En mis anteriores intervenciones me he posicionado claramente a favor de que la Justicia siga siendo un contrapoder del Ejecutivo. Pero lo he hecho aduciendo la lucha contra la ‘razón de Estado’ que eventualmente esgrimen los Ejecutivos, o sea: que el fin justifica los medios, y que para lograr el interés general en ocasiones hay que utilizar medios inmorales o ilegales. Eso debió pensar José Barrionuevo, Ministro de Interior del Gobierno de Felipe González, cuando participó en la trama de los GAL…
Esta inclinación autoritaria y antidemocrática no es una enfermedad que haya aquejado solamente a miembros del Partido Socialista; todas las ideologías políticas son propensas a incubarla y desarrollarla. He conocido comunistas honestos (en su vida cotidiana) que han justificado los crímenes de Stalin, como aún hay personas conservadoras y honestas que justifican los de Franco, y nacionalistas honestos que justifican los de ETA. Por desgracia hay muchas personas que apoyan tales comportamientos indeseables; y bastaría echar un vistazo al mundo contemporáneo para darse cuenta de ello: es una epidemia mundial, a la que muy pocos gobiernos escapan. Probablemente a esto se refería Hannah Arend cuando hablaba de la ‘banalidad del mal’.
Ahora me gustaría ampliar algo más mi posición y aducir como defensa otro motivo: la lucha contra la corrupción política. Ésta, a diferencia de la ‘razón de Estado’, no busca el interés general sino el particular: de ahí que casi nadie la defienda públicamente. Pero aunque escandaliza a la ciudadanía, pocos llegan a captar su significado profundo. Por ello adjunto un breve documento donde se exponen algunas ideas esenciales sobre el particular.
Una última palabra. No soy ningún ingenuo, y sé perfectamente que la institución de la Justicia adolece de graves carencias, debilidades e, incluso, lados oscuros. Pero al igual que sucede con las universidades o los sindicatos, la solución no pasa por desprestigiar o denigrar a estas instituciones, sino por reforzar los controles democráticos, su trasparencia y su rendición de cuentas, y sus medios materiales de funcionamiento: ahí es donde se requiere inteligencia y voluntad.
Eso o la barbarie.
¿Deben prevaricar los jueces?
09/04/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Bien está que se critique a los jueces cuando su comportamiento no responde a las exigencias de la moral o de la ley pública; o por la acumulación, en algunas instancias, de privilegios abusivos que los separan de la ciudadanía y los convierte, como decía Marx, en un poder hostil a la misma ciudadanía. Pero la crítica debe ser, al menos tal y como yo la entiendo, constructiva y no sesgada.
Digo esto a raíz de la intervención de Jaume Asens. Dejando de lado los indudables méritos del documento –valiente y directo, como debe ser-, encuentro en él cierto estilo de crítica con la que no me siento particularmente cómodo. Sin ser yo mismo jurista, y reconociendo que posiblemente me falta información relevante, me hubiese gustado una crítica más ponderada y más pragmática.
En primer lugar porque no es una crítica constructiva. No se puede criticar a los jueces por «la aplicación ciega de la ley», pues en ese caso les estaríamos demandando no sólo que prevariquen, sino también que se jueguen su puesto de trabajo. Si no es así, por favor aclárese. Por otra parte, ¿por qué no se pronuncia Jaume Asens sobre el excelente y honesto documento remitido al Debate por el magistrado Ignacio González Vega? En él hay un intento muy serio y clarificador sobre los distintos modos de seleccionar a los magistrados. Si Asens tiene una opinión al respecto: ¿por qué no la expresa?
En segundo lugar, me parece que la crítica de Asens está algo sesgada. Es cierto que reconoce las virtudes de los jueces de escala inferior en contraposición a los maleables e influenciables de la escala superior; pero la visión general que ofrece de la magistratura es la de un cuerpo conservador y tardo-franquista, refractario a los cambios y entero responsable de que la Justicia no funcione. Obsérvese que con este tipo de crítica exoneramos a los políticos de sus propias responsabilidades, que para mí son las decisivas.
En nuestro país hay una tendencia a autoflagelarnos y a considerar que los que ocurre fuera es siempre mejor que lo nuestro. Sugiero que no idealicemos la Administración de otros países. Muchos de los males de la misma, aquí y fuera de nuestro país, no vienen del conservadurismo de los jueces ni de su pasado predemocrático, sino que son propios de esa ‘burocracia racional’, magistralmente descrita por Max Weber, llamada a ocupar un papel preponderante en las sociedades avanzadas. Yo sugeriría, a quien quiera reflexionar sobre el tema, una lectura atenta de Weber y a toda una generación de sociólogos de la organización que han escrito sobre el tema.
Un saludo cordial para Asens.
La casta judicial
08/04/2015
Jaume Asens
Abogado
La administración de justicia, hegemonizada por sectores conservadores, se enfrenta hoy en día a una gran encrucijada. Con la sacudida del 15-M arrancó un ciclo de movilizaciones que desbordó los marcos establecidos. Las hegemonías, los relatos sistémicos, saltaron por los aires y se abrió paso un nuevo ciclo de impugnación a lo viejo.
Desde entonces el régimen de los últimos 30 años se tambalea y su capacidad de regeneración es cada vez más baja. Los recortes en derechos, la degradación democrática y la metástasis de la corrupción alimentan la desafección ciudadana.
En ese contexto, no resulta extraño que normas o resoluciones judiciales vistas como ilegítimas no hayan podido frenar a colectivos como la PAH. Cada vez hay más gente dispuesta a salir a la calle, a rebelarse contra quienes mantienen el orden establecido. Entre ellos, los jueces. Ese grito destituyente se ha extendido aceleradamente por infinidad de rincones. Hasta afectar, en mayor o menor medida, a la práctica totalidad de las instituciones del Estado. El Poder Judicial, efectivamente, no ha quedado inmune. A pesar de ser una de sus fortalezas más inexpugnables, el creciente desprestigio que las encuestas muestran es elocuente.
Entre los rasgos distintivos que explican su baja popularidad están la persistencia del burocratismo, el mantenimiento de anacrónicos privilegios e inmunidades, la aplicación ciega de la ley, el corporativismo y un acceso decimonónico a la carrera judicial.
Para revertir esa mala imagen y ponerse al servicio de la gente, no son pocos los togados que han dado un paso al frente. Son aquellos a quienes no les ha temblado el pulso para mandar al banquillo a poderosos involucrados en tramas de corrupción. Incluso a una ilustre miembro de la familia real. O no han dudado en ordenar a la policía la entrada y registro de la sede del partido en el Gobierno tras el ingreso en prisión de su ex tesorero.
En esas y otras actuaciones inéditas se han producido, evidentemente, todo tipo de obstáculos y resistencias por parte de quien detenta el poder. Ahora bien, los protagonistas de esos atrevimientos no han sido magistrados de las altas esferas. Por el contrario, ese impulso ha venido casi siempre desde abajo.
Lo que ocurre es que, a medida que se suben peldaños en el entramado judicial, los gestos valientes se desvanecen y las complicidades con el poder político son mayores. Se pudo comprobar otra vez con la reciente condena de tres años de prisión a ocho jóvenes del 15-M que protestaron ante el Parlamento catalán. El Supremo cedió a las presiones de la casta política y judicial. Poco importaba que no existieran pruebas contra ellos. O que no pudieran condenar a quien fue absuelto sin antes escucharlo o repetir el juicio. Lo importante era mandar un mensaje de firmeza desde arriba.
Uno de los motivos principales de ese papel de comparsa tiene que ver con la configuración de los altos órganos de la judicatura. En teoría, son independientes de los demás poderes. En la práctica es un secreto a voces que actúan al dictado de los dos grandes partidos del Régimen. De ahí la percepción generalizada de que el Supremo o el Constitucional son organismos deslegitimados, centralistas y caducos que están a años luz de los principales tribunales de la política comparada.
A esa situación se suma la del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Una institución endogámica, también altamente politizada e incapaz de acometer su principal tarea: poner orden en la justicia y proteger la independencia de quien debe ejercerla. Con su vinculación al poder político, se ha convertido en un problema más que en la solución. Quien se apodera de él puede controlar las riendas en el “gobierno de los jueces”. Y sus sillones no se ocupan por méritos o capacidades profesionales. Los jueces van y vienen en función de sus lealtades políticas.
En la carrera personal de cualquier juez, ser servil o complaciente con el poder es un requisito para trepar en la pirámide judicial. Buen ejemplo de ello es que disponer de carnet del PP permite ascender hasta el Tribunal Constitucional. Sin ir más lejos, su actual presidente, Pérez Cobos, es afiliado al partido del gobierno. E incluso el expresidente del Tribunal de Cuentas, Ubaldo Nieto, figuraba en los “papeles de Bárcenas” como donante. En cambio, ser un juez “no afecto al régimen” puede ser un billete directo al ostracismo. E incluso a la expulsión o suspensión de la carrera judicial. Recientemente el juez Vidal probó los efectos de esa pócima liberticida por redactar en su tiempo de ocio un borrador de constitución catalana.
Otro de los motivos del descrédito, y el seguidismo judicial a quien manda, está vinculado a una cultura jerarquizada y autoritaria que hunde sus raíces en un pasado no democrático. No es casualidad que en los momentos históricos en que se plantea la descomposición de un Régimen, la cúspide judicial suele ser su guardián más leal. El último bastión a conquistar por quienes impulsan el cambio político. Ese fue, sin duda, uno de los mayores obstáculos a los que tuvo que enfrentarse la Segunda República. Su legislación progresista topó con una interpretación autoritaria de las leyes. El caso de la transición, tras la muerte de Franco, sería el otro ejemplo. De hecho, el servilismo al franquismo fue la continuidad de su rechazo mayoritario a la República. Un encadenamiento de momentos que, sin duda, todavía no se ha roto.
El aparato judicial se ha construido con los cimientos del franquismo y a partir de las condiciones impuestas por los vencedores de la guerra. A diferencia de Europa, en efecto, el fascismo no fue derrotado militarmente. Con el cambio de régimen no hubo prácticamente ninguna depuración de policías torturadores, jueces o fiscales franquistas. Se mantuvieron, apaciblemente, en sus puestos de trabajo sin que nadie les exigiera responsabilidades. Es más, lo peor fue que no solo se acordó la amnistía sino que se decretó el olvido. Con ello, no pocos de quienes se ampararon bajo las togas o uniformes para delinquir fueron ascendidos. O premiados con medallas y honores. Algo impensable en otros países como Alemania.
Esa forma de realizar la transición explica en buena medida la falta de capacidad de saldar cuentas de la judicatura consigo mismo. Asesinatos judiciales como el de Puig Antich, por ejemplo, aún perduran impunes. E incluso forman parte del repertorio de jurisprudencia, como si fueran actos de derecho en vez de actos de barbarie. En su empeño por hacer tabula rasa, de hecho, el poder judicial logró sentar en el banquillo incluso a quien intentó poner coto a esa situación de impunidad. El proceso impulsado por Falange y Manos Limpias contra Garzón encontró una buena acogida entre los magistrados del Supremo. Algunos de ellos habían jurado el “acatamiento a los Principios fundamentales del Movimiento y demás leyes fundamentales del Reino”. Otros se habían opuesto a la ley de memoria histórica. O declarado su simpatía y comprensión al golpe militar del 23-F.
La actitud temerosa y acrítica de la mayoría de los jueces ante ese tipo de atropellos a la independencia judicial es otro síntoma de cuál es el imaginario que sigue alimentando sus conciencias. La consigna entonces era clara: evitar la persecución de los desmanes de los poderosos, tanto del pasado como del presente, y reducir la propia función al castigo de los más débiles. Muchos tomaron buena nota de ello.
Con esos mimbres es obvio que no va a ser nada fácil que los aires de ruptura lleguen a los de arriba. Con toda probabilidad, las altas instancias judiciales van a seguir reaccionando con virulencia cuando sientan amenazado el entramado de poder que les sostiene.
Abrir puertas y ventanas de los tribunales, poner la justicia al servicio de la gente, va a requerir muchos esfuerzos. Su regeneración democrática va a depender, sin duda, de quienes administran justicia desde la base. De aquellos que sienten que son más un servicio público que un poder. Que no ocupan los estrados suntuosos de la alta magistratura. De aquellos que no van en coche oficial. Ni gozan de buenos sueldos o viajes de lujo pagados a costa del erario público.
Que todos ellos en su día a día no se sientan amenazados por la cúpula dirigente va a ser básico. Para que ello no suceda también será decisivo el papel de una ciudadanía dispuesta a defender lo que es de todos.
Como recuerda el jurista Melossi, los derechos humanos “corren un grave peligro cuando sus únicos garantes son las instituciones públicas que actúan en su nombre”. Esa función de vigilancia, de presión desde abajo, será la auténtica palanca de cambio para echar a la casta judicial. Para romper amarras con la justicia del pasado.
No se olviden en el debate sobre Justicia de los ciudadanos de uniforme
08/04/2015
Mariano Casado
Secretario General de la Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME)
Hace tiempo que vengo diciendo que en el debate general sobre la Justicia,
sobre su evolución, sobre cómo ha de organizarse, con qué medios y a través de qué procedimientos, siempre se olvida analizar cómo se otorga el derecho fundamental a la obtención de tutela judicial efectiva a los ciudadanos de uniforme. Es decir, a los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Guardia Civil.
Parece que este ámbito de la Justicia es desconocido para todos los que, de una u otra manera, juegan algún papel en esta transcendental cuestión. Lo cierto es que lo que se puede decir y proponer al respecto,desbordaría ampliamente el espacio del que ahora disponemos.
Por ello, me conformaría con que quienes sienten la preocupación por la plena efectividad de este derecho fundamental y por la adecuada configuración del servicio público de la Justicia, tuvieran presenta la necesidad de abordar el futuro de la jurisdicción militar.
Que incluyeran entre sus reflexiones y, en su caso, entre sus propuestas también, los trabajos ya realizados desde el movimiento asociativo profesional de miembros de las Fuerzas Armadas, singularmente desde la Asociación Unificada de Militares Españoles, AUME.
Desde su constitución, hace ya diez años, AUME ha venido generando opinión sobre esta cuestión, que sin duda, debe ser una de las que queden definitivamente resueltas en la próxima legislatura.
Una Justicia comprometida con los derechos y libertades de la ciudadanía
07/04/2015
Margarita Robles
Magistrada del Tribunal Supremo
El análisis de cualquier planteamiento sobre la Administración de Justicia en España debe hacerse no solo desde el punto de vista utópico, sino mirando la realidad del país, que atraviesa un complicado momento de crisis económica, y que hace unos años no existía.
¿Qué Justicia queremos en ese contexto actual de crisis económica, y de clara restricción de los derechos y libertades de la ciudadanía?
La obligación de los juristas es ser realistas. Los jueces tienen que ser el punto esencial y básico de la protección de los derechos de los ciudadanos.
El Poder Judicial debe de tener un compromiso inequívoco con el Estado de Derecho, con los derechos y las libertades de las personas. No caben jueces tibios; tienen que estar imbuidos de la realidad social. Nada sería más terrible que un juez aislado en una urna, porque nada hay peor en esa situación de crisis que un juez que no se implique adecuadamente.
Eso exige, desde el respeto a la Ley, un compromiso inequívoco en favor de aquellos que están sufriendo las restricciones de derechos en una larga crisis que ha creado pobreza y empleo precario, en el que, además, se han emprendido reformas laborales para recortar derechos, y en el que convivimos con una normativa que permite situaciones tan claramente injustas como muchos de los desahucios que han tenido y tienen lugar.
La mayoría que conforma el poder legislativo actual, ha emprendido un camino de restricciones de los derechos con el pretexto de la crisis económica: la reforma del Código Penal, la Ley de Seguridad Ciudadana… Crecen las medidas represoras en una sociedad en la que el nivel de delincuencia no es muy alto, como sabemos todos los jueces.
Es cierto que existe un divorcio entre la Justicia y la sociedad; la Justicia está alejada de la ciudadanía, eso es indudable. Pero en los últimos tiempos los jueces están defendiendo más a los justiciables, a pesar del exceso de carga de trabajo y de un entorno que no es favorable.
En este contexto es difícil ser independiente, porque existe una sutil presión política, socio-económica y mediática sobre los jueces que se salen del “guión oficial”.
Cualquier juez comprometido en la defensa de los derechos de los ciudadanos debe afrontar la presión política, económica y mediática mientras sigue adelante con su trabajo.
Presión política, porque ese juez comprometido no está siempre adecuadamente amparado por el Consejo General del Poder Judicial, paradójicamente el órgano destinado a proteger su independencia.
Presión económica, porque los juzgados están colapsados de trabajo por falta de recursos económicos. Las inversiones en Justicia son muy limitadas tanto en materia de medios personales como materiales.
En diciembre de 2014 los jueces decanos difundieron una batería de 58 medidas para luchar contra la corrupción, en un documento donde reclamaban más medios humanos y la dotación de refuerzos a los juzgados que llevan asuntos de especial complejidad. Lamentablemente sus justas reivindicaciones no han sido atendidas y es la propia Administración quien dificulta, en ocasiones, la actuación judicial.
La corrupción ha penetrado tanto que es difícil conseguir recursos que sí existen en otros países. España carece de una policía judicial auténtica que dependa de los jueces, así como de un cuerpo de peritos contables que asesore a ellos o a los fiscales. Hasta se ha dado el caso de que un organismo de Hacienda -la Oficina de Investigación del Fraude- rechazara inicialmente el envío de un informe pericial a un juez con el cálculo del dinero que debía pagar al fisco un partido político por haber recibido donaciones ilegales en 2008.
Se ha dicho que los partidos políticos podrían ser parte de la solución, aportando propuestas innovadoras para la Justicia, pero están más pendientes en muchas ocasiones de solucionar sus problemas internos.
Y lo mismo ocurre con el Tribunal Constitucional, el órgano que garantiza los derechos fundamentales, que tendría que ser regulado de nuevo porque tardar en resolver de ocho a diez años un recurso de inconstitucionalidad, como ocurre en reiteradas ocasiones, no contribuye a la tan necesaria justicia ágil, eficaz, y cercana a las personas.
Esa justicia comprometida con los derechos y libertades de los ciudadanos necesita explicar adecuadamente a la sociedad lo que está haciendo. El juez español tendría que saber explicar lo que está ocurriendo y los obstáculos a los que se enfrenta en su labor cotidiana.
Los jueces tendrían que saber ganarse a la opinión pública explicando la dramática realidad social que viven en sus juzgados. Pero una parte de la carrera judicial está desmotivada y la otra parte está tan desbordada y centrada en su trabajo que no tiene fuerzas ni siquiera para difundir aquello que están haciendo.
Es tiempo de fortalecer la independencia judicial para que los jueces, de forma responsable, sigan adelante en su compromiso en la protección de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Sin embargo, la situación actual, y la escasa voluntad política existente, generan un panorama claramente desalentador.
Cinco claves sobre el abandono institucional de la Justicia
07/04/2015
Joaquim Bosch
Magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia
En nuestro país hay áreas de gestión, servicios públicos o prestaciones sociales que no funcionan adecuadamente. Y se discute con toda la razón sobre sus niveles de eficacia y los grados de implicación de los poderes públicos. Sin embargo, es probable que no haya ningún ámbito como el de la Justicia en el que exista una coincidencia tan generalizada en la percepción de un patente abandono institucional.
Esta perspectiva es muy visible tanto por parte de los profesionales como por parte de la ciudadanía, a la vista de los estudios de opinión que han sido publicados. Intentaría aportar cinco claves que explican cómo y por qué se ha producido esta preocupante situación. No se trata de un análisis en negativo, sino más bien de un enfoque sobre cómo se debería actuar en positivo si en alguna ocasión nuestros poderes públicos decidieran afrontar la transformación de nuestro sistema judicial.
1.- Falta de concepción de la Justicia como servicio público. En España los servicios públicos siempre han sido insuficientes en comparación con nuestros vecinos europeos. No obstante, en diversas etapas se ha intentado un esfuerzo institucional de equiparación en materias como sanidad, educación o servicios sociales. No ha ocurrido lo mismo con la Justicia, que no ha sido considerada históricamente como un servicio público por parte de nuestras instituciones, con todo lo que ello implica sobre los derechos de la ciudadanía. En esta errónea consideración ha pesado bastante la idea de que la inversión en nuestro sistema judicial no es electoralmente tan rentable como en otros servicios públicos. Las consecuencias han sido muy negativas: insuficiencia del número de jueces, penurias en medios personales y materiales, pésima organización de los recursos existentes. El abandono de la administración de justicia supone nada menos que el deterioro del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.
2.- Deficiencias en la organización y gestión. Nuestros órganos judiciales mantienen una estructura anquilosada, que es ineficaz en su funcionamiento y que no está preparada adecuadamente para afrontar las peculiaridades de los distintos procedimientos. Disponemos de pocos medios, pero además están mal organizados. Nuestro sistema de juzgados y tribunales procede del siglo XIX, a pesar de que la realidad judicial actual es claramente distinta. No se ha afrontado un proceso de modernización tecnológica equivalente al que se ha llevado a cabo en diversas áreas de la administración. Las tímidas tentativas de implantar una nueva oficina judicial han fracasado por la falta de instrumentos, por un diseño equivocado y por una insuficiente persistencia institucional. No se ha planteado una justicia de proximidad para asuntos de menor entidad. Y tampoco se ha llevado adelante ningún proyecto de tribunales de instancia que, desde el respeto a la independencia e inamovilidad judicial, sea capaz de distribuir racionalmente los litigios.
