que ese cultivo político es el precipitado adecuado para una intoxicación derechista en toda regla. Me produce desconfianza pensar en que alguien va a poder gestionar esa amalgama desde la izquierda.
Y la considero mentirosa porque la promesa mayor implícita en esa demanda de independencia es la idea de la autodeterminación de la polis. El mensaje es que: una vez recuperemos nuestra soberanía seremos libres. Ningún país tiene hoy capacidad para regular de manera autónoma los flujos económicos, financieros o migratorios. Ningún país está en condiciones de levantar diques contra el calentamiento global o contra las enfermedades globales. Y la presunción de que podemos elegir a la carta en qué cooperamos y en qué no es un abuso de la inteligencia ajena.
De paso, esta forma moderna de pensamiento mágico nos evita pensar en las exigencias de una democracia supranacional y cómo hacer, por ejemplo, que la UE de hoy –un proyecto al servicio de las grandes multinacionales- se convierta en una oportunidad de cambio para las grandes mayorías. Reconozco en este debate un prometedor campo de batalla presente y futuro en el espacio mismo de la izquierda alternativa.
El tercer aspecto alrededor del cual podemos reflexionar tiene que ver con un aspecto normativo relevante: ¿Cómo pensamos debe ser la sociedad socialista? No me refiero tanto a su organización económica o a su articulación político-institucional, sino al ideal social, a lo que responderíamos si nos preguntaran ¿cómo te imaginas una sociedad feliz? La teodicea socialista imaginó un futuro angelical y que había excluido el conflicto, cualquier conflicto. Una cierta recreación pastoril renacentista de las sociedades venideras. De hecho en la ex-URSS se acabó la disidencia política cuando se llegó a la conclusión de que si la sociedad soviética era la encarnación de las leyes de la historia y era, por ello, un producto tan perfecto como inexorable, la oposición política a la misma sólo podía ser pensada desde la psiquiatría, un trastorno de realidad que merecía atención médica, algunas pastillas y mucha atención médica. Para ser justos, esta perspectiva de un futuro sin conflictos era una continuidad respecto de las tradiciones utópicas que imaginaron de manera parecida los mundos del mañana.
Pero lo cierto es que las dudas sobre el futuro feliz y sobre el ideal de sociedad nos han perseguido desde siempre. En la literatura Stanislaw Lem construye una ficción agobiante en “Retorno de las estrellas” donde unos viajeros espaciales llegan a una tierra feliz, que nada en la abundancia 128 años después de haber despegado en un viaje intergaláctico. El protagonista descubre progresivamente que el bienestar material y la felicidad aparente han exigido un alto precio: renunciar a una parte de nuestra humanidad.
En el cine, algunas películas nos han dado pistas sobre los problemas que laten en las opulentas sociedades del norte de Europa. En el año 2000, Lone Scherfing nos conmovía con “Italiano para principiantes”, un reflejo amable pero descarnado de la sociedad danesa del momento. Una sociedad consumida por el aburrimiento y la soledad, personajes desamparados y tristes que no encuentran ningún sentido a su existencia. Recientemente, y en las páginas de este periódico, el cineasta ítalo-sueco Erik Gandini venía a decir lo mismo –más o menos- en su docu-film “La teoría sueca del amor” sobre Suecia.
Por último, en su maravilloso relato autobiográfico In place of fear, uno de los padres del Estado del bienestar británico y uno de los primeros diputados del partido laborista, Aneurin Bevan, recuerda los comentarios de algunos extranjeros que visitaban la Gran Bretaña laborista y ponían el foco en “la monotonía gris del clima social”. Aneurin, con muy bien criterio, señalaba la inconsistencia del razonamiento, denunciando que solo donde reina la más extrema desigualdad parecería que se cumple la promesa de una vida de “aventuras” y “excitante”.
Se argumentará, y con mucha razón, que mejor morir de aburrimiento que de hambre y que este tipo de observaciones son propias de una condición pequeño-burguesa, liberal e individualista. Es muy probable. Pero la discusión no es sobre la veracidad completa de las observaciones, sino sobre el hecho de que no está claro que puede querer decir hoy una “sociedad perfecta”. Y que cualquiera que sea nuestra idea del socialismo futuro debe construirse sobre la base de estructuras políticas que incorporen la pluralidad de expectativas de vida, la diversidad de opciones y de proyectos. En fin, que no es posible pensar la utopía socialista sin colocar en el centro de la misma al individuo, con todas las consecuencias que este hecho tiene en términos filosóficos y políticos.
Una parte de nuestros errores históricos han tenido que ver con el desprecio por este hecho civilizatorio que condenamos al fuego eterno atribuyéndolo, erróneamente, al liberalismo. Si los derechos del individuo venían de la mano de la burguesía entonces mejor arrancarse la mano. El liberalismo codificó ese hecho civilizatorio como “individualismo posesivo”, según la genial caracterización de Macpherson, y colocó la idea de la propiedad como el hecho epistemológico a partir del cual comprender su funcionamiento y perspectivas de evolución. En las últimas décadas, y al calor del desarrollo de la globalización neoliberal triunfante, se ha escrito sobre el narcisismo como el mal de nuestros tiempos: una suerte de infantilización de los seres humanos a partir de la dinámica capitalista. En este itinerario las nuevas tecnologías de la información no habrían hecho sino agudizar esta tendencia.
Pero la centralidad creciente del individuo es un hecho civilizatorio, una consecuencia de la dinámica de reconocimiento de derechos, de la industrialización y el fin de la vida rural y del surgimiento de las ciudades modernas. El pensamiento autoritario ha sido siempre anti-cosmopolita, siempre ha desconfiado de las ciudades porque escondían el germen de la disidencia personal y eran incontrolables.
La camarilla de Pol-Pot vació las ciudades camboyanas antes de cometer uno de los mayores genocidios de la historia. Sin embargo, las ideas alrededor de la segunda modernidad, la modernidad reflexiva o la sociedad líquida presuponen este hecho civilizatorio: la centralidad del individuo. Sin que esto implique o tenga nada que ver con las ideas neoliberales del tipo: la sociedad no existe o similar.
Nada de eso, los agrupamientos sociales siguen existiendo, las fracturas de clase también y las políticas de identidad (sexuales, nacionales, religiosas o culturales) apelan a derechos colectivas y situaciones de opresión comprensibles desde sujetos sociales. Pero estos elementos ya no pueden pensarse desconociendo la realidad de la centralidad del individuo y las consecuencias de este hecho.
En mi opinión, y por resumir, cualquier perspectiva emancipadora que no coloque al individuo en el centro de su proyecto histórico, no tendrá muchas opciones de progresar. Necesitamos un “socialismo del individuo” tanto como “individuos socialistas”.
Por último, el cambio de paradigma social, político y económico que ha impulsado la globalización neoliberal nos exige cambiar los parámetros de nuestra reflexión sobre las perspectivas socialistas. Si en el pasado siglo la geometría alrededor de la que pivotaban nuestras reflexiones era el de un triángulo estructurado alrededor de los lados del mercado, el Estado y el Partido, en la actualidad esa figura geométrica es una cuadrado cuyos lados lo forman: el mercado, la democracia/participación; las organizaciones socio-políticas críticas y el individuo.
Si hay algo de verdad en esta reconsideración requerimos de nuevos conceptos para dar cuenta de una realidad que no es una simple continuidad de lo de siempre. Y mientras encontramos algunas respuestas afirmarnos en la bandera del socialismo será una manera de seguir diciendo que aspiramos a cambiar el mundo, a hacerlo mejor, vaya. Aunque no estemos muy seguros ni de los pasos que hemos de dar para llegar a esa meta deseada, ni tampoco de cómo describiríamos, realmente, ese lugar de ensueño. Pero ¿cómo no intentar dar con la tecla que nos permita desembarazarnos de los brutales riesgos relacionados con la consolidación de los “poderes salvajes”? Podemos y debemos seguir reivindicando el derecho a equivocarnos.
Socialismo, mercado y clases
18/11/2016
Mario del Rosal
Profesor de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid
En primer lugar, me gustaría agradecer sinceramente el debate que Bruno Estrada ha abierto acerca de la cuestión del socialismo en la actualidad. En estos tiempos en los que las versiones más primitivas y descarnadas de la derecha amenazan con capitalizar el descontento de la clase trabajadora, me parece una discusión enormemente oportuna y necesaria.
