El segundo artículo de Francisco Louça, después del inicial que promovió este debate, lleva por título “Actuar en Europa con los pies en el suelo”. En él, su autor realiza una breves glosas de la mayoría de los artículos que lo precedieron para llegar a una inicial conclusión de que todas las personas que hemos participado en el debate compartimos que “la izquierda debe desarrollarse fuera de esas instituciones o de esa política”, en referencia a las instituciones de la UE y a la política que éstas han aplicado en los últimos tiempos (o desde su creación).
Comparto la crítica de las políticas, pero no pienso que la izquierda deba abandonar las instituciones europeas, porque, aunque cimente sus prácticas en la movilización social, cualquier transformación política y social, incluida la de las propias instituciones, requiere, en sociedades democráticas y desde perspectivas políticas democráticas, participar en las instituciones tras recibir el voto de los ciudadanos.
Pero tengo otras discrepancias, tal vez más importantes, con Louça, que dedica el comentario más amplio, y el único frontalmente crítico, de su glosario a pretender descalificar mi desacuerdo con la tesis principal de su artículo afirmando que “esa forma de discutir es, simplemente, una prueba de sectarismo, que se define por no querer debatir”, recurso bien fácil para no molestarse en argumentar contra mis afirmaciones. Pues bien, como mi pretensión era y es debatir con argumentos, voy a procurar desarrollar más algunos de ellos.
La salida del euro y de la UE no es la solución frente a la crisis y su mala gestión
Me parece claro -si no que me desmienta el profesor Louça- que, a pesar de utilizar en sus artículos una calculada ambigüedad, está proponiendo la extinción de la Unión Europea o, al menos, el abandono de la misma por el grupo de países fuertemente endeudados, y no sólo su salida del euro, o sólo el fin de la eurozona. En todo caso, salirse del euro del modo en que lo pinta en una más que sucinta explicación, equivale necesariamente a salirse de la UE.
Dice Francisco Louça en la conclusión principal de su primer artículo, dicha junto con otras cinco menos relevantes: “La sexta conclusión es que para reestructurar las deudas es preciso abandonar el euro e imponer y reconvertir la deuda en la nueva moneda nacional, devaluada para promover la sustitución de importaciones y mejorar los saldos comerciales y, sobre todo, permitiendo así la emisión monetaria y, por tanto, dejar de depender de la financiación a través de los mercados financieros, recuperando un banco central nacional.” Y no se dice más, en los dos artículos, sobre el camino para salirse del euro y de la UE y sobre las consecuencias económicas, sociales y políticas de dicha opción. Y sobre el hecho de que la opción sea compartida por toda la pujante extrema derecha nacionalista europea, no manifiesta aparentemente ninguna preocupación dado que no le merece ni la más mínima alusión en sus dos artículos.
Sorprende que un profesor de economía del nivel de Francisco Louça reduzca la transición económica posterior a la desaparición de la zona euro –o al abandono del mismo por un grupo de países- como un aparentemente fácil camino, hecho a base de devaluación competitiva de las nuevas monedas, reconversión a ellas de las deudas en euros, financiación por los nuevos bancos centrales nacionales mediante la impresión de moneda y política de sustitución de importaciones. Sorprende también que no dedique ni una sola línea al artículo de Gabriel Flores –“Salir del euro no es un punto de encuentro ni puede ser un punto de partida”-, a mi juicio uno de los mejores de este serial de Espacio Público. Me remito a lo que dice Flores sobre las consecuencias de la salida del euro sobre la deuda externa nominada en euros y el volumen del servicio de la deuda, el régimen cambiario flexible y el impacto de las devaluaciones en las balanzas comerciales para rebatir la supuesta bondad de las recetas de Louça.
Es más, en mi opinión, si varios países se salen del euro para dedicarse a competir entre ellos y con lo que quedara de la zona euro en base a la devaluación de sus monedas nacionales recuperadas y a políticas de sustitución de importaciones, lo que significaría es que deberían salirse de la UE, por ser incompatibles estas prácticas con las normas del Mercado Único, y, además, producirían una guerra comercial europea, antesala de una nueva recesión. Y eso sin añadir las consecuencias de las limitaciones que las naciones centrales europeas, que tal vez quisieran mantener el euro, establecerían para el comercio con los Estados salidos de la zona euro, si estos hubieran huido supuestamente por las bravas. ¿O, tal vez, Francisco Louça está pensando en buenos acuerdos de libre comercio con lo que quedara de la zona euro y de la UE, tras negociaciones a varias bandas después de invocar el artículo 50, como en el caso del Brexit? ¿Piensa el profesor Louça que se podrían conseguir dichos buenos acuerdos al tiempo que se promueve una política de devaluaciones competitivas de las nuevas monedas nacionales, en las que ya se denominarían –así de fácil- los títulos de la vieja deuda en euros? ¿O es que, tal vez, no importase alcanzar dichos acuerdos porque mediante la política de sustitución de importaciones se favorecería hasta tal punto a las industrias nacionales de los Estados de Sur de Europa, que estos podrían superar el problema de ni siquiera tener acuerdos de libre comercio con los países que hoy acogen entre un 70% y un 80%, nada menos, de sus exportaciones? ¿O no sería necesario negociar tales acuerdos porque la implosión de la UE se daría al completo? ¿Cuales serían las consecuencias de esto último para todos?
En este último supuesto, con todos los Estados europeos implicados en este tipo de políticas y en un marco internacional dominado por el nuevo nacionalismo económico y proteccionismo comercial de Donald Trump, la probabilidad de una nueva recesión mundial inducida desde la política sería elevadísima.
La propuesta contenida en la “sexta conclusión”, que no es aventurado calificar como de “nacionalismo económico de izquierdas”, me parece pues equivocada y peligrosa en términos estrictamente económicos. A pesar de la endeblez de su justificación, que contrasta con la solidez argumental con la que aborda la crítica de las políticas de austeridad y devaluación interna y otros aspectos analíticos de la situación económica europea, el profesor Louça no la repara en su segundo artículo, en el que no añade nada más a las diez escasas líneas que dedicaba a su desarrollo en el primer artículo.
Esto no le impide despachar sumariamente las críticas que realicé a su propuesta diciendo: “…Javier Doz, va más allá al garantizar que «propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad”. No es fácil discutir con alguien que considera «el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad» como la consecuencia apocalíptica de cuestionar la UE, a pesar de su “rostro actual””. Y como no es fácil, ni lo intenta.
Los riesgos políticos de la destrucción de la UE. Nacionalismos e internacionalismo.
Hablar de “suicidio de la humanidad” es, por supuesto, un subrayado hiperbólico. Ni siquiera pereció tras las dos hecatombes mundiales del Siglo XX. Lo único que podría “suicidar a la humanidad”, en un sentido estricto, sería una tercera guerra mundial con un uso masivo de armas nucleares. Y, desde luego, no pienso que esta hipótesis sea hoy un riesgo probable, aunque su probabilidad sea un poco mayor con Trump en la Presidencia de los EE UU. Pero si imagino un escenario “post-desintegración de la UE”, con Estados nación gobernados por partidos nacionalistas enfrentados por guerras comerciales y rivalidades basadas en la pugna de las identidades nacionales renacidas, en un contexto internacional con grandes dosis de nacionalismo económico y autoritarismo político, todas las alarmas se encienden en mi cerebro. No deberíamos olvidar las consecuencias que tuvo la destrucción de una entidad supranacional europea, Yugoeslavia, a principios de los 90. Cuando a finales de los 80 comenzaron a crecer y actuar las corrientes nacionalistas en las principales repúblicas que integraban la Federación yugoeslava, nadie, ni los más apasionados y sectarios nacionalistas serbios o croatas, imaginaban que la cosa pudiera terminar en un rosario de guerras que costaron 200.000 muertos y el primer genocidio en suelo europeo después de la 2ª Guerra Mundial, en Srebrenica y otros lugares. Era impensable, pero ocurrió.
No se trata de hacer concursos de internacionalismo con nadie como irónicamente me achaca Francisco Louça en su respuesta. Simplemente, no me parece, en este momento histórico, el mejor modo de desarrollar los valores y los objetivos del internacionalismo solidario -para mí consustanciales con los de la izquierda política- el hacerlo desde una vuelta al Estado nación, a partir de la desintegración de la UE, y defendiendo un programa económico basado en el proteccionismo comercial. Y no porque sea imposible impulsar la solidaridad internacional a partir de las convicciones, sin duda internacionalistas, de Louça y de los que piensan como él, sino porque en el escenario político que preconizan –Estados nación fuertes sin la UE- el poder político estaría en manos de la derecha, los nacionalistas y la extrema derecha. Y ello me parece claro por varias razones que paso a desarrollar brevemente
En primer lugar, porque un escenario de inestabilidad política, crisis económica y reafirmación de los valores nacionales –y no otro sería el producido por la desintegración de la UE o una ruptura más importante que la del Brexit- es el escenario ideal para el triunfo de los nacionalismos autoritarios y la extrema derecha. En segundo lugar, lo anterior se refuerza porque la propuesta política de Louça, como bien subraya Gabriel Flores, impide establecer las bases de una unidad amplia de la izquierda política y social, en torno a un programa que pudiera disputar la hegemonía política a la derecha y la extrema derecha, en los Estados nación europeos y en el conjunto de la UE. Y la unidad de la izquierda es una condición necesaria, aunque no suficiente, para conseguir dicha hegemonía, como nos muestra cualquier análisis histórico y cualquier análisis político rigurosos de la Europa de hoy. Por el contrario, el profesor y político Louça, nos dice que lo esencial es el combate de la izquierda contra la derecha y el centro, centro en el que sitúa a los partidos socialdemócratas. La verdad es que no entiendo cómo se compadece esta posición con el papel del Bloco de Esquerda como impulsor del acuerdo parlamentario de la izquierda portuguesa que permite gobernar al Partido Socialista.
¿Qué concepto de Estado nación es el de la izquierda?
Lo que sí me parece más que discutible, desde una óptica internacionalista y de izquierdas, es la concepción étnico-lingüística e historicista del Estado que refleja la siguiente afirmación del segundo artículo de Louça: “No hay democracia internacional, con legitimidad identitaria y con reconocimiento popular; puede haber formas de cooperación que son democráticas, pero, al no tener una identidad de «pueblo europeo» —pues no hay una lengua común, o una comunidad organizada con una historia común—, entonces no hay ni puede haber una «democracia europea»”. Mala base ideológica para una concepción de la izquierda del Estado, en el Siglo XXI. Me confieso mucho más cercano a la concepción del Estado que se deriva del concepto de “patriotismo constitucional” de Jürgen Habermas, y considero que es mucho más progresista su idea de comunidad política de derechos y deberes garantizados por la ley a la ciudadanía que la que sólo se basa en una “legitimidad identitaria” –expresión, confieso, que me repele- de lengua común o historia común pasada. La definición de Louça de Estado nación difícilmente puede servir a sociedades abiertas a las migraciones y a su integración y a la construcción de proyectos/historia de futuro sobre la base de valores y derechos garantizados por la ley, y menos aún para construir estructuras políticas supranacionales democráticas -regionales y globales- imprescindibles para dominar los procesos tecnológicos, económicos, culturales y políticos mundiales al servicio de la inmensa mayoría de sus poblaciones y lograr una efectiva globalización de los derechos. Pero ya sabemos que a Francisco Louça no le interesa que existan esas estructuras porque sólo las ve como instrumentos de dominación del capital.
Reconozco que me produce un profundo desasosiego el que se puedan extraer conclusiones tan divergentes de valoraciones que compartimos. Dos ejemplos daré. El de mis coincidencias plenas con Louça a la hora de tachar el Acuerdo UE-Turquía sobre migrantes y refugiados como el “Acuerdo de la vergüenza” y de afirmar que “El mayor fracaso en la historia de las izquierdas europeas en el Siglo XXI fue Grecia”. Pero el “Acuerdo de la vergüenza”, no lo olvidemos por favor, fue fruto de la exitosa rebelión de algunos Estados nación del centro y el este de Europa, sometidos a los nacionalismos, frente a las propuestas iniciales de la Comisión Europea y de una Ángela Merkel –sólo en este caso generosa- a las que consiguieron vencer.
Y mi reflexión sobre la derrota de Grecia me lleva a decir que sólo hubiera sido posible derrotar las políticas de austeridad, que se cebaron particularmente en el país heleno, desde una huelga general europea (o más de una). Participé activamente en el proceso de convocatoria de la jornada de movilización sindical europea del 14 de noviembre de 2012 (la de mayor dimensión, con 5 huelgas generales y acciones en 28 países). La coordinación entre CCOO y la UGT española con la CGTP portuguesa fueron decisivas para lograr un determinado nivel de articulación de las movilizaciones nacionales con una perspectiva europea –dicha capacidad de articulación es el elemento esencial a perseguir en las luchas políticas y sociales europeas o supranacionales-. Pues bien, no se llegó a más, en ese y en otros momentos de las luchas sindicales europeas durante la crisis, porque la mayoría de los sindicatos del centro y el norte de Europa siguen considerando, como hace Francisco Louça, que sólo es en el ámbito de los Estados nación donde hay que preservar y promover los derechos de los trabajadores, y como les ha ido mejor que a los del sur en una perspectiva histórica y en la actualidad, prefieren no arriesgarse a luchar junto con ellos. Sólo unos pocos sindicalistas más lúcidos consideran que si los del sur de Europa pierden derechos, los del centro y el norte acabarán perdiéndolos también. Centrarse, casi en exclusiva, en la acción política y social en el ámbito de los Estados nación, como pretende Louça, conduce, en el mejor de los casos, a reproducir estos hábitos nada internacionalistas.
Estrategia alternativa y unidad de la izquierda
El gran fracaso de la izquierda europea en el Siglo XXI, cuyo símbolo puede ser Grecia, es el de su incapacidad para construir una estrategia alternativa frente a la crisis. En lugar de centrarse en superar esta situación, conjugando las visiones nacionales con las europeas, las izquierdas europeas se dedican a otra cosa. En palabras de Gabriel Flores: “Las izquierdas europeas, por su parte, mantienen su desunión e ideologizan sus diferencias, profundizándolas. Mientras la socialdemocracia retrocede y sueña con la posibilidad de mantener un resultado electoral que le permita reeditar las grandes coaliciones con la derecha, las fuerzas políticas situadas a su izquierda se atrincheran y remarcan sus diferencias con la socialdemocracia. Parecen complacidas con el logro de un espacio electoral confortable que les permite reafirmar un análisis catastrofista al tiempo que pierden la oportunidad de impulsar los cambios que hacen falta para que las instituciones nacionales y europeas respondan a los intereses de la mayoría social”. Y propone otra actitud, otro rumbo, para la izquierda europea: “Hay que construir amplias alianzas políticas y sociales que disputen la hegemonía a la derecha y atraigan a la mayoría de las fuerzas progresistas y de izquierdas a la tarea de conseguir un cambio sustentado en la cooperación entre los socios, la defensa de la cohesión económica, social y territorial y la subordinación de la economía a los intereses de la mayoría social.
La unidad europea sigue siendo el instrumento más adecuado para influir en la imprescindible tarea de embridar la mundialización económica y sus potenciales efectos negativos y lograr un reparto más equitativo de las ventajas y los costes que conlleva”
En mi primer artículo esbozaba algunas líneas programáticas y de acción en la línea de promover una refundación política de la UE (democrática y social) en el marco de la acción política mundialista por la globalización de los derechos y la democratización de las instituciones políticas multilaterales. El camino es arduo y será largo. Pero sinceramente no veo otro. Y se construye, por supuesto, a partir de las prácticas políticas y sociales realizadas en los Estados nación, y aún en los ámbitos subestatales, pero con una perspectiva transnacional, internacionalista y solidaria.
Alternativa para Europa en perspectiva republicana
27/04/2017
camelias31
Secretario de Comunicación de Alternativa Republicana
Es hora de abrir los ojos: esta crisis no es sólo una crisis financiera. Es sobre todo una crisis económica y de gobernanza, que refleja la ausencia de una política económica a nivel de la UE y la falta de regulación del mercado.
La verdadera respuesta a todos estos problemas será, ante todo, política: nuevo orden Económico Mundial y una Europa federal.
Somos europeístas, pero no es aceptable la deriva neoliberal que impone injustas e insostenibles restricciones sociales a los Estados. No creemos en la existencia de una moneda única sin una política económica y fiscal única y avalada por la voluntad de los pueblos europeos.
La respuesta a la crisis pasa, no por acuerdos o por los planes financieros provisionales de austeridad nacional, sino por una solidaridad institucional, un marco comunitario para los presupuestos nacionales y las políticas de estímulo consistentes, adoptándose estas a escala europea.
Hemos creado el euro, pero no supimos darnos una política económica común, que era el corolario esencial. El ceder una parte de nuestra soberanía, no nos ha permitido desarrollar una política monetaria independiente administrada por el Banco Central Europeo, y si, veinte y siete inconsistentes políticas fiscales, donde cada uno quería tomar ventaja de la estabilidad del euro para quedar exentos de la necesidad de controlar el gasto.
Esta dispersión del poder económico en Europa es el pecado original de la zona euro. Es el principal fallo en el que se afianzan hoy los enemigos de la Unión tanto especuladores financieros como los antieuropeistas oportunistas. Y como no hemos resuelto el problema de la construcción de una política económica real, se seguirán presionando los mercados financieros y serán fatales las consecuencias del estancamiento económico.
Queda poco tiempo para dibujar las consecuencias de la verdadera naturaleza de esta crisis: debemos demostrar que Europa está dispuesta a iniciar conversaciones para lograr una política económica rápida y dinámica, que nos permita actuar tanto sobre políticas fiscales de los Estados, como sobre la política monetaria de la zona euro, lo que significa la creación de mecanismos de coordinación con el Banco Central Europeo y a cuestionar su independencia frente a las políticas económicas del neoliberalismo, como hasta ahora.
Proponemos dotar a Europa de herramientas que supongan el fortalecimiento de los medios económicos, que puedan conducir a corto plazo a la salida de la crisis y a la creación de una Europa de los ciudadanos:
-Establecimiento de un gobierno económico europeo que permita la recuperación del control de la política monetaria al Banco Central Europeo.
-La posibilidad de que la Unión Europea pueda emitir bonos a través del Banco Central Europeo para reducir la deuda soberana de los estados frente a la crisis.
Aumentar el presupuesto de la Unión en políticas de estímulo a nivel europeo (Incluye la realización de grandes proyectos para reducir de los desequilibrios entre las regiones y las políticas comunes en la investigación).
– La creación de un fondo para el desarrollo y la inversión, a través de la emisión de bonos convertibles europeos, en apoyo a las empresas más innovadoras en los sectores más respetuosa con el medio ambiente para crear más puestos de trabajo.
– La armonización de la base imponible sobre la a las empresas para limitar la competencia fiscal entre países europeos, que es el responsable del 80% de los traslados de las empresas a terceros países.
– Un impuesto a las transacciones financieras de la deuda soberana en todo el continente.
– La creación de una agencia de calificación pública europea. Esta agencia será independiente y tendrá una experiencia financiera. También promoverá un nuevo modelo de crecimiento con indicadores del desarrollo teniendo en cuenta criterios económicos, sociales y medioambientales: hay que acostumbrarse a la idea de que un modelo de sociedad se mide en primer lugar por el bienestar que esta proporciona a sus ciudadanos.
El restablecimiento económico de Europa conducirá necesariamente a la cuestión de una Europa federal, consecuencia lógica y natural de sesenta años de integración europea.
Debemos dejar de ser un mero espacio de la desregulación y la competitivo y emerger como un poder político en defensa de unos valores compartidos y un modelo social diferente. Queremos una Europa que proteja los derechos de los ciudadanos y contribuya a la aparición de un mundo multipolar.
Esto significa darle un proyecto político, que le proporcione nuevos poderes y democratice sus instituciones.
¿Atrapados en Europa? Renegociar los tratados o abandonar la UE
24/04/2017
Nacho Alvarez
Profesor de Economía, UAM, y Responsable de Economía de Podemos
El debate político europeo está hoy marcado por dos preguntas ineludibles: ¿Qué significa terminar con el neoliberalismo en Europa? ¿Qué estrategia política permite caminar en esa dirección cuando uno forma parte de la Eurozona?
Recordemos que Europa y los países occidentales ya terminaron una vez con el liberalismo. La primera globalización (1870s-1920s) entró en crisis con la I Guerra Mundial, y fue definitivamente desarmada con la Gran Depresión de 1929. Las políticas económicas keynesianas, vinculadas al ascenso de la socialdemocracia y a las conquistas del movimiento sindical, pusieron un punto y aparte en la tendencia a la mercantilización de las distintas esferas económicas y sociales. A partir del New Deal (1932) en EE.UU., y muy particularmente después de la II Guerra Mundial en Europa, “cuerpos extraños” a la lógica del mercado se institucionalizan, dando lugar a una importante desmercantilización de diversos ámbitos económicos (por ejemplo, los sistemas públicos de sanidad, educación o pensiones).
Sin embargo, la segunda globalización (1970s-2010s), dirigida políticamente por los intereses del capital financiero y culturalmente por el pensamiento neoliberal, no ha experimentado aún una crisis política semejante a la que experimentó la primera globalización. O, mejor dicho, la crisis que atraviesa desde 2008 no ha generado aún una alternativa política e intelectual, cohesionada y con poder institucional, que permita dar respuesta a la pregunta de qué significa hoy terminar con el neoliberalismo.
La crisis de la segunda globalización ha hecho emerger un “momento Polanyi”, una suerte de “insurrección electoral” de aquellas mayorías sociales que, a un lado y otro del Atlántico, intentan protegerse de las consecuencias desestabilizadoras asociadas a los mercados desregulados: pérdida de derechos laborales, retroceso salarial, recortes en el Estado de Bienestar, desestructuración de las comunidades, etc. Las mayorías sociales, en otro tiempo movilizadas por la socialdemocracia, intentan protegerse hoy con los instrumentos que tienen a su alcance: con un voto anti-establishment que en muchas ocasiones no es progresista.
Ofrecer por tanto una salida política a la crisis de la segunda globalización exige clarificar qué vectores pueden servir para dar una orientación progresista al “momento Polanyi” actual, que profundice nuestras democracias y evite el reforzamiento de posiciones oligárquicas.
No nos extendemos aquí, pues la hoja de ruta es relativamente compartida: 1) Es necesario terminar con la austeridad fiscal y con la sacralización del equilibrio presupuestario, y resituar en el frontispicio de la política económica el pleno empleo como prioridad. 2) Necesitamos profundizar la recuperación de los derechos colectivos que han sido erosionados (sanidad, educación, pensiones), el desarrollo de otros nuevos (dependencia, infancia, cuidados y atención personal) y la progresiva desmercantilización de esferas económicas esenciales. 3) Debemos reforzar la capacidad redistributiva y, especialmente, predistributiva de nuestras economías para reducir drásticamente las desigualdades y dotar de recursos suficientes al Estado (reducción del tiempo de trabajo, nuevos marcos de negociación de los incrementos de la productividad, reforma tributaria). 4) Volver a disfrutar de estabilidad económica y autonomía política exige debatir acerca de cuál debe ser el grado apropiado de movilidad de capitales, dado que la plena movilidad ha entrañado crisis financieras y bancarias recurrentes, y asfixia a la democracia. 5) Una nueva Economía Política en favor de las mayorías sociales exige la quiebra de los oligopolios y de lo que en nuestro país se ha venido a llamar el “capitalismo de amiguetes”.
Ahora bien, desarrollar una estrategia política frente al neoliberalismo que tome estas ideas-fuerza como punto de partida, requiere también abordar la segunda de las preguntas anteriormente formuladas: ¿cómo caminar en esa dirección cuando uno forma parte de la Eurozona?
Los países que forman parte de la Eurozona se encuentran sometidos a un marco institucional que ha petrificado buena parte de los principales dogmas neoliberales. ¿Cómo orientar el “momento Polanyi” actual teniendo en cuenta dicho marco? ¿Es posible poner en marcha una estrategia alternativa al neoliberalismo sin una salida inmediata del Euro? Esta es la pregunta que atenaza a las fuerzas progresistas europeas desde hace casi una década.
Las fuerzas progresistas y populares europeas viven atrapadas, desde que se inició la crisis, en una suerte de polaridad poco fértil. De un lado, quienes plantean la necesidad de “más Europa” para solucionar los problemas de diseño de la Unión Económica y Monetaria. Así, para quienes así piensan, la clave pasaría por completar la unión monetaria con una unión fiscal que respalde la moneda única y permita superar la “anomalía histórica” de tener una moneda sin Estado alguno que la respalde.
Del otro lado encontramos a quienes constatan que el diseño político e institucional de la zona euro supone un auténtico corsé para cualquier experiencia política que pretenda impulsar una propuesta alternativa al neoliberalismo, y desconfían de toda posibilidad de reforma. En este segundo caso la conclusión termina siendo la apuesta por salir del euro.
El riesgo asociado a la primera de las propuestas es evidente. La pretensión de “completar” con una unión fiscal el diseño erróneo que, desde sus inicios, presenta la zona euro apunta en muchas de sus formulaciones hacia un federalismo de corte autoritario, que llega incluso a plantear la existencia de supercomisarios que controlen los presupuestos elaborados por los parlamentos nacionales. Esta propuesta, que parte de la socialdemocracia europea ha hecho suya, profundizaría los déficits democráticos de la UE y reforzaría la idea de que, en el marco de la UE, democracia y política económica se conjugan con tiempos verbales diferentes.
La segunda propuesta, la ruptura con la UE y con el euro, tiende a no tomar en consideración las especificidades políticas y culturales de los distintos países, así como los aspectos relativos a la construcción de mayorías de cambio en los países periféricos.
Es cierto que el actual diseño político e institucional de la zona euro supone un rígido corsé para una política económica alternativa. Sin embargo, a nadie se le escapa la enorme dificultad –particularmente en el caso de los países periféricos– de trasladar a la opinión pública cualquier debate sobre un posible abandono unilateral de la moneda común. Esto no hace sino constatar que, en buena medida, son las propias mayorías sociales de los países periféricos las que demandan terminar –de una u otra forma– con la austeridad y el neoliberalismo, sin cuestionar sin embargo las estructuras políticas supranacionales que lo imponen y lo perpetúan. A nadie que realmente pretenda levantar una alternativa a las políticas neoliberales, viable y con voluntad de convocar a las mayorías sociales, se le debería pasar por alto dicha contradicción, que habla más de la necesidad de acompañar procesos que de “adelantarlos”.
Por otro lado, refugiarse en que una supuesta salida del euro solucionaría los principales problemas económicos, sin evaluar las dramáticas consecuencias económicas y sociales que tendría en un primer momento para la mayoría de la población (empobrecimiento, encarecimiento de la cesta alimentaria y de la energía, crisis cambiaria, default externo…), resta credibilidad a dicha propuesta. ¿Qué gobierno popular podría soportar un coste de esa dimensión sin ser derrotado en pocas semanas o meses, a no ser que una medida como esa fuese asumida como el último recurso posible, después de haber recorrido un largo camino previo?
Se impone por tanto, desde nuestro punto de vista, la necesidad política de transitar un estrecho desfiladero: evidenciar que incluso en el contexto actual existen ciertos márgenes para la construcción de alternativas progresistas, aprovechar las líneas de fractura institucional para forzar y ampliar dichos márgenes, reclamar la refundación de los Tratados y exigir la democratización de las instituciones europeas y, finalmente, asumir que la disolución del euro puede resultar inevitable en futuras crisis, vista la escasa voluntad de reforma existente.
Aunque sólo el marco del Estado-nación constituye hoy una base sólida para las instituciones democráticas, son mayoría las personas que en nuestro país constatan que el marco del debate político no es sólo nacional, sino también supranacional. Por eso es necesario ofrecer un programa progresista para Europa, aun a riesgo de bordear un ejercicio de pensamiento ilusorio.
Ser capaz de convocar a mayorías sociales a una agenda de cambio exige conectar con un sentido común de época, aunque no para reproducirlo sino para redefinirlo. Exige tener un pie donde lo tienen esas mayorías sociales para poder impulsar con el otro pie un movimiento en la dirección deseada. Por ello es necesario recordar, una y otra vez, que hoy podrían adoptase medidas en el marco de la UE –algunas de ellas sin necesidad de hacer siquiera profundas modificaciones de los Tratados– que supondrían mejoras inmediatas en las condiciones de vida de millones de personas y superarían graves déficit democráticos.
A modo de ejemplo, cabe recordar algunas de ellas: se debe eliminar el objetivo de “equilibrio presupuestario estructural” de la norma fiscal europea, para poner punto y final a la austeridad; el Banco Europeo de Inversiones (BEI) perfectamente podría impulsar un amplio plan paneuropeo de inversiones financiado con cargo a la emisión de bonos de deuda del propio BEI, respaldado en los mercados secundarios por el BCE; el Seguro Europeo de Desempleo (ya propuesto por László Andor) constituiría sin duda un avance para los países del sur, con millones de parados; convertir al BCE en prestamista de última instancia de los Estados miembro evitaría la posibilidad de nuevos chantajes políticos como los vividos en el pasado; que dicho banco reestructure la deuda pública que excede el 60% del PIB de los Estados miembro, con cargo a su señoreaje, evitaría nuevos episodios de inestabilidad financiera en el próximo futuro; la formación de una cámara parlamentaria de la eurozona (la conocida propuesta de Piketty), integrada por representantes de los distintos parlamentos nacionales y con verdadera capacidad legislativa (no como el actual Parlamento Europeo), trasladaría a Europa mecanismos democráticos similares a los que operan a escala nacional en los Estados miembros.
Seguramente haya quien vea estas medidas como “la carta a los reyes magos”; una propuesta naif. Ciertamente, dada la actual correlación de fuerzas existente en la UE, son políticas que hoy difícilmente podrían llevarse a cabo. Pero lo mismo sucede al interior de muchos Estados de la UE y eso no nos exime en el marco de los debates nacionales de plantear alternativas viables y posibles. Porque la política consiste precisamente en visibilizar una y otra vez las alternativas que se descartan cuando se opta por una determinada orientación política.
Las fuerzas populares y progresistas en España –y conviene ser aquí cauto con lo que sucede en otros países europeos, pues los tiempos políticos nunca con exactamente iguales– deben ser capaces de articular un discurso que impugne el marco político e institucional actual de la UE y que, al mismo tiempo, presente políticas concretas frente al marco burocrático de Bruselas. El debate político también se juega en el plano supranacional, y renunciar a tener alternativas viables en ese ámbito dificulta acompañar el proceso de las mayorías sociales en la construcción de una alternativa al neoliberalismo. Es cierto, en el marco de la zona euro, hoy por hoy, una alternativa al neoliberalismo solo cabría parcialmente. Pero la otra parte de la alternativa, la que hoy no cabe, debe construirse forzando las propias fracturas que presenta la Unión Económica y Monetaria; y para eso siempre hace falta articular propuestas políticas que evoquen legitimidad, dibujen horizontes de progreso y convoquen apoyo social.
Puede que el debate sobre la permanencia o la salida del euro, o su disolución coordinada entre todos los países, nos sorprenda nuevamente la próxima vez que se presente una crisis asimétrica entre los Estados de la eurozona (¡y todas lo son!). Conviene que cuando ese momento llegue la legitimidad política y social esté del lado de quienes vienen reclamando y planteando alternativas viables, y opuestas a las del establishment.
La Unión Europea se resquebraja
24/04/2017
Carlos Berzosa
Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
La Unión Europea (UE) ha puesto de manifiesto su incapacidad para afrontar las dos grandes crisis que han conmocionado a la economía y a la política: La Gran Recesión y la grave situación de los refugiados. Esto pone de manifiesto la debilidad institucional y los cimientos nada sólidos con los que se ha tratado de construir la unión monetaria. El fracaso tan evidente pone en cuestión el proyecto europeo de integración.
La UE no hace honor a su nombre pues se encuentra desunida ante las respuestas que se han dado con los refugiados, al tiempo que se agranda la brecha económica entre los países del centro y de la periferia. Las respuestas que se han dado, en el caso de los refugiados han sido insolidarias, y las políticas económicas han agravado aún más las desigualdades entre los países y en el interior de estos. El Brexit, el ascenso de la ultraderecha, la desafección de los ciudadanos hacia la UE son el resultado de una fase del capitalismo, hegemonizada por el capital financiero, y las políticas practicadas impregnadas de neoliberalismo.
Desde que se inició el proceso de integración económica en seis países de Europa, con la creación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) en 1951, la creciente interrelación entre las diferentes economías se intensifica con la firma del Tratado de Roma en 1957. Desde entonces ha habido cambios, avances, retrocesos y parones. Los cambios institucionales no han resuelto el déficit democrático que padece desde sus orígenes. Hay un pecado original en la creación de las Comunidades Europeas que lejos de resolverse ha tendido a agravarse con el tiempo.
En todo caso, a pesar de las dificultades que ha habido en el camino, han tenido lugar avances en el crecimiento económico y en el progreso social. Esto es lo que sin duda lo que ha motivado que se haya convertido en un polo de atracción de muchos países que han solicitado su entrada y ha dado lugar a sucesivas ampliaciones. De los seis iniciales a los veintisiete que hay en la actualidad. Con motivo de esta gran ampliación la actual UE es mucho más desigual que lo que se constituyó en origen como Mercado Común en 1957 por el Tratado de Roma.
Los seis países fundadores tenían un desarrollo similar, aunque se produjeran diferencias económicas entre ellos, y sobre todo entre las regiones pertenecientes a un Estado-nación. Estas divergencias regionales eran sobre todo muy notables en Italia. Todos ellos, aunque habían sufrido los efectos devastadores de la guerra, eran países capitalistas desarrollados y fueron capaces de reconstruirse rápidamente tras la contienda bélica para lo cual contaron con la ayuda económica del Plan Marshall.
La integración europea tenía motivaciones políticas, como el tratar de evitar conflagraciones entre los países europeos como había sucedido por dos veces en el siglo veinte. Se trataba de buscar una salida pacífica para Alemania y dentro de un marco de cooperación y no de conflicto. Pero a su vez se pretendía buscar la consolidación de un bloque capitalista sólido, siguiendo la línea del ideario del Plan Marshall, para contrarrestar internamente la fortaleza de movimientos obreros que habían desempeñado un papel básico en la resistencia contra el nazismo y fascismo. A su vez se buscaba como objetivo hacer frente al bloque socialista de Europa oriental, capitaneado por la Unión Soviética, y que se había reforzado tras el final de la segunda guerra mundial.
Había también motivaciones económicas, vinculadas a lo anterior, como era la necesidad de ampliar los mercados, tanto para las mercancías como para los capitales, lo que requería eliminar trabas entre las naciones que formaron parte de la integración económica en estos primeros pasos que se estaban dando para traspasar las propias fronteras. Esta ampliación de los mercados supondría aumentar la división del trabajo y la producción con incrementos de la productividad. Se pretendía con ello reforzar el capitalismo europeo frente a los posibles peligros internos y externos que le acechaban. En suma, una economía que se desarrollase, no solamente la haría resurgir de las ruinas que había dejado la guerra, sino que la hacía más fuerte con el paso del tiempo y eso significaría la consolidación del capitalismo frente al socialismo.
Los resultados en crecimiento económico fueron realmente notables en las décadas de los cincuenta y sesenta, y a ello contribuyeron el Plan Marshall, la integración económica, y otros mecanismos, como el papel desempeñado por el intervencionismo del Estado, la expansión del Estado del bienestar, la innovación tecnológica, la implantación del fordismo en las grandes escalas de producción, y la explotación al Tercer Mundo. La demanda efectiva creció como consecuencia del creciente tamaño del Estado, de los créditos al consumo, y la mejora de los salarios reales, debido a la presión sindical.
En todo caso, la libertad de circulación de mercancías y capitales que habría de conseguirse tras un periodo transitorio, lo que estaba favoreciendo era la concentración y centralización de capital y se estaba, ya dese sus inicios, consolidando una Europa del capital, fundamentalmente de los grandes oligopolios capitalistas, y no una Europa de los ciudadanos. Mientras el capital se desenvolvía a escala transnacional los sindicatos lo hacían a escala nacional.
El avance en la consecución de la libertad de circulación de mercancías y capitales lo hacía a una velocidad mayor que la construcción de instituciones políticas europeas democráticas, a la vez que las políticas sociales no existían a escala global de lo que eran las Comunidades europeas. No obstante, hubo políticas compensatorias al mercado como fueron las llevadas a cabo por la creación de los fondos estructurales. De este modo, al tiempo que el mercado alcanzaba una dimensión europea, las políticas sociales quedaban restringidas básicamente dentro de cada país. Si bien es cierto que el Estado del bienestar, aunque con diferencias entre los países, hizo avanzar la igualdad en la distribución de las rentas, así como en derechos y oportunidades.
Durante, los años cincuenta y sesenta, el capitalismo europeo, sobre todo el formado por los seis países que integraban el mercado común, se recuperó y fue capaz de reconstruirse, alcanzando altos niveles de crecimiento económico, con pleno empleo y determinados grados de cohesión social. De forma, que exceptuando el caso, de los países nórdicos y Austria, los países integrantes de la integración eran los que más crecían y se desarrollaban, aunque de una manera desigual.
La idea de conseguir una Unión Económica y Monetaria surgió más tarde y no estaba en principio entre los objetivos a alcanzar en la integración económica. El plan para avanzar en este terreno lo planteó Werner, que en calidad de Primer Ministro de Luxemburgo, en 1970, presentó al Consejo y a la Comisión un informa que recoge las bases del camino que habría que emprender. El documento que fue conocido como Plan Werner establecía una unión en tres fases: a) convertibilidad irreversible de las monedas comunitarias. b) centralización de la política monetaria y crediticia; y c) puesta en circulación de una moneda común.
El proyecto, sin embargo, quedó frustrado como consecuencia de la crisis que se desató a principios de la década de los setenta en el sistema monetario internacional. La devaluación del dólar en dos ocasiones muy cercanas entre sí, 1971 y 1973, la supresión de la convertibilidad del dólar en oro, y el establecimiento de tipos de cambio flexibles, cambiaron varios de los supuestos básicos del sistema surgido en Bretton Woods. La inestabilidad monetaria era una constante en aquellos años y el Plan Werner, fruto de una coyuntura concreta de expansión económica, quedó en un cajón.
Una vez superado los peores momentos de la crisis de los setenta, en los años ochenta y noventa se plantea un relanzamiento del mercado único y de la unión monetaria. A partir de aquí se establecieron plazos para conseguir la moneda única, al tiempo que se propusieron unos criterios muy estrictos que había que cumplir si se quería ser parte de lo que se ha denominado la eurozona. Los criterios de Maastricht respondían a los principios que empezaron a predominar en la economía desde los años ochenta, esto es, el fundamentalismo de mercado, el predominio de las ideas antikeynesianas, y la creencia equivocada que la consecución de la estabilidad macroeconómica es una condición para el crecimiento económico sostenido.
Los criterios de Maastricht responden, por tanto, al paradigma que se ha impuesto en la economía tras la crisis de los setenta, el predominio de esta concepción monetarista. Esta visión es lo que ha estado rigiendo los principios que deben conducir a la consecución de la moneda única, que coincide con la expansión de la globalización neoliberal, y la primacía de las finanzas. Esta obsesión por la lucha contra la inflación, y la estabilidad presupuestaria ha relegado a un segundo plano a las políticas fiscales de los países, y desde luego no se plantea en ningún momento llevar a cabo una política fiscal única en La UE.
