“All governments rest on opinion” (James Madison).
Cuenta Jenofonte que —espetado por Sócrates, que le recriminaba no atender adecuadamente a sus obligaciones ciudadanas— Cármides respondió alegando que en la asamblea generalmente prevalecía el argumento del más necio. La verdad es que sí; y esta vez nos hemos superado. Contra todo pronóstico, e igual que habíamos visto venir —sólo cuando ya era inminente— el Brexit de finales de junio, a Trump lo vimos venir el 8 de noviembre de 2016. No antes. Too bad, too late!
Yes, we Trumped! Habíamos subestimado la desafección del votante demócrata con respecto a la oferta oligárquica y elitista de los Clinton, y habíamos sobre-estimado la sofisticación económica del votante de Trump. Igual que en el caso de los brexiters, las posiciones de Trump sobre algunas cuestiones políticas clave no son muy racionales desde el punto de vista económico, pero eso no parece haber importado a sus votantes. O sea que, tal vez, tendríamos que reconocerlo: It isn’t economics, stupid!
Si no es la economía, entonces es la identidad: de ahí la importancia del Bible Belt, de la derecha cristiana, del equilibrio entre “progresistas” y conservadores en la Supreme Court, y del rebufo cultural e ideológico de esos nuevos fascistas friendly que han poblado la América profunda en los últimos años, primero disfrazados de ultra-liberales del Tea Party y ahora —ya sin la careta liberal— mostrando su verdadera faz de ultra-nacionalistas y proteccionistas: America first! Ahora bien, igual que el neoliberalismo progresista del que habla Nancy Fraser en la revista Dissent era la elite del partido demócrata, el Tea Party —pese a sus pretensiones qualunquistas— representaba a la elite republicana. La trumpificación de los republicanos implicaba el regreso a un escenario peor.
– I –
Es posible, en cambio, que ustedes estén hartos de tanto aspaviento con el presidente norteamericano. Después de todo, ahora que dicen que hemos dejado la crisis atrás ¿qué tiene de extraño que elijamos a los del ladrillo —los mismos que incubaron, quiero decir, la crisis de las subprimes en 2007-08— para que nos gobiernen? ¿Qué tiene de extraño que los del ladrillo quieran levantar muros y además hacernos pagar a los demás por ello? ¿Se imaginan ustedes a un especulador inmobiliario en el Palacio de la Moncloa? No lo hagan: entre 2012 y 2018 el PP representó a la perfección los intereses de esos magnates del ladrillo, fondos buitre, grandes constructores —y los miles de delincuentes de poca monta que les secundaron—rescatados de la quiebra por bancos a su vez rescatados con los impuestos de los ciudadanos, que incubaron la burbuja inmobiliaria española y las dos profundas recesiones que siguieron a su estallido. En los Estados Unidos han ocupado la Casa Blanca magnates de todo tipo. En los últimos tiempos sobre todo los del petróleo. Faltaba uno del ladrillo, y ya lo tienen. Al contrario que en España, los norteamericanos al menos le dieron a Obama la oportunidad de sacar al país del agujero en el que lo habían metido los traficantes de edificios. A España en cambio, vinieron en 2012 a gobernar los mismos que habían provocado la crisis. Desde que ha llegado Trump, los votantes de Obama han empezado a recibir su merecido: una de las primeras medidas del tío Donald fue decretar la derogación parcial de las leyes de reordenación del sistema bancario norteamericano, que el presidente Obama promovió a partir de un estudio del Departamento del Tesoro (Financial Regulatory Reform. A New Foundation: Rebuilding Financial Supervision and Regulation), y que buscaban poner fin a los desmanes del crédito predador. A fin de proteger a los banqueros ladrones, en España no hizo falta que el PP derogase ley alguna: no nos habíamos molestado en promulgar ninguna durante todos aquellos años de abusos y atropellos continuados. Hicimos algo mucho más inteligente: a una crisis originada en los abusos del sistema financiero le hemos puesto remedio interviniendo no el mercado de capitales, sino… ¡en los mercados de trabajo mediante reformas que sólo buscaban la devaluación salarial y la precariedad! Era muy sencillo: es preciso que haya en España cuatro o cinco millones de desempleados y varios millones más de trabajadores pobres para que una camarera de hotel acepte limpiar una habitación por dos euros.
En los Estados Unidos, las cosas no han sido tan fáciles para los de arriba. La economía norteamericana ha ajustado por el lado de los salarios, es verdad, pero también ha tenido que ajustar por el lado de los beneficios. El modelo de Alan Greenspan (bajos tipos de interés, masivas rebajas fiscales a las rentas más altas y la retirada del poder regulador del gobierno), conocido en el hemisferio occidental como el hijo predilecto del Consenso de Washington, se encuentra en el origen de la depresión americana. El primer paso fue, por supuesto, la masiva expansión del consumo de bienes y servicios inducida por el crédito —una expansión que nunca estuvo acompañada por un crecimiento comparable de la producción, y cuyo resultado no podía ser otro que la sucesión de una serie de burbujas en los mercados de crédito, en los mercados inmobiliarios, la desigualdad rampante, y la creciente desconfianza en unas instituciones políticas nacionales que carecían del margen de maniobra necesario para responder a los desafíos de la globalización del sistema financiero. El Tea Party puede verse, a la vez, como la causa y el efecto de este modelo económico incubado durante la administración Clinton en los años noventa y consolidado durante la era de Bush Jr.
Era la causa porque el lobby ultra-liberal del Tea Party fue uno de los principales promotores del modelo; y era el efecto porque, cuando más se profundizaba en ese modelo, más clara quedaba la incapacidad de las administraciones para preservar su propia soberanía económica y financiera. O sea, que fue el modelo delirante de la Fed el que nos puso frente al popular trilema de Rodrik: si queremos soberanía, tal vez tengamos que renunciar o bien a la globalización o bien a la democracia. De ahí también el fuerte rebufo nacionalista de la derecha cristiana: ya a mediados de los años 90, (justo mientras Bill Clinton insistía en aquella célebre letanía —it’s economics, stupid!—) Newt Gingrich y la derecha del Congreso forzaban al Partido Demócrata a pasar la campaña electoral de 1996 hablando de family values. El desenlace es bien conocido: Clinton dio paso a George W. Bush en 2000, y los dos mandatos de George W. Bush terminaron en 2008 con la inyección de 700.000 millones de dólares en el sistema financiero —a los que hubo que sumar al poco tiempo 850.000 millones adicionales— y el convencimiento de que la sobre-endeudada economía norteamericana no había entrado en fase depresiva debido a un problema originado en el lado de la oferta, sino que se trataba de una depresión originada en la insuficiencia de la demanda interna. La ortodoxia ordoliberal europea tardó muchos años más en entender esta simpleza. Esa también fue la razón por la que la administración de Barack Obama prosiguió en la línea de mantener los niveles de consumo doméstico por encima de lo que permitía en ese período la capacidad de producción de la economía norteamericana.
El modelo de la Reserva Federal de Greenspan tiene damnificados, y es en ese contexto en el que debe entenderse a este nuevo Berlusconi americano que es Donald Trump. Trump no es un anti-sistema, ni terminará con la desigualdad. Trump es la derecha ultraliberal de siempre, la que quiere protección del estado frente a sus competidores exteriores, pero pregona las virtudes de la desprotección más absoluta de la oferta en los mercados de trabajo domésticos. Como le sucede a buena parte de la derecha económica empresarial del neoliberalismo, la des-regulación y la liberalización se les prescriben siempre a los otros, y en ese sentido es difícil calificar a Trump de “paleo-conservador”. Estos nuevos “paleo-cons” son bien liberales (en lo económico), mientras no se trate de ellos mismos y de sus patrimonios. Del liberalismo político… ya se sabe lo que esta palabra significa en USA.
Pese a la omnipresencia mediática del Tea Party, los Obama supieron aprovechar la crisis de las Subprime Mortgages y los Hedge Funds sobrevalorados por el oligopolio de las agencias de calificación para poner algo de orden en la jungla financiera del Wall Street, y para reintroducir en la agenda gubernamental las subidas selectivas de impuestos, cierta redistribución de la renta (no de la riqueza), y el aumento moderado del gasto público de carácter social. Si en Europa la crisis fue empleada como coartada para recortar el Estado del Bienestar, en los Estados Unidos puso completamente al descubierto la estafa perpetrada por las élites. Por eso Obama pudo derrotar al Tea Party. Por supuesto, la mayoría republicana en el Congreso durante los dos mandatos de Obama ha seguido bloqueando cualquier iniciativa en esta dirección, de modo que los damnificados de las políticas ultra-liberales de la Fed han continuado creciendo sin parar durante la era de los Obama también. Es la llave que conducirá a la próxima recesión en los Estados Unidos: más de lo mismo, lo que significa rebajas fiscales para los de arriba, inflación del crédito, y crecimiento desbocado del consumo por medio de la deuda privada.
– II –
Hay quienes hablan de la “paradoja de la cruzada moral” del Tea Party: cuando llegan a la corrupta Washington D.C., los puros se quedan sin apoyos y caen en la irrelevancia, y los que consiguen apoyos se quedan sin pureza y sufren la desafección de sus bases. No les sucede sólo a los “cruzados morales” de la derecha: se trata de una ley elemental de todos los movimientos sociales, y tanto el Tea Party como la Alt Right norteamericana han sido y son un movimiento social. Cuando hay cohesión no hay reconocimiento, y cuando hay reconocimiento no hay cohesión. Se trata, empero, de un argumento muy débil sobre el hundimiento del Tea Party. De hecho, no hay paradoja alguna. Todo el que emplea la política al servicio de una agenda moral está abocado, como la inefable Sarah Palin, a convertirse en folklore. Es la ley ineludible de los movimientos sociales.
Frente al empleo de la política al servicio de la moral, sólo está la lógica del compromiso con la res publica. Los que no pueden defenderse moralmente, apelarán a la necesidad, cuya expresión más acabada es el imperativo estratégico de los militares. En ese mundo, las decisiones estratégicas serán después validadas sobre fundamentos morales (“lo que trae el bien común es siempre terrible” —dijo Saint Just). Por supuesto, el imperativo estratégico es hipotético y depende de la evaluación de las consecuencias (es Robespierre el que pregunta cuál habría de ser la efectividad de la virtud sin el terror). No cuentan ni los motivos ni las convicciones personales y el estratega está, con frecuencia, obligado a tomar distancia incluso de sus propios valores. Cuando sólo cuentan los resultados, y no se obtienen los que se desean, el fracaso no es visto como hipocresía moral, sino como ineptitud. Las decisiones estratégicas nada tienen que ver ni con la falta de respeto a los principios ni con la brutalidad. Tienen que ver sólo con la eficacia, porque el estratega sólo está atento a la necesidad. No es la necesidad que aprisiona la naturaleza humana, ni la de los imperativos de la historia. Necesidad es el vínculo inextricable entre medios y fines. La naturaleza y la historia no son morales: por eso la virtud sin el terror es impotente.
Pero la cruzada moral es otra cosa. Lo contrario al planteamiento republicano de emplear la moralidad al servicio de la política (de otro modo, ¿cuál habría de ser la razón de ser de la virtud en la política para Maquiavelo o para Robespierre?) es el uso de la política al servicio de la moral o, incluso, al servicio de la causa religiosa de aquellos que creen que tienen derecho a imponer sus creencias a propios y extraños. Se trata de una elección no estratégica, sino moral. Una elección moral que será justificada después sobre la base de consideraciones estratégicas (por ejemplo, la “conveniencia” de eliminar las formas de vida débiles o “degeneradas” o de purgar de la nación a los enemigos de la patria, etc.). Este planteamiento no es el del republicano Robespierre: se parece mucho más al del general Mola. De hecho, si el planteamiento de Robespierre no resulta convincente (adolece de la ingenuidad que atenaza a todo el pensamiento “republicano”) el de los fascistas españoles de los años treinta es directamente sobrecogedor. Los imperativos morales no son hipotéticos y con frecuencia tampoco son tan limpiamente neutrales como los de Kant: con frecuencia toman la forma de un fin que ha de ser llevado a cabo por cualquier medio. Bajo el imperativo moral, la necesidad no se manifiesta como una mera ratio entre medios y fines. Al contrario (pensemos en Duterte o en Bolsonaro y su “necesidad” de acabar con los toxicómanos o con la delincuencia en las favelas), la necesidad se presenta como un absoluto ineludible. Aquí el enemigo no es simplemente un extraño, un disidente armado o desarmado, o la otredad institucional del extranjero: el enemigo de una cruzada moral es el otro absoluto, aquel con el que no hay espacio para la negociación. Cuando el otro absoluto es identificado como la causa del mal, se trate de judíos, rojos, extranjeros o pequeños delincuentes, su erradicación implicará el exterminio. ¿No llamaron los amigos de Mola y Queipo “cruzada” a su golpe de estado? La definición del enemigo es un ingrediente de toda ideología, pero lo verdaderamente preocupante es que esa definición se formule en términos morales.
¿Recuerdan ustedes el movimiento de aquellas Women for Christian Temperance? Sí; aquellas que, enfrentadas a la correlación entre el abuso del alcohol y la violencia de género entre los miembros de las clases trabajadoras norteamericanas, llegaron a la sorprendente conclusión de que, en lugar de prevenir y combatir la violencia machista, era mejor prohibir el alcohol a toda la población que no pudiera permitirse obtenerlo en el mercado negro. Sólo si hemos olvidado el Ku Klux Klan o la cruzada moral de las partidarias de la templanza seremos tan ingenuos como para creer que los movimientos sociales adoptan siempre formas amables e ideologías que empatizan con los débiles y los oprimidos. Los ciclos de corrupción son seguidos de ciclos de indignación, y si la indignación adopta una forma autoritaria y retrógrada, la violencia de los puros no conducirá más que a la supresión de las libertades y de la democracia. El fenómeno se ha dejado ver con claridad meridiana en el golpe de estado judicial perpetrado por el gánster Michel Temer contra la presidenta Dilma Rousseff en Brasil. Cuando el ciclo de la corrupción ha dado paso a los indignados, éstos han optado por elegir un presidente analfabeto, violento, racista y homófobo.
– III –
Habíamos mencionado a los damnificados del ciclo neoliberal de los ochenta y los noventa. Desde 2016, con la llegada de Trump, habrá que sumar a eso las políticas proteccionistas de la oferta laboral nativa (es decir, la criminalización y la represión de la inmigración) y el desmantelamiento de los servicios públicos para acabar con cualquier vestigio de redistribución de la renta mediante el salario social. Nadie quiere perder, pero parecen haber olvidado la prescripción del Nobel Paul Krugman en su célebre conferencia en mitad de la crisis en la London School of Economics: “someone is gotta run a déficit”. Tenía razón.
Las encuestas previas al 8 de noviembre de 2016 vaticinaban que la parte baja de las rentas (de 30 a 50 mil dólares), optaría por la Clinton. El problema, empero, no estaba ahí. El modelo del Tea Party ha acumulado demasiados damnificados como para que la hegemonía en el tramo de las rentas de 30 a 50 mil dólares suponga realmente una ventaja substancial. En los Estados Unidos hay demasiada gente con mucho menos que eso que temía perder incluso lo poco que tiene.
De modo que, como rezaba el chiste local, en enero de 2017, vimos por vez primera a un multimillonario americano blanco ocupar una vivienda pública de la que sale una familia negra. Aunque el voto popular daba a la señora Clinton una estrecha ventaja, la distribución de compromisarios por circunscripciones estatales, en las que se verifica la condición de que los winners take all, le daba a Trump el último empujón que necesitaba hacia la Casa Blanca. De nada sirve afirmar que Bernie Sanders podría haber hecho frente a Trump, porque movilizaba a los sectores obreros golpeados por la crisis, la desregulación, la desindustrialización y el crecimiento rampante de la desigualdad. Desde este lado del Atlántico, lloramos por los resultados de Wisconsin —la cuna de J. R. Commons y de la Wisconsin School of Labor Relations— pues ni siquiera allí ha sido posible que los obreros dieran la victoria al Partido Demócrata.
En efecto, Pennsylvania, Michigan… Demasiados perdedores de la globalización. Mientras tanto, el electorado de Trump, mucho más movilizado, galvanizaba el voto del miedo y del enfado. Así que, finalmente, fear and anger tip the balance in the oscillating states: Ohio, North Carolina, Florida… Todo ello servido en la suculenta salsa del empobrecimiento galopante de la clase media: engañados por Reagan y Bush y abandonados por los demócratas, los votantes demócratas de la clase media se han hecho antifeministas porque ven a la señora Clinton como una arribista que votó a favor de la guerra de Irak. Hillary no despierta entusiasmo porque es vista como una oportunista del aparato corrupto del Partido Demócrata que se opuso al matrimonio gay cuando creyó que eso la favorecería; los perdedores pro-Sanders votaron a Hillary con la pinza en la nariz, pero no arrastraron a nadie hacia el ballot box.
Una vez perdidas las primarias, los obreros de Sanders se quedaron en casa, y de nada sirve burlarse del bajo nivel moral, cultural e intelectual de la otra clase obrera que sí ha votado por Trump. Los de Trump no recuerdan ni el bienestar social, ni los derechos laborales, ni la seguridad en el empleo. Igual que los miles de trabajadores que han hecho millonario a Trump, nunca tuvieron nada de eso: es lógico que no lo añoren. Y es lógico también que, en medio de la rampante desigualdad, echen la culpa de su suerte a quienes tienen como competidores en un mercado de trabajo desregulado, precario y favorable a la demanda. Los competidores que Trump dice querer detener con un muro en los desiertos de Mojave y Sonora son, sin embargo, los mismos que han hecho rico a Trump.
No puede haber democracia sin derechos sociales. Trump propone una fiesta para el 1%. Pero, ¡un momento! ¿Tax cuts for the upper 1% (o sea, bajar los impuestos a los ricos), reducir el gasto del estado y los servicios públicos y mano dura contra los terroristas a los que pintan disfrazados de inmigrantes? ¿No era ese, más o menos, el programa del PP, que también explotaba ―si hiciera falta― el terrorismo made in Spain para justificar su apuesta por el autoritarismo? En los Estados Unidos está candente el tema del cambio climático y del incumplimiento de los Acuerdos de París, pero, ¿alguien no recuerda a Rajoy cuestionar el cambio climático asegurando que tenía un primo experto en la materia que dudaba de la verosimilitud de esa hipótesis? ¿La guerra? La iniciaron los Bush y la continuó la secretaria de Estado Clinton: Irak, Libia, Siria…. Lo único que Trump propone es —igual que hicieron los halcones de Bush Jr.― abandonar a los aliados que no gasten bastante en su propia defensa. Quienes hayan seguido la obra del reaccionario Robert Kagan (por ejemplo, Poder y Debilidad) ―muy comentada tras los atentados de Nueva York en 2001― recordarán que este reproche a los “aliados” europeos ya era moneda corriente en aquellos años. Menos aspavientos y menos hipocresía, por tanto: buena parte de la derecha europea que se escandaliza con Trump parece incapaz de ver que sus formaciones están proponiendo en Europa exactamente las mismas recetas.
– IV –
Pero Trump está lejos de ser, simplemente, la expresión electoral del Tea Party tras el mandato de los Obama. Es mucho más que eso: representa también la desmovilización ideológica del bloque popular. Obama volvió a insuflar oxígeno en la economía, pero no terminó de llevar adelante su programa sanitario, no cerró Guantánamo, no fue capaz de pedir perdón por el horror de Hiroshima y Nagasaki, siguió espiando a los ciudadanos de medio mundo con la coartada del terrorismo, persiguió a los que defendieron la libertad de información y, sobre todo, su mandato se desenvolvió con soltura en medio de una sociedad en la que la policía volvía a la práctica de disparar contra los afroamericanos antes de preguntar.
Si las vidas de los negros no parecen haber importado mucho a la administración Obama, ¿cómo van a importar a una candidata ―la que ganó las primarias demócratas― que representa los intereses de las grandes corporaciones, que representa la peor tradición del partido demócrata desde Truman? En la medida que los Obama no supieron, no pudieron o no quisieron construir una nación afroamericana en norte América, los negros no fueron a votar, mientras que la candidata que lleva desde 1992 poniéndose al frente del voto femenino, con no otro objetivo que el de que le tocase, más temprano o más tarde, ocupar el despacho oval en nombre de esas votantes, perdió toda credibilidad incluso entre las votantes de la clase media mejor instruida de la costa este.
¿Un presidente al que le gusta el Bunga-Bunga y que presume de poder agarrar a las mujeres jóvenes por sus coños? No seamos hipócritas. La retórica de Trump tiene un inconfundible sabor europeo. Consideremos los varios cursos tomados recientemente por algunos de los partidos políticos de la derecha europea, desde la Lega Nord, al Front National… o a sus homólogos en España bien representados por el Partido Popular (un partido nacionalista español, que ha probado ser incapaz de romper con su propio pasado franquista y que tiene en su interior una fuerte fracción de extremistas de derecha, que sólo ha empezado a asomar sus colmillos fuera del PP, al punto que ―con la excepción de Polonia y Hungría― es posible que no haya habido en Europa ningún gobierno ocupado por un partido más de derecha que el PP español): de todos ellos ya hemos dicho muchas veces que claramente prefiguran el tipo de monstruos políticos que empieza a asomar por el horizonte. Anunciábamos que pronto les veríamos abogar abiertamente en favor de la reintroducción de la censura, y ha sucedido; y anunciábamos que pronto les veríamos aprobar, con o sin la coartada del terrorismo internacional, leyes encaminadas a restringir las libertades de los ciudadanos, y ha sucedido también. ¿Quién tiene miedo a Trump con lo que tenemos por aquí? Trump ha metido a niños en jaulas, pero ¿alguien ha visto a Trump ordenar a su guardia de frontera disparar contra los inmigrantes náufragos en el Río Grande? Puede que lo veamos en el futuro, pero en el sur de Europa eso ya lo hemos visto en la playa del Tarajal. Por eso sorprende que los progresistas se asusten con el folklore de VoX.
Ahora bien, ¿cómo son los monstruos políticos que hoy entonan entusiastas el “Tomorrow belongs to me”? Con variaciones locales, los veremos moverse en tres direcciones. En primer lugar, veremos una reacción nativista en el ámbito de los derechos laborales y de las oportunidades en los mercados de trabajo: mientras predican las virtudes del ultra-liberalismo para todos excepto para ellos mismos, les veremos entonar ofendidos el “our folks first”, la letanía que habrá de granjearles el voto de los sectores más atrasados de los trabajadores, y que permitirá a sus amiguetes empresarios disponer de una amplia oferta de trabajadores extranjeros sin derechos. Veremos, en segundo lugar, una reacción autoritaria, en la que entonarán el “let’s get tougher”, “pongámonos serios”, con tales o cuales grupos que habrán sido previamente asociados con estados “indeseables” de la sociedad: si son ratios de criminalidad, la emprenderán con la pequeña delincuencia a golpe de código penal; si se trata de lo que ellos entienden por “los excesos” de la libertad de expresión, inflarán el concepto de “crimen de odio” o de “ofensa a los sentimientos religiosos” para poder perseguir judicialmente a todos cuantos no compartan sus prejuicios (maestros y profesores, activistas por la igualdad entre mujeres y hombres, artistas, escritores, etc.). Y veremos, por fin, una reacción populista que se alzará indignada contra la corrupción de los amigos políticos, pero ocultará a la vez la corrupción de los amigos empresarios buscando entre la elite política e intelectual de la sociedad un chivo expiatorio en el que poder perpetrar una venganza que deje impunes a los verdaderos responsables de los desmanes, los terroristas financieros e inmobiliarios que desencadenaron la crisis y que están a punto de irse de rositas sin que nadie les eche el aliento en el cogote.