Creo que cualquier reflexión sobre el socialismo se debe centrar, como bien hace Bruno, en la cuestión de la democracia. Y es que, en sus más profundas raíces, el socialismo no es sino democracia más desarrollo económico (o soviets más electrificación, como diría Lenin). Es decir, igualdad más progreso material. O, de otra manera, la emancipación del ser humano, tanto de la explotación como de la necesidad.
Es cierto que el capitalismo, hasta ahora, ha demostrado ser relativamente compatible con el liberalismo político y que, además, ha fomentado un ritmo de creación de riqueza jamás visto en la historia de la humanidad. Sin embargo, no debemos olvidar que, por un lado, su versión de la libertad es básicamente negativa, individualista y perfectamente ajena al ámbito económico, lo que la convierte en una versión mutilada y deformada de lo que la plena democracia es; a saber: la soberanía del pueblo para decidir sobre los asuntos comunes, entre los que se encuentran, como es obvio, los relativos a la producción, la distribución y el consumo de bienes para satisfacer las necesidades humanas.
Por otra parte, el inaudito despegue de nuestra capacidad para transformar los recursos naturales en productos útiles ha sido extraordinariamente desequilibrado y destructivo, tanto para el medio ambiente como para la vida en sociedad. Tanto es así que hemos llegado a un momento tan extraordinariamente absurdo de nuestra historia como especie que permitimos que ocurran cosas dramáticamente ridículas, como el hecho de que estemos destruyendo el planeta que nos alberga o que nos veamos sometidos permanentemente al azote de crisis económicas en las que uno de los principales problemas es la abundancia, no la escasez.
El capitalismo no solamente no es compatible con la democracia plena, sino que es enemigo de ella. Y lo es, entre otras razones, porque está basado en el mercado y en la explotación de clase. Y son justamente estas dos cuestiones las que me hacen discrepar en cierto modo de la concepción de socialismo que Bruno explica en su introducción al debate.
Mercado
El mercado es incompatible con la democracia porque convierte la actividad económica en el resultado de la acción descoordinada, anárquica y egoísta de una serie de fuerzas impersonales que, aun sin ser tan invisibles como Adam Smith pretendía, sí resultan cada vez más incontrolables, más alejadas de la capacidad colectiva de decidir. La oferta y la demanda son entelequias construidas a partir de la acción conjunta de una serie de individuos y organizaciones que participan en el mercado a ciegas, sin control democrático alguno, al albur de percepciones parciales de una realidad que desconocen en su versión completa. El resultado de una institución así jamás podría ser ni óptimo ni equilibrado, por mucho que esto pueda indignar a los admiradores de Pareto o de Nash, porque su propia naturaleza es inestable, volátil, impredecible. Como algunos ya dijeron, el mercado convierte la sociedad en un ente líquido, inaprensible y difícilmente humano, haciendo que todo lo sólido se desvanezca en el aire.
Lo único que tiene de particular la versión actual del mercado, en la era de la globalización neoliberal, es que la “anomalía” que suponía la intervención reguladora del Estado en otros tiempos (la base de la socialdemocracia, por cierto) ha cedido terreno, abriendo así nuevos nichos de negocio al capital y, sobre todo, acercando a la humanidad aún más a la distopía definitiva del capitalismo. Una distopía que no es otra cosa que la imposición de una gran lonja global, con multinacionales en lugar de Estados, consumidores en lugar de ciudadanos y mercados en lugar de democracia. Una sociedad puramente mercantil, monetaria y materialista en la que el ser humano, como ocurre en las modernas ciudades diseñadas para el automóvil, cada vez tendrá menos espacio y, para desolación de Kant, dejará de ser un fin en sí mismo para acabar convertido en un simple medio para una incesante y absurda acumulación.
Es por esta razón por la que considero el socialismo de mercado (o cualquier variante similar) un oxímoron sin remedio, una variante del reformismo que, si bien puede ser útil o, incluso, imprescindible a la hora de construir estrategias de transición, jamás nos sacará de las fauces de la hibris capitalista.
Explotación (y clases)
Otra razón esencial por la que el capitalismo es incompatible con la democracia es que su motor de funcionamiento es el beneficio privado basado en la explotación del trabajo por parte del capital. Si ya de por sí la explotación de un ser humano por otro ser humano resulta opuesta al concepto de igualdad que la democracia exige, qué no será cuando esta explotación se convierte en estructural, como ocurre en el capitalismo. La extracción de ganancias basada en el privilegio que otorga la propiedad de medios de producción no es sólo la base material del sistema, sino que determina todo el entramado de valores que constituye los lazos de la convivencia en sociedad. Y esto convierte al capitalismo en una sociedad de clases, no en una sociedad de ciudadanos.
Es verdad que la concepción marxiana (que no marxista) de las clases sociales no es directamente aplicable al siglo XXI; faltaría más. A nadie se le escapa que Marx vivió en el siglo XIX, cuando el capitalismo tenía otra forma. Y que además, jamás llegó a desarrollar una tesis acabada y exhaustiva sobre esta cuestión. Sin embargo, la esencia del concepto de clase no ha cambiado y, desde luego, ni la explotación ni la lucha de clases han dejado de existir. Más bien lo contrario: pareciera que quienes viven del trabajo ajeno nos van ganando la batalla, aunque espero que no la guerra. Las llamemos como las llamemos –clase corporativa y clase media, el 1% y el 99%, los de arriba y los de abajo–, da igual; cuando despertemos, las clases sociales seguirán estando ahí.
En pocas palabras, considero, como Bruno, que la base del socialismo es la democracia y que, como tal, resulta tan necesario para la emancipación del ser humano como siempre lo ha sido. Además, coincido con él y con José Ángel Moreno en que la democracia económica e industrial deber ser un objetivo prioritario en una estrategia consecuente hacia el postcapitalismo. Sin embargo, también creo que la búsqueda del socialismo exige seguir luchando, no sólo contra el capital y sus mercenarios, contra el neoliberalismo y la austeridad, contra el FMI y el TTIP, o contra la derecha conservadora y la neofascista, sino también contra las más sutiles redes de valores y pensamiento que el capitalismo ha ido tejiendo en nuestras mentes. Redes hegemónicas que pretenden convertir en razonable la racionalidad enfermiza del lucro, en progreso el hiperconsumo suicida y en civilización la barbarie sistémica.
El problema no es el neoliberalismo, sino el capitalismo. A fin de cuentas, el socialismo será anticapitalista, o no será.
Barbarie o socialismo. O cómo transitar (en serio) de lo uno a lo otro
16/11/2016
Ignacio Muro Benayas
Director Fundación Espacio Público
Tiene gracia esto de discutir sobre el socialismo días después que el fascismo haya encontrado una nueva puerta de entrada de la mano de Trump en EEUU, la economía capitalista más rica del mundo. Tiene gracia porque recuerda aquella disyuntiva de ‘Socialismo o barbarie’ que representó Rosa Luxemburgo hace justamente 100 años, en 1916, tres antes de que fuera asesinada por movimientos prefascistas. Una disyuntiva que tenía como antecedente a Friederich Engels que dijo otros 30 años antes: «La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie».
Como vemos, el debate nos acerca a una larga tradición en el que el socialismo asoma siempre como alternativa a los mayores desastres sin, hasta ahora, conseguir evitarlos.
Por todo ello, enhorabuena por esta nueva iniciativa tan oportuna de Espacio Público y Contexto. Es la segunda vez en pocas semanas que participo en un foro que tiene como propósito debatir sobre el postcapitalismo. Entonces, el encuentro estaba organizado por el Foro de la Economía Progresista una organización que dedicará los próximos meses a seguir debatiendo sobre el qué y el cómo avanzar en ese cambio.
El socialismo de las Sociedades de la Abundancia en la época del precariado
Hay muchas formas de acercarse al debate. Mi amigo Bruno Estrada ha elaborado una ponencia que resalta que los estados nórdicos de Europa, «capaces de crear grandes cantidades de capital y de distribuirlo con relativa equidad entre toda su población gracias a la profundización de la democracia», representaron en su momento la «verdadera amenaza del capitalismo». Asocia el socialismo a las Sociedades de la Abundancia con ciudadanos formados que «puedan disfrutar de altos grados de libertad en todos los campos», en las que se produce «una cierta agonía del homo economicus» y «se observa un crecimiento de valores altruistas, de libertad, postmateriales, laicos y solidarios».
Se trata de una bella descripción de utopía aspiracional aunque, suponiendo que en sus momentos álgidos hubieran representado alguna amenaza al capitalismo, no sé si hay país que hoy represente esas condiciones de las sociedades de la abundancia, ni si puede considerarse un horizonte viable cuando el mundo, la mayoría de los países, se acercan peligrosamente a la sociedad de la desigualdad y la precariedad. O si es realista abstraerse de la globalización y plantear soluciones nacionales en un mundo interconectado.