Desde un principio, como hemos señalado, la creación del mercado común respondió a los intereses de las grandes empresas y de los grandes grupos económicos y financieros, atenuado sin duda por el predominio de las ideas keynesianas y del Estado del bienestar. La idea generalizada de que el mercado tenía fallos que había que corregir con la intervención estatal hizo que la integración no fuera solamente un proyecto de creación de un área de libre comercio, sino que era más ambicioso.
Todo esto cambió en la década de los ochenta y el predominio del neoliberalismo hizo mella en la construcción europea. El Estado de bienestar, aunque resiste esta embestida, se deteriora y la primacía del mercado va generando una desigualdad creciente dentro de los países que conforman la UE. A su vez este ideario es el que se encuentra detrás de los principios de Maastricht y el posterior acuerdo de estabilidad una vez implantado el euro.
Los estatutos del Banco central Europeo (BCE) responden a ello, por esto es por lo que se establece como prioridad la lucha contra la inflación sobre el pleno empleo o las mejoras en la distribución de la renta. Se combate más bien a un fantasma, como es la inflación, la cual ha descendido notablemente sobre lo que fue en los años setenta.
Varios economistas han venido planteando que el error de implantar una moneda única fue que la UE no era una zona monetaria óptima tal como fue teorizada por Mundell, premio Nobel de economía, en el año 1961. No les falta razón, pero no tanto por lo que Mundell señaló, sino porque al irse ampliando la UE a países con un nivel de desarrollo inferior a los socios fundadores, la desigualdad dentro de este espacio económico ha tendido al aumento. Dentro de estas diferencias es muy difícil, sin mecanismos compensatorios al libre mercado, que se pueda funcionar con una moneda única.
Por tanto, el problema principal reside en la falta de mecanismos políticos capaces de compensar las desigualdades existentes. El error en la implantación del euro ha sido, además de la falta de requisitos para ser un área monetaria óptima, el déficit democrático de la UE, de forma que se ha implantado una moneda sin ningún poder político democrático que la respaldara, sin una política fiscal capaz de corregir los fallos del mercado y sus desigualdades, y con un BCE restringido en sus actuaciones y sometido al dominio de Alemania. El euro se ha construido sobre bases nada sólidas en un terreno inadecuado en el que corren por debajo aguas pantanosas. El estallido de la crisis de las finanzas capitalistas ha dejado al descubierto todas sus miserias, como ha sucedido con este modelo de desarrollo que ha predominado en las últimas décadas.
La crisis actual y las políticas de ajuste tan erróneas que se han puesto en marcha están trayendo consigo un debate en la izquierda, por lo demás necesario y urgente, si lo mejor, que pueden hacer los países de la zona euro que están sufriendo con mayor virulencia las políticas de austeridad, debería ser salirse del euro o mantenerse dentro. La respuesta no es sencilla, en primer lugar porque no existe una experiencia de esta naturaleza de cómo debe ser el camino de salida. Se sabe cuál ha sido el camino de entrada, un tanto tortuoso, y no ajeno a costes económicos y sociales, pero no resulta fácil encontrar la salida en este laberinto en el que están metidos varios países.
La incertidumbre es lo que se encuentra en esta polémica que se ha suscitado a raíz del artículo de Francisco Louça. Estoy de acuerdo con los que proponen una reforma de la UE antes de acabar con este proyecto. Pero también es cierto que tal como están las cosas en la UE no parece factible el llevar a cabo reformas en profundidad, sobre todo con el consenso existente entre conservadores y socialistas acerca de las políticas económicas y los requisitos del Pacto de Estabilidad. La izquierda más crítica es minoritaria y los movimientos sociales que puedan presionar también se encuentran de capa caída. En todo caso, aunque la UE está en cuestión siempre confío más en los cambios que habría que hacer dentro que seguir un camino que no se sabe a ciencia cierta a dónde puede conducir.
Adiós a Europa. La crisis de la UE y el regreso del proyecto soberanista
11/04/2017
Eddy Sánchez
Profesor de Ciencias Políticas de la UCM y Director de la Fundación de Investigaciones Marxistas
A seis décadas de la firma del Tratado de Roma y a pocas semanas del primer aniversario del Brexit, la sensación de implosión de la UE se generaliza.
Todo hace pensar que el proyecto actual de la UE deriva hacia una especie de Europa bajo hegemonía alemana, debilitada por la crisis del euro e incapaz de reformarse desde dentro, donde las demandas de soberanía de los Estados miembros crecen.
La hipótesis de la que parte el presente artículo se sitúa precisamente en el punto en el que la crisis de la UE parece irreversible, mientras el horizonte del regreso del soberanismo aparece como el más probable. Ante tal escenario cabría preguntarse ¿qué clase de soberanía y con qué objetivos?, respuesta que dibuja dos escenarios confrontados, que presumiblemente, marcarán el debate europeo en los próximos años, tal y como está ocurriendo en la campaña de las presidenciales francesas.
Para entender mejor la situación, es necesario hacer referencia a la dinámica histórica en la que nos encontramos. Desde esta perspectiva, se pueden distinguir cuatro etapas de construcción y posterior crisis del proyecto de construcción europea:
1ª Crisis. De la crisis de la primera globalización a la Gran Guerra (1914-1918). Nacionalismo e imperialismo: el primer proyecto europeo bajo el fascismo
La crisis de la primera globalización de finales del siglo XIX, es producto del hundimiento de las economías agrícolas como la alemana y la de los últimos imperios del Antiguo Régimen (el zarista, el austrohungaro y el Otomano) y los débiles países mediterráneos como Italia y España, ante los bajos precios del trigo proveniente de Argentina y Australia, países favorecidos por la revolución del transporte marítimo y del ferrocarril. Dicha crisis es sancionada con el nacimiento de los imperialismos que se dirimen en la primera guerra mundial. El coste para el capitalismo de este periodo es la Revolución socialista en Rusia y el Crack económico del 29, crisis que da lugar a la aparición del fascismo, proyecto bajo la que surge el primer proyecto continental europeo triunfante del siglo XX, una vez derrotada la expansión de la revolución soviética.
2ª Crisis. De 1945 hasta crisis de los 70´s. La creación de la CEE.
La crisis política y económica de los años de la posguerra supone el ascenso del fascismo, del nacionalsocialismo y los proyectos de imperialismo geográfico que conducen a la segunda guerra mundial. El coste que para el capitalismo europeo supuso este periodo, desemboca en el fin de los imperios coloniales incapaces de contener el proceso de descolonización, la irrupción de un campo socialista internacional con el centro de Europa y la URSS como eje y el ascenso del movimiento obrero en los países de la Europa occidental. La CEE que surge en 1957 aparece como la reconfiguración del proyecto liberal europeo y de contención de la URSS, bajo cuya hegemonía se construye el segundo proyecto de unidad continental dentro de la Europa occidental.
3º Crisis. Años 70-80 del siglo XX. El inicio de la globalización y el nacimiento de la UE
La crisis iniciada en la década de los 70 acaba con el proyecto europeo de los Estados de bienestar. El equilibrio de bloques impide acudir a la guerra como solución y encuentra en el neoliberalismo su expresión ideológica. La crisis económica es sancionada con el inicio de la globalización, que en su segunda versión histórica, aparece por primera vez como la configuración de un mundo estructurado en torno a un solo sistema: el capitalista. El proyecto europeo pasa a denominarse Comunidad Europea con la firma del Acta Única en 1987, que cinco años después pasa a llamarse Unión Europea (UE). Proyecto que tiene en la globalización el elemento rector de una nueva fase de la construcción europea, fase que supone el progresivo fin de las economías sustentadas en el gasto social y el mercado interno regulado. Dicho proceso se sustenta en una dinámica en la que se contienen los elementos que son el germen de la actual crisis.
4ª Crisis. De 2007 a la actualidad. La irrupción de una nueva gran transición geopolítica y el debate de la desglobalización
La globalización se sustentaba en la construcción de una nueva división internacional del trabajo basada en una dinámica global, sanciona en el siguiente proceso: desindustrialización y paro estructural en los países del centro capitalista e industrialización exportadora de la periferia. El resultado es la aparición de una nueva geografía económica que culmina con la aparición de Asia como nueva centralidad productiva y comercial a escala global, proceso en el que se sustenta la irrupción de los países de la semiperiferia del sistema mundo (como los BRICS) en torno a alianzas geopolíticas con los países de la periferia. Dicha dinámica se sanciona con el repliegue de los países del centro en torno a la reconstrucción del eje Euroatlántico (TTIP), frente a lo que sus élites consideran como «asalto» de la periferia industrializada o energéticamente independiente. La irrupción de la semiperiferia y la reconfiguración del occidente capitalista tiene como primeras manifestaciones de envergadura el Brexit y la victoria de Trump en las presidenciales de EE UU, mientras que los litigios y conflictos geopolíticos por el control de marítimo del Océano Pacifico e Índico entre China en EE UU y las guerras de Ucrania y Siria, aparecen como los puntos geográficos “calientes” de este nuevo escenario.
A diferencia del resto de fases, la presente crisis no se va a resolver en torno a un proyecto de mayor profundización del proyecto europeo, en concreto de la UE, sino al regreso del discurso soberanista, escenario en el que hay que situar el debate político futuro, el cuál se puede expresar con una pregunta: ¿de qué clase de soberanía hablamos?
Importantes sectores de la clase trabajadora, pero también de algunos sectores del empresariado nacional y del funcionariado público de diversos países, reaccionan ante la expansión de la globalización económica intentando recuperar las competencias del Estado, e incluso, la recuperación de identidades nacionales y en otras ocasiones locales bajo el discurso de la desglobalización. A escala europea se distingue una ruptura de dos proyectos, que en gran parte, quedan representados por un soberanismo de raíz nacionalista propio de los países del centro de Europa y de la periferia de los países del Este europeo, del que se diferencian proyectos soberanistas de carácter popular en los países de la periferia meridional europea.
En el primer caso, aparecen las expresiones de descontento popular articuladas, principalmente, por las clases dominantes de los países y zonas del centro capitalista pertenecientes al arco atlántico en crisis, catalizadas por UKIP en el caso del Brexit en Gran Bretaña, de la victoria de Trump en el conocido como cinturón del óxido (rust belt) de EE UU y el avance del FN en las zonas industriales en declive de Francia, que en el caso de los países del este, capitalizan los herederos de las viejas élites nacionalistas rurales reconvertidas en burguesías rentistas urbanas dependientes de Alemania y EE UU.
Estos sectores de las clases dominantes tradicionales defienden la necesidad del fortalecimiento de economías territoriales de base nacional, ante los procesos de deslocalizaciones y paro estructural que sufren las tradicionales zonas industriales de los países de Europa occidental y de EE UU. Se estaría ante los discursos defensores de la desglobalización, que en el caso de la derecha, pretenden articular una potente base popular con las que lograr triunfos electorales que les permitan acceder al control del Estado, y así reconstruir su capacidad económica y competidora frente a otras facciones de clase mejor insertadas en la globalización.
En el segundo caso, los países de la Europa meridional sufren la crisis de un modelo de inserción subalterna en la UE, que ha especializado sus economías en economías de servicios desindustrializadas, basadas en el sector del turismo y el logístico, que han asumido en la Europa del euro, una posición periférica dentro de la división del trabajo principalmente configurada por Alemania y demás potencias exportadoras Europas (Holanda y Suecia principalmente).
El artículo de Louçã explica de manera acertada, las consecuencias de un modelo de especialización productiva de los países de la Europa meridional dentro de la economía euro, que ha traído como resultado la conversión en países endeudados, debido al fuerte déficit exterior contraído con los países del centro europeo y de fuera de la UE. Este proceso entra dentro de la dinámica de endeudamiento general de los países de la periferia europea, provocada por la estrategia exportadora alemana, la cual ha impuesto una división espacial dentro de la UE entre países del centro exportadores y dotados de una fuerte estructura industrial y tecnológica, y países periféricos endeudados que han reproducido un modelo comercial dependiente. Dicho esquema ha definido el proyecto neoliberal europeo, que con la crisis del euro, ha erosionado los consensos sociales que existían en dichos países respecto a la UE y, que de manera especial en España, Grecia y Portugal, ha generado la irrupción de proyectos que se reclaman de proyectos soberanistas de carácter popular.
La expansión de la globalización económica ha resucitado no solo expresiones de identidades étnicas y locales, sino que ha resucitado al gran sujeto a través del cual se ha desarrollado la política a lo largo del siglo XX: el poder del Estado, lo que en palabras de John Agnew, convierte de nuevo al Estado nación “como la principal estructura de oportunidad para la mayoría de las formas de actividad política”, escenario que condicionará, guste o no, el debate de la reconstrucción de la izquierda en Europa.
La izquierda no debería apostar por la destrucción de la Unión Europea. Contestando a Francisco Louça
07/04/2017
Javier Doz
Miembro del Comité Económico y Social Europeo por CCOO
El segundo artículo de Francisco Louça, después del inicial que promovió este debate, lleva por título “Actuar en Europa con los pies en el suelo”. En él, su autor realiza una breves glosas de la mayoría de los artículos que lo precedieron para llegar a una inicial conclusión de que todas las personas que hemos participado en el debate compartimos que “la izquierda debe desarrollarse fuera de esas instituciones o de esa política”, en referencia a las instituciones de la UE y a la política que éstas han aplicado en los últimos tiempos (o desde su creación).
Comparto la crítica de las políticas, pero no pienso que la izquierda deba abandonar las instituciones europeas, porque, aunque cimente sus prácticas en la movilización social, cualquier transformación política y social, incluida la de las propias instituciones, requiere, en sociedades democráticas y desde perspectivas políticas democráticas, participar en las instituciones tras recibir el voto de los ciudadanos.
Pero tengo otras discrepancias, tal vez más importantes, con Louça, que dedica el comentario más amplio, y el único frontalmente crítico, de su glosario a pretender descalificar mi desacuerdo con la tesis principal de su artículo afirmando que “esa forma de discutir es, simplemente, una prueba de sectarismo, que se define por no querer debatir”, recurso bien fácil para no molestarse en argumentar contra mis afirmaciones. Pues bien, como mi pretensión era y es debatir con argumentos, voy a procurar desarrollar más algunos de ellos.
La salida del euro y de la UE no es la solución frente a la crisis y su mala gestión
Me parece claro -si no que me desmienta el profesor Louça- que, a pesar de utilizar en sus artículos una calculada ambigüedad, está proponiendo la extinción de la Unión Europea o, al menos, el abandono de la misma por el grupo de países fuertemente endeudados, y no sólo su salida del euro, o sólo el fin de la eurozona. En todo caso, salirse del euro del modo en que lo pinta en una más que sucinta explicación, equivale necesariamente a salirse de la UE.
Dice Francisco Louça en la conclusión principal de su primer artículo, dicha junto con otras cinco menos relevantes: “La sexta conclusión es que para reestructurar las deudas es preciso abandonar el euro e imponer y reconvertir la deuda en la nueva moneda nacional, devaluada para promover la sustitución de importaciones y mejorar los saldos comerciales y, sobre todo, permitiendo así la emisión monetaria y, por tanto, dejar de depender de la financiación a través de los mercados financieros, recuperando un banco central nacional.” Y no se dice más, en los dos artículos, sobre el camino para salirse del euro y de la UE y sobre las consecuencias económicas, sociales y políticas de dicha opción. Y sobre el hecho de que la opción sea compartida por toda la pujante extrema derecha nacionalista europea, no manifiesta aparentemente ninguna preocupación dado que no le merece ni la más mínima alusión en sus dos artículos.
Sorprende que un profesor de economía del nivel de Francisco Louça reduzca la transición económica posterior a la desaparición de la zona euro –o al abandono del mismo por un grupo de países- como un aparentemente fácil camino, hecho a base de devaluación competitiva de las nuevas monedas, reconversión a ellas de las deudas en euros, financiación por los nuevos bancos centrales nacionales mediante la impresión de moneda y política de sustitución de importaciones. Sorprende también que no dedique ni una sola línea al artículo de Gabriel Flores –“Salir del euro no es un punto de encuentro ni puede ser un punto de partida”-, a mi juicio uno de los mejores de este serial de Espacio Público. Me remito a lo que dice Flores sobre las consecuencias de la salida del euro sobre la deuda externa nominada en euros y el volumen del servicio de la deuda, el régimen cambiario flexible y el impacto de las devaluaciones en las balanzas comerciales para rebatir la supuesta bondad de las recetas de Louça.
Es más, en mi opinión, si varios países se salen del euro para dedicarse a competir entre ellos y con lo que quedara de la zona euro en base a la devaluación de sus monedas nacionales recuperadas y a políticas de sustitución de importaciones, lo que significaría es que deberían salirse de la UE, por ser incompatibles estas prácticas con las normas del Mercado Único, y, además, producirían una guerra comercial europea, antesala de una nueva recesión. Y eso sin añadir las consecuencias de las limitaciones que las naciones centrales europeas, que tal vez quisieran mantener el euro, establecerían para el comercio con los Estados salidos de la zona euro, si estos hubieran huido supuestamente por las bravas. ¿O, tal vez, Francisco Louça está pensando en buenos acuerdos de libre comercio con lo que quedara de la zona euro y de la UE, tras negociaciones a varias bandas después de invocar el artículo 50, como en el caso del Brexit? ¿Piensa el profesor Louça que se podrían conseguir dichos buenos acuerdos al tiempo que se promueve una política de devaluaciones competitivas de las nuevas monedas nacionales, en las que ya se denominarían –así de fácil- los títulos de la vieja deuda en euros? ¿O es que, tal vez, no importase alcanzar dichos acuerdos porque mediante la política de sustitución de importaciones se favorecería hasta tal punto a las industrias nacionales de los Estados de Sur de Europa, que estos podrían superar el problema de ni siquiera tener acuerdos de libre comercio con los países que hoy acogen entre un 70% y un 80%, nada menos, de sus exportaciones? ¿O no sería necesario negociar tales acuerdos porque la implosión de la UE se daría al completo? ¿Cuales serían las consecuencias de esto último para todos?
En este último supuesto, con todos los Estados europeos implicados en este tipo de políticas y en un marco internacional dominado por el nuevo nacionalismo económico y proteccionismo comercial de Donald Trump, la probabilidad de una nueva recesión mundial inducida desde la política sería elevadísima.
La propuesta contenida en la “sexta conclusión”, que no es aventurado calificar como de “nacionalismo económico de izquierdas”, me parece pues equivocada y peligrosa en términos estrictamente económicos. A pesar de la endeblez de su justificación, que contrasta con la solidez argumental con la que aborda la crítica de las políticas de austeridad y devaluación interna y otros aspectos analíticos de la situación económica europea, el profesor Louça no la repara en su segundo artículo, en el que no añade nada más a las diez escasas líneas que dedicaba a su desarrollo en el primer artículo.
Esto no le impide despachar sumariamente las críticas que realicé a su propuesta diciendo: “…Javier Doz, va más allá al garantizar que «propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad”. No es fácil discutir con alguien que considera «el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad» como la consecuencia apocalíptica de cuestionar la UE, a pesar de su “rostro actual””. Y como no es fácil, ni lo intenta.
Los riesgos políticos de la destrucción de la UE. Nacionalismos e internacionalismo.
Hablar de “suicidio de la humanidad” es, por supuesto, un subrayado hiperbólico. Ni siquiera pereció tras las dos hecatombes mundiales del Siglo XX. Lo único que podría “suicidar a la humanidad”, en un sentido estricto, sería una tercera guerra mundial con un uso masivo de armas nucleares. Y, desde luego, no pienso que esta hipótesis sea hoy un riesgo probable, aunque su probabilidad sea un poco mayor con Trump en la Presidencia de los EE UU. Pero si imagino un escenario “post-desintegración de la UE”, con Estados nación gobernados por partidos nacionalistas enfrentados por guerras comerciales y rivalidades basadas en la pugna de las identidades nacionales renacidas, en un contexto internacional con grandes dosis de nacionalismo económico y autoritarismo político, todas las alarmas se encienden en mi cerebro. No deberíamos olvidar las consecuencias que tuvo la destrucción de una entidad supranacional europea, Yugoeslavia, a principios de los 90. Cuando a finales de los 80 comenzaron a crecer y actuar las corrientes nacionalistas en las principales repúblicas que integraban la Federación yugoeslava, nadie, ni los más apasionados y sectarios nacionalistas serbios o croatas, imaginaban que la cosa pudiera terminar en un rosario de guerras que costaron 200.000 muertos y el primer genocidio en suelo europeo después de la 2ª Guerra Mundial, en Srebrenica y otros lugares. Era impensable, pero ocurrió.
No se trata de hacer concursos de internacionalismo con nadie como irónicamente me achaca Francisco Louça en su respuesta. Simplemente, no me parece, en este momento histórico, el mejor modo de desarrollar los valores y los objetivos del internacionalismo solidario -para mí consustanciales con los de la izquierda política- el hacerlo desde una vuelta al Estado nación, a partir de la desintegración de la UE, y defendiendo un programa económico basado en el proteccionismo comercial. Y no porque sea imposible impulsar la solidaridad internacional a partir de las convicciones, sin duda internacionalistas, de Louça y de los que piensan como él, sino porque en el escenario político que preconizan –Estados nación fuertes sin la UE- el poder político estaría en manos de la derecha, los nacionalistas y la extrema derecha. Y ello me parece claro por varias razones que paso a desarrollar brevemente
En primer lugar, porque un escenario de inestabilidad política, crisis económica y reafirmación de los valores nacionales –y no otro sería el producido por la desintegración de la UE o una ruptura más importante que la del Brexit- es el escenario ideal para el triunfo de los nacionalismos autoritarios y la extrema derecha. En segundo lugar, lo anterior se refuerza porque la propuesta política de Louça, como bien subraya Gabriel Flores, impide establecer las bases de una unidad amplia de la izquierda política y social, en torno a un programa que pudiera disputar la hegemonía política a la derecha y la extrema derecha, en los Estados nación europeos y en el conjunto de la UE. Y la unidad de la izquierda es una condición necesaria, aunque no suficiente, para conseguir dicha hegemonía, como nos muestra cualquier análisis histórico y cualquier análisis político rigurosos de la Europa de hoy. Por el contrario, el profesor y político Louça, nos dice que lo esencial es el combate de la izquierda contra la derecha y el centro, centro en el que sitúa a los partidos socialdemócratas. La verdad es que no entiendo cómo se compadece esta posición con el papel del Bloco de Esquerda como impulsor del acuerdo parlamentario de la izquierda portuguesa que permite gobernar al Partido Socialista.
¿Qué concepto de Estado nación es el de la izquierda?
Lo que sí me parece más que discutible, desde una óptica internacionalista y de izquierdas, es la concepción étnico-lingüística e historicista del Estado que refleja la siguiente afirmación del segundo artículo de Louça: “No hay democracia internacional, con legitimidad identitaria y con reconocimiento popular; puede haber formas de cooperación que son democráticas, pero, al no tener una identidad de «pueblo europeo» —pues no hay una lengua común, o una comunidad organizada con una historia común—, entonces no hay ni puede haber una «democracia europea»”. Mala base ideológica para una concepción de la izquierda del Estado, en el Siglo XXI. Me confieso mucho más cercano a la concepción del Estado que se deriva del concepto de “patriotismo constitucional” de Jürgen Habermas, y considero que es mucho más progresista su idea de comunidad política de derechos y deberes garantizados por la ley a la ciudadanía que la que sólo se basa en una “legitimidad identitaria” –expresión, confieso, que me repele- de lengua común o historia común pasada. La definición de Louça de Estado nación difícilmente puede servir a sociedades abiertas a las migraciones y a su integración y a la construcción de proyectos/historia de futuro sobre la base de valores y derechos garantizados por la ley, y menos aún para construir estructuras políticas supranacionales democráticas -regionales y globales- imprescindibles para dominar los procesos tecnológicos, económicos, culturales y políticos mundiales al servicio de la inmensa mayoría de sus poblaciones y lograr una efectiva globalización de los derechos. Pero ya sabemos que a Francisco Louça no le interesa que existan esas estructuras porque sólo las ve como instrumentos de dominación del capital.
Reconozco que me produce un profundo desasosiego el que se puedan extraer conclusiones tan divergentes de valoraciones que compartimos. Dos ejemplos daré. El de mis coincidencias plenas con Louça a la hora de tachar el Acuerdo UE-Turquía sobre migrantes y refugiados como el “Acuerdo de la vergüenza” y de afirmar que “El mayor fracaso en la historia de las izquierdas europeas en el Siglo XXI fue Grecia”. Pero el “Acuerdo de la vergüenza”, no lo olvidemos por favor, fue fruto de la exitosa rebelión de algunos Estados nación del centro y el este de Europa, sometidos a los nacionalismos, frente a las propuestas iniciales de la Comisión Europea y de una Ángela Merkel –sólo en este caso generosa- a las que consiguieron vencer.
Y mi reflexión sobre la derrota de Grecia me lleva a decir que sólo hubiera sido posible derrotar las políticas de austeridad, que se cebaron particularmente en el país heleno, desde una huelga general europea (o más de una). Participé activamente en el proceso de convocatoria de la jornada de movilización sindical europea del 14 de noviembre de 2012 (la de mayor dimensión, con 5 huelgas generales y acciones en 28 países). La coordinación entre CCOO y la UGT española con la CGTP portuguesa fueron decisivas para lograr un determinado nivel de articulación de las movilizaciones nacionales con una perspectiva europea –dicha capacidad de articulación es el elemento esencial a perseguir en las luchas políticas y sociales europeas o supranacionales-. Pues bien, no se llegó a más, en ese y en otros momentos de las luchas sindicales europeas durante la crisis, porque la mayoría de los sindicatos del centro y el norte de Europa siguen considerando, como hace Francisco Louça, que sólo es en el ámbito de los Estados nación donde hay que preservar y promover los derechos de los trabajadores, y como les ha ido mejor que a los del sur en una perspectiva histórica y en la actualidad, prefieren no arriesgarse a luchar junto con ellos. Sólo unos pocos sindicalistas más lúcidos consideran que si los del sur de Europa pierden derechos, los del centro y el norte acabarán perdiéndolos también. Centrarse, casi en exclusiva, en la acción política y social en el ámbito de los Estados nación, como pretende Louça, conduce, en el mejor de los casos, a reproducir estos hábitos nada internacionalistas.
Estrategia alternativa y unidad de la izquierda
El gran fracaso de la izquierda europea en el Siglo XXI, cuyo símbolo puede ser Grecia, es el de su incapacidad para construir una estrategia alternativa frente a la crisis. En lugar de centrarse en superar esta situación, conjugando las visiones nacionales con las europeas, las izquierdas europeas se dedican a otra cosa. En palabras de Gabriel Flores: “Las izquierdas europeas, por su parte, mantienen su desunión e ideologizan sus diferencias, profundizándolas. Mientras la socialdemocracia retrocede y sueña con la posibilidad de mantener un resultado electoral que le permita reeditar las grandes coaliciones con la derecha, las fuerzas políticas situadas a su izquierda se atrincheran y remarcan sus diferencias con la socialdemocracia. Parecen complacidas con el logro de un espacio electoral confortable que les permite reafirmar un análisis catastrofista al tiempo que pierden la oportunidad de impulsar los cambios que hacen falta para que las instituciones nacionales y europeas respondan a los intereses de la mayoría social”. Y propone otra actitud, otro rumbo, para la izquierda europea: “Hay que construir amplias alianzas políticas y sociales que disputen la hegemonía a la derecha y atraigan a la mayoría de las fuerzas progresistas y de izquierdas a la tarea de conseguir un cambio sustentado en la cooperación entre los socios, la defensa de la cohesión económica, social y territorial y la subordinación de la economía a los intereses de la mayoría social.
La unidad europea sigue siendo el instrumento más adecuado para influir en la imprescindible tarea de embridar la mundialización económica y sus potenciales efectos negativos y lograr un reparto más equitativo de las ventajas y los costes que conlleva”
En mi primer artículo esbozaba algunas líneas programáticas y de acción en la línea de promover una refundación política de la UE (democrática y social) en el marco de la acción política mundialista por la globalización de los derechos y la democratización de las instituciones políticas multilaterales. El camino es arduo y será largo. Pero sinceramente no veo otro. Y se construye, por supuesto, a partir de las prácticas políticas y sociales realizadas en los Estados nación, y aún en los ámbitos subestatales, pero con una perspectiva transnacional, internacionalista y solidaria.
Una izquierda que reconstruya la identidad europea
06/04/2017
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
Durante los últimos cien años (más intensamente durante los últimos setenta y aún más en los últimos veinticinco años) Europa ha ido perdiendo su papel económico, cultural, tecno-científico y geo-estratégico; y, lo que es aún más grave, está perdiendo su propia identidad política y social, heredera de más de veinticinco siglos de historia.
Parece que el mundo eurocéntrico ha dejado de existir definitivamente. Los Estados Unidos de América se convirtieron en la primera potencia económica mundial
al terminar la Gran Guerra y, a pesar de la crisis de los años 30, consolidaron su poder al término de la Segunda Guerra Mundial. El desgaste de Europa durante lo que cada vez más certeramente se entiende como Guerra Civil Europea (las dos guerras mundiales y, para algunos, la franco-prusiana de 1870) está detrás del ascenso económico de EEUU.
Europa, primera potencia industrial, económica y comercial durante todo el siglo XIX,perdía su puesto puntero definitivamente en 1944, cuando en Bretton Woods se estableció el nuevo orden económico mundial: el patrón oro fijo a 35$ la onza.
Paralelamente, la relevancia cultural y el desarrollo tecnológico y científico, siempre vinculados a la capacidad económica, fueron perdiendo peso en Europa a la misma velocidad que lo ganaban los Estados Unidos (en parte, por las aportaciones de científicos e intelectuales europeos huidos de la guerra o acogidos tras ella).
La cultura europea (grecorromana, cristiana e ilustrada), colonizadora de América, África, Eurasia y parte de Asia empiezó a ser vista como un museo de viejas glorias y de ruinas del esplendor perdido.
Aún así, geoestratégicamente Europa conservó un papel relevante al finalizar la Segunda Guerra: fue la frontera física e ideológica de las dos superpotencias vencedoras, los Estados Unidos y la Unión Soviética, bien simbolizada en el Muro de Berlín y la Guerra Fría. Frontera, por tanto, de los dos sistemas económico-sociales enfrentados, el capitalismo occidental y el comunismo oriental. Los países occidentales de Europa con democracias liberales, en parte herederos de los sistemas públicos de protección social (que comienzan en la Constitución de Weimar de 1919), supieron construir un sistema de economía mixta que a la vez que se sustentaba en el libre mercado y en la propiedad privada, garantizaba la protección laboral y social mediante recursos públicos. Esto es, sin duda, lo que ha diferenciado a Europa: la construcción de políticas socialdemócratas (o socialcristianas o social-liberales) como forma intermedia entre los dos sistemas máximos: el liberalismo que abomina de la intervención del Estado y se fundamenta en la libertad individual garantizada por propiedad privada; y el comunismo, que abomina de la propiedad privada y se fundamenta en la igualdad económica y social. Es precisamenteeste sistema mixto identitario, que luego veremos, lo que actualmente se está jugando Europa.
El derrumbe de los sistemas comunistas del Este de Europa, precipitado por el empuje del neoliberalismo y el anticomunismo de Thatcher y Reagan (y, al menos en parte, por Wojtyla, el Papa polaco); la nueva estrategia de las Repúblicas Islámicas desde 1979 para responder el conflicto árabe-israelí (y su actual deriva yihadista); y el espectacular crecimiento económico de los países emergentes (lo que en 2001 se llamaron BRIC: Brasil, Rusia, India y China -a los que se unió Sudáfrica en 2011- y que ya son primeras potencias económicas) acabaron con el papel geoestratégico privilegiado que tenía la Europa fronteriza, al desplazarse las disputas económicas e ideológicas a Oriente Próximo, a Oriente Medio y a Asia-Pacífico.
En mayo de 1979 (un mes después de constituirse la República Islámica de Irán; ocho meses antes de la entrada de la URSS en la guerra civil afgana en apoyo de las tropas gubernamentales y fentre a los muyaidines islámicos apoyados por Estados Unidos) la conservadora, anticomunista y ultraliberal Margaret Thatcher fue nombrada Primera Ministra del Reino Unido con un ambicioso programa de privatizaciones, recortes sociales y desmantelamiento del poder sindical. En octubre del 78, ocho meses antes, el arzobispo de Cracovia, el anticomunista polaco Karol Wojtyla, había sido elegido Papa de los católicos, y en enero del 81, el republicano Ronald Reagan, anticomunista y liberal (defensor de la economía de la oferta), era nombrado Presidente del los Estados Unidos.
Las políticas anticomunistas que provocaron el colapso económico e ideológico de la URSS y de los países del Este fueron clave para la expansión de las políticas neoliberales en toda Europa (y en la Rusia post-soviética), cada vez más asumidas por los partidos conservadores, liberales y hasta socialdemócratas. En su Chavs, Owen Jones recuerda la respuesta de Thatcher cuando le preguntaron cuál era su mayor logro político: Tony Blair y el nuevo laborismo. Hemos obligado a nuestros adversarios a cambiar de opinión. Pero el thatcherismo no sólo influyó en la Tercera Vía del laborismo británico. Ya antes había influido, entre otros, en las políticas social-reformistas de González en España, después en Alemania, en el Neue Mitte del SPD de Shröder, y a lo largo del tiempo en las políticas de la Unión Europea.
El adelgazamiento del papel social del Estado, las privatizaciones, las reformas laborales que precarizaban el empleo, las desregulaciones del sistema financiero y de los mercados, la bajada masiva de impuestos a las grandes empresas, etc. se fueron extendiendo por toda Europa: por esa vieja Europa de la que se burlaban Aznar y Runsfeld,y por los países excomunistas del Este, convertidos al capitalismo a marchas forzadas precisamente cuando el Estado de Bienestar está en entredicho.
La Europa del Estado del Bienestar (del Estado Social y Democrático de Derecho), ni capitalista ni socialista, fue vista por los dos sistemas antagónicos como una amenaza para la pureza de sus fundamentos ideológicos. El capitalismo de hoy, el neoliberalismo, que ya no tiene la amenaza de un sistema económico antagónico y alternativo, sigue entendiendo que el sistema europeo de protección pública de los derechos económicos y sociales, que ha sido su seña de identidad, supone una amenaza para sus objetivos. Tanto más, cuanto la globalización permite la permanente presencia del sistema en todo el planeta: los mercados nunca duermen.
Ese es el reto actual de Europa: mantener su identidad política de protección de los derechos sociales de todos que están en el punto de mira neoliberal, del nacionalcapitalismo del Brexit y de una ultraderecha nacionalista y xenófoba en auge. Pero para ello es imprescindible que la izquierda democrática recupere su aliento y su propio ser volviendo a mirar a quienes siempre debió defender: la clase trabajadora cada vez más precarizada. Si no ocurre, si partidos, sindicatos y ciudadanos de izquierda dejan escapar la oportunidad de reconstruir una izquierda potente que haga frente al neoliberalismo que poco a poco va transformándose en nacionalcapitalismo, Europa habrá renunciado a sí misma definitivamente.
Sobre la respuesta de Francisco Louça: Sorpresa y desacuerdo. Sigue la ignorancia de los movimientos sociales
06/04/2017
Isidor Boix
Ex Secretario de Negociación Colectiva y Acción Sindical Internacional de FITEQA-CCOO.
Me ha sorprendido la nueva aportación al debate de Francisco Louça respondiendo a las intervenciones producidas a partir de la suya inicial. Sorpresa y desacuerdo por el método, por el tono y por su contenido. Me parece un mal método referirse a las diversas aportaciones recogiendo de muchas de ellas sólo un párrafo, o una frase, y, a partir de ello, sin intentar entender su sentido, polemizar con adjetivos como “prueba de sectarismo”. En esta segunda entrega Louça desarrolla su planteamiento contrario a las diversas opciones de “más Europa” centrándolo en su apuesta por los “Estados nación”.
Por mi parte mantengo las objeciones ya formuladas en mis anteriores notas porque entiendo que se orienta antes y ahora solamente a lo que considera que deberían plantear las organizaciones políticas sintetizadas como “la izquierda”, sin ni siquiera apuntar al papel autónomo de los movimientos sociales a los que parece considerar parte de esa izquierda, subordinados de hecho a las opciones políticas de la misma.
Remitiéndome por ello a mi primera aportación, sólo quiero subrayar que la profundización de la apuesta por los “Estados nación” incrementa los nacionalismos, acentúa la división de los movimientos sociales, particularmente de la clase trabajadora, no solamente entre los de los diversos Estados europeos, sino de hecho en el interior de éstos. Así lo entiendo en la medida que la actual clase trabajadora de cada uno de ellos tiene una tan heterogénea composición que tal planteamiento podría llevar a la expulsión de la acción social colectiva, necesariamente solidaria, a partes importantes de la misma, entre ellas la que proviene de las migraciones más recientes, los refugiados, …
Sin abordar seriamente los intereses comunes y los contradictorios de la clase, para a partir de ellos establecer la síntesis de los coincidentes o confluentes y el gobierno de los contradictorios, difícilmente puede entenderse la “lucha popular” a la que se refiere de pasada y sin más precisiones en su texto.
Quizás una de las claves para entender su propuesta sea precisamente su falta de profundización en los diversos contenidos de los movimientos sociales, pues se refiere como a un todo a las “comunidades nacionales … atravesadas por luchas sociales”. Su preconizada profundización de los “Estados nación” entiendo que difícilmente casa con “las cooperaciones más allá de las fronteras en objetivos comunes”.
Considero imprescindible analizar cuáles pueden ser estos objetivos comunes, lo que no hace ni apunta Francisco Louça, asumiendo que los intereses de los diversos colectivos sociales no son homogéneos en su interior ni idénticos entre ellos, ni resultan necesariamente coincidentes de forma espontánea, pudiendo primar lo contradictorio si resulta más inmediato desde los diversos ámbitos de sus relaciones sociales: en el trabajo (y en él en las diversas variantes del empleo y su precariedad, de la formación y niveles profesionales, de su ubicación en las cadenas productivas, …), en la vivienda, en el medioambiente, …
No considerarlo puede precisamente fomentar, en lugar de combatir, la “desagregación … (de los) movimientos obreros y populares”, “misión” que Louça atribuye a la “contraofensiva neoliberal”, pero a lo que se puede contribuir con planteamientos como los suyos. Al mismo tiempo parece considerar a tales “movimientos” como un totum revolutum, en lugar de asumir sus diversos y específicos intereses cuya síntesis en torno a los comunes exige un serio esfuerzo “de la izquierda”, de las organizaciones políticas (con la condición de que entiendan su función como “partido dirigente” y no como “partido dominante”), pero en primer lugar de los propios movimientos sociales desde su necesaria unidad y autonomía.
Las viejas fórmulas probablemente de poco sirven, tampoco estimular la imaginación de unos pocos, aunque quizás algo ayudaría si saben proyectarla. Lo esencial sería impulsar la capacidad de elaboración colectiva de los movimientos sociales.