3.- Voluntad política insuficiente. Una característica muy común en los gobiernos de esta etapa democrática ha sido que en el área de Justicia no han incorporado ministros con un peso específico de suficiente relevancia, ni tampoco estos han sido especialmente respaldados en su gestión. Se trata de otra muestra de falta de compromiso institucional para reformar nuestra administración de justicia. El caso de Gallardón ha sido especialmente decepcionante, pues sí que parecía reunir el perfil de cargo público con capacidad de influencia suficiente para impulsar esa gran transformación. Pero lo que falló en este caso fue su desconocimiento del sistema judicial y su falta de interés en embarcarse en un complejo proceso de modernización, al estar más interesado en aspectos de la lucha partidaria. Los profundos cambios que requiere nuestra Justicia solo podrán abordarse desde un Gobierno fuertemente implicado en los mismos. Y esto debe traducirse en curiosidad para entender los problemas, en diálogo real para involucrar a todas las partes afectadas y en ilusión para superar las múltiples dificultades que entraña cualquier proceso innovador.
4.- Precariedad de la separación de poderes. Muy probablemente estas anomalías de la Justicia como servicio público habrían sido corregidas si en nuestro país hubiera existido un órgano de gobierno judicial que hubiera ejercido sus funciones de manera autónoma. En ese caso habría reclamado a los otros poderes del Estado que cumplieran con sus deberes constitucionales y que aportaran los recursos necesarios. El problema es que el Consejo General del Poder Judicial ha actuado tradicionalmente como correa de transmisión de las principales fuerzas políticas, que se han repartido sus integrantes a través de cuotas, a pesar de las advertencias del Tribunal Constitucional sobre la perversidad institucional de estas componendas. Un órgano de gobierno judicial con credibilidad, autoridad y solvencia habría favorecido un estado de opinión que hubiera conducido al poder político a afrontar las reformas pertinentes. Ante un conflicto entre poderes del Estado se tendrían que haber adoptado medidas. La realidad es que las actitudes complacientes del CGPJ han facilitado este abandono institucional y, además, han contribuido notablemente al desprestigio de la Justicia.
5.- Pacto de Estado por la Justicia. Un fracaso como el de nuestro sistema judicial no se improvisa en unos pocos años, sino que es producto de cierta desidia institucional sostenida durante bastante tiempo. Las principales fuerzas políticas no han sido capaces de detectar estos graves problemas y de ofrecer soluciones apropiadas. La amplitud de las reformas a abordar resulta incompatible con que las mismas puedan ser resueltas en el espacio temporal de una legislatura. Y no tendría sentido que los cambios principales emprendidos por un gobierno fueran modificados en la etapa siguiente. Hace falta un amplio Pacto de Estado que asegure las mejoras estructurales más importantes. En toda sociedad democrática son fundamentales los disensos que garanticen la pluralidad, pero también los consensos que permitan fortalecer los principios más esenciales del Estado de Derecho.
Reforma y ruptura de la justicia en España
04/04/2015
Antonio Segura Hernández
Abogado miembro de ALA y vicepresidente del Foro de abogados de izquierdas
A nadie se le escapa que los poderes de un estado y sus estructuras están construidos con y por la ideología dominante. A nadie debería pues sorprender que cada régimen diseña sus estructuras en relación con la correlación de fuerzas dominantes en el momento de su constitución.
Los poderes actuales en nuestro estado, se constituyeron hace 36 años, en el año 78, y todos ellos nacieron, no de una ruptura con la dictadura, sus instituciones y poderes, sino con un encaje de las viejas estructuras en la nueva democracia. El paso del tiempo y la necesidad de más democracia y eficacia, fueron reformando algunas de esas instituciones, pero fueron necesarios incluso golpes de estado y la participación en órganos supranacionales para modificar otras. Así de la noche al día, no nos acostamos con instituciones dictatoriales y nos levantamos con otras democráticas, han tenido que pasar los años, para ir amoldando las mismas a una sociedad formalmente democrática.
Y si bien es cierto que algunas han ido transformándose, otras no han sufrido nada más que meros remiendos estéticos, es el caso de la justicia.
Con esto no vamos a decir demagógicamente, que la justicia en España sea una justicia franquista, pero en su estructura y organización poco ha cambiado. Nadie puede negar que los jueces conniventes con el franquismo siguieron ejerciendo su profesión tras la transformación del régimen represor al que sirvieron, y tampoco se puede negar, que también es obvio que nuevas generaciones de jueces y juezas, más acordes con los principios democráticos, han ido sustituyendo a estos, pero la estructura y la organización de la administración publica de la justicia y el poder judicial han sufrido nula transformación relevante a lo largo de este periodo democrático, en cuanto a lo estructural.
Incluso el componente social de la propia plantilla de jueces, juezas, y miembros del ministerio fiscal no se corresponde con la diversidad ideológica de la actual realidad social, y eso, por distintos motivos es algo que pocos podrán discutir.
Por lo tanto parece obvio, aunque solo fuere por este hecho, que se requiera una transformación urgente de la justicia de este país.
Pero es más, la realidad nos indica, que al igual que en otros poderes y en otros servicios públicos la eficacia obliga a cambios para mejorar su propio ejercicio y la prestación del servicio.
Es esa dualidad (con el componente antes enunciado) poder/servicio público la que ha impedido también una evolución más eficaz de la justicia en nuestro país, porque sería injusto decir que no se han intentado reformas, y no ha habido fuertes inversiones para dicho fin, pero seria más injusto no decir que han existido también fuertes reticencias a las mismas, y un agujero negro que ha impedido rentabilizar esos esfuerzos.
El dogma de Montesquieu conjugado con una concepción corporativista del poder judicial han impedido la adecuación de la justicia a parámetros más eficientes para el soberano/administrado.
La justicia, como el resto de poderes, emana del pueblo, artículo 117 de la Constitución Española, pero como a “los padres de la constitución” y luego al legislador, les parecía un pueblo ignorante –por decirlo de modo suave-, se le aparta de cualquier ejercicio y elección de dicho poder, con la excepción del residual tribunal del jurado artículo 125 de la misma constitución.
Aparece así un poder, que no es que se escape del soberano, o que ponga filtros como en los otros dos poderes a la intervención directa del ciudadano, aparece un poder estanco a la sociedad en cuanto a su ejercicio y elección, e incluso en cuanto a su acceso profesional clasista.
Un poder judicial, que durante muchos años ha sido sumiso al poder ejecutivo en lo político, y que ha impuesto una mal interpretada independencia judicial al servicio del corporativismo, que ha frenado muchas de las reformas con el falso argumento de la injerencia en dicha independencia, cuando ha visto peligrar sus intereses propios.
Y en este tira y afloja, el nefasto papel jugado por la institución del Consejo general del Poder Judicial, órgano de gobierno de ese poder, artículo 122 de la Constitución, que al ser elegido en parte por el legislativo ha propiciado una realidad de extrañas negociaciones y complacencias entre partidos y componentes del poder (en su mayor parte asociaciones de jueces), que se han ido deteriorando a niveles escandalosos.
Hay que decir que la figura del Consejo General del Poder Judicial, es algo excepcional de España e Italia en nuestro entorno europeo, otros países no lo tienen, como Francia y Alemania, y nadie diría que eso supone un problema para el gobierno del poder judicial en esos países ni que los jueces franceses o alemanes no sean independientes. Pero esa es nuestra realidad constitucional, solo reformable con un proceso constituyente o un cambio constitucional que perjudicaría a la mayoría que hoy lo elige. Por eso las reformas en nuestro país en temas de poder judicial, son tan dificultosas como una ruptura, o al menos se equiparan en cuanto al esfuerzo que se debe realizar, al menos para empezar, pues si el poder judicial esta encorsetado en esta forma de gobierno, por las propias normas constitucionales, al legislativo le ha servido y entre los jueces ha sido aceptado. Por lo tanto, el pueblo poco puede hacer, más que ser consciente de que en ese tapete, él no juega de ninguna de las maneras.
Sería inaceptable y poco honesto olvidar que en las últimas legislaturas existe un movimiento corporativo con resonancia tanto en el ámbito conservador como en el progresista de que dicho consejo debería ser elegido solo por jueces, pero dicha apuesta no cambiaría el alejamiento del poder al pueblo, y convertiría un poder hoy dominado por la partitocracia en otro dominado por la “tecnocracia”, pero en el que se excluiría a la democracia.
Evidentemente ejemplos en derecho comparado para evitar dicha situación, a todas luces insatisfactoria, existen y funcionan, un simple ejercicio de valoración del funcionamiento y eficacia de otros países, con la premisa de mayor participación popular, deben ser analizados para superar esta grave dolencia del sistema. Habrá que abrir ese debate de cómo elegir ese poder, pero deberíamos de partir de la exclusión de la verticalidad y apostar por mayor participación de los ciudadanos en esa elección.
Pero no es solo el modelo de elección del órgano de gobierno de los jueces, el que debe de estar en entre dicho, y su propia existencia, son también sus funciones. Pues con independencia de quien lo elija, y su propia existencia, marcados ambos por la propia letra de la constitución, mientras que la misma no cambie, las funciones son el campo de batalla de esas dos tendencias poco sintéticas, pues es ahí donde los partitocráticos y los “juezocráticos” mueven sus fichas. Y en esta batalla anti dialéctica, -en la que por lo que se debe apostar es por la tercera vía la democrática, la de la participación del pueblo en el poder judicial-, hay expresiones que superan la izquierda y la derecha, los progresistas de los conservadores, que llegan a mantener incluso la asunción por parte del poder judicial del propio ministerio de justicia y de las conserjerias de justicia de las CCAA, se llega a decir por parte de reconocidos juristas: “El Consejo General del Poder Judicial debe asumir todas las competencias en materia de Justicia”, cayendo así no ya en la corrección de un poder al margen del control del pueblo, como el que tenemos ahora, sino en la creación de un poder al margen de cualquier tipo de control, no elegible, (los otros dos, nos gustaran más o menos pero se eligen, de aquella manera pero se eligen) no cambiable, una verdadera casta , como la jefatura del estado actual.
Y puede ser muy técnica la conclusión, como somos incapaces de diseñar un poder judicial y una administración de justicia eficaz, debido a las injerencias de unos sobre otros y a la defensa corporativa de privilegios decimonónicos de otros sobre unos, TODO EL PODER AL CONSEJO GENERAL, elegido por jueces. Seamos pues capaces y solucionemos el problema sin empeorarlo.
Entendemos que tiene base, ese intento de síntesis, pero la reflexión debe ser más profunda y sin apartarnos de los principios que ordenan un estado de derecho.
Muchos jueces de este país aún tienen que asumir que son funcionarios de categoría A, pero funcionarios. Y lo mismo que un neurocirujano de la seguridad social, -también funcionario de categoría A-, no decide cuando usa el quirófano, pues está sometido a una organización de los efectivos del servicio en su conjunto, pues un juez. por ejemplo no le tendría que parecer un escándalo que afecta a la independencia judicial, que él /ella, no pueda decidir sobre cuando celebra o no celebra vistas, y cuantas celebra.
Se que esto puede sonar radical, es un ejemplo, no se pretende frenar o limitar la función jurisdiccional, se pretende armonizar un servicio publico con un poder del estado, y eso requiere equilibrio, y voluntad de no mezclar una cosa con otra.
La independencia judicial no es un derecho de los jueces, es una garantía de los ciudadanos, y cualquier reforma en cuanto a privilegios de los jueces, o cambio en sus responsabilidades administrativas, no es un ataque a la independencia.
Cuantas veces hemos oído la famosa y patrimonialista frase, “en mi juzgado” como si con la asunción de la potestad jurisdiccional se adquiriese por usucapio la propia sede judicial.
Es evidente que la administración de justicia debe organizarse con parámetros funcionales, como el resto de servicios públicos esenciales, y el poder judicial mantener su independencia, garantizar la inamovilidad de sus miembros, y el sometimiento de los mismos únicamente al imperio de la Ley, y ambas cuestiones no pueden estar reñidas, son necesarias si se quiere salir de la situación actual.
Es inadmisible que el ciudadano, y su abogado o procurador cada vez que llegan a un juzgado se pregunten como funciona éste, ¿es costumbre en este juzgado que te den copia de las actuaciones?, ¿las declaración las toma el juez?, ¿el secretario recibe?, ¿celebra vista los viernes?
Este tipo de cuestiones, entre otras, se intentaron solucionar con la implantación del nuevo modelo de organización de las oficinas judiciales con origen en la reforma Ley Orgánica del Poder Judicial del 2003. Díez años después dónde la oficina judicial se ha implantado los beneficios han sido grandes, los servicios comunes y las unidades procesales de apoyo directo a jueces y tribunales han funcionado y agilizado el trabajo, son pues nuevos criterios de organización y distribución de tareas que liberan a jueces de otras cuestiones, y les descargan de trabajo burocrático y les centran en su labor principal , juzgar y hacer cumplir lo juzgado, y donde secretarios judiciales, una vez liberados por las grabaciones de las vistas, de su anterior obligada presencia en las mismas han podido encargarse de otras funciones más resolutivas.
Si bien es cierto que 10 años después, en otros lugares no se quiere ceder ni un milímetro en nuevos modos organizativos que desplacen lo más mínimo el control patrimonial del juzgado.
La situación de la justicia en España: Datos estadísticos
Los pasados 30 y 31 de octubre de 2014 tuvimos la suerte de participar en las jornadas celebradas por el Sindicato de Secretarios Judiciales en la ciudad de Sevilla, en las mismas se dio un abierto debate sobe el tema, y se llegó a una serie de conclusiones que desmitifican las falsas ideas que sobre la realidad de la Justicia en nuestro país han ido tomando peligroso poso.
En ellas se puso de manifiesto las pocas fuentes estadísticas que existen sobre la justicia en nuestro país, y los datos contradictorios que desprenden las pocas existentes, cosa que ayuda poco a hacer un diagnostico correcto que enfoque el problema para solucionarlo, escapando de los estereotipos.
Se llegó a la conclusión de que la estadística publicada por el Consejo General del Poder Judicial se realiza fundamentalmente a través de un computo manual de asuntos en cada una de las oficinas judiciales del Estado, sin normas claras ni uniformes, que admiten una interpretación subjetiva e incluso la alteración de datos. En este computo se multiplican los números resultantes respecto de los reales, dado que el mismo procedimiento puede registrarse hasta en cinco casillas, dependiendo del estado de tramitación en que se encuentre. Por dar un ejemplo, las diligencias urgentes, que se transforman en diligenciad previas, se registran como juicio oral en instrucción y luego como procedimientos abreviados en el juzgado de lo penal, computándose igualmente y por último, también como asunto nuevo, los recursos devolutivos que se interponen contra la sentencia. Vamos que un mismo procedimiento puede ser computado hasta en 5 o más cuadros. En el mismo sentido se consideran como procedimientos entrantes actuaciones carentes de entidad y permite que simples incidentes puedan registrarse como procedimientos considerados igualmente actuaciones, y alterando, en consecuencia, la idea de carga de trabajo resultante de un juzgado. Este computo tampoco distingue entre trabajo pendiente ante las oficinas judiciales del que depende directamente del juez, dado que muchos procedimientos pueden finalizar sin intervención judicial, a través de resoluciones procesales dictadas por los secretarios judiciales.
Llama la atención la falta de voluntad de que haya datos contrastables sobre el estado de la Administración de justicia en España.
Es más el órgano del Ministerio de Justicia encargado del asunto, La Comisión Nacional de Estadística Judicial, ha renunciado a sus funciones, está desaparecida. Imagino que sus componentes seguirán cobrando sus suculentos salarios, pero para encontrar algo de información sobre el CNEJ hay que acudir a la web del CGPJ y una vez allí podemos comprobar que lo único publicado es la “propuesta” del plan anual correspondiente al 2013. Hasta el 2012 los planes anuales se aprobaban antes de finalizar el año, cosa que parece lógica.
Hay que destacar que al contrario que en España, el resto de Ministerios de Justicia de Europa publican sus estadísticas, obligación aquí también existe, pero la realidad es la descrita, con lo que difícilmente podemos llegar a un diagnostico verdadero.
Analizar los datos que nos da el CGPJ, es labor casi imposible, la opción es creerlos como un dogma de fe o, ejercitar una labor inane que termina por concluir creyendo lo que se nos dice sin más por imposibilidad del esfuerzo o hacer una labor de investigación casi detectivesca para desmentir esos tópicos asumidos por comodidad.
Algunos de esos mitos creados por el oscurantismo
El número de jueces por habitante en nuestro país (10 jueces por 10.000 habitantes), asumido como cierto por la ciudadanía a fuerza de ser repetido continua y machaconamente por representantes de organizaciones del ámbito de la justicia , políticos y medios,- sin la más mínima comprobación empírica-, es falso.
Esta falsedad de Perogrullo, es comprobable, no fácilmente, pero comprobable. Es suficiente con buscar el número de habitantes de España y dividirlo por los jueces que hay en nuestro país. En 2014 una población de 46.507.760 personas, este dato con ir a Google y poner, número de habitantes en España 2014, se consigue. Para el número de jueces hay que saber donde buscarlo, en concreto en el informe anual del CGPJ, “La justicia dato a dato” nos indica que ese mismo año, que eran 5.219 jueces en activo. Pero ese dato es insuficiente, pues no se incluyen los jueces sustitutos por ejemplo.
Si dividimos esa cifra ni siquiera salen los 10, ni los 11,2 que dice la Unión Europea, salen 8,9 pero esas cifras hay que matizarlas.
El primer dato de la división es indiscutible, pero el segundo hay que analizarlo. ¿Todos esos jueces llevan procesos de forma individual? ¿son los únicos que los levan? ¿ no habría que dividirlo entre las plazas judiciales y no el juez? ¿Contamos a los secretarios que también resuelven asuntos sin intervenir el juez?
De nuevo aquí nos encontramos con un oscurantismo estadístico que impide un verdadero análisis, y de ahí la disparidad de datos entre los dados por el CGPJ 10/10.000 y 11,2/10.000 dado por la Unión Europea.
Pero cojamos cualquiera de los dos y comparémoslos con los que tenemos de otros países europeos. Teniendo en cuenta que para que esta comparación tenga valor estadístico real habría que tener en cuenta las característica de los países que se comparan, y distinguir grupos de países análogos. Hay países por ejemplo donde no existe la figura del secretario judicial.
Hagámoslo sin ese rigor, pues bien, cogiendo países asimilables a España por tamaño, número de habitantes y tradición, vemos que en Dinamarca el número de jueces es 9, en Francia 10,7, Italia 11, Suecia 11.5 y Bélgica 14,8. Son los datos dados por la Unión Europea, los que dan a España 11,2.
Aún cogiendo los datos del CGPJ, 10, parece que nuestro país tiene una ratio similar a estos países. Con ello creo que se pone de manifiesto que es falso que España sea un país por debajo de la media del resto de Europa. Por encima solo se posicionan países como Holanda 15,2, Austria 17,8, Finlandia y Grecia 18 y Portugal 18,4.
Lo mismo ocurre con la pendencia de asuntos en juzgados, los únicos datos los obtenemos del CGPJ en el informe “La justicia dato a dato” del 2013, donde se observa que no existe el demagógico e interesado colapso de la justicia, pues en él se desprende que la tasa de resolución de las oficinas judiciales españolas ha sido superior al 1 (1,03) lo que quiere decir que se resuelven mas asuntos que se ingresa, con lo que la situación no es de colapso.
Y en el mismo sentido hay que despachar el asunto de la falta de medios, es erróneo o falso que la falta de medios sea el único o principal factor del mal funcionamiento de la justicia en España. En este caso, la Comisión Europea para la eficacia de la Justicia (CEPEJ) mantiene que el gasto público en Justicia en España se sitúa por encima de la media de los países europeos. España se coloca entre Bélgica y Suecia, y muy por encima de Francia, Portugal o Italia en cuanto este gasto. En su informe de 2012, fijó el gasto publico en Justicia en nuestro país en 91,4 euros por habitante, de nuevo el CGPJ coloca el mismo gasto en 76,4 euros. Y de nuevo, tengamos en cuenta la cifra que entendamos, nos encontramos por encima de la media, que es 57,3 euros, lo que gasta Croacia.
Si es difícil hacer las anteriores valoraciones, por la discordancia de datos, lo que se pone de manifiesto es que hay interesadamente poca información, y que con la diversidad de datos las conclusiones que trascienden a la sociedad no son las correctas.
Llegar a la conclusión de que todo es un desastre, que estamos peor que los demás o que se gasta poco, desvía la atención de la verdadera realidad, la necesidad de una nueva organización de la justicia eficaz, donde la planificación del servicio público no dependa sólo del Consejo General del Poder Judicial, o de los jueces, dónde se planifique no pensando en los privilegios, sino en la eficacia, y para eso, sin tocar la independencia judicial, es necesario que tanto economistas, como matemáticos, como politólogos y expertos en la administración cuenten con verdaderos datos neutrales, que sirvan para diagnosticas objetivamente las verdaderas dolencias, y entre todos y todas, incluidos los ciudadanos diseñar una nueva administración sin despreciar lo ya hecho que pueda servir.
Y en cuanto al Poder, el tercer poder, dotarle de mayor representación democrática, huir de la verticalidad, diseñar un acceso más acorde con los tiempos a la carrera judicial y fiscal, que no huya de la objetividad en la selección, pero que prime cuestiones más necesarias para hacer justicia que la mera memorización de temas. Plantearnos abiertamente si es necesario el CGPJ, órgano que no existe, salvo en Italia, en ningún país de nuestro entorno. Y de existir porque no dar entrada como en el resto de poderes a que lo compongan ciudadanos.
Y esto, igual por el corsé impuesto por la actual constitución requiera de una modificación de la misma, o de un proceso constituyente que traiga una nueva, pero la reforma o la ruptura es una necesidad, la justicia Española no puede ser estructuralmente la misma que en el siglo pasado, no puede seguir ocultando su ineficacia en falsos mitos para mantener el estado actual, y para ello la sociedad tiene que ser consciente de la Justicia tanto como servicio publico como poder deben ser recuperada, para los ciudadanos y para la democracia, y exigir datos verdaderos que no oculten los problemas, desviándonos de las verdaderas causas de los mismos. La sociedad tiene que ser consciente de que esos problemas no los solucionan quienes los han perpetuado, es ella la que tiene que exigir su participación en el poder y la eficacia del servicio público, como en el resto de poderes y como en la sanidad o en la educación.