Lo interesante, no obstante, de toda esta retórica anti-elitista de las nuevas derechas a ambos lados del Atlántico, es que los seguidores del nuevo populismo de derecha votarán a políticos conservadores que sirven a los intereses de las mismas elites financieras y corporativas contra las que pretenden estar actuando. Trump no es un anti-sistema. El que dudaba de que el presidente Obama hubiera nacido en los Estados Unidos, nos recuerda a los que por aquí pusieron en duda que los atentados del 11-M-2004 respondieran a un dispositivo salafista. No creyeron a Otegi, que dijo la verdad, y siguieron erre-que-erre, atrincherados en su patraña, incluso después de que un juez dictase sentencia. El contagio ha llegado incluso a la Internacional Socialista y las alas derechas de los partidos socialdemócratas europeos. El igualitarismo de esa nueva extrema derecha, analfabeta y violenta, comparte muchos rasgos con el igualitarismo procedimental de los liberales que tan negativa influencia ha ejercido también sobre el discurso socialdemócrata: en particular en la creencia de que la igualdad de oportunidades es mejor que la igualdad.
El populismo de izquierda es otra cosa: es solidaridad nacional y popular frente a un populismo de derecha que se levanta sobre un concepto embustero de igualdad, entendida exclusivamente como igualdad territorial, y combinada con la más radical insolidaridad frente al exterior. El fracaso del Partido Demócrata en los Estados Unidos es el fracaso del establishment; y es el mismo fracaso que el de los socialdemócratas europeos. Les gusta tener en frente a los extremistas de derecha para poder recoger el “voto útil” de los partidarios de la justicia social y del progreso de las libertades, al tiempo que ocultan que el espacio para que esos extremistas proliferen ha sido creado por su propia falta de firmeza a la hora de legislar y gobernar para la mayoría social. Las soluciones populistas basadas en los derechos de ciudadanía volverán. Con un poder del estado cada vez más debilitado, la cuestión es si lo harán bajo la forma autoritaria, paternalista y retrograda de una democracia vigilada que funciona al servicio de los intereses privados, o lo hace bajo una forma democrática y progresista a favor del interés público.
Hablemos de bolsonarismo, masculinidades y resistencia
04/10/2019
Gabriela Pinheiro Machado Brochner
Activista y Doctora en Ciencias Políticas
Ya es sabido que en Brasil la situación política es compleja, no del todo democrática, y no del todo legal. Sabemos por todo lo que hemos visto hasta el momento que de cierta forma, desde el año 85, la democracia se encuentra en una situación inusitada para el país, y aunque el impeachment de Dilma Roussef no fuese el primero en el período de la redemocratización, post dictadura, es el primero que ahora podemos afirmar con seguridad se ha tratado de un golpe de Estado, en una nueva forma. Nuevos golpes, desde los mecanismos institucionales.
En este sentido, y sin entrar en mucho detalle de lo ocurrido en el año 2016, es necesario tomar en consideración de todo lo que ha venido después se encuadra dentro de un nuevo marco político, que está marcado por una crisis política profunda, además de la económica, que ha llevado a que la política en Brasil esté ahora operando de forma atípica. Hay un conjunto de circunstancias que han llevado Bolsonaro a la presidencia de Brasil, entre contexto social y manipulación de la información, que hasta el momento su análisis no es una tarea simple, ni tan siquiera para expertas y expertos, especialmente porque creímos por mucho tiempo, que ese resultado electoral no era posible, ya que hasta el momento el perfil de los gobernantes tanto del espectro de la derecha como de la izquierda había sido otro. Y aquí entramos con la cuestión que es fundamental para entender parte del proceso, Brasil no es el único, estamos experimentando el crecimiento de la ultra derecha en muchos lugares, en parlamentos, en gobernanza local, pero también en presidencias. Creo que Trump es el ejemplo más icónico, en términos globales de la muestra de esa ascensión, aunque no el único.
Este pequeño articulo parte fundamentalmente de una perspectiva feminista, y el objetivo aquí es hablar de forma breve de algunos aspectos que se consideran fundamentales para entender el contexto político actual en Brasil, y entender el llamado “bolsonarismo”. En primer lugar hay que entender ese bolsonarismo, quienes son los bolsonaristas, y qué defienden, cual es la agenda. El análisis también contempla las masculinidades tóxicas que se están produciendo, y desde la cual el Bolsonaro y el bolsonarismo se apoyan, y como eso repercute no solo en la reproducción de un machismo exacerbado, pero también del racismo y de la lgtbiq+fobia. Y por último un análisis de cómo tanto la izquierda institucional y los movimientos sociales están respondiendo a esos ataques.
Para empezar a hablar de Bolsonaro y del bolsonarismo se intentará no entrar en todo lo que ha hecho hasta ahora, primero porque es constantemente portada de los periódicos en Brasil y en el mundo, y porque sería una lista interminable de hechos. Por ello se usarán ejemplos puntuales para ilustrar los argumentos que se presentan. En este sentido, lo primero es aclarar que Bolsonaro, no es un desconocido en la política brasileña, ha sido diputado federal por el estado de Río de Janeiro por 28 años, antes de ello consejal de Rio de Janeiro por 4 años, y anteriormente comandante del ejército, sin embargo, nunca había tenido mayor relevancia política. Sus posiciones políticas desde entonces han sido fundamentalmente las mismas.
Algunos, especialmente dentro de los sectores de la izquierda, han acusado a Bolsonaro desde antes de que asumiera el gobierno de no tener un plan de gobierno claro, ya que tanto su inteligencia como capacidad están siempre en debate. Pero eso no es una realidad, sus acciones como presidente han demostrado hasta el momento que tiene un claro plan de gobierno, que tiene una agenda socialmente conservadora y económicamente neoliberal. Además, es un gobierno que tiene una participación militar en cargos de poder expresiva, teniendo dentro los 22 ministerios 8 son comandados por militares, a ello podemos agregar que el vicepresidente, así como el portavoz de la presidencia. El numero de ministros militares de Bolsonaro supera todos los gobiernos de la dictadura militar brasileña a excepción de uno. Es importante resaltar que los militares no son el único grupo que tiene representatividad ministerial, también cabe destacar que el grupo religioso tiene dos ministerios, siendo uno de ellos el Ministerios de la Mujer, Família y Derechos Humanos, y el grupo llamado “bancada ruralista” tiene el Ministerio de Agricultura.
El bolsonarismo, como el propio nombre lo indica, se trata del movimiento de apoyo hacia el presidente, y sus políticas. Incluye tanto las políticas y la perspectiva del gobierno, como aquellos que las apoyan. El bolsonarismo tiene muchas características, entre ellas la apertura de los mercados, las privatizaciones, el control militar, el rechazo a cualquier política que pueda ser en mayor o menor medida progresista (se apoya en el fantasma del comunismo), el racismo, el rechazo a las diferentes identidades de género, al feminismo. En esta línea defiende el núcleo familiar tradicional cristiano, defiende la expansión del extractivismo y de la agricultura ostensiva, el fin de la demarcación de las tierras indígenas, y de los quilombos (territorios de resistencia de la población negra). El bolsonarismo también sostiene un discurso anticorrupción potente, aunque ya sea de conocimiento general la corrupción vinculada a su familia, y se apoya fuertemente en el antipetismo (Anti-Partido de los Trabajadores), como la Dra. Esther Solano ya había mencionado en su aportación en este debate.
Los bolsonaristas son la “base” popular del gobierno, no están necesariamente organizados, pero se identifican o con la agenda, o con algunos de los valores del gobierno. No es justo decir que son todos acríticos, pero si es notable el afán de justificar todas las decisiones tomadas por el gobierno con diferentes grados de agresividad. Algo que también es característico del contexto actual y de los apoyadores del gobierno. Muchos de los argumentos para su defensa es que es muy temprano para ver resultados, y que el país se encontraba en una situación económica muy complicada que justificaría ciertas políticas, y por otro lado muchos conservadores, especialmente hombres han salido del armario. Es decir, está la justificación de las políticas económicas, pero también de las declaraciones conservadoras y discriminatorias del gobierno.
Entre su base social de apoyo, encontramos una gama muy amplia de personas, de diferentes colores de piel, clase social, género y orientación sexual, sin embargo, el hombre blanco es predominante en su base de apoyo.
El bolsonarismo se alimenta constantemente de lo que podemos llamar la información desinformada, que es la propagación de noticias falsas, así como el gasto en propaganda de las políticas del gobierno. Su repercusión es tal, que la población recibe un exceso de información de diferentes medios y la diferenciación entre las noticias falsas y aquellas que tienen un contenido informativo está muy difuminada. A esto podemos unir también la dificultad que hay en diferenciar aquello que es cortina de humo y las políticas reales de gobierno, esto ocurre por que todos los días hay nuevas declaraciones del propio presidente o de algún miembro de su gobierno o familia, que a su vez contienen o datos manipulados, o noticias falsas, o declaraciones estramboticas.
La agenda de Bolsonaro ha quedado muy clara en su discurso en la Asamblea de las Naciones Unidas, en el aparece tanto su defensa del neoliberalismo como política, y los intereses que representa. Bolsonaro es la representatividad de una masculinidad bélica, agresiva, excluyente que coloca al hombre blanco rico y de clase media en el centro. Esa construcción de masculinidad que parecía reproducirse en menor, que responde directamente en contra de los derechos de las minorías. Este fenómeno, como mencionado anteriormente no ocurre solo en Brasil, aunque todas las practicas discursivas, especialmente la retórica de Bolsonaro sean emblemáticas, y muchas veces de forma más soez que incluso Trump, en España podemos reconocer elementos similares en las prácticas discursivas en Vox.
La masculinidad bélica, es aquella que a la vez que apoya la violencia estatal, institucional y civil, fomentando la adquisición de armas, la justicia con las propias manos y que, a la vez que refuerza los roles patriarcales de género, la desigualdad racial y social. El constructo de esa masculinidad se basa en la recuperación del poder del hombre blanco heterosexual con mayor poder económico además de la fuerza. En este sentido, lo que nos encontramos es que ataca directamente a determinados grupos de la sociedad civil y que son los primero en responder a esos ataques, especialmente porque se han visto desde un principio afectados por la pérdida de derechos y por la práctica de la violencia. Como algunos ejemplos de esto tenemos los ataques a la apariencia de Brigitte Macron, que ha generado un problema en las relaciones de Brasil y Francia, también el uso de retorico de la “ideología de género” y la necesidad de combatirla (muy frecuente en los discursos de extrema derecha en todo el mundo), o bien acusar a los indígenas de prender fuego a la Amazonía y el belicismo en su apoyo explicito a la liberalización de las armas, siendo su marca de campaña poner las manos simulando tener un arma.
Por ello, aunque el panorama en Brasil sea por el momento un tanto desolador, es preciso tener en cuenta otro aspecto fundamental del contexto político actual, que es la resistencia a ese proceso impulsado por el bolsonarimo: hay diversos sectores de la sociedad civil y movimientos sociales que han intensificado, que si se puede ver el crecimiento de algunos movimientos y como estos están ganando espacio, a ejemplo del movimiento feminista, el movimiento negro, el movimiento indígena, campesino, por la vivienda, lgtbiq+, entre otros. Este año las manifestaciones y reivindicaciones a pie de calle han sido intensas. Las agendas de estos movimientos están en gran medida relacionadas con los derechos humanos y en los últimos meses con la preservación del medio ambiente, que no afecta solo a la naturaleza y a las especies que viven en la amazonia, pero también a los pueblos indígena que en ella habitan.
Las reivindicaciones y protestas no tienen ni la misma repercusión, ni tan siquiera la misma adhesión, las concentraciones por la Amazonia en Brasil han sido multitudinarias en todo el país, a la par que no ocurre lo mismo en relación a las mujeres de personas negras en la favela de Rio de Janeiro por la policía. Tampoco hay la misma adhesión a las protestas indígenas, sin embargo, el movimiento feminista parece ser el más transversal en todos ellos, participando de más ampliamente de las convocatorias en las diferentes localidades.
Por otro lado, cuando hablamos de resistencia no podemos dejar de hablar de los partidos de izquierda que hacen la labor institucional, y que representan formalmente parte de los intereses de los movimientos sociales en el congreso. Aquí es importante destacar que esto no ocurre sin conflictos, la izquierda, aunque defienda masivamente la pauta de Lula Libre tiene divergencias en torno a su protagonismo en otras luchas, y eso genera malestar, especialmente de los movimiento sociales con el PT.
También se constata que la izquierda institucional no está logrando avanzar en sus pautas por el bloqueo que encuentran dentro del congreso, y por los ataques constantes que viene sufriendo, el lawfare, amenazas de muerte constantes, entre otras formas. Este panorama es todavía más complicado para el PT, ya que a pesar de ser el partido con mayor representación en el congreso, cuenta con un rechazo que no debe ser desconsiderado, el anti-petismo es una de las cuestiones que le costó a Fernando Haddad la segunda vuelta, y eso es algo que tiene que ser revertido cuanto antes para que el mayor partido de Brasil pueda volver a construir una relación de confianza con la ciudadanía y tenga mejores chances en el próximo proceso electoral, y mayor protagonismo en las luchas sociales.
Para finalizar merece la pena resaltar que desde la izquierda queda un gran trabajo por hacer, y aunque se sepan las líneas del bolsonarismo, se pueden hacer algunos análisis hacia el futuro desde perspectivas más amplias, pero predecir las políticas concretas es muy complicado, porque en ese sentido es muy dinámico, la rapidez con que el gobierno va haciendo cambios en las políticas dificulta una visión hacia el futuro. Estos tiempos también son una dificultad para los movimientos sociales afectando muchas veces el poder de convocatoria. No obstante, los movimientos sociales, en especial el feminista, negro y lgtbiq+ se han conformado como los grandes pilares de la resistencia con acciones constantes desde grupos pequeños, trabajo en asociaciones, arte, además de manifestaciones a escala estatal, regional y global.
Dilma Rousseff: “Hemos de recuperar nuestra democracia y eso sólo lo podremos hacer con la lucha”
27/09/2019
Irene Bassanezi Tosi
Doctoranda en Estudios Avanzados en Derechos Humanos en UC3M
Diálogos Feministas Europa/América Latina
(Nota de la redacción: Publicamos por el interés que tiene para este este debate sobre el “trumpismo” una crónica-resumen del coloquio en el que participaron este mes de septiembre en Madrid la expresidenta de Brasil Dilma Rousseff y nuestra compañera del grupo promotor de Espacio Público, María Eugenia Rodríguez Palop.)
“La ultraderecha ha conseguido protagonismo en muchas democracias y la más corrosiva es la de Brasil”. “Existe una hermandad entre el neoliberalismo y el neofascismo. No existe lo uno sin lo otro”. Así se pronunció el miércoles 25 de septiembre en Madrid la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, invitada por la eurodiputada de Unidas Podemos, Maria Eugenia Rodríguez Palop, en el marco del ciclo “Diálogos feministas entre Europa y América Latina”, una iniciativa que tiene como objetivo la creación y crecimiento de redes feministas en ambos continentes, para fortalecer la lucha de las mujeres.
Dilma Rouseff denunció la agresividad del discurso del presidente brasileño en Naciones Unidas, en defensa de la familia tradicional conservadora y atacando al movimiento feminista de su país. Calificó de dramática la situación de Brasil, particularmente para las mujeres, y explicó que lo que destruye las relaciones familiares es la pobreza extrema. Defendió las políticas públicas elaboradas para las mujeres durante su gobierno, como por ejemplo la bolsa familia centrada especialmente en las mujeres, ya que en Brasil el 30 por ciento de las familias son monomarentales. Asimismo, las políticas de educación, pensadas para proteger a las clases más vulnerables. O la implementación de la comisaría de la mujer y la inclusión del feminicidio en el marco jurídico para combatir la violencia contra las mujeres; entre otras.
“Las mujeres tienen una capacidad de movilización diferente”, explicó la expresidenta, “porque ellas saben que pueden cambiar la situación”. “El neofascismo se implantó contra las mujeres”, aseguró. “Fueron los aciertos de su gobierno y no los errores los que provocaron la reacción de las elites más conservadoras y por lo tanto la instauración del neofascismo en el país”, explicó. Según Rousseff, fueron las grandes elites financieras las que quisieron frenar el ascenso social de las clases más vulnerables, la redistribución de la renta más igualitaria, el fomento de las políticas sociales y la aspiración de una sociedad más justa.
La reacción de la derecha está siendo muy violenta y está provocando el asesinato de muchos/as lideres/as, afectando especialmente a la población negra e indígena y fomentando el enfrentamiento y la violencia entre los/as ciudadanos/as.
Antídoto contra la extrema derecha
En el panorama internacional, en un momento histórico en el que las extremas derechas asaltan instituciones y ganan terreno en diferentes países, europeos y americanos, María Eugenia Rodriguez Palop defendió que el movimiento feminista es “el antídoto contra la extrema derecha”.
En el caso de Brasil, Rodríguez Palop dijo, que este país está gobernado por una fuerza que se caracteriza por las llamadas tres B, las de ‘Biblia, el Buey y la Bala’, que representan los intereses de los ultraconservadores evangélicos, del agronegocio y los grandes propietarios de tierra, y que además legitima y fomenta la violencia de la policía. Y coincidió con Dilma Rousseff en la constatación de que son las mujeres brasileñas las que están poniendo sus cuerpos para hacer frente a estas políticas nefastas. “El movimiento feminista brasileño es fuerte y está bien estructurado”, aseguró.
La eurodiputada afirmó que las características ecofascistas del gobierno de Jair Bolsonaro son similares a las que se observan en algunos países europeos, como por ejemplo en España con el negacionismo de la dictadura por parte de algunos y la presentación del tiempo del gobierno de Franco como “algo bueno”.
Batalla contra la destrucción del ecosistema
Brasil, según María Eugenia Rodríguez Palop, es uno de los países del mundo en los que se asesina a más activistas en el mundo y son las mujeres las que se encuentran en las trincheras contra la deforestación y la destrucción salvaje del ecosistema. Y a pesar de la violencia las mujeres resisten y siguen manifestándose, como por ejemplo en la conocida marcha de las Margaridas, organizada por las mujeres campesinas, a la cual se sumaron las mujeres indígenas al grito de “nosso territorio, nosso corpo”. En su opinión, sólo a través de una política feminista, ecologista, que defienda e incluya los derechos LGBTI, la población negra, los pueblos indígenas, será posible frenar al neofascismo y al ecofascismo.
“Bolsonaro miente cuando dice que los indígenas destruyen la Amazonia”, denunció la expresidenta de Brasil. “Quiere la Amazonia para la explotación de los minerales que contiene”, por su gran abundancia y riqueza, y por eso utiliza la violencia.
“Bolsonaro quiere combatir el crimen organizado organizando el crimen”, dijo Rousseff, que recordó como el golpismo brasileño la destituyó sin haber cometido delito, encarceló al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva sin pruebas contra él y le impidió presentar su candidatura a las elecciones de 2018.
“Lula es un ejemplo de lo que ocurre en Brasil”, señaló su compañera de partido y sucesora en la presidencia de este enorme país latinoamericano. “Hemos de recuperar nuestra democracia y eso sólo lo podremos hacer con la lucha”, proclamó en un abarrotado salón de actos, el de la oficina del Parlamento Europeo en Madrid.
Lo que los mayores medios de información no están contando sobre EEUU
15/07/2019
Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra
Se están produciendo grandes cambios en EEUU que apenas han sido dados a conocer en España por parte de los mayores medios de información que, en su intento de informar a los españoles sobre la situación política en aquel país, se centran en presentar (y predominantemente ridiculizar) la figura del presidente Trump, comentando sus extravagancias y falsedades. Tal atención a la figura de Trump crea una percepción errónea de que el mayor problema que tiene EEUU es su presidente, ignorando que el problema real, apenas citado por los medios, es que la mayoría de la clase trabajadora de raza blanca (que es la mayoría de la clase trabajadora en EEUU) vota a Trump y, muy probablemente, continuará votándolo en el futuro (es interesante señalar, por las razones que citaré más adelante, que parece haber un redescubrimiento en aquel país de la clase trabajadora, a la que se había dado por desaparecida u olvidada, siendo sustituida por las clases medias). Y es también interesante señalar que, aun cuando Trump ha sido votado por amplios sectores de la burguesía y la clase media, el hecho es que, sin el apoyo de la clase trabajadora de raza blanca, no habría sido elegido presidente de EEUU. En realidad, es incluso probable que sea reelegido de nuevo en 2020, y ello a pesar de que la mayoría de ciudadanos desaprueban su gestión. El sistema electoral de EEUU (que favorece a las fuerzas conservadoras), la enorme lealtad de sus votantes (el 82% de aquellos que lo votaron, volverían a hacerlo), y el desánimo y el rechazo de la clase trabajadora y de amplios sectores de las clases medias hacia el Partido Demócrata (que en su día se llamaba el Partido del Pueblo –the People’s Party-, considerado, con una enorme generosidad, como el partido de izquierdas frente al partido de derechas, el Partido Republicano) son factores a favor de su reelección.
¿Por qué la clase trabajadora está votando a la ultraderecha? Por la misma razón que en Europa también lo hace
Tal como también ha ocurrido en Europa, el movimiento hacia la ultraderecha de votantes de la clase trabajadora se debe, en gran parte, al abandono por parte de los partidos de centroizquierda o izquierda de las políticas “labor friendly”, es decir, de las políticas públicas redistributivas que los habían caracterizado (y que habían favorecido al mundo del trabajo). Tal abandono ha ido acompañado de la adopción de políticas públicas de sensibilidad neoliberal que han incluido medidas que han debilitado mucho el mundo del trabajo, tales como las reformas laborales regresivas que han causado un gran aumento de las desigualdades (alcanzando niveles que nunca se habían conocido en los últimos cuarenta años y que han causado un claro deterioro de la calidad de vida y el bienestar de la clase trabajadora y demás componentes de las clases populares). Tales políticas neoliberales fueron iniciadas por el presidente Reagan en EEUU y por la Sra. Thatcher en el Reino Unido, habiendo sido continuadas más tarde incluso por partidos gobernantes que se definían de centroizquierda o izquierda, como en los gobiernos de Clinton y Obama en EEUU, y Blair, Schröder y Zapatero en Europa.
De estas observaciones se deduce que el foco principal de la atención mediática debería ser el comportamiento de estos partidos gobernantes, intentando entender por qué sus bases electorales los han abandonado. Si hicieran esto, verían que los datos muestran claramente que fueron estas políticas neoliberales las que crearon una enorme crisis social que ha afectado sobre todo a las clases populares. Y es esta realidad la que el establishment político-mediático en EEUU ignora, enfatizando en su lugar las excelencias del modelo económico liberal de aquel país, mostrando su continuo crecimiento económico como mejor prueba de ello. Otros indicadores que también utilizan para mostrar la excelencia del modelo liberal estadounidense es la evolución de los indicadores tradicionales de eficiencia económica, tales como la tasa de desempleo, sin tener en cuenta que la gran mayoría de empleo nuevo es precario y temporal.
La falsedad del éxito del modelo económico neoliberal en EEUU
La tasa de desempleo en EEUU más divulgada en los mayores medios de información es, en teoría, muy baja (3,6% en mayo de 2019), y es la que el presidente Trump utiliza constantemente. También es la que los grandes medios de información españoles reproducen. Pero esta cifra es de escaso valor para conocer el estado del mercado de trabajo estadounidense. Una tasa más realista es la publicada por la Agencia de Estadísticas Laborales (US Bureau of Labor Statistics, cuadro A-15, en “The employment situation – May 2019”) del gobierno federal, que utiliza la cifra de 7,1%, siendo mucho mayor para las personas con una educación inferior a la secundaria (que incluye la mayoría de la clase trabajadora no cualificada) y que es del 16% entre blancos y del 28% entre afroamericanos. Pero, además de la elevada tasa de desempleo, hay también una muy alta precariedad en el empleo, así como un proceso de uberización del mismo (es decir, la externalización de la relación laboral, pasando de ser empleado de una empresa a un autónomo, perdiendo así el trabajador toda capacidad de negociar los salarios y derechos laborales). Como consecuencia de estos hechos, ha habido un descenso de los salarios durante el período definido como “exitoso”. Para los trabajadores no cualificados, el salario por hora ha descendido desde 1973 un 17%.