Un segundo artículo, el de Francisco Louça que, en lugar de aproximar los análisis para contribuir a la necesaria movilización de progreso frente a la evidente crisis de la entidad europea, evidencia la confusión y dificultad de “la izquierda”, o de las izquierdas, para encontrar una respuesta con capacidad de movilización y posibilidades de victoria. Espero, desearía, que este debate contribuyera al avance en este sentido.
El desastre europeo
04/04/2017
Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del círculo de Podemos Chamberí
“La Europa de dos o más velocidades”. Consigna de moda en la siempre opaca y confusa jerga empleada en los documentos comunitarios. Aunque la expresión no es nueva en la gramática de la Unión Europea (UE) –ha justificado, por ejemplo, la decisión de crear la Unión Económica y Monetaria (UEM)-, ha cobrado una renovada actualidad. Designa uno de los cinco escenarios contemplados en el Libro Blanco sobre el futuro de Europa; concretamente el tercero, denominado “Los que desean hacer más, hacen más”. La idea es, básicamente, la siguiente. Para sacar de su letargo el denominado “proyecto comunitario”, hay que permitir -favorecer, incluso- que aquellos países dispuestos a avanzar en el proceso de integración económica e institucional den pasos en esa dirección.
Los defensores de esta estrategia sostienen que actuando de esta manera se conseguirían, cuando menos, dos objetivos. Por un lado, se despejarían incertidumbres en cuanto al futuro de la UE y de la UEM, pues los países de la primera velocidad, apostarían claramente por “Más Europa”; por otro lado, quedaría desbrozado el camino de aquellos que ahora no quieren o no pueden asumir ese plus europeo. Todo ello abriría las puertas a una Europa potente y renovada capaz de enfrentar los desafíos de la crisis y zanjaría las dudas acerca de la propia viabilidad del referido proyecto comunitario.
Como tantas veces ocurre con el discurso dominante –y tantas veces pasa desapercibido, como si formara parte del sentido común- el lenguaje desliza un diagnóstico y plantea una alternativa, todo ello disfrazado de racionalidad indiscutible. Utilizaré una metáfora estrechamente relacionada con las diferentes velocidades con las que se quiere avanzar en el proceso de integración comunitaria. Poner el énfasis en la velocidad significa omitir o ignorar que buena parte de los problemas de dimensión europea –con su inevitable reflejo en las dinámicas estatales- están relacionados con las características de los vehículos, los que los conducen, la posición de los que viajan en su interior y la carretera por la que circulan.
En efecto, una primera cuestión en la que resulta obligado reparar es el muy desigual perfil estructural de las economías europeas (los coches). Algunas, con un potencial competitivo que las convierte en ganadoras indiscutibles de la dinámica integradora, dominada cada vez más por la lógica del mercado, que se ha impuesto sin paliativos sobre la lógica redistributiva de las instituciones. Otras, considerablemente más débiles, ocupan el cinturón periférico de Europa y están especializadas en productos de menos valor añadido y contenido tecnológico; estas se encuentran en inferioridad de condiciones a la hora de beneficiarse del mercado único y de la unión monetaria. Asimismo, hay que tener en cuenta –y el discurso oficial pasa de puntillas sobre este asunto- que la gestión de la crisis impulsada desde Bruselas y aplicada por gobiernos –bien conservadores, bien socialistas- han hecho todavía más pronunciadas esas disparidades estructurales.
Desde que el neoliberalismo –las ideas y los intereses que lo encarnan- impera en Europa, a partir de los años ochenta del pasado siglo, las elites económicas, en connivencia con la clase política, han marcado el rumbo de las políticas públicas (los que conducen el coche). Más aún, los espacios propios de la política han sido paulatinamente ocupados por las grandes corporaciones y los grupos de presión que las representan, poniéndolos a su servicio. En este sentido, más que una disminución del papel del Estado, hemos asistido a la captura del mismo por parte de los poderosos; las puertas giratorias simbolizan la disolución de lo público en lo privado. La máxima y última expresión de la “corporatización” del proyecto europeo han sido las políticas llevadas a cabo durante los años de crisis; políticas que, sin disimulo, han fortalecido la posición de las oligarquías, tanto en lo económico como en lo político.
Los estados de bienestar –la propia legitimidad de la construcción europea- residía en conseguir niveles crecientes de cohesión social (también en avanzar en la convergencia productiva y territorial). El crecimiento económico debía facilitar la consecución de esos objetivos. Lo cierto, sin embargo, es que en los años de auge las desigualdades han aumentado, poniendo en cuestión la capacidad y la voluntad redistributiva de las instituciones y el supuesto nexo automático existente entre crecimiento y equidad.
La irrupción de la crisis y la gestión oligárquica que se ha hecho de la misma han situado en cotas históricas la fractura social (la desigual posición de los que viajan en el coche). Los trabajadores, los grupos vulnerables y las clases medias –de las economías periféricas, sobre todo, pero también de las del Norte, donde la erosión social es asimismo manifiesta- han soportado los costes de la crisis. En paralelo, se ha abierto camino un capitalismo de naturaleza esencialmente extractiva, en un contexto de moderado e insuficiente crecimiento y de debilitamiento y pérdida de legitimidad de aquellas instituciones cuyo cometido es promover políticas de igualdad y asegurar una redistribución de la renta y la riqueza.
Aunque el crack financiero evidenció los límites, las contradicciones y los efectos devastadores de la economía basada en la deuda y de las teorías económicas que las sustentaban, las políticas implementadas para gestionar y superar la crisis –la represión salarial, los ajustes presupuestarios, la desregulación del mercado de trabajo, los rescates bancarios, las privatizaciones- han seguido el relato y la hoja de ruta del pensamiento dominante (la carretera).
Esas políticas –aunque, como he señalado, han proporcionado recursos y poder a las elites- han prolongado y agravado la crisis, sin que, finalmente, hayan conseguido una recuperación suficiente y sostenible de la actividad económica; son responsables de la generalización del empleo precario y del aumento del desempleo y la desigualdad, llevando las cuentas públicas a una situación de mayor fragilidad; también forma parte del pasivo de estas políticas la merma de potencial productivo y tecnológico de las economías, principalmente de las periféricas.
En clave europea, las medidas exigidas desde la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) han agravado las asimetrías productivas y comerciales entre el norte y el sur, han impuesto un federalismo tecnocrático y autoritario –disciplina fiscal y unión bancaria-, han favorecido las tendencias desintegradoras –cuyo máximo exponente hasta ahora ha sido el Brexit-, el auge de la extrema derecha y los nacionalismos xenófobos, y han sido manifiestamente incapaces de abordar, respetando los derechos humanos y aplicando un principio de solidaridad, el drama de los refugiados y los flujos migratorios.
La complejidad de la problemática someramente apuntada en las consideraciones anteriores en absoluto se resuelve con la consigna de permitir o favorecer una Europa de varias velocidades. Supone, en lo fundamental, más de lo mismo en lo que concierne al núcleo duro de las políticas económicas aplicadas hasta el momento, introduciendo en el engranaje institucional de la UEM algunas reformas, sesgadas y claramente insuficientes, para intentar preservar la zona euro, especialmente los intereses de lo que más se benefician de la misma, y un aumento del gasto militar. Por lo demás, en el Libro Blanco se plantean un conjunto de líneas de actuación, genéricas e imprecisas, en torno a las que, llegado el momento de su concreción, posiblemente ni siquiera se alcanzaría el consenso entre los llamados a formar parte del grupo de países de la primera velocidad.
Europa necesitaba y necesita, con urgencia, una acción política, solidaria y cooperativa, orientada hacia la convergencia productiva y territorial, la equidad social y la igualdad de género, la transición a una economía sostenible, la auditoría y reestructuración de la deuda pública, la gestión del problema de los refugiados, la persecución del fraude y de los paraísos fiscales, la creación de una hacienda comunitaria basada en el principio de progresividad, el aumento sustancial del presupuesto comunitario y la reforma en profundidad de la industria financiera. ¿Por qué no se ha recorrido ese camino? ¿Por qué razón las políticas aplicadas han ido justamente en la dirección contraria? La respuesta es clara. No ha existido voluntad política…ausencia de voluntad que aparece de nuevo en la propuesta de una Europa de varias velocidades. En caso de avanzar en esa dirección, Europa, lejos de superar la esclerosis actual, daría un paso más, acaso decisivo e irreversible, hacia la desintegración.
La UE, entre el bloqueo y la implosión: las fuerzas del cambio ante el desafío internacionalista.
03/04/2017
Daniel Albarracín Sánchez
Consejero de la Cámara de Cuentas de Andalucía. Sociólogo y economista. Miembro de Anticapitalistas y del Consejo Asesor de Viento Sur.
La Unión Europea lleva años en una fase de bloqueo para cualquier reforma de calado. Esta se mueve conjugando una tensión retórica tecnocrática y federalista, que procura de algún modo legitimar a la institución -sobre todo a la Comisión-, y una realidad palmaria intergubernamental que hace del revuelo ganancia de pescadores (Alemania), plasmada en la parálisis del Consejo. Al mismo tiempo, la Unión Europea, y el Eurogrupo en particular, juega el papel de espacio de concertación de las oligarquías europeas, que se amparan en sus orientaciones para justificar políticas de gobierno propicias a la austeridad social, el sostenimiento del sistema financiero privado y la mercantilización. La Unión Europea, entre la institucionalidad más innovadora y el espacio práctico de colaboración de las clases dominantes, legitima así la política de los gobiernos favorables a la depresión salarial y el socorro público a las corporaciones privadas, sin embargo, cualquier otra iniciativa de importancia se ve sujeta por la esclerosis institucional europea.
Los inesperados fenómenos que vienen sucediendo no podían preverse en su concreción, pero la tensión bajo el suelo desde tiempo que se estaba presentando. Más allá de la parálisis política y la verborrea eufemística acostumbrada, la tectónica de placas social, económica y medioambiental presionan hacia movimientos sísmicos que están desbordando el status político en vigor.
Cuando una estructura o una institucionalidad son inconsistentes se rompen por sus eslabones más frágiles. Cuanto menos son cinco los puntos débiles de la arquitectura de lo que hoy entendemos como Unión europea.
1. Los cinco puntos frágiles de la cadena.
En primer lugar, como espacio de concertación de las clases dominantes, ha mostrado el fracaso, desde arriba, en la capacidad de coordinar los intereses de todas las fracciones de las clases dominantes de cada país. Secciones de la burguesía que no se mueven a escala europea o supranacional no han encontrado en la Unión Europea más que un lastre, en tanto que las reformas realizadas y las ayudas revertidas han recaído fundamentalmente en las capas empresariales oligopólicas y/o transnacionales agrícola, industrial o financiera vinculadas a la construcción del mercado único europeo. Todo el liderazgo económico e influencia de presión de la que han disfrutado las transnacionales industriales y financieras, lo han sentido como desdén otros sectores económicos.
En segundo lugar, una crisis de indiferencia, distancia y legitimación. Las clases populares y trabajadoras europeas han sentido las políticas de austeridad social, privatización de servicios públicos y deterioro de las garantías democráticas. Dependiendo de la posición del país o la región, centro, periferia Este o periferia mediterránea (más Irlanda), la intensidad de la desprotección social y laboral y la depresión salarial, se ha experimentado de manera más o menos fuerte. Mientras se creció, aun cuando el capital ficticio creado siente las bases para la mayor crisis financiera que se conocerá, la legitimidad de la UE se sostuvo de algún modo entre los sectores sociales integrados. Cuando la tasa de beneficio efectiva (tasa de rentabilidad menos costes financieros) descendió empezó a quedar en entredicho. El paro en vastas regiones y la precariedad del empleo aplastaron las expectativas del mundo del trabajo y, por tanto, de las mayorías sociales, especialmente en la periferia. De ahí nacen los motivos de los movimientos interiores de población por la búsqueda de empleo. De toda la crisis social mundial, aún más grave, se produce una situación de movimiento de migrantes forzados que se está empleando para crear una crisis humanitaria de fronteras generando miedo social injustificado. Se pone así en tela de juicio tanto el principio de libre circulación de personas en la propia UE, como se ha construido unas relaciones con países vecinos para que hagan de guardianes de frontera.
De los dos motivos de crisis anteriores, articulados con la asimilación socialiberal de la socialdemocracia como fuerza legitimadora del establishment y la ausencia de un sujeto político transformador y alternativo, proviene el factor de atracción del populismo nacionalista autoritario y xenófobo. Por otra parte, también se alimenta de otras frustraciones, fragmentaciones y temores: el miedo de la clase trabajadora a tener que compartir recursos o empleos con migrantes (de los Países del Sur más al Sur de Europa, del Este y del Sur de Europa), y el señalamiento de nuevos enemigos exteriores -que realmente se han cultivado en nuestro interior-, y que se han caricaturizado y simplificado en la figura del Islam.
La tercera, la hipertrofia financiera, vinculada a fenómenos económicos de fondo: el formidable volumen de capital ficticio existente que no podrá valorizarse y que acabará destruyéndose más tarde o más temprano.
Hoy por hoy, el frágil consenso de las clases dirigentes pasa por recuperar la tasa de beneficio mediante la presión sobre los salarios, condiciones laborales (y una dualidad de empleos a tiempo completo, con una extensión del empleo a tiempo parcial a la carta e inestable), servicios públicos y derechos sociales; descartan desinflar el balón de deuda de manera ordenada (una deuda que sigue pesando sobre las espaldas de trabajadores y contribuyentes netos reales -lo que supone que no están entre ellos fundamentalmente las grandes corporaciones y fortunas privadas, que evaden fiscalmente de manera masiva-), y que a nuestro juicio debiera recaer sobre acreedores y accionariado, principalmente. Varias manifestaciones del fenómeno: crisis bancaria, crisis de la deuda privada y pública, y la crisis hipotecaria. Desde entonces, no han cesado de imponerse unas políticas monetarias extravagantes.
El Banco Central Europeo generalizó la política más ultraexpansiva que jamás se ha conocido (orientada a sostener las cuentas de la banca privada, no para animar ni la economía ni el bienestar social) a pesar de los registros japonés y estadounidenses. Lo que ha hecho posible que el nuevo ciclo periódico aliviase la dinámica de acumulación, sin lograr zafarse de la amenaza de la deflación, y con unos niveles de producción e inversión inferiores a la situación anterior a la Gran Recesión. La crisis financiera se ha contenido, por el momento, señalándose procesos de desendeudamiento significativo, gracias a la mini-reactivación o “efecto rebote cíclico” (que tuvo su momento álgido en 2016 y ya ha realizado su inflexión). Si bien estamos lejísimos de espantar el riesgo de una nueva y próxima recesión, que, ante las patadas hacia adelante dadas en este periodo, será mucho más dura. Su potencial destructor se presenta con apenas dos muestras: el de la banca italiana -que ha exigido un nuevo rescate (bail-out) del Estado italiano, contra toda reglamentación europea-, y el Deutsche Bank. En vez de presentar una política decidida que revierta los fundamentos para desactivar ordenadamente ese capital ficticio, no, tenemos una nueva línea dibujada de socialización de las deudas. Esta vez sería a la escala europea, con lo que podría significar una segunda fase de la Unión Bancaria (tras algunos bail-in en la periferia) y la formación de un Fondo Monetario Europeo a partir de varios gigantescos instrumentos financieros (por ejemplo, el MEDE), que a su vez serviría de látigo financiero para imponer la austeridad en países de “una segunda velocidad”, haciendo caer sobre ellos todo el peso del espíritu del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
Todo ello, bajo un Sistema Euro (Michel Husson) que, como maquinaria de exportación de la crisis del centro a la periferia, también resulta incapaz de contener la decadencia de la capacidad de acumulación capitalista.
Quizá lo más relevante en términos históricos sin duda alguna, la tendencia, una vez que se agote la prórroga del fracking y otras formas de extracción agresiva, a que la energía fósil se encarezca de manera irreversible. Cuando eso suceda, la combinación de bajas tasas de rentabilidad, altos costes financieros y de materias primas, la Gran Recesión nos parecerá una broma. Esta crisis será más dura en Europa, por su alta dependencia energética y porque los beneficios que permiten las prórrogas extractivas (suicidas, en cuanto al caos climático al que contribuyen, pero también de escaso recorrido) y la consiguiente rebaja temporal de los precios de las energías fósiles, podrán verse en entredicho con el ascenso de políticas proteccionistas en los bloques exportadores.
La quinta razón, extraordinariamente poderosa, es la reordenación y repliegue parcial de la globalización, en un contexto de acumulación débil o menguante de la economía capitalista, y el papel subordinado y relativamente aislado de la Unión Europea de los polos de poder viejos y nuevos en este contexto.
Es en todo este contexto, en el que cabe comprender que varias de las piezas se desencajen. El Brexit, el desencanto de las clases populares periféricas (con distintos signos) o la humillación financiera y política aplicada a la derrotada Grecia, que aunque no se haya traducido en la expulsión, nada la descarta en un futuro.
El auge comercial de China y la pérdida de preponderancia de EEUU, ante un electorado cansado de promesas incumplidas por el Partido Demócrata, con una situación laboral depauperada, han aupado reactivamente a Trump al frente de un imperio, en decadencia pero aún sin rival en muchos terrenos, que puede estar dando al traste con muchos de los esquemas sobre los que interpretábamos el sistema-mundo. Alianzas geocomerciales con Reino Unido y abandono del Tratado Transpacífico e interrupción o reforma del TTIP; pactos extractivistas petroleros con Rusia (Ártico); remilitarización de EEUU, que deja su papel de guardián, dejando sin protección a otros aliados; y una política de tipos de interés al alza, para emprender una carrera competitiva para atraer los capitales internacionales y poder seguir haciendo frente a sus dos torres de deuda (externa y pública). Esta política podría generar un efecto centrifugador de algunos Estados Miembros, que podrían verse atraídos por el polo anglosajón o por el ruso, más aún cuando la UE se queda en tierra de nadie, muy dependiente energéticamente, y sin perspectivas de prosperidad.
2. Las tendencias políticas de las clases dirigentes en la UE.
Todos estos factores, están acentuando tendencias políticas aún desdibujadas. Ahora bien, algunas se empiezan a esbozar. De algún modo se ha querido expresar la respuesta de la Comisión Europea en el Libro Blanco que ha redactado Jean Claude Juncker.
Así, de todas las estrategias observadas en el tablero político europeo, el establishment va apuntando sus respuestas. Se trata de una fórmula que trataría de esquivar los frecuentes bloqueos del Consejo, que imponen la unanimidad para las grandes reformas, así como una respuesta federalizadora y selectiva (“no todos los países pueden ir al ritmo planteado”) en reacción al Brexit. Consistiría en la recentralización de competencias y recursos para blindar los privilegios de un club restringido de países (centroeuropeos y nórdicos). Se trataría así de una estrategia dual, federal para los países de la primera velocidad -no por ello menos neoliberal-, así como disciplinaria y subordinante económicamente para los que vayan “más despacio”. Tendría como bases teóricas el Informe de los 5 presidentes, en una versión excluyente para el cinturón de países periférico. Como base material contaría con el conjunto de acuerdos e instrumentos financieros fuera de los Tratados, con acuerdos intergubernamentales, levantados desde hace años (MEDE, Plan Juncker, Plan de inversión exterior, etcétera). En suma, una UE a varias velocidades, competencias y recursos desiguales, y fórmulas de adhesión y jerarquía a varias escalas.
Una segunda tendencia se orienta al repliegue nacional. Aquí cabe señalar formulaciones muy distintas. Una tendencia de blindaje proteccionista, conservador y soberanista, para si acaso establecer lazos bilaterales a la carta en la que el país pudiera establecer otros vínculos, dentro de su pleno control. Aquí podemos encuadrar la emergencia de algunas fuerzas reaccionarias tanto en centro Europa como en el Este. El hermano rebelde de las clases dominantes, la extrema derecha, si triunfa en algún país puede reproducir el esquema del Brexit, pero suponemos que nada impedirá que puedan formar otro bloque de países en el proceso de desglobalización parcial en el que estamos incursos.
3. Una Europa con un sujeto europeo por construir. ¿Qué hacer contra el populismo reaccionario y contra el establishment?.
Cabría también hablar de varias posiciones de izquierda, que confrontan con el modelo de la UE.
La primera para negociar reformas paneuropeas que hicieran valer un, a nuestro juicio improbable dada la naturaleza del proyecto, modelo alternativo dentro de una UE y un sistema euro revisados.
La segunda, una opción de salida del euro y soberanista popular para retomar el instrumental del Estado Nación -política monetaria, fiscal y de gasto-, para reestablecer relaciones bilaterales con quien se desee, en unos términos que no se han desarrollado en el debate.
La tercera, la que apostaría, mientras no se modifiquen los Tratados, por redefinir y reconstruir los lazos a escala supranacional con aquellos conformes no con las “velocidades”, sino en un rumbo común y alternativo; lo que podría suponer una estrategia de desobediencia de los Tratados y políticas europeas, para tratar de emprender una política autónoma y progresista abierta a cooperar y converger realmente con otros pueblos formando una confederación o federación nueva de países que llevarían a cabo una política comercial justa y cooperativa, una política redistributiva fuerte, y un cambio de modelo productivo y una política de inversión socioecológica común, sin descartar la formación de una nueva moneda cuando se presenten las condiciones.
Estos últimos discursos, en un pueblo europeo que apenas habla de Europa salvo como mito o como fantasma, cobran cuerpo, dentro de una escasa difusión, en iniciativas como las del Plan B, Diem 25 y otras, aún con una perspectiva muy focalizada en los réditos electorales que puedan recabarse a nivel nacional.
Sin embargo, la coherencia práctica del discurso y su acogida consecuente por la población dependen de la construcción de un sujeto que está por construir. Un sujeto que difícilmente se reconocerá mientras se conforme a escala de la comunidad nacional exclusivamente. De hecho, se trata de un sujeto que sólo puede desarrollarse mediante una “solidaridad entre desconocidos”, tal y como suscitó en su día Daniel Bensaid. El capital es global, y opera a nivel de grandes mercados continentales al menos, mientras que los sujetos subalternos se fragmentan y apenas actúan a esa misma escala. Ese sujeto no puede confundirse con grupos que viajen haciendo turismo revolucionario -aunque la coordinación internacional lo haga necesario-, o que simplemente representa a organizaciones partidarias, pues ha de enraizar en las clases populares y trabajadoras en cada país. Ese sujeto, esa subjetividad antagonista expresada materialmente en prácticas, organizaciones y medios de comunicación comunes, sólo puede labrarse mediante experiencias comunes con propuestas compartidas frente a un adversario común.
Pero para ello, las fuerzas políticas deben comprender e identificar que parte de los problemas experimentados por cada población son comunes y de posible abordaje colectivo. Y no son pocos esos problemas, aunque su expresión sea asincrónica: el desarrollo de un mercado lucrativo oligopólico donde grandes corporaciones operan a escala transnacional contra los derechos de los pueblos y la naturaleza; la degradación y la naturaleza explotadora y antidemocrática de la relación salarial; el retroceso de la protección social y los servicios públicos, entre otros. Es ante este desafío donde se presentan las oportunidades para la solidaridad económica internacionalista, proyectos de convergencia real, de cooperación y de inclusión y reconocimiento de la diversidad entre pueblos iguales y distintos. Y, certeramente, esas políticas coinciden con un perfil: pueden desarrollarse tanto hacia dentro como hacia fuera, sin contradecirse, pero que poniéndose en marcha de manera coordinada serán más eficaces políticamente. No se trata de problemáticas y soluciones de a primera vista, pero, sea como fuera, son las únicas capaces de superar todo aquello que nos aqueja.
Mientras ese sujeto se conforma, primero en aspiración -reconociendo el fuerte retroceso para lo que refiere ese horizonte-, para dar pie luego a formas de organización práctica concreta, resulta también clave abordar un debate. Estamos ante un nuevo panorama, una refundación austeritaria y excluyente de la UE -abanderada por el establishment-, al mismo tiempo que la emergencia rebelde de populismos reaccionarios. A pesar de la tensión que guardan ambas líneas, no son incompatibles entre sí pudiendo tomar lugar de varios modos. Sea bien con la asimilación del ideario de la extrema derecha por parte del establishment para conservar electorado, sea bien con el liderazgo directo de la derecha radical si se suman gobiernos en esta clave.
Y nos preguntamos, ¿cuál es la vacuna contra el populismo nacional autoritario?. Sin duda alguna, la defensa de la democracia y el empoderamiento popular resultan fundamentales al librar esta batalla. Debemos comprender que la emergencia del “hermano rebelde de las élites” es fruto del fracaso de la política del “extremo centro” (como diría Tariq Alí), del establishment. Es contra este eje donde debemos focalizar nuestros esfuerzos. Así, cabría leerse como la extrema derecha deviene tanto un intento de reafianzar los intereses de las burguesías nacionales (no tanto como las transnacionales) integrando a las clases populares nacionales, siendo ante todo fruto del fracaso de otros (neoliberalismo y socialdemocracia). Coyunturalmente la UE expresa una debilidad. Por tanto, en este momento político debemos aprovecharlo, antes que las clases dirigentes reafirmen su nuevo proyecto si resuelven sus diferencias.
La extrema derecha bebe de la ilegitimidad de las políticas de las grandes coaliciones, del fracaso de la socialdemocracia para con los intereses de la mayoría, pero se sostiene políticamente apoyándose en viejos prejuicios, a lo que suma oportunistamente algunas propuestas de la vieja izquierda nacional para legitimarse. Naturalmente, si se aupara el populismo autoritario y xenófobo con el poder debiéramos enfrentarnos directamente con ellos. Pero la clave consiste en orientarse a sus bases sociales, las clases trabajadoras, y otros sectores populares afines, con una política impugnatoria y alternativa incluyente y democrática, precisamente volcando toda nuestra iniciativa política contra los regímenes, como el nacido en la transición española, y contra el propio establishment europeo.
La alternativa pasa por levantar un proyecto supranacional solidario, que ponga en común los problemas de los diferentes sujetos populares de cada país, para encontrar soluciones compartidas y cooperativas, contra un adversario en declive. Para eso, hagamos compatibles la agenda política de las fuerzas del cambio dentro de cada Estado, enfatizando aquellos puntos que son de común interés para los pueblos de Europa (o de cualquier continente que los comparta) para actualizar, en suma, una nueva política de los comunes radicalmente democrática tan capaz de potenciar la soberanía popular como el hermanamiento internacionalista de los pueblos.
Postdemocracia Europea.
24/03/2017
Leo Moscoso
SPO-Consulting (director)
1. La Crisis Política en Tiempos Duros.
La lección de la crisis griega era ésta: o prevalecía la democracia a expensas de los intereses de la oligarquía financiera internacional, o bien, si eran esos intereses los que había que hacer respetar, entonces se hacía necesario el estado de excepción. De ahí el golpe propiciado por los Junker, Dijsselbloem, & Co. Puede que Syriza continúe al frente del ejecutivo en Grecia, pero no nos engañemos: Grecia está administrada desde el exterior y los extremistas que la tienen intervenida también tienen el poder y están en el gobierno de Europa.
Los extremistas están en el gobierno, y la cuestión es que la alternancia entre liberales y socialdemócratas ha desaparecido detrás de la idea que afirma que no hay alternativa. Los partidos socialdemócratas convencionales se hunden en Austria, Holanda, Francia, Italia, Grecia y España. Entonces – sólo entonces – el juego se convierte en Europa sí/Europa no. Y es ahí donde nos reencontramos frente a los monstruos políticos que creíamos desparecidos. Bélgica, Grecia, Italia o España muestran – como sociedades habituadas a largos períodos sin gobierno – el camino hacia la desaparición de la política. No se me malinterprete: no es que la política desaparezca en ausencia del poder ejecutivo del estado. Al contrario, con postdemocracia quiero decir varias cosas: una de ellas es que, en vista de que ha sido colonizada por la economía, la política ha dejado de ser ideológicamente importante para amplios sectores de la sociedad.
Sorprende que el batacazo del capitalismo financiero internacional desde el verano de 2007 no haya desencadenado una potente contraofensiva de la izquierda. Pero la crisis se ha ido profundizando, la depresión se ha instalado como un huésped permanente en las economías europeas… y nada parece ocurrir. Estamos frente a una izquierda occidental aparentemente incapaz de reaccionar. Puede que la respuesta a esta incapacidad radique en las derrotas acumuladas por la izquierda desde los años del Consenso de Washington: sindicatos debilitados, empleos precarios, atomización de los trabajadores, dispersión geográfica y funcional de los asalariados, disminución de las rentas del trabajo tanto en términos absolutos como en relación con las rentas del capital, fuerte endeudamiento de los trabajadores… La clase trabajadora organizada parece haber quedado convertida en un lobby minoritario cuyas organizaciones están condenadas a defender el mantenimiento de las conquistas de los insiders en los mercados de trabajo, al tiempo que, mientras este proceso tenía lugar, poco o nada podían hacer por evitar la segmentación de los mercados de trabajo y la precarización de la mayoría de los integrantes de las generaciones de trabajadores más jóvenes.
En resumen, la izquierda carece no sólo de plataformas de comunicación de masas o de medios financieros para propagar sus ideas: es que ni siquiera dispone de un relato coherente de lo sucedido, pues una parte de los viejos aparatos socialdemócratas tienen a sus cuadros noqueados bajo la alucinación – que hizo estragos en los ochenta y los noventa – del marxismo pasado por los dogmas de la economía neoclásica, o del oxímoron (en modo alguno la “síntesis”) del “socialismo liberal”. Antes de sugerir el cambio de relato, veamos la crisis política.
Su etiología hay que buscarla en la negativa del estado a enfrentarse con los poderosos oligopolios que lo mantienen chantajeado. Su origen se encuentra en el sistema capitalista que, sostenido políticamente, se sirve del ciclo económico para organizar el chantaje de la coyuntura, y forzar su programa máximo, es decir, la aceptación del mandato de los grandes poderes económicos de buscar una salida a la crisis en la erosión de los derechos de los trabajadores y no en una reforma del sistema capitalista. Para ello, será preciso disponer de mecanismos que induzcan – si es preciso, por la fuerza – a los trabajadores a aceptar el retroceso de los derechos adquiridos. Es ahí donde el carácter democrático y representativo de la constitución del estado habrá de ser significativamente debilitado. Se suele aludir a los imperativos de la presión externa (guerra, terrorismo internacional…) para explicar la deriva de los poderes del estado hacia formas autoritarias de ejercicio de sus funciones. Pero hay una lógica interna que conduce hacia el mismo resultado, y esta tiene su origen en el carácter excepcional de ciertas crisis económicas. Podríamos hablar de una crisis de dispersión del poder inducida por la propia lógica institucional del sistema democrático representativo, y reforzada por las situaciones de emergencia ocasionadas por los cambios en las relaciones económicas en tiempos duros. La erosión de los principios de representación y de participación es acumulativa, de tal modo que, con el paso del tiempo, se podría decir que sólo por la fuerza de la costumbre continuamos llamando “representativos” a nuestros regímenes democráticos. No sólo es posible ser liberal sin ser demócrata. De ello ya estábamos advertidos desde el siglo XIX. Pero nos vendrá bien recordar que ser capitalista sin ser demócrata es incluso más fácil.
La conexión entre las vertientes interna y externa de la actual deriva hacia el deterioro de las libertades públicas se encuentra, precisamente, en la conexión entre la lucha internacional contra el terror y la manera en la que el terrorismo financiero se ha servido de la crisis para promover su propia agenda de desregulación, disciplina fiscal y equilibrio presupuestario. Ambas, la lucha contra el terror, y la lucha contra la crisis (suponiendo que alguien esté luchando contra ella y no empleándola al servicio de su agenda máxima), tienen un punto en común: aluden a los imperativos de la gobernanza en tiempos duros, es decir, excepcionales. Pero el declive de los poderes públicos y el debilitamiento de su capacidad para tutelar los derechos de los ciudadanos vistos como efectos de la globalización es un tipo de explicación en el que el estado de una entidad se explica por medio de la influencia ejercida sobre ésta por otra entidad desde el exterior: es un lugar común. ¿Por qué no buscar una explicación endógena? Los regímenes democráticos representativos hace tiempo que dejaron de ser representativos y están empezando a dejar de ser democráticos. Nuestro postulado es que la lógica de la globalización no explica por sí sola estas transformaciones. Si existe una posibilidad de reconciliar la globalización y la democracia (incluso al precio de la pérdida total. o parcial de la soberanía), entonces es preciso identificar una dinámica endógena. Veamos
Igual que el red scare desempeñó un papel, pero no explica por sí solo la aparición del estado de bienestar keynesiano, el colapso de las burocracias socialistas del este de Europa no explica por sí solo el nuevo régimen neoliberal. Cuesta trabajo pensar que el buen rollo entre la Dama de Hierro y aquel actor de segunda fila y no muy listo que había llegado a la Casa Blanca a comienzos de los ochenta pudieran, por su cuenta, cambiar el rumbo del capitalismo euro-atlántico e imponer el Consenso de Washington en América Latina. Hay factores endógenos. Por eso el auge de la extrema derecha no está unido sólo al ciclo económico y al desempleo, como algunos creen: es estructural, como muestra su proliferación en países en los que no hay serios problemas de desempleo. La xenofobia crece en lugares donde no hay inmigración, la islamofobia en lugares sin población musulmana significativa, y hasta en la republicanísima Francia hemos visto hace pocos años un arrebato de histeria anti-gitana… ¡en un país sin gitanos!
2. Cambio de Relato.
Que el estado capitalista haya ofrecido a los trabajadores esferas limitadas de igualdad y derechos sociales a lo largo del siglo XX no significa que vaya a seguir haciéndolo. Es posible que haya que abandonar la desaforada defensa de lo estatal a la que se había acostumbrado la izquierda del siglo XX. Aunque hay quien sigue creyendo que la única alternativa está en el regreso a una forma socialdemócrata de gestión de lo público que las economías occidentales ahora dicen no estar en condiciones de poder permitirse, las sociedades liberales se muestran cada día más patentemente incapaces de asegurar un futuro a las llamadas clases medias sobre las que descansaba la viabilidad de la propia democracia liberal. Muchos de los que creen que el estado es la solución probablemente han olvidado que el propio Karl Marx – en la Crítica del Programa de Gotha – advirtió a los seguidores de Lassalle contra su encendida defensa de la escuela pública: nada de nombrar al estado educador del pueblo; el estado prusiano necesitaba – antes bien – ¡de una enérgica educación impartida por el pueblo!
Son los mismos que olvidan que el estado del bienestar no era el objetivo, sino que resultó ser un efecto no buscado de la confrontación entre clase y estado capitalista que tuvo lugar durante el siglo XX: los derechos sociales fueron intercambiados por consenso. Lo que estaba en juego no era la cooperación con el proceso de producción capitalista (la retribución que los trabajadores obtienen a cambio de esa cooperación se llama salario) sino el consenso en torno al estado capitalista. El cambio de relato de la izquierda pasa, a mi juicio, por aquí: lejos de haber construido el estado social, el movimiento obrero se encontró con él.
Una confirmación de ello la obtenemos examinando la morfología de lo que podríamos llamar la mutación neoliberal. Wendy Brown ha explicado bien que el neoliberalismo surgido del Coloquio Walter Lippmann del año 38 y de la Escuela de Friburgo es, a la vez, una política económica, una modalidad de gobernanza y un orden de la razón que implica culto a la desigualdad, comercio no ético, intimidad entre las corporaciones y el estado, y caos económico creado por la libre circulación de capitales financieros. Aunque somos muchos los que vemos complicado el regreso a la empresa pública y al modelo proteccionista del import substitution, puede que a algunos les parezca que el regreso a lo público es la solución, pero a éstos les convendría reparar en que un estado que contrata con poderes económicos privados en un régimen que podríamos definir como de colusión no es ciertamente una entidad que pueda ponerse del lado de la gente.
3. La Crisis de la UE y la Trumpificación de Europa.
Al contrario de lo que mucha gente cree, la actual crisis de la UE no es una consecuencia inmediata del estallido de la burbuja del crédito depredador en 2008. Es verdad que ambos ciclos – el de la crisis económica y el de la crisis institucional – se han conjugado en Europa de una forma sorprendente, al punto que, aunque los muñidores del euro creían que forjaban un rival del dólar americano cuando en realidad – como han denunciado tanto liberales como socialdemócratas – recrearon una versión del patrón oro que condujo al contagio internacional de la depresión en los años treinta. Con todo, sería un error cargarlo todo sin más a los efectos “políticos” de la crisis económica. La UE arrastra un déficit de legitimidad democrática que viene de muy atrás y cuyo último episodio se ventiló discretamente en los años anteriores a la crisis económica, cuando el mecanismo plebiscitario de refrendo de una oscura Constitución Europea cocinada de espaldas a los pueblos empezó a arrojar en varios países resultados adversos a las preferencias de los burócratas responsables del diseño institucional de la moneda única y tuvieron que optar por remplazar discretamente los plebiscitos por votaciones en los parlamentos nacionales.
Ahora que los pueblos de Europa están descubriendo que el tinglado de la UE no es democrático, que ha construido un parlamento sin atribuciones legislativas, y ha nombrado una Comisión Europea que no rinde cuentas ante los ciudadanos, tal vez sea el momento de reparar también en que la alternativa a una Unión Europea genuinamente democrática – si ésta se encontrase a nuestro alcance – sólo puede ser un sucedáneo de la soberanía obtenido mediante el nacionalismo económico y la xenofobia. La cuestión no es, por tanto, si Europa sí o Europa no: si dices que no, te conviertes en un radical o en un “populista” tout court a los ojos de todos esos medios que se muestran incapaces de reconocer que la unidad europea es un imposible mientras Francia rechace la unidad política sin unidad económica y Alemania rechace la unidad económica sin unidad política. En este contexto, sería más sensato expulsar del euro a Alemania y a su periferia privilegiada en lugar de excluir a las economías deudoras del sur de Europa que han sido empobrecidas por las políticas de desindustrialización y endeudamiento privado y público impuestas por los acreedores y oligopolistas industriales y financieros del norte. Aquí es donde se ve cuál es la auténtica divisoria entre el populismo de derecha y el de izquierda: democracia es gobernar por y para la gente. La diferencia entre el populismo de derechas y el populismo de los partidarios de la libertad y la democracia es que estos últimos nos fiamos mucho menos de la libre circulación de capitales y mercancías que de la libre circulación de personas. De ahí que llame la atención tanto aspaviento de la derecha oficial europea con la victoria del señor Trump al otro lado del Atlántico. Trump ha prometido bajadas de impuestos a los ricos, desmantelamiento de los servicios públicos y mano dura con la inmigración. Disculpen… ¿no es ese el programa del PP?
Tal vez sea esta ceguera la que nos impide darnos cuenta de que Europa empieza a llenarse de tics de eso que por otras latitudes ya se llamó hace años fascismo simpático. Al otro lado del océano, el señor Trump ha prometido prolongar un muro que ya tiene mil kilómetros contra la inmigración centroamericana en los Estados Unidos. No digo que no vaya a ocurrir pero, por el momento, sin embargo, no hemos visto a Trump disparar munición de goma contra ningún naufrago luchando por no morir ahogado en el río Bravo. Aquí, en cambio, en la frontera sur de Europa, esto ya lo hemos visto en El Tarajal. Sería un error creer – como parecen haberlo hecho muchos análisis que se tienen por “sensatos” – que España es un santuario a salvo de la peste de la extrema derecha. Ésta está en la sociedad civil y, cuando llega la hora de votar, no votan a ningún autobús pintado de naranja: votan casi todos al PP. Con la probable excepción de Polonia, el gobierno del PP en España es el más “populista” y el más extremista de todos los gobiernos de derecha que hay en Europa.