A la búsqueda de Hermes y Marte o cómo seleccionar nuestros jueces
27/03/2015
Ignacio González Vega
Magistrado
Un reciente artículo publicado en The New York Times (“Why Judges tilt to the Right”) se preguntaba cómo es posible que, siendo los abogados norteamericanos mucho más progresistas que la población en general, los jueces, que se extraen de aquel colectivo, sean más conservadores. La respuesta se encuentra, evidentemente, en el procedimiento de selección.
Fuera de esas latitudes, entre nosotros, José Luis Requero, antiguo vocal del Consejo General del Poder Judicial y hoy magistrado del Tribunal Supremo, escribió en su día que “la izquierda sigue teniendo a la Justicia como objetivo político e ideológico. Sabe que, según como se seleccione, el juez interpretará la ley de tal o cual forma, de ahí que tenga en cartera arrumbar la selección basada en conocimientos jurídicos por otro sistema que prime lo ideológico”.
Estos ejemplos, ante todo, dan cuenta de la enorme trascendencia política que tiene la selección de los jueces y magistrados, erigiéndose en uno de los temas cruciales en la concepción de la Justicia como poder del Estado y como servicio público. No debemos olvidar que los jueces detentan el monopolio de juzgar toda suerte de asuntos desde los que pueden afectar a cualquier ciudadano (separaciones y divorcios, desahucios, recursos contra multas de tráfico…) hasta los grandes casos de corrupción política o de terrorismo, y hacer ejecutar sus decisiones. Su poder es indudable y por ello las connotaciones políticas resultan evidentes.
Otros –como el magistrado Javier Hernández-, ponen el acento en un plano más trascendente, el axiológico, conectando los valores del juez con las fórmulas de acceso a la judicatura: «Partiría, como prius, de la necesidad de que el juez posea, asuma, haga visibles, reconocibles para todos determinadas virtudes públicas que deben girar en torno a la defensa de valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia, la dignidad. Para ello, el juez/jueza debe tener exigentes virtudes asociadas con su profesionalidad».
Lo que es innegable, en todo caso, es que el sistema de acceso a la judicatura depende del modelo de juez que se defienda. Nuestra Constitución da una primera pista al respecto cuando establece de manera solemne que “la Justicia emana del pueblo”. Mal se administra justicia si no se conoce la sociedad en cuyo contexto deben aplicarse las Leyes. Por ello, debemos exigir una justicia que responda a las necesidades de nuestra sociedad y de los ciudadanos, denunciando –como señala Manuela Carmena en el artículo que encabeza este espacio de debate- los déficits de contextualización personal y social en la aplicación de la ley en que puedan incurrir nuestros jueces.
1. Modos de seleccionar a los jueces
Mucho ha cambiado el mundo desde la Grecia clásica, donde se recurría al sorteo para el nombramiento de los jueces, sistema hoy limitado en nuestro país a la selección de los miembros del Jurado o a la atribución a través de un sistema informático aleatorio de los concretos procedimientos a nuestros jueces con el fin de garantizar su imparcialidad evitando que estos sean elegidos a la carta. A propósito, y como un retorno al pasado, desde alguna formación política se ha propuesto recuperar este mecanismo fortuito para la designación de los miembros de altas instancias del Estado, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial.
En la actualidad, podemos indicar que hay tres grandes modalidades de reclutamiento de jueces: Primero, el concurso público, lo que entre nosotros se conoce como “oposición”, que es la principal forma de acceso de los jueces en países de nuestro entorno como Francia, Italia, Portugal o España. En segundo lugar, la designación o nombramiento de los jueces por la autoridad política, básicamente por el Gobierno, como forma de seleccionar a los jueces en los llamados países anglosajones, que son los que siguen la tradición del “common law”. Y finalmente, la elección por el pueblo de los jueces, que es un sistema que aún se aplica en algunos estados de Estados Unidos y en Suiza.
La opción por uno u otro sistema, amén de sus tradiciones jurídicas y del entorno político, cultural, económico y social, está vinculada directamente con la legitimidad del Poder Judicial. Piénsese que los jueces son titulares, ni más ni menos, y en exclusiva, de uno de los Poderes del Estado, al mismo nivel que los otros dos Poderes, el Gobierno y el Parlamento. En estos la forma de elección, en un sistema democrático, no admite discusiones. Pero las peculiares funciones de control desempeñadas por el Judicial, calificado de poder neutro y de contrapoder, hacen que la cuestión sobre su selección admita muchos matices y cautelas en aras de preservar ante todo su independencia frente a los otros Poderes.
Refiriéndonos a los diferentes sistemas jurídicos, hemos de indicar que en las magistraturas anglosajonas con un “modelo profesional de juez” se seleccionan a personas con la necesaria experiencia profesional, generalmente en la práctica forense como abogados, y madurez personal para ejercer la función de juez. El ingreso en la judicatura se produce a una edad relativamente avanzada, en torno a los cuarenta y cinco años, y se percibe como el reconocimiento del éxito obtenido en las actividades realizadas anteriormente como abogado o profesor universitario. Es impensable en la mentalidad británica que un ciudadano pueda ser llamado a ejercer funciones judiciales nada más concluir sus estudios universitarios. Y el hecho de que se trate de personalidades conocidas en los ambientes de las profesiones del campo legal permite que ocupen directamente el puesto de magistrados en un Tribunal de apelación o incluso en la máxima instancia judicial, el Tribunal Supremo.
Las siguientes son pautas usadas en el mundo anglosajón para evaluar las candidaturas de los jueces a nombramiento o prórroga: Integridad indiscutida; conocimiento jurídico y capacidad para interpretarlo y aplicarlo a situaciones de hecho; experiencia profesional; temperamento apropiado, que incluye sentido común, compasión, capacidad ejecutiva, firmeza, humildad, apertura de ideas, paciente, tacto y comprensión; diligencia y puntualidad; salud, adecuadas condiciones físicas y mentales; responsable financieramente; y servicio público, la experiencia previa en el servicio público tiene cierta consideración adicional.
Recientemente, y como prueba del rigor de los anteriores requerimientos, hemos tenido noticia de la expulsión de tres jueces británicos por ver material pornográfico en sus ordenadores de trabajo. Para la Oficina de Investigación de la Conducta Judicial, encargada del procedimiento disciplinario, estos jueces realizaron un mal uso inexcusable de sus cuentas en Internet pagadas por el contribuyente. Y si bien se aclara que aquellos no han hecho nada ilegal, se trata de una cuestión de conducta, de desprestigio del sistema judicial.
El sistema holandés, por su parte, cuenta con dos vías de entrada, de personas con experiencia profesional, al igual que en los países anglosajones, y sin experiencia, como veremos ocurre en nuestro país. Estas últimas son seleccionadas inicialmente mediante exámenes y pruebas variadas, entre las cuales la psicológica juega un papel muy importante al descartar a aquellas personas que no son aptas para ejercer la función judicial. Quienes logran superar esta fase previa adquieren posteriormente la formación teórica y práctica en un dilatado proceso de casi seis años, en el curso del cual están supervisados y evaluados por otros jueces y formadores con los que van asumiendo responsabilidades crecientes.
2. El acceso a la judicatura en España
Un país como el nuestro, perteneciente a la tradición jurídica europeo-continental al igual que nuestros vecinos franceses, portugueses e italianos, ha heredado lo que puede denominarse un “modelo burocrático de juez”. El perfil básico del juez en este modelo de judicatura radica en su selección a través de una oposición destinada a comprobar el conocimiento de las principales disciplinas jurídicas y dirigida a jóvenes, con escasa experiencia profesional y vital, que acaban de terminar sus estudios universitarios. En España, forzosamente la Licenciatura en Derecho pero, por ejemplo, en Francia no se exige ese título específico. Haber trabajado como abogado o profesor de universidad resulta irrelevante en este sistema de acceso. Los jueces aprenden su oficio en el Juzgado o Tribunal en el que sirven. Además, los así seleccionados son “generalistas”, quiere esto decir que en el desempeño de su actividad profesional son capaces de ejercer múltiples funciones dentro de la organización judicial. Por ello, el juez no es seleccionado para un puesto singular, como ocurre en el mundo anglosajón, sino para poder realizar un conjunto bastante amplio de funciones: desde investigar un robo, resolver una demanda de paternidad hasta enjuiciar un despido laboral, e incluso, en países como Francia e Italia, desempeñar funciones de fiscal.
Ahora bien, España siendo fiel a su tradición jurídica continental, seleccionando jueces a través de una oposición seguida de un período de formación inicial, el llamado turno libre, se ha apropiado de rasgos del sistema anglosajón, incorporando a la Judicatura, mediante los llamados cuarto y quinto turnos, a profesionales con madurez y experiencia en las diversas ramas del Derecho, especialmente en las jurisdicciones más técnicas, la contencioso-administrativa y la laboral. A pesar de la necesidad de estas vías colaterales de ingreso que colmen las insuficiencias del sistema, no han faltado las críticas desde algunos sectores de la carrera judicial que han avalado sistemáticamente la oposición libre como el único sistema para garantizar la objetividad y el mérito en el acceso.
El malogrado Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia en España de 2001, fruto del consenso en su día entre el Partido Popular, entonces en el Gobierno, y el Partido Socialista Obrero Español, en la oposición, validaba el acceso por el turno de juristas expertos requiriendo acreditar unos méritos relevantes (capacidad y experiencia) y un procedimiento de comprobación objetivo, imparcial y riguroso de los mismos, algo por lo demás que figura en la actual normativa al respecto.
3. Las oposiciones
La selección de los jueces en España sigue anclada, en gran medida, en el modelo decimonónico de la oposición memorística. Muy poco han cambiado las cosas desde que la Constitución de 1869 sustituyera el examen público al capricho político como criterio decisivo para el acceso a la judicatura.
Mucho se ha escrito sobre la oposición. En una tan dura como la de juez, en la que hay que memorizar un sinfín de códigos y leyes bajo la dirección del preparador, magistrado que escucha los temas, se hace larga la etapa de enclaustramiento –“encerrado en casa y sin salir más que a misa los domingos y fiestas de guardar, hasta nueva orden” (Ríos Sarmiento)-. Un compañero fiscal, ya jubilado, ironizaba con esta oposición al compararla con el estudio del Corán en las “madrazas” o escuelas religiosas islámicas.
Sin embargo, la oposición presenta indudables cualidades que no deben perderse. Ofrece ciertas garantías de objetividad, igualdad, mérito y capacidad, lo cual es importante en un país con historias de «cesantías», «amiguismo» y «enchufismo» y abundante literatura a favor de los sistemas de cooptación.
Ahora bien, si para el Estado representa la oposición el modo más económico de formación pues traslada íntegramente al aspirante a juez la carga de la preparación, aquí radica una de las deficiencias del sistema al limitar la igualdad de acceso por la capacidad económica de los candidatos y, más comúnmente, de sus familias, habida cuenta que la preparación supone un periodo dilatado sin ingresos y con importantes costes directos (pago al preparador, materiales, manutención, etc.).
Por otra parte, en un magnífico estudio de Manuel F. Bagüés, ¿Qué determina el éxito en unas Oposiciones?, tras analizar la calidad de la evaluación realizada a unos 40.000 candidatos en diversas convocatorias de oposiciones a siete de los principales Cuerpos del Estado (junto a judicatura, notarías, registros, abogacía del estado..), el autor pone en duda el diseño del actual sistema al detectar una elevada aleatoriedad en el proceso selectivo. Así, el éxito de un opositor depende significativamente de factores ajenos a su preparación como el día de la semana en que es evaluado, la hora, un posible aplazamiento y, especialmente, el orden de convocatoria. Esta aleatoriedad –según el estudio- dificulta la selección de los mejores candidatos que carezcan de medios en beneficio de aquellos opositores con posibilidad de presentarse en un mayor número de ocasiones. El estudio también ha encontrado una serie de evidencias como la endogamia, el sexismo y el localismo por parte de algunos evaluadores. Así por ejemplo, los candidatos con parientes en el Cuerpo al que aspiran o de la misma ciudad tienen mayores posibilidades de éxito.
Por ello, a fin de evitar tales factores distorsionadores, en el citado estudio se proponen razonables reformas en el sistema de selección como la realización de un examen tipo-test de conocimientos jurídicos básicos y objetivables al inicio de la oposición lo cual garantizaría el anonimato en esta fase previa y favorecería la implantación de un único tribunal para evitar diferencias de trato entre todos los candidatos o la introducción del anonimato y la doble corrección externa en los exámenes escritos.
Por otra parte, convendría establecer en el proceso de selección un examen psicotécnico, al igual que ocurre en Portugal y, como hemos visto, en Holanda, en la medida en que la oposición no permite siempre descartar las personas no aptas para el ejercicio de la función judicial.
Igualmente, resulta paradójico que para acceder a la profesión de juez, cuya actividad se centra básicamente en resolver conflictos, interpretando y aplicando el derecho, el examen decisivo consista en recitar de memoria y en un tiempo récord el Derecho positivo. En la actualidad no queda rastro alguno del caso práctico que ponía a prueba la capacidad de argumentación y raciocinio al tiempo que servía para familiarizarse con el manejo de la jurisprudencia de nuestros tribunales.
4. La Escuela Judicial
Con el objetivo de paliar todos los defectos apreciados en el proceso selectivo es necesario arbitrar un periodo de formación inicial. Son varias las alternativas. Así, el aprendizaje bajo la tutela de un juez experimentado, que imparta conocimientos y consejos profesionales sobre ejemplos concretos. Pero en España se optó, acertadamente, por una formación institucionalizada de carácter obligatorio impartida en un centro especializado, la Escuela Judicial.
Cuando en el año 1997 se refundó la Escuela Judicial, la idea era elaborar un plan de estudios, complemento de la oposición, que suministrara las aptitudes imprescindibles para ejercer adecuadamente la jurisdicción. Combinando una formación en la que se profundiza, a través del método de casos concretos y reales, el conocimiento de las normas y su aplicación junto al estudio de otras disciplinas no jurídicas en aras de una formación integral. La realidad, sin embargo, ha sido otra. La Escuela Judicial en estos años no ha cumplido su función selectiva y en la formativa ha chocado con una oposición que tarda en prepararse cuatro años de media y que, por lo mismo, priva de espacio a un modelo formativo que ha de cubrir las muchas lagunas de la oposición y combatir algunos de los contravalores judiciales que esta reproduce.
5. Conclusiones
Cuando hablamos de la calidad de la Justicia resulta obligada la referencia a los jueces, como uno de sus actores principales, especialmente en lo tocante a su forma de selección y aunque no hay un modelo ideal, en buena parte porque la función de los jueces es distinta cada sistema jurídico, todos los sistemas de acceso poseen algún aspecto positivo.
En términos de independencia, la percepción es distinta según los diferentes sistemas judiciales. El Foro Económico Mundial recientemente ha publicado un informe sobre evaluación de la competitividad de las economías de ciento cuarenta y cuatro países. A la pregunta: “¿En qué medida el Poder Judicial en el país es independiente de las influencias de los miembros del gobierno, ciudadanos o empresas?”, en una muestra representativa de empresas que representan a los principales sectores de la economía, se pone de relieve cómo en la Unión Europea España se sitúa a la cola (esto es, peor percepción de la independencia judicial), mientras que países como Finlandia, Dinamarca o Reino Unido ocupan las posiciones más destacadas del ranking. En qué medida esta mala percepción en países como el nuestro obedezca a las debilidades de sus procedimientos de selección de jueces es algo que no podemos certificar, pero tampoco podemos descartar. A este respecto, conviene recordar lo dicho por el Consejo Consultivo de Jueces Europeos en su dictamen número 4 (2003) sobre la formación inicial y continuada de los jueces a los niveles nacional y Europeo:
“La confianza de los ciudadanos en la justicia se verá reforzada si los jueces tienen conocimientos profundos y diversificados que van más allá de los ámbitos de la técnica jurídica, por ejemplo, en los ámbitos de gran interés social, si poseen cualidades personales y profesionales y si son compresivos a la hora de tratar las causas, tratando a todas las personas afectadas, de manera abierta y adecuada. Por consiguiente, una formación es imprescindible para que los jueces ejerzan sus funciones judiciales de modo objetivo, imparcial y con profesionalidad, y para protegerles contra las influencias indebidas”.
Nuevamente traemos a colación el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia en España de 2001 que ratifica la oposición como sistema de selección, con pruebas objetivas y rigurosas pero actualizado con un temario que incluya disciplinas que se estiman complemento necesario para el ejercicio de la función judicial. Y lo que es más importante, fruto de la experiencia pasada, señala que esas pruebas deberán permitir valorar la cultura, madurez y capacidad argumental y de análisis del aspirante.
Como afirma el magistrado Javier Martínez Lázaro, las pruebas de acceso a la carrera judicial son importantes, no cabe duda, pero sería más razonable hablar del «itinerario formativo», un «itinerario de acceso» que se iniciaría en los propios estudios universitarios (resulta cuando menos llamativo el nulo protagonismo de la universidad española), tendría su punto culminante en las pruebas de la oposición que comprendería la fase de Escuela Judicial y la de prácticas tuteladas y que, finalmente, se complementaría por medio de un sistema atractivo de formación continuada. No debemos olvidar que los jueces están “condenados a estudiar y aprender de por vida” (R. Jansen). A ello, añadiría que en todas las fases formativas se tenga en cuenta la dimensión humana de la profesión de juez y como en la Escuela Nacional de la Magistratura francesa, poner el acento en la adquisición de competencias fundamentales para los jueces, como la ética, la deontología, las técnicas de entrevistas o la psicología más que en conocimientos meramente técnicos. El objetivo último es sensibilizar a nuestros jueces hacia la problemática social y que adquieran una comprensión amplia de las diferentes disciplinas que reflejan la complejidad de la vida en sociedad.
Concluyo con las palabras de Manuela Carmena, en el artículo que encabeza este espacio de debate: resulta imprescindible que los jueces y magistrados tengan perfiles personales idóneos para la tarea que tienen que realizar y que manejen bien habilidades imprescindibles para la gestión humanizada de los asuntos que se les presentan.
De los delitos y las penas
24/03/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Como es bien sabido, ‘De los delitos y las penas’ es el título de un libro publicado por el filósofo ilustrado Cesare Beccaria (1738-1794). Según la Wikipedia, este libro fue uno de los primeros alegatos contra la pena de muerte, e inspiró reformas en los códigos penales de muchos países europeos.
En él se dice cosas tan importantes como la siguiente: «Toda pena (dice el gran Montesquieu) que no se deriva de la absoluta necesidad, es tiránica: proposición que puede hacerse más general de esta manera. Todo acto de autoridad de hombre a hombre, que no se derive de la absoluta necesidad, es tiránico.»
O también la siguiente: «La finalidad del castigo es asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito y lograr que los demás se abstengan de cometerlo.»
En resumen: los actos punitivos deben estar debidamente justificados y orientarse a la reinserción del delincuente y la prevención del delito.
Teniendo en mente lo dicho, ¿es justificable hoy en día la PENA DE PRISIÓN para delincuentes que no suponen un grave peligro para la sociedad y que, además, pueden ser controlados con los modernos sistemas electrónicos?
Plantear esta pregunta en un momento como el actual, en el que la corrupción política campea por sus respetos, puede parecer extemporánea o sentimental. Pero no es así. En realidad existen muchas y buenas razones para formularla; y están muy bien expuestas en un artículo de prensa que he resumido y trascrito, para los seguidores de este Debate, en un documento aparte.
Han pasado más de doscientos años y aún nos seguimos planteando las mismas cuestiones que Beccaria.
Una idea feliz
24/03/2015
Alfonso Ruiz Miguel
Catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM
La propuesta de Manuela Carmena de reinventar la Justicia tiene la virtud de poner la mirada más allá de una mera reforma de nuestra Administración de Justicia. Ante las reformas de nuestro sistema judicial, incluido el Consejo General del Poder Judicial, casi siempre resulta pertinente el comentario de Lord Astbury ante la presentación de otra reforma del inglés: «Realmente, me pregunto por qué. Me sorprende que no se considere ya lo bastante malo».
Cierto que se puede apostillar que no toda reforma es por fuerza mala. Sin ir más lejos, si en una legislatura se comienza introduciendo un severo desincentivo a la litigación a través de las tasas y se concluye revisando a fondo tal provisión, una de las dos reformas al menos debe ser mejor que la otra (confiemos en que lo sea la última).
A la tarea de reformar la justicia se han aplicado sin descanso todas las legislaturas desde que se aprobó nuestra Constitución y no parece que tengamos razones para estar ni medianamente satisfechos del estado de nuestro sistema.
La idea de reinventar la justicia me parece feliz no tanto porque sugiera la posibilidad de lograr una impensable renovación radical y total, que en todo caso deberíamos tomar a modo de ideal regulativo, sino porque apela a un cambio de método, a un nuevo modo de proceder que nos permita volver a reflexionar desde el principio y globalmente sobre los problemas que aquejan a nuestro sistema judicial, que lo son también del mismo sistema jurídico español.
Entiendo la propuesta de reinvención, así, como una doble apelación: ante todo, a reconocer el fuerte deterioro y la grave ineptitud de nuestro sistema jurídico, pero también a deliberar, esto es, a reflexionar a fondo y colectivamente, sobre las posibles vías de enmienda. De todo ello, aquí me voy a limitar a un conciso recuento de algunos de los principales problemas, dejando para el final una modesta propuesta de método para el abordaje de sus soluciones en un, espero, próximo futuro.