Por ello, asociar la idea del socialismo a aquellas experiencias lejanas significaría reconocer que el socialismo es una aspiración que se aleja.
El socialismo es un destino reversible
Prefiero elegir otro camino y aprovechar sus argumentos para afirmar una obviedad que no siempre lo fue: reconocer que también el socialismo es reversible. Y que si Suecia o, en otro contexto, la URSS o la Yugoslavia de la autogestión simbolizaron “esquemas socialistas” esos caminos se mostraron de ida y vuelta. Y que donde en un momento anidaban valores altruistas y solidarios, tiempo después alimentaron dictaduras macabras o, en otros casos, fueron arrastrados por lógicas que derivaron en impulsos xenófobos, insolidarios y reaccionarios como los que hoy recorren el norte de Europa o desembocaron hace 20 años en las guerras de los Balcanes.
Una conclusión y una lección histórica se impone. La transición hacia formas postcapitalistas o directamente socialistas, como antes la transición entre el feudalismo y capitalismo que consumió 300 años, es un camino de largo plazo, con avances y retrocesos, con experiencias desiguales, derrotas y errores diversos. Entenderlo como transición, o incluso en plural, como transiciones, significa analizar cada experiencia y sacar conclusiones. Porque, lo que importa verdaderamente, son las batallas económicas, sociales y políticas de cada momento, afrontarlas con luces largas, orientarlas hacia objetivos que superen las limitaciones de un sistema que nos conduce, una y otra vez, a la barbarie. Por decirlo en otras palabras, importa casi tanto el camino como el destino.
Reconocer e identificar a los diversos capitalismos y sus valores
Al hablar en plural, como transiciones, nos permite adentramos en nuevos espacios de debate. Para empezar, conviene preguntarse si el capitalismo que queremos superar es un modo de producción uniforme o sobreviven en su seno diferentes “modos” de explotar los recursos. Porque, con poco que rasquemos bajo la superficie, observamos que bajo el capitalismo coexisten diferentes subsistemas que divergen en aspectos esenciales de sus valores económicos. Todos ellos compartan rasgos comunes como son la mercantilización de las cosas, el salario como forma de retribución del trabajo o la propiedad privada de los medios de producción, pero difieren en aspectos esenciales en la forma de crear riqueza.
No es lo mismo la filosofía extractiva que domina la economía financiera que toma sus valores de actividades pre-capitalistas como la minería o la pesca, o más recientemente del petróleo, que la economía industrial. Mientras ésta se preocupa de crear valor a largo plazo y necesita reconocer al trabajo humano como fuente principal de riqueza, la economía basada en lógicas extractivas solo está interesada en apropiarse de valores preexistentes, desprecia el trabajo y busca rendimientos cortoplacistas con sistemas de rapiña. Si la industrial es sensible a la sostenibilidad del planeta, las extractivas tienen tendencia a coquetear con las guerras (las industrias de la guerra) como formas supremas de dominio y apropiación, sin desdeñar la destrucción como oportunidad.
Tampoco dentro de la lógica productiva es lo mismo ni tiene los mismos valores la economía industrial tradicional de las fabricas y los bienes físicos que la economía digital de los intangibles. Cada una ocupa sus espacios y tiene sus valores pero es la segunda la que gana posiciones, domina los mercados, cuasimonopoliza la innovación disruptiva y hegemoniza la creación de nuevos mitos e ideologías capitalistas de masas (emprendimiento, trabajo flexible, impulsos colaborativos). Esa diferente mirada también afecta al trabajo al introducir cambios esenciales en la relación hombre-maquina. Soy consciente que este apunte, aquí solo esbozado, merece un debate aparte pero había que mencionarlo.
¿Moléculas de socialismo bajo el capitalismo?
Si hay pluralidad de capitalismos y pluralidad de socialismos el debate sobre las transiciones adquiere otra dimensión. Y reclama nuevas preguntas. ¿Hay moléculas de socialismo que están ya presentes en forma embrionaria en el capitalismo actual o todo lo que existe en el capitalismo es capitalista? ¿Lo es el sistema público de pensiones? ¿Lo son la sanidad y la educación universal? ¿Lo es la economía social representada por cooperativas o mutuas o buena parte de los nuevos espacios colaborativos? ¿Es la igualdad de oportunidades un valor socialista?
A preguntas similares contestaba negativamente hace 100 años Yevgueni Preobrazhenski, economista soviético, padre de la planificación socialista. «El sistema socialista – sentenciaba – no puede construirse molecularmente dentro del mundo del capitalismo». Pero la experiencia nos dice que su idea del socialismo fabricado de una vez y para siempre, de un solo tajo, como consecuencia de la revolución mundial, estaba equivocado.
Este es el debate que especialmente me interesa. A lo que asigno la máxima importancia es al análisis concreto de las transiciones, cómo determinados cambios incorporan moléculas postcapitalistas a la sociedad, cómo si incorporamos luces largas, determinadas resistencias y batallas defensivas como las mareas o las luchas sindicales sirven para cohesionar y madurar nuevas relaciones sociales mientras hacen evolucionar a los diferentes subsistemas económicos y reequilibran sus pesos. Porque entonces las grandes crisis pueden ser utilizadas para ofrecer “soluciones” que provoquen saltos cualitativos postcapitalistas.
Reconstruir nuestro banco histórico de experiencias
En ese contexto, hay muchas experiencias, grandes y pequeñas, que deberían volver a analizarse. Desde luego, merece la pena revisar a fondo la experiencia de la URSS que mantiene las relaciones salariales, suprime formalmente la propiedad privada, bloquea la democracia económica que significaban los soviets y entrega todo el poder a una casta gerencial que se legitima en dictadura. O la autogestión yugoslava hasta los años 80. También las experiencias del Estado de Bienestar y los límites de los mecanismos de participación y control económico empresarial (cogestión alemana y fondos de asalariados suecos). Porque todas ellas fueron experiencias socialistas.
En otro orden de cosas más nuestro, es esencial analizar la experiencia cercana de las Cajas de Ahorro, su gobierno fracasado de los multi stakeholders y la ausencia de resistencia desde la izquierda española a su desaparición, una auténtica derrota ideológica que ha entregado todo el poder financiero a bancos privados sistémicos progresivamente desconectados del tejido social español. O la misma experiencia de la Corporación Mondragón, las contradicciones del conflicto global-social a la luz de este ejemplo destacado de actor globalizado de la economía social. O la elaboración de un catálogo de las mejores y peores experiencias en la gestión de la sanidad publica para ofrecer luz larga a la defensa de los bienes públicos. Porque todas ellas deben ser consideradas como batallas por el renacer de moléculas socialistas en la sociedad.
Es en esas experiencias donde se nutre y enriquece el debate sobre el socialismo.
Emprender de nuevo el viaje, invocar otra vez el socialismo
15/11/2016
José Babiano
Director del Área de Historia, Archivo y Biblioteca de la Fundación 1º de Mayo
El neoliberalismo no es sólo una política económica determinada, ni siquiera una filosofía política exclusivamente. Constituye asimismo y de forma evidente una cultura. De manera que la victoria indiscutible del neoliberalismo representa también una victoria cultural. Esencialmente, esa victoria reside en que la gran mayoría de la sociedad, incluida la izquierda, haya naturalizado su discurso. En eso consiste la hegemonía cultural. De este modo, el lenguaje de clase ha desaparecido de la izquierda política, que ha hecho suya la retórica de la ciudadanía. Es verdad que, como señalara T. H. Marshall, la ciudadanía es un constructo que hace compatibles el mercado y la democracia. Pero la ciudadanía es una noción liberal que hace referencia al vínculo de los individuos con una comunidad cívica, así como a los derechos y obligaciones derivados de ese vínculo. Este aspecto individual de la ciudadanía resulta central. Además la ciudadanía tiene un carácter exclusionario, que ha afectado a lo largo de su historia a las mujeres, a los no blancos y hoy a los extranjeros.