Las consecuencias de estos cambios en unas cifras vitales para la población se muestran con toda claridad. Lo que los medios de información no dicen es que han aumentado de una manera muy notable las enfermedades y muertes por desesperación (“diseases of despair”) entre estos trabajadores no cualificados, incluyendo epidemias de consumo de opiáceos (habiendo crecido 17 veces el número de muertes por adicción a las drogas), epidemias de alcoholismo (causando tantos muertos en un año como el número de soldados muertos en las guerras de Corea y Vietnam), y así un largo etcétera.
El deterioro de la calidad de vida de las clases populares
Este deterioro, sin ser tan acentuado ahora como a principios del siglo XX, en los años 30 (durante la Gran Depresión), ha creado una enorme crisis de legitimidad del sistema liberal económico y de su establishment político-mediático. Y es esta crisis la que no se está analizando en los grandes medios y sobre la que no se está informando, lo cual es grave, porque sin entenderlo no se puede explicar el auge de la ultraderecha –representada por Trump– (que ha aparecido también en Europa por causas semejantes). Esta ultraderecha tiene características comunes con el fascismo, tales como un nacionalismo extremo y autoritario, una demonización y represión de las minorías y de los inmigrantes, una homofobia y machismo muy extremos, una narrativa antiestablishment que considera que el Estado está captado por las minorías raciales, un desprecio por el sistema parlamentario y por las instituciones representativas, un deseo de control de los medios de comunicación con intolerancia a la crítica, unas promesas de recuperar un pasado idealizado con eslóganes que contienen enormes promesas de imposible ejecución, un culto al líder al que se considera dotado de cualidades sobrehumanas, así como un canto a la fuerza, al orden y a la seguridad, con un ejercicio de la fuerza y la violencia sin frenos. Su gran agresividad, sin embargo, no aparece en forma de intervenciones militares (ya que son conscientes de los desastres que supusieron intervenciones previas de este tipo), sino en forma de bloqueos económicos como han sido los casos de Irán y Venezuela (que han provocado más muertos que los que hubiera habido en caso de conflicto armado). No hay duda de que el desarrollo y continuidad de tales políticas podrían llevar a un desastre.
Existe una diferencia, sin embargo, entre la ultraderecha gobernante en EEUU y el fascismo europeo en cuanto a sus políticas económicas. El fascismo conocido en Europa (y que era la defensa de la estructura del poder capitalista frente a la amenaza del socialismo y del comunismo) no era anti-Estado. Tenía un barniz social, con el cual intentaba llegar a la clase trabajadora. Así, el nacionalsocialismo era un intento de derivar a la derecha el enfado popular hacia el sistema capitalista. No así la ultraderecha actual en EEUU, que es profundamente anti-Estado, teniendo características del libertarismo. Vox ejemplifica en España el trumpismo, a diferencia de la ultraderecha francesa, por ejemplo, liderada por el partido de Le Pen.
Las limitaciones políticas de carácter identitario de lo “políticamente correcto”
Frente a esta amenaza, la estrategia de la izquierda estadounidense, a través del Partido Demócrata, fue enfatizar las políticas antidiscriminatorias de género y de raza, encaminadas a la integración de las mujeres y minorías en el establishment político-mediático del país. Se seguía una estrategia basada en lo “políticamente correcto”, es decir, con unas prácticas y un lenguaje antidiscriminatorio focalizados en políticas públicas de afirmación identitaria (repito, fundamentadas en el género y la raza).
Tales intervenciones, sin embargo, aunque importantes, han sido insuficientes. Su falta de atención hacia la discriminación de clase (es decir, hacia la discriminación contra las clases populares) ha sido su gran punto flaco. El fracaso de esta estrategia, en el caso del mayor movimiento feminista en EEUU (NOW), se ve claramente en que la mayoría de mujeres de clase trabajadora (la mayoría de mujeres) no votaron a la candidata feminista, Hillary Clinton, sino a Trump. El supuesto de que el movimiento feminista estaba hablando en nombre y en defensa de todas las mujeres no convenció a muchas mujeres, incluyendo la mayoría de mujeres de la clase trabajadora, que no votaron por la candidata de NOW, sino por Trump, que se presentó como el candidato antiestablishment neoliberal, centrado –según él- en el Estado federal.
La discriminación olvidada: la discriminación de clase
Las mujeres, como los hombres, pertenecen a distintas clases sociales, cada una de las cuales sufre distintas formas de discriminación, sosteniendo intereses distintos e incluso opuestos. Y la realidad es que parte de las dirigentes del movimiento feminista son mujeres de clase media alta ilustrada (es decir, con titulación universitaria) cuyas propuestas y cuyo discurso no atrae a las mujeres de clase trabajadora, o no las atrae con suficiente fuerza para superar su identidad de clase. Como cualquier ser humano, las mujeres tienen varias identidades, una de ellas la de ser mujer. Pero tiene también otras identidades, como la de la clase social a la cual pertenecen. Y esta última define también cómo se expresa la identidad como mujer. La mujer liberal burguesa (de clase alta) por ejemplo, tiene una visión de “ser mujer” distinta a la visión de la mujer trabajadora. Y esta realidad queda ocultada, sin embargo, cuando las primeras se presentan como representantes de todas las mujeres. Lo que ha ocurrido en las últimas elecciones presidenciales en EEUU es un claro ejemplo de ello.
Los derechos políticos y sociales están muy determinados por los derechos económicos
El discurso identitario se ha centrado en EEUU principalmente en los derechos políticos y sociales (como por ejemplo los derechos de representación, puestos de poder ocupados por las personas discriminadas, sean estas mujeres o minorías), pero muy poco en los derechos económicos.
Más concretamente, el discurso identitario en EEUU se ha centrado en corregir la discriminación de las minorías y de las mujeres, con propuestas para facilitar la integración de dichas personas discriminadas en la estructura del poder actual, asumiendo que tal integración ayudaría a todas las mujeres o miembros de las minorías. En este sentido, la estrategia feminista se ha centrado en los temas identitarios, facilitando la integración político-social de los sectores discriminados, con un énfasis en el desarrollo de los derechos políticos y sociales de representatividad, tanto en la esfera pública como en la privada. Sin embargo, ha ofrecido una atención muy limitada a los derechos económicos (los derechos que centran la atención de las clases populares -mujeres y hombres- tales como el trabajo y los salarios dignos, el acceso a la sanidad, a la educación, a la vivienda, a la jubilación digna, etc.). Al centrarse en combatir las discriminaciones por raza o género, han olvidado la discriminación por clase, facilitando así la imagen de que el objetivo de la estrategia del Partido Demócrata era la supuesta captura del Estado federal por parte de las minorías y las mujeres. Y así lo han percibido las clases discriminadas. El Partido Demócrata, por ejemplo, ha dejado de estar liderado por hombres blancos, siendo estos sustituidos ahora por mujeres y afroamericanos (la mayoría de clase media ilustrada, es decir, con formación académica), que continúan imponiendo políticas neoliberales como por ejemplo el estímulo de la movilidad de capitales e inversiones -la odiada globalización- que ha dañado a las clases populares. La Sra. Clinton, líder feminista, era la mejor promotora, como ministra de Asuntos Exteriores del gobierno Obama, de la globalización del capital estadounidense, lo que facilitó la desindustrialización de EEUU y dañó a la clase trabajadora industrial, eje del apoyo a Trump.
El socialismo como ideología transversal
Esta orientación exclusivamente identitaria evitó la transversalidad que ofrecía el concepto de clase social, lo cual habría permitido relacionar los distintos movimientos identitarios, mostrando su relación e interdependencia. De ahí la novedad y atractivo del socialismo: un proyecto basado en la universalización de los derechos sociales y de los derechos económicos, que mejore la calidad de vida de las clases populares (en su distinta y variada composición de género y raza) a través de un proyecto de empoderamiento y emancipación que una las distintas luchas para disminuir y erradicar la explotación con un hilo conductor, utilizando las instituciones representativas y las movilizaciones sociales para alcanzar su objetivo.
Y este es el proyecto que Bernie Sanders anunció en la presentación de su candidatura en Washington D.C. Habló del socialismo democrático como la continuación del New Deal iniciado por el presidente más popular que haya tenido EEUU, el presidente Franklin D. Roosevelt. Fue este el que habló de la necesidad de que el Estado federal garantizara, junto a los derechos sociales y políticos (la libertad de expresión, de asamblea y de religión, de participación en el proceso electoral, de acceso a la información y de organización, entre otros) los derechos económicos y sociales (como el derecho al trabajo digno y bien remunerado, a los servicios sanitarios, a la salud, a la educación -desde escuelas de infancia a la universidad-, a la vivienda digna y confortable, a un medioambiente de calidad y a la jubilación -también digna y satisfactoria-, entre otros).
La materialización de tales derechos exigía un cambio sustancial de las políticas públicas que, como había denunciado el presidente Roosevelt antes y Martin Luther King más tarde, habían sido favorables a ofrecer todo tipo de ayudas públicas a las rentas del capital y de las clases pudientes (el “socialismo para los ricos y para el mundo empresarial”, corporate socialism). España se podría haber añadido el socialismo bancario (por haber recibido la banca la ayuda pública más importante que el Estado haya hecho, con 60.000 millones de euros).
El socialismo para los ricos y el mundo empresarial
Lo que era necesario (según había apuntado Roosevelt) era un cambio de 180º en el tipo de socialismo. El socialismo democrático popular tenía que sustituir al “socialismo de las élites financieras y económicas”, socialismo este último que había sido un desastre y estaba (está) llevando a EEUU a la “barbarie”, forzando, como bien predijo Karl Marx, a tener que escoger entre “barbarie o socialismo”. Y la realidad lo está demostrando hoy también. Actualmente existe un gran rechazo hacia el capitalismo salvaje (el socialismo de los ricos) que Trump representa. La gran mayoría de los jóvenes y de las mujeres (los dos grupos con peores condiciones económicas) preferirían vivir en un socialismo democrático que no el capitalismo actual. En un país donde el 1% de la población estadounidense posee el 92% de todas las acciones bancarias y en el que el director ejecutivo de la compañía comercial más grande, Walmart (que tenía a la Sra. Clinton en su dirección), gana más de mil veces más que uno de sus empleados medios, no es sorprendente que las clases populares estén enfadadas. Y todo esto queda ocultado con el énfasis en Trump. Lo que es prácticamente nuevo en EEUU es que grupos que han sido víctimas del sistema, intenten romper con la monopolización de su victimismo para coordinarse e incluso unirse en un proyecto común que favorezca a todos los amplios sectores de la población que están explotados y discriminados. Para entender el elemento de transversalidad en su estrategia unitaria, hay que recuperar el concepto de poder de clase y el significado del socialismo. Este hecho, que es lo más importante en EEUU, es lo que el establishment político-mediático español quiere ocultar.
Interregno global y derechas reaccionarias
26/06/2019
Jaime Pastor
Politólogo y editor de Viento Sur
No es difícil compartir el diagnóstico que nos proponía Pedro Chaves en su introducción a este debate propiciado por Espacio Público, según el cual nos encontramos desde hace al menos 10 años en un periodo de interregno global.
En efecto, en pocos años hemos pasado de la perplejidad ante el estallido de la mayor crisis sistémica conocida por el capitalismo desde la vivida en los años 30 del pasado siglo -que hizo pronto famosa la falsa promesa de “refundación del capitalismo”- a una nueva y radical vuelta de tuerca austeritaria y desdemocratizadora, frente a la cual una ola de movilizaciones y de populismos de izquierda –especialmente potente en América latina- no llegó a ser suficientemente fuerte a escala internacional para frenarlo.
Por eso luego, en medio de la crisis de una globalización neoliberal que, confrontada a un estancamiento secular, agudiza la competencia entre viejas y nuevas grandes potencias, hemos entrado en un ciclo reaccionario que no deja de generar “monstruos” por muchos lugares del planeta. Su propósito es desviar la frustración popular frente al cierre de filas de un establishment “cosmopolita” y corrupto hacia el resentimiento ante los sectores más vulnerables de la sociedad, así como frente a movimientos que –como el feminista- desafían tanto al neoliberalismo como al neoconservadurismo. Su objetivo también es expuesto sin ambigüedad alguna: poner en pie proyectos de reconstrucción de etnonacionalismos de Estado que devuelvan la “identidad” y la “seguridad” perdidas.
Es el trumpismo el que parece haberse convertido en referencia principal y por eso es importante reconocer con Daniel Tanuro (Frankenstein en la Casa Blanca, Sylone-Viento Sur, 2018) que se trata de un fenómeno que “no entra en las categorías clásicas. Es un proyecto autoritario nuevo, específico y compuesto, inestable, típico de la época neoliberal (…), combina aspectos fascistas y plutocráticos”. Cabría destacar entre sus rasgos ideológicos el nacionalismo autoritario de gran potencia, la xenofobia, la islamofobia, el machismo y el negacionismo climático. Una combinación que busca dirigirse tanto a una fracción del capital estadounidense como a sectores de la pequeña burguesía y de la clase trabajadora blanca para ir conformando un nuevo bloque histórico capaz de “keep America great” frente a sus enemigos internos y externos (China, Irán, “terrorismo”). Es cierto que sería un error considerar el trumpismo como fascismo o neofascismo, pero sí parece evidente que nos encontramos ante una derecha reaccionaria, neoconservadora y neoliberal que busca echar atrás conquistas sociales y democráticas logradas en décadas pasadas para conformar un nuevo régimen cuyas fronteras con una dictadura en el trato a la disidencia política serían muy permeables.
La victoria electoral de Trump ha sido sin duda un estímulo para el ascenso de la derecha radical y/o la extrema derecha en muchos países europeos, pero también latinoamericanos y asiáticos, viniendo así a confirmar la crisis de gobernanza global y de los sistemas políticos que, mal que bien, habían asegurado cierta estabilidad política en el centro y en las semiperiferias de la economía-mundo. Nos hallamos, por tanto, ante nuevas formas de dominación política, basadas en nuevos bloques históricos interclasistas subordinados la necesidad de que la creciente fusión de intereses entre Estado y capital permita competir por un lugar mejor en el marco de la transición geoeconómica y geopolítica global. Un proyecto que, a su vez, ayude a neutralizar el malestar de una clase media y trabajadora autóctona en declive mediante la garantía, aunque sea a través del endeudamiento, de seguir satisfaciendo sus “deseos” como sujetos consumidores…a costa de las grandes mayorías del Sur global y de la agravación cambio climático.
Es obvio que esa conciliación de intereses les obliga a un equilibrio difícilmente estable que genera contradicciones en el seno de ese bloque y en el que el papel de los hiperliderazgos como aglutinadores del “pueblo” es clave. Con todo, su gran ventaja sigue estando en la debilidad de sus enemigos en el terreno político y electoral, ya que es innegable el desgaste que éstos han sufrido en los últimos años.
Ése es el caso, por ejemplo, del extremo centro en Francia. Allí hemos visto irrumpir un movimiento singular y heterogéneo ideológicamente como el de los chalecos amarillos, con una composición social basada en sectores de clase media y trabajadora de la periferia, que cuestiona las políticas austeritarias de Macron y apuesta por una redemocratización de la política; un movimiento que ha tropezado con una brutal represión por parte del gobierno que ha hecho recordar los peores momentos de su historia contemporánea. No puede sorprender por tanto que, mientras retrocede la France Insoumise de Mélanchon, víctima de sus propias contradicciones, aparezca el populismo de extrema derecha de Marine Le Pen -junto con, no lo olvidemos, la abstención- como una vía de expresión de su protesta para una parte al menos de ese movimiento y de las clases populares.
Tampoco podemos olvidar la derrota sufrida en Grecia en julio de 2015 cuando, pese al No en el referéndum al Memorandum de la troika, el gobierno presidido por Tsipras cedió al chantaje de la troika. Una derrota que tuvo un grave impacto en la Unión Europa y que sirvió a las elites europeas para reforzar su ya viejo discurso del TINA, como también pudimos comprobar con el giro hacia la moderación en el que ha ido entrando Podemos desde entonces.
En un periodo en el que los viejos partidos sistémicos pierden centralidad y en el que desde la izquierda no se ha llegado a recomponer las bases de un bloque social y político capaz de ofrecer un horizonte alternativo al de un neoliberalismo convertido, según los términos de Dardot y Laval, en un sistema de “razón política única”, no es difícil comprender tanto el creciente abstencionismo electoral entre las capas populares más vulnerables como la atracción que en ellas pueden llegar a tener con su demagógico discurso anti-establishment las distintas variantes de derecha radical, cada una con sus particularidades respectivas en función de los contextos nacional-estatales.
Ante ese panorama, convendría tomar nota de la observación crítica de Corey Robin cuando sostiene que “una de las grandes virtudes de la izquierda consistía en que era la única capaz de entender la naturaleza de suma cero de la política, donde las ganancias de una clase implican por necesidad las pérdidas de otra. Pero, a medida que esa idea de conflicto ha ido disminuyendo en la izquierda, la derecha se ha dedicado a recordar a los votantes que existen verdaderos perdedores en la política, y que son ellos –y solo ellos- quienes hablan por esas personas” (La mente reaccionaria, Capitán Swing, 2019, p. 81).
Trump, regeneración conservadora y señas para una nueva izquierda
24/06/2019
Lorena Fréitez Mendoza
Psicóloga Social y Analista Política. Doctoranda en Ciencias Políticas y de la Administración (UCM). Activista de movimientos sociales en Venezuela.
Trump lidera una estrategia que, siendo revolucionaria, funciona para afrontar el problema de la regeneración de las élites conservadoras. Las ideas de igualdad política y libertad de elección de todos los individuos que traducían democracia, han quedado vaciadas de eficacia para un liberalismo que ya no es capaz de gestionar políticamente su conflicto estructural: la desigualdad económica. La legitimidad del dominio capitalista está seriamente cuestionada y estas élites lo saben. Trump lidera una cruzada ideológica para producir un nuevo campo político que legitime estas brutales formas de dominio económico a nivel global.
No solo se trata de preservar a Estados Unidos como primer hegemón global, también se trata de construir una justificación que permita explicar por qué debe continuar el liderazgo de las élites económicas en la conducción de los gobiernos. La democracia es un campo minado por la economía.
Carl Schmitt, en “El concepto de lo político”, explica que un “centro de gravedad ideológica” pierde capacidad de controlar la esfera de lo político cuando deja de cohesionar. La pretensión de usar la técnica y la economía como “núcleo espiritual” o cultural provoca una “muerte cultural” que deriva en angustia e incertidumbre y en la ruptura de los anclajes de la cohesión social. Lo económico no cohesiona. Al referirse al mero interés individual sustrae el soporte de la construcción política.
Cuando la eficiencia económica ya no es creíble y ya no hay nada que le de un sentido a lo social, surgen “masas ajenas y hasta hostiles a la cultura y al gusto tradicionales” porque la sociedad ya no se entiende. Ante esta circunstancia, las élites entran en pánico cultural en tanto resulta amenazado el statu quo que sostiene las jerarquías que las privilegian. El miedo a que se desdibuje esa “conexión inaparente” que define la organización social vigente, se cristaliza en reacción -en tanto vuelta a formas regresivas del poder-.
La revolución conservadora en Estados Unidos que hoy lidera Donald Trump, puede explicarse como una reacción de las élites ante el pánico cultural que genera el cuestionamiento de las masas a las bases culturales que articularon a la sociedad capitalista. Sin embargo, este es un argumento incompleto sino explicamos que las élites no sólo reaccionan por pánico cultural, lo que esta estrategia denota es una comprensión clara de que, frente al desgaste de la economía, se está buscando controlar el siguiente “centro de gravedad ideológico”. Allí donde la política se está desplazando. Para esta estrategia es claro que no hay posibilidad de renunciar a la política, con lo cual, si la economía ya está inevitablemente desprestigiada para servir de referente político, habrá que controlar una nueva esfera de conflicto donde la política, por defecto, va a reaparecer. Trump está conduciendo el desplazamiento de la política a un nuevo lugar.
En el mismo momento que los demócratas buscaron reducir el conflicto político que la economía capitalista produce, a través de una peligrosa combinación entre neoliberalismo y progresismo, apostando a lo que Nancy Fraser denomina como “neoliberalismo progresista” (abandono de las luchas contra la desigualdad económica y focalización en luchas identitarias por derechos civiles de las minorías), generaron una implosión política de la democracia liberal. Los demócratas eligieron bajar los brazos ante la resolución del conflicto central que aqueja a las mayorías y se decantaron por fingir avances en la libertad de las minorías. Los demócratas empujaron el conflicto real, la política, hacia otro lugar.
Ese nuevo lugar donde la política se teje, aún sigue en disputa. El nuevo conservadurismo ha decidido que la política ha de ser capturada en el campo moral. El “choque de civilizaciones” que anunciaba Samuel Huntington en 1993, dibuja los nuevos códigos de conflicto: la religión, la ética, las costumbres.
El periodista Thomas Frank, en su libro “¿Qué pasa con Kansas?”, describe con mucha claridad cómo la estrategia conservadora se articula en torno a una guerra moral. La discusión programática o más ideológica queda desplazada por una discusión en términos de valores y estilos de vida: no se trata de una lucha de ricos contra pobres, sino de una guerra moral entre buenos y malos, donde los buenos son la “gente corriente”, americanos auténticos, y los malos, las élites impostadas, “afrancesadas” o demasiado refinadas que, con su “progresismo” y “desviadas” apuestas por el aborto y la homosexualidad, desprecian a la verdadera cultura americana.
En esta guerra, la cultura pesa más que la economía como asunto de interés público: los valores importan más. La clave es hacer de la sociología progresista un agravio a la moral de la gente sencilla y originaria, y con esta operación desplazar la lucha de clases. Evidentemente, la operación de sobrevivencia de las élites conservadoras implica subir la intensidad del conflicto. Provocar (para administrar) el surgimiento de la política a través de un estilo populista que construye dos campos antagónicos que se cifran entre una élite abstraída de las masas y el pueblo. Esta élite (la progresista), sobre todas las cosas, es la culpable del socavamiento de las bases de la cultura no porque apueste por otro proyecto societal, sino porque es soberbia.
Esta operación se podría entender como una simplificación del conflicto político por la vía del registro moral: buenos y malos. Sin embargo, realmente lo que hace es ensanchar el campo de la política. La política lo inunda todo, lo privado como el espacio privilegiado para la independencia moral del individuo, se vuelve objeto de debate y de decisiones públicas. Siendo el lugar privilegiado de la actual disputa político-ideológica. En este tipo de política, los estilos de vida, los gustos, las preferencias, las costumbres y el deseo es materia central de conflicto. La política opina de todo y se vale de todo.
En este marco, la incorrección política se convierte en un dispositivo de provocación política para generar un conflicto o una crisis que desplaza la diatriba política a un lugar controlado por los conservadores: los códigos de la conducta individual, la forma de organizar la familia, los gustos culturales, la gastronomía popular son el sello de lo auténtico, la raíz, la única esencia sobre la que se puede reconstruir una sociedad en crisis. Cada línea roja traspasada supone mover los límites normalizados de una organización de lo social que se declara fracasada: la sociedad progresista-neoliberal. Los conservadores levantan un frente moral junto a las mayorías más empobrecidas contra el frente de los derechos civil de las minorías, de los progresistas.
Los indicadores de popularidad de Donald Trump en mayo 2019, tres años después de su triunfo electoral (46% de aprobación), así como la victoria política de Jair Bolsonaro en Brasil, comienzan a mostrar signos de la eficacia de esta estrategia para conquistar a los excluidos, las mayorías trabajadoras, del sistema. Esto si bien es una mala noticia para la izquierda porque deja en evidencia sus errores estratégicos, también señala claramente las nuevas tareas del progresismo.
La derecha ha señalado que el discurso de la izquierda de los años 40, que reivindicaba el importante lugar del sujeto obrero como motor de la sociedad, sigue siendo un discurso políticamente potente, si sabe remantizarse en nuevos marcos. También, que los hábitos y formas culturales de las clases populares, si bien pueden ser reproductoras del statu quo y en este sentido ameritan trabajo político para su transformación, exigen respeto y empatía como condición para convencerles de nuevas formas de organización social y representación cultural. No todo regreso al pasado se lee por las mayorías de forma negativa, después de todo, el futuro requiere de una versión del pasado para emerger. Los conservadores han canalizado sus esfuerzos en construir un horizonte de futuro sobre la base de una reconstrucción particular del pasado, hecha sobre la base de la reapropiación de discursos ya abandonados por la izquierda.