El primer problema de nuestro sistema judicial no está en la Administración de Justicia, sino antes, porque afecta sistémicamente al sistema jurídico en conjunto. Carmena acierta al apuntar a la necesidad de nuevas leyes y hechas de otra manera. Nosotros, hoy, no estamos ya solo en la época de la descodificación diagnosticada por el civilista Natalino Irti. Afrontamos una tempestad de legiferación desmesurada, dispersa, incierta, oscura, voluble, manifiestamente mejorable. La buena técnica legislativa, tanto en el Parlamento como en la Administración reglamentadora, brilla aquí por su clamorosa ausencia. En veinte años, el código penal de 1995 ha sufrido una media de una reforma y media por año, sin contar los despropósitos sustantivos, como el proyecto pendiente que incorpora la prisión perpetua revisable, que enriquecerá ese museo de figuras ya nutrido con becas y contratos a autónomos dependientes, fijos discontinuos y otros prodigios jurídicos similares.
Pero no es solo la legislación. La actuación administrativa, amén de los déficits de control que han degenerado en la corrupción que nos asuela, sigue siendo enormemente obtusa a la transparencia y hostil al ciudadano en múltiples niveles. Entre otras razones porque se aprovecha de la acendrada tardanza de los tribunales ante las reclamaciones de los administrados y porque no siempre una condena judicial sirve para enderezar el entuerto, sin hablar de su consabida falta de generalización para entuertos similares. Frente a una Administración que tantas veces actúa como dios olímpico solo a duras penas contenido por ese otro dios del poder judicial, que todavía es más olímpico por tener siempre la última palabra, el administrado tiende a sufrir la condena de Sísifo y a subir siempre de nuevo la misma piedra.
Y llegamos a los problemas del llamado poder judicial, sobre el que, aun sin dejar de reconocer su buen papel en los últimos tiempos, y por ahora, en la persecución de buena parte de la corrupción aflorada, el diagnóstico ha de ser en general inevitablemente crítico por su lentitud, su carencia de controles, su falta de agilidad, su alta desconexión con la sociedad… En rápida síntesis, las principales áreas y temas en las que suelen y pueden centrarse las críticas a nuestra Administración de justicia, y donde deben buscarse alternativas, son las siguientes:
1) La formación: ha de revisarse el modo general de acceso a la judicatura mediante la preparación memorística de un temario, dando un mayor protagonismo decisorio a la escuela judicial, y reflexionar sobre la naturaleza de la carrera judicial (valorando quizá, por ejemplo, la posibilidad de crear un nutrido cuerpo de jueces de primer grado en asuntos civiles, laborales y, quizá administrativos).
2) La organización: siguen siendo retos pendientes el aumento de las dotaciones de plantilla, la actualización de los medios materiales, la mejora de la gestión judicial y de la atención al público, la modernización de las citaciones, la reflexión sobre la necesidad de los procuradores, etc.
3) Los procedimientos: ha de intentarse un mejor equilibrio entre las garantías y la agilidad de las respuestas judiciales racionalizando los trámites y plazos, pero además, y sobre todo —en aras de la seguridad jurídica, la igualdad ante la ley, la imparcialidad, todo ello con efectos en reducir la sobrecarga judicial— sería necesario seguir girando hacia un sistema de precedentes, tanto verticales, con la posibilidad flexibilizadora de presentar cuestiones prejudiciales, como horizontales, estableciendo mecanismos operativos para la unificación de doctrina; junto a ello, y en los contenidos, debería regularse un amparo adecuado frente a violaciones de derechos fundamentales, hoy deplorablemente resuelto, frente a violaciones judiciales, por un incidente de nulidad ante el mismo órgano que tiende a ser inútil, y un recurso de amparo que no se admite más que en casos excepcionalísimos y no protege debidamente.
4) El control: la promoción y la selección de los magistrados de los tribunales más importantes, siempre bajo criterios de calidad objetivos y razonados, ha de recaer en un Consejo General del Poder Judicial mucho más legitimado ante la sociedad, y no solo, aunque también, ante los propios jueces (una deficiencia objetiva es ese pobre 14 por ciento de mujeres en el Tribunal Supremo, cuando hay un 50 por ciento de magistradas); a su vez, no hay soluciones fáciles para el buen nombramiento y ordenación del CGPJ, porque se han experimentado varias formas y ninguna buena (por de pronto, mientras el Presidente del órgano, y del Tribunal Supremo, lo elija de hecho el Presidente del Gobierno, nada habrá cambiado); junto a ello, sería imprescindible introducir el jurado para la admisión y enjuiciamiento de los delitos cometidos por los jueces.
5) La cultura: un objetivo prominente e indeclinable de la revisión del sistema judicial debe ser incrementar la calidad y el rigor de las resoluciones, para superar el actual modelo de mera respuesta burocrática a la sobrecarga de asuntos; la propuesta de Carmena de sentenciar oralmente merece debatirse, al menos para los juicios de primera instancia, pero también debería extremarse la formación y el control para un uso decente del lenguaje escrito, lo que incluye una argumentación clara y ordenada; en último término, solo un juez riguroso y de calidad puede producir una efectiva tutela judicial para todos y servir de contrapeso a la grave desigualdad en ella entre pobres y ricos.
Los anteriores no son más que indicaciones de problemas y posibles remedios que deberían debatirse de manera amplia y profunda. Tan importante como buscar y tener la voluntad de encontrar soluciones es comenzar siendo conscientes de la naturaleza y la magnitud de los problemas. La tarea al final ha de ser necesariamente obra de la política, de la representación de todos, pero en su camino hace falta un debate que dé participación no sólo a juristas, téoricos y prácticos, sino también a sociólogos, politólogos, científicos de la administración, estadísticos, etc.. Hacen falta estudios jurídicos, también de Derecho comparado, pero no solo jurídicos.
Por concluir con una propuesta metodológica concreta, un próximo nuevo gobierno —¡por favor, un gobierno nuevo!— podría abrir un proceso de debate plural a modo de un macroproyecto de investigación con el objetivo de producir un gran libro blanco sobre la justicia. No es, ni mucho menos, la única tarea de renovación que la salud de la democracia española está pidiendo a gritos. También necesitamos una nueva ordenación, y sobre todo una nueva cultura, que, en aras de una sana división de los poderes, aleje lo más posible de los partidos a los organismos de control y reguladores, en primer lugar el Tribunal Constitucional. Por eso, y para eso, necesitamos algo más que reformas legales.
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Suscriben el contenido del presente texto Alicia González, Ana de Marcos, Andrés García, Andrés Recalde, Antonio Arroyo, Antonio Cidoncha, Blanca Mendoza, Borja Suárez, Clara Álvarez, Elena García, Esther Gómez, Fernando Martínez, Fernando Molina, Gregorio Tudela, Ignacio Tirado, Maria Luisa Aparicio, Mario Maraver, José Luis López, José Ramón Montero, Juan Antonio Lascuraín, Juan Carlos Bayón, Julián Sauquillo, Luis Rodriguez Abascal, Manuel Cancio, Marta Lorente, Soledad Torrecuadrada, Susana Sánchez, Susanne Gratius, Yolanda Valdeolivas, profesores de la Facultad de Derecho de la UAM y miembros del Colectivo DeLiberación.
Independencia judicial y partidismo
19/03/2015
Gloria Elizo
Vicepresidenta Tercera del Congreso y Secretaria Anticorrupción de Podemos
O de cómo –y por qué- el Régimen del 78 acabó con de la Separación de Poderes. La Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial, de 10 de enero de 1980 desarrollaba sin más la interpretación literal del artículo, ocho miembros del CGPJ eran elegidos por el Parlamento y doce por los componentes del Poder Judicial.
«Partidismo:
1. m. Adhesión o sometimiento a las opiniones de un partido con preferencia a los intereses generales 2. m. Inclinación hacia algo o alguien en un asunto en el que se debería ser imparcial.”
– Diccionario RAE
“Un político divide a la humanidad en dos tipos: herramientas y enemigos”.
– Friedrich Nietzsche
El artículo 122.3 de la Constitución señala que el CGPJ
… «estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la Ley Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión».
La llegada al poder del PSOE en 1982 vino cargada con una enorme legitimidad de la política frente a las estructuras del Estado, unas estructuras que, no sin razón, eran vistas como sospechosas desde el nuevo gobierno y desde la sociedad, dado que esencialmente eran las mismas que el franquismo había cooptado, premiado y mantenido. Especialmente tres aspectos eran vistos con recelo: el estamento militar –que acababa de ser utilizado para amagar un golpe de estado-, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado –que estaban montando estructuras paralelas y subterráneas- y el poder judicial –donde las pulsiones ideológicas del franquismo eran militantes en muchos de sus miembros-.
En todos estos aspectos la estrategia del nuevo gobierno nunca fue la del enfrentamiento sino la de la convivencia y la integración a través de nuevos –y no tan nuevos- mecanismos de control político.
Como es sabido, en lo que respecta al poder judicial, con la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, el PSOE forzó una interpretación interesada de este artículo modificando la elección de los doce vocales de procedencia judicial para que, si bien éstos debían respetar esa procedencia, la elección correspondiera a las Cortes Generales. Es decir, el “entre” del art. 122.3 dejaba de referirse al sufragio activo para hacerlo al sufragio pasivo. En resumen, el poder político elegiría ahora todos los miembros del poder judicial.
Niega Alfonso Guerra haber dicho aquello de “Montesquieu ha muerto”, pero a nadie le puede extrañar lo más mínimo que, dijérala o no, sin duda se le atribuya. No hubo contestación social –y la poca que hubo vino de la derecha, lo que atemperó aún más los ánimos de la contestación intelectual. Ruiz Gallardón (padre -¡qué ironías tiene la historia!-) encabezó un recurso de inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional despachó –ya eran los tiempos de Tomás y Valiente y desde entonces ha sido máxima de este tribunal importunar lo menos posible al poder político de turno- reconoció todos los riesgos de la nueva Ley pero no sólo afirmó leer en la Constitución lo mismo que leía Alfonso Guerra sino que se consoló diciendo que “la posición de los integrantes de un órgano no tiene que depender de manera ineludible de quienes sean los encargados de su designación sino que deriva de la situación que les otorgue el ordenamiento jurídico”. O sea, que –como es sabido- la dependencia no viene de quién te nombra sino de quién te puede cesar. Otra cosa –como es también sabido- es la imparcialidad. En pocas palabras, que el gobierno de los jueces seguía siendo independiente tras la nueva Ley, pero sin duda dejaba de ser imparcial.
Pero ¿quién se atrevía a afirmar que los jueces eran imparciales con el viejo sistema?, ¿acaso no era legítima una cierta parcialidad política mejor que la heredada parcialidad social?, ¿no había que torcer –como diría el viejo Lenin- para igualar?
El problema no hubiera pasado de una discusión propia de un seminario filosofía política si no fuera porque la nueva Ley llevaba consigo dos terribles cargas de profundidad: La primera era un diseño orgánico del poder judicial en su conjunto que hacía que la “parcialidad” de un Órgano como el Consejo del Poder Judicial transmitiera no sólo esa inevitable parcialidad a la totalidad de Juzgados y Tribunales sino también, y de una forma decisiva, atentara directamente contra su independencia.
Como es sabido, la independencia de los jueces en España se basa en un acceso reglado mediante procedimientos de “oposición libre” –aunque esto también se ha visto matizado en la práctica- y, sobre todo, en la inamovilidad de los propios jueces que no podían “ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por alguna de las causas y con las garantías previstas”. Al reclamar para el poder político el nombramiento de los miembros del Poder Judicial, lo que hacía la nueva Ley –en un movimiento que se hizo muy habitual en los gobiernos de González- era optar políticamente por la vía del control a través de los “premios” en vez de la de los “castigos”. Los jueces eran intocables –y lo siguen siendo, incluso muy por encima de lo que sería deseable, dada la impunidad sancionadora que han mantenido los sucesivos Consejos- pero, si querían ascender, el Capítulo III de la nueva Ley diseñaba una carrera judicial de recorrido esencialmente político, dado que dichos ascensos pasaban a estar decididos –con sólo un requisito de antigüedad- por un Consejo elegido por los partidos políticos en las Cortes.
“Los regalos hacen esclavos como los látigos hacen perros” dice el proverbio esquimal. Todas las magistraturas en todas las cúspides territoriales y estatales pasaban a concurso político. Esto además tenía un veneno añadido. El aforamiento, previsto constitucionalmente para el gobierno y los parlamentarios, empezó a extenderse y replicarse territorialmente. Este aforamiento –que en principio formaba parte de esa desconfianza que antes reseñamos frente las estructuras jurídicas heredadas del franquismo- se convirtió con el Capítulo III de la nueva Ley, lisa y llanamente, en que los jueces que juzgaban a los políticos los elegía un Consejo del Poder Judicial elegido por dichos políticos.
La segunda carga de profundidad de la nueva Ley contra la independencia judicial venía, sorprendentemente, de un elemento que se supone debía reforzarla. “La exigencia de una muy cualificada mayoría de tres quintos (…) garantiza -reza el punto VI de su exposición de motivos- la convergencia de fuerzas diversas y evita la conformación de un Consejo General que responda a una mayoría parlamentaria concreta y coyuntural”.
Aunque la mayoría parlamentaria concreta y coyuntural -que prácticamente disfrutaba el PSOE en 1982- obviamente se fue diluyendo y no ha vuelto a producirse, el bipartidismo siempre fue capaz a la postre de ponerse de acuerdo para los nombramientos del poder judicial. La cuestión es –y esta es la clave- en qué se fundamentó el acuerdo. Una mayoría de tres quintos puede servir para consensuar o para repartir, para vetar a los más partidarios o para premiar y colocar cada uno a los suyos. Desde un punto de vista filosófico tendemos a suponer que las mayorías reforzadas son mayorías de veto, es decir, expulsan los extremos, centran el foco en candidatos de consenso, resaltan las figuras moderadas y premian las actitudes que no provocan grandes rechazos.
¿Por qué fue tan claro desde el principio que el acuerdo de los nombramientos se iba a llevar a cabo justamente sobre los principios opuestos? Pese al coste de legitimidad que suponía la cuota de partido para los propios jueces y las instituciones, desde 1985 los nombramientos se han ido llevando a cabo por un estricto sistema de cuotas. Sea por la miopía política de nuestros representantes, sea por el acuerdo tácito del bipartidismo para no solventar, en la medida de la posible, las cuestiones de corrupción fuera de la arena propiamente política, evitando intromisiones judiciales -esas que luego conllevan largos años de cárcel- el bipartidismo optó por un sistema judicial de cuotas partidistas, que seleccionaba al gobierno de los jueces –y a sus posteriores nombramientos- en función de su clara adscripción política
(Este es, por supuesto, el caso del Tribunal Constitucional, que ha protagonizado algunos de los casos más extremos –como la reciente militancia del actual presidente del Tribunal Constitucional en el Partido Popular para quien llevó a cabo su controvertida Reforma Laboral- que pudo dar ocasión al propio Tribunal Constitucional de poner algún límite a esta dinámica en todos los ámbitos. Ocasión que se saldó de nuevo sin violentar lo más mínimo la acción política de los partidos –y, como era de esperar, tampoco luego en lo referente a la reforma laboral-).
Pese a las consignas reformistas de uno u otro signo en la oposición, los partidos del bipartidismo, cuando gobernantes, en ningún momento han puesto en cuestión este planteamiento. Pareció que la solemne promesa del desesperado reformismo de José María Aznar, en su frenética carrera por llegar a la Moncloa, de devolver al CGPJ “su independencia”, tenía visos de realidad dada la tradicional oposición desde los tiempos de AP a la Ley de 1985, pero el asunto dejó de ser prioritario en el justo momento en el que disfrutó de la parte gorda del pastel judicial.
En efecto, en 2001, Aznar llevó a cabo su prometida reforma, una reforma que en realidad santificaba la dependencia del parlamento en el nombramiento del Consejo General del Poder Judicial pero estableciendo una medida fundamentalmente cosmética para reintroducir a los jueces permitiendo que las asociaciones más relevantes propusieran al parlamento nombres para su elección. La mala conciencia hizo que la reforma se defendiera argumentando que se trataba de establecer una forma “más próxima a la literalidad constitucional”, es decir, se reconocía que –al menos por su parte- tampoco se respetaba dicha literalidad- al exigir que la elección por parte de la instancia política tuviera lugar dentro de una terna de treinta y seis candidatos propuestos por las asociaciones profesionales de la judicatura y por un número de jueces y magistrados que representara, al menos, el dos por ciento de todos los que se encuentren en activo.
Dichas limitaciones no debieron suponer un freno eficaz a la politización de la justicia, pues llegado el turno del gobierno de Rodríguez Zapatero hizo uso sin problemas del mecanismo de reparto, y sólo cuando le tocó el turno a Rajoy pareció de nuevo que se iba a llevar a cabo una reforma profunda que -según su programa- iba a devolver a la justicia a la situación previa a la de 1985. Tampoco en este aspecto tuvo fortuna el programa electoral del partido que actualmente nos gobierna: El flamante ministro Gallardón, hijo del que encabezara el recurso contra la Ley de 1985, presentó su propuesta para… estrechar el control del gobierno sobre el poder judicial. Para empezar introdujo en solitario una ley anti-veto consistente en la posibilidad de constituir el CGPJ con los vocales elegidos por una sola cámara. Para terminar pactó con el PSOE que hasta 20 vocales fueran elegidos directamente por el parlamento eliminando los límites establecidos en la reforma anterior. El argumento de tal pacto hubiera podido ser el hacer explícito lo que ya era obvio, sin embargo, PP y PSOE lo llamaron “Pacto para despolitizar la justicia”.
Si algo tenía de nuevo este proyecto de ley es que dificultaba la posibilidad de vetos por parte de la oposición, es decir, hacía mucho más necesario negociar por cuotas. Y en efecto, bien poco después, en Noviembre de 2013, un amplio acuerdo renovó los ocho miembros restantes entre significados representantes políticos del ámbito jurisdiccional. La prensa resumió el acuerdo: Tres para el PP, dos para el PSOE. Y uno para IU, CiU y PNV.
La demanda de una justicia eficaz e independiente es ya clamor ante la sucesión de casos de corrupción y la sensación, ya insoslayable, de que estamos ante un manzano podrido desde la raíz del que sólo vemos los frutos que probamos. Frente a esto la política responde con anteproyectos de ley que se eternizan, promesas en sede parlamentaria que nunca llegan al BOE y leyes como la de transparencia en la que todo puede ofrecerse menos perder el control directamente político de la situación. La primera conclusión es simplemente obvia: la independencia de la justicia es simplemente algo que los partidos del Régimen del 78 no se pueden permitir.
Podemos, además, obtener también, otra pequeña serie de conclusiones inmediatas:
1.- La politización de la Administración de Justicia ha sido decisiva para su ineficacia como freno a la participación del estamento político en actos delictivos, configurándose en la escena del bipartidismo un esquema sistemático de financiación ilegal de partidos ligado a adjudicaciones y legislación orientada al donante.
2.- La extensión de ese sistema a la administración local a través de las reformas de la legislación urbanística desbordó todos los límites hasta hacer insoslayable la corrupción. Una vez que la corrupción saltó desde los ayuntamientos al espacio público se ha producido una reacción en cadena en la que el sistema partidista de la justicia no siempre ayuda a tapar sino que hace muchas veces de catalizador de la actuación de la justicia. La aparición de nuevos y muy relevantes actores políticos ha aumentado la presión sobre este ámbito y ha reducido el número de lealtades asegurables a través del reparto de puestos y cargos.
3.- El descrédito de los órganos judiciales es directamente proporcional al nivel que dichos órganos ocupan en la pirámide judicial. Esto unido a lo anterior –el origen local de la irrupción de la corrupción en el espacio público- ha llevado a absurdos como el de que para gran parte de la opinión pública tenga mayor valor probatorio la imputación que una sentencia exculpatoria, en la medida en que se entiende –erróneamente- que la imputación está hecha por un órgano inferior –imparcial- y la sentencia no. Por absurdo que pueda ser o incluso el juicio que nos pueda merecer con respecto a la necesaria presunción de inocencia, no podemos ignorar el hecho aquí apuntado de que –en efecto- los grandes disgustos judiciales del bipartidismo han venido bien de jueces de instancia –los cuales no tenían intención alguna de ascender-, bien de jueces partidarios que llevaban a cabo su actuación contra el partido contrario casi siempre en momentos más cercanos a la coyuntura política que a la comisión de los delitos, lo que por cierto ha puesto un énfasis en gran medida innecesario en los plazos de prescripción de los delitos en vez de en la correcta investigación de los mismos.
4.- La percepción de la judicatura se ha mantenido razonablemente digna, pero siempre desde la constatación de que hay una justicia de ricos/poderosos –absolutamente politizada, una “justicia Botín”- y otra para la gente normal, que goza de un razonable prestigio y –al tiempo- es tratada con verdadero desdén presupuestario por parte de todas las administraciones, independientemente del signo coyuntural que adopte el bipartidismo. La actuación de la policía –pese a los recientes intentos del gobierno actual de acelerar su politización- ha soportado mejor que la justicia la presión política, transmitiendo a la ciudadanía una sensación de que la relación política es más perjudicial para la independencia que la relación funcionarial.
Por todo lo anterior, podemos decir que casi cuarenta años después las tornas han cambiado completamente en prácticamente todos los ámbitos de la administración. La ciudadanía de todo signo político reclama ahora, a diferencia de lo que vimos en los años 80, una Administración técnica e independiente. Ahora la intromisión de los políticos frente a los burócratas es vista como un problema, una fuente de ineficiencias y, cuando menos, una ocasión para la corrupción. Además es indudable que 40 años son algo y que los cuadros de la Administración –incluso la de Justicia- se han modernizado de forma relevante cultural y sociológicamente.