El neoliberalismo ha resignificado una serie de términos. Así, por ejemplo, la solidaridad cada vez se asimila más a la beneficencia y se aleja de la esfera de los derechos. En otros casos los ha anatemizado. De manera que la igualdad es continuamente vapuleada en el discurso. También ha logrado erradicar términos. Y si hay un término que ha desaparecido por completo del vocabulario social y del imaginario de la izquierda, ese es el socialismo. Ha entrado en un desuso tal que ya no se menciona ni en los mítines de los domingos. Obvio, por innecesaria, cualquier referencia a las redes sociales
Claro está que un elemento que contribuyó a la hegemonía cultural del neoliberalismo fue, sin duda, el colapso de la Unión Soviética. Ahora bien, la Unión Soviética fue un régimen que en nombre del socialismo violó sistemáticamente los derechos humanos, toda vez que el proyecto emancipatorio socialista quedó barrido por la contrarrevolución thermidoriana del stalinismo. Fue así como el llamado socialismo real generó enormes daños a la causa del propio socialismo.
En todo caso, la gestión neoliberal del capitalismo encarna hoy un mundo distópico; un mundo en el que la vida de la inmensa mayoría de los seres humanos se ha convertido en un infierno y en el que el propio planeta está en grave peligro. No es posible hallar soluciones de futuro para la humanidad en su conjunto dentro de la distopía neoliberal. De manera que el viejo dilema “socialismo o barbarie” vuelve al primer plano. Pero, como punto de partida –y esto no es sino una obviedad-, es preciso reformular el socialismo, imaginar, de nuevo, un horizonte emancipatorio. Como en el viaje a Itaca, ese nuevo horizonte servirá a la izquierda para orientarse, para emprender de nuevo el trayecto; o mejor dicho, un nuevo trayecto. No sabremos cual será el final de ese trayecto, pero ante todo se requiere la voluntad de emprenderlo.
Sin embargo, junto con el socialismo, la izquierda abandonó a la clase trabajadora. Unos porque nos dijeron que “todos somos de clase media”. Otros porque la perciben, tal como es, fragmentaria y desideologizada. Así, claro está, resulta muy difícil recomponer su identidad. Por eso prefieren esperar a ese movimiento social que cuando llegue, esta vez si, les hará las tareas. Escudados todos tras el mantra de la “perdida de centralidad del trabajo”, han optado por tomarnos por consumidores. Este giro, sin embargo, forma parte de su propia crisis.
Apelar al socialismo tal vez forme parte del modo en que pueda superarse esa crisis; de empezar a romper la jaula neoliberal, al menos discursivamente. Pero esa apelación exige volver sobre la clase trabajadora que, por supuesto, ya no es la clase obrera fordista y que tiene enormes dificultades para erigirse en sujeto político.
Como en el viaje Ítaca, ignoramos cómo será el final. Pero hemos de comprender que no llegaremos al destino si durante el viaje no construimos una democracia radical, una democracia que nos permita decidir sobre nuestros destinos y el conjunto de nuestros asuntos. Una democracia que se atisba recurrentemente en cada oleada de protesta que cuestiona el modo en que se nos gobierna y que asomó por primera vez en París hace 145 años. Tampoco llegaremos a término, si los medios necesarios para que vivamos con dignidad continúan siendo objeto de acumulación de los menos.
Demagogia populista o soluciones socialistas
14/11/2016
Carlos Tuya
Periodista y escritor
Una vez más, lo que no podía ocurrir ha ocurrido: Trump se incorpora a la ola populista (mayoritariamente de derechas) que recorre, como un fantasma, el mundo globalizado. Tras el húngaro Viktor Orban y el polaco Kaczynski, la lista no para de crecer, esta vez con el presidente de la nación más poderosa del planeta a la cabeza. Y no es descartable que en un futuro próximo puedan unirse Marine Le Pen (Francia), Strache (Austria), Brunner (Suiza), Soini (Finlandia), Geert Wilders (Holanda), Matteo Salvini en competencia con Beppe Grillo (Italia), Thulessen (Dinamarca), etc.
Todos con un mensaje tan elemental como engañoso: la culpa es de las élites, la casta, el establishment, los migrantes… y demás simetrías discursivas. ¿Qué está ocurriendo? Y, sobre todo, ¿por qué está ocurriendo? Tras el asombro y la decepción, los interrogantes. Si el conocimiento es siempre la respuesta a una pregunta, y la pregunta es la contestación a una necesidad, conviene que intentemos superar la paralizante estupefacción y tratemos de entender los procesos históricos que están ocurriendo ante nuestras narices.
Cuando la situación se embalsa en una grave situación socioeconómica (precariedad, flexibilidad laboral, bajos salarios, desprotección social, desempleo, marginación, etc.) y los más afectados y con menos recursos de superación no ven salida, las opciones se reducen a la demagogia populista o a las soluciones socialistas. La primera tiene el atractivo popular de las soluciones fáciles y rápidas: promete resolver la situación de los damnificados de la crisis atacando a las élites, pero sin cuestionar el sistema, hasta hace poco tan prometedor; las segundas se enfrentan al desafío de proponer un sistema socioeconómico alternativo, creíble y deseable, con el hándicap de no tener ejemplo alguno que ofrecer. Por eso, formular una alternativa socialista que suponga un avance socioeconómico y político, sobre la base de lo ya conquistado, es la tarea fundamental para enfrentar tanto a la demagogia populista como al conservadurismo neoliberal.
Porque es necesario y urgente pasar del lamento a la réplica, de la simple denuncia a la propuesta alternativa. De lo contrario se perderá una de las ocasiones mas propicias para transformar el sistema socioeconómico capitalista generado por la crisis sistémica que padecemos. Y la estrategia neoliberal, bajo el ropaje agresivo del populismo de derechas -hoy liderado por Trump-, seguirá impulsando la creciente colonización -vía privatización- de suculentas parcelas de la esfera pública por los poderosos intereses de grupos y corporaciones minoritarios, demoliendo o menguando las áreas de socialización conquistadas, garantizando la redistribución de ingresos y acumulación de riqueza en los sectores privilegiados de la sociedad. Lo que significará agudizar la ya de por sí insostenible la fractura social interna, y la peligrosa división territorial. El peligro latente del populismo es que caiga en la tentación amortiguar las tensiones sociales mediante aventuras bélicas que unan al pueblo frente al enemigo exterior.
Ante la crisis que no cesa
Para toda persona progresista y de izquierdas, quizás el hecho más sorprendente es que los trabajadores afectados por la crisis sean, en gran medida, los que están aupando el fenómeno populista, dando la espalda a los partidos de izquierdas tradicionales que, hasta hace poco, representaban el instrumento principal de progreso y mejora de sus condiciones de vida. La perplejidad tiene su lógica, por cuanto los socialdemócratas, con el apoyo o la presión de la izquierda radical, han contribuido hasta ahora al desarrollo tranquilo del capitalismo en los países avanzados, al tiempo que desarrollaban una política social de protección y bienestar que, en contrapartida, creaba la necesaria paz social para el crecimiento económico. Educación, sanidad, subsidios de desempleo, ayudas y promoción social, protección jurídica, negociación colectiva, igualdad de oportunidades… la sociedad parecía encaminarse a un nivel cada vez mayor de bienestar. El paulatino aumento de la calidad de vida en los países de capitalismo desarrollado se daba por descontado. Nuestros hijos vivirían mejor que nosotros, como nosotros hemos vivido mejor que nuestros padres. Y así sería en el futuro.
Pero vino la gran crisis y recesión de 2008 y mando parar. Habíamos olvidado que el sistema capitalista tiene sus ondas o ciclos periódicos de crecimiento y recesión, que necesariamente desembocan en crisis debido a la naturaleza de un sistema productivo basado en la libre competencia, el libre mercado, y la libertad empresarial de acaparar el mayor beneficio posible. Un sistema de indudable eficacia económica, pero que necesita evolucionar mediante destrucciones creativas (Schumpter) de mayor o menor intensidad, con las consecuentes avalanchas destructivas de efectos catastróficos sobre los trabajadores. Y vuelta a empezar. No hace falta añadir que las luchas defensivas y reivindicativas de los trabajadores han supuesto un freno a las políticas económicas liberales y neoliberales, pero no han impedido la reaparición de las crisis. Y siempre que han surgido con cierto nivel de virulencia que ponía en peligro la forma capitalista de producción, distribución, y acaparamiento de la riqueza, el populismo ha hecho acto de presencia, desviando la conflictividad social hacia un enemigo externo al sistema, causa y origen de todos los males, como ocurrió con los fascismos del primer tercio del siglo XX. Su caldo de cultivo es siempre el mismo: desconcierto y angustia ante una forma de vida que se derrumba, miedo a la desaparición de las viejas seguridades, pavor ante la incertidumbre presente y la falta de futuro. Por eso apoyan a quien les promete revertir una situación de la que no son culpables, mientras una minoría corrupta se beneficia de ella. Parafraseando a Marx, el populismo se convierte en el opio del pueblo.