Hoy la izquierda no puede dejarse arrebatar sus banderas históricas de lucha, ni puede renunciar a los tradicionales sujetos obrero y campesino como sujetos de cambio. En definitiva, se trata de teorizar junto a ellos las reconfiguraciones que el capitalismo ha producido sobre sus vidas y empujar respuestas colectivas desde esa experiencia. Si bien las luchas identitarias han sabido diversificar las esferas del conflicto político sumando nuevos sujetos, las clases populares siguen ocupando y decidiendo el epicentro de la política, la derecha consigue sus victorias electorales justo por la derechización del proletariado. Aún así, el conflicto económico sigue estando desplazado del conflicto político que promueven los neocons, con lo cual sigue siendo un espacio disponible para que la izquierda lidere una disputa política real por las clases populares, en esferas donde la derecha tendrá más difícil contraargumentar.
Hasta ahora, los neocons han encontrado una manera eficaz de justificar por qué siguen siendo los mejores para liderar la conducción de los gobiernos más importantes del mundo: son los que más orden pueden ofrecer, garantizan producción de riqueza aún cuando su redistribución sea pésima, pero, sobre todo, son los protectores de esa eticidad en la que las mayorías se sienten a gusto, valiosas de sí, libres de poder elegirse, sin más, como protagonistas de la política. El reto hoy es cómo hará la izquierda para explicarle a las mayorías que no sólo es la mejor garante de los intereses materiales de las mayorías, sino que también defiende y respeta sus esencias. Por más que la reactivación del conflicto económico pueda recentrar a la política, la esfera cultural y moral ha sido la paja que encendió la pradera y allí también habrá que ganar.
El fenómeno Trump no fue un accidente, y se puede repetir en 2020
19/06/2019
Julián Castro Rea
Profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Alberta, Canadá
La victoria electoral de Donald J. Trump en noviembre de 2016 tomó por sorpresa a la vasta mayoría de politólogos y científicos sociales, que reaccionaron con sorpresa e incredulidad cuando los resultados electorales fueron anunciados.
Quienes supimos que esa victoria era una posibilidad real habíamos observado las tendencias recientes de la política estadounidense, y los motores que la mueven. El trumpismo es el resultado de la convergencia de por lo menos tres factores: ciertos rasgos inherentes a la cultura política estadounidense, la actividad de la derecha, y una estrategia novedosa para hacer campaña política.
La cultura política estadounidense se define por el llamado excepcionalismo, es decir, la percepción compartida por la vasta mayoría de la población de que su país es único, superior, al resto de las naciones del planeta. De esta convicción se derivan ciertos rasgos de conciencia colectiva históricamente constantes: nacionalismo exacerbado, mesianismo, convicción de superioridad moral, racismo, xenofobia, voluntarismo, militarismo, fundamentalismo constitucional.
En su estudio titulado Fascism. Why Not Here? (Potomac, 2009), provocativo sin duda pero impecablemente argumentado y basado en evidencia sólida, Brian E. Fogarty sostiene que en Estados Unidos se identifican elementos similares a los que llevaron a Hitler al poder: romanticismo, nacionalismo, populismo, racismo y autoritarismo. Nótese que la elección de Trump, un líder que en su imagen pública combina todos esos rasgos, sucedió siete años después de la publicación de ese estudio. Sin embargo, Fogarty no fue profeta. Ya desde 1935 Sinclair Lewis, en su novela It Can Happen Here, tomó nota de los rasgos profundos de la cultura política de su país para argumentar que un régimen fascista no era una posibilidad remota. Más cerca de nuestra época Philip Roth, en su novela The Plot against America (2004), y Joe Conason, en su estudio It Can Happen Here: Authoritarian Peril in the Age of Bush (2007), elaboran un argumento similar. Pocos analistas tomaron esas advertencias en serio, hasta que Trump se convirtió en una realidad inquietante.
El segundo factor es de naturaleza institucional. Donald Trump fue beneficiario neto, aunque no intencional, de los esfuerzos concertados que el movimiento de derecha en Estados Unidos desplegó desde la década de los setenta para recuperar la posición hegemónica en el juego político de ese país. Trump aprovechó un vasto movimiento político, institucional e ideológico que inició en su país hace más de cuarenta años, y que ha progresado en olas sucesivas, añadiendo en cada una de ellas nuevos ingredientes para hacerlo más efectivo. Este movimiento político, que para simplificar podemos llamar de backlash (contragolpe), puede dividirse en cinco etapas, que coinciden en términos generales con sendas décadas. Se han escrito libros enteros sobre cada una de estas etapas, las anoto enseguida solamente a título indicativo:
1. el lanzamiento de la política de contragolpe, representado por el “Memorandum Powell” de 1971; que inauguró el esfuerzo concertado para recuperar el terreno perdido por la derecha ante el Estado de bienestar y el keynesianismo, capitaneado por las grandes empresas privadas. Una pieza fundamental de este esfuerzo concertado es la creación de las grandes fundaciones de la derecha (Ollin, Bradley, Scaife Mellon, y sobre todo Koch) para financiar la abigarrada red de think tanks de derecha y para la inserción de esta ideología en el mundo universitario;
2. el surgimiento de la derecha religiosa, con la creación del movimiento Moral Majority (Mayoría Ética) en 1979 y su heredera, la Christian Coalition (Coalición Cristiana) diez años después. Estos movimientos, que apelan directamente a las creencias religiosas como guía de la acción política, le darían un nuevo impulso a la derecha en la década de los ochenta;
3. la negación del cambio climático, que alcanza su clímax en los noventa, con la consecuente divulgación en los rangos de la derecha del escepticismo ante la ciencia en particular y el racionalismo en general;
4. el encumbramiento del neoconservadurismo a la cima del poder político en 2001, con consecuencias mayúsculas para el fomento del unilateralismo, el militarismo y el excepcionalismo en la política exterior de Estados Unidos; y finalmente
5. la irrupción del movimiento denominado Tea Party en 2009, que introduce el fundamentalismo constitucionalista —incluyendo una interpretación absoluta de la segunda enmienda, que autoriza a los ciudadanos estadounidenses a portar armas—, la xenofobia y el populismo como ingredientes adicionales de la mezcla conservadora. Además, el Tea Party consagró la práctica del llamado astroturfing (pseudomovilización popular patrocinada por grandes fundaciones y empresas) para promover causas políticas y manipular a los medios de comunicación.
A pesar de ser ajeno al movimiento de derecha hasta el momento de la campaña electoral, Trump logró montarse en la ola del movimiento gracias al hábil uso del populismo. En su versión de populismo, Trump diseñó al “pueblo” tomando como base los temas del movimiento de derecha. Definió al pueblo como todos aquellos que han sufrido por las transformaciones recientes de la economía, la sociedad y la política en ese país: los desempleados, las víctimas de la crisis de 2008, los veteranos de guerra descuidados por el gobierno, quienes han sido víctimas de crímenes violentos, los hombres blancos heterosexuales, blanco favorito del movimiento identitario, etc. Por extraño que parezca, incluye también en esta definición retórica del “pueblo” a empresarios nacionalistas, de pequeñas, medianas y hasta grandes empresas. Por supuesto, para ser integrante legítimo de este “pueblo” es también necesario haber nacido en Estados Unidos, ser ciudadano de ese país, profesar alguna religión cristiana, y no ser de un origen étnico, cultural o racial sospechosamente diferente al de la mayoría dominante de la población.
La “élite” es ese amplio y difuso grupo humano que se beneficia directamente del statu quo o que contribuye a su preservación: políticos profesionales, beneficiarios de los programas sociales, empresarios globalizadores, líderes sindicales, académicos de izquierda, los medios de comunicación tradicionales, etc. Una vez más, por extraño que parezca son también por exclusión miembros de la “élite” todos aquellos que no cumplan con los requisitos para pertenecer al “pueblo”: los migrantes indocumentados o provenientes de países no cristianos, los refugiados, quienes no han hecho servicio militar o sido miembros regulares del ejército, quienes no idolatran los símbolos nacionalistas del país, etc.
Por lo tanto, en la retórica populista de Trump se trata de darle todo el poder a sus legítimos dueños, el pueblo como él lo define, desplazando a la élite falaz y convenenciera. En esta misión que presenta como heroica, todos los medios son válidos, y la élite no merece siquiera el beneficio de una explicación. Ajeno a los círculos de poder antes de ser presidente, Trump puede presentarse como ajeno a los círculos políticos corruptos, invariablemente del lado del pueblo común. Por eso entusiasmó a todos los sectores anteriormente marginados, que de repente se ven reivindicados y validados con la retórica de Trump; por simplista y etnocentrista que nos parezca.
Finalmente, el tercer elemento es estratégico: el hábil uso de las redes sociales para diseñar mensajes personalizados, dirigidos a simpatizantes potenciales. Por instrucciones del equipo de campaña de Trump, la compañía privada Cambridge Analytica accedió a la información privada de millones de usuarios de Facebook radicados en Estados Unidos. En base a esa información —los “me gusta”, las páginas de internet visitadas, los grupos de conversación, las compras en linea, etc.— la compañía pudo elaborar perfiles de los votantes, a quienes enseguida se les envió propaganda electoral prácticamente personalizada. Se calcula que la campaña de Trump difundió así más de 75 mil mensajes individualizados, adaptados a los gustos, las preferencias y los valores de cada elector. Trump pudo así hacer creer a millones de ciudadanos que pensaba igual que ellos, lo cual naturalmente incitó el entusiasmo por su candidatura el día de las elecciones.
El triunfo de Trump resulta pues principalmente de la alineación de esas tres estrellas: cultural, institucional y estratégica. Tal alineación pasó desapercibida para la mayoría de los analistas académicos y periodísticos, e incluso para los estrategas del partido Demócrata, por lo que no pudieron siquiera imaginar que Trump ganaría, o hacer algo para impedirlo.
Casi tres años después de las presidenciales, la situación no ha cambiado mucho. El sustrato cultural y la fuerza institucional de la derecha persisten e incluso se han reforzado. Si bien el uso estratégico de las redes sociales está ahora más vigilado y restringido, no está excluido que los estrategas republicanos hallen alguna estratagema para difundir su mensaje en internet de manera eficaz. A esta situación se añade la debilidad del partido Demócrata, que no ha logrado crear un consenso programático interno en torno a un solo candidato. A principios de junio de 2019, 25 demócratas aspiran a ser candidatos presidenciales de su partido. Peor aún, no parecen tomar en serio la solidez de los apoyos políticos de Trump.
De seguir así la situación un año más, Trump tomará una vez más por sorpresa a los analistas y será de nuevo presidente en 2020.
Trumpismo: la economía de la vigilancia al servicio de la desinformación
18/06/2019
Carlos Fernández Barbudo
Doctor en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Colaborador Honorífico en la Universidad Complutense de Madrid.
El éxito del trumpismo político difícilmente puede entenderse sin atender a lo que ha sido una de sus señas de identidad más características, a saber, un estilo de comunicación política que ha sabido entender y explotar con éxito la configuración actual del espacio público digital. No me estoy refiriendo, al menos no exclusivamente, al más que comentado fenómeno de las fake news, sino a la peculiar confluencia de fenómenos sociotécnicos que ha permitido movilizar los afectos y la propaganda política a una escala nunca antes ensayada.
El escándalo de Cambridge Analytica no sólo puso en cuestión las políticas de Facebook relativas a la custodia y cesión de los datos que almacena sobre sus usuarios a terceras empresas, además expuso ante la opinión pública global las principales técnicas de manipulación política que fueron ensayadas durante la campaña presidencial de Donald Trump en 2016. Gracias a las posibilidades que ofrecía, y en gran parte sigue ofreciendo, esta red social en materia de publicidad digital, el equipo de campaña pudo diseñar mensajes políticos diferenciados según las características de los votantes a los que se dirigía. De este modo, en vez de lanzar el mismo mensaje a un público muy amplio, como es habitual en los medios de comunicación de masas, segmentaron su público objetivo en función de los miedos que podían explotar para movilizar el voto a su favor y, gracias a la capacidad de analizar en tiempo real el resultado de estas campañas de microtargeting, pudieron afinar la efectividad de los miedos explotados sin necesidad de recurrir a las costosas técnicas de la demoscopia clásica.
Saber qué mensaje es el adecuado para movilizar los afectos y miedos de cada uno de los diversos tipos de votantes requiere disponer de una información muy detallada sobre estos. En particular, es necesario conocer los gustos y preferencias de los votantes con la suficiente precisión como para deducir qué pasiones políticas serán efectivas. Un objetivo que sólo es posible alcanzar a través de plataformas como Facebook, ya que su modelo de negocio se basa, precisamente, en la venta de publicidad personalizada. Esta red social, al igual que otras plataformas como Google, Amazon o Twitter, han desarrollado una economía de la vigilancia cuya razón de ser es la recolección de información sobre el comportamiento de los usuarios dentro y fuera de Internet, con el objetivo de explotar económicamente su capacidad de vigilancia y análisis del comportamiento humano.
Esta economía de la vigilancia comenzó a desarrollarse a partir del estallido de la burbuja de las puntocoms, momento en el que el anterior modelo de explotación comercial de Internet se agotó y la preponderancia de los portales que funcionaban como hubs de la web dio pasó al modelo Google de personalización de contenidos: cuanto mayor sea el conocimiento sobre las preferencias e intereses de los usuarios, mejores recomendaciones se le podrán suministrar, de modo que la abundancia informativa deje de ser un problema gracias a la intermediación que adapta los contenidos disponibles a las preferencias y gustos del usuario. De este modo, Internet dejó de ser una experiencia común y compartida, una experiencia digital basada en que la web era la misma para todos y, por tanto, la información se encontraba a disposición del público en igualdad de condiciones.
La principal consecuencia política de esta personalización de la web es que la esfera pública digital deja de ser un espacio social compartido. Los contenidos que circulan a través de las plataformas digitales no están disponibles en igualdad de condiciones: en función del comportamiento de los usuarios, los algoritmos que rigen la visibilidad de la información priman unos contenidos sobre otros, haciendo que la información circulante esté sesgada en favor de aquellos contenidos y fuentes que, a priori, puedan satisfacer los principios ideológicos del usuario. Se generan, así, burbujas informativas en las que los usuarios encuentran y comparten contenidos que refuerzan sus posicionamientos políticos, reduciéndose la pluralidad de las voces disponibles al público.
Esta situación favorece que informaciones parcial o totalmente falsas circulen y se propaguen con rapidez, ya que lo importante en estas burbujas informativas no es que la información sea veraz, sino que entronque con las preferencias ideológicas de los usuarios o, por lo contrario, facilite la polémica a través de contenidos que siembren la indignación. El exconsejero presidencial para asuntos estratégicos de la administración Trump, Steve Bannon, ha sabido explotar a través de la web que dirigió entre 2012 y 2018, Breitbart News, el potencial político de las burbujas informativas como herramientas para debilitar la imagen del adversario político y difundir marcos alternativos a los predominantes en los medios de comunicación de masas.
Aunque la propaganda política siempre ha tratado de enmarcar los hechos en un relato político a través de la mentira y las medias verdades, este nuevo estilo de comunicación política se mueve en los arcanos dominios de las pantallas y se sirve de la crisis de confianza que atraviesan los medios de comunicación de masas para, a través de la duda razonable, sembrar en el imaginario colectivo la sospecha de que esas informaciones falsas puedan portar algo de verdad. Como respuesta a este fenómeno han proliferado los medios especializados en comprobar si ciertos mensajes son o no ciertos, lo cual antes que ser una solución muestra la debilidad de los medios tradicionales para llevar a cabo con éxito su labor informativa, y aunque estas iniciativas puedan ser muy loables, mientras no se aborden las raíces económicas del problema, esto es, que plataformas como Facebook, Twitter o WhatsApp fomentan y se lucran de que la información sea viral antes que veraz, difícilmente se podrá poner coto al fenómeno de la desinformación.
Bolsonarismo
13/06/2019
Esther Solano
Profesora de la Universidad Federal de São Paulo
El tsunami bolsonarista atropelló la política brasileña con una fuerza inesperada. El llamado “Trump de los trópicos” tiene su propia versión del Trumpismo, el Bolsonarismo. Veamos algunos de sus elementos.
Neoliberalismo-neoconservadurismo
La autora estadounidense Wendy Brown (2006[1]) explica cómo en las últimas décadas asistimos a la confluencia del neoliberalismo y el neoconservadurismo, dos racionalidades diferentes pero que se unifican de modo que el neoconservadurismo se convierte en una justificación moral del neoliberalismo. Brown afirma que el neoliberalismo, transformado en la forma de ordenar la vida social, fuerza reguladora de las subjetividades y la vida colectiva, necesita un conjunto de valores y configuraciones éticas que reinterpreten las crisis económicas como una crisis moral, una crisis de valores y una crisis de abandono de los valores tradicionales. Aquí es donde entra en juego el papel de la religión como legitimadora moral del neoliberalismo, específicamente en su modelo meritocrático de la teología de la prosperidad y la lógica del sacrificio. Así mismo, la figura del “otro como enemigo” es perfecta para canalizar las angustias del proceso neoliberal en un odio contra la alteridad que ahoga las posibilidades de insurgencia del “hombre del desempeño” Nancy Fraser (2017[2]) interpreta el avance de los movimientos y gobiernos de derecha en el mundo como el fin de lo que ella llamó «neoliberalismo progresista», una alianza entre las formas neoliberales y ciertas ideas de emancipación (feminismo, antirracismo, derechos LGBTQ) que los votantes ahora repudian.
Así, en el gobierno de Bolsonaro, que representa esta alianza entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo, el Chicago Boy Paulo Guedes, Ministro de Economía y referente ultraliberal, coexiste con sus propuestas de un Estado Mínimo con una pastora cristiana fundamentalista como Dámares Alves, la Ministra de Derechos Humanos para quien las mujeres deben quedarse en casa, o con una figura como Ernesto Araújo, el Ministro de Relaciones Exteriores para quien el marxismo cultural es culpable de «globalismo» y la actual crisis global deriva de la ausencia de Dios en las relaciones internacionales.
Los enemigos
Para que una alternativa de extrema derecha prospere, incitando la política del odio, necesita rotular de forma simple y eficaz a los enemigos que sirvan como chivo expiatorio de las crisis que el mundo atraviesa. ¿y cuáles son eses enemigos en Brasil?
El sistema y los partidos
Bolsonaro se presentó en las elecciones como un político diferente porque sería honesto y auténtico, un outsider, capaz de captar el voto de protesta, frustración e ira contra el sistema político. Según la retórica bolsonarista los partidos tradicionales son todos iguales, corruptos, elitistas, preocupados por sus propios privilegios. Ante este escenario de corrupción moral, Bolsonaro sería el único salvador de Brasil, un auténtico mesías político. Su puesta en escena, bravucona, folclórica, sin decoro, llegando muchas veces a insultar de forma ostensiva a los oponentes y alardeando de su posición contra lo que él denominaba la “tiranía de lo políticamente correcto”, le fueron muy útiles en esta estrategia del “político diferente”.
El PT, las izquierdas, las feministas…los otros
Para Bolsonaro, todo lo que parezca de izquierda o progresista debe ser aniquilado. El PT es su enemigo número 1, el partido más corrupto, culpable por la crisis económica y culpable también por los desvíos morales y la crisis de valores que asola Brasil. Todo esto con una fuerte retórica anticomunista. Al lado del antipetismo, el antifeminismo es otra de las claves para entender a Bolsonaro quien representa una hipermasculinidad misógina y fascista que ve en el feminismo su gran enemigo. Movimientos LGBTs, antirracistas, indígenas, también fueron atacados de forma recurrente. Cualquier alteridad fuera del patrón blanco, masculino, heteronormativo es una enemiga. Para los Bolsonaristas, las luchas progresistas son insoportables, subvierten las categorías sociales de un pasado místico donde se vivía mejor y “los hombres no salían por ahí besándose con otros hombres”.
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1. Brown, Wendy. “American Nightmare: Neoliberalism, Neoconservatism, and Democratization” Political Theory v. 34, n.6, 2016, 690-714
2. http://www.sinpermiso.info/textos/el-final-del-neoliberalismo-progresista
Fenómeno Trump: Resucitar la vieja socialdemocracia para hundir nuevas izquierdas rupturistas
12/06/2019
Anibal Garzón
Sociólogo, docente y analista internacional
Mucho se ha escrito sobre el fenómeno Donald Trump desde diferentes enfoques políticos y desde diversos objetos de estudio, como podemos ver en este interesante debate de Espacio Público. Sobre los diferentes enfoques políticos desde si Trump rompe con la globalización neoliberal o es un producto más del statu quo de este sistema; desde si Trump es populista de extrema derecha o un republicano reaganista; si Trump es perfil de la élite política o más de la élite empresarial; o incluso si Trump es un loco compulsivo o un estratega de la nueva política comunicativa. Y sobre los objetos de estudio, se ha analizado el fenómeno Trump desde su campaña electoral y sus eslóganes “America First”, su discurso machista y racista, su papel en las redes sociales, su llegada transversal a clases bajas y altas, e incluso a población de origen emigrante, su relación con los medios, su discurso crítico con el sector público, sus trabas para la investigación científica, sus intereses geopolíticos, desde el Brexit, Corea del Norte, Irán, Rusia y la injerencia en América Latina (Venezuela, Nicaragua y Cuba prioritariamente), o incluso sus posturas contra el cambio climático o su apuesta productivista por la robotización y las medidas proteccionistas chocantes con China. También se ha hecho hincapié en el impacto del trumpismo en el mundo, sin hablar de causas y efectos, con el crecimiento de una derecha ultranacionalista, machista, y xenófoba en América Latina (Bolsonaro en Brasil), en Europa (Salvini en Italia), o en Asia (Duterte en Filipinas). Pero de lo que poco, o nada, se habla es del impacto que también ha tenido el terremoto Trump en la izquierda política. Aportaremos este punto en el amplio debate para no dejar la mesa con 3 patas.
Contextualizando. La crisis económica mundial de 2008, con indicios anteriores en lugares como en América Latina, provocó un crecimiento de la pobreza y la desigualdad donde la clase trabajadora vio que se esfumaba el sueño de “clase media”. Los partidos socialdemócratas, que tras la caída del muro de Berlín y la “marginación” de partidos comunistas (como en España, Francia o Italia) habían hegemonizado la identidad de la izquierda, llevaron a cabo reformas de austeridad y políticas neoliberales junto con conservadores y liberales. La socialdemocracia al ser arrastrada por la derecha aceptando los planes neoliberales liderados por el FMI, el BM o el Banco Central Europeo en el caso de la UE (la Troika) dejaron un espacio político vacío para el crecimiento de nuevas izquierdas, tanto a nivel institucional como en movimientos sociales. Nuevas izquierdas que podían poner en peligro la globalización neoliberal, como ya se tejía en América Latina con nuevos gobiernos progresistas nacidos de movimientos sociales rechazando el Tratado comercial del ALCA. En Grecia la victoria de Syriza, en Estados Unidos el movimiento Occupy Wall Street, en España el 15M, o la discutidas primaveras árabes. Nuevos movimientos que nacían o se potenciaban mediante el nuevo fenómeno, las redes sociales. Movimientos que se vieron huérfanos con la derechización de la socialdemocracia y que algo nuevo se quería construir.
El establishment para evitar que se acrecentase un poder alternativo contra el sistema hizo la estrategia de abrir un nuevo espacio a una parte de la derecha hacia el extremo (con un discurso más radical) para de esta manera volver a situar simbólicamente a la vieja socialdemocracia a la izquierda. Absorbiendo esta socialdemocracia, sin ser un peligro para la globalización neoliberal, a los movimientos alternativos.