El problema de la independencia judicial frente a la legitimidad democrática sigue –y seguirá- estando ahí. Y tampoco se puede decir –pese a los avances evidentes- que haya una identidad social entre los nuevos jueces que se incorporan a la carrera –de forma crónica demasiados pocos- y la sociedad a la que pertenecen. Y obviamente el sesgo se agrava en la medida en que ascendemos en el escalafón.
Pero, en cualquier caso, creemos que cualquier reforma del Poder Judicial que pretenda solucionar el problema de la dependencia política deberá contar de una forma u otra con ellos. No sabemos si corrigiendo o impulsando el papel de las asociaciones, sobre-representando a los actores más jóvenes, estableciendo criterios técnicos… pero, en cualquier caso, el estamento judicial debería volver a tener algún derecho de sufragio activo en la elección de su gobierno. Eso supone sensu contrario que es necesario mantener también el papel de las instituciones políticas –de los partidos- en la elección de la judicatura. No hay en principio nada esencialmente perverso en introducir parcialmente en el gobierno de la judicatura una legitimidad de origen, un reflejo político, de la coyuntura. Pero eso no suponer validar un sistema de cuotas que configura una justicia política. Para ello es necesario en primer lugar potenciar el sistema de vetos –que impide a los jueces más partidarios acceder a los puestos decisorios- instaurando fórmulas de voto sustractivo y otorgando a los demás operadores jurídicos -ajenos a las cuotas- la posibilidad de vetar.
Porque es momento también de dar voz a los funcionarios, a los sindicatos, a los abogados… a todos los que conocen a los jueces y no pueden ser contentados con un candidato, para que aconsejen, denuncien y finalmente impidan el acceso al gobierno de la judicatura a aquellas figuras más intensamente ligadas a los partidos y su legitima actividad política.
En segundo lugar, hay que acabar con el peor de los incentivos: el fuero político. Acabar con él tanto por la vía de eliminar la mayor parte de los aforamientos como por la de impedir que el aforamiento recaiga en tribunales nombrados por razones políticas. La pasión por el privilegio legal de la tradición española ha florecido en el Régimen del 78 hasta el punto de ser una especie realmente única en el jardín del derecho comparado. Los políticos profesionales del bipartidismo han demostrado que su primera aspiración política es abandonar esa división de plata donde los jueces son aún independientes.
Pero, como es sabido, algunos de esos aforamientos tienen rango constitucional e, incluso, una razonable justificación política. Podría defenderse –pero no aceptarse sin más- no dejar al albur de un juez predeterminado a aquellas personales esenciales para los cargos más importantes o las figuras que encarnan proyectos políticos que coyunturalmente representen partes fundamentales de la ciudadanía. Pero en ningún caso eso puede suponer que aquellas personas que merezcan un fuero deban ser juzgados por un tribunal elegido por el partido al que pertenece. Y mucho menos que dicho fuero se extienda a cualquier tipo de delito, incluso una vez comprobado por el órgano privilegiado que la acusación carece de motivación, causa u objetivo político. Para evitar el aforamiento político existen muchas fórmulas –jugar con los periodos, reforzar los requisitos, establecer ascensos sobre algoritmos técnicos, permitir la recusación por motivos tasados, etc.- que se pueden discutir e implementar sin grandes dificultades y en un periodo inmediato de tiempo.
Pero, como en tantas otras facetas, ha faltado en los actores del bipartidismo lo más importante: verdadera voluntad política. Como decíamos, el afloramiento incontrolado de la corrupción -que puede volverse sistémico en la medida en la que, resquebrajando identidades y fidelidades, los nuevos actores políticos desplacen a los eslabones más débiles que alimentaba el bipartidismo- no ayuda precisamente a solventar dichas carencias de la voluntad de soltar al poder judicial.
Hoy por hoy, sólo un nuevo actor político sin hipotecas puede permitirse pensar en la independencia judicial como un objetivo de gobierno. No es esperable en grado alguno que este régimen se regenere a sí mismo. Necesitaría un completo recambio ideológico y de personas que exigiría como mínimo un procedimiento radicalmente nuevo en la selección de sus líderes y, por descontado, un largo periodo de tiempo. Un tiempo que es improbable que la sociedad española les vaya a dar, porque –especialmente tras el análisis de la causa, los comportamientos, los objetivos y los resultados de la llamada crisis económica- considera, simplemente, que su tiempo ha terminado.
Otra justicia para otra sociedad
16/03/2015
Rafael Lafuente
Portavoz del Sindicato de Secretarios Judiciales @rafalafuentese
En el antiguo Restaurante Nostromo de Barcelona, un grupo de personas decidimos impulsar en 2012 el Manifiesto de la Plataforma Ciudadana Justicia de Todos. Los objetivos de esta iniciativa eran contribuir al cambio definitivo en la justicia, su mayor democratización, la superación del corporativismo y su conquista por parte de la ciudadanía.
Al hilo de esta declaración, dicho cambio debe producirse desde una doble vertiente, la transformación democrática del poder judicial y la modernización organizativa de la administración de justicia.
Para ello debemos de partir de una premisa: los protagonistas del cambio no son jueces, secretarios judiciales, fiscales, abogados o demás profesionales del sector de la justicia.
El protagonista es el pueblo como sujeto activo, de quien emana la justicia en toda sociedad democrática, el pueblo como sujeto de cambio, como sujeto político, como sujeto mayor de edad que tiene la capacidad de decidir cómo se gobierna su sociedad, y al igual que en el caso de la educación, la seguridad, la agricultura, la sanidad… también decide cómo se gobierna la justicia.
Pero también como sujeto pasivo es el único protagonista de la administración de justicia. Nadie debería olvidar que la administración está para servir a la ciudadanía prestando un servicio público. En cambio nos encontramos con una administración donde imperan los criterios subjetivos y heterogéneos, donde en cada juzgado los secretarios judiciales establecen formas de trabajo particulares, donde cada juez establece criterios propios, por ejemplo para señalar los juicios, y ello genera diferencias incomprensibles entre juzgados idénticos.
La transformación democrática del poder judicial
Sobre el poder judicial la Constitución en su redacción vigente atribuye al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) el gobierno de los jueces. Una institución que en nuestro entorno sólo cuenta con una similar en Italia. Ningún otro país europeo posee esta institución y nadie duda de la independencia su judicatura.
Tras casi cuarenta años desde la aprobación de la Constitución hay aspectos del Poder Judicial que no han funcionado. Así, ha existido un profundo déficit en la participación ciudadana en el mismo, en su control, en la dificultad para rendir cuentas y en su falta de transparencia (recordamos las “semanas caribeñas” o el “caso Dívar”).
En un contexto de cambio social nos debemos preguntar, ¿sigue siendo necesaria la existencia del CGPJ?, si es así ¿con que competencias? e incluso ¿es razonable un CGPJ que suceda de forma vertical al ejecutivo mediante la desaparición del Ministerio de Justicia o los Departamentos de Justicia autonómicos?
En su caso debería estar integrado no solo por juristas. Otros profesionales y otros perfiles enriquecerían sin duda la calidad democrática de la institución.
Del mismo modo deben abrirse a una mayor participación y control ciudadano otras instituciones como la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional.
Pero tampoco podemos olvidar transformar el sistema de oposición de jueces, fiscales y secretarios judiciales, consistente en un mero ejercicio memorístico, que además de no garantizar la selección de los mejores, lo que sí hace es privar de la posibilidad de acceso a una amplia capa de la sociedad dado el coste económico y una duración media de cinco años.
La modernización organizativa de la administración de justicia.
Para empezar desmontemos algunos mitos y falsedades. Les recomiendo leer las conclusiones de las Jornadas sobre Mitos y Realidades de la Justicia que el pasado octubre organizó el Sindicato de Secretarios Judiciales junto a a la Universidad de Sevilla, la Universidad Pablo Olavide y la Universidad Carlos III.
Nuestra administración para modernizarse precisa cambiar fundamentalmente su organización, sustancialmente la misma que en 1950. De nada sirve incrementar los presupuestos en justicia si su pésima estructura los engulle sin generar resultados.
Necesitamos formas de trabajo ordenadas y estructuras especializadas. Desterrar la pregunta ¿Cómo se trabaja aquí? Deben establecerse protocolos de tramitación de los procedimientos judiciales, manuales de puestos de trabajo que determinen las responsabilidades y competencias de todo el personal, establecer mecanismos de control en la respuesta de la justicia, fijar una agenda de señalamientos que responda a criterios objetivos para la fecha de los juicios y que impida abusos.
Para ello necesitamos desarrollar verdaderas políticas públicas en justicia, superar las reticencias al cambio y el corporativismo en todos los cuerpos de la administración, fijar los objetivos que se persiguen con la inversión que se destina a la administración de justicia y auditar sus resultados.
Los intentos parciales de reformar la administración de justicia en la pasada legislatura sufrieron virulentas críticas, aunque aquellas oficinas judiciales reciben ahora premios y distinciones por su eficacia. No obstante el Partido Popular paralizó el proceso modernizador pese que se trata de proyectos parciales que requieren de nuevas modificaciones legislativas para profundizar en la separación de funciones y responsabilidades.
En definitiva la transformación de la justicia, en su concepción de poder y en el de administración, debe generarse desde la ciudadanía, desde una sociedad politizada que quiere cambiar su sociedad. Sí, politizada. Porqué sin política no hay democracia, por eso el cambio social y el cambio en la justicia debe venir desde la politización, no desde las élites ajenas a control ciudadano. Siguiendo con el manifiesto de la Plataforma Ciudadana Justicia de Todos “el tercero de los poderes del Estado, el judicial, no puede quedar exento del control que, de modo directo o indirecto, pueda ejercer sobre el mismo el Pueblo que legitima sus funciones y que puede y debe pedirle responsabilidades”.
La Justicia y el bien común
14/03/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
A estas alturas del siglo XXI se ve claro que la legitimidad social de la Justicia va a depender de muchos factores: del carácter democrático del régimen político en el que se inserta, de sus reglas de funcionamiento también democráticas y transparentes, de sus medios de funcionamiento materiales y humanos, y del propio contenido del ‘corpus’ normativo cuyo cumplimiento trata de asegurar.
Como bien han señalado varios intervinientes en el Debate con relación al contenido de las Leyes, es necesario que la formulación e implementación de las mismas responda a una estricta racionalidad, y sean sometidas a una evaluación continua. Si estas Leyes no cumplen su objetivo básico, que es asegurar el bien común, la imagen de la Justicia se verá resentida, aunque el resto de los factores que determinan su legitimidad actúe óptimamente. Por lo tanto el Poder Judicial no es ajeno a cómo realice su trabajo el Poder Legislativo.
Como he señalado, el Derecho encuentra su vocación y su necesidad en trabajar por el bien común, ordenando mediante la producción de Leyes el conjunto de relaciones humanas susceptible de producir conflictos y enfrentamientos; y educando a la ciudadanía sobre los valores últimos que deben regir la convivencia entre las personas. Ahora bien: ¿qué es el ‘bien común’?
El concepto de ‘bien común’, que durante cierto tiempo ha estado en el olvido, ha cobrado actualidad de la mano de Christian Felber, quien ha hecho una importante contribución teórica aunque no exenta de críticas. Como el tema es esencial no sólo para el Derecho, sino también para otras disciplinas como la Economía, la Ciencia Política o la Filosofía, me ha parecido oportuno escribir un documento –que adjunto como archivo aparte- donde se analiza con detalle la cuestión, y abrir el presente Debate por otra vía de evolución.
LA PRESUNTA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA
12/03/2015
Piter
Parado
Una de las grandes conquistas del derecho (que ya se han apuntado por otros comentaristas) fue el paso de la presunción de culpabilidad a la presunción de inocencia, constituyendo ésta última una de las garantías judiciales (y derechos) fundamentales del Estado de Derecho Democrático. Pero la realidad nos demuestra, nuevamente, que existen dos tipos de “derechos” y, en consecuencia, dos tipos de justicia, o lo que es lo mismo, la inexistencia de la justicia como derecho universal. Nuevamente lxs robagallinas frente a lxs ciudadanxs de pleno Derecho, las élites.
Todxs recordamos el revuelo que recientemente se formó a raíz del pase de la película “Ciutat Morta” en TV3, donde quedaba al descubierto las miserias del sistema, esas cloacas del Estado que, desgraciadamente, se extienden mucho más allá de los casos más evidentes. Este caso tan humillante para el conjunto de la sociedad pone de relieve uno de los fallos esenciales de todo el sistema judicial: La presunción de inocencia, que recordemos es un derecho fundamental, se ve substituida en muchísimos casos por la presunción de culpabilidad.
Ello es debido a un error fundamental del presunto Estado de Derecho, cual es el atribuir a las “fuerzas de Seguridad del Estado” la “presunción de veracidad”, presunción que NO ES UN DERECHO FUNDAMENTAL y que sin embargo se sitúa por encima de un derecho fundamental. Nuevamente encontramos que lxs juezxs (genéricamente, nuevamente con escasas y honrosas excepciones) aplican mecánicamente la Ley de rango menor sin considerar en absoluto si esta es legal o no, si incumple o no la de rango mayor. O lo que en algunos casos es peor, siendo conscientes de ese incumplimiento.
Así pues, las fobias, animadversiones, represalias políticas o simples abusos de poder por el mero placer de sentirse por encima de la ley, del bien y del mal, no son ni mucho menos casos aislados como estamos pudiendo comprobar desgraciadamente estos días.
El resto del comentario en el archivo adjunto
Por una Justicia fácil, amable y accesible para todos
11/03/2015
Héctor Maravall
Abogado de CCOO
Como es habitual en ella, Manuela Carmena en sus reflexiones sobre la Justicia, que vienen de muy lejos, siempre aporta una perfecta combinación de experiencia, de imaginación y frescura, de capacidad de alternativa y de ambición política.
Comparto lo esencial de sus análisis y propuestas y por ello me voy a limitar a algunas reflexiones en unos casos quizás más ideológicas y en otros más periféricas.
Siempre me ha llamado la atención que siendo los derechos ciudadanos una cuestión importante para la vida de la gente, la inmensa mayoría de las personas se encuentran desvalidos, perdidos, angustiados, cuando de una u otra forma, en uno u otro papel, se topan con la Administración de Justicia. A lo largo de mi vida, y sin tener en cuenta la limitada etapa en que ejercí de abogado laboralista, muchos familiares, amigos, vecinos, etc. sabiendo mi inicial profesión y aun siendo conscientes de que llevo muchísimos años sin ejercerla, acuden a mí para que les aconseje, porque no saben que hacer y lo mismo sucede con un profesional de clase media o un agricultor vecino de mi pueblo. Todos se sienten indefensos o al menos despistados ante la irrupción en sus vidas de la Administración de Justicia.
Esta realidad innegable debería ser ya un elemento de profundo cuestionamiento del papel y del funcionamiento de la Justicia. Algo que debería ser fácil, conocido, manejable para el común de la gente, se transforma en un problema en el que para empezar no se puede desenvolver solo, necesita una variedad de profesionales especializados que le ayuden (o que le engañen). Cuando hoy vemos que los niños y niñas de pocos años ya saben utilizar las nuevas tecnologías del siglo XXI, seguramente cuando sean mayores serán incapaces de andar por el mundo de la Administración de Justicia.
¿Hay confianza en la Justicia?
Así, siendo teóricamente la Justicia una garantía y hasta una satisfacción para la vida de las personas, se convierte en la mayoría de los casos en un problema. ¿Cómo explicar esa profunda contradicción?
Cualquiera que haya leído a los grandes novelistas del siglo XIX, (por no remontarnos a Cervantes o a Quevedo) recordara frecuentes historias o episodios de la aplicación de la justicia y lo que ello suponía en la vida de los personajes. No voy a caer en la demagogia de decir que la administración de justicia hoy es igual que en tiempos de Galdos, Victor Hugo, Dickens o Dostoievski, que vivieron y describieron sociedades terriblemente clasistas e injustas, que hoy en buena medida se han corregido, pero la desazón que aparecía en sus novelas sigue siendo muy similar a la de hoy. Porque las esencias de lejanía, ejercicio omnímodo de la autoridad, lenguaje críptico, inseguridad sobre los resultados, etc., siguen estando ahí.
El juez, el fiscal, el abogado, el oficial del juzgado (y desde luego las fuerzas de orden publico) siguen siendo vistas y sentidas con una mezcla de temor, reverencia, impotencia, de no saber como hablar o incluso que actitud corporal tomar, lo que no le sucede por ejemplo a una persona cuando acude a una oficina de la Seguridad Social para tramitar su pensión o incluso a una Oficina de la Agencia Tributaria (¡que ya es decir!).
En definitiva no es casual que la Administración de Justicia tenga tan baja valoración en las encuestas: a la gente ni le gusta ni confía en la Justicia.
Ante esa realidad, es cierto que los diversos gobiernos han tomado medidas. Las reformas, numerosas y sin duda muchas de ellas positivas, que se han producido en nuestro país desde el inicio de la democracia, han supuesto mejoras, es evidente, pero siempre han sido sobre aspectos secundarios, sin alterar los pilares centrales del modelo de Administración de Justicia. Paradójicamente, tanto los gobiernos como las Cortes Generales, han tenido en estos 38 años de democracia una presencia de juristas muy superior a otras profesiones, por tanto no podemos hablar de desconocimiento de los problemas sino mas bien de escasa voluntad política, de insensibilidad social o de no querer pisar demasiados callos.
Todavía recuerdo que Justicia Democrática realizó un Congreso a principios de los años 80, bajo el titulo “La Justicia tiene solución”. En este Congreso participaron como ponentes o como interlocutores activos, muchos de los que en los sucesivos gobiernos de Felipe González ostentaron amplias responsabilidades en el Ministerio de Justicia o en el Consejo del Poder Judicial. Por supuesto que cambiaron cosas y que mejoraron la situación, pero se quedaron distantes de lo que habían defendido o propuesto en aquel Congreso.
Sobre la informatización de la Justicia
Porque y este es el segundo aspecto que querría subrayar, en torno a la Administración de Justicia trabajan y cobran cientos de miles de personas, muchos de ellos poco predispuestos a que se modifiquen los papeles, procedimientos y en definitiva las concepciones tradicionales. Lo mas frecuente es fijarnos en los jueces, pero están todas las demás funciones, como antes señalaba: fiscales, secretarios, oficiales, abogados, procuradores, notarios, registradores de la propiedad…etc., que por cierto y a diferencia de otras muchas profesiones ya estaban presentes en el siglo XVI.
El cúmulo de intereses profesionales y económicos que se mueven en torno a la Administración de Justicia es más que evidente y sin duda un factor contrareformista de primer orden. Por ello cuando desde dentro de los profesionales, con dosis de buena voluntad, se escucha o se lee, que el problema es la escasa dotación financiera de la Administración de Justicia y lo que ello perjudica a su funcionamiento ágil y rápido y se piden mas medios personales y materiales, efectivamente tienen una parte de razón, pero puede que estén apostando por aquella famosa frase de Giuseppe di Lampedusa “que todo cambie para que todo siga igual”.
Es evidente que una buena informatización de la Justicia y la dotación suficiente de personal, mejoraría su funcionamiento, como lo mejoró en la Administración de la Seguridad Social y en la Agencia Tributaria en la última década del siglo XX. Pero de lo que se trata es de cambiar la concepción, el papel, el procedimiento, como dice Manuela Carmena, “reinventar la justicia” y eso no es una cuestión de presupuesto sino sobre todo de ideología.
En mi opinión, estrictamente personal, hay que cuestionar a fondo la función e incluso la propia necesidad de buena parte de los actores implicados. Podríamos hablar, valga la expresión, de un ERE en torno a muchos de los que se mueven en el ejercicio de la aplicación de la justicia. Dicho mas claramente, no se necesitan tantos “interpretes mágicos” de las leyes, y de la jurisprudencia, ni por supuesto actuaciones impropias de la era digital como son los procuradores y sin embargo resultan imprescindibles p.e. mediadores sociales.
¿Pero qué gobierno esta dispuesto a hacer ese ERE? ¿Qué gobierno va a decir a las decenas de miles de abogados que trabajan asesorando, pero también perjudicando, a la gente, que es hora de dedicarse a otras tareas? ¿Qué gobierno va a tener el valor de disolver esos profundos lazos e intereses corporativistas? No soy muy optimista al respecto y menos aun cuando el Presidente del Gobierno es un registrador de la propiedad.
El trasfondo ideológico
Un tercer aspecto que me gustaría señalar es el transfondo ideológico de la Justicia y de la Administración de Justicia. Por supuesto que no voy a caer en la simplificación de decir que la Justicia es clasista o que los jueces son un instrumento de dominación de clase o aquello que algunos decíamos hace 40 o 50 años que había que acabar con la “justicia burguesa”, porque ya sabemos como se las han gastado algunos que iban de revolucionarios. Las cosas son algo más complejas. Pero que duda cabe que la actual concepción imperante de la Justicia tiene un componente conservador, defensor del statu quo económico y social. Y el propio diseño de la Administración de Justicia favorece a las clases dominantes, aunque solo sea por una mera cuestión de la diversidad de costes públicos y privados que hay que abonar.
La multinacional, el alto ejecutivo o el político poderoso, tiene infinitas mayores posibilidades de eludir la aplicación de la ley gracias a sus buenos asesores, sus contactos y relaciones, que el yonki que roba un bolso a una señora, el fontanero que elude el pago del IVA o el inmigrante que trapichea para poder vivir.
Solo los más indecentes, más prepotentes y más ignorantes o más confiados de los delincuentes de las clases altas son pillados y no siempre sufren las debidas consecuencias. Por el contrario las cárceles aquí o en Estados Unidos están repletas de pobres y/o marginados sociales. Y eso sucede en la esfera penal, en la mercantil o en la civil. Por ello no es cierto que todos somos iguales ante la Justicia.