Es cierto que la peste ultraderechista se ha instalado en España – si bien esto es cada vez menos cierto – en el disimulo y la ocultación en el interior del PP, pero es posible ver también a la extrema derecha convencional avanzando por todo el viejo continente. El ascenso de la ultraderecha ha adoptado en algunos lugares (por ejemplo, en Francia, España y Polonia) la forma del nacionalismo chovinista, en algunos otros (como Hungría, Austria, Holanda y Francia) la xenofobia, o la islamofobia (como en Francia, Suiza, Holanda, Austria, Hungría, Eslovaquia, Alemania y Dinamarca), en otros (como en Hungría y Polonia) el anticomunismo más rancio y, en según qué casos, el anti-semitismo (como en Polonia), la misoginia (como en Polonia también), la homofobia (como en España), la eurofobia (como en Holanda y el Reino Unido), el anti-multiculturalismo (como en Holanda y Suiza) y el odio a la democracia disfrazado de “eficiencia” (como en España). Auténticos nazis quedan en Grecia, Hungría y Ucrania. El FN francés y el FPÖ de Austria tienen orígenes en el colaboracionismo pro-nazi. AfD en Alemania y PEGIDA (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes) son chovinistas, eurófobos, xenófobos e islamófobos. La extrema derecha holandesa, suiza, inglesa y danesa es simplemente eurófoba, xenófoba e islamófoba.
Fuera de la ultraderecha convencional es posible identificar todos los tics del fascismo simpático en los partidos que quieren dejar a los inmigrantes sin tarjeta sanitaria, o en los que quieren limpiar Badalona de musulmanes, o los que, con la coartada de la lucha contra la corrupción, y en nombre de la eficiencia económica de los presupuestos públicos, buscan llevarse por delante buena parte de las instituciones de la democracia. Como son simpáticos no dicen que, en verdad, lo más eficiente en gestión pública es una dictadura, y lo más flexible en el mercado de trabajo es un esclavo. No son demócratas, pero tampoco el NSDAP lo era y ganó unas elecciones, por lo que conviene prever que emplearán las elecciones democráticas para hacer avanzar su agenda. Todos ellos han explotado, de hecho, la crisis económica como la izquierda no lo ha hecho hasta el momento: la mejor prueba es el PP español que sobrevive gracias a la lealtad de su clientela corrupta y al nacionalismo chovinista que exuda su discurso. Hace muchos años era popular entre los marxistas la tesis de que el fascismo era un recurso de la burguesía para poner coto al movimiento obrero en caso de necesidad. Algunos han podido inferir que, si el movimiento obrero no representa ya una amenaza para el capital, entonces no hay amenaza fascista. Es un error: Europa es también un continente de fascismo friendly, y lo peor de él es que no sabemos a qué clase de monstruos podría dar lugar. El populismo de extrema derecha es parte de la mutación neoliberal en curso.
4. Conclusiones.
La UE no se puede permitir una quiebra a la griega de España – y menos aún un exit a la británica. De ahí el poder de chantaje sobre sus socios europeos que el PP ha conservado durante los años que España lleva intervenida. Ese poder de chantaje basado en el principio de too big to fail se ha mantenido incólume pese a la intervención (que en España, al contrario que en otros sitios, vino antes que la asistencia financiera). Con todo, y al contrario que Italia – cuya patente crisis bancaria representa una amenaza parecida para el futuro de la moneda única – hay una excepción española, y es que en España, junto al populismo de extrema derecha representado por el PP en el gobierno junto a un puñado de partidos extraparlamentarios y de organizaciones de extrema derecha de la sociedad civil, ha surgido una alternativa populista de izquierda.
La alternativa PODEMOS entenderá antes o después que al fascismo (el friendly y el unfriendly) se le combate, igual que a la oligarquía financiera, con democracia, internacionalismo, xenofilia, interculturalidad, tolerancia religiosa, feminismo y políticas públicas pro-LGTBI. Aunque tal vez convendría mejorar en el terreno de la tolerancia religiosa (después de todo, tiene poco sentido, ser más tolerantes con los del hiyab que con los de las sotanas), PODEMOS avanza visiblemente en todos esos frentes. PODEMOS ha hecho en cambio mejor lo que más necesitamos, que es romper con la ubicuidad del homo economicus como forma canónica de capital humano, con la desigualdad como premisa de la relación entre los ciudadanos, las corporaciones y el estado, con el declive de la ciudadanía y el interés público, y con la obsesión de la clase política con el crecimiento y la eficiencia detrás de la que se oculta una patente falta de compromiso con la justicia democrática
Pese a sus promesas, por desgracia, los años de flirteo entre el pensamiento de izquierda y el republicanismo académico no han producido resultado alguno en ninguna de estas direcciones. Ese republicanismo bobalicón, que nada tiene que ver con las mejores tradiciones políticas democráticas, que nunca ha comprendido la movilidad de los confines de la república y que cree que es posible hacer frente al neoliberalismo y a sus criaturas políticas como si el estado-nación fuera una entidad dotada de confines estables, tendrá que entender aún muchas más cosas que las que le quedan por entender a PODEMOS: que l.as soluciones populistas basadas en los derechos de ciudadanía volverán incluso aunque no quede un estado-nación que pueda velar por esos derechos. Con un poder del estado cada vez más debilitado, la cuestión es si lo harán bajo la forma autoritaria, paternalista y retrógrada de una democracia vigilada que funciona al servicio de los intereses privados, o si lo hace bajo una forma democrática y progresista a favor del interés público. El dilema democracia o postdemocracia quiere decir democracia o barbarie.
Actuar en Europa con los pies en el suelo
24/03/2017
Francisco Louça
Político y economista
El diario Público inició un debate sobre el tema ¿Se abren o se cierran oportunidades para el cambio en Europa?, al que fui invitado a participar, junto a sus lectores y lectoras. El debate, que ha sido abordado por varios ponentes desde diferentes puntos de vista, puede seguirse aquí, por lo que agradezco a todos los participantes las ideas o críticas que han planteado a partir de mi texto inicial.
Se trata de un debate vivo, en el que se adivinan experiencias, trayectorias y conclusiones diferentes, pero que comparten una preocupación: ninguno de los textos aplaude la senda que ha seguido la Unión Europea, ni se solidariza con sus instituciones; al contrario, todos manifestaron su preocupación y dieron la alerta respecto a la trayectoria de la UE. Por lo tanto, para todas las personas que quisieran contribuir a esta reflexión, la izquierda debe desarrollarse fuera de esas instituciones o de esa política, aunque discuta sobre si debe rechazarlas o si, a falta de otra solución, debe soportarlas. Esta conclusión es importante y definidora. Apoyo y aplaudo el punto de vista crítico, porque lo que he llamado —como muchos otros— de «centro» es precisamente ese lugar de la política que —adaptándose a las instituciones europeas— se sometió a la hegemonía de las burguesías europeas y aceptó las reglas de esa contraofensiva neoliberal que tiene como misión desagregar los movimientos obreros y populares de forma duradera. Mi primera conclusión, que reafirmo y que sirve de leitmotiv para el argumento que aquí retomo, es que la izquierda sólo puede abrir una nueva esperanza de movilización victoriosa si venciese a la derecha y al centro, y que implica una confrontación con la institución europea porque ésta es la que define la derecha y el centro.
Es cierto que, a lo largo de este debate, surgen frecuentemente definiciones de «optimismo» o de «pesimismo” en función de la relación de fuerzas. Por ejemplo, argumentando sus puntos de vista, Ángel Requena explica por qué todavía cree en una «Europa más justa»; mientras que Javier Madrazo revela su «frustración, decepción e impotencia» respecto a Europa, y Joan Subirats defiende que es imposible esperar de las instituciones europeas una respuesta a los problemas europeos. Como ellos, también creo que es posible una Europa más justa y que ésta sólo puede establecerse en divergencia con las instituciones realmente existentes. Pero el problema, en todo caso, va más allá del binomio optimismo-pesimismo, no sólo por lo que nos recuerda la definición —pesimista— de Gramsci, sino sobre todo porque lo que se nos pide ahora es una política pragmática, con resultados, que sepa medir la relación de fuerzas y que alcance objetivos de calado en la destrucción de la política de austeridad y de lo que ésta conlleva, como la desigualdad, la xenofobia y el ascenso de las extremas derechas.
El breve texto sobre estos debates, que sigue a continuación, es una contribución a ese pragmatismo, a una política con los pies en el suelo.
La Bella y la Bestia
Algunos de los ponentes de este debate han optado por discutir sobre la evolución concreta de las instituciones europeas y sobre la relación de fuerzas, en vez de hacerlo sobre las «ideas mágicas» que han dominado la ideología dominante de las últimas décadas —»Europa» es «solidaria», los «fondos estructurales» crean convergencia, las «reformas estructurales» son la agenda moderna, el «mercado común» es el instrumento de crecimiento económico, etcétera—. Creo que hacen bien y prefiero el abandono de esas «ideas mágicas». Situar el análisis en el terreno de la propaganda es una fuente de ilusiones y de absurdos. Estudiar los procesos de divergencia y sus resultados reales es, al contrario, la forma viable de comprender las tensiones y contradicciones de la política europea.
Así, Jaime Pastor analizó los cinco escenarios de Juncker para el futuro de la UE, y ése es un buen punto de partida. Hablamos de actualidad y de las decisiones concretas que se están tomando, no de la ideología de Bruselas. Percibimos en esos escenarios de Juncker la ambigüedad y las vacilaciones de las elecciones de los líderes europeos: la política que han impuesto ha destruido o debilitado los regímenes políticos y sus partidos (Grecia, Irlanda, Francia, Austria, Holanda) o conducido a referendos desastrosos para las instituciones europeas (Reino Unido, Italia). Como Jaime, mi segunda conclusión es que los medios para reforzar un poder europeo centralizado ahora son más frágiles que en el pasado y no más sólidos, como demuestra la agónica preparación de la cumbre de Roma con motivo del 60º aniversario del tratado que dio origen a la UE. Más aún: el poder de las instituciones europeas nunca tuvo como objetivo formar un «Gobierno europeo»; al contrario, siempre han sido elegidos para presidir la Comisión Europea los políticos más débiles o más dependientes, como Durao Barroso y Juncker, precisamente para conservar todo el poder de los gobiernos dominantes, en particular el de Merkel. La Unión siempre ha tenido que fingir que permanecía unida, mientras seguía siendo gestionada por los intereses del capital dominante, el alemán, un liderazgo reacio por razones históricas pero cada vez más eficaz, y ésta es la tercera conclusión.
Quizá por eso, Rosa Cañadell recuerda que la respuesta de las izquierdas depende de su capacidad de iniciativa y que los reformismos tienen menos espacio, al tiempo que Rosa Martínez defiende con convicción que las agendas del feminismo y del ecologismo deben invadir la política alternativa. Creo que ambas examinan con precisión los límites de las agendas actuales, que deben ser subvertidas por las izquierdas de acción.
Héctor Maravall señala en ese contexto la inestabilidad constitutiva de la UE y también la dificultad de crear alianzas ganadoras en la transformación de las condiciones políticas, pero Andy Durgan y Mike González —señalando que no existen destinos inevitables y, por tanto, evitando las lecturas tremendistas— recuerdan también que la situación en 2017 no se puede comparar con la del fascismo de los años treinta.
Esta observación sobre la limitación de las analogías históricas con la década de 1930 y el ascenso del fascismo es muy importante. Se podría decir que la victoria del nazismo en esa medianoche del siglo pasado, así como la de los regímenes que se aliaron o simpatizaron con el Eje —en orden cronológico, los regímenes de Portugal, Italia y España—, fue el resultado de una combinación desastrosa de la oportunidad de la gran burguesía europea, movilizada por el miedo a la revolución soviética y a su influencia, de la traición de la socialdemocracia y del «centro» —que invistió a Hitler—, así como del ultrasectarismo del estalinismo, que impidió un frente único que estuviese a la altura del desafío. Pero, en todo caso, el fascismo era una respuesta social a una revolución que amenazaba a Europa central y, ahora, esa amenaza no existe.
Por lo tanto, esa analogía no tiene sentido hoy, porque la historia es distinta. Mi cuarta conclusión es, pues, que el aumento de las fuerzas de extrema derecha nace ahora directamente de la política del «centro» y de la derecha: es el resultado de vaciar la legitimidad democrática de regímenes que no deciden sobre las políticas sociales en sus comunidades y que se limitan a formas ceremoniales de política, al mismo tiempo que imponen las políticas de empobrecimiento y de austeridad, o de transferencia de recursos para la banca, que subrayan la pérdida de la identidad de los pueblos afectados. Schauble es más peligroso que el peligroso Wilders.
¿Pero por qué Schäuble o Merkel son amenazadores? Vale la pena pensar en la respuesta. ¿Será porque retrasan en fin de la Unión Monetaria? ¿Será porque todavía no han creado el «Gobierno europeo» o, al menos, «el ministro europeo de finanzas», como defienden desde hace tiempo? ¿Será entonces que la estrategia de «más Europa» responde a ese déficit? A lo largo de este texto, argumentaré que no, y que los europeístas que piden «más» instituciones no son ni pragmáticos —favorecen al adversario, esperando que sea bondadoso— ni preparan alternativas concretas —porque el euro no se va a transformar en un instrumento de protección de las economías endeudadas—.
Vale la pena por ello releer la notable frase de Tony Judt que Pere Vilanova citó en su texto. Judt, recientemente fallecido, fue uno de los últimos defensores de una socialdemocracia con un componente social y con otro de democracia. Él percibe que, ante las fuerzas del mercado, sólo el Estado-nación permite una identidad que sea reconocible por los pueblos: “Cuando la economía y las fuerzas y pautas de acción que la acompañan son realmente internacionales, la única institución que puede interponerse con efectividad entre esas fuerzas y los individuos desprotegidos es el Estado-nación […]. Ese Estado es lo que en última instancia puede aguantar entre sus ciudadanos y esas descontroladas, no representativas, no legitimadas capacidades y poderes de los mercados […]. Es decir, frente a esa multitud de procesos no regulados sobre los cuales los individuos y las comunidades no tienen control». Dado que la UE es el espacio en el que triunfó el mercado y la política de mercado —o sea, de las finanzas—, solamente un Estado en el que sea posible ejercer un control democrático permite proteger a los desprotegidos. O sea, la quinta conclusión: la lucha contra el populismo, contra el miedo y contra el odio que las extremas derechas propagan sólo puede triunfar si las izquierdas protegen a los amenazados, o sea, si hiciesen del Estado-nación, que es la única barrera contra los mercados financieros, un instrumento de acción democrática.
Por lo tanto, el Estado-nación no resurge en el debate político actual a través de una deriva ideológica vintage o de una nostalgia de las fronteras perdidas. Surge simplemente porque es la única forma de institución de la democracia que es reconocible en la modernidad. No existe otra. No hay democracia internacional, con legitimidad identitaria y con reconocimiento popular; puede haber formas de cooperación que son democráticas, pero, al no tener una identidad de «pueblo europeo» —pues no hay una lengua común, o una comunidad organizada con una historia común—, entonces no hay ni puede haber una «democracia europea». Sólo reconocemos la existencia de la democracia en el espacio de una comunidad que previamente hemos reconocido. Por lo tanto, la sexta conclusión: conforme esa democracia va menguando, sobre todo en un contexto de sacrificios debido a las políticas de austeridad, los regímenes que organizan la desdemocratización serán siempre debilitados e invadidos por olas de contestación que pueden transformarse en miedo y odio.
La naturaleza de la crisis de las instituciones europeas y de los regímenes de muchos países europeos, en mi opinión, está aquí mismo: la soberanía (el poder de decisión) ya no corresponde a la legitimidad (la elección de quienes toman las decisiones) y, por lo tanto, séptima conclusión: la corrosión de las democracias europeas ha sido provocada principalmente por la Unión Europea. Schäuble y Merkel son los padres de euroescepticismo y de las crisis de identidad en los países subordinados.
Por ello, Sabino Cuadra recuerda —a partir de la condena de las políticas xenófobas en Europa— que pedir “más Europa es una locura», y Miguel Guillén Burguillos señala que la crisis de refugiados demostró cómo se vació el discurso institucional: ¿acaso no estaba entre los «valores de Europa» la herencia de la Ilustración y el respeto de los derechos humanos? Por supuesto, ninguno de esos «valores» impidió un siniestro acuerdo de Bruselas con Erdogan para detener a los refugiados en Turquía y pagar por cada uno de ellos.
En la vida real y fuera del universo Disney, entre la Bella y la Bestia, el único error que no se debe cometer es pretender que el monstruo se convierta en ella por un acto de fe. La UE no será democrática por fingir que, al abdicar de las reglas democráticas en vigor, la Bestia puede transformarse en una Bella que nos trata a todos como iguales.
La UE, tal como es y ha sido, es una institución de la divergencia y, por lo tanto, se amenaza a sí misma. Por ello, que nadie se atreva a acusar a la izquierda de la crisis europea: fueron el «centro» y la derecha quienes impusieron que los tratados estableciesen la libertad de circulación de capitales, que ante la recesión se prescribiese la medicina de la austeridad, que las pérdidas de los bancos fraudulentos fueran socializadas y que la precariedad y el deterioro de los convenios colectivos cundiesen entre los trabajadores —y es precisamente eso lo que destruye en vez de construir—.
Caminos de alternativas
Aníbal Garzón, consciente de esta contradicción, plantea que se elija entre el sí a la UE «con un proyecto claro y radical de Asamblea Constituyente antineoliberal con un no a la deuda ilegítima» o el «no a la UE como estrategia para liderar el euroescepticismo, apostando por Estados nación frente a los neofascismos». Creo que, cuando el autor formula así la alternativa, se percibe bien adónde quiere llegar. Aunque en mi caso no tenga ninguna simpatía por la idea de una Asamblea Constituyente europea, ni mucho menos alimente la expectativa de que ésta pudiese ser «antineoliberal» —¿no confirman las elecciones al Parlamento Europeo una sólida mayoría de la derecha?, ¿no ha aceptado la socialdemocracia el pacto neoliberal de todos los tratados?—, interpreto que Garzón presenta la primera alternativa como inviable, remitiéndonos a la segunda como inevitable.
Maria Corrales Pons propone otra solución: un bloque formado por los países del Sur que pudiese corregir a la Unión. Sería un buen camino si fuese viable. Pero nadie cuenta con Rajoy para ello, ¿verdad? Y cuando Grecia estaba siendo aplastada, nada se supo de ese «bloque del sur», ¿no? Y ese «bloque del sur» nunca ha existido en ninguna cumbre europea, ¿cierto? En mi opinión, no hubo ni va a haber tal «bloque», pues en los países del sur se reproducen las mismas contradicciones entre el orden financiero y los intereses de los trabajadores, y no hay consensos nacionales —ni mucho menos, institucionales— para representar al país en un frente antiMerkel.
Julián Ariza, por otro lado, sugiere que «hacer más y mejor Europa pasa hoy por un entendimiento equivalente» al establecido en el pasado entre la socialdemocracia y la democracia cristiana. Como el autor no nos explica quién reemplazaría en un nuevo compromiso histórico a esos dos socios (¿o serían los mismos?) y lo que se podría esperar de esa «refundación» bastante improbable, apunto solamente la intención.
Aparentemente en la misma dirección, José Luis Atienza, que rechaza la alternativa de la salida del euro —y le atribuye costes terroríficos, como la quiebra de Italia—, nos sugiere una solución amable: aprender a «conjugar el verbo compartir, repartir, igualar, redistribuir, adquirir una identidad transnacional para dibujar una Europa alternativa de los ciudadanos». Respeto la elegancia de la propuesta, pero recelo de que «conjugar» los verbos bondadosos sea suficiente para crear una «identidad transnacional» europea. En mi opinión, tal cosa no existe y ningún proyecto internacionalista se basa en ese fantasma: al contrario, la octava conclusión: el internacionalismo se basa en la certeza de que hay comunidades nacionales, pero que son atravesadas por luchas sociales y contradicciones en las que se pueden y deben multiplicar las cooperaciones más allá de las fronteras, en objetivos comunes.
Finalmente, dos sindicalistas asumen la defensa de la supervivencia del euro como el pilar fundamental de la Unión: Isidor Boix dice que concuerda con mi análisis, pero rechaza la propuesta de abandonar el euro, mientras que otro sindicalista de CCOO, Javier Doz, va más allá al garantizar que «propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad”.
No es fácil discutir con alguien que considera «el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad» como la consecuencia apocalíptica de cuestionar la UE, a pesar de su “rostro actual”. De hecho, el etiquetado estigmatizador es una forma de prohibir la conversación. Por mi parte, quiero únicamente tranquilizar a Javier Doz: no hago concursos de internacionalismo con nadie, pues soy internacionalista como los defensores de las otras opiniones, que respeto; ni acuso a nadie que piense diferente a mí de «propiciar» el «suicidio de la humanidad». El mundo no se divide en defensores de la paz —y, por tanto, de la Unión Europea— y en quienes la quieren destruir y crean espirales de guerras y de trumpismo. Por ello, resumir la crítica a la política y a las instituciones europeas como “lo que nos propone el profesor Louçā es, nada menos, que la izquierda entre a competir en el terreno de juego que nos está marcando la extrema derecha europea y Donald Trump, y que lo haga asumiendo como propias algunas de sus propuestas más destacadas: el fin del euro —y, por lo tanto, de la UE— y una parte, al menos, de los postulados del nacionalismo económico y el proteccionismo comercial. La pinza programática que nos propone Loucā no sólo podría precipitarnos hacia el fin de la UE, sino que, así mismo, alejaría a la izquierda europea, sometida también a una profunda crisis, de cualquier horizonte de hegemonía cultural y política. Y eso sin referirnos a los nada desdeñables riesgos de que dicho proceso de demolición llevara a las naciones europeas a volver a su vieja historia, a la de antes de 1945 [o sea, a las guerras]”, esa forma de discutir es, simplemente, una prueba de sectarismo, que se define por no querer debatir.
Pero vamos a lo esencial. Doz tiene un remedio para la crisis de la izquierda: “La recuperación de la izquierda se producirá, por el contrario, cuando sea capaz de proponer y realizar un proyecto de refundación política de la UE que implique más integración, en un sentido federal, más democracia y un pilar social sólido, que plasme el nuevo contrato social que sustituya al implícito de la posguerra, roto por el austericidio, tal como preconiza la Confederación Europea de Sindicatos (CES)”. Ahora bien, esa propuesta “federal”, que preconiza “más integración”, ya la hemos oído en alguna parte, ¿verdad? En efecto, es la propaganda de la UE para tranquilizar a los pueblos europeos.
Por supuesto, los sindicalistas de la CES, y otros, batallan por un «pilar social fuerte» y no refuto ni su combate, ni su voluntad, ni su intención. Sólo pregunto qué esperan conseguir y con quién. Para una mayor «integración» necesitan al Gobierno alemán y, si esperan que él pague, porque eso es lo que significa la «integración», los últimos años ya han demostrado que es más probable que Rajoy y otros gobiernos acepten precarizar las relaciones laborales —o «flexibilizar” y adoptar “reformas estructurales»— que Merkel —o Schultz— ayuden a pagar la cuenta del desempleo en España o la cuenta de la divergencia.
Admito que aquí no haya un acuerdo entre los distintos participantes en este debate y que sea natural que algunos mantengan la postura que rechaza cualquier ruptura europea y pretende mejorar la relación de fuerzas para una milagrosa «refundación», o para el amanecer de un nuevo Tratado que permita políticas antiausteridad —supongo que quien piensa así ha recordado que un Tratado antineoliberal requiere el acuerdo simultáneo de 27 gobiernos—. Admito que esa diferencia está inscrita en la forma en que las izquierdas y el «centro» han abordado la cuestión de la UE e incluso en la actitud demasiado defensiva que las izquierdas siempre han adoptado sobre la austeridad hegemónica. Pero hay una pregunta que se impone a todos y para todos: ¿y Grecia?
El mayor fracaso en la historia de las izquierdas europeas en el siglo XXI fue Grecia. Fracaso porque no pudimos conseguir la solidaridad que paralizase la ofensiva de Merkel y Hollande contra Grecia; fracaso porque el Gobierno griego no logró definir una alternativa y aceptó una austeridad destructiva; pero será fracaso sobre todo si, después de rechazar el compromiso por parte de las autoridades de Bruselas y Berlín, fingimos que podemos basar una política futura para las izquierdas en la hipótesis de que Berlín y Bruselas acepten el compromiso que rechazaron en Grecia —y esta es mi novena conclusión—. Por lo tanto, a los defensores de «más integración» y de un «nuevo contrato social» y «un pilar social fuerte», les respondo simplemente con la realidad: Grecia ha demostrado que en la UE eso no existe. No hay diálogo, sino austeridad. No hay política social, sino una reducción de la seguridad social. No hay integración, sino precarización. En el euro no hay convergencia, sino divergencia.
Antes del colapso de Grecia, era posible poner todas las ilusiones en la apertura de la UE a un acuerdo, a medidas razonables, a proteger a las personas, a buscar la convergencia. Después del colapso de Grecia, cualquier política con los pies en el suelo debe saber que Berlín no cede. Por lo tanto, ésta es mi décima conclusión: el «centro» y la derecha se radicalizarán, mientras que muchos de nosotros nos preguntamos si la izquierda debe esperar a que las instituciones europeas se salven gracias a la iluminación divina —y rechazamos la opción de desistir—. La política con los pies en el suelo no espera y juega toda su capacidad de acción en la creación de un terreno político de alternativa realizable: la movilización popular que permita que los pueblos puedan vivir. Sólo en esa Europa es posible la cooperación. No contamos con Rajoy, o Macron, o Merkel, o Schultz, para que esto sea posible. Contamos con la lucha popular, pues el sentido de la izquierda reside precisamente en esa esperanza y en esa acción.
La izquierda debe prepararse para dar respuestas, no adaptarse a un régimen decadente
23/03/2017
Juan Carlos Barba
Economista
A mi modo de ver Francisco Louça acierta en que está desapareciendo el espacio para las políticas de capitalismo con rostro humano en Europa. Sin embargo disiento de él en dos puntos:
-No creo que Europa sea reformable. La UE es una superestructura creada por EEUU y se adaptó al cambio de rumbo surgido a raíz del Consenso de Washington y esa adaptación se manifiesta en las instituciones actuales y sobre todo en la Eurozona. Pretender que tales superestructuras se reformen con otras finalidades más sociales (entiendo que se sugiere algún tipo de socialdemocracia) no me parece plausible por cuanto los poderes profundos que han creado esas superestructuras no lo consentirían.
-La responsablidad del surgimiento de movimientos populistas que se dedican a alimentar los peores instintos surgidos de la frustración de las masas populares es de la izquierda. La izquierda integrada en las instituciones se ha dedicado a bailar el agua al neoliberalismo y ha hecho enormes concesiones a este. El ciudadano común no ha encontrado respuesta a los ataques del poder en su abominable discurso y por tanto se ha encontrado huérfano de respuestas en la izquierda. Por ello digo que monstruos como Trump son responsabilidad directa de la izquierda. Y esto no ha hecho más que empezar.
Sin embargo eso no quiere decir que se cierre ninguna ventana de oportunidad. Esa percepción es muy localista española y viene del hecho de que en España una parte de la sociedad que desencantada del régimen del 78 se había vuelto hacia el 15-M y luego hacia su aparente materialización como partido (Podemos). Ahora, ante el espejismo de recuperación causado por el tsunami de dinero fácil del BCE otra vez vuelve a su conformismo. Mientras continúe esa riada de dinero es evidente que no habrá oportunidad alguna de cambio. No obstante, no parece plausible que esta situación continúe mucho tiempo, por lo que las oportunidades volverán a surgir. La Eurozona es altamente inestable y la probabilidad de que se rompa en los próximos años es alta. Entonces se abrirá una ventana de oportunidad aún mayor que la de 2011-2013. Es en ese momento cuando la izquierda debe estar al quite, con un discurso que colme los anhelos de la población, para conseguir una transformación democrática y evitar el asalto al poder de los populismos de derechas.
Una alternativa para Europa desde el republicanismo de izquierdas
23/03/2017
camelias31
Secretario de Comunicación de Alternativa Republicana
Frente a este desastre anunciado, nuestros líderes políticos sólo ofrecen soluciones tecnocráticas, sin darse cuenta de que lo que está en juego hoy no es tanto la salud financiera de cada país en concreto sino la capacidad política de Europa sobre el control de sus políticas fiscales y frente a la presión de los mercados financieros. Y soluciones aisladas tipo «brexit» no son la respuesta.
Es hora de abrir los ojos: esta crisis no es sólo una crisis financiera. Es sobre todo una crisis económica y de gobierno, que refleja la ausencia de una política económica a nivel de la UE y la falta de regulación del mercado.
La verdadera respuesta a todos estos problemas será, ante todo, política, que luche por un nuevo orden Económico Mundial y una Europa federal.
Somos europeístas, pero no es aceptable la deriva neoliberal que impone injustas e insostenibles restricciones sociales a los Estados individuales como ha sucedido con España, Irlanda, Portugal o Grecia. Creemos en la Europa de los pueblos y no en la de los mercados y nos afirmamos en una Federación de Estados Europeos. No creemos en la existencia de una moneda única sin una política económica y fiscal única y avalada por la voluntad de los pueblos europeos.
La respuesta a la crisis pasa, no por acuerdos o por los planes financieros provisionales de austeridad nacional, sino por una solidaridad institucional, un marco comunitario para los presupuestos nacionales y las políticas de estímulo consistentes, adoptándose estas a escala europea.
Hemos creado el euro, pero no supimos darnos una política económica común, que era el corolario esencial. El ceder una parte de nuestra soberanía, no nos ha permitido desarrollar una política monetaria independiente administrada por el Banco Central Europeo, y si, veinte y siete inconsistentes políticas fiscales, donde cada uno quería tomar ventaja de la estabilidad del euro para quedar exentos de la necesidad de controlar el gasto.
Esta dispersión del poder económico en Europa es el pecado original de la zona euro. Es el principal fallo en el que se afianzan hoy los especuladores. Y como no hemos resuelto el problema de la construcción de una política económica real a nivel europeo, se seguirán presionando los mercados financieros y serán fatales las consecuencias del estancamiento económico.
Nos queda poco tiempo para dibujar las consecuencias de la verdadera naturaleza de esta crisis: debemos demostrar que Europa está dispuesta a iniciar conversaciones para lograr una política económica rápida y dinámica, que nos permita actuar tanto sobre políticas fiscales de los Estados, lo que implica una mayor integración, como sobre la política monetaria de la zona del euro, lo que significa la creación de mecanismos de coordinación con el Banco Central Europeo y a cuestionar su independencia frente a las políticas económicas partidista, como ha sucedido hasta ahora.
Salir del euro no es un punto de encuentro ni puede ser un punto de partida
21/03/2017
Gabriel Flores
Economista
El futuro de la Unión Europea y del euro está en duda. Y hay muchas razones para ello. La simple enumeración de los problemas a resolver muestra la importancia del desafío que afronta el proceso de unidad europea iniciado hace 60 años.
Los excedentes de ahorro de los países con superávit en sus balanzas corrientes (Alemania y Holanda, fundamentalmente) no se prestan a los países del sur de la eurozona, cuya solvencia presupuestaria y bancaria está en entredicho. Mientras los países deficitarios han tenido que hacer tremendos esfuerzos de ajuste para equilibrar sus cuentas exteriores y corregir modestamente los desequilibrios de sus cuentas públicas, los países excedentarios no han hecho ni quieren hacer nada para disminuir sus superávits por cuenta corriente. La unión monetaria aumentó la heterogeneidad de estructuras y especializaciones productivas entre los socios, pero sigue sin contar con mecanismos capaces de frenar o compensar esa heterogeneidad creciente ni de velar por el cumplimiento del principio comunitario de cohesión económica, social y territorial. Y a esos problemas estructurales e institucionales que consolidan un crecimiento débil y una Europa fragmentada se une el auge de unos partidos de extrema derecha, favorables a la salida del euro y a revertir la marcha de la unidad europea, que reclaman la recuperación y el reforzamiento de la soberanía nacional y de las fronteras frente a la inmigración y las importaciones.
Ese es el contexto en el que se produce este debate sobre las posibilidades de cambiar el rumbo de Europa que se abrió con la ponencia inicial de Francisco Louçã, ¿Se abren o se cierran oportunidades para el cambio en Europa?
Desde el estallido de la crisis en 2008 y la imposición a partir de 2010 de duros planes de ajuste por parte de las instituciones comunitarias, la Unión Europea está cambiando a peor como consecuencia de dos factores íntimamente relacionados: primero, la estrategia de austeridad y devaluación salarial con la que se ha intentado superar la crisis sin conseguirlo; y, segundo, consecuencia del fracaso de la izquierda para construir una estrategia alternativa, el avance de la extrema derecha neoproteccionista y xenófoba que en cada nuevo pulso electoral multiplica sus apoyos en los países centrales de la eurozona. Lo vimos en Austria, en las elecciones presidenciales del pasado mes de diciembre. Acabamos de verlo en Holanda. Lo veremos a finales de abril y primeros de mayo en Francia. Es posible, si se convocan nuevas elecciones, que lo comprobemos poco después en Italia. Y tendremos la prueba final en septiembre, en Alemania, donde el nuevo triunfo de Merkel no podrá difuminar el avance electoral de la extrema derecha ni, mucho más importante, su influencia en la derechización de los dos grandes partidos conservadores y en parte de la socialdemocracia.
Las consecuencias de ese avance de la extrema derecha son evidentes: han pateado los tableros políticos nacionales, que sufren profundas convulsiones, y están rediseñando el futuro de la UE y las alianzas que sustituirán a las grandes coaliciones que hasta ahora han gobernado y marcado el rumbo en Europa.
Mientras la derecha tradicional conserva en buena parte de los países europeos un espacio electoral que le permite seguir siendo el eje de cualquier coalición de gobierno viable, sus aliados socialdemócratas decaen hasta el punto de ser prescindibles en la tarea de mantener la estrategia política diseñada y aplicada por las grandes coaliciones para afrontar la crisis. Los escenarios políticos nacionales que emergen se caracterizan por su abigarramiento, tanto a derechas como a izquierdas, y por la mayor capacidad de la extrema derecha para marcar el paso de cualquier posible acción de gobierno en aspectos centrales de las políticas nacionales y, tanto o más importante, en el nuevo diseño institucional de la UE y la eurozona que se tendrá que llevar a cabo después de las elecciones federales en Alemania de septiembre.
Las izquierdas europeas, por su parte, mantienen su desunión e ideologizan sus diferencias, profundizándolas. Mientras la socialdemocracia retrocede y sueña con la posibilidad de mantener un resultado electoral que le permita reeditar las grandes coaliciones con la derecha, las fuerzas políticas situadas a su izquierda se atrincheran y remarcan sus diferencias con la socialdemocracia. Parecen complacidas con el logro de un espacio electoral confortable que les permite reafirmar un análisis catastrofista al tiempo que pierden la oportunidad de impulsar los cambios que hacen falta para que las instituciones nacionales y europeas respondan a los intereses de la mayoría social. Aceptan como un designio inexorable su incapacidad para promover acuerdos con otros partidos de izquierdas y progresistas que también podrían estar por la labor de dejar en minoría las injustas políticas de austeridad y revertir las decisiones políticas que deterioraron bienes públicos y derechos laborales y sociales. Quizás esperan que un golpe del destino, una gran movilización o una consigna diferenciadora les permita llegar al poder, al de verdad, y comenzar a cambiar las cosas.
Un convulso y muy complejo panorama político que Louçã vincula con las causas económicas que, en su opinión, han provocado el proceso de desintegración de las sociedades europeas, convertidas en poco más que “protectorados bajo la política de austeridad”. Una eurozona dirigida por la derecha neoliberal en alianza con buena parte de la socialdemocracia no puede afrontar la crisis financiera y económica, porque no está dispuesta a utilizar otros instrumentos que no sean la austeridad fiscal, la devaluación salarial y el aumento del empleo precario. Y con esos instrumentos, en eso es fácil coincidir con el análisis de Louçã, las divergencias y la heterogeneidad estructural de la eurozona, tanto en lo que se refiere a sus especializaciones productivas como en los resultados de los ajustes asimétricos y depresivos que siguen vigentes, están aseguradas. Y se agrandan, porque la fragmentación que sufre una eurozona cada día más heterogénea es, a medio plazo, difícilmente compatible con la existencia de una moneda común.
La breve referencia que hace el texto de Louçã a la muy interesante experiencia de unidad de las izquierdas portuguesas y de las políticas que lleva a cabo el actual Gobierno encabezado por el primer ministro socialista Antonio Costa, no le sirve a Louçã, que conoce esa experiencia de primer mano, para extraer una conclusión política relevante: la necesidad de que las fuerzas progresistas y de izquierdas europeas apoyen sus logros y promuevan parecidos procesos de unidad del conjunto de fuerzas progresistas en torno a programas semejantes que, sin plantearse saltos en el vacío que podrían provocar enormes costes y riesgos, intenten no someterse a los esquemas de equilibrio presupuestario y devaluación salarial que han impuesto las instituciones europeas y, no menos importante, protejan efectivamente a la mayoría social de los recortes y de la austeridad.
En realidad, después del análisis de la situación económica y de las causas de los graves problemas actuales de muy diverso tipo que sufren la UE y, especialmente, los países más endeudados de la eurozona, ¿qué plantea Louçã como eje vertebrador de un cambio de izquierdas favorable a la mayoría social? Toda la argumentación concluye abruptamente en la necesidad de salir del euro. Una conclusión de enorme envergadura, poco o nada explicada, que forma parte de una lista de seis “conclusiones para la política”. De pronto, sin ningún tipo de transición, preparación o análisis de las posibilidades de que se lleve a cabo ni, al menos, una simple enumeración de los potenciales inconvenientes que puede provocar, se ofrece la salida del euro como única solución para los países de la eurozona con mayor nivel de endeudamiento. Así, se puede leer en el texto que “para reestructurar las deudas es preciso abandonar el euro e imponer y reconvertir la deuda en la nueva moneda nacional devaluada para promover la sustitución de importaciones y mejorar los saldos comerciales”. Así de simple, sin más detalles ni advertencias. Posición a favor de la salida del euro que, por si hubiera dudas, se vuelve a repetir unas líneas más abajo, asociada a “la nacionalización de los bancos” y a la recuperación de la legitimidad democrática de los estados-nación, “que son el único sostén de la democracia”.
Intentaré señalar a partir de aquí, con la brevedad que exige la contestación a una ponencia inicial también breve, las dificultades de tamaña empresa, los inconvenientes que sufrirían los países que la llevaran a cabo y la imposibilidad de que ese objetivo de salir del euro pueda convertirse en un punto de encuentro del conjunto de fuerzas progresistas y de izquierdas que no comulgan o rechazan abiertamente las políticas de recorte, austeridad y devaluación salarial impuestas hasta la fecha. Porque salir del euro es un objetivo tan difícil de alcanzar como de que, una vez alcanzado, pueda generar el círculo virtuoso que supone Louçã a una moneda nacional devaluada capaz de promover la sustitución de importaciones y, por esta vía, garantizar un mayor crecimiento y el pleno empleo. Y eso, sin contar con las posibles consecuencias políticas dañinas de esa salida del euro; especialmente, la paralización y posible desaparición de la UE o, más probablemente, su reconversión en un club restringido de países ricos ajenos a toda propuesta de cohesión y cooperación con la mayoría de sus antiguos socios.