Un ejemplo de esto fueron las primarias demócratas en Estados Unidos para las elecciones presidenciales de 2016. Mientras muchas encuestas daban la victoria del senador demócrata Bernie Sanders (un candidato molesto para las élites norteamericanas por pisar demasiado a la izquierda) sobre Donald Trump, no sucedía lo mismo si ganaba el ala más moderada del partido demócrata, el de la candidata Hillary Clinton. Pese a todo, los superdelegados (la élite del partido) decidieron finalmente, con 560 votos a Clinton y 47 a Sanders, que la candidata para las elecciones presidenciales fuera Clinton. ¿Por qué esta estrategia de derrota esperada? 4 años de Trump, candidato etiquetado de populista de extrema derecha, no sólo daría posibilidad de hacer que el partido demócrata en la oposición volviera a recuperar la imagen de partido progresista sino que podría apoderarse de cualquier movimiento crítico antiestablishment como el Occupy Wall Street. Y no tardaron en aparecer en el partido demócrata nuevas líderes como la joven hispana y congresista Alexandria Ocasio Cortez. El Partido demócrata volvía a hegemonizar la izquierda desde el establishment y las instituciones gracias a la victoria de Trump. El nacimiento de una izquierda alternativa volvía a ser retenida.
El fenómeno Trump no sólo fue en las fronteras estadounidenses si no que saltó a Europa. Con una socialdemocracia abandonando barrios populares y los discursos de clase y nación, defendiendo el libre mercado europeo y la austeridad junto a conservadores, se dieron nuevos fenómenos populares. El 15M en Madrid, no sólo tuvo una extensión a nivel estatal, sino también tuvo un eco internacional. El discurso en las calles de “PP es igual a PSOE”, “los políticos no nos representan”, “el 99% contra el 1%”, ponían en duda la hegemonía de Régimen del 78. Una duda que pasó a un jaque con el nacimiento de Podemos, saltando el 15M de las calles a las instituciones tras el pacto de los dos grandes partidos, vieja izquierda (PSOE) y derecha (PP), con la reforma constitucional del artículo 135. El Régimen del 78, con sus aparatos económicos, mediáticos y políticos, vio que la estrategia era volver a generar en la conciencia social que PP y PSOE no son lo mismo, que la dicotomía izquierda y derecha de Norberto Bobbio prevalece en estos dos actores del establishment. Y para resituar al PSOE en la izquierda y sostener el crecimiento de Podemos, la estrategia era crear un nuevo actor de extrema derecha, VOX, que generase la sensación del miedo, el trumpismo español. Una estrategia sencilla con la suma de la complejidad del conflicto nacionalista catalán. Y así fue, el PSOE, más que por discursos que por hechos, volvió a ocupar la hegemonía en la izquierda pecando Podemos de ingenuidad dando tranquilidad al IBEX35 con su victoria electoral el 26M.
En otros países europeos, con sus idiosincrasias, se dieron fenómenos similares. La extrema derecha y una parte de los conservadores haciendo campaña por el Brexit, con fake news y posverdades. La extrema derecha con sus mensajes populistas, directos y cortos, llenos de demagogia xenófoba contra la migración, buscando conseguir votos en barrios de clases populares al sentirse abandonados por la socialdemocracia con sus políticas de ajuste neoliberal. Una extrema derecha hablando de clases sociales o de patria, que ni la izquierda posmodernista menciona. Unas clases que habían sido castigadas por la Tercera Vía y el Capitalismo Social del Nuevo Laborismo de Blair y Brown. Un laborismo que en lugar de desaparecer, y dar pasos a nuevos fenómenos de una izquierda rupturista, ha resucitado con el liderazgo de Jeremy Corbyn haciendo un programa más a la izquierda dentro del statu quo británico.
En Italia, una situación particular a diferencia de España, Reino Unido o Estados Unidos, que el trumpismo hizo resucitar la socialdemocracia del establishment para ahogar a cualquier nueva alternativa de izquierdas. En Italia la pérdida de hegemonía de la socialdemocracia del Partido Demócrata por sus políticas de ajuste macroeconómico dictadas por la Unión Europea afectando a los barrios de clase trabajadora, en lugar de ser reactivada como alternativa al crecimiento de la extrema derecha de La Liga, tuvo la competencia de una supuesta nueva alternativa posmodernista, El Movimiento 5 Estrellas (M5E), creada en 2009 para llegar a una izquierda desamparada. Pero finalmente acabó todo en un pacto de gobierno entre el M5E y la Liga Norte el año pasado, dejando que el M5E tenía poco de alternativo. Hecho que le provocó un fracaso en las elecciones europeas del 26 de Mayo quedando por detrás del Partido Demócrata.
En definitiva, la crisis del 2008 tuvo una rápida respuesta política de los poderes económicos y políticos para restablecer el statu quo y evitar la multiplicación de movimientos populares contra sus intereses, un tema del que poco se habla como hemos dicho en un inicio. La creación y elevación de la amenaza de una nueva extrema derecha con iconos como Donald Trump (muy diferente al fascismo tradicional) bajo discursos en defensa de lo establecido históricamente. Como la patria, familia, religión, patriarcado, tradiciones, nacionalismo y clasismo, endogamia cultural, pero sin romper con el funcionamiento de la globalización neoliberal y los intereses de las grandes corporaciones. Adaptado a los nuevos tiempos de la sociedad de la comunicación y las redes sociales para generar así la Cultura del Miedo en los movimientos progresistas, y hacer que las viejas socialdemocracias, un peón del establishment, recuperasen su hegemonía en el espacio de la izquierda como respuesta a la extrema derecha ahogando, de esta manera, a las izquierdas rupturistas incómodas para los poderes fácticos; “la dialéctica, estúpido”.
El tío Donald y la Berlusconización de las Américas.
10/06/2019
Leo Moscoso
Sociólogo y politólogo
“All governments rest on opinion” (James Madison).
Cuenta Jenofonte que —espetado por Sócrates, que le recriminaba no atender adecuadamente a sus obligaciones ciudadanas— Cármides respondió alegando que en la asamblea generalmente prevalecía el argumento del más necio. La verdad es que sí; y esta vez nos hemos superado. Contra todo pronóstico, e igual que habíamos visto venir —sólo cuando ya era inminente— el Brexit de finales de junio, a Trump lo vimos venir el 8 de noviembre de 2016. No antes. Too bad, too late!
Yes, we Trumped! Habíamos subestimado la desafección del votante demócrata con respecto a la oferta oligárquica y elitista de los Clinton, y habíamos sobre-estimado la sofisticación económica del votante de Trump. Igual que en el caso de los brexiters, las posiciones de Trump sobre algunas cuestiones políticas clave no son muy racionales desde el punto de vista económico, pero eso no parece haber importado a sus votantes. O sea que, tal vez, tendríamos que reconocerlo: It isn’t economics, stupid!
Si no es la economía, entonces es la identidad: de ahí la importancia del Bible Belt, de la derecha cristiana, del equilibrio entre “progresistas” y conservadores en la Supreme Court, y del rebufo cultural e ideológico de esos nuevos fascistas friendly que han poblado la América profunda en los últimos años, primero disfrazados de ultra-liberales del Tea Party y ahora —ya sin la careta liberal— mostrando su verdadera faz de ultra-nacionalistas y proteccionistas: America first! Ahora bien, igual que el neoliberalismo progresista del que habla Nancy Fraser en la revista Dissent era la elite del partido demócrata, el Tea Party —pese a sus pretensiones qualunquistas— representaba a la elite republicana. La trumpificación de los republicanos implicaba el regreso a un escenario peor.
– I –
Es posible, en cambio, que ustedes estén hartos de tanto aspaviento con el presidente norteamericano. Después de todo, ahora que dicen que hemos dejado la crisis atrás ¿qué tiene de extraño que elijamos a los del ladrillo —los mismos que incubaron, quiero decir, la crisis de las subprimes en 2007-08— para que nos gobiernen? ¿Qué tiene de extraño que los del ladrillo quieran levantar muros y además hacernos pagar a los demás por ello? ¿Se imaginan ustedes a un especulador inmobiliario en el Palacio de la Moncloa? No lo hagan: entre 2012 y 2018 el PP representó a la perfección los intereses de esos magnates del ladrillo, fondos buitre, grandes constructores —y los miles de delincuentes de poca monta que les secundaron—rescatados de la quiebra por bancos a su vez rescatados con los impuestos de los ciudadanos, que incubaron la burbuja inmobiliaria española y las dos profundas recesiones que siguieron a su estallido. En los Estados Unidos han ocupado la Casa Blanca magnates de todo tipo. En los últimos tiempos sobre todo los del petróleo. Faltaba uno del ladrillo, y ya lo tienen. Al contrario que en España, los norteamericanos al menos le dieron a Obama la oportunidad de sacar al país del agujero en el que lo habían metido los traficantes de edificios. A España en cambio, vinieron en 2012 a gobernar los mismos que habían provocado la crisis. Desde que ha llegado Trump, los votantes de Obama han empezado a recibir su merecido: una de las primeras medidas del tío Donald fue decretar la derogación parcial de las leyes de reordenación del sistema bancario norteamericano, que el presidente Obama promovió a partir de un estudio del Departamento del Tesoro (Financial Regulatory Reform. A New Foundation: Rebuilding Financial Supervision and Regulation), y que buscaban poner fin a los desmanes del crédito predador. A fin de proteger a los banqueros ladrones, en España no hizo falta que el PP derogase ley alguna: no nos habíamos molestado en promulgar ninguna durante todos aquellos años de abusos y atropellos continuados. Hicimos algo mucho más inteligente: a una crisis originada en los abusos del sistema financiero le hemos puesto remedio interviniendo no el mercado de capitales, sino… ¡en los mercados de trabajo mediante reformas que sólo buscaban la devaluación salarial y la precariedad! Era muy sencillo: es preciso que haya en España cuatro o cinco millones de desempleados y varios millones más de trabajadores pobres para que una camarera de hotel acepte limpiar una habitación por dos euros.
En los Estados Unidos, las cosas no han sido tan fáciles para los de arriba. La economía norteamericana ha ajustado por el lado de los salarios, es verdad, pero también ha tenido que ajustar por el lado de los beneficios. El modelo de Alan Greenspan (bajos tipos de interés, masivas rebajas fiscales a las rentas más altas y la retirada del poder regulador del gobierno), conocido en el hemisferio occidental como el hijo predilecto del Consenso de Washington, se encuentra en el origen de la depresión americana. El primer paso fue, por supuesto, la masiva expansión del consumo de bienes y servicios inducida por el crédito —una expansión que nunca estuvo acompañada por un crecimiento comparable de la producción, y cuyo resultado no podía ser otro que la sucesión de una serie de burbujas en los mercados de crédito, en los mercados inmobiliarios, la desigualdad rampante, y la creciente desconfianza en unas instituciones políticas nacionales que carecían del margen de maniobra necesario para responder a los desafíos de la globalización del sistema financiero. El Tea Party puede verse, a la vez, como la causa y el efecto de este modelo económico incubado durante la administración Clinton en los años noventa y consolidado durante la era de Bush Jr.
Era la causa porque el lobby ultra-liberal del Tea Party fue uno de los principales promotores del modelo; y era el efecto porque, cuando más se profundizaba en ese modelo, más clara quedaba la incapacidad de las administraciones para preservar su propia soberanía económica y financiera. O sea, que fue el modelo delirante de la Fed el que nos puso frente al popular trilema de Rodrik: si queremos soberanía, tal vez tengamos que renunciar o bien a la globalización o bien a la democracia. De ahí también el fuerte rebufo nacionalista de la derecha cristiana: ya a mediados de los años 90, (justo mientras Bill Clinton insistía en aquella célebre letanía —it’s economics, stupid!—) Newt Gingrich y la derecha del Congreso forzaban al Partido Demócrata a pasar la campaña electoral de 1996 hablando de family values. El desenlace es bien conocido: Clinton dio paso a George W. Bush en 2000, y los dos mandatos de George W. Bush terminaron en 2008 con la inyección de 700.000 millones de dólares en el sistema financiero —a los que hubo que sumar al poco tiempo 850.000 millones adicionales— y el convencimiento de que la sobre-endeudada economía norteamericana no había entrado en fase depresiva debido a un problema originado en el lado de la oferta, sino que se trataba de una depresión originada en la insuficiencia de la demanda interna. La ortodoxia ordoliberal europea tardó muchos años más en entender esta simpleza. Esa también fue la razón por la que la administración de Barack Obama prosiguió en la línea de mantener los niveles de consumo doméstico por encima de lo que permitía en ese período la capacidad de producción de la economía norteamericana.
El modelo de la Reserva Federal de Greenspan tiene damnificados, y es en ese contexto en el que debe entenderse a este nuevo Berlusconi americano que es Donald Trump. Trump no es un anti-sistema, ni terminará con la desigualdad. Trump es la derecha ultraliberal de siempre, la que quiere protección del estado frente a sus competidores exteriores, pero pregona las virtudes de la desprotección más absoluta de la oferta en los mercados de trabajo domésticos. Como le sucede a buena parte de la derecha económica empresarial del neoliberalismo, la des-regulación y la liberalización se les prescriben siempre a los otros, y en ese sentido es difícil calificar a Trump de “paleo-conservador”. Estos nuevos “paleo-cons” son bien liberales (en lo económico), mientras no se trate de ellos mismos y de sus patrimonios. Del liberalismo político… ya se sabe lo que esta palabra significa en USA.
Pese a la omnipresencia mediática del Tea Party, los Obama supieron aprovechar la crisis de las Subprime Mortgages y los Hedge Funds sobrevalorados por el oligopolio de las agencias de calificación para poner algo de orden en la jungla financiera del Wall Street, y para reintroducir en la agenda gubernamental las subidas selectivas de impuestos, cierta redistribución de la renta (no de la riqueza), y el aumento moderado del gasto público de carácter social. Si en Europa la crisis fue empleada como coartada para recortar el Estado del Bienestar, en los Estados Unidos puso completamente al descubierto la estafa perpetrada por las élites. Por eso Obama pudo derrotar al Tea Party. Por supuesto, la mayoría republicana en el Congreso durante los dos mandatos de Obama ha seguido bloqueando cualquier iniciativa en esta dirección, de modo que los damnificados de las políticas ultra-liberales de la Fed han continuado creciendo sin parar durante la era de los Obama también. Es la llave que conducirá a la próxima recesión en los Estados Unidos: más de lo mismo, lo que significa rebajas fiscales para los de arriba, inflación del crédito, y crecimiento desbocado del consumo por medio de la deuda privada.
– II –
Hay quienes hablan de la “paradoja de la cruzada moral” del Tea Party: cuando llegan a la corrupta Washington D.C., los puros se quedan sin apoyos y caen en la irrelevancia, y los que consiguen apoyos se quedan sin pureza y sufren la desafección de sus bases. No les sucede sólo a los “cruzados morales” de la derecha: se trata de una ley elemental de todos los movimientos sociales, y tanto el Tea Party como la Alt Right norteamericana han sido y son un movimiento social. Cuando hay cohesión no hay reconocimiento, y cuando hay reconocimiento no hay cohesión. Se trata, empero, de un argumento muy débil sobre el hundimiento del Tea Party. De hecho, no hay paradoja alguna. Todo el que emplea la política al servicio de una agenda moral está abocado, como la inefable Sarah Palin, a convertirse en folklore. Es la ley ineludible de los movimientos sociales.
Frente al empleo de la política al servicio de la moral, sólo está la lógica del compromiso con la res publica. Los que no pueden defenderse moralmente, apelarán a la necesidad, cuya expresión más acabada es el imperativo estratégico de los militares. En ese mundo, las decisiones estratégicas serán después validadas sobre fundamentos morales (“lo que trae el bien común es siempre terrible” —dijo Saint Just). Por supuesto, el imperativo estratégico es hipotético y depende de la evaluación de las consecuencias (es Robespierre el que pregunta cuál habría de ser la efectividad de la virtud sin el terror). No cuentan ni los motivos ni las convicciones personales y el estratega está, con frecuencia, obligado a tomar distancia incluso de sus propios valores. Cuando sólo cuentan los resultados, y no se obtienen los que se desean, el fracaso no es visto como hipocresía moral, sino como ineptitud. Las decisiones estratégicas nada tienen que ver ni con la falta de respeto a los principios ni con la brutalidad. Tienen que ver sólo con la eficacia, porque el estratega sólo está atento a la necesidad. No es la necesidad que aprisiona la naturaleza humana, ni la de los imperativos de la historia. Necesidad es el vínculo inextricable entre medios y fines. La naturaleza y la historia no son morales: por eso la virtud sin el terror es impotente.
Pero la cruzada moral es otra cosa. Lo contrario al planteamiento republicano de emplear la moralidad al servicio de la política (de otro modo, ¿cuál habría de ser la razón de ser de la virtud en la política para Maquiavelo o para Robespierre?) es el uso de la política al servicio de la moral o, incluso, al servicio de la causa religiosa de aquellos que creen que tienen derecho a imponer sus creencias a propios y extraños. Se trata de una elección no estratégica, sino moral. Una elección moral que será justificada después sobre la base de consideraciones estratégicas (por ejemplo, la “conveniencia” de eliminar las formas de vida débiles o “degeneradas” o de purgar de la nación a los enemigos de la patria, etc.). Este planteamiento no es el del republicano Robespierre: se parece mucho más al del general Mola. De hecho, si el planteamiento de Robespierre no resulta convincente (adolece de la ingenuidad que atenaza a todo el pensamiento “republicano”) el de los fascistas españoles de los años treinta es directamente sobrecogedor. Los imperativos morales no son hipotéticos y con frecuencia tampoco son tan limpiamente neutrales como los de Kant: con frecuencia toman la forma de un fin que ha de ser llevado a cabo por cualquier medio. Bajo el imperativo moral, la necesidad no se manifiesta como una mera ratio entre medios y fines. Al contrario (pensemos en Duterte o en Bolsonaro y su “necesidad” de acabar con los toxicómanos o con la delincuencia en las favelas), la necesidad se presenta como un absoluto ineludible. Aquí el enemigo no es simplemente un extraño, un disidente armado o desarmado, o la otredad institucional del extranjero: el enemigo de una cruzada moral es el otro absoluto, aquel con el que no hay espacio para la negociación. Cuando el otro absoluto es identificado como la causa del mal, se trate de judíos, rojos, extranjeros o pequeños delincuentes, su erradicación implicará el exterminio. ¿No llamaron los amigos de Mola y Queipo “cruzada” a su golpe de estado? La definición del enemigo es un ingrediente de toda ideología, pero lo verdaderamente preocupante es que esa definición se formule en términos morales.
¿Recuerdan ustedes el movimiento de aquellas Women for Christian Temperance? Sí; aquellas que, enfrentadas a la correlación entre el abuso del alcohol y la violencia de género entre los miembros de las clases trabajadoras norteamericanas, llegaron a la sorprendente conclusión de que, en lugar de prevenir y combatir la violencia machista, era mejor prohibir el alcohol a toda la población que no pudiera permitirse obtenerlo en el mercado negro. Sólo si hemos olvidado el Ku Klux Klan o la cruzada moral de las partidarias de la templanza seremos tan ingenuos como para creer que los movimientos sociales adoptan siempre formas amables e ideologías que empatizan con los débiles y los oprimidos. Los ciclos de corrupción son seguidos de ciclos de indignación, y si la indignación adopta una forma autoritaria y retrógrada, la violencia de los puros no conducirá más que a la supresión de las libertades y de la democracia. El fenómeno se ha dejado ver con claridad meridiana en el golpe de estado judicial perpetrado por el gánster Michel Temer contra la presidenta Dilma Rousseff en Brasil. Cuando el ciclo de la corrupción ha dado paso a los indignados, éstos han optado por elegir un presidente analfabeto, violento, racista y homófobo.
– III –
Habíamos mencionado a los damnificados del ciclo neoliberal de los ochenta y los noventa. Desde 2016, con la llegada de Trump, habrá que sumar a eso las políticas proteccionistas de la oferta laboral nativa (es decir, la criminalización y la represión de la inmigración) y el desmantelamiento de los servicios públicos para acabar con cualquier vestigio de redistribución de la renta mediante el salario social. Nadie quiere perder, pero parecen haber olvidado la prescripción del Nobel Paul Krugman en su célebre conferencia en mitad de la crisis en la London School of Economics: “someone is gotta run a déficit”. Tenía razón.
Las encuestas previas al 8 de noviembre de 2016 vaticinaban que la parte baja de las rentas (de 30 a 50 mil dólares), optaría por la Clinton. El problema, empero, no estaba ahí. El modelo del Tea Party ha acumulado demasiados damnificados como para que la hegemonía en el tramo de las rentas de 30 a 50 mil dólares suponga realmente una ventaja substancial. En los Estados Unidos hay demasiada gente con mucho menos que eso que temía perder incluso lo poco que tiene.
De modo que, como rezaba el chiste local, en enero de 2017, vimos por vez primera a un multimillonario americano blanco ocupar una vivienda pública de la que sale una familia negra. Aunque el voto popular daba a la señora Clinton una estrecha ventaja, la distribución de compromisarios por circunscripciones estatales, en las que se verifica la condición de que los winners take all, le daba a Trump el último empujón que necesitaba hacia la Casa Blanca. De nada sirve afirmar que Bernie Sanders podría haber hecho frente a Trump, porque movilizaba a los sectores obreros golpeados por la crisis, la desregulación, la desindustrialización y el crecimiento rampante de la desigualdad. Desde este lado del Atlántico, lloramos por los resultados de Wisconsin —la cuna de J. R. Commons y de la Wisconsin School of Labor Relations— pues ni siquiera allí ha sido posible que los obreros dieran la victoria al Partido Demócrata.
En efecto, Pennsylvania, Michigan… Demasiados perdedores de la globalización. Mientras tanto, el electorado de Trump, mucho más movilizado, galvanizaba el voto del miedo y del enfado. Así que, finalmente, fear and anger tip the balance in the oscillating states: Ohio, North Carolina, Florida… Todo ello servido en la suculenta salsa del empobrecimiento galopante de la clase media: engañados por Reagan y Bush y abandonados por los demócratas, los votantes demócratas de la clase media se han hecho antifeministas porque ven a la señora Clinton como una arribista que votó a favor de la guerra de Irak. Hillary no despierta entusiasmo porque es vista como una oportunista del aparato corrupto del Partido Demócrata que se opuso al matrimonio gay cuando creyó que eso la favorecería; los perdedores pro-Sanders votaron a Hillary con la pinza en la nariz, pero no arrastraron a nadie hacia el ballot box.
Una vez perdidas las primarias, los obreros de Sanders se quedaron en casa, y de nada sirve burlarse del bajo nivel moral, cultural e intelectual de la otra clase obrera que sí ha votado por Trump. Los de Trump no recuerdan ni el bienestar social, ni los derechos laborales, ni la seguridad en el empleo. Igual que los miles de trabajadores que han hecho millonario a Trump, nunca tuvieron nada de eso: es lógico que no lo añoren. Y es lógico también que, en medio de la rampante desigualdad, echen la culpa de su suerte a quienes tienen como competidores en un mercado de trabajo desregulado, precario y favorable a la demanda. Los competidores que Trump dice querer detener con un muro en los desiertos de Mojave y Sonora son, sin embargo, los mismos que han hecho rico a Trump.
No puede haber democracia sin derechos sociales. Trump propone una fiesta para el 1%. Pero, ¡un momento! ¿Tax cuts for the upper 1% (o sea, bajar los impuestos a los ricos), reducir el gasto del estado y los servicios públicos y mano dura contra los terroristas a los que pintan disfrazados de inmigrantes? ¿No era ese, más o menos, el programa del PP, que también explotaba ―si hiciera falta― el terrorismo made in Spain para justificar su apuesta por el autoritarismo? En los Estados Unidos está candente el tema del cambio climático y del incumplimiento de los Acuerdos de París, pero, ¿alguien no recuerda a Rajoy cuestionar el cambio climático asegurando que tenía un primo experto en la materia que dudaba de la verosimilitud de esa hipótesis? ¿La guerra? La iniciaron los Bush y la continuó la secretaria de Estado Clinton: Irak, Libia, Siria…. Lo único que Trump propone es —igual que hicieron los halcones de Bush Jr.― abandonar a los aliados que no gasten bastante en su propia defensa. Quienes hayan seguido la obra del reaccionario Robert Kagan (por ejemplo, Poder y Debilidad) ―muy comentada tras los atentados de Nueva York en 2001― recordarán que este reproche a los “aliados” europeos ya era moneda corriente en aquellos años. Menos aspavientos y menos hipocresía, por tanto: buena parte de la derecha europea que se escandaliza con Trump parece incapaz de ver que sus formaciones están proponiendo en Europa exactamente las mismas recetas.