Sin duda, la crisis se puede analizar desde el punto de vista funcional, como hacen los economistas neoliberales, para los cuales la situación está causada por las malas prácticas de ciertas entidades financieras, unido a una política fiscal irresponsable. La solución: rescate financiero y estabilidad presupuestaria, con los recortes que hagan falta. En la formulación neoliberal dura se ataca la legislación laboral para facilitar el despido, se reduce la capacidad negociadora de los sindicatos, y se ahorra en el gasto del Estado del Bienestar sin pretexto de hacerlo sostenible; en la formulación blanda se intenta adecuar políticas neokeynesianas a unos ajustes que nadie discute en lo esencial.
Sin embargo, la actual crisis sistémica tiene unas características peculiares que dotan al fenómeno populista de una trascendencia histórica nueva, aunque esperemos que no con unas consecuencias bélicas tan dramáticas, lo que está por ver. En primer lugar, no se trata de una crisis convencional del capitalismo industrial, sino que surge en la fase del capitalismo financiero global, una disfunción catastrófica en los mercados de obtención de beneficio propios de la financiarización de la economía.
No debemos olvidar que el capitalismo financiero optimiza su eficacia (beneficio) a base de fragilizar la cohesión social, lo que pone en peligro el sistema productivo capitalista, por lo que se hace necesario implementar regulaciones del mercado, lo que, a su vez, reduce la eficacia del sistema. Sin embargo, esa regulación resulta finalmente incompatible con el sistema productivo capitalista, que procura reducir al mínimo la regulación para satisfacer la exigencia primaria de beneficio. Por eso, el capitalismo no puede escapar al caos del que se alimenta. Es el bucle infernal en el que estamos, y del que solo se sale con el socialismo que evite el despilfarro de riqueza y sus consecuencias humanas y medioambientales. Factible técnicamente por la Revolución Digital y la Sociedad de la Información, posible políticamente gracias al Estado Social y democrático de Derecho. Sin olvidar que el paso de la posibilidad a la realización es una cuestión de poder. Que aparece, por tanto, como la necesidad material de creación de riqueza para atender la creciente exigencia de bienestar y mejora social. En ese sentido, el auténtico fracaso del capitalismo, evidenciado en la actual crisis, es la incapacidad para atender las expectativas generadas por el propio capitalismo.
Y ocurre cuando la Revolución Digital, la Sociedad de la Información, el Internet de las cosas, y la permanente y directa Comunicación en Red, están trasformando las viejas formas de producir y generar riqueza, creando nuevos productos de consumo, y articulando distintas formas de obtener beneficio. Se trata de un nuevo periodo histórico del que estamos viviendo solo sus primeras manifestaciones, preludio de la que puede ser la gran trasformación socioeconómica de nuestro tiempo: el nuevo socialismo científico sostenible. Solo hace falta la voluntad política y la mayoría social. O lo que es lo mismo, que el agente político lo proponga y el sujeto social lo realice. Ese es el verdadero desafío para la izquierda. Se trata de un proceso de confluencia socialista que vaya más allá de la mera alianza coyuntural de la izquierdas (sin negarla) para aunar todos los esfuerzos y las fuerzas que quieran ir más allá del sistema neoliberal capitalista.
Estamos, por tanto, ante una crisis sistémica que afecta, en mayor o menor medida, a todos lo ámbitos de la vida social. Un proceso caracterizado por la crisis-recesión-estancamiento-crecimiento insuficiente-desafección-reacción populista, que está remodelando los parámetros básicos del sistema productivo, en un intento evolutivo de adaptación que tiene como herramienta de política económica la austeridad. Y hay que reconocer que el pensamiento único del neoliberalismo ha logrado imponer su concepción de la economía y las vías para afrontar la crisis incluso a partidos de izquierda y centro izquierda, cuyas propuestas alternativas no cuestionan el sistema capitalista ni trasgreden las fronteras del neokeynesianismo socialdemócrata. Lo mismo que Zenón, con su paradoja, convierte el tiempo finito que tardaría Aquiles en alcanzar la tortuga en un tiempo infinito donde nunca puede conseguirlo, así el pensamiento neoliberal convierte la posibilidad real de la transformación del sistema capitalista en un imposible histórico (y lo ejemplariza eficazmente con el fracaso del campo socialista). Así, la producción capitalista pasa de ser un mecanismo para acumular riqueza a considerarse un componente esencial de la actividad productiva humana, vinculada a una supuesta naturaleza egoísta del Homo sapiens. Naturaleza que solo el mercado libre convierte en bien común, como soñaba el moralista Adam Smith.
El socialismo para la izquierda -vieja y nueva-, ya no es tan siquiera una aspiración utópica, prisionera en el falso dilema (salvo la izquierda populista): o sovietismo, esta vez sin burocracia; o socialdemocracia, esta vez sin claudicación. Sin embargo, la naturaleza sistémica de la crisis, su amplitud y profundidad, y el coste social de las medidas para controlar sus efectos más dramáticos y potencialmente peligrosos para el sistema, evidencian que la salida solo puede ser una superación. Y el propio capitalismo desarrollado ha creado los mecanismos y los medios para lograrlo.
Si hay alternativa, y se llama socialismo
El capitalismo no tiene un sentido o propósito teleológico, mas allá de generar beneficio. Pero los componentes sociales si tienen propósitos en función del lugar que ocupan en el sistema productivo: los empresarios, la obtención de la máxima ganancia, lo que exige que la competencia se resuelva en el mercado libre capitalista; los asalariados, obtener la mayor proporción de la riqueza generada, bien en forma de salario, o añadiendo otras formas de reparto como las prestaciones sociales. La dialéctica (lucha de clases) entre ambos intereses es parte del mecanismo funcional del sistema, no lo cuestiona, aunque lo lleva al limite del caos, que es el punto evolutivo óptimo. El cuestionamiento del sistema surge cuando los asalariados comprenden y asumen que se puede transformar el sistema productivo para hacerlo mas eficiente económicamente y más justo socialmente. Y eso puede ocurrir bien porque las demandas sociales no pueden ser satisfechas adecuadamente, bien porque los efectos de las crisis cíclicas (mecanismo depurador de un sistema esencialmente irracional al basarse en la competencia y no en la colaboración) resultan inasumibles para los trabajadores que exigen del Estado la protección necesaria. Se intenta ordenar el caos con la regulación (algunos lo llaman civilizar el capitalismo) de la actividad empresarial y el mercado, lo que reduce sustancialmente la eficiencia del sistema. Se entra así en un largo periodo de recesión, estancamiento o crecimiento débil que, a su vez, incide en la base del crecimiento económico: la sociedad de consumo. Por eso la salida solo puede venir de soluciones socialistas.
No es necesario repetir los catastróficos efectos de la actual crisis sistémica y sus remedios. Lo más importante a señalar es que la forma de vida basada en el paulatino desarrollo y ampliación del Estado del Bienestar es cada vez más incongruente con las necesidades y exigencias del capitalismo globalizado. Un capitalismo que, por otra parte, necesita cierto nivel de consumo para funcionar y generar beneficio. Algunos, desde la izquierda, como Varoufakis, proclaman que el Estado del Bienestar es hoy inviable, y debemos olvidarnos de el. Se trata de una especie de profecía autocumplida, pues si su defensa no es un objetivo prioritario, luchando contra su desmantelamiento a la vez que se ofrece una alternativa al capitalismo desarrollado, incapaz de sostenerlo, terminará por reducirse a la mínima expresión compatible con el sistema capitalista. Una jibarizacion que forma parte de la salida neolibreal a la crisis. Pero tiene razón cuando señala que el Estado del Bienestar no es viable dentro de los limites, y con las limitaciones, del capitalismo financiero global que domina actualmente la economía mundial. Otra cosa son las conclusiones que saca de ello.
Algo parecido ocurre con las relaciones laborales, cada vez menos ligadas al lugar de trabajo, al empleo fijo, y al salario justo asegurado. De nuevo, la desigualdad estructural, que nunca ha dejado de crecer, ni siquiera en las épocas doradas del siglo pasado, convierte en papel mojado la igualdad de oportunidades, el acceso a la enseñanza superior, la sanidad gratuita, la movilidad social, el poder adquisitivo de las pensiones, o simplemente el derecho a una vida digna. Sencillamente, el capitalismo avanzado no es capaz de satisfacer las expectativas que el mismo ha generado. Ese es el quid de la cuestión.