Convendría comenzar indicando los temas que sería necesario tener en cuenta para llegar a cualquier tipo de conclusión sobre las ventajas e inconvenientes que se derivarían de la propuesta de salir del euro. Propuesta que, en el texto que nos ofrece Louçã, parece sustentarse exclusivamente en una simple enumeración de los problemas que ocasiona mantenerse en la eurozona en una situación de hegemonía de la derecha y sus políticas de austeridad. Como si dicha hegemonía fuera una cadena perpetua y no un territorio en disputa.
En primer lugar, examinaré los importantes costes que provocarían una salida unilateral o no negociada del euro para los países del sur fuertemente endeudados. Porque de eso se trata, a ellos se refiere o se dirige Louçã.
En segundo lugar, plantearé algunas reservas a esa idea de aparente sentido común que supone que una moneda nacional devaluada, vinculada a un régimen de cambios flexible, permitiría mejorar de forma automática la balanza comercial y la situación económica de un país.
En tercer lugar, mencionaré algunos cambios en la naturaleza de los intercambios comerciales internacionales que exigen un análisis pormenorizado de las ventajas comparativas y del tipo de bienes en los que está especializado cada país para poder afirmar que una devaluación o depreciación de la tasa de cambio pueden ser una objetivo deseable y una medida adecuada para impulsar el crecimiento y el empleo.
Y en cuarto y último lugar, apuntaré un par de objeciones políticas que deberían ser tenidas más en cuenta por los partidarios de la salida del euro. Porque para plantear tal alternativa parecería imprescindible considerar o tener en cuenta cuestiones tan importantes como la opinión de la mayoría social, el debate de ideas y propuestas que se está produciendo en buena parte de los países de la UE y en el que tan activamente está participando la extrema derecha o la incertidumbre y el miedo que provoca en una parte significativa de la ciudadanía una salida del euro que conllevaría salir de la UE.
Primero. Los costes de la salida del euro. Los agentes económicos públicos y privados fuertemente endeudados del país que adoptara la decisión de salir de la eurozona tendrían que bregar con un aumento automático de su deuda externa nominada en euros, que aumentaría en la misma proporción que se devaluara la nueva moneda nacional. Al tiempo, se produciría un aumento considerable de las tasas de interés y, por tanto, de los costes financieros que deberían pagar los deudores. Las consecuencias de esos impactos serían el fuerte alza del servicio de la deuda, más dificultades para atender los pagos a los acreedores y crisis de solvencia de los agentes más endeudados. Téngase en cuenta, como ejemplo, que la deuda exterior bruta de las administraciones públicas, empresas no bancarias y hogares suma en el caso español nada menos que un 250% del PIB.
Segundo. Las consecuencias de un régimen cambiario flexible. Los problemas de la salida del euro no terminarían en el alza, probablemente inasumible, de la deuda y los costes financieros. Habría que considerar a continuación, los previsibles efectos del régimen cambiario flexible que afectaría a la nueva moneda nacional. Desde hace algunos años, las tasas de cambio de cualquier divisa están más influidas por los flujos internacionales de capitales que por la situación de la balanza por cuenta corriente. Así, el euro, a pesar de su relevancia internacional y de contar con un relativamente importante excedente exterior, se deprecia frente al dólar en los últimos años. Tal fenómeno implica que las divisas de los pequeños o medianos países están sometidas a movimientos desestabilizadores de flujos de capital cada vez más grandes como consecuencia de políticas monetarias expansivas que han multiplicado por 6 la base monetaria mundial en los últimos 15 años.
Tercero. Los efectos de la devaluación sobre la balanza comercial. Para afirmar que una devaluación tiene efectos positivos sobre el comercio exterior y el crecimiento habría que realizar un análisis más fino o sofisticado de, al menos, tres variables: la elasticidad-precio del comercio exterior, la capacidad de la oferta productiva doméstica para responder al aumento de la demanda y la naturaleza de los bienes importados.
Efectivamente, solo en la medida que las importaciones y exportaciones fueran suficientemente sensibles a las variaciones de los precios se podría lograr que el aumento de las exportaciones, como consecuencia de la devaluación, compense el aumento del precio de las importaciones. Si no fuera así y la elasticidad-precio del comercio exterior fuera débil, la balanza comercial apenas mejoraría o, incluso, podría empeorar. Algo similar podría decirse de la capacidad no utilizada del aparato productivo o de la existencia de fuerza de trabajo no empleada, porque si la oferta productiva doméstica no puede responder con celeridad y eficacia al aumento de la demanda interna se originaría un aumento en valor de las importaciones que acabaría estrangulando el crecimiento. Por último, habría que examinar la naturaleza de los bienes importados. En la medida que los bienes comprados en el exterior sean productos energéticos, bienes de inversión que incorporan elevados niveles tecnológicos o servicios sofisticados a las empresas, la devaluación supondría empobrecimiento tecnológico, mayores desequilibrios de la balanza comercial e inflación importada. Lo mismo ocurre cuando la producción manufacturera doméstica forma parte de largas cadenas de valor (consecuencia de dividir los procesos de producción de los diferentes componentes y piezas del producto en múltiples localizaciones) que exigen importaciones para aumentar la producción y las exportaciones. El sector de automoción en España sería el más claro ejemplo de la débil capacidad de sustituir las importaciones por producción doméstica. En todo caso, hay que reconocer que resulta muy difícil cuantificar el resultado final del doble impacto sobre exportaciones e importaciones de una devaluación, pero también que en ningún caso hay que dar por hecho esa relación causal, tan simple como errónea, entre devaluación y mejora de la balanza comercial.
Cuarto. La opinión de la mayoría social. Un punto clave que es obligado considerar cuando se trata de proponer algo tan tajante y repleto de riesgos e incertidumbres como la salida del euro y la UE es conocer la opinión de la mayoría social del país sobre esa opción, cómo interpreta lo que ofrece y lo que quita, no solo en términos económicos, la pertenencia a la eurozona y a la UE y cómo percibe las posibilidades de otras opciones, como la de cambiar el rumbo, reformar las instituciones comunitarias y aplicar políticas que favorezcan y protejan a la ciudadanía. Piénsese, por ejemplo, en el caso extremo de Grecia y el encarnizamiento con el que las instituciones europeas han tratado al pueblo griego con el único propósito de hacer evidente su voluntad de derrotar una propuesta económica alternativa que pudiera tomar vuelo en otros países del sur de la eurozona. Pues bien, varios sondeos de opinión realizados el pasado mes de febrero y la primera quincena de marzo señalan que el deterioro de los apoyos a Syriza apenas beneficia a las fuerzas situadas a su izquierda que propugnan la salida de la eurozona (sumando los apoyos a los comunistas del KKE y a Unidad Popular, que seguiría fuera del Parlamento al no alcanzar el mínimo 3%, rondarían el 10% de los votos); sólo la derecha de Nueva Democracia, que sigue comprometida con la permanencia en la eurozona y las políticas de austeridad, gana apoyos de forma significativa y se sitúa por encima de la mayoría absoluta de escaños. Y algo similar acaba de ocurrir en Holanda, donde el derrumbe de los socialdemócratas (PvdA) no ha supuesto un mayor espacio electoral para el conjunto de la izquierda, sino una ganancia neta para las derechas. Y ocurrirá próximamente en Francia o Alemania, por hablar solo de los países en los que la escasa relevancia electoral de las fuerzas políticas de izquierdas que propugnan la salida del euro será fácil de comprobar a corto plazo.
En resumen y para terminar, convendría reconocer que la salida del euro no es una buena solución ni, menos aún, una opción exenta de problemas y costes. No supone beneficios claros ni implica costes menores a los de la permanencia, incluso en las condiciones actuales.
La desaparición del euro tendría unos costes enormes para todos los países que forman parte de la eurozona. Costes económicos, comerciales y financieros; también, costes políticos asociados al fracaso de un proyecto de unidad tan ambicioso. Por eso es tan difícil que la implosión de la eurozona se produzca, incluso considerando la posibilidad de que su desaparición se haga de forma ordenada y pactada entre los socios o que el avance de la extrema derecha continúe.
En mi opinión, no hay argumentos bastantes para plantear la salida del euro. Frente a los altos costes, riesgos e incertidumbres que conlleva la opción de salir del euro y de la UE sería más adecuado realizar una reflexión ponderada de los cambios que es necesario promover para que la permanencia en la eurozona ofrezca oportunidades de desarrollo y bienestar a todos los socios y a las mayorías sociales. La hegemonía conservadora y las políticas de austeridad no son un dato inmutable de la realidad.
Hay que apurar las posibilidades de trabajar a favor de un cambio de rumbo político que rompa con las políticas de austeridad impuestas por las instituciones europeas y el bloque de poder que domina esas instituciones. Hay que construir amplias alianzas políticas y sociales que disputen la hegemonía a la derecha y atraigan a la mayoría de las fuerzas progresistas y de izquierdas a la tarea de conseguir un cambio sustentado en la cooperación entre los socios, la defensa de la cohesión económica, social y territorial y la subordinación de la economía a los intereses de la mayoría social.
La unidad europea sigue siendo el instrumento más adecuado para influir en la imprescindible tarea de embridar la mundialización económica y sus potenciales efectos negativos y lograr un reparto más equitativo de las ventajas y los costes que conlleva. Pero Europa necesita también, para llegar a ser un instrumento útil capaz de ofrecer certidumbre, bienestar y seguridad a todos los socios de la UE y a la ciudadanía europea, un cambio sustancial de políticas y de rumbo que se concrete en reformas precisas y viables de las instituciones europeas y de la estrategia de salida de la crisis seguida hasta ahora.
El mundo que conocíamos hasta ahora está en profunda mutación, sometido a graves tensiones que han comenzado a poner en cuestión lo mejor del acervo cultural europeo. Si se consigue levantar una alternativa progresista que derrote a la extrema derecha y deje en minoría la estrategia de austeridad impuesta hasta ahora, la UE puede convertirse en el mejor refugio para proteger a los Estados miembros y a la ciudadanía europea de los impactos y sacudidas que provoca un escenario mundial plagado de conflictos y tensiones.
Unión Europea: ¿Más Europa u otra Europa?
15/03/2017
Sabino Cuadra
Abogado y miembro de la izquierda abertzale.
Hace solo unos días una noticia apareció en todos los medios: “Bruselas pide expulsar a más de un millón de migrantes sin papeles”. No han pasado ni dos años desde que la UE aprobó una lista de cupos de refugiados a acoger por cada país –consciente y flagrantemente ignorados por todos ellos-, hasta plantear ahora una política de detención, internamiento y expulsión por cientos de miles. Es decir, “donde antes dije digo, ahora digo diego”. Se acabó lo que se daba. Las formaciones xenófobas europeas han aplaudido la medida. De la Europa que acogió a decenas de miles de refugiados y refugiadas chilenas, argentinos, uruguayas…que huían de sus dictaduras, solo quedan cenizas.
La Unión Europea (UE): un proyecto antidemocrático y antisocial.
Para quienes pasamos parte de la juventud escuchando “Radio París”, Europa fue durante un tiempo una referencia en materia de derechos sociales y democráticos. En cualquier caso, la lucha de liberación argelina, las revueltas de mayo-68, el otoño caliente italiano del 69.., nos mostraron que había también mucha fachada en todo aquello. Nuestros mayores nos hablaron también de la postura cómplice de las democracias europeas –Inglaterra Francia,..- para con la dictadura de Franco: “neutralidad” en la guerra 1936-39, reconocimiento diplomático posterior,… Aprendimos a distinguir así entre las reaccionarias clases políticas europeas (democracia cristiana alemana, italiana, gaullismo,..) y sus pueblos solidarios con nuestras luchas.
Las élites europeas hablaron claro desde el principio: “Comunidad Europea del Carbón y el Acero”, “Mercado Común”,… Ligaron directamente su proyecto al interés de los grandes industriales y finanzas europeas. Por eso, en la U.E., todo se diseñó a su manera: las élites por encima de la ciudadanía; la democracia secuestrada por los Gobiernos; un Parlamento florero; Comisiones ejecutivas omnipotentes, las finanzas por encima de los derechos sociales. La Europa de la ciudadanía, las naciones, la paz y la justicia social no estuvo entre los objetivos de los padres fundadores –¡ninguna madre!- del proyecto. Los derechos humanos fueron puro celofán, material para discursos y alguna que otra subvención. En los despachos ejecutivos el orden del día siempre fue otro. Por último, por si fuera poco, la consolidación del proyecto a lo largo del tiempo (Maastricht, Lisboa, euro,…) no ha hecho sino agravar lo anterior.
Y en esto llegó la crisis
Tras la II Guerra Mundial, mientras la economía crecía y hubo algo para repartir, la cosa funcionó. Pero todo cambió bajo los reinados de Thatcher y Reagan. El Estado del bienestar fue valorado como un lujo innecesario y un freno sin sentido al todopoderoso mercado. La economía-selva se adaptaba mejor al capitalismo salvaje ahora defendido. Luego, tras el derrumbe de los regímenes del Este europeo, un mundo-mercado nuevo se abrió a sus pies.
Pero aquello pronto demostró sus límites. La primacía lograda por las finanzas impulsó un desarrollo asentado en una espiral de endeudamiento público y privado que terminó pinchando por carecer de una economía real en la que asentarse. La burbuja estalló. Grandes bancos, entidades financieras y estados enteros se declararon en quiebra. Había que salir de aquella crisis.
Las tonterías afirmadas por gentes como Sarkozy (“Hay que refundar el capitalismo…”), pronto fueron arrojadas a la basura. Al revés que con la crisis de 1929, ningún banquero ni empresario se suicidó arrojándose de ningún rascacielos. En vez de suicidarse ellos, optaron por suicidar a los demás: desregulaciones laborales, fiscalidad regresiva, aumento de la precariedad, contención y recorte salarial, privatización de servicios públicos, debilitamiento de los servicios sociales,…. En resumen, un gigantesco transvase de fondos públicos hacia las finanzas responsables de la crisis, un incremento de las desigualdades sociales, un aumento de la tasa de explotación laboral y una acentuación de la brecha patriarcal existente entre hombres y mujeres.
No es cierto que estemos saliendo de la crisis, tal como dicen algunos. Son “ellos” tan solo quienes lo están haciendo, recuperando sus tasas de ganancia y conquistando más poder. Nosotros y nosotras, en vez de salir de ella nos estamos hundiendo cada vez más: bajan los salarios, se extienden las desigualdades, se debilitan los servicios sociales, se privatiza todo. La juventud carece de futuro; las mujeres, de presente; los inmigrantes, de país.
El desmorone del proyecto de la Unión Europea.
La crisis de la U.E. es global. Todos sus pilares están fallando: sociales económicos y políticos. La recetas neoliberales drásticas impuestas por la Troika, lejos de solucionar la crisis no han hecho sino cronificarla. Europa es hoy uno de los principales centros –por no decir el mayor- de la crisis mundial y las medidas tomadas han preparado el camino a una más que previsible nueva crisis financiera. Junto a ello, la pérdida creciente de peso de su economía ante el empuje de las economías emergentes acentúa todo lo anterior.
En el terreno político, la desafección ciudadana es creciente. Según el último eurobarómetro, solo un tercio de la población tiene confianza en las instituciones de la U.E. En esta medida, el Brexit se muestra como la punta del iceberg de una desconfianza extendida por toda Europa. A su vez, los procesos soberanistas e independentistas vividos especialmente en Escocia y Catalunya expresan la fragilidad de un proyecto construido de arriba abajo y asentado en unos Estados –que no en sus pueblos- que ahora entran en profundas crisis.
La consolidación de la Europa de las dos velocidades anunciada estos días por Hollande, Merkel, Gentiloni y Rajoy, expresa el fracaso de un proyecto que se dijo democrático e igualitario. Crecen las desigualdades en cada país (ricos-pobres, hombres-mujeres,..), entre los distintos Estados de la UE (países y ciudadanías con derechos de primera y segunda) y en relación con el resto del mundo. Tras el derribo del “muro de la vergüenza” berlinés se multiplican las murallas xenófobas y racistas por toda la periferia de la Europa fortaleza.
Mirando hacia adelante.
La crisis que vivimos es, sobre todo, una crisis de civilización. El modelo depredador, patriarcal y capitalista golpea y cuartea hoy los derechos humanos que dice defender y el medio físico sobre el cual se asienta nuestra existencia.
Decía Albert Einstein que “los problemas no se pueden solucionar utilizando los mismos criterios que fueron usados para crearlos”. Por ello, si no asentamos nuestra estrategia en valores civilizatorios diferentes, volveremos a caer en crisis idénticas o similares. Sorprende por ello leer en algunos textos de este debate (H. Maravall, J. Ariza) la defensa de la necesidad de buscar alianzas con la “derecha democrática” y el “centro derecha”, eso sí, “con vocación social”, tal como puntualiza el segundo. Yo pregunto, ¿cuáles son, en concreto, esas fuerzas en el Estado español, Francia, Alemania, Italia…?
Ante esta crisis de civilización es preciso enmarcar nuestras pequeñas, medianas y grandes luchas en unos parámetros económicos, sociales y medioambientales diferentes. El sacrosanto derecho a la propiedad privada, el patriarcado y la concepción de la naturaleza como botín de guerra, no pueden seguir siendo los pilares sobre los que asentar nuestro modelo de sociedad. Sigo con Einstein: “Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”. Pues eso, el cambio ha de ser de raíz.
Un paréntesis sindical.
La izquierda europea suele ser unánime a la hora de afirmar que la socialdemocracia, sus partidos y gobiernos (Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña, Estado español…), han quedado engullidos por la ofensiva neoliberal, siendo hoy ya, no parte de la solución, sino del propio problema. La crisis profunda que viven hoy sus partidos no es sino consecuencia de ello.
No se habla apenas, sin embargo, del papel cómplice jugado a la vez por el sindicalismo europeo. Habiendo sido la clase trabajadora el principal objetivo del capital, sorprende la cuasi nula respuesta sindical dada ante esta agresión a nivel europeo. Ha habido, sí, importantes movilizaciones y huelgas en Francia, Grecia, Portugal, Italia, Estado español.., pero la Confederación Europea de Sindicatos –CES- ha renunciado a dar una respuesta coordinada ante la crisis (el artículo de Isidor Boix en este debate es claro a estos efectos) o de solidaridad para con el pueblo griego y su combativa clase trabajadora. El marco de respuesta estatal era insuficiente para hacer frente a esta agresión.
Pero es preciso realizar también una autocrítica dentro del sindicalismo de izquierda ya que, en general, tampoco éste ha estado (¡Grecia..!) a la altura de las circunstancias. Levantar alternativas ante la avalancha reaccionaria del capital no puede hacerse sin referirse al papel que debe jugar en esta tarea el sindicalismo de izquierdas. En esta Europa en manos del poder de las transnacionales y la Troika es del todo necesario reforzar mucho más los lazos de coordinación, trabajo conjunto y solidaridad de ese sindicalismo que rechaza la política de concertación de los grandes aparatos burocráticos sindicales.
Junto a ello, el sindicalismo de izquierda necesita a su vez una profunda renovación. La globalización económica y productiva ha modificado de forma importante el terreno de juego y pelea sindical. Por ello, sin abandonar el marco del centro de trabajo y la empresa, el sindicalismo debe ser cada vez más social, más abierto la sociedad de la que es parte. Profundizar en sus perfiles internacionalistas, ecosocialistas y feministas es hoy en día algo esencial.
1 No es objeto de este artículo comentar la política de concertación de CCOO y UGT y sus diferentes Acuerdos con la patronal –CEOE- y Gobiernos (desde los Pactos de la Moncloa -1977- hasta su último apoyo a la reforma de pensiones y alargamiento de la edad de jubilación -2011- y los últimos Acuerdos con CEOE y CEPYME por el Empleo y la Negociación colectiva de 2012 y 2015), pero sí señalar que esa política ha facilitado el fortalecimiento político, social y laboral de la patronal y el debilitamiento progresivo de la negociación colectiva y las relaciones laborales: contención y recortes salariales, contratación precaria, debilitamiento del sistema de pensiones, incremento de la movilidad,….
La otra Europa por la que luchamos.
La política xenófoba de la U.E. (muros, CIEs, expulsiones por millones…) no tiene solo que ver con la violación flagrante de los derechos humanos. Además de eso está el hecho de que la propia Europa tiene una deuda previa con el mundo. Su acumulación de capital y poder se ha asentado durante siglos en la esclavitud, la conquista y el expolio de todos esos pueblos que hoy rechaza. Por si fuera poco, las guerras y hambres de las que huyen hoy todos esos millones de personas, han sido fabricadas aquí, en Occidente.
En Europa resuenan de nuevo tambores de guerra. No contenta con sus ingerencias en Afganistán, Iraq, Libia o Siria, se habla ahora de incrementar los presupuestos militares y presencia armada en el mundo. La izquierda europea debe apostar por ello por una paz que implique la lucha contra el militarismo, los holding armamentistas, la OTAN (Euskal Herria dijo un claro ¡NO! a ésta en el referéndum de 1986) y la política exterior de agresión, ya que de lo contrario aquella paz venerada se convierte en pura hipocresía.
El pasado 8 de marzo, millones de mujeres han mostrado a nivel mundial la fortaleza del movimiento feminista. Ningún discurso, programa ni estrategia puede ser ya concebido al margen de sus reivindicaciones, sin encarar la crisis sistémica de este capitalismo financiarizado y sus modos de producción de valor y reproducción social. Los propios derechos humanos, sociales y democráticos deben ser reformulados. Mucho más aún las fórmulas organizativas, participativas y de movilización. Se trata, en definitiva, de ir bastante más allá de esos unánimes cánticos a la “igualdad” que a tan poco suelen comprometer en muchas ocasiones.
La lógica del capital está llevando cada vez más a un choque con las bases mismas de la vida. Cada vez son más alarmantes los datos relativos a la crisis energética, el cambio climático, la degradación de los sistemas naturales (selvas, acuíferos, casquetes polares,..), los efectos de la política de grandes infraestructuras… Asentar un modelo de producción, distribución y consumo diferente se vuelve cada vez más urgente. El mandato bíblico “dominar la tierra” debe arrojarse ya, y para siempre, al basurero de la historia.
Hay que partir desde abajo. La construcción de una Europa diferente debe asentarse en el empoderamiento de sus gentes y sus pueblos. Nada al margen de ese derecho soberano a decidir que nos ha sido hurtado. Decidir sobre lo político y lo social, lo grande y lo pequeño, el presente y el futuro. Frente a la Europa de los Estados y las élites, la de las naciones y las gentes. Ningún obstáculo, ni estatal ni unionista, al libre y democrático ejercicio del derecho a decidir por parte de Catalunya, Escocia, Flandres, Galiza, Faroe, Euskal Herria…
El camino.
La Unión Europea va a celebrar el próximo 25 de marzo el 60 aniversario del Tratado de Roma. Dice un refrán chino que cuando alguien se pierde por el camino no hay nada mejor que volver al punto de partida. Es un buen momento, pues, para desfacer todos los entuertos cometidos. La izquierda europea debe recuperar su relato del mundo, el que pone a la gente en el centro y construye a partir de ahí una alternativa basada en la democracia y la solidaridad. Una alternativa frente al capitalismo actual que ofrezca un futuro digno y justo para todos los hombres y mujeres que viven en ella. Nunca más el carro por delante de los bueyes, las finanzas por encima de las personas, los estados por encima de los pueblos.
Lo anterior supone apostar por una vía que no es ni fácil ni corta. Tejer los lazos políticos, sindicales, sociales, feministas, ecologistas… que todo ello precisa llevará tiempo y esfuerzo. Pero todo lo que se haga en esa dirección dará frutos positivos netos. Lo otro, lo de “más Europa” no es sino más de la locura a la que se refería Einstein.
La izquierda y el futuro de Europa
15/03/2017
Javier Doz
Miembro del Comité Económico y Social Europeo por CCOO
¿Tiene futuro la UE? ¿Tiene futuro la izquierda? Después de leer el texto de Francisco Louçā y, sobre todo, la principal de sus seis conclusiones mi respuesta a ambas preguntas sería “no”.
Porque el artículo -con el que coincido, no obstante, en parte de sus diagnósticos y algunas de sus conclusiones- tiene un mensaje claro: la única solución frente al estado de cosas en la UE, agravado por las políticas de austeridad y devaluación interna, es salirse del euro y adentrarse en lo que sería una versión de izquierdas del nacionalismo económico (sustitución de importaciones para mejorar las balanzas comerciales nacionales). No aclara Louçā, que lleva ya algún tiempo pidiendo la salida de Portugal del euro, si lo preconiza sólo para algunos Estados miembros de la UE o para todos. Tampoco hace ninguna referencia a las consecuencias que el fin del euro, o su abandono por un conjunto de países, tendría sobre el porvenir de la UE. En todo caso, los medios que propone para mejorar las balanzas comerciales nacionales –a costa de los vecinos europeos, se supone, dada la estructura del comercio europeo- serían incompatibles con las reglas del mercado interior. Más allá de esto, acabarían teniendo consecuencias económicas negativas para todos.
No es necesario extenderse mucho en argumentar que una propuesta como la que hace Francisco Louçā en su artículo implicaría, en caso de prosperar, no sólo el fin del euro, sino la destrucción de la Unión Europea.
Lo que nos propone el profesor Louçā es, nada menos, que la izquierda entre a competir en el terreno de juego que nos está marcando la extrema derecha europea y Donald Trump, y que lo haga asumiendo como propias algunas de sus propuestas más destacadas: el fin del euro -y por lo tanto de la UE- y una parte, al menos, de los postulados del nacionalismo económico y el proteccionismo comercial. La pinza programática que nos propone Loucā no sólo podría precipitarnos hacia el fin de la UE, sino que, así mismo, alejaría a la izquierda europea, sometida también a una profunda crisis, de cualquier horizonte de hegemonía cultural y política. Y eso sin referirnos a los nada desdeñables riesgos de que dicho proceso de demolición llevara a las naciones europeas a volver a su “vieja historia”, a la de antes de 1945.
Escribo esto desde una posición política alejada de cualquier complacencia con el estado de cosas de la UE. Soy muy crítico con la gestión de la crisis económica que han hecho sus instituciones políticas, sometidas a los dictados del gobierno alemán que bebe en las fuentes de una economía política antikeynesiana, híbrida de ordoliberalismo y neoliberalismo. La política europea frente a la crisis ha sido un fracaso. La ha agudizado, haciendo que la Gran Recesión haya sido en nuestro continente más larga y profunda que la vivida en otras regiones del planeta, estableciendo un reparto de sus cargas socialmente muy injusto y produciendo una divergencia entre sus Estados miembros que ha deteriorado mucho la cohesión política entre ellos.
De esta manera ha alimentado la actual crisis política europea, que es crisis de funcionamiento y de proyecto, Es una crisis que si no se afronta con ideas de progreso –aglutinadoras y restauradoras de la confianza de la ciudadanía y de la solidaridad entre las poblaciones europeas-, y con energía y capacidad de gobierno, se transformará en crisis existencial de infeliz final.
Parto también de lamentar el tristísimo papel jugado por la socialdemocracia europea, incapaz de construir una alternativa política, ni siquiera programática, a la gestión conservadora de la crisis, impuesta por Alemania. Con ello, ha agudizado su propia la crisis, la de muchos de sus partidos políticos nacionales (el PSE y el grupo parlamentario S&D siguen sin jugar un papel significativo en la política europea). La crisis de la socialdemocracia ha venido gestándose desde la caída del Muro de Berlín y su complacencia con el neoliberalismo de los noventa, de la mano de las “terceras vías” de Blair y Schröder cuyos éxitos electorales sólo consiguieron ocultarla temporalmente, y se manifiesta en toda su extensión por su carencia de alternativas a las políticas de austeridad y al declive electoral en muchos Estados.
Algunas otras respuestas en el campo de la izquierda política y social
La llegada al gobierno griego de Syriza, con la voluntad de enfrentarse a las políticas de austeridad desde dentro de la UE, encendió las alarmas de la mayoría de los partidos de las dos principales corrientes políticas europeas. El gobierno alemán, asistido por el presidente del Eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem (Partido del Trabajo, PSE), propició, con la aquiescencia o el silencio cómplice de los demás gobiernos europeos, la derrota política del gobierno de Syriza a costa, una vez más, del pueblo griego pero también de la cohesión de la UE y de la racionalidad económica.
En la península ibérica la crisis ha propiciado escenarios y conductas diferentes. En España ha surgido con fuerza un nuevo partido a la izquierda del PSOE, Podemos. Sin embargo, a pesar de que la aritmética electoral lo permitía, no se ha producido el desplazamiento del gobierno de un PP, castigado en las urnas por su gestión antisocial de la crisis y por la corrupción. Este hecho lamentable tiene, a mi juicio, más de un culpable. En Portugal, por el contrario, la iniciativa política del partido que contribuyó a fundar Francisco Louçā, el Bloco de Esquerda, ha logrado el muy difícil entendimiento del PCP y el PS en torno a un programa común que permite gobernar a los socialistas portugueses (por el momento bien y sin acoso excesivo de la troika). En Italia, el liderazgo autoritario de Mateo Renzi, que ha propiciado la escisión del ala izquierda del PD y el choque frontal con la CGIL, parece querer cortar definitivamente con las raíces históricas de su partido. La formación que puede sustituir al PD como primer partido italiano, el Movimiento 5 Estrellas, tiene un muy difícil encuadre en las categorías políticas clásicas, pero no ha tenido inconveniente de formar grupo parlamentario europeo con un partido de extrema derecha, el UKIP británico.
En el terreno social y laboral, aunque ha habido importantes movilizaciones contra las políticas de austeridad, éstas han sido manifiestamente insuficientes para lograr su derrota o su modificación sustancial. En buena medida porque el ámbito en donde dichas políticas se decidían era europeo y no nacional y la mayoría de las movilizaciones han tenido una dimensión nacional. Las centrales sindicales europeas han convocado en los Estados de la UE más huelgas generales que en cualquier otro período histórico, sobre todo en el momento álgido de la crisis (2009-2013) y en los países del Sur. Sin embargo, sólo el 14 de noviembre de 2012 se produjo un intento serio de coordinación de las mismas en una jornada de dimensión europea.
Traigo a colación estos ejemplos porque no quiero ocultar las grandes dificultades que tiene la construcción de una alternativa de izquierdas en Europa.
La recuperación de la izquierda sólo vendrá de la mano del internacionalismo
De lo que no tengo la menor duda es que jamás la recuperación de la izquierda en Europa (y en el mundo) vendrá de la mano de planteamientos nacionalistas, aunque estén tamizados por el pensamiento de Ernesto Laclau. La recuperación y renovación de la izquierda pasan por recuperar o fortalecer el internacionalismo, una de las componentes esenciales de la ideología que le ha dado mayor consistencia a lo largo de la historia, el marxismo, máxime cuando el mundo de hoy está muchísimo más intercomunicado y globalizado que el de Carlos Marx cuando hablaba del fantasma que recorría Europa.
La recuperación de la izquierda no pasará nunca por oponerse al modelo neoliberal de globalización desde los postulados del nacionalismo económico y el proteccionismo comercial, como hace una parte del movimiento antiglobalización. La recuperación de la izquierda se producirá cuando sea capaz de construir un programa político transnacional e internacionalista basado en la globalización de los derechos, la promoción del comercio justo y la construcción de un gobierno democrático del mundo, con instituciones políticas, leyes y tribunales.
La recuperación de la izquierda no se producirá jamás apostando, por activa o por pasiva, por la destrucción de un proyecto político, la UE, que ha asegurado a los Estados que la componen casi tres cuartos de siglo de paz, tras muchos siglos de guerras entre ellos, y progreso económico y niveles de bienestar social e igualdad desconocidos en la historia. Aunque estos han venido deteriorándose en las últimas dos décadas, especialmente a partir de la Gran Recesión, nuestro continente sigue siendo todavía la región del planeta con un mayor nivel de igualdad y protección social. Si se produjera la implosión de la UE, y existe un peligro real a corto o medio plazo, sería el terreno de juego ideal para el progreso de Le Pen, Wilders, Farage, Trump y compañía.
La recuperación de la izquierda se producirá, por el contrario, cuando sea capaz de proponer y realizar un proyecto de refundación política de la UE que implique más integración, en un sentido federal, más democracia y un fuerte pilar social, que plasme el “nuevo contrato social” que sustituya al implícito de la posguerra, roto por el austericidio, tal como preconiza la Confederación Europea de Sindicatos. Cuando la izquierda política, sindical y social europea sea capaz de actuar por encima de las fronteras con un discurso coherente y con una voluntad de acción inequívocamente internacionalistas, podrá luchar con garantías de éxito contra las ideologías nacionalistas, xenófobas y racistas que están penetrando en las sociedades europeas y en muchos de sus sectores más populares y desfavorecidos.
Un proyecto unitario de izquierdas que articule lo nacional con lo europeo e internacional
El internacionalismo es una condición necesaria pero no suficiente para la renovación y la recuperación de la izquierda. Por supuesto que es en los ámbitos locales y nacionales en donde tiene que desarrollarse el grueso de la acción política, social y sindical para progresar hacia los objetivos que deben seguir estructurando el programa de la izquierda política y social: la redistribución de la riqueza en los ámbitos primario –a través de la negociación colectiva- y secundario –a través de las políticas fiscal y presupuestaria-; la igualdad en todas sus facetas; el fortalecimiento de lo público, en particular en los servicios esenciales; y la profundización de la democracia en la política, la sociedad y la economía. Lo que no hay que olvidar nunca es la dimensión europea e internacional de la acción política – de movilización social y de gobierno- y la articulación de las prácticas locales y nacionales con las europeas e internacionales desde la óptica del internacionalismo solidario.
Muchos problemas vitales tienen un ámbito de resolución necesariamente transnacional. Hay que tenerlo claro por mucho que nos pueda desasosegar la dificultad para vislumbrar los medios eficaces de acción en ese ámbito. Un ejemplo: si los salarios disminuyen en los países desarrollados por el dumping laboral que practican las empresas multinacionales (EMN) a través de sus cadenas de producción globales (el 60% del PIB mundial, según la OIT), y la protección social (salario diferido) se deteriora por el fraude/elusión fiscal que las EMN practican con la ayuda de algunos gobiernos (de dentro y de fuera de la UE), el ámbito de solución de estos dos macroproblemas es necesariamente europeo e internacional. Por un lado está la acción sindical internacional para obligar a las EMN a firmar acuerdos marcos mundiales que involucren a las cadenas de empresas subcontratadas y a que los cumplan; por otro, la acción política y sindical para que gobiernos y empresas suscriban y cumplan los convenios de la OIT.
Para hacer que las EMN paguen los impuestos que deben y donde deben, y de un modo más general para luchar eficazmente contra el fraude fiscal, el blanqueo de capitales y la propia existencia de los cada vez más boyantes y numerosos paraísos fiscales –entre ellos varios Estados de la UE y de los EE UU-, el ámbito de resolución es necesariamente transnacional, europeo y mundial. La UE se juega mucho si no es coherente en este terreno –y estamos viendo como el Consejo y el Eurogrupo pone trabas a las buenas iniciativas de la Comisión sobre el tema- pero, en cualquier caso, un desmembramiento de la Unión haría imposible cualquier progreso hacia la erradicación de estas lacras que minan los ingresos fiscales y la democracia.
Las oportunidades para el cambio se abrirán en Europa sólo si somos capaces de establecer una alianza sólida entre la izquierda política y la izquierda social, en torno a un programa socialmente avanzado y democrático que tenga un signo inequívocamente europeísta e internacionalista.
No hay espacio en los límites de este artículo para desarrollar sus contenidos Hay ya bastantes personas y organizaciones empeñadas en trabajar en esta dirección. Sólo añadiré, a lo dicho hasta ahora, que es urgente que la zona euro tenga los requisitos de una “zona monetaria óptima”: BCE en plenitud de funciones, Tesoro común, eurobonos, política fiscal armonizada, etc. Y que la propuesta de refundación política debería basarse en: un gobierno económico que incluya como objetivos principales de sus políticas la creación de empleo de calidad y la búsqueda de la cohesión social; el establecimiento de sistemas europeos de normas marco sociales y laborales avanzadas; y, el diseño de un modelo de gobierno de la UE más democrático, transparente y eficaz.
Esta perspectiva europea es inseparable de una nueva política mundial que promueva: la paz a través de la justicia en las relaciones internacionales y la universalización de todos los derechos humanos (Declaración de 1948 de la ONU y normas derivadas); un nuevo modelo de relaciones económicas y comerciales que impulse los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Agenda 2030) y el cumplimiento del Acuerdo de París (2015) sobre cambio climático, el crecimiento económico de la mano del comercio justo, los derechos laborales y sociales y una más justa distribución de la riqueza; la reforma del sistema de Naciones Unidas y sus agencias para hacerlo más democrático y coherente en sus normas y actuaciones en el camino de prefigurar un gobierno democrático del mundo; y, la justicia universal a través de los tribunales internacionales.
La izquierda europea debería unirse superando los sectarismos para trabajar en esta perspectiva y hacer que el agente de este cambio fuera una UE unida y fuerte. Así recobraría la hegemonía cultural y política. Propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad.
Deconstruir para reconstruir
14/03/2017
Jaime Pastor
Politólogo y editor de Viento Sur
El diagnóstico que nos ofrece Francisco Louça sobre el momento que atraviesa la Europa postBrexit es rotundo, pero no por ello menos realista: “la Unión Europea se destruye por dentro porque es divergencia y no es Unión”, “Europa está cambiando, sí, pero sus instituciones forman parte de esta deriva hacia la derecha”. Un panorama que amenaza con ir a peor porque “la pesadilla de una nueva crisis financiera está por llegar“ y la pregunta solo es “cuándo llegará” y cuánto contribuirá a la descomposición de la UE tras la salida del que era su segundo mayor Estado miembro y cuando los efectos del neoproteccionismo de Trump están todavía por ver.
Ante ese diagnóstico y esas perspectivas sombrías, la receta desde arriba sigue siendo la misma: más austeridad neoliberal, pese a demostrarse que es una idea “peligrosa” (Blyth) para salir de la depresión, con una funcionalidad muy clara: “debilitar el poder de negociación de los trabajadores y de los movimientos sociales y obtener la privatización de los bienes públicos esenciales”.
El Libro Blanco de Juncker
Pocos días después del inicio de este debate en Público, hemos podido conocer el Libro blanco sobre el futuro de Europa. Reflexiones y escenarios para la Europa de los Veintisiete en 2025, de la Comisión Europea, presidida por Jean-Claude Juncker. Un personaje, por cierto, sobradamente representativo del camino recorrido por el “proyecto europeo”, tras haber liderado durante largo tiempo el paraíso fiscal luxemburgués y haber mostrado su beligerante rechazo a cualquier proceso participativo (“no puede haber elección democrática contra los Tratados europeos”) que cuestione Constitución económica de la UE y de la eurozona.