– IV –
Pero Trump está lejos de ser, simplemente, la expresión electoral del Tea Party tras el mandato de los Obama. Es mucho más que eso: representa también la desmovilización ideológica del bloque popular. Obama volvió a insuflar oxígeno en la economía, pero no terminó de llevar adelante su programa sanitario, no cerró Guantánamo, no fue capaz de pedir perdón por el horror de Hiroshima y Nagasaki, siguió espiando a los ciudadanos de medio mundo con la coartada del terrorismo, persiguió a los que defendieron la libertad de información y, sobre todo, su mandato se desenvolvió con soltura en medio de una sociedad en la que la policía volvía a la práctica de disparar contra los afroamericanos antes de preguntar.
Si las vidas de los negros no parecen haber importado mucho a la administración Obama, ¿cómo van a importar a una candidata ―la que ganó las primarias demócratas― que representa los intereses de las grandes corporaciones, que representa la peor tradición del partido demócrata desde Truman? En la medida que los Obama no supieron, no pudieron o no quisieron construir una nación afroamericana en norte América, los negros no fueron a votar, mientras que la candidata que lleva desde 1992 poniéndose al frente del voto femenino, con no otro objetivo que el de que le tocase, más temprano o más tarde, ocupar el despacho oval en nombre de esas votantes, perdió toda credibilidad incluso entre las votantes de la clase media mejor instruida de la costa este.
¿Un presidente al que le gusta el Bunga-Bunga y que presume de poder agarrar a las mujeres jóvenes por sus coños? No seamos hipócritas. La retórica de Trump tiene un inconfundible sabor europeo. Consideremos los varios cursos tomados recientemente por algunos de los partidos políticos de la derecha europea, desde la Lega Nord, al Front National… o a sus homólogos en España bien representados por el Partido Popular (un partido nacionalista español, que ha probado ser incapaz de romper con su propio pasado franquista y que tiene en su interior una fuerte fracción de extremistas de derecha, que sólo ha empezado a asomar sus colmillos fuera del PP, al punto que ―con la excepción de Polonia y Hungría― es posible que no haya habido en Europa ningún gobierno ocupado por un partido más de derecha que el PP español): de todos ellos ya hemos dicho muchas veces que claramente prefiguran el tipo de monstruos políticos que empieza a asomar por el horizonte. Anunciábamos que pronto les veríamos abogar abiertamente en favor de la reintroducción de la censura, y ha sucedido; y anunciábamos que pronto les veríamos aprobar, con o sin la coartada del terrorismo internacional, leyes encaminadas a restringir las libertades de los ciudadanos, y ha sucedido también. ¿Quién tiene miedo a Trump con lo que tenemos por aquí? Trump ha metido a niños en jaulas, pero ¿alguien ha visto a Trump ordenar a su guardia de frontera disparar contra los inmigrantes náufragos en el Río Grande? Puede que lo veamos en el futuro, pero en el sur de Europa eso ya lo hemos visto en la playa del Tarajal. Por eso sorprende que los progresistas se asusten con el folklore de VoX.
Ahora bien, ¿cómo son los monstruos políticos que hoy entonan entusiastas el “Tomorrow belongs to me”? Con variaciones locales, los veremos moverse en tres direcciones. En primer lugar, veremos una reacción nativista en el ámbito de los derechos laborales y de las oportunidades en los mercados de trabajo: mientras predican las virtudes del ultra-liberalismo para todos excepto para ellos mismos, les veremos entonar ofendidos el “our folks first”, la letanía que habrá de granjearles el voto de los sectores más atrasados de los trabajadores, y que permitirá a sus amiguetes empresarios disponer de una amplia oferta de trabajadores extranjeros sin derechos. Veremos, en segundo lugar, una reacción autoritaria, en la que entonarán el “let’s get tougher”, “pongámonos serios”, con tales o cuales grupos que habrán sido previamente asociados con estados “indeseables” de la sociedad: si son ratios de criminalidad, la emprenderán con la pequeña delincuencia a golpe de código penal; si se trata de lo que ellos entienden por “los excesos” de la libertad de expresión, inflarán el concepto de “crimen de odio” o de “ofensa a los sentimientos religiosos” para poder perseguir judicialmente a todos cuantos no compartan sus prejuicios (maestros y profesores, activistas por la igualdad entre mujeres y hombres, artistas, escritores, etc.). Y veremos, por fin, una reacción populista que se alzará indignada contra la corrupción de los amigos políticos, pero ocultará a la vez la corrupción de los amigos empresarios buscando entre la elite política e intelectual de la sociedad un chivo expiatorio en el que poder perpetrar una venganza que deje impunes a los verdaderos responsables de los desmanes, los terroristas financieros e inmobiliarios que desencadenaron la crisis y que están a punto de irse de rositas sin que nadie les eche el aliento en el cogote.
Lo interesante, no obstante, de toda esta retórica anti-elitista de las nuevas derechas a ambos lados del Atlántico, es que los seguidores del nuevo populismo de derecha votarán a políticos conservadores que sirven a los intereses de las mismas elites financieras y corporativas contra las que pretenden estar actuando. Trump no es un anti-sistema. El que dudaba de que el presidente Obama hubiera nacido en los Estados Unidos, nos recuerda a los que por aquí pusieron en duda que los atentados del 11-M-2004 respondieran a un dispositivo salafista. No creyeron a Otegi, que dijo la verdad, y siguieron erre-que-erre, atrincherados en su patraña, incluso después de que un juez dictase sentencia. El contagio ha llegado incluso a la Internacional Socialista y las alas derechas de los partidos socialdemócratas europeos. El igualitarismo de esa nueva extrema derecha, analfabeta y violenta, comparte muchos rasgos con el igualitarismo procedimental de los liberales que tan negativa influencia ha ejercido también sobre el discurso socialdemócrata: en particular en la creencia de que la igualdad de oportunidades es mejor que la igualdad.
El populismo de izquierda es otra cosa: es solidaridad nacional y popular frente a un populismo de derecha que se levanta sobre un concepto embustero de igualdad, entendida exclusivamente como igualdad territorial, y combinada con la más radical insolidaridad frente al exterior. El fracaso del Partido Demócrata en los Estados Unidos es el fracaso del establishment; y es el mismo fracaso que el de los socialdemócratas europeos. Les gusta tener en frente a los extremistas de derecha para poder recoger el “voto útil” de los partidarios de la justicia social y del progreso de las libertades, al tiempo que ocultan que el espacio para que esos extremistas proliferen ha sido creado por su propia falta de firmeza a la hora de legislar y gobernar para la mayoría social. Las soluciones populistas basadas en los derechos de ciudadanía volverán. Con un poder del estado cada vez más debilitado, la cuestión es si lo harán bajo la forma autoritaria, paternalista y retrograda de una democracia vigilada que funciona al servicio de los intereses privados, o lo hace bajo una forma democrática y progresista a favor del interés público.
Trump: el outsider reaccionario
04/06/2019
Ignasi Gozalo-Salellas
Profesor de Estudios Hispánicos y Estudios Cinematográficos en Ohio State University (EEUU)
Vivimos con estupor, en mi caso desde la misma Nueva York, las elecciones del 2016 en que el outsider Trump se imponía, contra pronóstico, a todas las encuestas y cálculos de las élites políticas y mediáticas: una derrota clara ante la candidata del sistema, Hillary Clinton. Hoy, superado el ecuador de su primera legislatura, nadie se atreve a afirmar que el fenómeno Trump sea simplemente un error del sistema. Porque es, y de hecho lo fue siempre, parte del mismo.
Para entender el personaje y su performance política y mediática, hay que mirar a la sociología. En 1965 Norbert Elias publicaba un texto revolucionario (The established and the outsiders: A Sociological Enquiry into Community Problems) que hoy nos puede servir para aplicar en un contexto diferente pero bajo unas lógicas similares. En ese texto, Elias habla del forastero como una figura construida por el sistema. En nuestro caso, nos encontramos ante una autoconstrucción de la figura, por oposición a un sistema político y económico que ha dejado fuera a una parte importante de la antigua clase media estadounidense. Para lo bueno o para lo malo, ejerce de outsider. Su enorme capacidad de resilencia ante el establishment —veáse la última acusación de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en que sitúa el fantasma del impeachment al presidente encima de la mesa— es directamente proporcional al incumplimiento de sus promesas y al devaneo estratégico de su acción política —sale del Acuerdo de París contra el cambio climático, recorta impuestos, pretende construir el muro y traslada embajadas como fuegos de artificio, pero no desarrolla nuevas infraestructuras, no abandona la OTAN y se replantea la pertenencia al TTP (Asociación Transpacífico). En ambos sentidos de su acción, se impone siempre su pulsión reactiva, contrario a la ley de lo común.
Sin embargo, en voz baja, los mercados le aplauden, y esto en el país en que el mercado es, tristemente, el indicador democrático. Tal vez lo anómalo no sea Trump sino el modelo de democracia que el último gran imperio, Estados Unidos, ha construido como propio. No parece ser el fin del capitalismo, como algunos optimistas afirman (David Harvey, Richard Wolff, entre otros), ni tan siquiera del periodo de desarrollo neoliberal, sino el fin del capitalismo burocrático. En Trump están varios de los indicadores de esta mutación de piel: del anonimato globalizador se vira hacia un capitalismo con rostro propio, representado por figuras singulares que capitalizan el odio de algunos y proyectan el ascensor aspiracional en otros. Payaso, le llaman unos; otros le tratan de genio. Muchos le acusan de estafador; otros de emprendedor. Los que estudiamos en la Universidad de Pennsylvania sabemos de las sospechas que su título académico provoca; sin embargo, para muchos es un oneself made man, un hombre hecho a sí mismo o incluso un winner.
Trump es arquetipo de lo nuevo más viejo: el nuevo millonario. En él recae, pasado por lo kitsch, el mito del éxito individual, ese gran objeto de deseo del capitalismo del siglo XXI. Él encarna el paso de un capitalismo anodino, anónimo y burocrático al de la velocidad, la banalidad, la acumulación y, sobre todo, la sobreexposición. Sin Twitter, desde el que mentir y humillar groseramente a cualquier forma de identidad diferente a la WASP (White Anglo Saxon Protestant: el blanco de origen anglosajón y de tradición potestante, expresión a la que deberíamos añadir la “M” de man), ya sean mujeres, homosexuales, ciudadanos de segunda, otras formas de fe religiosa, países del hemisferio sur; pero sobre todo sin su poder financiero, Trump sería inofensivo.
Por ello, en un volumen de pronta aparición que hemos editado con Álvaro Guzmán-Bastida y Héctor Muniente (El síntoma Trump, Lengua de Trapo), definimos su impronta no como un efecto sino como un síntoma: anticipó en 2016 el sello reaccionario, machista e incorrecto que inunda hoy los escenarios de la política y la economía global. Síntoma y a la vez metáfora de nuestro tiempo, no por populista sino al revitalizar el viejo orgullo blanco, masculino y autoritario, Trump no es otra cosa que una forma poco polite, educada, de elitismo.
Trump es solo en algunos detalles una figura equivalente a los líderes políticos populistas del mapa global (pensemos en figuras consolidadas como Bolsonaro, Salvini, Orbán o Le Pen, precedentes en Holanda y Austria o incipientes en Alemania y España misma). Trump juega, despliega un modelo económico-político, mientras que los demás encajaron en un momento político-social determinado para extremarlo o agudizarlo. Si Orbán se proyecta como un neofascista, a imagen de los nefastos liderazgos en la Europa del primer tercio de siglo XX, Trump no pretende otra cosa que ser una reformulación posmoderna y fraudulenta de figuras como William Randolph Hearst, John Rockefeller o Henry Ford. Para la historia queda la campaña digital trumpiana de las elecciones del 2016, en que cada ciudadano estadounidense se convirtió en un potencial cliente de un nuevo producto llamado ‘Trump’. Trump no responde al pueblo, sino que le trata como cliente.
Sin embargo, me gusta pensar en Trump también como revulsivo. Su llegada al poder pretendió sellar el modelo liberal y deliberativo de democracia. No es una tarea fácil, pero parece evidente que las nuevas formas de oposición política a Trump no pueden perpetuar el modelo corporativista del Partido Demócrata. Es por ello que nunca desde la Segunda Guerra Mundial había habido tantas alternativas políticas de izquierdas en Estados Unidos, un país marcadamente bipartidista. Si la apuesta para frenar a Trump es Joe Biden, la derrota puede ser clamorosa. Si la apuesta es arriesgada, con figuras ajenas al tradicional poder de lobbies y grandes intereses, se puede perder o ganar pero hacerlo contraatacando. La lucha se debe dar en el mismo terreno de la excepcionalidad política. Me temo que solo un outsider de verdad —pensemos para el futuro en Alexandria Ocasio-Cortez: mujer, de origen inmigrante, de clase trabajadora, de ideología socialista, activista en favor del medio ambiente y figura empática— puede vencer al outsider hegemónico, blanco, hombre, reaccionario, millonario y sin ideología. Hay que saber jugar las cartas del momento que Trump ha tomado prestado. Y ganar la partida, claro.
El fantasma de la extrema derecha recorre el mundo
03/06/2019
Juan Manuel Vera
Economista, Consejo editorial de Trasversales
“El fruto está ciego. Es el árbol quien ve” (René Char).
Los rostros del poder son desagradables, pero en los últimos tiempos se están afeando cada día más. La podredumbre se agranda. Hay cambios políticos amenazantes en muchas zonas del mundo.
El crecimiento global de la nueva extrema derecha debe ser explicado. Se alimenta del miedo, del odio al diferente y de una pulsión extrema hacia el dominio. Me gustaría pensar en estas líneas sobre las condiciones que lo hacen posible, desarrollando brevemente algunas intuiciones y reflexiones, esbozando unas explicaciones provisionales.
El vendaval derechista
El capitán retirado Jairo Bolsonaro acaba de asumir la presidencia de Brasil y todos sabemos que es un homófobo y un machista, un partidario de la tortura y de la dictadura militar de su país y alguien contrario a los derechos laborales. Pero ya en noviembre de 2016, el millonario Donald Trump ganó las elecciones presidenciales norteamericanas y todos sabemos que es un racista, cercano al supremacismo blanco, un machista y un enemigo de las políticas sociales y medioambientales. Rodrigo Duterte venció en las elecciones filipinas en mayo de 2016 y todos sabemos que es un homófobo y un machista, un partidario de las ejecuciones extrajudiciales y de políticas fiscales regresivas. Tres personajes siniestros que representan el giro derechista internacional.
En la Unión Europea la mancha de la nueva derecha también se ha extendido de una forma vertiginosa. Sin carácter sistemático, recordamos. Se ha roto cualquier cordón sanitario para que gobiernen. La Hungría de Viktor Orban y la Polonia de Mateusz Morawiecki son ejemplos de gobiernos de extrema derecha en países que forman parte de la Unión Europea. Y sus consecuencias son conocidas. Por ejemplo, Orban ha acometido una ley laboral conocida como ley esclavista por sus efectos sobre los derechos laborales e intenta liquidar la independencia judicial. Pero son más países europeos aquellos en los que la extrema derecha forma parte de gobiernos de coalición. Uno de los ejemplos más ilustrativos es el gobierno Salvini-Di Maio en Italia. Pero también están Bulgaria, Austria y Eslovaquia, con fórmulas variables. Hace dos años Marine Le Pen disputó la presidencia a Emmanuel Macron. En casi toda Europa, partidos de esa naturaleza disponen de una fuerza electoral significativa ejemplificada en las victorias en las elecciones al Parlamento Europeo en dos países tan centrales de la Unión como Francia e Italia. La emergencia en España de Vox forma parte de esa corriente.
No hay que olvidar la presencia del gobierno nacional-oligárquico de Vladimir Putin, consolidado en Rusia, con medidas represivas, pero también con un amplio apoyo social. Putin es una fuente de inspiración de la nueva derecha (y, en algunos casos, posiblemente, una fuente de financiación). La nueva derecha europea opera como un aliado estratégico del régimen ruso en su pretensión de favorecer la descomposición de la Unión Europea.
Mas allá de las circunstancias nacionales específicas, hay rasgos comunes y tendencias que deben ser analizadas. La propia nueva derecha se ve a sí misma como una corriente internacional. Steve Bannon, el que fuera asesor de Trump, fomenta esas conexiones a través de The Movement.
¿Por qué ganaron Trump, Bolsonaro a Dutarte? ¿Qué es y por qué crece tan rápidamente esta extrema derecha? ¿Por qué se han normalizado con tanta rapidez la presencia de líderes y partidos con rasgos autoritarios y fascistizantes?
Claro está, hay que hacer el análisis concreto de la realidad concreta de cada lugar. Hay muchas especificidades, muchas diferencias, muchas singularidades. Pero cuando se ve una tendencia tan clara, también hay que disponer de un análisis en una perspectiva más amplia. Un ascenso de la extrema derecha en tantos lugares y en un plazo tan corto de tiempo requiere difuminar temporalmente sus matices diferentes para percibir con más claridad sus rasgos comunes.
Estamos en una época de transición que intentamos comprender con el vocabulario de otra época. Y todavía no sabemos cómo llamar a esta nueva realidad que nos invade. ¿Fascismo, nueva derecha, extrema derecha, derecha fascistizante, populismo? A lo nuevo siempre le buscamos nombres viejos.
Caldos de cultivo
La nueva derecha ha conseguido de una forma acelerada forjar una amalgama entre sectores sociales que se sienten amenazados y la parte de las élites más partidaria de un nuevo disciplinamiento social. El resultado es un proyecto de autoridad y orden.
La abstención electoral y el desinterés por la política de amplios sectores populares, y la crisis internacional de la izquierda, son factores que han propiciado los vertiginosos éxitos de esas nuevas derechas.
Su caldo de cultivo es un malestar social difuso que tiene que ver con el desarrollo expansivo de las políticas neoliberales. En particular, las consecuencias de la crisis económica de 2008 y los efectos sobre la sociedad de las medidas de austeridad desarrolladas por gobiernos de distintos signo. El malestar de los perdedores y de quienes se sienten amenazados por los efectos del orden neoliberal provoca, en ausencia de proyectos económicos y sociales alternativos, la fascinación por visiones simplificadoras y unilaterales del mundo, fuertemente apoyadas en la xenofobia y el nacionalismo.
Al mismo tiempo, se ha producido un giro en el pensamiento estratégico de un sector de las élites, preocupado por la creciente deslegitimación de las instituciones políticas. En su visión, el dominio de las oligarquías económicas está amenazado por la disgregación del entramado social que provocan sus mismas políticas y, ante ello, consideran necesario un poder más autoritario.
Ese giro perceptible en las élites solo ha podido desarrollarse porque ha encontrado eco en sectores afectados por la degradación social generada por el neoliberalismo, sobre todo por el miedo de ciertas capas medias a la pérdida de las condiciones de vida que creían asegurados para ellos y sus hijos. Ese miedo es el fertilizante idóneo para la creencia en un enemigo interior (que al mismo tiempo es exterior), llamado inmigrante, llamado terrorista o llamado feminista. Esa construcción de nuevos enemigos, que de alguna forma sustituyen al comunista de otras épocas, es el producto de una intensa renovación de la retórica política de la derecha. Por ejemplo, la islamofobia ocupa el espacio del viejo antisemitismo. El anti-feminismo y la homofobia ocupan más espacio retórico que la defensa tradicionalista de la familia.
Las nuevas derechas enfatizan una reorientación del consenso neoliberal hacia políticas más autoritarias respecto a la sociedad y, al mismo tiempo, más desreguladoras, más radicalmente desprotectoras de los sectores más débiles.
En algunos medios de la izquierda antiglobalizadora se hace una interpretación muy diferente a la esbozada en los párrafos anteriores. Se interpreta el populismo de derechas como una reacción contra la globalización que aspira, deformadamente a defender el Estado nacional y la clase obrera nacional frente a los peligros de desintegración que supone el capitalismo global. En mi opinión, esa interpretación choca con la realidad y es producto de un desenfoque que ha puesto el acento en un aspecto del neoliberalismo, su inscripción en el ciclo globalizador del capitalismo, olvidando sus características esenciales de desregulador y precarizador sistemático y sistémico.
Las políticas de las nuevas derechas, desde Trump a Bolsonaro, desde Putin a Salvini, son neoliberales aunque se presenten como preocupadas o contrarias a la globalización. Sus señas de identidad son tanto o más neoliberales (normalmente más radicales) que las de la derecha tradicional y se orientan al desmantelamiento de las políticas sociales, las privatizaciones, la eliminación de la progresividad fiscal, la desregulación laboral y medioambiental, la desprotección de los consumidores, etc.
Es cierto que hay una retórica muy diferente a la de la derecha liberal o conservadora. También es cierto que algunos representantes de esta nueva derecha populista plantean ciertas políticas proteccionistas. Pensemos en Trump. Pero identificar el proteccionismo con una defensa de los intereses populares ya era una idea desfasada en los tiempos de Marx, que lo indicó muy certeramente. Entre ciertas izquierdas la pasión por el estado nacional y la ilusión de un proteccionismo popular son un vicio intelectual que parece resistir los envites de la realidad y les lleva a identificar como progresistas aquellas políticas que les parecen contrarias a la globalización o tendentes a recuperar el poder de los estados.
La nueva derecha está plenamente inserta en el pensamiento neoliberal y no se opone a la mundialización capitalista sino a los instrumentos políticos con los que se intentaría controlarla y limitar sus peores excesos. La posición de la extrema derecha europea es debilitar las instituciones europeas, del mismo modo de Trump es un enemigo de los principales instrumentos de gobernanza supranacional.
No es tan sorprendente que alguna izquierda llegue a ver componentes de progresismo en el discurso nacionalista de la extrema derecha. En Europa, algunos pudieron identificar el voto contra la Constitución Europea de Francia y Holanda o, mas recientemente, el brexit como golpes al proyecto neoliberal. No comprendieron que esos episodios refuerzan el proyecto neoliberal, que busca debilitar cualquier forma eventual de control político sobre los negocios.
Las consecuencias de confundir neoliberalismo y mundialización son políticamente devastadoras y llevan a una creencia en la posibilidad de un retorno al viejo estatus de los estados nacionales con políticas económicas y sociales independientes en cada país. Es una utopía no solo inviable sino reaccionaria, que puede enlazar fácilmente con las retóricas de la nueva derecha.
No es lo mismo luchar por globalizar la rebelión que rebelarse para desglobalizar (Luis Miguel Sáenz, Trasversales 45, 2018). En un mundo donde los desafíos ecológicos, económicos sociales y políticos son globales no hay que confundirse en el objetivo, por difícil y complejo que aparezca en las condiciones presentes.
También me parece que conduce a errores muy graves equivocarse en la naturaleza de la etapa que vivimos. Chantal Mouffe ha popularizado en ciertos ámbitos de la izquierda la idea de que vivimos un “momento populista” (Por un populismo de izquierda, Siglo XXI, 2018). Mouffe entiende que el “momento populista” supone una crisis de la formación hegemónica neoliberal que abre la posibilidad de construir un orden más democrático. En términos literales señala que “la crisis de 2008 puso en primer plano las contradicciones del modelo neoliberal y hoy la formación hegemónica neoliberal es cuestionada por diversos movimientos antiestablishment, tanto de derecha como de izquierda”.