Por otra parte una sociedad con profundas diferencias económicas, con exclusión social, con limitada implantación del Estado de Bienestar Social, genera inevitablemente mayor conflictividad legal. Igualmente una sociedad con débiles o insuficientes instrumentos de representación e intermediación social, sean sindicatos, ONGs, asociaciones de vecinos u otras instituciones solidarias sin afán de lucro, tiene menos capacidad de defensa y se ve obligada en mayor medida a recurrir a la Administración de Justicia.
Mención aparte merece la enorme litigiosidad de la ciudadanía con las Administraciones Publicas, reflejo de una concepción todavía con tics autoritarios en la manera de relacionarse con la gente, a la que se sigue viendo en demasiadas ocasiones como impertinentes e inoportunos “tocanarices” y no como portadores de derechos.
En definitiva los déficits democráticos de una sociedad se traducen en mayor litigiosidad. Por ello, sin una renovación democrática en profundidad de nuestro país, no creo que se pueda avanzar mucho en la “reinvención de la justicia”.
¿Cuáles son las posibilidades reales de “reinventar” la Justicia”?
Por último tenemos el vidrioso tema de la legalización controlada de las drogas, que disminuiría en buena medida la delincuencia, liberaría recursos judiciales y policiales para otras tareas y reduciría de forma notable la población penitenciaria. Aunque es evidente que una medida de esta envergadura exigiría para su mayor eficacia una decisión superior al mero ámbito estatal.
No soy, por tanto, muy optimista sobre las posibilidades reales del cambio y menos aún de la “reinvención de la justicia”. Comparto medidas de “mientras tanto” que señala Manuela. Todos hemos visto salir a la calle a las diversas mareas en defensa de la Sanidad Pública, de la Enseñanza Pública, de los Servicios de Atención a la Dependencia, etc. No lo hemos visto de manera específica en relación a la Administración de Justicia o por lo menos no con un peso destacado.
La ciudadanía sigue quejándose, sigue valorando mal a la Administración de Justicia, la gente sigue preguntando o pidiendo ayuda un amigo o amiga abogado, los profesionales mas sensibles o progresistas piden reformas, pero el cuestionamiento general del modelo brilla por su ausencia, es un aspecto mas del retroceso de la ideologías de izquierdas y del avance de la ideología conservadora que hemos experimentado en las ultimas décadas.
Se dice que en España estamos ante el final del ciclo iniciado con la Transición Democrática, que tanto y para bien, cambió nuestro país. Esperemos que en ese nuevo periodo que empezó a dibujarse en la Puerta del Sol de Madrid el 15 de mayo del 2011, permita abrir una nueva etapa de renovación democrática en el que tengan cabida las ideas y propuestas de “reinvención de la justicia” que propone Manuela.
LA INEXISTENCIA DE LA JUSTICIA: EL CASO DE LAS HIPOTECAS
10/03/2015
Piter
Parado
Todos conocemos el drama de los desahucios, e incluso trascendiendo el aspecto humano (el fundamental, con mucho), en el daño que ha causado a la economía del país y a la credibilidad del sistema financiero, político y jurídico. Este es un claro ejemplo de cómo no sólo las leyes son para los “robagallinas” -la ciudadanía en general que no está englobada en los pequeños grupos de poder- sino que también la justicia forma parte (colaborando activamente unas veces, con su silencio otras) de un sistema de explotación y expolio planificado por los grandes poderes económicos y políticos. La justicia, en lugar de corregir lo injusto interpretando la ley, la retuerce para confirmar situaciones que deberían hacernos caer la cara de vergüenza.
Uno de los comentaristas es el Sr. Fernández Seijoo, por quien quiero manifestar mi más profundo respeto por ser uno de esos pocos jueces de que hablaba en el anterior comentario que actuó como se debería actuar, aunque debo decir también que me dejó un regusto amargo sobre su buen hacer con resoluciones contradictorias sobre la nulidad de actuaciones en procedimientos de desahucio. Nadie es perfecto. Otro de los comentaristas es el Sr. Ruíz de Lara por quien también manifiesto mi profundo respeto, juez valiente y sin pelos en la lengua. Son el 50 por ciento aproximadamente, de los jueces que realmente han actuado según el significado de la justicia que expuse en mi primer comentario. Cuatro, quizás cinco entre cinco mil. Hacer JUSTICIA debería ser anónimo, y no noticia.
Los hechos históricos
Pero hagamos un poco de historia: La anterior Ley Hipotecaria data de 1949, es decir de la inmediata posguerra civil, elaborada por una dictadura y que sobrevivió sin grandes cambios a la “Transición”. Una Ley que daba carta blanca a los bancos y perjudicaba a la ciudadanía.
En 1993, con España formando ya parte de la UE, se aprueba la directiva comunitaria 93/13, de protección de los derechos de los consumidores. Existía un plazo de dos años para transponer dicha directiva al derecho nacional y, sin embargo, en el caso de las hipotecas no se hizo nada, absolutamente nada. No podemos decir que fuera un descuido de los Gobiernos, que recordemos no fueron pocos, si la Directiva hubiera sido beneficiosa para los bancos sabemos exactamente cuánto tiempo hubiera transcurrido desde su emisión hasta su transposición al derecho nacional: 2 meses, que es el tiempo que trascurrió entre la sentencia Aziz y la promulgación de la ley 1/13, emitida no para proteger a los consumidores, sino para salvar a los bancos. Pero no adelantemos acontecimientos.
El resto del comentario, en el archivo adjunto
El derecho a la justicia gratuita y el turno de oficio
06/03/2015
Lorena Ruiz-Huerta
Área de Justicia Podemos Madrid
La Justicia Gratuita (JG), un servicio público imprescindible en un Estado de Derecho, se encuentra amenazada por graves problemas, desde que la Comunidad de Madrid asumió las competencias sobre esta materia, en el año 2003:
1º.- El primero de esos problemas, es que la Consejería de Justicia retrasa el pago de las cantidades destinadas a sufragar el Turno de Oficio (TO), retraso que viene produciéndose de manera sistemática desde el año 2008.
2º.-El segundo, más grave aún, es que el Gobierno de la Comunidad de Madrid no sólo no paga a los letrados y letradas del TO, sino que procura desprestigiar nuestra labor para desacreditarnos ante la ciudadanía.
En una comparecencia, en el Pleno de la Asamblea de Madrid, en la que tuve oportunidad de participar como invitada, se nos reprochaba, entre otras cosas, la “desfachatez de exigir prontitud en el pago” estando la economía de España como estaba, “por culpa de Zapatero”, y siendo además nosotros “meros proveedores”. No fue fácil escuchar tan injustos agravios y mantener al mismo tiempo un comportamiento exquisitamente cívico, después de llevar -como llevábamos en aquel momento- un año entero sin cobrar por nuestro trabajo.
Las abogadas/os de oficio no somos proveedores, por más que la Justicia Gratuita (JG) necesitaría una buena provisión de humanidad y recursos por parte de la Consejería. Somos trabajadores que prestamos un servicio público, y tenemos el mismo derecho a cobrar nuestro trabajo que el que tienen, por ejemplo, los miembros del Gobierno a cobrar el suyo.
No sé si el Gobierno de la CAM sabe lo que cobramos los letrados de oficio por un procedimiento abreviado (que puede suponer dos o tres años de trabajo): poco más de ¡200 euros! Esa cantidad, por dos años de trabajo y una gran responsabilidad que asumir, es lo que considera la Consejería un “despilfarro” en el pago del TO.
Durante años, se ha acusado al Colegio de Abogados de Madrid de falta de transparencia en la gestión del TO, y de que se estarían beneficiando de este servicio personas sin derecho a la asistencia jurídica gratuita. Sin embargo, el Colegio tiene entre sus tareas la de trasladar los expedientes de JG a la Comisión Provincial, que es la que finalmente decide sobre la concesión o no de este derecho. En esos expedientes, que necesariamente resuelve la Administración autonómica, está toda la información sobre qué ciudadanos se benefician de este derecho, y las cuantías que percibimos los letrados, que son las exiguas cantidades que no han variado ni un céntimo desde el año 2003, sino sólo para reducirse en un ¡20%! en el año 2012.
Las personas que acuden al TO son de muy escasos recursos económicos: ciudadanos acosados por los desahucios, por los despidos y los ERE´s (gracias a la reforma laboral de Fátima Báñez), las víctimas de la violencia de género, los extranjeros sin papeles, o los imputados por delitos comunes que no pueden pagarse las defensas que se financian los encartados con recursos (un 55 % de los expedientes de JG son de la jurisdicción penal, según datos del Colegio de Abogados de Madrid).
Y, al igual que hiciera el Gobierno para justificar la aprobación de la Ley de Tasas -en la que los culpables de la ineficacia y lentitud de la justicia éramos los ciudadanos “porque nos gusta pleitear demasiado”- se queja también de que el volumen de personas que se acogen a este derecho a la JG ha crecido mucho desde el año 2003 y, por ende, la partida presupuestaria destinada a sufragarlo.
Ciertamente, según datos del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y de la Fiscalía, el número de asuntos ingresados en los órganos judiciales madrileños se ha incrementado desde el año 2003, y está por encima de la media nacional. Pero este incremento ¿no será debido a que las violaciones continuas de derechos por parte del Gobierno, mediante recortes brutales, no deja más opción a la ciudadanía que pedir el auxilio de la justicia?
Gracias a la perversa estrategia de desacreditación de este servicio, el Gobierno del PP se ha visto “legitimado” para redactar un nuevo proyecto de Ley de Justicia Gratuita, basado en la premisa del abuso del derecho por parte de la ciudadanía y de los abogados. El nuevo proyecto recorta aún más este derecho al presumir que los ciudadanos estarían abusando del mismo, cuando pidan tres veces un abogado en un mismo año; y además, se baja el umbral de renta para acceder a la JG (sustituyendo el salario mínimo como baremo de medir la renta por el indicador IPREM). Y a los abogados, pretenden prohibirnos que continuemos litigando cuando sospechemos que el procedimiento es insostenible o tiene escasas posibilidades de éxito. Vaya, que no quieren que se repita el caso de abogados como aquél de Cataluña que consiguió la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE sobre los desahucios, y que, de no haber sido por su espíritu “peleón” y comprometido, hubiera parecido un caso de esos llamados insostenibles.
¿Pero, qué pretende realmente el Gobierno desprestigiando así el TO y recortándolo hasta dejarlo vacío de contenido real?
Los abogados de oficio trabajamos 24 horas, todos los días del año, asistiendo a miles de ciudadanos en las comisarías, en el aeropuerto de Barajas, o en los juzgados y tribunales, asumiendo el perjuicio económico de realizar nuestro trabajo anticipando gastos varios, encajando la demora en el pago, soportando la falta de consideración en el ámbito de la Administración de Justicia y, además, un inmerecido desprestigio por parte de las autoridades de la Comunidad de Madrid.
Y si, como ha quedado suficientemente aclarado, ninguna de sus acusaciones tiene pizca de fundamento, me pregunto, entonces, cuál es la verdadera razón que ha movido a la Consejería a procurar el descrédito de quienes trabajamos en el TO.
La privatización
¿No será, por casualidad, que detrás de esta estrategia de asfixia del TO, asoma nuevamente el frenesí privatizador del Partido Popular? Porque, pese a que la Consejería de Justicia ha negado insistentemente tal intención privatizadora, hay indicios que demuestran lo contrario.
Entre ellos, la práctica erradicación del acceso a la tutela jurisdiccional de los extranjeros, a los que se deniega ese derecho al ser inmediatamente deportados desde la frontera a su país de origen, por no cumplir los requisitos, de imposible cumplimiento, previstos en el Acuerdo suscrito por la Comunidad de Madrid, de 28 de noviembre de 2008 . A cambio, la Comunidad de Madrid financia Fundaciones privadas para llevar a cabo un servicio de asesoramiento jurídico a extranjeros a través de la figura de trabajadores “probono”, es decir, trabajadores voluntarios, estudiantes o recién colegiados sin experiencia previa, deteriorando así la calidad del servicio y las condiciones laborales de quienes lo prestan.
Igualmente, la posibilidad recogida en el nuevo proyecto de Ley, que prevé que los abogados de oficio no tengan que residir en el lugar en el que prestan los servicios, abre la puerta a que los grandes despachos profesionales, que cuentan con abogados en todo el territorio, puedan hacerse con el “jugoso negocio” del TO.
También pretenden, con el nuevo módulo económico, que los profesionales de la abogacía tengamos que anticipar nuestro trabajo y dinero aunque finalmente dicho trabajo no se nos retribuya, porque a la persona a la que hemos asistido no se le reconozca, con posterioridad, el derecho a la asistencia jurídica gratuita.
Ante esta situación nos queda la opción de convertimos, además, en acreedores de nuestros clientes para que nos paguen por lo actuado, o la de que cuando intuyamos los Letrados/as, nada más conocer a nuestro cliente (en los calabozos de la Plaza de Castilla, por ejemplo) que no va a ser beneficiario del derecho a esa JG, nos neguemos a asistirle -puesto que ya sabemos que no vamos a cobrar nuestro trabajo- asumamos la apertura de un expediente disciplinario por parte del Juzgado.
Todas estas medidas ponen definitivamente en jaque el pilar sobre el que descansa el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos más desfavorecidos. Y es que la gestión privada del Turno de Oficio jamás podrá reemplazar la labor prestada por un servicio público independiente.
Por eso, resulta imprescindible mantener el modelo actual, gestionado por los colegios profesionales, y que el nuevo módulo económico no modifique los umbrales de renta vigentes para el ciudadano, ni establezca nuevos requisitos de acceso al derecho a la JG. Y para ello, tendrían que adoptarse las siguientes
Propuestas:
-Garantizar que el sistema de asistencia jurídica esté suficientemente financiado, como exigen los Principios y Directivas de la ONU: que disponga de recursos económicos y de personal suficiente, y que goce de autonomía presupuestaria. Algunos organismos de la ONU (como el Comité Prevención Tortura), han destacado con preocupación los numerosos ejemplos de organismos nacionales de gestión de asistencia jurídica con poco personal y escasez de recursos, señalando que un volumen de trabajo excesivo y unas tarifas por servicios muy reducidas tienen un efecto disuasorio sobre los abogados del turno de oficio.
-Establecer unos baremos económicos mínimos para todo el territorio nacional, a partir de los cuales cada Comunidad Autónoma podría tener la posibilidad de incrementarlos. No es aceptable que una Comunidad como Madrid, con el volumen y complejidad de asuntos judiciales que tramita, y siendo una de las regiones más ricas, tenga baremos muy inferiores a los de Cataluña o País Vasco.
-Dignificar las retribuciones de los abogados de oficio para asegurar el cumplimiento del mandato constitucional del art. 24 CE. Limitarse a reconocer un derecho a la JG teórico o ilusorio no es suficiente. Nos encontramos cada día ante los Tribunales con que no hay una efectiva “igualdad de armas” entre el Ministerio Fiscal y los abogados, tal y como exige la Constitución y las leyes. Y esta desventaja, que padecen finalmente los ciudadanos, se ahonda cuando sus abogados cobran 200 € por un procedimiento, a diferencia de las carísimas defensas que pueden pagarse los encartados ricos.
-Restablecer los Servicios de Orientación Jurídica (SOJ), y que estén financiados con el presupuesto de la JG. El asesoramiento a través de los SOJ, que ahora se presta con cargo al propio presupuesto del Colegio de Abogados (ICAM), ofrece un asesoramiento jurídico previo a la tramitación del expediente de justicia gratuita, que evita miles de designaciones al TO –y, por tanto, también trabajo a la Administración- ya que muchas demandas de los ciudadanos se resuelven con una consulta jurídica, o con la ayuda puntual al ciudadano en la redacción de algún escrito que no sabe formular.
Hay que incluir, además, el SOJ Penitenciario, que ha estado siempre financiado con cargo al presupuesto del ICAM, para cumplir con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que establece que la asistencia jurídica gratuita debe asegurarse siempre en los casos en que está en juego la libertad. Pero también, la JG debe contemplar la asistencia a las víctimas de violencia de género, desde el primer momento, y la vía administrativa previa. Con el restablecimiento de los SOJ y de los servicios de mediación, desmantelados por el gobierno de la CAM, se reducirá la litigiosidad, pero sin cercenar derechos fundamentales como ha hecho la Ley de Tasas.
La dotación presupuestaria de la JG implica, además de dignificar nuestros salarios, que los ciudadanos puedan acceder en condiciones de igualdad a pruebas periciales que, en nuestro sistema, solo pueden pagarse los ricos. Hacen falta equipos psicosociales en los Juzgados para acceder a esa prueba pericial básica en los procedimientos de familia y de violencia de género.
La dotación de la JG implica también contar con un servicio de intérpretes de calidad, que asegure el derecho a la tutela judicial efectiva de los extranjeros, tal y como exige la Directiva 2012/13/UE.
Pero no es aceptable pretender que sea la recaudación efectuada con la Ley de Tasas Judiciales la que sufrague el TO. La JG es un derecho constitucional y como tal debe financiarse por las administraciones públicas competentes, con el dinero obtenido conforme a un sistema de impuestos proporcional y progresivo.
Así pues, es imprescindible dotar económicamente este servicio que garantiza un derecho fundamental, velar por la calidad de su prestación, mediante la formación continua y gratuita de los abogados de oficio, garantizar la independencia de los profesionales de la abogacía respecto de los poderes del Estado y asegurar que la Comisión de Asistencia Jurídica Gratuita sea verdaderamente plural e independiente.
Y como premisa ineludible para abordar todas estas cuestiones es necesario el diálogo, consenso y voluntad para acometer la reforma de la Justicia, reforma que no puede hacerse de espaldas a las abogadas/os, que jugamos, además, un papel esencial en el orden constitucional.
No bastará con ajustar las velas
05/03/2015
Matías Nso
CEO y co-fundador de Kuorum.org
«No es país para innovadores». Desde que nuestra organización ha trasladado su sede a las instalaciones de la incubadora del Instituto de Empresa, no dejo de escuchar esta frase. Sin embargo, cuando compartes tu día a día con algunos de los emprendedores más brillantes del momento resulta difícil pensar que la innovación sea algo que se le pueda negar así como así a todo un país. Incluso cuando se intenta con ahínco, como parece que ocurre en España. La innovación se abre camino de las formas más insospechadas; con el ímpetu de Marte, con la velocidad de Hermes. Y lo hará también en las instituciones legislativas y judiciales, sin duda. La pregunta es si lo hará con ellas o a pesar de ellas.
Hace dos años fundamos Kuorum.org, una empresa social cuya misión es mejorar la comunicación entre los ciudadanos y sus representantes políticos a través de la tecnología. El apelativo «clase política», acuñado en los últimos tiempos, da una idea del grado de desconexión que existe entre representantes y representados, entre las leyes que se promulgan y la sociedad que las «padece». La naturaleza del conflicto es compleja, pero a grandes rasgos podemos identificar dos retos importantes: los estructurales y los culturales. Los estructurales tienen que ver con la manera en la que nuestras instituciones están pensadas, mientras que los culturales tienen que ver con nuestra capacidad como sociedad para cambiarlas. Y aquí es donde viene aquello del huevo y la gallina: ¿Necesitamos nuevas instituciones que cambien nuestra forma de proceder o necesitamos nuevas formas de proceder que cambien nuestras instituciones?
La teoría de la nueva economía institucional que le valió el premio nobel a Ronald Coase en 1991 puede aportar un poco de luz a este dilema. El economista británico definía las instituciones como las reglas del juego; las entidades normativas que rigen nuestro comportamiento a través de incentivos, positivos o negativos. La gestión de esos incentivos supone un aumento de los costes de transacción y reduce la eficiencia de nuestros sistemas. Sin embargo esos costes son más moderados cuando los incentivos que nos llevan a superar los conflictos sociales ya forman parte de nuestra cultura, de nuestra educación consuetudinaria. Y es por eso que acabar con la corrupción en España requiere ingentes esfuerzos legislativos y judiciales, mientras que en países como Dinamarca ser honesto y transparente es una mera cuestión de educación.
Entonces, si la manera más eficiente de reinventar la justicia – de reinventar nuestras instituciones – es propiciando un cambio cultural ¿por dónde empezamos? Mi formación técnica me devuelve siempre al método científico. Empecemos por la práctica.
Un caso práctico
“Las ideas son inútiles a menos que se usen” Theodore Levitt
Manuela Carmena señala en su ponencia una necesidad de la justicia que es precisamente la razón de ser de Kuorum.org: La innovación en los procesos de redacción de normas. En la web de Kuorum.org parlamentarios y ediles de todo el mundo pueden publicar sus proyectos políticos para que los ciudadanos les hagan propuestas de mejora. Los usuarios de la herramienta también pueden apoyar las propuestas de los demás ciudadanos, de forma que éstas se jerarquizan democráticamente. Es una forma sencilla de involucrar a los representados en la redacción de leyes a través de la tecnología, de hacerles partícipes de la toma de decisiones, de abrir el Parlamento, el Senado, las asambleas regionales y los ayuntamientos.
El año pasado el diputado en las Cortes Carles Campuzano utilizó nuestra herramienta para recabar propuestas sobre su Proposición de Ley de mejoras en la prestación económica por hijo o menor acogido a cargo. Unos meses después celebramos un encuentro presencial entre Carles, Federico Buyolo – también diputado en las Cortes-, organizaciones del ámbito de la infancia como Unicef, Save the Children o porCausa, y ciudadanos. El resultado fue tremendamente positivo. En las ponencias se habló sobre la cuantía de las prestaciones y las condiciones para acceder a ellas. Y se profundizó en debates tangenciales sobre nuevas perspectivas como la de los hijos de inmigrantes en situación irregular. En el turno de intervenciones del público, abierto por los autores de las propuestas online más relevantes, se sugirió un subsidio variable en función del coste de la vida en las diferentes comunidades autónomas. Propuestas todas que el diputado pudo debatir abiertamente con los asistentes tan sólo unas semanas antes de defender su Proposición de Ley en el Pleno del Congreso.