Su propósito es someter ese documento a debate con ocasión del próximo 60 aniversario de la creación de la Comunidad Económica Europea. Es significativo que empiece con la cínica reivindicación del Manifesto de Ventotene, redactado por Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y Eugenio Colorni en junio de 1941. Un texto que, como recuerda Perry Anderson, aspiraba a forjar la unidad continental que podía haber surgido de la Resistencia antifascista y en el que “los motivos libertarios y los jacobinos se fundieron al rojo vivo para ofrecer una síntesis que testimonia la fluidez de ideas que era posible antes de la caída del Telón de Acero” (El Nuevo Viejo Mundo, p. 491).
Unos ideales federalistas distintos de las intenciones que animarían luego a personajes como Jean Monnet y Robert Schuman, ya con el apoyo estadounidense, en medio de la división de Europa en dos bloques y, sobre todo, de las que presidirían luego la fundación en Roma de la Comunidad Económica Europea en 1957, que abriría el camino hacia la hegemonía de un ordoliberalismo germánico, definitivamente instalado con la creación del euro.
Este Libro Blanco, en cambio, está lleno del neolenguaje (ahora complementado con la “postverdad”), tan en boga desde hace tiempo. Así, después de la recurrente reivindicación del “pacifismo” europeísta desde los años 50 del pasado siglo (olvidando su papel activo en la “guerra fría” y en las múltiples guerras en otras regiones del mundo en las que han participado sus Estados miembros), la Comisión no tiene más remedio que reconocer que “la UE no estuvo a la altura de sus expectativas al enfrentarse a la peor crisis financiera, económica y social de su historia desde la posguerra” y que “por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, existe un riesgo real de que la actual generación de jóvenes adultos acabe teniendo unas condiciones de vida peores que las de sus padres”. Concluye, por tanto, que existe hoy “una creciente desafección por la política y las instituciones convencionales a todos los niveles” que “se manifiesta a menudo en forma de indiferencia y desconfianza hacia la actuación de los poderes públicos”: “En torno a un tercio de los ciudadanos confían en la UE en la actualidad, frente a aproximadamente la mitad que lo hacía hace 10 años”.
Pero, ¿qué es lo que preocupa realmente a estos comisarios? En realidad, es la pérdida de centralidad creciente de “Europa” (o sea, del viejo y colonialista capitalismo europeo) en el mundo frente al “rápido aumento de la influencia de las economías emergentes” y al “aumento de la militarización en todo el mundo” en un “contexto mundial cada vez más tenso”, o sea, en medio de la crisis de la globalización neoliberal. Ante ese panorama son la geoeconomía y la geopolítica las que mandan y para competir mejor en ambos terrenos piden que “Europa (o sea las elites político-financieras) hable con una sola voz” y que los Estados miembros asuman una mayor carga de gasto militar –dentro de la OTAN, por supuesto- porque “ser un ‘poder blando’ ya no es suficiente cuando la fuerza puede prevalecer sobre la ley”.
Pese a pronosticar que Europa será la región “más vieja” del mundo en 2030 y que “las presiones que motivan la migración también se multiplicarán”, ¿en dónde aparece la mención a la inmigración?: en el apartado titulado “Aumento de las amenazas e inquietud por la seguridad y las fronteras”; o sea, de nuevo, se busca una asimilación interesada de quienes luchan por el derecho a una vida digna con quienes ejercen el terrorismo y la delincuencia (salvo la financiera, claro). No puede sorprender, por tanto, que la publicación de este Libro Blanco coincida con la presentación de una iniciativa de la Comisión Europea para promover la deportación de más de un millón de “migrantes irregulares” en los próximos meses (y, mientras tanto, imponer a todos los Estados la prolongación del periodo de detención a 18 meses) con la cínica e increíble excusa de que así… podrán atender mejor a quienes demandan asilo.
Después de este breve recorrido aparentemente autocrítico, la Comisión apunta 5 escenarios para Europa en 2025: 1, seguir igual, o sea, ir a peor; 2, centrarse gradualmente en el mercado único (lo mismo que exigía Gran Bretaña); 3, que los Estados miembros que lo deseen puedan caminar hacia una mayor colaboración en ámbitos específicos mediante varias “coaliciones de voluntades” para la cooperación reforzada entre ellas; 4, hacer menos pero de forma más eficiente centrándose en un número determinado de ámbitos; 5, hacer mucho más conjuntamente en todos los ámbitos políticos, aun reconociendo que con esta opción “existe el riesgo de que se produzca el distanciamiento de sectores de la sociedad que consideran que la UE carece de legitimidad o ha sustraído demasiado poder a las autoridades nacionales”.
Como era previsible, nos encontramos, una vez más, con una visión funcionalista (no por casualidad el Libro comienza con una cita de la Declaración Schuman) y tecnocrática de la Unión Europea que ha demostrado su rotundo fracaso, sobre todo tras el estallido de la crisis financiera en 2007. Hasta el grupo socialdemócrata europeo ha empezado a marcar sus distancias respecto a este Libro. Así que veremos si llega sano a la Cumbre de septiembre, pero lo que sí es evidente es que no será la Comisión Europea la que decidirá cuál de esos escenarios se puede poner en marcha.
Con todo, lo más grave es que en ninguno de esos escenarios aparecen cuestionadas las políticas austeritarias adoptadas tras el estallido de la crisis financiera y los “rescates” a la banca, responsables en realidad del aumento del gasto público y del crecimiento acelerado de una deuda pública insostenible. Tampoco hay ninguna propuesta democratizadora de las instituciones europeas, sin que aparezca mencionada siquiera una tan clave durante todo este periodo como el Banco Central Europeo.
Crisis de legitimidad de la UE y alternativas
Así que, estando en vísperas de unas elecciones en Holanda este 15 de marzo y de las que han de celebrarse a partir de abril en Francia, sin olvidar las de Alemania en octubre, no es difícil coincidir con tantos analistas en que la UE se encuentra a la deriva, pendiente del desenlace de esos procesos participativos tan temidos por Juncker y compañía, y con unos riesgos de des-integración crecientes. Una demostración evidente de que su crisis de legitimidad (por sus resultados –mayor desigualdad que antes de 2007 entre países y dentro de cada uno de ellos-, por su rápido paso del “déficit democrático” al golpe de estado financiero –la experiencia del rechazo a lo aprobado en el referéndum griego sigue estando ahí para recordárnoslo- y por su fracaso en construir una identidad europea en la que puedan reconocerse los distintos demoi de –y dentro de- los Estados miembros) parece ya irreversible en medio de la crisis de la globalización neoliberal y de la “trumpificación” de Europa. Algo ya evidente desde hace tiempo en muchos países del Este (la otra periferia) y cada vez más visible en los Estados centrales de la UE mediante el ascenso de fuerzas nacional-populistas de derechas.
No es, por tanto, difícil coincidir con Louça en que la tendencia a la polarización entre el establishment –el de la UE y los Estados miembros-, por un lado, y los distintos pueblos de Europa, por otro, va a reforzarse en los próximos años, dejando al tan deseado “centro” político con un espacio cada vez más estrecho. Por eso mismo no es tiempo de moderación ni de adaptación a los discursos de la gobernabilidad y de la estabilidad del sistema actual por parte de las fuerzas de izquierdas, sino todo lo contrario. Porque si siguiéramos ese camino, pronto veríamos aquí también el aumento de la desesperación y los intentos de desviarla buscando chivos expiatorios en quienes están más abajo, como está ocurriendo en tantos países, con el ascenso de populismos de derecha xenófobos.
Nuestro deber –y nuestra oportunidad- es convertir la “excepción española”, la que desde el 15M de 2011 desafía al régimen y a la UE exigiendo una “democracia real”, en ejemplo de que “sí se puede” ir sentando las bases de un sexto escenario alternativo frente a los diseñados en el Libro Blanco: el que puede ir haciendo factible un nuevo proyecto antineoliberal, basado en la reivindicación de la soberanía popular, secuestrada hoy por un despotismo oligárquico que está conduciendo a la implosión del continente. Una tarea que nos exige ya ir generando alianzas y confluencias a escala europea en torno a propuestas como las que aparecieron recientemente en el “Manifiesto para desobedecer tratados europeos injustos”, del que informó Público el pasado 16 de febrero.
Eppur si muove
10/03/2017
Ángel Requena
Profesor de Matemáticas
Ante la pregunta categórica que se me plantea en esta tribuna (“¿Se abren o se cierran las oportunidades de cambio en favor de mayor justicia social y mejores garantías democráticas?”) no queda menos que recurrir a la celebre frase que Galileo nunca pronunciara ante el Santo Oficio, porque pese a todo el movimiento es incesante.
El pasado enero falleció Zygmunt Bauman, el filósofo político comprometido y lúcido analista que acuño el término de sociedad líquida. Bauman no generalizó la liquidez al propio análisis político pero, sin duda, la obsolescencia de las reflexiones de coyuntura es también una característica de la época. Una opinión razonada sobre el momento tiene que enmarcarse en esa falibilidad analítica de los tiempos.
El ciclo histórico que terminó en 1991 (disgregación de la URSS) tuvo muchos estudios improvisados. Quizá fuera paradigmático el caso de Francis Fukuyama que con su libro El fin de la Historia y el último hombre hiciera de mejor profeta del neoconservadurismo que se veía triunfante. Tras ríos de tinta el propio Fukuyama tuvo que modificar su tesis y reconocer su fracaso. La musa Clio es caprichosa e hiperactiva. En paralelo, Octavio Paz, un crítico del socialismo real, si tuvo la clarividencia de plantear la cuestión adecuada al momento: Con la Unión Soviética y el Muro han caído algunas respuestas pero las preguntas permanecen. Es ese proceso de buscar respuestas a las ansias de justicia social y mejores garantías democráticas en el que estamos, con avances y retrocesos, con contradicciones y con muchas incertidumbres, pero sí: en ello estamos.
Moviendo libros de mi biblioteca encontré un ejemplo de lo dicho; ¡cuán viejo y desfasado parece lo escrito hace una década! En el año 2003, con motivo de la Segunda Guerra del Golfo, Tzvetan Teodorov escribió El nuevo desorden mundial. El mundo unipolar, con una única potencia triunfante, aparece ya no como orden sino como caos. Lejos de acabar, las guerras de Oriente Medio de 2001 y 2003 se mantienen vivas en el 2017, extendiéndose globalmente y provocando una lacerante crisis humanitaria.
En nada, para los tiempos cosmológicos, hemos pasado de la certeza del fin de la historia a un mundo contradictorio, incierto e imprevisible. Un futuro de progreso, igualdad y seguridad se ha convertido en otro de progresiva desigualdad económica, polarización e inseguridad. La crisis de los partidos políticos es la manifestación palpable de la liquidez de los tiempos. En algunos países se ha derrumbado el sistema de partidos o han sufrido importantes transformaciones, pero donde no se ha terminado de hundir han surgido liderazgos de outsiders, de gente ajena a los aparatos oligárquicos que controlaban las organizaciones: Trump en el Partido Republicano, Corbyn en el Laborista, o Benoît Hamon para el Partido Socialista francés
¿Representan las elecciones presidenciales de Austria o las de EEUU la brecha abierta casi a la mitad entre una parte de la población abierta, demócrata y progresista socialmente y otra asustada, conservadora y con tintes racistas? ¡Ojala fuera tan fácil! Si un votante seguro de Bernie Sanders o de Obama puede al mismo tiempo votar a Trump es porque las cosas no son blanco o negro. ¿Qué hace qué un desposeído pueda votar para presidente a un multimillonario machista, xenófobo e indocumentado? Cuando se inició el ascenso del lepenismo en Francia se comprobó que sus fuentes de voto en algunos distritos como Marsella coincidían con los del antiguo voto comunista desplomado.
Son tiempos de desasosiego. El nazismo fue una herramienta de la alta burguesía pero que se nutría del lumpemproletariado y de la clase media empobrecida durante la posguerra. El resurgimiento de partidos neofascistas, y su revisionismo histórico, encuentra la razón de ser en la situación de crisis distinta pero de consecuencias similares: miedo real a vivir peor, necesidad de culpables y de respuestas fáciles.
En medio de la oscuridad se pueda vislumbrar algo de luz. Uno de los pilares del nuevo orden-desorden ha sido la dañina ortodoxia económica de la macroeconomía neoliberal, pseudociencia disfrazada de fórmulas, pero mejor definida por las personas como austericidio. No hace mucho tiempo los economistas críticos eran ignorados y marginados, hoy se alzan voces incluso dentro de sus dos pilares: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que empiezan a cuestionarse a sí mismos.
Se da la paradoja de que el voto electoral democrático (menor en número pero mayor en compromisarios) da la presidencia a un Trump y una organización elitista como el Banco Mundial recurre, poco antes, a un economista poco ortodoxo como Paul Romer. ¡Ironías de la historia!
El voto neoconservador (incluso neoautoritario) se nutre de mucha gente que por razones ideológicas, religiosas o de tradición puede apoyar falsas soluciones que perpetúen la crisis, el mantenimiento de las castas del stablishment y la involución autoritaria. No es la primera vez que la vía de protesta para mucha gente pueda infligir mayor daño.
Louça en su sugerente presentación del debate nos alerta sobre una Unión Europea que parece haber dado la razón a quienes la tildaban de Europa de los Mercaderes. Me encuentro entre los que todavía no han perdido, quizá por ilusos, la esperanza de transformarla en lugar mas justo y democrático basándome en la necesaria escala de los cambios sociales de fondo.
La regresión en algunos países de Iberoamérica forma parte de la dificultad de afrontar procesos de cambio desde un solo país o una parte de poco peso global.
El ascenso de ultras como Donald Trump, Marine Le Pen o Norbert Hofer son respuestas malsanas a una crisis social y económica. Que semejantes personas sean esperanza de mucha gente es tanto muestra del poder atractivo y narcotizador de la ideología como de la incapacidad de quienes propugnamos otro bloque histórico alternativo de libertad, justicia y solidaridad. Nada nuevo, son los mismos anhelos de los sans culottes de 1789. Mientras tanto las instituciones creadas en la Ilustración como la separación de poderes tienen que resistir. El hecho de que poder judicial haya parado la primera furia de Trump es muy significativo.
La respuesta que anhelaba Octavio Paz se edifica desde incertidumbres y retrocesos pero debe construirse. Como Obama con su lema y Podemos en su propio nombre nos muestran: es posible que sí se pueda pero es que, además, debemos.
Europa, más mercado que protección
10/03/2017
Joan Subirats
Catedrático UAB y Coordinador de Doctorado en el Institut de Govern i Polítiques Públiques (IGOB-UAB)
La integración europea generó, como sabemos, una notable asimetría entre las políticas que promovían la eficiencia del mercado (que siempre fueron el motor del proceso integrador) y las políticas que querían promover protección y equidad. A medida que el proceso de integración económica se aceleró y se quiso acompañar esa dinámica con mayores cuotas de integración social y política, surgieron graves inconvenientes. Por un lado, los estados de bienestar de cada estado miembro fueron sufriendo los efectos de los procesos de liberalización y de aumento de la competitividad, mientras que los esfuerzos para generalizar las políticas sociales chocaban con la diversidad de modelos y de prácticas, y con los temores de quiénes veían en esa potencial integración e igualación amenazas a las prestaciones conseguidas.
La cosa venía de antiguo. En efecto, en 1956, el entonces ministro socialista Guy Mollet propuso la armonización previa de las legislaciones sociales y fiscales como condición anterior a la integración en los mercados. Un informe, elaborado por un grupo de economistas dirigido por Bertil Ohlin, defendió la tesis contraria: la igualación de las políticas sociales no era necesaria, ya que el mercado único provocaría tal aumento de la productividad, que revertiría automáticamente en una elevación progresiva e igualitaria del nivel de vida. Así lo recogió el Comité Spaak y se fundó la CEE en 1957. Tenemos ahora mercado único, moneda común, pero una creciente desigualdad a espuertas, y cada vez hay más empresas que eluden o evitan el pagar sus impuestos. En estos últimos años, la capacidad de protección por parte de la Unión Europea ha perdido mucho fuelle, mientras no ha dejado de profundizarse en la lógica de mercado único y de defensa de la competencia.
Por tanto, la pregunta que surge en momentos como los actuales, es si desde la Unión Europea, si desde las lógicas imperantes en cada país europeo, se será capaz de mantener los mimbres básicos de lo que de manera más o menos compartida se ha venido denominando como la “Europa Social”. En muchos países la respuesta que se está dando es que solo reforzando la perspectiva nacional-estatal podrán atenderse las necesidades de la población propia, aunque ello comporte restricciones significativas en la movilidad de personas y en los derechos de los inmigrantes.
Lo que se conoce como “Europa Social” es un esquema de prestaciones sociales y de derechos que han caracterizado a Europa desde el final de la segunda gran guerra, y que, con los matices y diferencias que cada nación ha ido impulsando y preservando, mantenían notables puntos en común. De hecho, en la no tan lejana cumbre de Lisboa en el año 2000, se consagró la idea o la pretensión de luchar por la mayor competitividad económica posible, mientras y al mismo tiempo, se postulaba el mantenimiento del máximo de cohesión social. Los balances apuntan a que si bien los resultados no han sido los esperados en cuanto a los aspectos de competitividad, desde el punto de vista de la cohesión social, las cosas han ido definitivamente a peor.
La situación presenta a inicios del siglo XXI y en pleno cambio de época, algunos grandes vectores de transformación en el escenario de las políticas sociales: a) el paso de unas trayectorias individuales relativamente previsibles y seguras, a un escenario en el que las perspectivas y recorridos vitales de las personas vienen dominados por las incertidumbres y a sensación de riesgo; b) vamos pasando de una sociedad que podía ser explicada a partir de ejes de desigualdad esencialmente verticales (arriba-abajo) y materiales, a una sociedad en la que, sin desaparecer los mencionados ejes, los vínculos sociales se hacen más frágiles o se rompen (dentro-fuera); c) vamos pues pasando de una sociedad de clases a una sociedad atravesada por múltiples ejes de desigualdad y de diversificación social, generando por tanto una mucha mayor complejidad en el diagnóstico y en la búsqueda de soluciones.
Las políticas públicas, en sus diversos componentes y a partir de los principios propios de los diversos estados del bienestar, tendieron a configurarse de manera universalista, y se caracterizaron por “pensarse” y “producirse” de manera poco diversificada o personalizada, ya que se partía del supuesto de que era necesario responder a necesidades-demandas tendencialmente homogéneas. Por otra parte, el diseño de estas políticas se hizo de manera acumulativa: a cada nueva demanda, a cada nuevo derecho reconocido, le fueron correspondiendo nuevas responsabilidades políticas diferenciadas, nuevos servicios, nuevos “negociados” administrativos, nuevas especializaciones profesionales. Todo ello no generó excesivos problemas, mientras se mantuvieron en pie los fuertes lazos sociales, las dinámicas sociales comunitarias o los grandes agregados sociales, ya que eran estos colectivos los que acababan integrando unas prestaciones y servicios fuertemente especializados. Hoy, a la desintegración social y a las renovadas dinámicas individualizadoras, le siguen correspondiendo respuestas especializadas y segmentadas, compartimentos profesionales estancos y responsabilidades políticas no compartidas. La cosa ya no funciona tan bien como antes. Se pierde eficacia y legitimidad. Y se expande la sensación que las instituciones no son capaces de ofrecer la seguridad que prometían antes. Los sectores con más recursos, las clases medias, recrudecen su desasosiego con políticas universales que entienden que no atienden suficientemente sus preocupaciones y temores.
La alternativa no parece que pueda ser volver atrás, es decir a una situación de equilibrio mercado-sociedad-estado que garantice seguridad en un mundo globalizado y en plena crisis del trabajo en su concepción fordista, que era precisamente la puerta de entrada a las prestaciones sociales. Así, surge la alternativa de ver el bienestar social, menos como una reivindicación global, para convertirse cada vez más en una demanda personal y comunitaria, articulada alrededor de la vida cotidiana, capaz de reconocer los valores de autonomía y de diversidad junto a la permanente exigencia de igualdad. Los problemas y las expectativas vividas a través de las organizaciones sociales primarias requieren soluciones concretas, pero sobre todo soluciones de proximidad. De ser entendido el bienestar como una seguridad en el mantenimiento de los derechos sociales para toda la población (universalismo-homogeneidad- redistribución), va siendo cada vez más visto como una nueva forma de entender las relaciones sociales de manera integradora y solidaria (especificidad-reconocimiento-participación). Pero esa visión cosmopolita, local y protectora al mismo tiempo, choca con las prevenciones que sectores significativos de la población, depauperados y con pocas expectativas de mejorar su situación, tienen en relación a la globalización y a la misma Unión Europa. Decía hace poco Theresa May, primera ministra británica, que “si ested cree que es un ciudadano del mundo, usted es un ciudadano de ningún lugar”. Como comentaba Dani Rodrik, los ciudadanos son representados a escala local y nacional, pero no tienen presencia efectiva en espacios transnacionales (si excluimos el Parlamento Europeo y su limitado rol institucional). No existe un espacio de ciudadanía global en el que se definan dinámicas representativas y de rendición de cuentas. Esas dinámicas son nacionales y, por consiguiente, ante la sensación de desprotección creciente de muchos sectores sociales frente al cambio tecnológico y la globalización financiera, las personas buscan en la esfera nacional el sentido de pertenencia y de refugio. Y ello empuja a percibir como contradictorios los intereses de los “de casa” en relación a los “de fuera”.
¿Qué futuro le espera a la Europa Social y a su modelo de políticas de bienestar?. Partimos de un escenario que hace muy difícil el seguir avanzando en la profundización de la Europa Social. Como decía Bourdieu: “El desempleo nos divide y hace surgir todo lo que hay de malsano en nosotros, el individualismo, los celos, la envidia; el trabajo nos une y genera fraternidad, solidaridad…”. En momentos de crisis como los actuales, las diferencias políticas de base son altamente significativas, ya que corresponden a filosofías sociales muy distintas: liberales, democristianas y social-democráticas. Un estudioso de las políticas europeas, Fritz Scharpf afirmó ya hace tiempo: “los votantes británicos nunca aceptarán los altos niveles impositivos del generoso estado de bienestar sueco; las familias suecas no pueden aceptar los bajos niveles de los servicios sociales y educativos alemanes; y los médicos y pacientes alemanes reaccionarían inmediatamente ante cualquier intento de converger hacia un sistema parecido al National Health Service de Gran Bretaña” .
Cualquier intento de uniformización parece estar condenado al fracaso. Para preservar el modelo social europeo se debería avanzar en convergencias significativas, y en bases impositivas comunes, pero la financiarización económica y las diferencias actuales entre sistemas de bienestar lo hacen casi imposible. Mientras, la crisis económica y las incertidumbres en alza encierran a los países en sus lógicas nacionales. Y en ese escenario, el método abierto de cooperación, que hace un tiempo pareció que podría servir para ir avanzando de manera progresiva y sin forzar las cosas, en la difícil situación actual, muestra todos sus límites. Sólo funciona para tratar de ajustar la eficiencia de los sistemas de protección en relación a los problemas del mercado laboral y las restricciones financieras. No parece muy prometedor. La única forma de avanzar sería imponer normativamente desde las instancias europeas ciertos ajustes y normas comunes que se impusieran a las lógicas nacionales, como de hecho se ha ido haciendo en relación a los temas ambientales. Pero, las lógicas de las políticas ambientales y las políticas sociales, y los actores y tradiciones que las rodean, no son evidentemente las mismas.
Lo que queda claro es que los cambios en los problemas que afectan a las personas son enormes, y justifican el calificativo de cambio de época. Las políticas públicas, queda claro también, que no pueden responder como antes a la nueva realidad. Todo ello sigue conduciéndonos a las preguntas originales. ¿Cómo cambiar la política y las políticas para poder enfrentarnos mejor a los nuevos retos?. ¿Cómo hacerlo en Europa sin avanzar en la profundización de la Unión y la progresiva unificación de sus políticas?. La respuesta a estas preguntas no parece que puedan surgir de unas instituciones europeas enormemente bloqueadas. Acaba de publicarse el llamado Libro Blanco sobre el futuro de la UE (1 de marzo 2017). La gran mayoría de los escenarios que apunta la Comisión son alicortos y muy conservadores, probablemente conscientes de la gran dificultad que tendría hoy cualquier plan ambicioso de mayor armonización fiscal, social y financiera, con un reforzamiento paralelo de la legitimidad política.
No creo que avancemos mucho más de donde estamos si no se altera la correlación de fuerzas políticas en las instituciones. El peso de los partidos tradicionales conservadores y liberales sigue siendo hegemónico, mientras aumentan las tensiones en el núcleo socialdemócrata. Probablemente deberemos esperar a que se refuercen las lógicas municipalistas de cambio desde abajo, y que ello encuentre eco en las instituciones europeas, avanzando en políticas que recuperen capacidad de protección desde un mayor protagonismo ciudadano, reforzando las lógicas emancipatorias y solidarias.
El cambio en Europa
10/03/2017
Rosa Martínez
Diputada de Unidos Podemos y coportavoz de EQUO
Sin duda Europa está cambiando, lleva tiempo cambiando. Lo que hoy vivimos no es sino la aceleración y concreción de diferentes tendencias y fenómenos, que desde hace décadas (con diferencias cronológicas y de intensidad según los países) están transformando el orden y los elementos sobre los que se edificaron nuestras sociedades tras la Segunda Guerra Mundial:
– Las altas tasas de crecimiento de económico de la posguerra que pusieron las bases del funcionamiento de nuestras economías y se tradujeron en una mejora sustancial del nivel de vida de las personas en Europa, ya no existen y posiblemente no volverán.
– El Estado del Bienestar, intimamente ligado en su nacimiento y consolidación al crecimiento económico, lleva años siendo desmantelando por las políticas neoliberales y en muchos países se encuentra herido y cuestionado por las políticas de austeridad.
– Europa sigue buscando su papel en el nuevo orden internacional tras la caída del bloque soviético. La globalización y el incremento de flujos migratorios son nuevos elementos a los que la política económica y redistributiva están teniendo que adaptarse. Sin crecimiento económico y sin estado de bienestar, “lo que viene de fuera” se ve como un problema o una amenaza, y no como una de las circunstancias inevitables de nuestro tiempo.
– Lo que fue el gran consenso de la posguerra, los derechos humanos, están siendo violados masivamente como consecuencia de los tres elementos anteriores (no sólo en Europa sino en todo el mundo). Lo preocupante de esta situación es que los discursos anti-derechos humanos han abandonado la esfera de lo políticamente incorrecto para normalizarse como opción política en la mayor parte de los países europeos.
Es evidente que el mundo se mueve bajo nuestros pies, y que el cambio político en Europa tiene mucho que ver con el eje nuevo-viejo, tal y como sucedió en la política española en 2014 y 2015. La diferencia es que en Europa, la alternativa a lo viejo, a un orden político, económico y social que lleva tiempo sin dar respuesta a las necesidades de la ciudadanía se hace desde postulados reaccionarios y regresivos desde el punto de vista ético, democrático y de justicia social. Y lo es porque obliga a elegir, como recordó el presidente austriaco Van der Bellen en su discurso ante el Parlamento Europeo, entre tu patria y Europa, entre las necesidades de tus compatriotas y las de personas de otros países, entre ayudarte a ti o ayudar a otros.
Cierto es, que hasta ahora las decisiones políticas también han supuesto una elección. También han dejado fuera una parte de la sociedad, pero no en clave nacional o de pertenencia, sino en el eje élite-ciudadanía (con los consabidos impactos en los derechos, el medio ambiente y la calidad democrática de nuestras instituciones). La diferencia es que, si hasta ahora esta exclusión venía desde arriba y disfrazada de lo “mejor” y lo “necesario”; ahora se exige la exclusión de colectivos y grupos humanos desde abajo para garantizar lo poco que nos queda de la Europa de los derechos y el bienestar.
Pero, ¿lo que nos queda es suficiente? ¿nos conformamos con los niveles de bienestar, igualdad y calidad democrática que tenemos? ¿O lo que queremos es volver a algún momento del pasado reciente de Europa en el que vivíamos mejor? ¿Cuándo fue esto? ¿Quiénes vivían mejor y a costa de quién y de qué? Las proyecciones hacia el futuro, no son sino el reflejo de un pasado que nunca fue tan ideal como hoy queremos creer y que, en todo caso, no es válido para dar respuesta a la Europa de hoy.
Y es que, ante la crisis de lo viejo no podemos dar soluciones viejas, o basadas en los propios postulados que están en crisis: hay que construir alternativas nuevas. No basta con adaptar o ajustar lo que tenemos al nuevo orden (socialdemocracia) o reivindicar alternativas diseñadas para otros contextos (izquierda tradicional). Toca elaborar un proyecto político que se construya desde principios nuevos y tenga en cuenta las circunstancias, retos y características de la sociedad del siglo XXI.
En este sentido hay dos ejes o variables que deben integrar transversalmente cualquier proyecto de cambio progresista para Europa: el ecologismo y el feminismo. Por una parte, es imprescindible repensar nuestro modelo económico. Cuestionemos el crecimiento como objetivo y reconozcamos sus propios límites, tanto ecológicos, como de condición necesaria para la prosperidad y la creación de empleo. Y por otra, tras el eterno “ahora no toca”, la fuerza de las mujeres en las movilizaciones y en el activismo para construir un nuevo orden hace impensable un proyecto político de cambio sin perspectiva feminista.
¿Quieren un imagen de lo que puede (y debe) ser el cambio en Europa? Aquí la tienen: Isabella Lövin, viceprimera ministra sueca firmando la ley de cambio climático rodeada de su equipo, todo mujeres. Y esto es importante también. Más allá de las propuestas políticas es necesario innovar y reinvindicar lo “nuevo” en términos de identidad, referentes, símbolos, herramientas de organización, movilización y comunicación.
Es decir, un nuevo proyecto político requiere de nuevos sujetos políticos cuya construcción de ninguna manera puede llevarse a cabo de la misma manera que hace 40-50 años y cuyas fronteras y definición son mucho más difusas que entonces (más líquidas que diría Bauman). En este sentido, lo local está llamado a jugar un papel importante para articular y lanzar un proyecto más global de cambio (recordemos las confluencias municipales de 2015, por ejemplo). Paradójicamente, en la época de la globalización la movilización se produce mayoritariamente en torno a causas locales, que suelen ser parte de una causa global generalmente, pero que tienen la virtud de crear vínculos e identidades poderosos para la construcción de alternativas.
La gente escuchará si hablamos con nuevas formas, que reconozcan los problemas, la diversidad, las preocupaciones y las emociones de las personas. Si además lo hacemos mirando hacia adelante, hablando de futuro, de lo que queremos que sean nuestros pueblos y ciudades, nuestros estados y Europa (y no de lo que han sido), la gente lo hará suyo. No me cabe duda, de que trasmitiendo ilusión y esperanza tenemos muchas opciones que un proyecto político de cambio en clave democrática, social y sostenible pueda llegar a triunfar en Europa.
Pensar y actuar en clave europea, la asignatura pendiente
09/03/2017
José Luis Atienza
Teniente alcalde de ICV de Viladecans
José Luis Atienza y M.A Díaz
La Unión Europea está en una crisis política sin precedentes. Es evidente que el Brexit ya ponía al proyecto europeo en inesperadas dificultades, pero sumado a la irrupción de Trump y al confuso panorama electoral de nuestros vecinos mediterráneos pone a Europa en una situación inédita desde el fin de la segunda guerra mundial.
La Unión Europea está también en el centro del debate de la izquierda. Una parte de ella anuncia que ha llegado el momento de salir del euro y volver a las monedas nacionales, porque la moneda única es lo que es, un instrumento del proyecto neoliberal europeo, y no puede ser otra cosa. Hay otra parte que reclama dotar a la UE de instrumentos comunes de política fiscal, que deben actuar como herramientas correctoras de desigualdades.
Los riesgos de las operación salida del euro
Los costes de plantear la salida unilateral del euro parecen difícilmente asumibles para una economía nacional del sur. Italia, por ejemplo, entraría en quiebra. A los peligros de una bancarrota, a la pérdida de los mecanismos de financiación del BCE, debe sumarse la multiplicación de la deuda por efecto de la devaluación de la moneda propia.
Tampoco parece un camino fácil una supuesta operación de “desmontaje coordinado del euro”, con la complejidad que supone la ralentización de la actividad financiera del continente durante un período indeterminado, la congelación de una economía que supone el 20% de la economía mundial con su moneda que es el 30% de las reservas mundiales. Sin embargo lo peor es que necesita de un acuerdo con los mismos protagonistas que requeriría una reforma del modelo actual existente, con la complicación añadida de que esta vez el acuerdo no sería hallar el beneficio común, sino que cada parte buscaría allanar el camino para poder competir en situación de ventaja con el resto y ganar para sí un mayor espacio comercial.
Según los defensores de la ruptura volver a las monedas nacionales y bancos centrales con las viejas competencias permitiría recuperar la política monetaria, ahora cedida, y la devaluación como fórmula maestra para mejorar las exportaciones e impulsar la recuperación económica. De ese modo se podría eludir la dieta de adelgazamiento a que somete la política europea de austeridad, aunque esa austeridad corresponde a un consenso ideológico que no parece que vaya a modificarse si a su vez no hay un cambio en la correlación de fuerzas. ¿Actuarían diferente los gobiernos por separado de cómo lo hacen juntos? Las voces críticas de la derecha respecto a las políticas de la Unión Europea lo que intentan dinamitar no es la política de austeridad sino los valores progresistas europeos que han sobrevivido al cambio climático social de la última década.
Los efectos colaterales de la devaluación de la moneda no son menores en el caso de España. Se reduciría la capacidad adquisitiva de quienes cobran un salario, encarecería el precio de las importaciones y en un país dependiente energéticamente como el nuestro, el alza del petróleo empujaría hacia arriba la inflación que a su vez arrastraría hacia abajo los salarios reales. En resumen, recuperaría competitividad por la vía de reducir salarios, que a fin de cuentas tampoco se diferencia excesivamente de lo que impone la Troika, salir de la crisis por la vía exportadora, aunque mediante la devaluación interna. De hecho, el déficit de la balanza comercial española se ha reducido en los últimos cinco años de 47.000 millones a 18.000. Tan espectaculares cifras tienen efectos limitados en la recuperación del nivel de vida de la ciudadanía, tal como se ha comprobado en los países latinoamericanos desde los años noventa. Argentina no se recuperó por la vía de las exportaciones sino por la activación de la demanda interna.
Soberanía nacional y crisis financiera
En tiempos de tempestad sería un error de la izquierda alternativa bajarse del barco europeo y subirse a la chalupa nacional. Echar la culpa casi en exclusiva a Europa de nuestros males económicos es tentador, pero no debemos olvidar que las políticas nacionales son las máximas responsables de la situación, al no haber intervenido en el crecimiento exponencial del endeudamiento privado a largo plazo, haber caído en la trampa del crecimiento como movimiento continuo sin haberlo frenado a tiempo. Nunca pisó el freno nuestro Banco de España. Nuestras autoridades decidieron imitar la carrera de Rebelde sin causa, cobarde si saltas primero, con el agravante que se tiraron, no de un coche en marcha, sino de un largo autobús a toda velocidad con las puertas cerradas y millones de personas con hipotecas dentro.
El frenazo salarial es anterior a la gran crisis y a la etapa de sangrantes recortes sociales por la dureza cortante de la austeridad europea. El frenazo salarial se da en etapas de intenso crecimiento, el trabajo se precariza, se desregula, pero eso se hace con la magia potagia del crédito barato accesible a todo el mundo porque aunque cobraremos menos pero podremos comprar más gastando ahora nuestro salario del futuro. El crédito hipotecario se convirtió en el Eldorado de la Banca, la joya de los balances, creció como nunca había crecido en nuestra historia, creando una nueva demanda y un nuevo consumidor dispuesto a pagar a 20, 30, 40 años, que eran una locomotora que empujaba al alza los precios de la vivienda, que nunca bajan, se decía y abocaban a la economía del país al casi monocultivo de la construcción. El Banco de España tuvo total soberanía nacional en la gestión y administración del crédito hipotecario que fue, no nos olvidemos, el principal componente de la crisis financiera que acabó convirtiendo, con más magia potagia, la deuda privada en deuda pública y el desahucio de la vivienda en un drama social colectivo.
La mayoría del consenso de austeridad
La crisis ha tenido impactos desiguales en las regiones europeas. Ante la fragilidad de la periferia la inversión se ha desplazado a la zona “segura”, Alemania, de ahí los problemas con la prima de riesgo y las dificultades de financiación de España, Italia, etc. Si en un espacio integrado como el europeo una zona puede captar fondos a precio razonable, ¿por qué no hacerlo y traspasarlo a las zonas con mayores dificultades? De hecho lo están haciendo, pero los países del centro, con Alemania a la cabeza, a cambio nos exigen recortes. ¿Por qué razón? Porque la austeridad reduce la demanda de la periferia, reduce la necesidad de seguir buscando financiación exterior y les asegura la devolución de lo que nos están prestando.
Desde la fría objetividad parece realmente imposible una Europa donde cada Estado exporte más de lo que importa. Hay regiones que, por motivos estructurales, difícilmente van a dejar de ser deficitarias o menos competitivas. En los Estados estas diferencias entre regiones se solventan con la redistribución fiscal territorial, pero en la UE los países del centro temen que crear mecanismos de redistribución parecidos les lleve a tener que pagar permanentemente a las regiones menos competitivas. Su rechazo es una decisión política pero podría ser otra. El problema de que esos mecanismos no existan no radica en una imposibilidad técnica ni en unas instituciones que sean intrínsecamente neoliberales. Si se concibe Europa como territorio político común nada impide la creación de mecanismos de transferencia dentro de la UE, excepto la falta de voluntad de hacerlo.
El problema está en que el consenso de la austeridad sigue gozando de mayoría. Un consenso que intenta impedir la construcción de propuestas diferentes y que ha puesto de rodillas al gobierno griego, a modo de aviso para candidatos a disidentes. Aunque haga más difícil su éxito no invalida propuestas como la de Yannis Varufakis de completar el gobierno económico con una unión fiscal, porque representan una clara alternativa a la devaluación, ya sea la interna o la monetaria.
Las malas noticias son que las propuestas alternativas necesitan gobiernos alternativos de izquierda en países lo suficientemente grandes como para ser determinantes, como es el caso de España, donde lamentablemente no se dio el vuelco electoral que se necesitaba. Y ese es el gran problema de la izquierda: ser capaz de cambiar la correlación de fuerzas a su favor.
Cambiar el campo de juego
Una unión fiscal es un mecanismo de igualación que exige una cesión de soberanía nacional a favor de la soberanía de la comunidad ciudadana europea. Durante demasiado tiempo la socialdemocracia ha ido adoptando conceptos nacidos en las políticas económicas de derechas asumiéndolos como hijos adoptivos -moderación salarial, flexibilidad laboral, precariedad, adelgazamiento del Estado, bajada de impuestos, privatización- hasta llegar a creer que eran como hijos nacidos de sus propias entrañas. Hay que dar sentido económico a los valores de izquierdas y empezar a conjugar el verbo compartir, repartir, igualar, redistribuir, adquirir una identidad transnacional para dibujar una Europa alternativa de los ciudadanos a la Europa de la austeridad y la desigualdad.