Confundir una efectiva crisis de legitimidad de las instituciones políticas que, con gobiernos de distinto signo, han desarrollado políticas de austeridad, con una crisis de la formación hegemónica neoliberal es un salto excesivo. Y sobre todo, tiende a situar en el mismo plano político dos cuestiones diferentes. Una es la reacción de parte de las élites hacia nuevas formas de disciplinamiento social, en donde tienen su espacio políticos las nuevas extremas derechas. La otra son los movimientos sociales desencadenados a partir de 2008.
Sin entrar, en este artículo, en el debate sobre el argumento central de Mouffe (que el populismo de izquierda -entendido como estrategia discursiva de construcción de la frontera política entre “el pueblo” y “la oligarquía”- es el tipo de política requerido para recuperar y profundizar la democracia), quiero señalar que su argumentación sobre el “momento populista” puede llevar a enfoques políticos desafortunados. Al dar tanto peso a las retóricas políticas, tiende a considerar que las nuevas extremas derechas y la izquierda contraria al neoliberalismo compartirían espacios políticos. Ello lleva a desconocer que las nuevas extremas derechas suponen una radicalización del contenido político y social del neoliberalismo y que los malestares y resentimientos sobre los que opera son sustancialmente diferentes de las significaciones sobre las que trabajan los movimientos sociales desarrollados después de 2008. Claro que Mouffe, tiende a dar más importancia a los aparatos políticos que a los movimientos sociales. Al dar más peso a las retóricas políticas que a la naturaleza y características de los movimientos sociales tipo 15M o al movimiento de las mujeres, nos cegamos ante las fuerzas sociales efectivas que pueden construirse frente al consenso neoliberal.
La llegada de las nuevas derechas no representa un movimientos antiestablishment, no se dirige a cambiar nada sustantivo en las políticas neoliberales, salvo su eventual radicalización, ya demostrada en los gobiernos en los que están presentes. Incorporará xenofobia, neomachismo, homofobia y autoritarismo. Incluso, excepcionalmente, algunas medidas sociales paliativas aisladas pero siempre tendentes a enfrentar a unos sectores populares con otros. Nada de ello podrá eliminar el malestar social que las ha alimentado y que con sus políticas sustancialmente desreguladoras y precarizadoras solo puede crecer.
La política en el mundo neoliberal
Me preocupa que a fuerza de hablar de extrema derecha olvidemos el mundo y el contexto en el que estamos, y del cual surge esta nueva podredumbre. No debemos confundir los síntomas de un mal (las nuevas derechas) con la enfermedad que deteriora nuestras sociedades. Es muy importante entenderla como un producto político de la época neoliberal, cuyas propuestas son plenamente neoliberales aunque tienden a disfrazarlo con retóricas nacionalistas.
En los años que llevamos del siglo XXI el horizonte de una desaparición del conflicto político ha sido sometido a diversos avatares. Por un momento se popularizó la idea de que el orden neoliberal podía asegurar una estabilidad sistémica en un mundo donde, desaparecido el bloque soviético y desarrollado el capitalismo global, todas las piezas encajarían en una gran era de consumo universal ilimitado. Que la crisis ecológica estaba a las puertas, era sabido, pero eso, como dicen en los cuentos, era otra historia que no empañaba el triunfo universal del capitalismo.
La crisis de 2008 fue una sacudida brutal a las ilusiones en un nuevo mundo armónico donde la mercantilización generalizada produciría riqueza, satisfacción y conformidad política. Una nueva etapa de contestación social se desarrolló en muchas zonas del planeta. Movimientos como el 15M español, Ocuppy Wall Street, las primaveras árabes, el movimiento global de las mujeres, han mostrado la emergencia de nuevos movimientos sociales cada vez más alejados del canon marxista. El modelo político de las democracias electorales entró en una crisis profunda. Fue muy afectado por las políticas de la crisis y, también, por el crecimiento de un sordo y creciente descontento en el conjunto de la sociedad. Pero el consenso neoliberal no dio marcha atrás.
El neoliberalismo debemos entenderlo, siguiendo a Christian Laval y Pierre Dardot, como una creación antropológica que determina modos de pensamiento y comportamientos fundamentados en la traslación a lo social de criterios de competencia y de mando propios de la empresa privada. “El neoliberalismo no es solo destructor de reglas, de instituciones, de derechos, es también productor de cierto tipo de relaciones sociales, de cierta manera de vivir, de ciertas subjetividades. Dicho de otro modo, con el neoliberalismo lo que está en juego, es nada más y nada menos, la forma de nuestra existencia, o sea, el modo en que nos vemos llevados a comportarnos, a relacionarnos con los demás y con nosotros mismos” (La nueva razón del mundo, 2013, págs.13-14). La creación neoliberal se construye sobre la descomposición de algunos valores occidentales, pero eso no le impide ser una novedad histórica, probablemente la creación que materializa los sueños de las élites que dominan el mundo y, en cierto sentido, paradójicamente, la conversión de la propia carencia de sentido en una significación.
Las contradicciones entre ese mundo neoliberal y unos regímenes de democracia electoral producto de los múltiples equilibrios y desequilibrios heredados del siglo XX están en la base de la oleada reaccionaria que ha seguido a los movimientos sociales que afloraron después de 2008.
El deterioro de la ciudadanía social ha facilitado a las élites económicas reforzar su influencia sobre los gobiernos. Esa posición reforzada ha sido utilizada, además, para obstruir el desarrollo de las instituciones supranacionales imprescindibles para someter a control el nuevo impulso tecno-económico. El capitalismo desregulado y desregulador ha podido desplegar algunas de sus peores características empezando por su más directa consecuencia, un crecimiento atroz de la desigualdad social.
La desigualdad mundial es la enfermedad del siglo XXI. Se expresa en la concentración brutal de la riqueza, simbolizada en el hecho de que el 1% más rico de la población mundial posee más que el 99% restante de las personas del planeta, lo que supone que acumula más de la mitad de la riqueza global. En paralelo a ese aumento de la desigualdad, la concentración del poder económico ha alejado cada vez más al capitalismo de la libre competencia, degradando el mercado propiamente dicho, en favor de conglomerados oligopolísticos que utilizan los recursos económicos en beneficio de una minoría a costa del resto de la sociedad.
La oligarquización de la política y la influencia creciente de los poderes económicos en ella son la causa fundamental de la crisis profunda de las instituciones occidentales, cada vez más impotentes ante el agravamiento de los problemas de la sociedad. Esta oligarquización es, también, un elemento identificativo de los regímenes políticos construidos a su imagen, desde las nuevas democracias electorales de los países del este de Europa, a los regímenes de fachada democrática en otras zonas del mundo.
Son las condiciones para que aparezcan los diversos Trump, La oligarquización neoliberal ha fomentado la aparición de todas estas fuerzas ultrarreaccionarias.
¿Fascismo? ¿Populismo?
El abuso de términos como fascismo o populismo poco contribuye a la comprensión. Es verdad que necesitamos conceptos, pero hay que intentar evitar quedar presos en significados cerrados, vinculadas a otra época histórica, que dificulten entender los auténticos y nuevos peligros.
El miedo a la nueva extrema derecha es comprensible. Es un fenómeno global de gran peligrosidad. Sin embargo, no estamos en una crisis como la de los años veinte/treinta del pasado siglo. Hablar de fascismo solo es útil si lo hacemos para trazar las similitudes pero, también, las diferencias entre los nuevos políticos autoritarios y el viejo fascismo europeo. Enzo Traverso ha hablado en ocasiones de posfascismo para referirse al fenómeno, en un intento de aprehender lo que está pasando en esta década.
No hay que confundir las retóricas políticas con la significación sustantiva de los procesos. El hecho de que la nueva derecha utilice un discurso contra las élites y la corrupción del sistema democrático-electoral no puede ocultar que ellos son parte de esas propias élites, y muchas veces, vinculados a sus segmentos más oscuros y corrompidos.
Situemos las cuestiones. Europa no se está llenando de regímenes fascistas. No hay un movimiento fascista de masas. La llegada de Trump no supone la fascistización de Estados Unidos.
Precisemos. La nueva derecha generará medidas autoritarias, contra los derechos individuales y sociales, pero se inscribe en el marco de las democracias electorales degradadas y no aspira, inicialmente, a sustituirlas por otro orden político. Su consolidación y el grado de ataque a las libertades, a los derechos de las mujeres, a los derechos sociales, va a depender de los conflictos y las luchas que sus políticas van a desencadenar y de la capacidad de construir auténticas alternativas políticas y sociales. No hay peor error que dar por perdidas las batallas antes de darlas y por vencedores a quienes empiezan a desplegar su ofensiva.
Las nuevas derechas (posfascistas, a falta de otro calificativo mejor) tienen en común con sus abuelos políticos fascistas un carácter reaccionario. Pero los objetos de su reacción son sustancialmente distintos.
El fascismo clásico era una reacción frente al crecimiento de los movimientos obreros organizados y al miedo que alimentó la revolución rusa y, en general la oleada revolucionaria de las primeras décadas del siglo veinte, que recorrió el mundo de México a Rusia, pasando por Alemania o por China. Esa alerta roja entre las clases dominantes, el miedo al comunismo, fue trascendental en el fascismo clásico. También lo fue otro miedo, el de las clases medias a la depauperación tras la crisis del orden capitalista global decimonónico,y la aparición de capas desesperadas de clases populares empobrecidas.
La reacción que representan las nuevas derechas actuales posee signos muy diferentes. No hay una élite intelectual detrás de los movimientos posfascistas tan poderosa como la que tenían el nacionalsocialismo o el fascismo italiano. Es fundamentalmente una reacción frente a algunos de los cambios sociales más importantes de las dos últimas décadas. En primer lugar, debe destacarse el papel de la reacción frente al feminismo, frente al creciente lugar conquistado por las mujeres y a sus derechos. Es también una reacción xenófoba al mestizaje de las sociedades globalizadas y a los movimientos de población generados por la mundialización. Es, también, una reacción al ecologismo y pretende articular los intereses contrarios a los cambios imprescindibles para luchar contra el cambio climático.
No es lo mismo un liderazgo xenófobo, machista y reaccionario y una versión reaccionaria del americanismo o de cualquier nacionalismo, que un régimen o un movimiento fascista. El fascismo no es el producto de una personalidad, aunque ésta contenga esos componentes. Tampoco olvidemos que los dirigentes protagonistas de la nueva derecha son, si se me permite la expresión, antropológicamente neoliberales.
Bolsonaro o Trump son personalidades de signo fascista, pero sus gobiernos no lo son. Ni las características fascistizantes de un líder ni las predisposiciones psicológicas de sus votantes son constitutivas de un fascismo. Siempre que cuando hablemos de fascismo estemos haciendo referencia a una categoría política que se correspondió con una etapa histórica. El problema no es la personalidad de estos jefes, sino las razones por las que han sido elegidos y lo que una parte de la sociedad ha buscado y encontrado en ellos.
Hay, al menos, cuatro diferencias sustantivas entre esta nueva derecha y el fascismo. Uno: el fascismo fue un movimiento estatalista. Las nuevas derechas son neoliberales. Dos: el fascismo era un movimiento radical que aspiraba a destruir el orden político liberal-parlamentario y establecer un sistema totalitario. Las nuevas derechas son funcionales al régimen de democracia electoral. Tres. El fascismo era un movimiento de masas y se apoyaba en la movilización social. Las nuevas derechas son productos políticos débilmente estructurados. Cuatro. El discurso nacionalista e imperialista del fascismo era auténtico. La retórica nacionalista de las nuevas derechas encubre su profundo compromiso con el consenso neoliberal.
Tampoco la etiqueta populista ayuda mucho. El populismo es, ante todo, un estilo político, citando nuevamente a Enzo Traverso. Una retórica sobre el pueblo, la patria, la nación, que tiene características muy diferentes a lo largo de las épocas y los países. Perón o Chavez era populistas, Trump y Bolsonaro también. Pero de poco nos sirve una etiqueta común para realidades tan diversas y contradictorias que se refieren tanto a extremas derechas, como a movimientos y gobiernos latinoamericanos, o a izquierdas vinculadas a movimientos sociales como el caso español de Podemos. Hablar de populismo sirve tanto para etiquetar cualquier rechazo a las élites, como una reacción xenófoba o una política social en favor de la mayoría de la población. Es una etiqueta para estigmatizar al adversario no para comprender la sustancia que hay más allá de la retórica.
Una concepción monolítica de la nación es elemento constitutivo de la extrema derecha tradicional y de la nueva derecha. Ni la izquierda, ni los inmigrantes, ni las mujeres con derechos son, en su concepción, parte natural de la nación.
El misticismo nacional propio de las derechas reaccionarias fomenta el desplazamiento de la cuestión social hacia la cuestión identitaria. Y, en ocasiones, una cierta articulación entre lo social y lo identitario (lemas como American first, los franceses primero, los españoles primero…). La idea nacional de la nueva derecha se orienta hacia un mayor control social contra los diferentes, especialmente todos aquellos que han conquistado derechos y reconocimiento a su identidad en las últimas décadas.
La aspiración autoritaria es un elemento consustancial a las nuevas derechas posfascistas. El regreso de figuras dominantes, propensas a la justificación de la violencia y a la exaltación de la jerarquía es evidente. No en vano Putin, y el régimen ruso que ha modelado a su imagen y semejanza, es una importante referencia de las nuevas derechas. El autoritarismo se conecta con la tendencia al estado de excepción permanente y la obsesión por la seguridad que se han extendido en algunos países tras los atentados yihadistas.
En resumen, la nueva derecha combina la defensa y radicalización del discurso y las prácticas neoliberales con una fuerte orientación a recuperar y potenciar los prejuicios reaccionarios, machistas, xenófobos, anti-ecológicos, arraigados en algunos sectores de la población. Ello es lo que facilita su expansión ya que esas pulsiones son socialmente trasversales.
Hoy, la amenaza no es un totalitarismo inmediato. En realidad, es la destrucción de la política el auténtico germen de un futuro nuevo totalitarismo, donde las relaciones mercantiles y la comunicación virtual sustituyen la formación de proyectos colectivos a partir de la deliberación. En ese sentido, las nuevas derechas se inscriben en ese proceso, son una manifestación del mismo, pero no su última representación.
En definitiva, el fantasma de la extrema derecha que recorre el mundo es un fenómeno nuevo, con raíces indudables en las tradiciones autoritarias y fascistas del pasado, pero también, con los rasgos inequívocos de una creación propia y funcional al mundo neoliberal en que vivimos.
Ondas largas del capitalismo y revoluciones industriales: su impacto sobre las relaciones laborales
31/05/2019
Francisco Javier Braña Pino
Investigador asociado en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)
Retomando uno de los temas con los que comencé mi carrera académica, el papel de la industria en sociedades y economías que, como la española, están en algún punto de la periferia del capitalismo, el debate se está centrando ahora en si estamos ante una nueva revolución industrial, que sería la cuarta, iniciada a finales del siglo pasado, o estamos en una nueva onda larga del capitalismo, iniciada en el último cuarto del siglo pasado con el declinar del paradigma tecno-económico conocido como fordismo y la crisis de los años 90. Si bien me inclino por esta segunda interpretación, desde una concepción institucionalista-evolucionista de las ciencias sociales (dentro de ellas de la economía), lo relevante es que las relaciones de producción que se establecieron al término de la Segunda Guerra Mundial entraron en crisis a principios de los años 70 del siglo pasado, con una ruptura del pacto social acordado entre las clases trabajadoras, la creciente clase “media” y las clases dominantes; al tiempo que en el ámbito de la producción emerge la llamada revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), la financiarización y un nuevo impulso a la globalización del capitalismo. En particular, las nuevas TIC van a permitir la hibridación entre el mundo físico y el mundo digital, borrando las fronteras entre ambos, gracias a lo que conoce como la revolución digital o digitalización.
Como ha señalado, entre otros, Giovani Dosi (2017), empieza a producirse un desajuste creciente entre el sistema tecnológico, la forma de producir y distribuir la renta, y el sistema de instituciones y de relaciones sociales, una de cuyas consecuencias es la ruptura del precario equilibrio logrado entre las rentas del trabajo y las del capital, en favor de estas últimas, con el 1 por 100 de la población acaparando un parte creciente de la tarta y amenazando la misma existencia de las clases medias (OCDE dixit, 2019). La aplicación de la digitalización a la industria da lugar a lo que se ha venido en llamar la Industria 4.0 (para muchos la cuarta revolución industrial). Si bien sus efectos van bastante más allá del sector industrial, puesto que las tres tecnologías clave, a saber, el internet de las cosas, la fabricación aditiva (impresión en 3D) y la automatización (la robótica avanzada más la inteligencia artificial), afectan a todos los sectores económicos (aunque hay quien cita hasta doce tecnologías emergentes: World Economic Forum, 2018).
Se argumenta que estas tecnologías son disruptivas y que su implantación ocurre de forma exponencial, de ahí que se considere que nos encontramos ante una nueva revolución industrial. Bien es cierto que esa nueva revolución industrial depende en gran parte de la implantación masiva de tecnologías como las redes de telefonía 5G, que no se espera hasta al menos una década (se prevé que para 2025 sólo represente el 15% de las conexiones móviles). Lo que si se está comprobando son dos efectos que está teniendo la digitalización: a) la polarización de los puestos de trabajo en función de la complejidad de las tareas desempeñadas y, b) la pérdida de puestos de trabajo o, al menos, la existencia de un número muy elevado de empleos en riesgo a causa de la automatización. Y lo que está por saber es cuál va ser el impacto de la digitalización y la automatización sobre las condiciones laborales.
La contribución de Miguel Martínez Lucio aboga por “una nueva visión real y concreta del papel de los trabajadores en la economía”, lo que no quiere decir que los trabajadores hayan regresado al centro de la política económica, como titula su contribución. Al menos no me lo parece cuando se leen los informes de la OCDE, del Foro Económico Mundial o de Eurofound (la Fundación Europea para la mejora de las condiciones de vida y trabajo, financiada por la Comisión Europea) que sólo tratan la cuestión de forma adyacente, pues se centran, una vez más, en la supuesta inadecuación entre el sistema educativo y las necesidades de las empresas.
El meollo de la cuestión lo expone, a mi juicio con meridiana claridad, Carlos Martín, responsable del Gabinete Económico del sindicato CCOO “La digitalización y automatización en España persigue convertir a los asalariados en proveedores, las nóminas en facturas y la protección social en una cuenta de capitalización. Porque las empresas ya no quieren tener empleados” (citado en “Automatización: así es la batalla entre trabajo y tecnología”, Revista Retina. El País, 25 de mayo de 2019). Pues los estudios disponibles nos dicen: que la automatización afecta mucho más a los trabajos de los jóvenes, y España es un país con un alto desempleo juvenil; que las oportunidades para el empleo futuro de los jóvenes se ven lastradas por el alto abandono escolar, en el que influye la repetición de cursos, siendo España campeona en abandono escolar temprano; que la digitalización contribuye al desajuste entre oferta y demanda de empleo, por lo que se requieren fuertes inversiones por parte de las empresas en formación en el empleo y, una vez más, España es de los países que menos proporcionan esta formación que, de darse, se proporciona a los que ya están mejor dotados; que aquellas personas que tienen trabajos en riesgo de perderse por la automatización tienen salarios más bajos y trabajan menos horas, con lo que la automatización las hará más vulnerables aún; y por último, pero no lo último, los mercados laborales con un alto porcentaje de empleo temporal, como España, destruyen las competencias y habilidades de los trabajadores, debido a la alta rotación en el empleo y a la falta de vínculos entre empleador y empleado, lo que afecta a los trabajadores más jóvenes y a los mayores atrapados en el desempleo de larga duración (por cierto, al escribir estas páginas, los medios de comunicación se hacen eco de una nueva oleada de despidos de mayores de 50 años por las grandes empresas de muy diversos sectores).
Lo que está ocurriendo con la llamada economía de las plataformas es una pista de a dónde vamos con la revolución digital, por supuesto si no se pone remedio, pues las tecnologías en sí mismas serán neutras, pero no lo son las políticas que permiten su desarrollo en una u otra dirección y que terminan decidiendo quiénes ganan y quiénes pierden con su implantación. El informe Colleem (2018) señala que la naturaleza real de la relación de empleo es nebulosa en muchos casos. Aunque, a la fecha del informe, el empleo en las plataformas es de tamaño modesto, tiene una importancia creciente. Pero advierte de que un escenario de generalización de las plataformas en los mercados laborales y en las condiciones de trabajo requerirá un profundo replanteamiento de las instituciones del mercado laboral y de los sistemas de bienestar social.
Aunque muchos de los afectados por la revolución digital, en particular los más jóvenes, opten por la abstención, ahí pueden encontrar votantes en abundancia los partidos de la Nueva Derecha y la extrema derecha, pues la socialdemocracia los ha ignorado o los ha abandonado, tras abrazar sin disimulo las prescripciones de política económica de esa variante del neo-liberalismo conocida como ordoliberalismo.
No parece descabellado pensar que los populismos y las derechas estén alimentándose, estén sacando votos, de aquellas personas que se sienten amenazadas por la revolución digital y han perdido el sentimiento de identidad y de seguridad ante los avances de la globalización, por lo que aplauden las políticas de guerra comercial del gobierno de Trump. Políticas que llevan camino sino de revertir la globalización, al menos de frenarla y eso que hay optimistas (el Foro Económico Mundial) que hablan de Globalización 4.0.
Puede que el viraje a la izquierda del Partido Laborista que describe Miguel Martínez Lucio, y las propuestas de política económica que lo acompañan, consigan revertir o frenar los aspectos más negativos de la revolución digital. Pero no parece que en España (y en el resto de Europa), esto esté ocurriendo o vaya a ocurrir con los partidos de la socialdemocracia, a juzgar por los programas presentados en las elecciones nacionales y en las europeas, al adherirse a los análisis y políticas más rancias preconizadas (e impuestas) por la Comisión Europea y los euro-grupos. Baste como muestra un botón: la ministra de economía, Nadia Calviño, considera que la deuda pública “no es progresista (sic), puesto que supone una carga para nuestros hijos y nietos” (declaraciones a El Confidencial, 14 de abril de 2019) y la considera un desequilibrio que pone al mismo nivel que la desigualdad y el desempleo.
Es tiempo de alzar la voz a Donald Trump
30/05/2019
Federico Mayor Zaragoza
Escritor y diplomático
El nombramiento y primeras decisiones del Presidente Norteamericano Donald Trump, insólito en tantos aspectos, hubiera debido tener inmediata respuesta de desaprobación por muchas razones y muchos sectores…
La adopción por las Naciones Unidas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) “para transformar el mundo”, y de las medidas sobre el cambio climático decididas acto seguido en el mes de noviembre de 2015 en París, aparecieron como un destello de esperanza y como una manera adecuada y oportuna para, por fin, controlar la situación y evitar un deterioro mayor e irreversible de la habitabilidad de la Tierra. Pero el neoliberalismo que ha llevado a la presente deriva conceptual, social y económica de la humanidad ha impedido destinar a estos fines los fondos mínimos necesarios.
Entre las primeras manifestaciones del Presidente republicano estuvo la de que no cumpliría los compromisos contraídos por su antecesor en relación al cambio climático… y la débil Unión Europea, estrictamente monetaria, no reaccionó –una vez más- con la firmeza que merecía la ofensa que la actuación del Presidente Trump representa para las jóvenes generaciones de todo el mundo.
¡No sólo la Unión Europea careció de la capacidad y firmeza de acción que eran necesarias en aquellos momentos, sino que, siguiendo las indicaciones del magnate, el G7 decidió unánimemente incrementar los fondos para defensa (se invertían ya 4000 millones de dólares al día en gastos militares y armamento al tiempo que mueren miles de personas, la mayoría niñas y niños de uno a cinco años de hambre y pobreza extrema)!
La presidencia de Donald Trump se ha caracterizado por una serie de “provocaciones”, entre las que destaco el pacto nuclear con Irán. Trump y Netanyahu están haciendo exactamente lo contrario de lo que se había conseguido con el Presidente Barack Obama, y el espectro del inmenso y delictivo error y horror de la invasión de Irak se cierne de nuevo sobre el mundo entero.