Pero la izquierda, en sus variadas versiones, no parece dispuesta a admitir su responsabilidad en el actual estado de cosas. Y así, se llega a dar la paradoja (¿o era parajoda?) de que la izquierda pierde aunque gane. Bien porque se mueve voluntariamente dentro de la lógica del neoliberalismo (la tercera vía socialdemócrata), bien porque termina aplicando sus recetas a la fuerza (Syriza). Y esa lógica es siempre perdedora, pues a lo más que puede aspirar es a ser un paliativo de los peores efectos de la crisis. Por cierto, algo que también proponen los más lúcidos portavoces del llamado liberalismo internacionalista, como el Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, Garton Ash, colaborador habitual de El País.
El problema es que la aceptación del sistema socioeconómico como el único posible (NHA, No hay alternativa), y sus resignadas consecuencias humanas y medioambientales, hace que la izquierda termine gestionando la crisis a la manera socioliberal, o deba enfrentarse al fracaso económico, ya que el sistema no puede ir más allá de sus posibilidades sin transformarse. Ocurrió con Miterrand, ocurre con Hollande; ocurrió con Zapatero, ocurre con Tsipras, por poner ejemplos cercanos. No nos extrañemos, la lógica neoliberal es implacable: el Estado es el problema, los mercados la solución. Por eso, la austeridad se basa principalmente en la reducción del gasto publico, el rescate del sector financiero, y la mejora de la competitividad mediante la deflación salarial, ofreciendo las ligeras mejoras macroeconómicas como aval y justificación. En estas condiciones, el neoliberalismo no solo condiciona ideológicamente la percepción de la realidad, sino que impide razonar de otra manera y hacerse una sencilla pregunta: ¿es posible otra forma de generar y distribuir riqueza?. O si se quiere, es posible el socialismo reformulado de acuerdo a los avances científico-técnicos, y la experiencia histórica?. Es el verdadero si se puede que Podemos ni se plantea, al menos por ahora. Una vez más: la fuerza del neoliberalismo estriba en la ausencia de una alternativa creíble y factible al capitalismo que canalice la convulsión social generada por la crisis y las políticas aplicadas para afrontarla. De lo contrario, a la actual frustración y rabia seguirá un mayor desengaño y rechazo hacia los partidos de izquierda gobernantes, como ya esta ocurriendo en Francia y Grecia. Y el populismo seguirá creciendo y fortaleciéndose.
Actuar hoy para ganar mañana
La cuestión es si realmente existe la alternativa socialista más allá de las ensoñaciones utópicas de una minoría revolucionaria. Y de existir, cómo puede articularse en medio de la fuerte ofensiva neoliberal, el auge del populismo, y el fracaso y división de la izquierda. No es cuestión sencilla ni fácil, como todo proceso histórico novedoso. Porque El socialismo, tal como se formula en el Manifiesto Comunista, que inspiró la lucha obrera en el siglo pasado, es todavía una experiencia inédita, insólita e inaudita. El intento de construir el socialismo en la URSS y sus epígonos se ha saldado con un rotundo fracaso que ha supuesto la pérdida catastrófica del proyecto alternativo al capitalismo, más allá de su humanización reformista socialdemócrata. Pero la crisis sistémica desatada en 2008 vuelve a poner sobre la mesa la necesidad de una reformulada alternativa socialista. Mientras tanto, me gustaría avanzar algunas reflexiones de carácter estratégico.
Tanto las experiencias históricas fallidas, como el carácter mismo del capitalismo financiero global aconsejan desechar la visión catastrofista y voluntarista de su hundimiento y la consiguiente implantación directa del socialismo. Parece, por el contrario, que lo más probable y factible será un proceso gradualista en el marco del Estado Social y democrático de Derecho, mediante la conquista del poder político basado en una amplia mayoría social. Por supuesto, su viabilidad solo podrá comprobarse intentándolo. Lo que exige una visión estratégica del gradualismo, que adquiere así un carácter revolucionario. Es decir, se trata de aplicar una política que aumente y construya áreas de socialización en el sistema (Estado del Bienestar, Banca publica, nacionalización de las industrias básicas vinculadas a las comunicaciones, la energía, la salud, etc.); una política que impulse el desarrollo e implementación de la democracia económica en el ámbito de la producción (autogestión y cogestión); una política que propicie, defienda y consolide nuevas formas de organización democrática participativa, deliberativa y directa surgidas en la lucha reivindicativa. Todo ello
teniendo en cuenta la necesaria coordinación internacional que oponga a la globalización capitalista no un imposible y reaccionario repliegue nacionalista, como proponen los populismos, sino una globalización socialista basada en el comercio justo, la defensa de los derechos de los trabajadores, cooperativa y solidaria con en el desarrollo de los pueblos, y responsable medioambientalmente.
Pero en el camino de conquistar el poder político y aplicar este gradualismo revolucionario, es necesario avanzar posiciones en el entramado institucional que permitan mejorar ya la vida de los trabajadores y ejemplaricen la posibilidad de un nuevo modelo de sociedad, tal como señala acertadamente Juan Torres en su artículo Los retos de las izquierdas. Es el verdadero sentido de la llamada guerra de posiciones.
Y definir un proyecto socialista creíble y deseable que suponga una transformación de lo existente, desarrollando sus aspectos positivos, generalmente fruto de la lucha de los trabajadores, y eliminando los negativos, relacionados con el sistema de producción capitalista, de forma que signifique más libertad, al eliminar las restricciones socioeconómicas del capitalismo; más democracia, ampliando las fronteras liberales mediante la inclusión de las formas de democracia participativa, deliberativa y directa; más igualdad, cooperación y solidaridad, al poner en manos de los trabajadores la gestión de su actividad productiva; y un más eficaz y justo crecimiento económico al servicio del bien común, gracias al despliegue sin trabas del inmenso potencial transformador de la Revolución Digital y la Sociedad de la Información. En pocas palabras, un sistema basado en la autogestión, la cooperación, y la planificación racional y democrática de la economía y en la ampliación de la democracia. Una sociedad en la que, evolutivamente hablando, tengan éxito las cualidades de cooperación, solidaridad y empatía, y fracasen las de egoísmo, discriminación, violencia. Y elimine de paso la fuente estructural de la corrupción, y sus capacidad invasiva y de contagio.
En definitiva, se trata de avanzar la frontera de la democracia liberal, de incrementar la dimensión publica del bienestar social, de reducir la desigualdad aumentando las posibilidades de los más desfavorecidos, de racionalizar el trabajo y planificar las líneas básicas de producción, de impulsar la Revolución Digital, que está suponiendo una transformación de las relaciones de producción, para incrementar de manera sostenible la capacidad productiva sin reducir el poder adquisitivo, de potenciar la participación democrática de los trabajadores en la actividad económica, de añadir la dimensión participativa a la democracia representativa, de impulsar la autogestión del sector público y la cogestión en el privado, de potenciar la educación gratuita efectiva desde el nacimiento a la jubilación. Se trata, en suma, de implementar soluciones socialistas al agotamiento y la injusticia social del capitalismo desarrollado en un proceso estratégico de gradualismo revolucionario en el nuevo horizonte socialista de nuestro tiempo.
Volviendo al inicio de este artículo, los partidos políticos cambian, se adaptan, surgen nuevos si no lo hacen, pero las funciones continúan. Hasta ahora se ha tratado de reajustar el sistema de dominación capitalista sin cuestionarlo. La derecha conservadora mediante la dura reacción -nunca mejor dicho- neoliberal al engordamiento y la participación del Estado en la vida económica y social; la izquierda socialdemócrata, compensando los efectos negativos inherentes al capitalismo, fundamentalmente la desigualdad, mediante el desarrollo del Estado del Bienestar, con el consiguiente aumento del gasto público, financiado mediante una fiscalidad progresiva. Pero la crisis ha dinamitado esta división del trabajo. Ante las avalanchas destructivas, unos y otros aplican la política de austeridad, aunque con distinta intensidad y en diferentes áreas. No es de extrañar que los afectados los perciban como la misma mierda. Y que el populismo saque provecho de ello.