Sin embargo hoy la principal fuerza opositora al pacto austeritario es la extrema derecha xenófoba, precursora de la llegada de Donald Trump, que reclama el retorno de las soberanías nacionales perdidas para poder ejercer su soberanía política y económica. El hecho de que por ahí se canalice parte del descontento con la austeridad no garantiza, más bien al contrario, que esa sea una vía de igualdad, redistribución y democracia. Como tristemente ha demostrado la experiencia, cambiar de mano los argumentos de la derecha no los convierte en argumentos de izquierda.
Jugando en el campo europeo el capital está ganando una y otra vez la batalla, jugando en el campo nacional los trabajadores están perdiendo la lucha una y otra vez. Los trabajadores alemanes, sin ganar nada con ello, se ponen al lado de su gobierno contra los trabajadores del sur mientras que las clases dominantes españolas se aseguran su estatus con el acuerdo con los capitales del norte.
Las izquierdas nacionales deben hacer sus análisis, construir sus estrategias y pensar sus acciones en clave europea para dar la batalla al capital transnacional que orienta las decisiones políticas pensando en sus intereses generales y no en su pertenencia territorial. Debe de volver a sonar la música de la Internacional y bajar el volumen de los himnos nacionales si no queremos que el virus de la soberanía nacional inflamado con el Brexit se extienda por Europa y acabe con el sueño internacionalista progresista europeo. Aunque no sea fácil la construcción de un demos europeo, no hay otra manera de construirlo que construyéndolo, tal como se ha hecho con los demos que en el mundo son y han sido. Ese un objetivo por el que vale la pena luchar. Sobre todo si la alternativa es decidir administrarnos nosotros mismos parecido dolor al que ahora nos infringe la troika.
Europa no está cambiando, Europa ya cambió. ¿Qué alternativas hay?
08/03/2017
Anibal Garzón
Sociólogo, docente y analista internacional
El 2016 ha sido un año que muchos analistas lo han calificado como el inicio del fin de la Unión Europea (UE) a causa de 3 importantes sucesos. El primero, la victoria electoral del BREXIT y la consecuencia de la dimisión del conservador europeísta, a la manera británica, David Cameron. El segundo evento, la derrota del Primer Ministro italiano Matteo Renzi en el referéndum constitucional y su posterior renuncia. Y el tercero, la cercana posible victoria de la ultraderecha euroescéptica del Partido de La Libertad (FPÖ) en la segunda vuelta de unas repetidas elecciones en Austria. Además, y como complemento electoralista externo, se impuso en Estados Unidos, el principal socio internacional de la UE, el candidato que más atacó la integración europea durante la campaña, Donald Trump.
En las ciencias sociales para explicar un fenómeno social, político y/o económico, se analizan las causas del mismo, pero muchas veces estas causas son situadas erróneamente al usar un corto espacio de tiempo y sin utilizar un método comparativo. A todo esto, como primer error tenemos que la crisis actual de la UE se pretende enmarcar, en el discurso oficialista, como una consecuencia política automática de la crisis económica y financiera de 2008. Y como segundo, el análisis es insuficiente si no se compara con otras grandes crisis como el Crack de 1929 o el de 1973. Sin olvidar que son tiempos diferentes, donde intervienen algunas novedosas variables.
La primera gran diferencia de estas dos crisis con la actual, la de 2008, es el papel que ha jugado la histórica socialdemocracia o lo que algunos autores, como Francisco Louça, han llamado «centro» cuando por diferentes posiciones se han acercado a la derecha olvidando su esencia del pacto histórico entre capital-trabajo. En 1929 en Estados Unidos, bajo el liderazgo del demócrata F.D Roosevelt, y posteriormente en la Europa occidental de la posguerra con hegemonía de la socialdemocracia, se apostó por edificar el Estado del Bienestar como solución a la crisis de sobreproducción. El Estado pasó a ser un amplio agente económico como productor y consumidor, con la propiedad y/o gestión de grandes empresas públicas, para intentar solucionar el alto nivel de desempleo y las carencias de unas organizadas clases populares. Estas medidas Keynesianas no sólo fueron implementadas por las burguesías nacionales más progresistas, contra la línea más conservadora, dado el crecimiento de la fuerza de los movimientos obreros y populares en la crisis económica sino también por el pánico occidental a que esos movimientos fueran inspirados con el modelo soviético. En definitiva, si la socialdemocracia lideró la izquierda institucional occidental no anticapitalista vendiendo la construcción del Estado del Bienestar a las clases populares, con educación y salud pública entre otras esferas, no fue por otra esencia que el «miedo al comunismo». La lucha de clases era evidente, y la socialdemocracia era el mejor actor, originado en la misma II Internacional, para apaciguar las contradicciones.
En la crisis de 1973, por la subida de los precios del petróleo entre otras causas, en Occidente el «miedo al comunismo» seguía jugando un aspecto central en plena Guerra Fría, y la socialdemocracia europea pese al déficit y los desajustes macroeconómicos apostó por seguir con el Estado del Bienestar. No era el momento de destrozar el pacto capital-trabajo e iniciar su derechización con un Partido Comunista Italiano muy fuerte, y los más que pronosticados derrocamientos de las dictaduras de Portugal, España, y Grecia, donde la socialdemocracia jugaría un papel central para retener la fuerza del marxismo en los movimientos populares y de liberación. El ejemplo cercano de esta estrategia fue el mismo Congreso Extraordinario del PSOE en 1979 liderado por el «socialista» Felipe González.
Los años 80, con un bloque soviético cada vez más deteriorado y con un eurocomunismo occidental que hacía ya no «dar tanto miedo», fue la década del inicio del cambio que hoy padecemos muchas de sus consecuencias. El cambio a favor de unos pocos. El proyecto neoliberal entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan, inspirado en la Escuela de Chicago del Premio Nobel de economía Milton Friedman, empezó su camino. Y América Latina fue el mejor laboratorio para aplicar la prueba del «Consenso de Washington» con apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y Banco Mundial (BM) contra el modelo de Substitución de Importaciones. Un continente aplastado previamente por dictaduras militares en los años 60 y 70 con el objetivo de eliminar cualquier olor a comunismo o «cubanización» que hizo desaparecer por sus masacres a una generación de líderes sociales. Por ello, América Latina era el mejor ambiente para implementar políticas de ajuste estructural mediante un Pacto de Estado entre socialdemócratas, que violaban sus principios esenciales, conservadores y liberales.
Tras la prueba en el Sur le tocó el turno al Norte. En la Europa de los 90, ya con un bloque soviético desaparecido y con la mayoría de Partidos Comunistas desinflados o reconvertidos al ecosocialismo parlamentario, «el miedo» se había convertido en el «Fin de la Historia». Y aquí viene el primer suceso que es hoy una de las causas de la crisis de la UE y que poco se discutió en su momento y sigue sin discutirse hoy día; el Tratado de Maastricht promulgado en 1993 y aprobado por un pacto entre socialdemocracia (falso centro), liberales, y conservadores, con resistencia casi nula de los excomunistas. Este Tratado abría el camino al Euro, al Banco Central Europeo, la privatización de empresas estatales, la reducción del gasto público de los Estados no siendo superior al 3% del PIB, y en definitiva substituir la soberanía de los Estados de la UE y sus políticas históricas del Bienestar por una nueva economía globalizada hacia la flexibilización laboral, los Tratados de libre Comercio y el modelo productivo postfordista apostando por las transnacionales.
Europa ya cambió. Con el fin del pacto capital-trabajo, la crisis de los partidos comunistas, o la socialdemocracia apostando por el neoliberalismo, la mayoría de la izquierda quedaba huérfana y las clases populares sin referentes políticos. La UE tuvo un camino más llano para alejarse más de la ética de su himno, la alegría. En lo económico, como ya hemos señalado, por su apuesta hacia el neoliberalismo, el «libre comercio» como el TTIP o CETA, y los Planes de Ajuste Estructural endeudando ilegítimamente a los Estados. En lo político, hacia un distanciamiento entre la ciudadanía y las instituciones debilitando la moderna histórica democracia occidental al aprobarse el Tratado de Lisboa, la Carta Magna europea tras el fracaso del Tratado Constitucional, sin un Proceso Constituyente o participativo. Y en lo militar e internacional, seguir anclada de manera poco soberana e independiente en la política e injerencia de los Estados Unidos, con la OTAN y sus bases militares, reproduciendo la Guerra Fría y el choque contraproducente contra la vecina Rusia o la «Guerra contra el Terrorismo».
Finalmente, con una institucionalidad europea cada vez más fracturada y con una izquierda cada vez más desorientada hablando de lemas pero no de definiciones – Otra Europa es posible, pero ¿qué Europa sería? -, que luego han provocado desencantos como el de Syriza en Grecia u olvidos como la excepcionalidad de Portugal, quien gana espacio en las clases populares con un simplón discurso, contaminado de chovinismo y xenofobia, es la ultraderecha que vende salirse de la UE. En el siglo XXI ser euroescéptico se ha convertido falsamente ser de ultraderecha porque la misma izquierda lo ha consentido. La izquierda tiene hoy que decantarse por uno de los dos caminos para no generar ambigüedades y ser un simple segundón; o SI a la UE con un proyecto claro y radical de Asamblea Constituyente antineoliberal con el No a la Deuda Ilegítima y la Troika para volver a «dar miedo» al eje liberal, la falsa socialdemocracia y los conservadores – proyecto que puede ser liderado en el Sur de Europa y jugar Podemos un papel trascendental – o NO a la UE como estrategia de liderar el euroescepticismo apostando por Estados-Nación frente a los neofascismos. La izquierda tiene hoy dos grandes enemigos y para vencerlos sólo tiene un camino; o supranacional o nacional.
Otra Europa para caminar hacia una Unión más justa y democrática
07/03/2017
Miguel Guillén
Politólogo
Se me pide desde Espacio Público que dedique unas líneas a reflexionar sobre una pregunta de muy difícil respuesta, pero que sin duda debemos formularnos: ¿se abren o se cierran las oportunidades de cambio en favor de mayor justicia social y mejores garantías democráticas? Se trata de una cuestión fundamental que necesariamente se tiene que abordar desde una perspectiva global, levantando la vista más allá de nuestras fronteras. Vivimos en un país situado en la periferia de Europa (a nivel geográfico y no solamente a este nivel), que forma parte de la Unión Europea y que en los últimos años ha vivido una serie de cambios, a nivel económico, político y social, muy importantes. La España, la Europa y el mundo de 2017 tienen poco que ver con los de hace diez años, tras una crisis que ha cambiado muchas cosas y que ha sido devastadora para las clases populares, y muy particularmente para las del sur de Europa. Y aquí podríamos lanzar una nueva pregunta: ¿la España, la Europa y el mundo de hoy son mejores que los de hace una década? Probablemente pocas personas responderían afirmativamente.
El político italiano Nichi Vendola explica que el proyecto europeo es la herencia de dos procesos históricos fundamentales: la Ilustración y las conquistas del Movimiento Obrero. Cuando se ponen en cuestión los valores que derivan de estos dos procesos, como está pasando ahora, ¿podemos seguir hablando de proyecto europeo? No hace falta más que ver cómo se está tratando a los refugiados que llegan de Siria y otros países a las puertas de Europa. Como dice Noam Chomsky, «la crisis de los refugiados es la crisis moral de Occidente». El eurodiputado Ernest Urtasun sostiene, con razón, que Europa se encuentra en fase deconstituyente: primero fue la crisis de la zona euro, que sirvió de excusa para destrozar el pacto social que llegó después de la Segunda Guerra Mundial y que sirvió para construir unas estructuras sociales que, aunque insuficientes en muchos países, sirvieron para mejorar las condiciones de vida de las clases populares. Ahora, la vergonzante gestión de la llamada crisis de los refugiados está sirviendo para vulnerar de forma fragrante derechos y libertades que se habían ido construyendo fatigosamente durante muchos años, incluso décadas. Muchos hablan directamente de crisis del proyecto europeo y se cuestionan si merece la pena seguir formando parte de esta Unión Europea. El auge de formaciones xenófobas alrededor del continente es otra cuestión que pone los pelos de punta, pero que es una realidad a combatir. La victoria de Trump en Estados Unidos es otro factor que demuestra que la realidad supera la ficción, también en el panorama político. En la ponencia que inicia el presente debate, Francisco Louça habla de las pesadillas o «cisnes negros» que se han ido haciendo realidad. El Brexit o la elección de Trump son dos buenos ejemplos.
Hablando de la Unión Europea, Julio Anguita ya advirtió en su día de los peligros del Tratado de Maastricht, mientras algunos se tomaban a cachondeo estos malos augurios y se frotaban las manos. En un artículo publicado en junio de 1992, el cordobés pedía renegociar el tratado, señalando cuatro aspectos fundamentales. Merece la pena recordarlos: 1) Superar el alarmante déficit democrático y que el Parlamento Europeo pudiese controlar democráticamente el Consejo y la Comisión. 2) Avanzar en la convergencia real, porque la matriz neoliberal y conservadora se ponía claramente de manifiesto en los criterios de convergencia (inflación, tipos de interés, déficit público…), dejando a un lado otros parámetros sin los cuales no sería posible una convergencia real (tasa de desempleo, gastos de protección social, desigualdades sociales y territorios…). 3) Superar el déficit social: carta social europea, política redistributiva y sistema fiscal europeo que garantizase la armonización. 4) Una política exterior y de defensa realmente independiente, porque el Tratado de Maastricht consolidaba la subordinación de Europa a la estrategia político-militar de Estados Unidos (OTAN y UEO). El tiempo y la crisis del proyecto europeo, bajo mi punto de vista, han dado la razón a Anguita. Pero probablemente la solución no sea menos Europa, sino precisamente más Europa. Y sobre todo, otra Europa. Las demandas que hacía el político comunista hace veinticinco años bien podrían ser útiles ahora. Hace falta un Banco Central Europeo que, como apunta frecuentemente mi antiguo profesor Vicenç Navarro, deje de actuar como lobby de la banca y sea una auténtica Reserva Federal, compre deuda pública a los países, emita eurobonos y controle efectivamente el sistema financiero y monetario de la zona euro. Una Unión Europea, en definitiva, más democrática y que no se pliegue a los designios de los poderes financieros.
La principal consecuencia de la gran recesión en Europa, y en particular en España, es que nada volverá a ser lo que era. Y por ahora parece que estamos yendo a peor. Aquí me gustaría hacer referencia a la «Doctrina del shock» de Naomi Klein: hablaríamos de una estrategia pensada por Milton Friedman y que más tarde han ido poniendo en práctica a su servicio diferentes y poderosos paladines del neoliberalismo, y que consiste, a grandes rasgos, en «esperar a que se produzca una crisis de primer orden o estado de shock, y luego vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados mientras los ciudadanos aún se recuperan del trauma, para rápidamente lograr que las reformas sean permanentes». Más claro el agua: con la excusa de la crisis se ha aprovechado para destrozar el sistema social europeo, un sistema por otra parte subdesarrollado en algunos países como por ejemplo en España y en general en el sur de Europa. La factura la han pagado las clases populares y trabajadoras, mientras unos pocos han hecho caja mediante la privatización de servicios públicos. Porque no olvidemos el factor de clase en todo este desmantelamiento, y es que como dice el multimillonario Warren Buffet, «hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando». Pues eso. Mientras unas pocas élites extractivas se han beneficiado, y de qué manera, de esta estafa consentida por las instituciones públicas, las clases populares han sufrido el paro y el empobrecimiento, mientras la desigualdad ha alcanzado niveles impensables hace no demasiados años. Como bien dice Susan George, a la situación actual «ya no se le puede seguir llamando crisis, porque la propia definición de la palabra establece una época con principio y fin. Es un capítulo más de la lucha de clases que está en marcha, aunque la gente ahora no utiliza ese vocabulario». El caso es que la crisis del capitalismo no se solucionará con más capitalismo, y ya llevamos demasiados años perdidos viendo como se aplican supuestas soluciones que no hacen más que empeorar las condiciones de vida de las clases populares.
Otra consecuencia clara de la gran recesión ha sido la modificación de las pautas de conducta de las personas en tanto que electores. Intentaré explicarme. La gestión de la crisis por parte de los partidos tradicionales ha hecho aumentar la desconfianza hacia estos, con el consecuente auge de nuevas opciones electorales. Pero estas nuevas opciones han sido muy diferentes en los diferentes países de Europa: mientras en algunos estados han cogido fuerza partidos de extrema derecha, en otros ha sido la izquierda alternativa quien ha visto aumentar sus apoyos. En Francia el Frente Nacional se ha hecho cada vez más fuerte, en Grecia Syriza ganó las elecciones, mientras que en España Podemos se ha convertido en probablemente la única alternativa real al Partido Popular. Estos son solo tres ejemplos paradigmáticos de fuerzas políticas incomparables entre ellas, pero hay muchos más, como el inclasificable movimiento Cinco Estrellas en Italia. Por el camino, líderes antaño incuestionables como Cameron, Hollande o Renzi se han quedado por el camino. Los pueblos británico, francés e italiano se han rebelado contra los delirios de grandeza de sus presidentes. Resulta dramático que en algunos países como Francia, Austria o Hungría estén siendo los partidos de ultraderecha quienes se beneficien de gran parte del descontento por la crisis. Como ha pasado en Estados Unidos, donde paradójicamente un destacado miembro del establishment, Donald Trump, ha recibido el voto de muchas personas descontentas precisamente con este establishment. Ahora muchos se acuerdan de Bernie Sanders, que era probablemente el candidato con más posibilidades de derrotar a Trump, pero que fue vergonzosamente boicoteado por el establishment que representaba como nadie Hillary Clinton. En España, por fortuna, ha sido una fuerza como Podemos quien ha aprovechado el descontento de muchas gentes para erigirse como una alternativa seria al gobierno del Partido Popular. Como en Grecia, donde Syriza ha sufrido en sus propias carnes el aplastamiento de los poderes fácticos que controlan las instituciones europeas. Una Grecia que seguramente se ha sentido muy sola defendiendo los intereses de su pueblo: sin una Unión Europea controlada efectivamente por sus pueblos, sin unas instituciones democráticas al servicio de la mayoría, por mucho que Grecia (hoy ha sido Grecia, pero mañana puede ser España) intente jugar el papel de David contra Goliat nunca podrá resistir. Y sin una alianza de los pueblos, empezando por el sur de Europa, cada país no podrá dar la batalla individualmente. Porque mientras nos llaman despectivamente PIGS, debemos tomar conciencia de que el cambio en Europa puede llegar desde un Sur desacomplejado y luchador. Si los países del Sur hubieran contado con gobiernos fuertes que defienden los intereses de sus pueblos y que se hubieran mostrado inflexibles ante la injusticia griega, otro gallo hubiera cantado. Por eso es tan importante el papel de la política a la hora de ganar las instituciones, en España pero también en los países de nuestro entorno, con los que compartimos cultura, tradición y agravios. ¿Se imaginan, de oeste a este, a Portugal, España, Italia y Grecia plantando cara a la troica con unos gobiernos fuertes al servicio de sus pueblos? Anguita explica que cuando se negociaba el Tratado de Maastricht se impuso una Unión Europea en la que los países compitieran entre sí en cuanto a costes fiscales y laborales. Así se profundizaron los desequilibrios económicos entre los diferentes países: el norte fabricaba mientras el sur compraba, el norte ahorraba y el sur invertía, malgastaba y creaba burbujas con esos ahorros. Y así nos ha ido.
Pero recuperemos la pregunta inicial de este debate: ¿se abren o se cierran las oportunidades de cambio en favor de mayor justicia social y mejores garantías democráticas? Me quiero centrar en la vertiente política de la cuestión, que ya he intentado introducir en el párrafo anterior. La Unión Europea se ha convertido en un ente extraño que defiende los intereses de las élites, donde se trabaja de espaldas a la gente y que, como ya hemos apuntado, está en plena crisis y en claro riesgo de proceso deconstituyente, si es que este no es ya una realidad palpable. Por eso el papel de la política es tan importante. Porque la política es un instrumento imprescindible que debe estar al servicio de la gente, no a merced de los designios de las élites o los poderes financieros. Porque sin política y sin democracia la gente común no tenemos ninguna posibilidad de dar la batalla. Y cuando hablo de política hablo de ganar las instituciones, sí, pero sin descuidar el trabajo en la calle, en el conflicto social. No se trata de elegir entre una cosa y la otra, sino de mantener la tensión en ambas esferas. Como bien dice Alberto Garzón, «la movilización social y la participación institucional han de ser estratégicas, esto es, coherentes con un proyecto político definido». O como explica Pablo Iglesias, «ningún partido sustituye a la fuerza de la calle». Ese proyecto político definido al que se refiere Garzón debe ser necesariamente inclusivo, plural y heterogéneo, como la sociedad misma, y tiene que ser capaz de canalizar las demandas de la gente común alrededor de los problemas importantes: trabajo, sanidad, educación…
¿Hay pues una oportunidad de cambio en favor de mayor justicia social y mejores garantías democráticas? Sin duda alguna, seamos optimistas, pero tengamos claro que por mucho que consigamos cambiar las cosas en España (y de momento Rajoy sigue siendo el presidente del gobierno), si no alcanzamos una alianza de los pueblos, empezando por el Sur de Europa, probablemente todo quede en agua de borrajas. El cambio político es imprescindible, sin duda, pero lo verdaderamente necesario es la construcción de una nueva hegemonía que se erija como alternativa al modelo capitalista y neoliberal que nos ha llevado al fracaso. Se trata de algo extraordinariamente ambicioso, pero los «cisnes negros» de los que habla Francisco Louça, las pesadillas improbables, se han acabado convirtiendo en realidad, y esto debe hacernos pensar que nada es imposible. Porque como decía el poeta Miquel Martí i Pol, y permítanme si parezco un ingenuo, «tot està per fer i tot és possible».
No volveremos a estar como antes (de la crisis)
06/03/2017
Pere Vilanova
Politólogo.
Parece emerger una opinión difusa de que “estamos saliendo” de la crisis iniciada a finales de 2008. Incluso algunos expertos apuntan, a comienzos de 2017, que se ha salido de la crisis durante 2016. Habrá que ver si la tendencia se confirma. Pero algún hecho es de difícil refutación a escala europea e incluso transnacional. Admitiendo que se haya salido de la crisis, lo que es seguro es que ello no significa que “volveremos a estar como antes (de la crisis)”. En absoluto, pues con el tiempo veremos que hemos asistido a un reajuste estructural de proporciones históricas, a escala global. Con algunos indicadores de tipo macroeconómico que confirmarían el final de la crisis, pero con igualmente una serie de indicadores de costes sociales de grandes proporciones, cuyos costes a largo plazo aún no estamos en condiciones de precisar.
Uno de los peores síntomas de esta deriva de desajuste social y desvanecimiento de lo político, es el de la fragmentación de los «campos de reacción y de protesta» por parte de la ciudadanía, la emergencia de un temible “populismo trasnacional” y las consecuencias de ello sobre la consistencia de nuestros sistemas democráticos tal como los hemos conocido en Europa occidental desde 1945.
En suma, el lado más oscuro de la presente crisis es haber instalado en el ambiente una turbia dinámica de acusaciones y sospechas de unos sectores sociales contra otros, pero a la vez, muy sutilmente, con la música ambiental de “de todas maneras, no se puede hacer nada”, que tiene una deliberada vocación de “inmovilismo estructural sistémico”. Es decir, no se consigue ni establecer ni restablecer el mínimo de reacción social colectiva transversal para establecer contrapesos.
Hemos conocido crisis internacionales anteriormente, en 1929, en 1973, en 1979 o en 1993, pero esta vez ha sido distinto. ¿En qué medida cada una de estas crisis ha tenido consecuencias políticas, y más concretamente, ¿cómo han afectado estas crisis a los Estados y más genéricamente a los sistemas políticos y sociales de cada época?
Todo parece indicar que esta variable es determinante para diferenciar la presente crisis de las anteriores, porque aquí está en juego una revisión potencial no sólo de tal o cual servicio social, de tal o cual revisión de costes económicos basados en el Estado Social. Está en juego, de manera desigual –ciertamente esto puede variar entre unos países u otros– la relación entre sociedad y política tal como la hemos conocido en las últimas cinco décadas, y las hipótesis posteriores pueden variar desde la más relativamente optimista, a la más pesimista.
Conviene centrarse específicamente en la crisis económica internacional iniciada en otoño de 2008, de duración hoy por hoy desconocida, y su impacto interno en el modo como el Estado, sus normas, sus instituciones, sus políticas públicas, etc, operan para gobernar nuestras sociedades. No es sólo cómo nos “gobiernan” en sentido institucional; también en el sentido de “gobernanza”, de significado más amplio. Esta crisis podría estar cuestionando no sólo tal o cual política pública. Con la excusa de las exigencias de la dinámica macroeconómica global, podría estar generando la pérdida de lo público, la erosión del núcleo duro de lo político en los sistemas políticos europeos. Y a este respecto, se puede mencionar el aporte del fallecido Tony Judt, en sus conclusiones sobre dos de sus últimas reflexiones. Por ejemplo, cuando nos recuerda:
“Cuando la economía y las fuerzas y pautas de acción que la acompañan, son realmente internacionales, la única institución que puede interponerse con efectividad entre esas fuerzas y los individuos desprotegidos, es el Estado nación… Ese Estado es lo que en última instancia puede aguantar entre sus ciudadanos y esas descontroladas, no representativas, no legitimadas capacidades y poderes de los mercados… es decir, frente a esa multitud de procesos no regulados sobre los cuales los individuos y las comunidades no tienen control”.
En efecto, Tony Judt nos recuerda, entre otros, que en la situación actual, más que nunca lo que está en juego es el Estado en su versión Estado Social y Democrático de Derecho, tanto en su función interna como en su función internacional o “hacia fuera”. Función interna porque, seguir defendiendo “menos Estado y más mercado”, o su variante “la mano invisible que lo regula todo con criterios de eficiencia y racionalidad”, es una broma de mal gusto que hace tiempo derivó en tragedia. Función externa también, porque una de las cuestiones clave en esta crisis (comparada con las que vivimos en el siglo pasado) es la siguiente: el mundo como sistema internacional complejo, se ha complicado cualitativamente hasta extremos sin precedente, y no basta invocar como una mantra las palabras “globalización”, “potencias emergentes”, “China, India y Brasil”, o el “desplazamiento del centro de gravedad desde Europa hacia Asia-Pacífico”, para entender su mal funcionamiento.
Un punto de partida es el de tomar nota entre el desfase creciente (el “gap” si se prefiere) entre el funcionamiento real de la economía mundial, así como sus consecuencias internas (empleo, investigación, consumo, crecimiento) en cada país, y el inmovilismo estructural de nuestros sistemas políticos. Lo primero ha cambiado, y mucho, pero sobre todo lo intuimos o lo damos por demostrado y evidente, pero nadie –o muy pocos—parecen estar en condiciones de explicarlo de manera completa y convincente. Lo segundo llama más aun la atención.
Nuestros gobiernos, nuestros procesos electorales, nuestros partidos políticos, el funcionamiento de nuestros parlamentos, la complejidad de los procedimientos legislativos y normativos en general, todo ello, funciona sobre los mismos mecanismos formales de los últimos sesenta, ochenta o cien años. Este desfase entre “procesos económicos” que van por su cuenta como electrones libres, y nuestros sistemas políticos basados en mecanismos institucionales de otro siglo, generan varias reacciones en nuestras sociedades. Una de ellas afirma que ciertamente esto es así, y es inevitable, tan fatalmente inevitable como que el sol tiene una vida limitada (5.000 millones de años) y que frente a eso, no hay nada que hacer.
Una segunda reacción se deriva de un fenómeno que se ha desarrollado en paralelo: la desafección creciente de muchos ciudadanos hacia la política, la cultura difusa del abismo que hay “entre ellos (los políticos) y nosotros (los ciudadanos)”, con los aditivos de “todos son iguales”, con los fundados argumentos que se derivan de la proliferación de casos de corrupción, clientelismo, auto-cooptación entre élites, que en España ha batido records. Una tercera cuestión a tener en cuenta aquí es el doble fenómeno de la aceleración de los tiempos de la política, y su relación causal con la “dictadura de la comunicación”. La decisión pública se ha acelerado por la compresión de los tiempos de análisis, reflexión y debate, y la dictadura del “mensaje” ya no es sólo la dictadura de la forma sobre el contenido, sino de lo breve sobre lo analítico, lo superficial sobre lo estratégico, el eslogan sobre el programa. La dictadura de las redes y sus tiempos.
El efecto rebote de todo esto, a comienzos de 2017, es el nacionalismo- estatalismo que desde una punta a otra de Europa –no digamos ya con el impulso que le da el Trumpismo—se gana la adhesión de amplísimas capas de la población, a partir de los mecanismos de la democracia tradicional(partidos, elecciones) y una gestión muy poco vintage de las redes y dominio de los medios de comunicación convencionales. Los costes: hay la versión pesimista, y la versión apocalíptica. Ustedes mismos.
UNA IZQUIERDA QUE RECONSTRUYA LA IDENTIDAD EUROPEA
05/03/2017
Jesús Pichel Martín
Profesor de Filosofía
Durante los últimos cien años (más intensamente durante los últimos setenta y aún más
en los últimos veinticinco años) Europa ha ido perdiendo su papel económico, cultural,
tecno-científico y geo-estratégico; y, lo que es aún más grave, está perdiendo su propia
identidad política y social, heredera de más de veinticinco siglos de historia. Parece que el
mundo eurocéntrico ha dejado de existir definitivamente.
Los Estados Unidos de América se convirtieron en la primera potencia económica mundial
al terminar la Gran Guerra y, a pesar de la crisis de los años 30, consolidaron su poder al
término de la Segunda Guerra Mundial. El desgaste de Europa durante lo que cada vez
más certeramente se entiende como Guerra Civil Europea (las dos guerras mundiales y,
para algunos, la franco-prusiana de 1870) está detrás del ascenso económico de EEUU.
Europa, primera potencia industrial, económica y comercial durante todo el siglo XIX,
perdía su puesto puntero definitivamente en 1944, cuando en Bretton Woods se
estableció el nuevo orden económico mundial: el patrón oro fijo a 35$ la onza.
Paralelamente, la relevancia cultural y el desarrollo tecnológico y científico, siempre
vinculados a la capacidad económica, fueron perdiendo peso en Europa a la misma
velocidad que lo ganaban los Estados Unidos (en parte, por las aportaciones de
científicos e intelectuales europeos huidos de la guerra o acogidos tras ella). La cultura
europea (grecorromana, cristiana e ilustrada), colonizadora de América, África, Eurasia y
parte de Asia empiezó a ser vista como un museo de viejas glorias y de ruinas del
esplendor perdido.
Aún así, geoestratégicamente Europa conservó un papel relevante al finalizar la Segunda
Guerra: fue la frontera física e ideológica de las dos superpotencias vencedoras, los
Estados Unidos y la Unión Soviética, bien simbolizada en el Muro de Berlín y la Guerra
Fría. Frontera, por tanto, de los dos sistemas económico-sociales enfrentados, el
capitalismo occidental y el comunismo oriental. Los países occidentales de Europa con
democracias liberales, en parte herederos de los sistemas públicos de protección social
(que comienzan en la Constitución de Weimar de 1919), supieron construir un sistema de
economía mixta que a la vez que se sustentaba en el libre mercado y en la propiedad
privada, garantizaba la protección laboral y social mediante recursos públicos. Esto es, sin
duda, lo que ha diferenciado a Europa: la construcción de políticas socialdemócratas (o
socialcristianas o social-liberales) como forma intermedia entre los dos sistemas máximos:
el liberalismo que abomina de la intervención del Estado y se fundamenta en la libertadindividual garantizada por propiedad privada; y el comunismo, que abomina de la
propiedad privada y se fundamenta en la igualdad económica y social. Es precisamente
este sistema mixto identitario, que luego veremos, lo que actualmente se está jugando
Europa.
El derrumbe de los sistemas comunistas del Este de Europa, precipitado por…
¿Sigue abierto el camino al cambio?
03/03/2017
Andy Durgan
Historiador
Andy Durgan (historiador) y Mike González (escritor)
El panorama mundial en las dos semanas posteriores a la inauguración de Trump, como señala Francisco Louçã, no se veía muy alentador. Pero precisamente por eso sería importante recordar que la historia no es un momento, sino un proceso. De no ser así, la sucesión de Brexit a Trump llevaría inexorablemente hacia una nueva edad de hierro bajo el dominio de un fascismo europeo renaciente.
Nada es inevitable. La cuestión es cómo conseguir un cambio que responda a las esperanzas expresadas en las manifestaciones multitudinarias contra Trump a través del mundo. Por un lado, es cierto, el retrovisor nos muestra una Syriza arrollada por la banca europea, un proceso bolivariano que se desmorona, y un Reino Unido donde el Brexit ha impuesto un discurso racista y xenófobo.
Sin embargo, estamos a escasos años del ‘que se vayan todos’ argentino, de las movilizaciones contra la guerra de Irak, o del 15-M. ¿Qué fue lo que impidió que esos movimientos lograran cambios más profundos? Hay una discusión pendiente sobre cuestiones de estrategia y orientación. Pero lo importante es que fueron derrotados, o desviados, por el sistema capitalista mismo, por la concentración del poder en pocas manos en todos los rubros. Aun así, el sistema tuvo que poner en marcha todos sus mecanismos de control financiero para aplastar la resistencia griega. Hubiese sido distinto si las movilizaciones masivas de Grecia se hubieran repetido en varios países más.
La posibilidad del cambio puede presentarse de muchas maneras, pero se potencia en circunstancias específicas– cuando la clase dirigente no puede mantener su dominio, sea por una crisis interna o una guerra fracasada, por ejemplo. Esas fueron las condiciones en las que surgió la revolución bolivariana en América, por ejemplo, o la revuelta social generalizada de finales de la primera guerra mundial, a raíz del triunfo de la revolución bolchevique en Rusia
La posibilidad de cambio puede producirse, incluso, en situaciones aparentemente muy adversas; eso fue el caso durante la última década del franquismo, cuando surgió lo que sería el movimiento obrero más combatiente de Europa de aquella época. ¡Y qué decir de la revolución de los claveles en el Portugal fascista!.
Pero son contados los casos en que el movimiento por el cambio arranca con una perspectiva revolucionaria. Hoy en día, y ante la vuelta atrás que puede significar la elección de Trump, podría parecer descartada cualquier posibilidad de cambio en sentido positivo. Sin embargo, hemos presenciado concentraciones y manifestaciones de cientos de miles en estos mismos días. Los sectores agredidos y amenazados por la Casa Blanca se han puesto en alerta y su protesta ha movilizado a millones más. Cada una de sus reivindicaciones ha representado un aspecto de una lucha global por la justicia social, por la igualdad y la libertad de movimiento, y contra las políticas de austeridad. Es decir, contra las distintas caras del capitalismo.
A principios del siglo 21, los movimientos bolivarianos de Venezuela y Bolivia abrieron nuevas esperanzas en el escenario mundial, al plantear la resistencia al imperialismo y una nueva democracia. Ante la llamada ‘tercera vía’ socialdemócrata que acabó defendiendo las prioridades del neoliberalismo, surgió un nuevo impulso político que se manifestaba en el apoyo a Syriza y Podemos, y últimamente a la candidatura de Bernie Sanders en Estados Unidos y a Corbyn en el Reino Unido.
¿Cómo explicar entonces, contra ese trasfondo, el auge electoral de la extrema derecha? ¿Representa la implantación del fascismo? La realidad es que todavía no ha logrado la movilización masiva, ni la organización política, que marcaron el auge del fascismo en la Europa de los años treinta. Sin embargo, las nuevas formas que reviste apuntan hacia un nuevo tipo de fascismo en potencia. La mentira sistemática y masiva – aquellas ‘verdades alternativas’ de que habló la asesora de Trump – es un elemento indispensable, como decía Joseph Goebbels; la identificación y persecución de un ‘otro’ racial frente a un ‘nosotros’ nacional donde desaparecen las desigualdades y las diferencias de clase es otra expresión de lo mismo. La manipulación del rencor contra una elite del poder funcionó para legitimar el cambio de poderes al interior de esa capa capitalista dirigente – véase el gabinete de billonarios y billonarias de Trump. La militarización de la sociedad en preparación para una guerra real o posible puede ser el paso previo a la eliminación de la democracia en aras de un estado de emergencia permanente.
Algunos comentaristas quedan a la espera de una reacción al interior del Partido Republicano, o de algún gesto de oposición del Partido Demócrata. Citan las críticas de algunas empresas californianas que han cuestionado las decisiones del nuevo presidente. Pero a final de cuentas todos ellos defenderán el sistema y las instituciones creadas para asegurar los intereses que comparten. Para parafrasear a Bismarck, los capitalistas no tienen ética ni principios, sólo intereses.
Para la izquierda, por contraste, el cambio resultará de las acciones de las grandes mayorías, de la clase trabajadora. Pero ya no se puede partir del concepto estalinista de la vanguardia obrera industrial. La clase trabajadora hoy en día es tan múltiple y diversa como las tareas que realiza. Sin embargo, sigue siendo la base de los movimientos de resistencia – lo hemos visto en las batallas contra la austeridad, los recortes y por la justicia social – en Brasil, en Estados Unidos, en Europa.
Por otro lado, tanto Brexit como la elección de Trump se han atribuido a una clase trabajadora racista y fascistoide. Seamos claros. Siempre ha habido gente pobre que vota por el rico y trabajadores que se doblegan ante el jefe. No es de extrañarse; las ideas dominantes en la sociedad siempre son las de la clase materialmente dominante, nos decía Marx.
La recesión de 2008, cuyas repercusiones estamos viviendo todavía hoy, generó una devastación que afectó a cientos de millones a través del planeta – los que perdieron sus casas en la primera fase de la crisis inmobiliaria, los que quedaron sin empleo como resultado de la especulación financiera y la estrategia del capital de suspender la inversión productiva. Trump y los líderes del Brexit cosecharon las uvas de la ira en las comunidades industriales, mineras y agrícolas abandonadas – a pesar de ser ellos mismos fieles representantes de los responsables del desastre. Aun así, sólo un 25% del electorado (el 46% de los que votaron) apoyó a Trump mientras que el 37% del electorado británico respaldó el Brexit. En el Estado español el 22% del electorado dio su voto al PP. Y aunque de ellos en cada caso sólo una minoría era de la clase trabajadora, la realidad es que sectores de ella votaron por opciones que van directamente en contra de sus intereses como clase. Como ya señalamos, esto no es nuevo, y tampoco significa que “los trabajadores votaron por Trump o Brexit”.
Aun en el ambiente actual de desmoralización y cuestionamiento, empero, siguen habiendo movilizaciones populares – contra el racismo, en apoyo a los inmigrantes, y en defensa de los derechos de los trabajadores. Las mujeres están en plan de guerra contra Trump. No se puede negar que el desmoronamiento de la revolución bolivariana en Venezuela, y las crisis internas en Bolivia y Ecuador, han despertado nuevas dudas sobre la posibilidad de realizar los cambios profundos que prometían. Sin embargo, en las bases está en marcha un lento y difícil proceso de recuperación del movimiento, en las resistencias indígenas, por ejemplo, y en la lenta y difícil construcción de un ‘chavismo crítico’.
La cuestión candente es cómo esta resistencia, que sigue en pie, puede lograr victorias reales, defendiendo y profundizando la justicia social y frenando los asaltos del capitalismo. Grecia demostró que el avance puede ser parado en seco por las instituciones políticas, mientras que Venezuela está viviendo hoy en día las terribles consecuencias que encarna un proceso de cambio desde arriba.