Sin Mosul y su petróleo, ¿se hubiera invadido Irak argumentando falazmente la posesión de “armas de destrucción masiva”? ¿Por qué no importa Trípoli sino Bengasi en el caso de Libia? ¿Por qué se presionó obstinadamente en atacar a Irán si no fuera porque posee, junto a Venezuela, los mejores pozos de petróleo? Si Venezuela careciera de tan fantásticas reservas… ¿le prestarían tanto interés los grandes consorcios capitaneados por el Presidente Trump?
El Israel de Netanyahu ha aumentado la tensión con Palestina… y ha abandonado la UNESCO como acólito del Presidente Trump, que sigue implacable la estela y mal ejemplo de su antecesor republicano Ronald Reagan. No se dan cuenta de que los Estados Unidos necesitan a la UNESCO muchísimo más que la UNESCO a los Estados Unidos, ya que su sistema educativo –no son pocos los Estados donde es preceptivo explicar el creacionismo, por ejemplo- deja, en todos los grados, mucho que desear.
Trump y los líderes “blandos” que hoy proliferan en todas partes están desoyendo el mensaje riguroso y dramático de miles de científicos de 184 países que han advertido que pronto será demasiado tarde… Los intereses financieros de unos cuantos se siguen imponiendo a los intereses legítimos de “Nosotros, los pueblos”… El poder mediático es de tal magnitud que, como ha indicado recientemente Iñaki Gabilondo en relación a esta noticia: “¿Saben lo más impresionante de esta noticia? Es que no es noticia”. La mayor parte de los medios de comunicación son “la voz de su amo” y siguen sin dar el relieve necesario a estas advertencias tan severas. Son cómplices.
Ahora sí, “Nosotros, los pueblos…” con grandes clamores presenciales y, sobre todo, en el ciberespacio. El multilateralismo democrático aparece como única solución para reconducir tan erráticas y peligrosas trayectorias. El único lenguaje que entendería el Presidente Trump sería que millones y millones de personas escribieran en sus móviles que, si no modifica de inmediato su política medioambiental y de habitabilidad de la Tierra para las generaciones venideras, dejarán de adquirir productos norteamericanos… Es tiempo de alzar la voz. “Nos quedará la palabra”, dijo Blas de Otero. ¡Reaccionemos! No es posible que el futuro del mundo en muchos aspectos esté sujeto a la discrecionalidad del Presidente Trump, al que nadie se atreve a enfrentarse… Hoy ya podemos expresarnos. Hoy ya la mujer –todos los seres humanos iguales en dignidad- se sitúa progresivamente en total pie de igualdad que el hombre. Somos los ciudadanos del mundo los que, con un gran clamor popular a escala planetaria, debemos decir al mundo que es preciso actuar sin demora….
El trumpismo, caos y balcanización de Latinoamérica
29/05/2019
Aram Aharonian
Periodista y comunicólogo uruguayo. Creador y fundador de Telesur.
De la mano de gobiernos de ultraderecha y coincidiendo con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, resurgieron en América latina el neofascismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia y el racismo, tras dos décadas de experiencias progresistas en varios países, que colaboraron para este retorno con su reticencia a realizar cambios estructurales y aferrarse a los preceptos de la democracia burguesa.
En las últimas siete décadas nunca Argentina, Chile y Brasil estuvieron gobernados por la derecha al mismo tiempo. Hoy, en cambio, una derecha elegida por los votos se ha asentado en el poder no solo en estos tres países, sino también en Paraguay, Colombia, Perú, Ecuador y en Centroamérica. Ya no hicieron falta tanques, metralletas, torturas, muertos ni desaparecidos, como hace casi siete décadas atrás.
Pero estas derechas han sido ineficientes al desarrollar el libreto trazado por Washington y apenas logran levantar la mano cuando el guión así lo expresa. Estos gobiernos –algunos de los cuales reivindican las dictaduras militares y los genocidios- estén alineados totalmente con la geopolítica de Trump, EEUU y/o la OTAN, y también con la regresión en los salarios, en las condiciones de empleo y beneficios de los trabajadores y de los sectores de menores recursos, en la privatización de las jubilaciones y pensiones, en la imposición de las políticas del Fondo Monetario Internacional (shock y endeudamiento condicionante de futuro).
La percepción insertada en los imaginarios colectivos de que mesiánicos candidatos ajenos a la política pueden combatir la corrupción y la inseguridad –los dos caballitos de batalla electoral de la derecha-, marcan, también, la crisis de la democracia al estilo occidental y cristiano. Me abstengo de usar la clasificación de “derecha populista”, pues pareciera tener como fin a hacer olvidar a los grandes movimientos de la región (Cárdenas, Vargas, Perón) y su preocupación por la soberanía de las naciones y la redistribución de la riqueza.
La insistente estrategia del trumpismo es la de fracturar definitivamente el territorio latinoamericano-caribeño incluyendo sus esfuerzos –hoy bastante exitosos- de terminar con los procesos de integración soberanos de la región, como Mercosur, Unasur y la Celac; crear la desestabilización y el caos en cada uno de los países, balcanizar la región, para garantizar el control total de su “patio trasero”.
Pero para los latinoamericanos Donald Trump no es un tipo simpático, a quien querer o admirar. Es el prototipo del arrogante, pedante, autoritario multimillonario que le pisa la cabeza a todos para lograr sus objetivos. Es un hombre de temer, es el del garrote.
Hoy una idea -autoritaria, disciplinante, invariablemente defensora del empresariado- del “orden” que define la perspectiva de la derecha. A los principios conservadores de religión, tradición y jerarquía; se suma la defensa del libre mercado, la defenestración de los modelos de integración regional, el control social, la destrucción del estado de bienestar, con el uso permanente de los falsos mensajes desde los medios masivos, llenos de violencia y con la alarma del terrorismo o del comunismo, contra todo aquello que signifique pensar, con fuertes brotes xenofóbicos, homofóbicos, misóginos.
El escritor mexicano Octavio Paz denunciaba que “la derecha no tiene ideas, sino sólo intereses”, que muchas veces ni son los propios. Para ser de derecha hoy ni siquiera hay que pensar, sino seguir los dictados de la guerra psicológica y neurológica (de quinta generación) a través de los medios masivos de comunicación y de las llamadas redes digitales: asumir como ciertas (como en cualquier credo) las mentiras y la información que se irradia desde las usinas del pensamiento capitalista y dejarse llevar por la ola.
Pero el resurgimiento de la derecha en Latinoamérica tiene que ver con una derrota política de los gobiernos progresistas de los últimos tres lustros en la región y con su abstención de realizar cambios estructurales en sus países, pero, sobre todo con una derrota cultural. Ya no se habla –al menos desde el poder- de igualdad, justicia social y de sociedades de derechos, ni del “buen vivir”, de democratización de la comunicación, de democracia participativa.
La guerra cultural del capitalismo actual pretende compensar la desaparición de su gran promesa abstracta de progreso, desarrollo y buen gobierno; y fuerza a aceptar el despojo de la mayoría de las conquistas sociales y políticas logradas; y prevenir o desmontar todas las resistencias y protestas mediante el control social. Y cuando éste no funciona por las buenas, aplican el plan b, su control militar.
Esta guerra cultural se propone que todos, en todas partes acepten el orden que impone el capitalismo como la única manera en que es posible vivir la vida cotidiana, la vida ciudadana y las relaciones internacionales. El imperialismo cultural ha desempeñado un papel fundamental en prevenir e impedir que individuos explotados y alienados respondiesen colectivamente a sus condiciones cada vez más deterioradas. Su mayor victoria no es sólo la obtención de beneficios materiales, sino su conquista del espacio interior de la conciencia a través de los medios de comunicación de masas, primero, y de las llamadas redes digitales.
El conservadurismo cultural latinoamericano argumenta que los valores tradicionales se están perdiendo frente a lo que denominan “ideología de género”, una etiqueta vaga donde arrojan todo lo que rechazan: el movimiento feminista, los derechos reproductivos de la mujer, el matrimonio igualitario, que atribuyen a una alianza internacional que incluye a las Naciones Unidas, fundaciones filantrópicas occidentales y organizaciones que operan a nivel nacional con el objetivo de filtrar prácticas extranjeras. Además de comunistas y fundamentalistas árabes, claro.
Imponen sus políticas neoliberales, que acrecienta el desempleo de personal no calificado, calificado y especializado y el surgimiento de la generación que no tiene educación, ni trabajo, ni futuro, mientras se verifica la destrucción o el debilitamiento de las antiguas organizaciones populares y la criminalización de las que representan a los ciudadanos, empleados, trabajadores y campesinos junto a la mutilación política, moral, social, cultural, económica de los partidos políticos, convertidos en meros instrumentos para obtener empleos de elección popular.
La desestructuración intelectual, política y moral es el mayor estrago que causa la guerra financiera del neoliberalismo globalizador del cual Trump es paladín, que lleva a que las protestas y resistencias de la población a fragmentarse en luchas sectoriales y coyunturales. Tampoco existe un movimiento o una articulación internacional, una vanguardia, una solidaridad internacional.
La exaltación del individuo, la fragmentación de las familias y las sociedades, la conversión de los trabajadores en consumidores, y la religión del dios Dinero y sus tarjetas de crédito, que transforma a individuos, empresas y Estados en esclavos de la deuda, son algunos de los efectos del capitalismo cultural y financiero.
El gobierno de Trump, junto a las elites económicas locales, está empeñado en terminar con la política externa independiente de nuestros países y con los procesos de integración, de destruir la memoria histórica de los pueblos, tienen como fin privatizar (entregar a las empresas trasnacionales) los recursos naturales, las empresas estatales y los bancos públicos financieramente rentables, además de vender las tierras a individuos y empresas extranjeros, comprometiendo la producción de alimentos, la soberanía alimentaria y el control sobre las aguas.
Preparando el desembarco ultraderechista.
La internacional capitalista, movilizada y generosamente financiada por el movimiento libertario de extrema derecha (libertarians en inglés) que funciona a través de un inmenso conglomerado de fundaciones, institutos, ONGs, centros y sociedades unidos entre sí por hilos poco detectables, entre los que se destaca la Atlas Economic Research Foundation, o la “Red Atlas”, que ayudó a alterar el poder político en diversos países como extensión tácita de la política exterior de EEUU.
Los think tanks asociados a la Red Atlas son financiados por el Departamento de Estado y la National Endowment for Democracy (Fundación Nacional para la Democracia – NED), brazo crucial del softpower estadounidense y directamente patrocinada por los hermanos Koch, poderosos billonarios ultraconservadores. Entidades públicas funcionan como centros de operación y despliegue de líneas y fondos como la Fundación Panamericana para el Desarrollo (PADF), Freedom House y la Agencia del Desarrollo Internacional de Estados Unidos (Usaid), que reparten directrices y recursos a la ultraderecha latinoamericana, a cambio de resultados concretos en la guerra asimétrica en la que participan.
La Red Atlas cuenta con 450 fundaciones, ONGs y grupos de reflexión y presión, con un presupuesto operativo de diez millones de dólares, aportados por sus fundaciones “benéficas, sin fines de lucro” asociadas, que apoyaron, entre otras al Movimento Brasil Livre y a organizaciones que participaron de la ofensiva en Argentina, como las fundaciones Creer y Crecer y Pensar, un think tank de Atlas que se incorporó al partido (Propuesta Republicana, PRO) creado por Mauricio Macri; a las fuerzas de oposición en Venezuela y al derechista presidente chileno, Sebastián Piñera.
La Red Atlas tiene trece entidades afiliadas en Brasil, doce en Argentina, once en Chile, ocho en Perú, cinco en México y Costa Rica, cuatro en Uruguay, Venezuela, Bolivia y Guatemala, dos en República Dominicana, Ecuador y El Salvador, y una en Colombia, Panamá, Bahamas, Jamaica y Honduras. La extrema derecha “moderna” es el movimiento libertario que hoy navega con pabellón republicano, y que tiene en la Red Atlas a su principal propulsor en América Latina.
La administración Trump está repleta de ex alumnos de grupos relacionados con Atlas y amigos de la red como Sebastian Gorka, el asesor islamofóbico de contraterrorismo de Trump, la secretaria de Educación Betsy Devos lideró el Acton Institute, un grupo de reflexión de Michigan que desarrollaba argumentos religiosos a favor de las políticas de de ultraderecha, pero la figura principal del entramado es Judy Shelton, economista y miembro principal de la Red Atlas, quien se hizo cargo de la NED, tras ser consejera de la campaña de Trump.
Balcanizar para dominar
La balcanización de Latinoamérica es un rasgo característico de la actual geopolítica en disputa, aunque sus antecedentes vengan desde la época colonial (dividir para reinar), con el genocidio humano y cultural. Washington está forzando a cambiar la lógica de inserción, provocando un reordenamiento geopolítico en Latinoamérica, viraje que será determinante en unos años cuando se visualice mejor cómo la región se transforma no sólo al interior sino también en su relación con el exterior.
El gobierno de Trump usa todas las armas de una guerra híbrida y multidimensional, que van desde la amenaza de intervención armada, pasando por una guerra psicológica permanente por medios masivos de comunicación trasnacionales y las llamadas redes digitales, hasta el chantaje de condicionar préstamos crediticios de los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo al seguimiento estrictos de sus deseos políticos.
Como botón de prueba, el vicepresidente Mike Pence presionó al mandatario ecuatoriano Lenín Moreno para atacar a Venezuela; acabar con la integración sudamericana, y entregar al fundador de WikiLeaks Julian Assange, a cambio de un mísero préstamo del Fondo Monetario Internacional.
Hoy Washington trabaja en la balcanización de Venezuela. Intenta desmembrar a los estados fronterizos de Táchira y/o Zulia de Venezuela para formar una nueva republiqueta. No se puede olvidar que Panamá era territorio de Colombia y que Estados Unidos desmembró ese territorio en 1903 para formar una nueva República. La teoría de la balcanización sigue estando presente en la mente del imperio.
Los planes y estrategias de balcanización están en el menú de opciones de la guerra híbrida y multidireccional de Estados Unidos. Por ello, las próximas elecciones en Uruguay, Argentina y Bolivia son fundamentales para, al menos, ponerle coto a la política imperial estadounidense.
Trump: el lado oscuro de la política de (y para) la ciencia
28/05/2019
Emilio Muñoz
Profesor de Investigación "ad honorem" del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)
Quienes me siguen no se extrañarán de que aborde esta contribución bajo la perspectiva de una visión particular de la filosofía de la política científica, en un momento crítico asimismo para la ciencia.
Trump ha sido una catástrofe para la ciencia y las políticas que promueven su fomento y gestión desde lo público. Trascribo de un texto previo[1]: “… en Estados Unidos la responsabilidad de la política científica reside en el Presidente de la nación con el apoyo de un asesor (Director of the Office of Science and Technology), una personalidad generalmente de altura científica y/o tecnológica, mientras que los presupuestos salen de la oficina del Presidente (OSTP). Ahora un personaje aparentemente contradictorio y sin duda sorprendente como Trump está al frente de esta responsabilidad”, y el nombramiento ha sido una pesadilla.
Empezó tratando de nombrar Director de la OSTP al principio de su mandato pero el nombramiento ha tenido lugar en febrero de 2019 (¡dos años y un mes desde la toma de posesión¡). En la búsqueda ha estado buceando en el terreno de los científicos conservadores y que habían asumido responsabilidades bajo la presidencia de George W. Bush, uno de los presidentes con peores registros en el ejercicio de la política científica en algo más de 70 años. Su elección recayó en Kelvin K. Droegemeier, un meteorólogo especialista en climas extremos y ciberseguridad, procedente de la Universidad de Oklahoma y acreditado en conservadurismo al haber desempeñado puestos directivos con Bush hijo. Su nombre empezó a circular en el verano de 2018 cuando Trump ya había desvelado en el primer presupuesto de 2018 que apostaba por más gasto en defensa que en ciencia y paz.
Tras dos meses de mandato, contamos con una entrevista que la revista Nature ha publicado el 30 de abril[2]. La lectura de esa entrevista es desoladora, el propio título muestra el cambio en las responsabilidades de la OSTP, su desmantelamiento. En efecto el rótulo «El asesor de Trump sobre ética de la investigación, la inmigración y los tuits presidenciales» es prueba fehaciente de la quiebra brutal de una política científica de más de 70 años; la única prioridad es la exploración del espacio y el objetivo estrella colocar un hombre en la luna en 2024 (Jef Bezos, Amazon ya está en ello): el fruto de la obsesión mercantilista con la ciencia de Trump, un empresario ineficiente por cierto.
Lo más preocupante es que el establishment científico parece estar domeñado. Muy pronto, en febrero de 2017 se generó un amplio activismo científico, pero la reacción conservadora de las élites científicas fue notoria (véase referencia 1). Es más duro aun que todo ese circo del nombramiento del asesor haya sido reconocido sin critica, hasta con cortesía, por Rush Holt, presidente de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia(AAAS). Es triste plegarse ante un iletrado científico que “mira el dedo que señala la luna y tuitea a las estrellas”.
Curioso, es un reto que podemos afrontar desde España, un país que adolece de debilidades en su política científica. Hace un año, tras un proceso de reflexión de un grupo comprometido con la ciencia en España nació la Asociación Española para el Avance de la Ciencia en España[3]. Su ejemplo era la AAAS con su trayectoria ejemplar de más de un siglo. Ese nacimiento coincidió con la primera ola de activismo científico frente a Trump.
Quizá ahora este recién nacido debe señalar a su espejo y referencia que la ciencia y su método no deben, no pueden, conciliar nada con la nueva barbarie.
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1. https://www.fundacionsistema.com/activismo-cientifico-la-insoportable-gravedad-de-la-levedad-en-conocimientos/
2. https://www.nature.com/articles/d41586-019-01396-z
3. https://aeac.science/
¿Cómo combatir el Trumpismo?
27/05/2019
Mónica Melle Hernández
Profesora de Economía Financiera, miembro de Economistas Frente a la Crisis y Secretaria General de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas
Es difícil que el capitalismo salvaje de mercado nos sorprenda con sus actuaciones a estas alturas de la historia. Pero hay que reconocer que Donald Trump y el “trumpismo” están consiguiendo dar una, o mejor muchas, vueltas de tuerca adicionales a los principios del dios dinero y del todo vale si el resultado es rentable. Ya no es solo la falta de ética y de humanismo la que inspira las decisiones políticas del “imperio”, sino una verdadera ley de la selva, basada en la carencia de escrúpulos, de civilidad y de respeto hacia “los otros”, instaurando un capitalismo de pre-civilización. Con un discurso que encuentra su caldo de cultivo en el populismo de la extrema derecha, y que amenaza con adquirir una dimensión global, que se extiende como mancha de aceite desde el “trumpismo” hasta los gobiernos de ultraderecha en diferentes países europeos.
La socialdemocracia, inmersa en unos fundamentos éticos que están en su propia naturaleza, se encuentra ante la perplejidad de abordar el nuevo escenario ante el que no valen las respuestas de siempre, porque ya ni siquiera se admite que haya preguntas a responder. Y con el agravante de que las recetas equivocadas empleadas para la salida de la última gran recesión, basadas en el “austericido”, han dificultado el inicio de la recuperación, han aumentado las desigualdades y han provocado una desconfianza creciente de la ciudadanía en los partidos políticos y en el sistema de democracias representativas.
Las máximas neoliberales sobre las “ventajas” de reducir impuestos apostando por el individualismo y la merma del Estado cada vez reúnen más adeptos, incluso entre la clase media –ahora empobrecida tras la crisis-, votantes habituales de izquierdas. Durante los últimos años gobiernos socialdemócratas no han logrado que el sector público cumpla alguno de sus objetivos prioritarios: contribuir a una distribución equitativa de la renta y de la riqueza, y colaborar al logro de una senda de crecimiento estable de la economía. Ni a través de la regulación, ni a través del sistema tributario.
Y en esa situación, tal vez haya que volver a las raíces del sistema para que los ciudadanos recuperen la confianza en las políticas progresistas, de forma que el sector público contribuya activamente al crecimiento estable de la economía y a la reducción de las desigualdades. Que vuelva a ser un elemento esencial que fomente la innovación tecnológica y dinamice la economía. Que, ante iniciativas privadas recelosas de la inversión en intangibles como la formación y la innovación, el sector público no sólo sea subsidiario, sino que asuma riesgos y dirija el desarrollo de las principales tecnologías actuales. Cuestión que, paradójicamente, siempre se ha entendido en los EEUU pre-Trump, paladines del liberalismo, con un sector público que ha sido el verdadero emprendedor, innovador y desarrollador de alguna de las principales tecnologías actuales, en concreto las de la información. Desgraciadamente, eran otros tiempos, en los que no se habría admitido una «emergencia nacional», como la que ha declarado Trump en el sector de las telecomunicaciones, para prohibir a las empresas tecnológicas chinas Huawei y ZTE operar en su mercado, ante la guerra tecnológica y comercial con China.
El populismo como síntoma del fin de la democracia
24/05/2019
Eugenio García Gascón
Periodista
Este mes de abril el humorista Volodymyr Zelensky se convirtió en el presidente de Ucrania con más del 73 por ciento de los votos. Un resultado avasallador que vuelve a cuestionar los parámetros habituales de la política en Europa. De hecho, los parámetros habituales de la política en Europa, y en el resto del mundo, hace tiempo que se cuestionan, y la victoria del humorista ucraniano simplemente aporta un nuevo dato en esa dirección.
Naturalmente, se puede criticar a Zelensky como un arribista o como un intruso, aunque creo que su elección simplemente refleja uno de los desafíos cruciales a los que se enfrenta la democracia en nuestros días. Que el 73 por ciento de los votantes ucranianos lo escogieran me parece un dato significativo en relación con las limitaciones de la democracia moderna.
Antes muchos decían que el pueblo nunca se equivocaba cuando acudía a las urnas, pero es una afirmación que también debería revisarse. Cuando Adolf Hitler ganó las elecciones de 1933, los votantes alemanes se equivocaron. Tenían a su disposición todo tipo de programas políticos pero se lanzaron en brazos de un populismo nacionalista que luego causaría tantas desgracias. Ahora Zelensky ha sido elegido por varias razones, una de ellas por su denuncia del elevado grado de corrupción que ha alcanzado la política en Ucrania.
Muchos partidos tradicionales de todo el mundo están en crisis. En Italia, al igual que en Ucrania, no ignoran el ímpetu que pueden lograr los humoristas. Los nuevos partidos italianos prometen acabar con la corrupción y con las prebendas que algunos políticos tradicionales han acumulado a lo largo de décadas. Existe una amplia percepción entre los ciudadanos de que políticos ajenos a la política, como Donald Trump o el mismo Zelensky, serán los ansiados mesías que salven al mundo del caos, aunque en realidad ese tipo de políticos probablemente acerquen al mundo más hacia el lado del caos.
Lo que está sucediendo en distintos países pone de manifiesto que asistimos a una crisis global de la democracia y no sabemos si se corregirá pronto. A menudo, los medios progresistas señalan como responsables de la crisis democrática a los líderes políticos, pero me pregunto si esos líderes en realidad simplemente están capitalizando un descontento que en algunas partes es muy amplio, o hasta generalizado. Las urnas se abren cada cuatro años para que la gente vote y las papeletas que se depositan reflejan un descontento con los sistemas tradicionales, y en algunos casos hasta con la misma democracia.
Quizás estemos asistiendo a los primeros síntomas que cuestionan la democracia tal y como se ha aplicado en Occidente en los últimos siglos. Nada nos avala que la democracia sea un sistema político eterno, aunque desde un punto de vista teórico pueda argumentarse que es el óptimo. El mismo Francis Fukuyama, que inicialmente pronosticó que la democracia iba creciendo en el mundo y acabaría por implantarse en todas las coordenadas, se corrigió posteriormente. En el pasado, la democracia tuvo una corta duración en Grecia y Roma, y es posible que los experimentos a los que hoy asistimos con cierta perplejidad sencillamente nos adviertan de que durante nuestras vidas va a ocurrir lo que ya pasó en Grecia y Roma.
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