La disipación de riqueza, el sufrimiento humano de los menos protegidos, incapaces de sortear los recortes, el paro estructural, la precariedad laboral, y el embalsamamiento de la crisis, con crecimientos insuficientes en el mejor de los casos, evidencian la gran falla del sistema capitalista desarrollado: es incapaz de satisfacer las expectativas de trabajo, vida y bienestar que el mismo ha generado, y que necesita para seguir creciendo. El rechazo ciudadano, las movilizaciones populares, el surgimiento de alternativas populistas antisistema a izquierda y derecha del arco político, no son fruto del cuestionamiento del sistema capitalista sino de la frustración, la decepción y la ira. La naturaleza sistémica de la actual crisis-recesión-estancamiento-crecimiento insuficiente-desafección-reacción populista, obliga a todos los agentes políticos a redefinir sus estrategias y readaptar sus métodos.
Porque el peligro para el sistema capitalista, pese a su hipócrita rasgado de vestiduras, no son los populismos, síntoma reiterado de una enfermedad sistémica, sino el riesgo de que se terminen abriendo camino las soluciones socialistas para atender las crecientes demandas socioeconómicas de la sociedad y seguir creando riqueza sin poner en peligro nuestro entorno natural. No una quimera (asaltar los cielos) ni una utopía fracasada (sovietismo), sino una respuesta global al sistema, necesaria en lo humano y posible en lo económico, y vital en lo ecológico.
Pongámonos a ello.
Liberalismo y Socialismo
11/11/2016
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Me alegro mucho por la apertura de este nuevo Debate sobre el futuro del Socialismo, y de que se haya encargado la Ponencia a Bruno Estrada, un compañero de Comisiones Obreras. Sigo atentamente los avatares internos de mi sindicato, y estimo que su iniciativa de ‘aggiornamento’ se está haciendo con seriedad y constancia, de lo cual es expresión la excelente labor intelectual de Estrada. Lástima que algunos intelectuales izquierdistas y medios digitales progresistas aún no se hayan enterado de los cambios internos que se están operando en mi sindicato –y no precisamente gracias a su apoyo y participación.
Pero vayamos al tema.
Estoy de acuerdo con Estrada en que el Socialismo busca fundamentalmente la promoción de los valores de la Democracia, la Igualdad y la Libertad. Lo paradójico es que estos valores son los mismos que defendía la burguesía ilustrada del siglo XVIII, por lo que se puede afirmar sin ningún reparo que el Socialismo es un hijo natural del iluminismo dieciochesco. La diferencia entre el Socialismo y el Liberalismo burgués estriba, en mi opinión, en las dos cuestiones siguientes.
En primer lugar el Socialismo tiene una clara vocación universalista, pues pretende que estos valores anteriormente enunciados cubran a todo el género humano. Por el contrario, la sociedad burguesa que emergió en la primera mitad del siglo XIX era sumamente restrictiva y casi un calco de la democracia ateniense: si esta última sustraía del cuerpo electoral a los esclavos, a las mujeres y a los metecos (a la mayoría de la población), la primera lo hacía con los obreros, las mujeres y los extranjeros (idem).
El estalinismo supuso, en este sentido, una mutación teórica y práctica fundamental en la larga evolución del Socialismo, pues al minusvalorar o subordinar los desiderata de la Democracia y la Libertad -enfatizando únicamente la Igualdad-, lo condenó a la inviabilidad y al desprestigio. No menos aberrante es el Liberalismo moderno, que piensa que se puede vivir en libertad y en democracia de consuno con grandes desigualdades económicas.
Pero si el Socialismo es más inclusivo que el Liberalismo, se debe a que parte de una concepción antropológica distinta. El Liberalismo estima que los beneficios de la civilización sólo están al alcance de unos pocos, aquellos que están dotados de una serie de virtudes y capacidades radicalmente distintas a las de las demás personas; por ello divide a la Humanidad, de forma tácita o declarada, en ‘superhombres’ e ‘infrahombres’. El Socialismo, en cambio, piensa que el género humano es esencialmente el mismo en todas las latitudes del planeta, y que su naturaleza es perfectible porque está condicionada –pero no determinada- por el tipo de relaciones que las personas establecen entre sí y con la Naturaleza; por lo que cambiando estas últimas, se cambiará el carácter humano. En prospectiva el Socialismo no aboga sólo por un tipo de sociedad nueva sino también, y principalmente, por un ‘hombre nuevo’ (Ernesto Guevara).
Avanzar en la democracia económica
11/11/2016
José Ángel Moreno
Economistas sin Fronteras y Plataforma por la Democracia Económica.
El sugerente texto de mi estimado Bruno Estrada me plantea algunas pequeñas discrepancias de matiz y una coincidencia de base con la que me parece su sugerencia principal. Apunto muy brevemente las primeras, para centrarme después en la segunda.
Por una parte, me temo que la pérdida de base electoral de los partidos socialistas y socialdemócratas desde los años 80 del siglo pasado no se debe sólo a su -indudable en muchos casos- aproximación a las ideas neoliberales y a su renuncia a algunos de sus principios tradicionales. Desde luego, es innegable la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero creo que no es sólo un problema de olvido de los principios por parte de la socialdemocracia. En la creciente impotencia de la izquierda han influido decisivamente los cambios experimentados en la economía, y muy especialmente lo que llamamamos globalización. Un fenómeno que ha contribuido a esa impotencia al menos a través de dos vías: por la dificultad (incapacidad) de encontrar alternativas económicas progresistas y viables ante el cambio de escenario radical que la globalización ha generado (imposibilidad de aplicar sin más los esquemas keynesianos y pérdida creciente de margen de maniobra de los Estados nacionales) y por los efectos que la globalización tiene para las clases trabajadoras de los países desarrollados, enfrentadas a una presión imparablemente a la baja en las condiciones laborales por la competencia de los países emergentes, que genera un acercamiento progresivo de buena parte de la sociedad a los planteamientos políticos nacionalistas y regresivos de partidos de extrema derecha. La izquierda se ha visto crecientemente paralizada, así, ante esta situación: ante la imposibilidad de que funcionen adecuadamente al tiempo la globalización, la intervención estatal y la democracia (el ya famoso trilema de Rodrick). Algo ante lo que, de momento, no parece que se haya encontrado solución.
En segundo lugar, creo que, efectivamente, como señala el artículo “el socialismo del siglo XXI debe caracterizarse por ofrecer algo más que la mejora del bienestar material (y que) no debe preocuparse solo por el mero crecimiento y por el reparto igualitario de la riqueza generada”. Pero me temo que no basta -como entiendo que el artículo sugiere- con la profundización en las libertades y en la democracia. Eso, sin duda, es imprescindible, pero para avanzar hacia un tipo de sociedad diferente hace falta algo más (y quizás más difícil): hace falta proponer y conseguir que la sociedad asuma mayoritariamente valores diferentes a los que el capitalismo neoliberal ha generalizado; hace falta combatir su hegemonía cultural desde una concepción eminentemente didáctica de la política. Trabajando seria y pacientemente en la generación de un nuevo sentido de la vida que combata los valores en los que el capitalismo se asiente (el individualismo, el consumismo, el egoísmo, la superficialidad, el materialismo rampante, la competitividad…) y fomente en su lugar los valores alternativos que una sociedad diferente y mejor requiere. Lo que conduce a una idea de la práctica política muy poco adecuada a la competencia electoral y a la finalidad de acceder al gobierno a corto plazo. Algo, de nuevo, para lo que tampoco hay soluciones fáciles.
En tercer lugar, me da la sensación que el artículo minusvalora el que a mí me parece problema fundamental de nuestro tiempo, que inevitablemente condiciona todos los demás: la creciente (y ya absolutamente urgente) insostenibilidad ambiental/física de nuestro mundo. Un problema quizás insuperable para el capitalismo y que debería ser la prioridad primera para la izquierda, porque de su resultado dependen todos los demás problemas. Sin alternativas para esta cuestión no podrá haber ni socialismo ni seguramente nada.
Señaladas las matizaciones, voy a la coincidencia con la idea central del texto. No puedo estar más de acuerdo con que uno de los retos básicos del socialismo (y de la propia democracia) radica en avanzar en la democracia económica: un reto que tiene que dirimirse muy especialmente (aunque no sólo) en el terreno de la empresa, y particularmente en el de la gran empresa, convertida en nuestro tiempo en uno de los poderes fácticos esenciales y en un limitador drástico de la democracia.