Este es sólo un ejemplo de cómo los problemas estructurales de nuestra democracia se puede hackear si existe voluntad política para hacerlo. Como sin necesidad de transformar la institución – en este caso el Congreso – y sus comportamientos decimonónicos hemos conseguido socializar, aunque sólo sea un poco, el legislativo. Y es en esto en lo que consiste la nueva cultura de la participación ciudadana. ¿Qué hubiera pasado si los autores de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 se hubieran sentado con familias desahuciadas antes de tramitar el texto? ¿O si se hubiera involucrado a los vecinos del barrio de Gamonal en el diseño del plan urbanístico de Burgos?
Vientos de cambio
“No hay educación como la que da la adversidad” Benjamin Disraeli
Vivimos un tiempo crítico para el futuro de nuestras instituciones legislativas y judiciales. Soplan vientos de cambio para Europa y ya se sabe: Unos se quejan, otros esperan, y los más inteligentes ajustan las velas. En un mundo que muta a un ritmo cada vez mayor no serán tan determinantes los cambios ideológicos como los formales. Justicia cercana, independiente, humana, con una gestión profesionalizada y un legislativo conectado con la ciudadanía. Todos ellos son cambios formales acertados.
Pero no olvidemos que la crisis que nos ha traído hasta aquí no es sólo una crisis económica e institucional sino también, y de forma más preocupante, una crisis de valores. La solución, por tanto, no vendrá de las instituciones sino de las personas. Tenemos que hacer una reflexión más profunda sobre el rumbo que queremos tomar como individuos y como sociedad. En esta ocasión no bastará con ajustar las velas. Zeus debe morir.
La Justicia frente a la corrupción política
04/03/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
En mis anteriores intervenciones me he posicionado claramente a favor de que la Justicia siga siendo un contrapoder del Ejecutivo. Pero lo he hecho aduciendo la lucha contra la ‘razón de Estado’ que eventualmente esgrimen los Ejecutivos, o sea: que el fin justifica los medios, y que para lograr el interés general en ocasiones hay que utilizar medios inmorales o ilegales. Eso debió pensar José Barrionuevo, Ministro de Interior del Gobierno de Felipe González, cuando participó en la trama de los GAL…
Esta inclinación autoritaria y antidemocrática no es una enfermedad que haya aquejado solamente a miembros del Partido Socialista; todas las ideologías políticas son propensas a incubarla y desarrollarla. He conocido comunistas honestos (en su vida cotidiana) que han justificado los crímenes de Stalin, como aún hay personas conservadoras y honestas que justifican los de Franco, y nacionalistas honestos que justifican los de ETA. Por desgracia hay muchas personas que apoyan tales comportamientos indeseables; y bastaría echar un vistazo al mundo contemporáneo para darse cuenta de ello: es una epidemia mundial, a la que muy pocos gobiernos escapan. Probablemente a esto se refería Hannah Arend cuando hablaba de la ‘banalidad del mal’.
Ahora me gustaría ampliar algo más mi posición y aducir como defensa otro motivo: la lucha contra la corrupción política. Ésta, a diferencia de la ‘razón de Estado’, no busca el interés general sino el particular: de ahí que casi nadie la defienda públicamente. Pero aunque escandaliza a la ciudadanía, pocos llegan a captar su significado profundo. Por ello adjunto un breve documento donde se exponen algunas ideas esenciales sobre el particular.
Una última palabra. No soy ningún ingenuo, y sé perfectamente que la institución de la Justicia adolece de graves carencias, debilidades e, incluso, lados oscuros. Pero al igual que sucede con las universidades o los sindicatos, la solución no pasa por desprestigiar o denigrar a estas instituciones, sino por reforzar los controles democráticos, su trasparencia y su rendición de cuentas, y sus medios materiales de funcionamiento: ahí es donde se requiere inteligencia y voluntad.
Eso o la barbarie.
Sueños de independencia judicial
03/03/2015
Manuel Ruíz de Lara
Magistrado
Una joven jurista que sueña con un país distinto, me decía que la actual situación de la Justicia se asemeja mucho a un drama teatral escrito por Mario Benedetti y cuyos protagonistas eran Pedro y El Capitán. A Pedro le ponía el nombre de Justicia y a El Capitán, el nombre de todo lo que ha atentado contra ella, es decir la política.
Y así Berta imaginaba al enemigo delante del dolor del torturado (la Justicia), desconcertado ante el talante del protagonista, el guerrero que a pesar del ataque defiende lo que cree hasta el final.
Porque esta es la situación que simboliza la realidad presente: una guerra sin violencia que va mucho más allá de ideologías y de partidos políticos, un conflicto entre dos frentes en el que uno de ellos representa al Estado de Derecho, a la libertad de un pueblo, de juristas y de ciudadanos.
Porque lo que para algunos es solo un personaje teatral, para esa joven jurista, tiene el nombre y apellidos de los muchos jueces que sobreviven día a día la manipulación de políticos espúreos, que luchan en contra de la designación de los vocales del CGPJ por la clase política y abogan a favor de la libertad de los jueces para votar a los vocales del Consejo General del Poder Judicial y garantizar así la independencia judicial.
Asistimos a tiempos difíciles, huérfanos de referencias, de liderazgos ideológicos y de responsabildad institucional, la ciudadanía, los jueces que creemos en los principios, observamos cómo una clase política carente de valores consistentes, denigra las instituciones básica del país y los pilares de nuestro Estado de Derecho.
Las políticas de izquierda y derecha en el ámbito de la administración de justicia han tenido como objetivo socavar la independencia del Poder Judicial. Una dotación de medios materiales tercermundista, una tasa de jueces por habitante impropia de un país desarrollado, los ataques directos mediante declaraciones públicas a la labor jurisdiccional de jueces y magistrados ante resoluciones que incomodan al partido político de turno y la sucesión de reformas en aras de convertir en una falacia la separación de poderes, nos han llevado a la situación actual. La Justicia simplemente no interesaba, o peor aún si interesaba era en tanto en cuanto fuese susceptible de manipular.
No obstante en la actual legislatura y bajo el paraguas de una crisis económica, se ha pretendido dar la estocada definitiva. Si bien ninguno de los recientes ministros de Justicia pasará a la historia por su defensa de la independencia judicial, Alberto Ruiz-Gallardón pasará por convertirse en un verdugo de la separación de poderes y de algunos de los derechos esenciales de la ciudadanía.
Desahucios y tasas que limitan derechos
Se han sucedido reformas que limitan el derecho a la tutela judicial efectiva. Así la Ley de Tasas restringió el derecho de ciudadanos sin recursos a acceder en condiciones de igualdad a la defensa de sus derechos ante los órganos jurisdiccionales. Particularmente desoladora así mismo es la limitación de la Justicia Universal, que sacrificaba la defensa de derechos humanos en aras de garantizar intereses o relaciones comerciales con países que denigran los derechos y garantías universales de cualquier ciudadano.
Ciertamente llamativa resulta la inacción ante el drama de las ejecuciones hipotecarias y desahucios, con disposiciones legislativas que no adaptaban de forma adecuada los derechos reconocidos a los consumidores por las Directivas Europeas. Dando lugar a una situación inédita, donde el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a partir del esfuerzo de jueces y magistrados planteando cuestiones prejudiciales, ha corregido de manera reiterada la contumaz falta de ética y responsabilidad del legislador en la efectiva protección de la ciudadanía.
Otras iniciativas legislativas como la Ley de Seguridad Ciudadana, o la reciente reforma del Código Penal en trámite, han sustituido libertad y derechos de la ciudadanía por razones de seguridad estatal. Pero sin duda y aparte de estas reformas, lo que más ha degradado la situación de la justicia y por ende nuestro estado de derecho, ha sido el plan estructurado para reducir la independencia del Poder Judicial, atacando de forma directa el órgano de gobierno de la judicatura. Hecho éste en el que merece hacer un análisis pausado.
El Partido Popular concurrió a las elecciones generales de 2011 con una propuesta clara: “Promoveremos la reforma del sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, 12 de sus 20 miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías”.
Conforme con la promesa electoral efectuada en su día, ratificada por el ministro de Justicia en su toma de posesión, el acuerdo del Consejo de Ministros de 2 de Marzo de 2012 constituyó una comisión institucional (integrada entre otros por el actual Presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes) para la elaboración de un texto articulado de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. El acuerdo del Consejo de Ministros expresamente indicaba que para garantizar la Independencia Judicial debía procederse a modificar el sistema de elección de los vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial, garantizando que fuesen elegidos por y entre los Jueces y Magistrados de todo el territorio nacional.
El ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón presentó un primer informe de dicha comisión en el que se establecía la modificación del sistema de elección de vocales judiciales del CGPJ, que pasarían a ser designados por los Jueces.
No obstante, la promesa electoral de la clase política y del partido gobernante no iba más allá de una mera declaración programática ajena a cualquier tipo de compromiso político con el Estado de Derecho. La promesa duró hasta que valoraron, que con una elección judicial de los vocales del CGPJ, el órgano de gobierno de la Judicatura sería un órgano autónomo ajeno a cualquier tipo de control político.
Desde el Gobierno de la Nación, se intentó presionar a los vocales judiciales del anterior Consejo General del Poder Judicial para que mantuviesen a Carlos Dívar como presidente del Tribunal Supremo, pese a los escándalos que se sucedían tras la aparición de una serie de gastos de dudosa justificación. Se alegaba que la dimisión del presidente del Tribunal Supremo provocaría una mala imagen exterior del país, en un momento en el que el Gobierno negociaba eludir un posible rescate económico a España.
La jugada política iba más allá
Sin embargo la jugada política iba mucho más allá. El Ministro Ruiz-Gallardón pretendía presentarse ante la opinión pública y ante su propio partido, como el político que regeneraba el sistema, viéndose obligado a modificar su promesa electoral ante unos jueces que mantenían en el poder a un presidente, acosado por actuaciones reprobables. De paso también se aseguraba hasta la finalización del mandato del anterior CGPJ, un presidente de perfil bajo que no pondría reparo alguno a las reformas que emprendería. Nunca hubo mayor muestra de cinismo, simplemente para traicionar una promesa electoral en la que nunca se creyó, dado que suponía dejar al margen del control partidista al Consejo General del Poder Judicial y por tanto reforzar la Independencia Judicial.
No obstante la “desobediencia” de los vocales judiciales, negándose a mantener a Dívar como Presidente, precipitó los acontecimientos. Al ministro Ruiz-Gallardón y al presidente del Gobierno Mariano Rajoy, ya no le valía siquiera el sistema de elección vigente, que establecía un primer filtro de designación por las asociaciones judiciales. Ahora necesitaban la designación directa por los partidos políticos. Y ello, aún a costa de desprestigiar el Consejo General del Poder Judicial y consagrar una nueva categoría judicial, la de jueces con “padrino político”, los únicos que tendrían opciones de alcanzar determinados cargos de la Judicatura.
Debe contextualizarse además dicho giro en el marco de un clima, en el que de manera sistemática afloran escándalos de corrupción que afectan de manera directa a los principales partidos políticos. En ese contexto, resultaba innegable la tentación política de controlar el órgano de gobierno de la Judicatura, y en particular los nombramientos de aquellos cargos judiciales con competencia juzgar a políticos aforados.
La designación pasaría a ser una decisión exclusivamente política y partidista, que no se vería sometida siquiera al filtro relativo a la terna presentada por las distintas asociaciones judiciales. Bastaría con que un juez o magistrado presentase el exiguo número de 25 avales para que pudiese ser elegido por el poder político. Se soslayaba así la STC 108/1986 que determinaba que lo más ajustado al espíritu constitucional era la elección de los vocales judiciales por y entre los jueces y magistrados de todas las categorías judiciales.
Correlativamente a lo anterior, la Comisión Institucional compuesta por 7 integrantes, entre ellos Don Carlos Lesmes Serrano, el 3 de Noviembre de 2012 procedió a modificar su informe y a emitir otro proponiendo que la designación de los vocales judiciales fuese por las Cortes Generales. Resulta evidente que el cambio de criterio de la Comisión Institucional nombrada mediante Acuerdo del Consejo de Ministros de 2 de Marzo, obedecía a las instrucciones políticas del Ministro de Justicia y del Gobierno de la Nación.
Se cocinaba así una farsa institucional que se consagraría en la Ley Orgánica 4/2013 que al margen de instituir el nuevo sistema de elección, configuraba al Consejo General del Poder Judicial como una mera delegación del Ministerio de Justicia, con competencias reducidas y con un marcado cariz presidencialista, con vocales de primera (los integrantes de la Comisión Permanente) y segunda categoría (aquellos que no tendrían dedicación exclusiva).
Una falacia evidente
El desarrollo del sistema de elección parlamentaria de vocales obedeció a una evidente falacia, concurriendo tan sólo 53 candidatos de más de 5000 jueces, a alguno de los cuales se les prometió de manera falaz desde el Ministerio de Justicia que saldrían elegidos, en un intento desesperado de otorgar alguna apariencia de legitimidad y participación, a lo que no era sino una elección predeterminada.
Los 53 candidatos obtuvieron un número de avales irrisorios. La carrera judicial renegaba del sistema establecido. En unas elecciones alternativas, bajo fe notarial, organizadas por algunos jueces y magistrados, los candidatos que concurrieron superaron con creces los avales obtenidos por los candidatos que participaron en el sistema oficial.
La traición del Gobierno al Estado de Derecho y a la separación de poderes, no se perpetró en solitario. Cómplices de la ignonimia fueron gran parte de las fuerzas parlamentarias (PP, PSOE, IU, PNV y CIU). Cada una quería su parte del pastel en el Consejo General del Poder Judicial. Políticos de uno y otro signo, una vez más no estaban a la altura de las exigencias de un Estado de Derecho pleno.
La elección de los vocales se caracterizó por una evidente falta de transparencia. Los designados ni tan siquiera comparecieron ante las Cortes Generales, la elección se desarrolló a puerta cerrada y ajena a cualquier tipo de motivación, exposición de méritos de los candidatos y de las razones de la elección de unos y preterición de otros. Simplemente era “un intercambio de cromos” pactado entre los líderes políticos.
En algunos casos incluso se circunscribió a un ejercicio de nepotismo o apadrinazgo político, siendo elegidos diputados de las propias fuerzas políticas en la anterior legislatura, vocales con vínculos matrimoniales con cargos políticos en determinadas comunidades autónomas, con el anterior Fiscal General del Estado durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero o apadrinados por el actual Secretario General de la Administración de Justicia.
Herido de muerte
El nuevo Consejo General del Poder Judicial nacía ya herido de muerte, considerado como un cuerpo extraño por la carrera judicial, con una designación fundamentada en un gran consenso que no era sino una gran farsa política consensuada y una elección predeterminada.
Y ese mismo Consejo General del Poder Judicial, ahondó más su herida cuando designa como presidente a Don Carlos Lesmes Serrano, justo el anunciado previamente por los partidos políticos como nuevo Presidente. Los antecedentes suscitaban serias dudas en este punto concreto, sobre la autonomía de los vocales del CGPJ para proponer a los candidatos a Presidente y para efectuar la designación del mismo.
No resulta creíble que los recién designados vocales sólo encontrasen dos candidatos adecuados (Carlos Lesmes y Pilar Teso) para proponer como Presidente del Tribunal Supremo, ni que ningún otro Magistrado del Tribunal Supremo tuviese interés en ser Presidente.
El desarrollo de éste Consejo General del Poder Judicial, disminuido en sus competencias, pese a que se ha tratado de incidir en la transparencia de su actuación, ha adolecido de falta de la misma en alguna de sus actuaciones. Dos recientes informes del Observatorio de nombramientos de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial resaltaban de manera clara la dudosa elección de determinados cargos judiciales por el actual Consejo General del Poder Judicial.
Así con carácter ejemplificativo, las presidencias de los Tribunales Superiores de Justicia de Aragón y de Navarra, fueron cubiertas por los candidatos con menos méritos objetivos verificables de los que concurrían. En el caso de la presidencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, según la base quinta de la convocatoria de la plaza (BOE 09/04/14), se ponderarían, entre otros, el tiempo de servicio en órganos colegiados. El candidato elegido carecía de experiencia alguna en ellos mientras que los restantes cinco candidatos tenían entre 9 y 17 años de antigüedad. En el caso de la presidencia del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, concurriendo dos candidatos, el candidato no elegido tiene 11 años más de experiencia en la carrera judicial y 21 años más de experiencia en órgano colegiado que el finalmente designado. Siendo dichos méritos los únicos objetivamente verificables.
Ciertamente criticable resulta la gestión del CGPJ en relación a la cobertura de plazas judiciales a través de los sucesivos concursos. La manifiesta falta de previsión y organización en la convocatoria de plazas, la falta de transparencia en cuanto a la no renovación de la comisión de servicio del magistrado Pablo Ruz en la Audiencia Nacional previo sorprendente anuncio por el ministerio de Justicia que la plaza ocupada saldría a concurso y los sucesivos aplazamientos en cuanto a la convocatoria de ascensos en la carrera judicial, han llevado a oscurecer la transparencia prometida y a menoscabar la actuación autónoma del CGPJ.
Presidencialismo
Asistimos por otro lado a la transformación del Consejo General del Poder Judicial en un órgano marcadamente presidencialista, donde el grueso de la política judicial es decidida por un número reducido de vocales que integran la comisión permanente y particularmente por su Presidente. La reciente falta de renovación de la comisión permanente del Consejo o la convocatoria de un concurso oposición para designar un cuerpo de letrados permanente al servicio del CGPJ, que cocinará la política judicial a gusto del Presidente, ha ahondado más en el desprestigio de la institución.
El actual presidente del Tribunal Supremo ante determinados ataques a la labor independiente de jueces y magistrados, en ningún momento ha hecho gala de responsabilidad y determinación en la defensa de la Independencia Judicial. Así ante los escritos promovidos por magistrados de la Sala Penal del Tribunal Supremo ante valoraciones y presiones del ministro del Interior, les emplazó a solicitar amparo ante el CGPJ eludiendo cualquier tipo de actuación al respecto. Igualmente ante la solicitud de amparo de magistrados de la Audiencia Nacional ante determinadas críticas procedentes del Gobierno de la Nación, no promovió el amparo solicitado, y el CGPJ se refugió en la consideración de que el ataque a la independencia judicial, la perturbación de la función jurisdiccional no se había producido porque las resoluciones judiciales ya habían sido dictadas. Confunde así el presidente del Tribunal Supremo y los vocales que denegaron el amparo, la responsabilidad institucional con lo que no es sino una mera dejación de funciones en la defensa de la independencia judicial en aras de otros intereses.
Malestar continuo
En lo que respecta al pulso a la carrera judicial, se denota un malestar continuo de los jueces y magistrados, que con esfuerzo y sacrificio personal suplen de manera vocacional las carencias que los responsables políticos infligen a la administración de justicia. Siendo esos jueces a la par víctimas de diversos ataques a través de declaraciones de prensa y presiones encubiertas, por el simple ejercicio independiente de su jurisdicción cuando asumen causas de repercusión mediática.
La actuación de las asociaciones judiciales ha sido diversa. Si en un primer momento, se constituyó una Comisión Interasociativa de Conflicto que reunía a las cuatro asociaciones judiciales, y que se oponía de manera frontal a las reformas que menoscababan la independencia judicial, promoviendo una postura de firmeza ante los ataques emprendidos por la clase política; Posteriormente la Asociación Profesional de la Magistratura, con fuertes divergencias entre sus asociados, se desmarcó de dicha línea de actuación.
El cambio vino motivado por la creencia errónea de determinados sectores de la asociación de que una postura conciliadora con unos responsables políticos que despreciaban la independencia judicial, redundaría en una mayor influencia de la asociación en las reformas en trámite. Nada más lejos de la realidad, la estrategia condujo a la asociación a la irrelevancia, consiguiendo únicamente avances menores que en modo alguno paliaban los ataques a la independencia judicial que se habían puesto en marcha. El resultado deja a una asociación mayoritaria en tierra de nadie, con dos almas dividida entre sus asociados, con una manifiesta pérdida de influencia política a la par que una evidente debilidad en la defensa firme de la independencia judicial con actuaciones concretas. Ahora más que nunca, se hace necesario un cambio en el devenir de dicha asociación judicial y una renovación de su comité ejecutivo.
Sí resultan valorables determinadas actuaciones emprendidas por otras asociaciones judiciales con la presentación de recursos ante el Tribunal Supremo y ante el Tribunal Constitucional frente al sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial, o la oposición firme a reformas e iniciativas que menoscaban la independencia del poder judicial.
Igualmente valorables son las actuaciones emprendidas por otros colectivos como la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, compuesta por jueces, magistrados, fiscales, juristas y ciudadanos que han puesto en marcha diversas iniciativas para trasladar a la opinión pública la relevancia de la pérdida de garantías en nuestro Estado de Derecho. Desde la presentación de una queja formal ante Naciones Unidas en relación a la reforma del CGPJ, posteriormente secundada por tres asociaciones judiciales, hasta la creación del Observatorio de Nombramientos Judiciales del CGPJ o la creación de proyectos universitarios como torneos de debate o conferencias para concienciar a la ciudadanía y a los futuros juristas de la precaria situación de la justicia española.
Guerra larvada y silenciosa
En esa guerra larvada y silenciosa, seguimos moviéndonos con una Justicia herida de muerte, que no obstante sobrevive por el trabajo incansable e independiente de la mayoría de jueces y magistrados que ajenos a cualquier tipo de interés personal, alejados de las influencias políticas y sometidos a las carencias materiales y estructurales que asolan a nuestra justicia, protegen los derechos y garantías que determinados políticos pretenden arrebatar a la ciudadanía.