La izquierda anticapitalista sigue siendo un factor de importancia en estas circunstancias. Sus acciones e intervenciones, además de sus análisis, pueden tener un efecto material en los movimientos sociales. Los movimiento sociales surgirán como resistencia frente a los ataques del capitalismo. Cobrarán formas distintas y nuevas ante condiciones y necesidades específicas. La izquierda, si va a aportar a su desarrollo, debe estar presente dondequiera que haya resistencia o defensa de las condiciones de la vida, sin poner condiciones ni exigir acuerdos previos. El cambio no se logra aislándose en “espacios liberados”, separados, sino participando en las luchas reales, con todas sus contradicciones.
Hoy lo importante es que se extienda y se refuerce la lucha para impedir el resurgir del fascismo, sea de viejo o nuevo estirpe. Este espacio político puede llegar a ser masivo, amplio y abierto, abarcando todas las múltiples expresiones de la resistencia. Y crecerá desde las bases, unidas en una lucha contra el capitalismo en los hechos, aunque no emplee el lenguaje de la izquierda.
La experiencia ha demostrado una y otra vez que las fuerzas del cambio surgen siempre desde abajo. Dentro de esas luchas se abrirán debates, se plantearán cuestiones, se ensayarán dudas y temores. Respetándolas, y participando lealmente en ellas, los anticapitalistas ganaremos el derecho de colaborar en la búsqueda de las respuestas.
Repensar Europa desde la izquierda
02/03/2017
Javier Madrazo Lavín
Ex-Consejero de Vivienda y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco (2001-2009)
Hablar de Europa en el año 2017 significa hablar de frustración, decepción e impotencia. Recuerdo la admiración que la izquierda española sentía en el franquismo y la transición por una Europa, que percibíamos como un espacio de libertad, igualdad, justicia social, derechos humanos y democracia. Cabría preguntarse ahora en qué nos equivocamos; qué hicimos mal entonces y cuál es el precio a pagar por los errores cometidos.
Personalmente, lo tengo claro. Dejamos que el proceso de Unión Europea lo liderara la derecha más neoliberal y el socialiberalismo, doblegado por la presión de los poderes económicos y militares. Las élites tomaron el timón, marcaron la hoja de ruta e iniciaron un viaje peligroso, en el que las personas fuimos relegadas para dar todo el protagonismo al dinero, el capital y los beneficios comerciales.
Así se entiende el distanciamiento actual entre la ciudadanía y el devenir de una Europa, dirigida por mercaderes sin conciencia, sin ética y sin más valores que el euro. Pensaron que podrían ganar siempre, pero han abusado tanto de su prepotencia y soberbia, que hoy el sueño de una Europa unida, cohesionada y humana es una utopía. Las amenazas son muchas y todas ellas previas al triunfo de Donald Trump, aunque hay que reconocer que el presidente de Estados Unidos arroja cada día bidones de gasolina a un incendio, que lejos de estar controlado, se extiende por todo el continente.
Europa está inmersa en una crisis global, con incidencia directa en la novel de vida de sus habitantes, cada día más empobrecidos; en su seguridad, se ha instalado el miedo al terrorismo yihadista; en su concepción del mundo, cada vez más egoísta e insolidario, la crisis de las personas refugiadas y el racismo son claros ejemplos de ello! A esta lista debemos añadir la corrupción contrastada de muchos de sus responsables políticos;un buen caldo de cultivo para la extrema derecha en Austria, Francia e incluso el norte de Europa, considerado el paraíso de la socialdemocracia.
En realidad, al igual que ha ocurrido con el Brexit, son solo los síntomas de una grave enfermedad , que no tiene un tratamiento fácil. Europa ha dado la espalda a su ciudadanía y ahora recibe la indiferencia, cuando no el desdén, el desprecio y el rechazo de quienes debían haber sido su auténtico motor. Es imposible querer a quien no te quiere y éste es el mal de una Europa sin corazón, que ha traicionado su pasado como tierra de acogida, preocupada por el bienestar de sus gentes, llegaran de donde llegaran. Hay que repensar Europa, es verdad, pero el futuro exige un cambio de rumbo y quiénes nos han metido en este callejón sin salida no pueden participar en la solución.
Repensar Europa pasa necesariamente por reconectar con las aspiraciones de sus habitantes, generar confianza para resultar una apuesta creible, implicar a las personas en el proceso de reconstrucción, a través de iniciativas de escucha activa y cauces de participación, y, muy importante, diferenciarse de las políticas de Donald Trump, posicionándose como un continente de libertad, pluralidad, igualdad y democracia, abierto al mundo, solidario y siempre tierra de acogida y justicia social. Y para que todo ello sea más que una utopía hace falta que la izquierda se fortalezca en toda Europa y convite el respaldo popular que lo le arrebata la extrema derecha, que se alimenta de la indignación que despiertan el desempleo, la falta de expectativas y el rechazo al diferente.
A la ofensiva, también en Europa
01/03/2017
Maria Corrales Pons
Periodista y miembro de Un País en Comú
Para responder a la pregunta de si se está abriendo o cerrando la brecha histórica para la oportunidad de un cambio en sentido progresista, es fundamental, en primer lugar, situar, desde los enfoques teóricos de cada cuál, el porqué de su apertura. Desde mi perspectiva, una de las principales causas que hay que atender para comprender el desarrollo de la crisis y sus respuestas en nuestro contexto es el de la crisis orgánica del proyecto económico y político de la Unión Europea.
Tal y como explica Gerardo Pisarello, a partir de la crisis económica de 2008 que pone en cuestión la hegemonía en el plano económico del bloque de poder vigente hasta el momento, dichas élites impulsan auténticos procesos destituyentes, por un lado, contra los frágiles consensos y lazos comunes de la Unión, y, por el otro, contra los contratos sociales existentes en los marcos estatales y nacionales, materializándose, en gran parte, en un vaciamiento del contenido democrático y garantista de sus constituciones.
Esta respuesta regresiva conocida en bloque como políticas de austeridad, que, por ejemplo, en España, son aplicadas de una sola vez y sin revestirse de una explicación coherente con los consensos vigentes que las dotara de legitimidad, son las que tocan de muerte uno de los pilares fundamentales, que, según Campione, rige los cimientos de la legitimidad de un bloque histórico: la capacidad de hacer pasar el progreso particular de las élites dominantes por el avance general de la comunidad política.
Esta sería, a mi entender, uno de los detonantes fundamentales dentro del amplio conjunto de sobredeterminación de circunstancias a partir del cual se entra de lleno en un contexto de crisis orgánica que Mouffe y Laclau definen como una “coyuntura en la que se da un debilitamiento generalizado del sistema relacional que define las identidades de un cierto espacio social o político y que conduce a la proliferación de elementos flotantes”.
En este sentido, una de las identidades fundamentales a partir de la cuál el bloque dominante había desarrollado su gran proyecto de construcción hegemónica y que entra en crisis, es, sin duda, la de ciudadanía europea. Esta frágil identidad común que fue considerada como uno de los mayores avances en el paradigma de la ciudadanía cosmopolita y que ponía sobre la mesa la cuestión de la ciudadanía dual o incluso múltiple a través de un marco de relacional directo entre la propia identidad nacional y la europea se resquebraja después de la ofensiva de nuestra élites generando nuevos antagonismos.
Como todos recordaremos, estos primeros antagonismos se enuncian a partir de irrupciones populares en forma de movimientos heterogéneos, que, aunque es cierto que adoptan consignas en clave de recuperación de la democracia y de la soberanía, no emergen entorno a los símbolos nacionales o a través de una afirmación patriótica. De hecho, contrariamente a ello, muchos de estas grandes irrupciones y movimientos están mucho más vinculados a los horizontes de las luchas antiglobalización que a expresiones de tipo nacionalista. El 12O, el primer aniversario del 15M con manifestaciones en todo el mundo o la similitud de los lemas utilizados en todos los países son buen ejemplo de ello.
Estas expresiones ciudadanas irrumpen, como siempre sucede en este tipo de contextos, de forma destituyente y constituyente a la vez: es decir, condensando en unas pocas demandas los anhelos de todo aquello que los regímenes existentes ya no podían incorporar desde su ofensiva contra los contratos sociales vigentes y, por otro lado, sembrando nuevos sentidos comunes y mimbres potencialmente disputables de incorporar en un nuevo orden. En este sentido, estos nuevos órdenes sólo han sido vertebrados con éxito y con nuevos horizontes desde un retorno inequívoco en primer plano (si es que nunca estuvo verdaderamente en cuestión) de la comunidad política nacional.
Este no ha sido, ni mucho menos, un fenómeno azaroso: al resquebrajarse la débil construcción de la ciudadanía europea vinculada al proyecto de la Unión, la comunidad nacional emerge como el nosotros más fácilmente socializable a los ojos de la ciudadanía por su facilidad de construirse contra el adversario externo que ha venido posicionándose como el culpable de la austeridad. En este sentido, no hay ningún populismo europeo, sea del signo que sea, que no se oponga con fuerza a los órganos y partidos que promovieron estas políticas, la cuestión es, sin embargo, en qué más políticas del modelo de integración europea se pone el foco.
Así, los populismos de derechas, por su lado, estarían logrando establecer cadenas de equivalencias bajo el significante “soberanía nacional” entre el rechazo a la imposición de determinadas políticas que han roto los consensos sociales vigentes y el rechazo a la inmigración hasta el punto de hacerlas indisociables en la idea de un nuevo orden, de momento, a escala nacional.
Como decíamos al principio, la crisis orgánica se define por un contexto en el que se debilita el sistema relacional de las identidades, y, por lo tanto, por un momento en el que grandes significantes y consensos sociales no pueden ser ya articulados con cierta solidez en el orden anterior. Así pues, la oportunidad del cambio sigue abierta siempre y cuando no aparezca un nuevo orden capaz de solidificar en un nuevo bloque de poder y metarelato algunas de las grandes demandas populares que abrieron el ciclo de crisis de hegemonía y que, en sí mismas, fueron las principales cuestionadoras del mismo. De forma parelala, este nuevo orden tiene que tener la capacidad de neutralizar verdaderamente estas mismas demandas que no se corresponden con su relato integral.
En este sentido, mi opinión es que muchos de los nuevos populismos de derechas sí están consiguiendo este objetivo a escala nacional, pero que, por el momento, no han sabido poner sobre la mesa un nuevo orden necesario para Europa en un contexto económico global en el que los sistemas de integración son absolutamente necesarios para asegurar unas relaciones internacionales en cierta igualdad de condiciones. Sin embargo, es cierto que la necesaria lucha común contra el terrorismo yihadista y la malísima gestión de la crisis de los refugiados por parte de la UE están fijando nodos comunes para este nuevo orden reaccionario. Estas temáticas son, además, aspectos sobre los que la izquierda ha sido muy débil discursivamente hablando en estos últimos años: la disputa de los atributos del orden y la seguridad y la capacidad de ofrecer soluciones prácticas para acoger la llegada masiva de personas inmigradas.
Asimismo, estas nuevas fuerzas políticas están siendo capaces de situar las grandes diatribas a los que se enfrenta el actual modelo de la Unión a expensas de una izquierda transformadora que mira impotente desde la barrera y que se va situando en un bloque u otro de forma subalterna. Son ejemplos de ello el Brexit y el incómodo papel que tuvo que asumir Corbyn al lado de los grandes poderes de la Unión o, incluso, la negativa al CETA y al TTiP que, a ojos de la opinión pública, ha sido indudablemente liderada por los mismos populismos de derechas. Asimismo, mientras que, por ejemplo, Podemos y el resto de las fuerzas del cambio no ha conseguido situar en la agenda pública española la negativa al TTiP o al CETA desde una óptica soberanista, Le Pen sí lo ha hecho en Francia.
Es por este motivo que, lejos de esperar que el nuevo orden que puedan materializar las nuevas fuerzas derechistas o la restauración efectiva de las viejas élites europeas sea lo suficientemente frágil como para que no pueda cerrar de forma definitiva el ciclo de crisis, es necesario, desde hoy, que las nuevas fuerzas y liderazgos progresistas surgidos en este nuevo ciclo sean capaces de empezar a trabajar las alianzas, el relato y la agenda de un nuevo orden europeo en un mundo multipolar basado en la soberanía desde la idea de democracia, igualdad y cooperación.
En este sentido, este nuevo orden, a mi entender, necesita, indudablemente, de la construcción de un bloque y de una alianza entre los pueblos del sur que, probablemente, también necesitará contar con más aliados fuera del marco geográfico-espacial europeo que compartan este fin y que aseguren cierta equidad de fuerzas para poder posicionar debates en la agenda y de conseguir cierta igualdad de fuerzas.
Lo indudable, sin embargo, es que esta es una de las grandes tareas pendientes de las fuerzas del cambio en el Estado Español. No basta, entonces, con darse golpes en el pecho diciendo que hemos sido el antídoto del auge de la extrema derecha en las distintas naciones del Estado o en decir que hay que recuperar el antifascismo europeo. Hace falta, puesto que el ciclo de cambio y la crisis orgánica en Europa sigue abierta, ganar la iniciativa política también en este campo y ser capaces de empezar a figurar un nuevo orden antes de que lo hagan nuestros adversarios.
¿Se abren o se cierran las oportunidades de cambio…?
28/02/2017
Julian Ariza
Sindicalista
Comparto la idea de que no hay motivos para el optimismo si nos asomamos al panorama político, económico y social que nos rodea, tanto a nivel internacional como dentro de nuestro país. Efectivamente, si pensamos, por ejemplo, en los dos acontecimientos más próximos y sobresalientes, el problema no sería sólo que los británicos apostaran por el Brexit y los estadounidenses le otorgaran el poder a un energúmeno.
Lo peor es que la deriva por la que nos deslizamos hace años adquiere mayor gravedad con estos hechos. Me refiero a los retrocesos en materia de regulación frente a los desmanes del sector financiero; a los retrocesos frente al cambio climático y la sostenibilidad del planeta; al freno en la lucha contra las desigualdades; a los recortes de derechos y libertades, e incluso al incremento de la escalada belicista y el yihadismo. Todo ello sin olvidar el progresivo desguace de la Unión Europea, el desempleo, el deterioro de las condiciones de vida y de trabajo de la gente, y el drama mundial de las migraciones. No por conocido el listado deja de impresionar.
Que haya, pues, razones para el pesimismo no debiera minimizar que coexisten con otros fenómenos que, como poco, indicarían que amplios sectores de la población se desenvuelven como si vivieran en el mejor de los mundos. Por ejemplo, que crezcan los índices de pobreza no frenan que el consumismo de la mayoría vaya a más. El turismo y los desplazamientos en “puentes”, vacaciones y minivacaciones a lo largo del año siguen viento en popa, a la par que no decae la masiva asistencia a espectáculos y lugares de ocio. El hecho mismo de la superficialidad y frivolidad que nos endosan los comentarios e informaciones de buena parte de los medios de comunicación inducen a pensar que esos grandes problemas que tenemos ante sí no se toman demasiado en serio y, en todo caso, que afectan a otros. A escala mundial la crisis ha ralentizado el crecimiento económico, pero no lo ha impedido. Lo que sí ha hecho es mucho más desigual su reparto.
Todo ello refleja que vivimos un mundo dual, lo que a su vez hace más problemático que se abran oportunidades de cambio a favor de mayor justicia social y mejores garantías democráticas. Hace años escuché de labios de un campesino castellano que el problema no son sólo los pastores, son también las ovejas. Aunque la frase resulte hiriente ilustra que la regresión del Brexit y la involución del trumpismo son resultado de la voluntad soberana de los ciudadanos. De ahí que si pretendemos abrir oportunidades de cambio habremos de empezar por preguntarnos qué hemos de hacer para que lo que a nosotros nos parece un despropósito no se lo parezca a una parte de la sociedad, bien es verdad que escasamente mayoritaria.
Sea como fuere, conviene no dejarse arrastrar por la impaciencia o la depresión. Sin caer en un determinismo acientífico, lo cierto es que aun con ciclos más o menos largos de retrocesos y oscurantismo, casi siempre termina resultando que la sociedad avanza. La crisis de 1929, por ejemplo, o el poder arrasador con que Hitler ejerció su liderazgo, no impidieron que el desenlace final lo fuera a favor de la democracia y el progreso. La situación actual no es comparable y los medios para superarla no están tan alejados de nuestras posibilidades. Dependerá de lo que hagamos.
Aunque no resulte fácil priorizar, vale la pena destacar el caso de la Unión Europea. Porque, más allá de se si será o no posible enderezar su rumbo, sirve de ejemplo para alguno de los cambios que se necesitan y la urgencia de trabajar para llevarlos a la práctica. Salta a la vista que han crecido las fuerzas empeñadas en destruirla. Y aunque la gestión del proceso unitario y sus medidas merezcan una dura crítica es obvio que la desmembración de la UE sería un retroceso histórico. Evitarlo pasa porque la izquierda deje de centrifugarse y sea capaz de establecer una plataforma común en pro de una Unión que centre sus esfuerzos en el crecimiento, la sostenibilidad, la cohesión y la democracia, a la vez que para este fin se abra un entendimiento con las fuerzas de centroderecha con vocación social.
El Estado de Bienestar fue, sobre todo, obra de la socialdemocracia y la derecha socialcristiana. Salvando las distancias de tiempo y de contexto hacer más y mejor Europa pasa hoy por un entendimiento equivalente. Sobre todo porque en la actual disyuntiva la dialéctica derecha /izquierda se cruza con la de neofascismo/democracia.
Europa en la encrucijada
26/02/2017
Rosa Cañadell
Licenciada en Psicología. Profesora. Articulista. Co-fundadora del SIEC (Seminari Ítaca d’Educació Crítica).
Las crisis son una oportunidad, se acostumbra a decir. La verdad es que las crisis (personales, psicológicas, políticas, económicas…), si se superan, acostumbran a abrir nuevas perspectivas, pero si no se superan, en vez de una oportunidad, pueden llevarnos a la ruina.
España, Europa y, posiblemente, el mundo entero, está atravesando una de las mayores crisis después de la II guerra mundial. Crisis financiera, política, social y moral con todas sus consecuencias: aumento brutal de la desigualdad, del desempleo, de la explotación laboral, de la desprotección social, de la privatización de todos los servicios públicos, de la pobreza, de la represión, de la guerra y del racismo.
La situación, tal y como la describe Francisco Louça, es dramática. Y ante ello, ¿qué posibilidades se abren? Todas y ninguna. Todo va a depender de la capacidad social para emprender nuevos rumbos. Una cosa parece clara: la derecha, el sistema, el poder… no ofrecen ninguna alternativa, sino más de lo mismo y más peor: austeridad y autoritarismo. No se vislumbra por ninguna parte una línea que intente «repensar el capitalismo» como sucedió en otras crisis, con medidas keynesianas y aumento de la inversión pública.
Como dice Emir Sader «.. el propio capitalismo no posee alternativas. Llegado a su etapa actual, no lograría retornar a formas de regulación económica, que le permitirían no estar sometido a las presiones recesivas del capital financiero».
Todo parece apuntar que tenemos un sistema económico moribundo que ya no representa más la posibilidad de progreso social como fue en el pasado. Pero ello no implica que vaya a morir solo. Dependerá de la correlación de fuerzas y de la capacidad de lucha para imponer otros caminos. Y ello es la gran tarea que tiene la izquierda en la actualidad.
Pero, ¿existe esta izquierda? ¿Cómo se construye una izquierda fuerte socialmente, valiente ideológicamente y con capacidad de imponer, des de la instituciones y desde la calle, nuevas propuestas que den solución a los problemas reales de la mayoría de la población?
De momento, en nuestro país y en esta Europa, sólo hay retazos de todo ello. Unos movimientos sociales, más o menos estructurados, con propuestas y movilizaciones, pero atomizados y sin suficiente capacidad de dar una respuesta contundente en la calle que incida realmente en las políticas de los gobiernos. Y unos «nuevos» partidos políticos que, más allá de las consignas, no consiguen tampoco el apoyo suficiente como para poder tomar el poder e imponerse suficientemente en las instituciones.
Todas aquellas y aquellos que nos oponemos al neoliberalismo deberíamos tener claro que la lucha fundamental en el momento actual es por la superación de este modelo y por la construcción de una alternativa sólida. No se trata tanto de «salir de la crisis», como de abrir en ella un cambio de sentido. Convertir la «crisis civilizatoria» en «mutación civilizatoria», y para ello es necesario congregar a las fuerzas sociales y políticas necesarias.
En la tesitura actual, los reformismos son casi imposibles. No hay margen dentro de la UE, dentro del euro, dentro del capitalismo financiero y globalizado, para recuperar los derechos perdidos. No es posible volver a la situación previa a la crisis si no conseguimos desmantelar el corsé en el que nos han enjaulado. La pérdida de la soberanía monetaria, las exigencias de la Troika, la agresividad del mudo financiero, no deja margen para pequeñas mejoras.
Así pues, si no queremos continuar retrocediendo en derechos sociales, laborales y políticos, es urgente la recomposición de una izquierda social y política que tenga poder para plantear soluciones drásticas: salir del euro, renegociar o no pagar la deuda, revertir todas las privatizaciones, aumentar los salarios y crear empleo público. Una reforma tributaria que haga pagar a los más ricos y que impida el fraude fiscal. Una repartición del trabajo, imprescindible en la era de la robotización y las nuevas tecnologías, que van eliminando puestos de trabajo. Una reforma agraria y una apuesta por la soberanía alimentaria. Una democratización del poder judicial y de los medios de comunicación. Una educación pública que pueda dar los instrumentos necesarios a los futuros jóvenes para enfrentarse al modelo actual y luchar por un cambio necesario.
Es preciso, también, repensar nuevas maneras de ejercer la democracia participativa, una democracia popular en la que el pueblo organizado pueda ejercer su poder político y hacer funcionar el Estado a su favor y no en contra de él, como sucede actualmente. Necesitamos una ciudadanía concienciada, unos movimientos sociales fuertes, unos líderes bien formados políticamente con capacidad para reflexionar sobre la lucha de clases, la correlación de fuerzas y el papel de la movilización. Unos movimientos sociales que no apuesten por entrar en las instituciones sino que sean capaces de concienciar y organizar una gran mayoría social. Y una alianza europea, mediterránea y mundial si fuera posible, de todas las fuerzas dispuestas a plantar cara al actual modelo y refundar unas relaciones comerciales y económicas basadas en otros principios, más equitativos y más solidarios.
No está claro si la «nueva izquierda» en nuestro país podrá jugar este papel. De momento hay algunas lagunas que deberían llenarse mejor: menos prisa por «ganar» las elecciones a toda costa; menos rebajar planteamientos que, además, no han conseguido tampoco mejorar sus resultados; menos cooptación de líderes de los movimientos sociales que dejan huérfana la calle y la capacidad de movilización; menos confianza en que desde la Instituciones van a poder hacer frente al sistema; más programa claro y radical y más empeño en concienciar y movilizar.
En definitiva, si no queremos continuar caminando hacia el abismo, necesitamos urgentemente una izquierda madura que no busque solamente los votos, sino que se emplee a fondo para convencer a la gran mayoría de la sociedad de la necesidad urgente de cambiar de rumbo, de repensar la política y la economía, de recuperar la participación ciudadana y de luchar por una sociedad justa.
El sindicalismo europeo puede responder. Debe responder
25/02/2017
Isidor Boix
Ex Secretario de Negociación Colectiva y Acción Sindical Internacional de FITEQA-CCOO.
Comparto prácticamente todas las consideraciones de Francisco Louça en su trabajo “Europa está cambiando” que encabeza este debate. También las de Rafael Poch en su “Adiós, Unión Europea” (http://blogs.lavanguardia.com/paris-poch/2017/02/01/adios-union-europea-42041). Ambos pueden parecer demasiado pesimistas, apocalípticos casi, pero probablemente aciertan en su mensaje de crítica y alerta. Menos comparto las líneas de avance apuntadas cuando Louça propone “abandonar el euro”, con lo que supone de deconstrucción europea, y Poch ya entona el “adiós” a Europa.
En ambos me falta una mayor reflexión sobre la necesaria iniciativa social para responder a los presentes desafíos. Es fácil coincidir con Francisco Louça cuando señala la necesidad de “la recuperación de la iniciativa de los movimientos populares”, aunque parece que ello lo atribuye exclusivamente al acierto de “las izquierdas” que “deben protagonizar la alternativa”. Creo que efectivamente constituye una condición, pero no suficiente. De forma autónoma los movimientos sociales, el sindicalismo en particular, deben hacer pesar sus propuestas y su acción, contribuyendo además con ello a la inteligencia de la política. A pesar de la profunda crisis que vive hoy, también, el sindicalismo constituye, aún, una de las formas sociales organizadas con posibilidades de eficaz y positiva incidencia en el devenir colectivo. A ello debe contribuir.
Pero para construir el futuro, sus propuestas al respecto, considero hoy imprescindible que el movimiento sindical realice una profunda reflexión autocrítica de su papel en la última etapa. Una amplia reflexión colectiva conjuntamente con el espacio social que pretende representar y organizar, es decir con los colectivos que integran la clase trabajadora.
Con voluntad de contribuir a esta reflexión aporto algunas notas de recordatorio, empezando por el final para ir hacia atrás. Son sólo síntomas, podrían ser anécdotas, pero pueden ser, creo que son, significativos:
En la reunión de los días 14 y 15 de diciembre de 2016 del Comité Ejecutivo (CE) de la Confederación Europea de Sindicatos (CES), Luca Visentini, su actual Secretario General, afirmó “Los sindicatos están para negociar, para movilizar ya están las ONGs”, manifestando una profunda ignorancia, difícilmente aceptable en el Secretario General, de la estrecha relación entre negociación y movilización de los movimientos sociales.
Las delegaciones sindicales europeas que asistían en Sao Paulo al 3er Congreso de la Confederación Sindical de las Américas (CSA-CSI), celebrado del 25 al 26 de abril de 2016, se reunieron para examinar la propuesta del CE de la CES de realizar en mayo en Berlín una masiva manifestación sindical europea contra la política de la Unión Europea sobre los refugiados. Los sindicatos alemanes manifestaron que “la situación actual de Alemania no permite esa acción”. Los sindicatos italianos propusieron entonces una movilización en la frontera entre Italia y Austria, uno de los escenarios de tal política europea, a lo que los sindicatos austríacos indicaron que “se oponen frontalmente a cualquier acción en esta zona”. La conclusión en Sao Paulo fue que la única posibilidad era “estar pendientes de que los sindicatos italianos acepten el reto de una manifestación masiva en Roma a finales de junio”. Pero de ello ya no se volvió a hablar, parece que no aceptaron el reto.
En enero de 2009 se produjeron importantes huelgas, “salvajes” inicialmente y apoyadas luego por los sindicatos británicos, en la refinería de Lindsey contra el intento de contratar a trabajadores italianos y portugueses, cuyo contenido podría resumirse en el slogan acuñado al respecto por el primer ministro Gordon Brown: “empleos británicos para los trabajadores británicos”. El debate sobre el tema en el CE de la EMCEF (la entonces Federación Sindical europea de la Química, la Energía y la Minería) sólo se tradujo en el mayoritario rechazo de una propuesta de moción solidaria con aquellos huelguistas presentada por los sindicatos británicos.
En los Congresos de la CES de Sevilla (2007) y Atenas (2011) se planteó una cuestión capital para el sindicalismo, también el europeo, la negociación colectiva en su ámbito. Y, como punto no secundario, el de un posible salario mínimo europeo (téngase en cuenta que en 2016 el SMIG de un país europeo, Bulgaria, era de 210 €uros mensuales, inferior al de China). No fue posible ni siquiera el acuerdo de avanzar en la discusión de una posible plataforma reivindicativa europea común por la oposición de algunos sindicatos, los nórdicos en particular. Y seguimos igual.
Desde 2008 el “7 de octubre” es, nada menos,”Jornada mundial por el trabajo decente”. En Europa, y no en todos los países, sólo hemos sido capaces de impulsar “jornadas” simbólicas en torno a los problemas del “trabajo decente” en el propio país, nunca con un claro planteamiento de que el eje debía ser el trabajo decente “en el mundo”, partiendo para ello de las numerosas multinacionales de cabecera europea cuyas cadenas de producción llegan a todos los confines del globo y considerando la defensa de los derechos fundamentales del trabajo hasta el último eslabón de las cadenas de subcontratación no sólo como “solidaridad”, sino como interés sindical propio europeo.
A lo largo de la crisis se han desarrollado en Europa movimientos huelguísticos en bastantes países contra las políticas económicas de los respectivos gobiernos y patronales. Bastantes Huelgas Generales, donde más en Grecia, con reiterada denuncia de las imposiciones austericidas de la Unión Europea. Pero ninguna huelga general europea, y ninguna en Alemania. No se analizaron luego la evolución de tales huelgas en sus contenidos, formas y participantes, tampoco sus resultados, su concreta incidencia en cada país y en la Unión Europea.
En mi opinión la incapacidad sindical de lograr una respuesta eficaz, es decir con traducción en las condiciones de vida y de trabajo, arranca de la primera y única respuesta sindical “oficial” a la crisis, que podría resumirse en el slogan de la CES por boca del entonces su Secretario General, John Monks: “¡no a la austeridad!”, “¡no al capitalismo casino!”. Dos “no” sin ningún “sí”, sin propuestas. Sin asumir que la crisis era cierta, aunque la “culpa” no era ciertamente de los trabajadores. Sin entender que el análisis y la respuesta no deben ser de orden moral, sino resultar de los intereses colectivos contrapuestos, lo que exigía abordarla discutiendo medidas concretas, negociando qué austeridad, dónde y cuándo, con qué contrapartidas, con qué controles, … Esto es lo que en la práctica hicieron bastantes de los colectivos sindicales más fuertes en sus centros de trabajo, pero sin traducción en propuestas sindicales en ámbitos más amplios. Una respuesta que debiera haber incluido movilizaciones conscientemente solidarias y de expreso ámbito europeo, lo que ni siquiera se planteó.
A todo ello habría que añadir otra importante carencia del sindicalismo europeo, su incapacidad para desarrollar una activa política en relación con la globalización, particularmente desde los sindicatos de las cabeceras de las multinacionales para impulsar la acción sindical, autónoma y a la vez solidaria, con y en sus cadenas mundiales de producción y distribución, situando como eje de la misma la globalización de los derechos: los derechos de libertad sindical y negociación colectiva, de salario “vital”, de seguridad en el trabajo.
Junto a estos apuntes, sólo unas notas sobre cómo considero que debería abordarse el futuro inmediato. Entiendo que, junto con la necesidad de encontrar respuestas y propuestas de acción sindical colectiva a todos los niveles partiendo de los centros de trabajo, es necesario también recuperar la pérdida de confianza y de credibilidad de los trabajadores en las formas de organización para defender los intereses colectivos, es decir de clase, sindicales. La reconstrucción (refundación creo que habría que denominarla) de las estructuras de organización y representación de la clase trabajadora a todos los niveles debe ir estrechamente ligada, en los contenidos y en los tiempos, a la elaboración de las reivindicaciones y propuestas, a la movilización, y a la negociación para alcanzar acuerdos, sociales y legislativos, que consoliden lo conseguido.
En este proceso a la acción sindical del día a día, desde el centro de trabajo, debería incorporarse la componente transnacional, global, de los intereses individuales y colectivos, lo que supone entender y traducir que el objetivo del “trabajo decente” en el mundo es del interés inmediato, individual y colectivo, de cada trabajador y cada trabajadora del planeta, del Norte y del Sur.
Sigo creyendo en la capacidad de respuesta del ser humano, pero también que su eficacia depende del acierto en la orientación de tal respuesta. Por ello es grande la responsabilidad de las instituciones de organización y representación en todos los ámbitos y a todos los niveles.
Las alternativas progresistas se alejan, pero no desaparecen
24/02/2017
Héctor Maravall
Abogado de CCOO
Las alternativas progresistas se alejan, pero no desaparecen
No es fácil responder a la pregunta de si hoy estamos o no en mejores condiciones para impulsar y conseguir un cambio político y socioeconómico en España e incluso en la Unión Europea. Hay muchas razones para responder negativamente y también algunas para hacerlo en positivo. Todo ello partiendo de una primera constatación, el tablero político estatal e internacional se mueve a gran velocidad, surgiendo novedades no previstas, que dificultan cualquier proyección a medio plazo mínimamente fiable.
El triunfo de Trump, el Brexit, la caída de Renzi y de Dilma Rousseff, la defenestración de los lideres del aparato en el laborismo ingles y en el socialismo francés y por el contrario el golpe palaciego contra Pedro Sánchez y el desbarajuste del PSOE, la crisis interna de Podemos, la aceptación por Tsipras de las duras condiciones de la Unión Europea, el triunfo raspado de un ecologista frente a la extrema derecha en Austria, la consolidación de un inédito gobierno de izquierdas en Portugal y un largo etc. son muestras de la extrema inestabilidad política en la que estamos viviendo y que nos deberían llevar por una parte a ser muy cautos en nuestras previsiones de futuro y por otra la necesidad de abandonar cuanto antes análisis y planteamientos que han quedado hoy profundamente desfasados.
La segunda cuestión que me gustaría apuntar es que tras una larguísima e intensísima crisis económica, superior en su duración y extensión a todas las anteriores del sistema capitalista, estamos saliendo de ella (con evidente fragilidad, pasos adelante y pasos atrás) todavía con altos tasas de paro, un deterioro de las condiciones de trabajo y salario, con recortes sociales, incremento de las tensiones xenófobas, fortalecimiento de la extrema derecha, pero habiendo mantenido en lo sustancial los Estados de Bienestar Social y las instituciones democráticas y sin enfrentamientos bélicos, mas allá de los cronificados en Oriente Medio.
Un dato a tener muy en cuenta: el gasto en protección social en la Unión Europea durante el periodo 2007-2014 no ha descendido, incluso ha mantenido una leve tendencia al alza (que en España ha sido más significativo, dado los menores porcentajes existentes antes del 2007). Algo que debemos situar en el haber de los sindicatos, los movimientos sociales y las luchas de diverso tipo que se han sucedido en los últimos años.
Otro dato con elementos contradictorios. Las clases burguesas europeas, aunque han dado el visto bueno al cierre de fronteras y al endurecimiento de las políticas de control de la emigración, la mayoría no han abrazado las políticas de extrema derecha, como sucedió, en un contesto por supuesto diferente, en el periodo 1929-1940. El caso de Merkel e incluso el de Rajoy en España son significativos. En cambio la extrema derecha se ha nutrido en muchos lugares de sectores de la clase obrera golpeados por la crisis y temerosos de la llegada masiva de inmigrantes, lo que en este caso sí nos retrotrae a lo que sucedió en varios países europeos en el periodo de entreguerras con el ascenso del fascismo y del nacionalismo reaccionario.
Y para terminar este rápido repaso, por primera vez en la historia contemporánea, un “verso libre” gobierna en los Estados Unidos, un producto de los sectores más retardatarios y proteccionistas de la sociedad norteamericana y que mantiene relaciones muy poco claras con el gobierno de Rusia, marcadamente autoritario.
Insisto en la idea que la historia no se repite mecánicamente, pero conviene conocerla y hay que aprender de ella.
En España, los elementos contradictorios también son abundantes. Nunca hasta ahora había habido en las instituciones democráticas del Estado, de los gobiernos autonómicos y locales tan abundante presencia de representantes identificados con un profundo cambio político y económico social, con fuerte respaldo electoral. Nunca hasta ahora las principales capitales habían estado gobernadas a la vez por alcaldesas y alcaldes del cambio.
Sin embargo globalmente la izquierda no ha logrado desbancar del gobierno estatal al PP y las posibilidades de ello están hoy más lejos que hace un año, y desde luego muy condicionadas por la recomposición del PSOE y el giro de Podemos y la posibilidad hoy dificilísima de un entendimiento mínimamente estable en el Congreso de los Diputados. Aun y así se han logrado iniciativas parlamentarias positivas para paralizar o revertir algunas de las medidas más regresivas y antisociales de la primera legislatura de Rajoy.
Hay otros elementos alentadores como es el acercamiento, más o menos explicito, de los sindicatos de clase y Podemos, pero también se evidencia un cierto agotamiento de las luchas sociales como las ocurridas en los años 2011-2014.
La crisis política en Cataluña y las tensiones de índole nacionalista en otras Comunidades, esta suponiendo, por otra parte, un tapón para el desarrollo de las luchas sociales en clave capital-trabajo y conllevan una gran dificultad para la consolidación de una alternativa política progresista en el conjunto del Estado, y también para la estabilidad y desarrollo de lo que significa Podemos.
Llegados a este punto, quizás la pregunta no sea tanto si se mantienen abiertas las posibilidades de un cambio profundo como qué tipo de cambio hay que promover. Y en mi opinión lo que se impone es una alianza para mantener y reforzar las instituciones democráticas de la Unión Europea y en el interior de sus países miembros, la cohesión social, la libre circulación de personas y mercancías y la paz, especialmente en Oriente Medio. En resumen, parafraseando los lemas bolcheviques, democracia, trabajo y paz.
Amplias alianzas que fueran más allá del estricto ámbito de la izquierda. Englobar al centro derecha y si es posible a la derecha democrática, a los sindicatos, a los movimientos sociales, a los colectivos feministas y LGTBI, a los sectores de la justicia y de la cultura, a las Iglesias…
Tenemos que tomar buena nota de lo que esta sucediendo en Estados Unidos, tanto en lo que esta haciendo Trump como quienes se están enfrentando a sus decisiones. Lo primero para tomarnos bien en serio los riesgos de diversa índole que podemos correr; lo segundo para aprender de la diversidad de las movilizaciones sociales que allí tienen lugar.
Esas amplias alianzas deben tener igualmente el objetivo de revertir el crecimiento de la extrema derecha en Europa y su implantación entre las clases populares, a partir de más y mejor empleo, más cohesión social, más progresiva redistribución de la presión fiscal, mejor gestión de lo público.
¿Es posible avanzar en un cambio y en unas alianzas de este tipo? fácil desde luego no lo es. La socialdemocracia esta ensimismada en su larga crisis, pero también hay síntomas de regeneración. La izquierda alternativa, en Grecia, en Italia, en España, en Portugal o en Alemania, esta empezando a digerir que una cosa es dar mítines y otra gobernar, lo que esta generando tensiones de sentido contradictorio, hacia el radicalismo o hacia el realismo (como sucedió con los Verdes alemanes en el pasado). Las organizaciones de la diversidad ecologista están comprobando los límites de la asepsia política y la fragilidad de los acuerdos internacionales en las manos de Putin y Trump. Los sindicatos y los movimientos sociales han visto la dificultad de una respuesta social sostenida en el tiempo. La propia Iglesia Católica esta sacudida entre los fundamentalistas y quienes como el Papa aspiran a una imprescindible renovación.
En definitiva, como indicaba al principio tenemos suficientes elementos contradictorios, por lo que cabe esperar que la izquierda actúe con inteligencia, con decisión, con rigor y sin confundirse a cerca de quienes son los amigos y quienes los enemigos al menos en los próximos años. La alternativa de profundo cambio progresista por el momento se ha alejado de nosotros, hay que transitar una etapa intermedia de consolidación de la democracia, de recuperación de las conquistas sociales, de empleo digno y solidaridad internacional.
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