Es fundamental, en este sentido, no sólo lo que señala Bruno Estrada en el texto, sino recuperar un vector que fue básico en el movimiento obrero y en el socialismo, pero que se ha ido debilitando paulatinamente en los planteamientos sindicales y políticos hasta quedar reducido a ámbitos de práctica marginalidad: la democratización de las empresas a través de la participación social en su sistema de gobierno corporativo . Una participación significativa, que limite el poder omnímodo de accionistas y altos directivos y que en nuestro tiempo no debe limitarse ya a los trabajadores, sino a todos aquellos colectivos implicados en -o afectados por- la actividad empresarial de forma decisiva: accionistas, desde luego, pero también directivos, empleados, subcontratistas y proveedores estratégicos y sus representaciones laborales, determinados clientes también estratégicos-empresas, entidades, agrupaciones de compradores-, comunidades y administraciones locales afectadas por la actividad de la empresa… Colectivos a los que deben sumarse otros también esenciales para el éxito de la firma: los que soportan las externalidades negativas que provocan las empresas, que suponen cargas -en ocasiones muy graves- para ellos y evidentes reducciones de costes para las empresas, contribuyendo, en esa medida, a la generación de beneficio. Externalidades , en consecuencia, que implican responsabilidades de las empresas y derechos de los afectados, que, en la medida en que las soportan sin retribución ni compensación alguna, están realizando una suerte de inversión especial en las empresas que las causan.
Se trata en todos los casos de colectivos esenciales en la generación de valor empresarial: aportadores de recursos esenciales para su funcionamiento y, por tanto, copropietarios de la empresa en alguna medida o, cuando menos, sujetos de derechos de gobierno plenamente legítimos (aunque no todos, desde luego, en igual medida).
Es una forma de entender el gobierno de la empresa (insisto, de la gran empresa: no lo planteo para las pymes) que está en total sintonía con la teoría económica de la empresa más avanzada, que entiende a la empresa no ya como una simple agrupación de capitales sociales aportados por los accionistas (que deberían detentar por ello todos los derechos de gobierno y de apropiación del beneficio), sino como una agrupación mucho más compleja de capitales -de recursos- de muy diferente orden -financieros, humanos, tecnológicos, físicos, intelectuales, relacionales, reputacionales…- aportados por diferentes colectivos -los antes mencionados-, que son tan esenciales como los accionistas para la generación de valor y para el recto funcionamiento de la empresa.
Algo que conduce a un replanteamiento radical -pero en absoluto inconsistente en términos económicos- del poder en la empresa y del modelo de gobierno corporativo, entendido no como el sistema por el que los accionistas controlan la empresa, sino como la cámara de compensación de los diferentes intereses de las partes interesadas básicas: la cámara de resolución de conflictos y de conformación del interés común que todas ellas tienen en el buen funcionamiento de la empresa.
Un planteamiento que, aunque no esté exento de dificultades, no tiene por qué ser necesariamente ineficiente y que permitiría que las grandes empresas avanzaran hacia comportamientos mucho más firmes de responsabilidad social que la versión voluntarista de la responsabilidad social corporativa tan alabada en la teoría por los discursos empresariales (pero tan cosmética y poco eficaz en la realidad).
Un planteamiento, por otra parte, que permitiría no sólo democratizar el interior de las grandes empresas, sino avanzar hacia una mayor calidad en el nivel general de democracia de las sociedades contemporáneas, en las que el peso y la capacidad de condicionamiento (económico, social y político) de las grandes empresas es tan desmesuradamente determinante. El nuevo modelo de empresa sugerido, al incluir en su seno los intereses de todas las partes afectadas, comportaría una mayor sensibilidad hacia objetivos extraeconómicos y una menor voluntad de interferencia en la dimensión política.
Algo, finalmente, que me parece que está en la línea de la idea de democratización de la economía que Bruno Estrada propone como requisito crucial para vertebrar una alternativa socialista a la altura de los desafíos que nuestro tiempo plantea.
¿Hay alguien que reivindique el socialismo?
11/11/2016
Marià de Delàs
Periodista
Millones y millones de personas imaginaron durante décadas un estado de cosas diferente al que viene impuesto por el poder del dinero. Un estado de bienestar y de justicia, gracias a la igualdad de derechos económicos y sociales. Confiaban en que una fuerza representativa de los trabajadores podía hacerse con el control de todo o parte del poder político y en que la economía y la vida social podían funcionar de otra manera, bajo criterios democráticos, sin obediencia a los intereses y directrices de los poseedores de capital. La producción de bienes debía racionalizarse, había que distribuir la riqueza equitativamente, el Estado garantizaría los servicios básicos esenciales a toda la población.
En el siglo pasado, la palabra socialismo sirvió para reivindicar una aspiración, o aspiraciones, más o menos enfrentadas a la lógica capitalista.
Hoy a veces parece que el socialismo, como proyecto de sociedad, en sus diferentes concepciones, ha dejado de existir o ha quedado reducido a una sombra muy liviana de lo que fue.
Lo decía hace unas semanas el propio primer secretario del Partit dels Socialistes de Catalunya, Miquel Iceta: “El problema del socialismo es cuando ha dejado de serlo”.
¿Quién reivindica hoy en día explícitamente la idea de la construcción de una sociedad socialista?
Quedaron atrás los intentos generalizados de colectivización de la economía, de eliminación de la propiedad privada sobre los medios de producción y de implantación de un sistema alternativo al capitalismo.
Fue mucho más que un intento, porque lo que se conoció como el “socialismo realmente existente” transformó radicalmente la vida de los seres humanos en gran parte del planeta. A pesar de los pesares, muchos soñaron con la desaparición de las clases sociales.
Y otros creyeron que la justicia social no era incompatible con el funcionamiento de la economía de mercado. En nombre de la “socialdemocracia” difundieron la idea de que los desmanes que tienden a cometer los que atesoran fortunas se podían controlar, sin necesidad de entregar al Estado el control sobre la economía.
Miquel Iceta lo recordaba de esta manera en una entrevista concedida a Público: “Socialdemocracia es regulación de los mercados, fiscalidad progresiva, servicios universales gratuitos y de calidad, redistribución, lucha contra las desigualdades…”.
Son cosas que a menudo se olvidan y sin embargo, hoy en día muchos son los partidos de diferentes países que en su denominación mantienen las palabras socialista o socialdemócrata sin que esas ideas figuren en sus programas. Son muchos también los dirigentes que en sus discursos apelan al socialismo y no se entiende qué quieren decir.
Ocurre también que nuevas fuerzas, que no se definen como socialistas, reivindican en la actualidad los valores y las políticas de la socialdemocracia clásica.
Y otras organizaciones políticas, viejas y nuevas, se declaran abiertamente anticapitalistas. Todo eso choca con la falta de discusión, dentro y entre todas estas organizaciones, sobre el modelo social que se puede contraponer frente al actual estado de cosas.
Por eso, el debate abierto aquí por Bruno Estrada, en Espacio Público y CTXT, sobre lo que será o puede ser el socialismo en los tiempos que tenemos por delante, parece más necesario que nunca para una izquierda, a menudo nostálgica de modelos de Estado y de relaciones internacionales irreproducibles, y excesivamente enfrascada en polémicas que poco o nada tienen que ver con proyectos políticos.
En otro tiempo discutía sobre los mecanismos necesarios para limitar o hacer imposible el ejercicio del poder basado en la acumulación de riqueza. Hoy convendría que buscara nuevas herramientas, y que revisara las viejas y sus manuales de instrucciones, teniendo en cuenta que ya no sirven.
Se trata, como siempre, de estudiar la historia y tenerla presente para mirar al futuro.
Y es por eso que esa izquierda del siglo XXI ha de buscar instrumental para remediar los efectos infernales, catastróficos, que tuvo la acumulación de poder administrativo en los países del “socialismo real”
Tenemos constancia hoy en día de discusiones interminables sobre liderazgos y modelos organizativos, debates casi siempre estériles, en los que supuestamente se defienden proyectos políticos y “líneas estratégicas” diferenciadas, que nunca se explican, porque apenas existen. Tras ellos se esconden, más que cualquier otra cosa, batallas entre camarillas, defensas de jefaturas, cargos, escaños, control de organismos, posiciones en las listas, despachos y parcelas de poder, por escaso que sea el terreno en disputa.
Hemos asistido a luchas despiadadas entre rivales políticos, sin que tales batallas hayan servido para exponer y contraponer verdaderas ideas. Esa práctica es viejísima. Tan vieja que cuando se habla de las ‘victimas’ de tal o cual contienda, actual o pasada, son muchos los que justifican el daño causado como algo normal, como un mal necesario. “Así es la política”, “el que quiere intervenir ya sabe a lo que se expone”, son frases de uso corriente entre personas a las que habría que hacerles ver que si la realidad política es así, habrá que cambiarla. También ese propósito de cambio debería encontrarse entre las prioridades de cualquiera que pretenda entusiasmar a sectores importantes de población con propuestas de cambio social.