Se hace necesaria una reforma del Consejo General del Poder Judicial que permita la elección de sus miembros por y entre los jueces de todas las categorías judiciales, que dote al Consejo de plena autonomía presupuestaria y competencias en todo lo que afecte a la política judicial y a la organización de la Judicatura, ajeno a cualquier injerencia política.
Urge una mayor inversión de justicia que dote a los Juzgados de medios materiales y personales suficientes, la creación de órganos especializados en materias complejas, el incremento de la planta judicial, una apuesta firme por la especialización en jurisdicciones y en tipologías delictivas, la derogación de la ley de tasas en aras de garantizar la tutela judicial efectiva, una reforma en profundidad de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Urge en definitiva una reforma en profundidad de la Administración de Justicia, tomando como bandera la Independencia Judicial.
No resulta incompatible con el ejercicio independiente de la función jurisdiccional, la oposición firme, mediante actuaciones concretas y manifestaciones públicas, a reformas que menoscaban las bases esenciales de nuestro estado de derecho. Es hora de que la judicatura asuma en pleno que nos encontramos ante una evidente degradación de nuestro estado de derecho, y que la defensa activa de la independencia judicial no es sino nuestra propia reafirmación como Poder Judicial autónomo, independiente y ajeno a cualquier influencia política. No es sino, ser fiel y coherente con el juramento que realizamos en su día.
Luchar por un ideal
Hay veces en la vida, que hay ideales por los que merece la pena luchar y los juristas, la ciudadanía debemos tenerlo presente, hoy más que nunca. Quizás no haya ideal más noble que defender nuestro Estado de Derecho ante la manipulación de unos pocos, porque quizás en éste minuto del partido, sobrevivir, soñar, resistir cuando el respirar es una hazaña terminará convirtiéndote en un héroe y a la Justicia Independiente en una realidad efectiva.
El sueño y las esperanzas de esos futuros juristas como Berta, como Jaime, José, Albert, Cipriá o Álvaro y como tantos otros que sueñan con un país distinto, con un estado de derecho pleno hace merecer la pena cualquier riesgo, sacrificio y esfuerzo que haya que asumir. A veces, sólo depende de una persona, que las cosas cambien, a veces como en la más hermosa historia de amor, todo empieza y todo acaba en cada uno de nosotros. Es hora de transformar el Poder Judicial y garantizar nuestro Estado de Derecho. España y sus ciudadanos lo merecen.
¿Reinventar la justicia? No, construirla
01/03/2015
Piter
Parado
¿REINVENTAR LA JUSTICIA? NO, CONSTRUIRLA
Con todos mis respetos hacia la ponente (de quien tengo alto concepto) y hacia el resto de comentaristas, aunque pueda estar de acuerdo con bastantes cosas de las que se dicen, no estoy de acuerdo con la cuestión fundamental que se plantea. Ello es debido a que, al menos desde mi punto de vista, se están entremezclando dos cuestiones: El concepto en sí de Justicia, y su puesta en práctica. Probablemente tendré que hacer varios comentarios y, aviso, voy a ser especialmente duro con “la justicia”. Todo ello puntualizando que no tengo ningún tipo de estudios de Derecho pero que, por desgracia, el propio Derecho y la “justicia” no me son en absoluto desconocidas.
Las leyes se hacen para los robagallinas. La justicia, también
Si escuchamos que alguien pide justicia, todxs comprendemos enseguida qué es lo que quiere decir. Entendemos que las leyes son las normas que rigen la convivencia del colectivo, y que por tanto definen los derechos y obligaciones de cada una de las partes que forman el colectivo, sean individuos o agrupaciones de individuos y que cuando existe una vulneración de esas normas de convivencia por parte de quien sea, que afecta a los derechos de otra parte del colectivo, la Justicia consistiría en la restitución de tales derechos y, si es necesario, la toma de medidas para que ello no se vuelva a repetir. Lo mismo se puede decir del cumplimiento de las obligaciones.
Por tanto la Justicia en sí misma es un derecho, y a la vez, una obligación y una de las normas que rigen la convivencia en elolectivo, ya que caso contrario no tendría sentido elaborar leyes si la primera de esas leyes no fuera la obligación del cumplimiento del resto de leyes.
Éste sería, desde mi punto de vista, el concepto de la Justicia. A partir de aquí, nos encontramos con el problema llevar la aplicación de ese concepto a la realidad y a ese traslado a esa aplicación práctica del concepto, también le llamamos justicia, aquí considerada como institución, como poder y/o como servicio. En realidad, al planteamiento como Derecho Humano o su traslación constitucional como derecho fundamental, se le da el sentido de la aplicación del concepto “Todo el mundo tiene derecho a la tutela judicial efectiva”. O lo que es lo mismo, a que exista un mecanismo real que garantice plenamente sus derechos establecidos en las leyes.
Sea considerada como institución, como poder o incluso como servicio, desde mi punto de vista en cada caso existe una pequeña parte de razón, pero todo ello está muy alejado de la Justicia como derecho y como norma. Quizás podríamos imaginar muchas maneras de llevar a
la práctica la idea, pero no se trata de reinventar la justicia, puesto que la idea continúa siendo la misma, sino de construirla puesto que hasta ahora no se ha llevado a término. El sistema que se ha elegido para llevar a la práctica la idea se ha demostrado erróneo y por lo tanto, no se ha alcanzado la Justicia, ni siquiera de manera imperfecta.
Dice Manuela Carmena (y reiteran varixs comentaristas) que hay que hacer leyes “más justas”. Entendemos por leyes justas aquellas que garantizan el equilibrio entre los derechos y obligaciones de cada uno de los grupos o individuos que conforman el colectivo. Otro requisito indispensable es que, al existir una jerarquía de las leyes (leyes ordinarias, constitución, derecho comunitario y DDHH), son justas aquellas leyes que cumplen y obligan a cumplir las leyes de rango superior. Y aquí vendrá una de las primeras críticas duras hacia la “justicia”. Ladivisión de poderes atribuye unas competencias a cada uno de ellos y la competencia de la justicia (ahora ya como poder o institución) es garantizar el cumplimiento de esas leyes, de todas pero especialmente las de rango superior, puesto que una infracción en las normas de rango inferior tiene mucho menos efecto sobre el colectivo que la vulneración de una norma
de rango superior. Y aquí es donde falla la cosa.
El Presidente del CGPJ, Sr. Lesmes dijo que “la ley está hecha para el robagallinas, pero no es sólo la Ley, sino la propia institución que denominamos justicia (la puesta en práctica de la idea) la que está hecha para lxs robagallinas, y eso, se mire como se mire, no es justicia puesto que un derecho que se supone que es de todxs, si realmente no es de todxs, no es un derecho sino un privilegio. Y en sucesivos comentarios pondré algún ejemplo más que ilustrativo.
Contrariamente a lo aquí expuesto, se pone mucho énfasis en los problemas materiales de la institución, en su politización, falta de medios, etc., pero se pasa de puntillas sobre este hecho fundamental. Únicamente se hace algo de referencia cuando Manuela Carmena nos habla del ENEM y sus criterios de selección de lxs juezxs. Y sin embargo, por encima de todos los problemas, a mi juicio ése es el principal.
Ya sabemos que lxs legisladorxs hacen las leyes a su imagen y semejanza, que no representan realmente la soberanía popular sino los intereses de pequeños grupos de poder, especialmente económico. Y la responsabilidad de lxs juezxs es “impartir la justicia”, y por
tanto garantizar que se cumpla la ley, pero todo el cuerpo de leyes, especialmente las de mayor rango.
Desgraciadamente esto no es así. Lxs juezxs (salvo raras y honrosas excepciones) no se mojan, no se implican, no tutelan que las normas de rango inferior sean acordes con el contenido de las de rango superior. Aplican el principio de obediencia debida a las jerarquías judiciales superiores (muy politizadas) por encima del principio de independencia judicial y de respeto a las normas de rango superior. No cuestionan las decisiones de los órganos superiores, aunque vean con claridad que puedan estar contraviniendo la Constitución u otras normas. Aplican el derecho nacional sin cuestionar que pueda entrar en contradicción con otras normas de rango mayor. Es decir, actúan como simples burócratas, no imparten justicia.
Y a continuación, en los siguientes comentarios, expondré ejemplos de esta cuestión:
– Las hipotecas
– La presunción de inocencia
– Los derechos políticos
Salut i llibertat
Ya cambiaron los dioses. Todo tiene que cambiar
27/02/2015
José María Fernández Seijo
Juez
La crisis de la justicia, escrita con o sin mayúsculas, es una de las cuestiones más debatidas en los mentideros políticos, sociales, culturales y judiciales; se afirma que la justicia es ineficaz, poco garantista, cara, lenta, ineficiente, lejana, politizada, manipulable, voluble, caótica, anticuada, inhumana… Los adjetivos son kilométricos. La discusión sobre la justicia, sus males y sus remedios ha terminado por ser aburrido tanto desde la perspectiva de quienes defienden que no está tan mal y que sólo hacen falta algunos ajustes, como de quienes abogan por una transformación radical partiendo del incremento de medios materiales, la creación de más juzgados, la apuesta por la informatización, el fortalecimiento de su independencia y todo ese conjunto de remedios que se repiten como una letanía en cualquier foro sobre la materia.
Siguiendo la frase de Sánchez Ferlosio puede asegurarse que ya cambiaron los dioses y que, por lo tanto, todo tendrá que cambiar. Los dioses de la justicia se basan en un modelo ya bicentenario, el de Napoleón Bonaparte, que consideró que las bases de la modernización del Estado debían asentarse en una sólida, completa y rígida codificación administrada por funcionarios profesionales, formados en la frialdad y en la distancia de los conflictos; la administración se organizaba siguiendo los patrones y las necesidades de los medios de comunicación y transporte que unía a las distintas poblaciones, se estructuraba asumiendo que la distancia física entre municipios obligaba a largos, a complejos desplazamientos que aconsejaban que en cada ciudad – por lo menos en las más importantes – se produjera una reproducción a escala de la estructura del estado.
Más de doscientos años después llega el momento de agradecer a Napoleón los servicios prestados y configurar una nueva manera de organización del estado, algo que ya se consiguió en ámbitos tan complejos como el fiscal, las infraestructuras, los servicios educativos o sanitarios, incluso las policías han modificado el modo en el que se organizan; sin embargo en la justicia la presencia de Napoleón es tan intensa que en ocasiones se le ve deambular por las salas y corredores de los tribunales.
Ya no es necesario invertir varias jornadas para desplazarse pocos kilómetros, no quedan escribanos o amanuenses, la información se transmite en décimas de segundo y un minúsculo teléfono móvil se convierte en el instrumento más potente de comunicación activa y pasiva.
La justicia se ha convertido en una tribu muy parecida a las colonias Amish que viven aisladas en algunos estados del este de Norteamérica, con la diferencia de que no despierta mucho interés ni turístico, ni antropológico, ni sociológico; sin embargo debe ser un instrumento fundamental en un estado de derecho. Todos los días obligamos a miles de personas a introducirse en los arcanos de la justicia, a conocer su lenguaje, intermediarios y rituales.
Para configurar un nuevo modelo de justicia y de administración de justicia hay que invocar a los dioses romanos como hacía Manuela Carmena en su artículo fundacional del presente debate, y hay que propugnar la abolición sin excusa de los viejos modelos de funcionamiento. Ya no tienen razón de ser los juzgados, ni las oficinas judiciales, cortes y tribunales han perdido todo su sentido. Debe defenderse la desaparición de los partidos judiciales, de todos ellos sin excepción. Hay que olvidarse en la estructura jerárquica del poder judicial y diseñar nuevas formas de hacer y de comunicar. Que nadie vea en estas líneas radicalismos revolucionarios, más bien todo lo contrario, a veces hay que cambiarlo todo para que todo siga igual. ¿Tiene algún sentido que el mismo juez que debe enfrentarse a un procedimiento de corrupción de un altísimo cargo autonómico haya celebrar faltas por las peleas entre dos vecinos? ¿Puede ofrecerse la misma calidad en la administración de justicia si el juez que ha de gestionar la insolvencia de una empresa con 300 trabajadores tiene que compaginar su trabajo con las reclamaciones por la pérdida de maletas en el aeropuerto de la ciudad?
Para pasar de las abstracciones a medidas concretas pueden articularse algunas propuestas:
1. Debe crearse una justicia de primer circuito, una justicia que se llamó municipal o de proximidad, una justicia de sala, entendiendo como tal una justicia cuya labor fundamental sea la de la celebración de vistas o de juicios orales que se inicien tras una sencilla reclamación que pueda realizar cualquier ciudadano. Las pequeñas disputas vecinales, las reclamaciones de cantidad que no superen los 3.000 euros, los recursos a las sanciones administrativas cotidianas, las resolución de los conflictos originados por los contratos básicos para la convivencia, los despidos injustificados … Toda esta batería de reclamaciones tendría que solucionarse de modo rápido, máximo en 15 días, partiendo de una reclamación que pudiera formalizarse siguiendo una sencilla plantilla colgada en la red, o un formulario que pudiera cumplimentarse por una persona con formación básica. Recibida la reclamación se convoca a una vista o juicio inmediato en la que las partes exponen sus posiciones y pareceres, traen una prueba sencilla y el juez resuelve oralmente. Por descontado que esas vistas se deben filmar, por descontado que debe haber un retén de abogados de oficio que puedan asistir a quien lo necesite, por descontado que antes de celebrar la vista se puede ofrecer una mediación vinculante para los intervinientes. Todos estos por descontados se deben gestionar en ese mismo acto de modo oral, con la agilidad de retrasar unas horas o unos días los juicios que se compliquen.
Estas vistas deben celebrarse por la mañana, también por la tarde, seguramente domingos y festivos. No se trata de encadenar a un juez en una sala durante horas, sino la de establecer un sistema de tandas que permita cargas de trabajo razonables para los funcionarios. Un sistema de asistencia judicial primaria que da un diagnóstico y una solución a los asuntos en apariencia más leves pero en ocasiones generadores de malestar y conflictividad económica o social. Se dicta sentencia oral y, si las partes reclaman la documentación de ese fallo, el juez se compromete a facilitarlo en 48 horas, apoyado por un asistente debidamente cualificado que redactará la resolución partiendo de lo visto y realizado en la sala.
Estos juicios de primer circuito deberían celebrarse en los municipios que tuvieran una población determinada, agrupando en una sola sede las localidades de distintas comarcas; sólo excepcionalmente se podrían habilitar salas y plazas judiciales para localidades que tienen una accesibilidad más compleja – algunas zonas montañosas o todavía mal comunicadas.
Este primer circuito lo asumirían los jueces y jueces que acabaran de acceder a la carrera judicial.
Esa carrera judicial se conformaría a partir de una prueba de acceso a la escuela judicial, prueba a la que podrían acceder aquellos que optaran por la fórmula tradicional de la oposición, es decir, la capacidad de aprendizaje de los cuerpos legislativos básicos; pero también podrían optar quienes acreditaran una sólida formación jurídica previa. Los opositores realizarían un examen de ingreso que nada tendría que ver con el actual modelo de oposición; los juristas experimentados sólo tendrían que acreditar curricularmente su formación. Una vez en la escuela judicial se plantearía una formación rigurosa que excluyera a los no aptos para la función de juzgar.
2. El segundo circuito se destinaría a aquellos procedimientos más complejos, aquellos que exigen una reclamación escrita asistida por un abogado, los que reclaman trámites probatorios más elaborados, aquellos procedimientos en los que el demandado también ha de contestar por escrito. Este segundo circuito también debería acoger los procedimientos de instrucción penal de los delitos más complejos.
En el segundo circuito no debería haber juzgados, o por lo menos no concebidos como compartimentos estancos, sino órganos colegiados en los que se distribuyera el trabajo entre los jueces conforme a criterios objetivos, predeterminados, fijando una carga de trabajo razonable. En este segundo circuito es inevitable la especialización en jurisdicciones, las tradicionales de civil, penal, laboral y administrativo, a las que habría que incorporar las de familia, menores, incapacidades, mercantil, probablemente también órganos especializados en derecho de consumo y en contratación administrativa.
La implantación de estos órganos de segundo circuito debería ser en principio provincial, sin perjuicio de que excepcionalmente se pudieran establecer para algunas jurisdicciones o especialidades un ámbito territorial menor en función del núcleo de población que deba atenderse o de las circunstancias específicas de cada uno de estos núcleos de poblaciones.
No habría juzgados como tal sino un servicio común que recibiría las demandas, atribuiría las mismas a un juez o jueza competente que se pronunciaría sobre la admisión del procedimiento y la adopción, en su caso, de medidas cautelares o diligencias previas de prueba e instrucción. En función de la complejidad de los asuntos el juez podría ordenar la celebración de una vista preliminar que debería celebrarse dentro del mes siguiente a la contestación a la demanda.
La organización administrativa, gestionada por secretarios judiciales, debería ser común estableciendo un área que se ocupara sólo de atención al público -profesionales o no-, un área de gestión o impulso de los procedimientos y un área de tramitación. En estas funciones administrativas habría que aprovechar la experiencia de otras administraciones que tienen servicios de atención e información al público con cita previa, con períodos de espera inferiores a una semana, habilitando tanto la información presencial con otros sistemas que eviten desplazamientos innecesarios.
Los señalamientos de vistas, juicios o audiencias los realizaría un servicio común que fijaría las fechas tanto en horario de mañana como de tarde, de lunes a viernes, incluyendo el mes de agosto. No se trata, de nuevo, de esclavizar a ningún juez dado que se fijarían previamente cargas razonables de trabajo de cada órgano judicial. No sería necesario crear nuevos juzgados, sino de dotar a cada uno de los órganos del número de jueces adecuados a las cargas reales de trabajo.
Este segundo circuito lo ocuparían jueces profesionales que, habiendo trabajado ya en el primer circuito, accedan a pruebas de especialización por materias o acrediten su especialización en las mismas.
Cada juez de este segundo circuito dispondría de un asistente personal –funcionario de carrera con conocimientos jurídicos– y de un funcionario que haría las tareas de enlace con los servicios comunes.
En materias complejas o novedosas a requerimiento del juez que tiene atribuido el asunto o del juez decano se podrían articular sistemas colegiados para conocer de los asuntos o para sentenciar los mismos, colegios que podrían formarse con 3 miembros, 5 miembros o 9 miembros en función de la complejidad o novedad.
3. El tercer circuito se destinaría a la segunda instancia, a los recursos tanto de decisiones de los jueces del segundo como del primer circuito. Estos órganos de apelación tendrían ámbito de comunidad autónoma, siempre serían colegiados, en salas de 3 ó 5 miembros, también por especialidades. El acceso a ese tercer circuito respondería a principios de mérito y capacidad, no sólo la mera antigüedad.
4. El último escalón sería para los recursos de casación y para el amparo frente a vulneración de derechos fundamentales. No tiene ya ningún sentido ni teórico ni práctico que un particular haya de esperar un lustro para que se determine si se han conculcado derechos fundamentales básicos durante los procesos judiciales.
Estos serían los grandes trazos sobre organización y funcionamiento de la justicia; trazos básicos, seguramente susceptibles de puntualizaciones o matices. Seguramente el problema mayor no sea tanto el de plantear la reforma integral, sino el de establecer un régimen transitorio que permita pasar de uno a otro modelo de modo eficaz.
Rediseñar el tablero del gobierno de la justicia
Para el gobierno de la justicia es evidente que han de buscarse alternativas ya que todos los consejos anteriores, se elijan como se elijan, han generado serias suspicacias y disfunciones. Se ha centrado la discusión sobre el modelo de elección de los vocales, pero se ha olvidado que el órgano de gobierno, como tal, tiene disfunciones derivadas de la convivencia de varias administraciones con competencias solapadas en estas materias.
En algún momento debería ponerse un poco de orden y rediseñar el tablero partiendo en primer lugar de la desaparición del ministerio de justicia, sus competencias deberían ser o bien transferidas a las comunidades autónomas o bien redistribuidas entre el ministerio de presidencia, el de administraciones públicas, el de exteriores y el de cultura.
Desaparecido el ministerio de justicia el consejo del poder judicial podrá centrarse en sus funciones básicas, las referidas a la selección y formación de jueces, la garantía de su independencia a la hora de juzgar, la inspección y responsabilidad de la judicatura. El gobierno de la justicia debería tener un órgano de control que fuera de representación amplia, en la que tuvieran cabida las comunidades autónomas, Congreso, Senado, incluso los representantes de los propios jueces. Un órgano que se reuniera 4 veces al año de modo ordinario, que recibiera las cuentas de los órganos de gestión y que conociera de las líneas esenciales del gobierno de la justicia. Junto con este órgano de representación, que se renovara parcialmente cada 2 años, debería configurarse un órgano de gobierno que se ocupara de la gestión cotidiana, un órgano que debería ser elegido por las Cortes y por el propio consejo de representación amplia; este órgano no debería tener más de 10 miembros que deberían elegir un presidente, que lo sería del órgano de gestión y del de representación. La gestión sería fiscalizada por el órgano de representación y, en último término, por el parlamento o por las cámaras autonómicas. Se trata de fiscalizar sus tareas de administración, de uso de medios, no las jurisdiccionales propias de cada juez.
Mejorar la técnica legislativa deplorable y frívola
Diseñada a grandes rasgos la administración y el gobierno de la justicia, no debería olvidarse la necesidad de mejorar la técnica legislativa, no deja de ser el instrumento básico con el que ha de trabajar el juez. La técnica legislativa es en general deplorable, frívolo, poco eficaz y poco preocupada por la eficacia; parece que dictar leyes o reales decretos funciona como varita mágica que ha de solucionar los problemas. No es así, muchas de las leyes aprobadas en los últimos años han empeorado el funcionamiento de los tribunales y han debilitado los derechos procesales y materiales de los ciudadanos; otras leyes, sin embargo, se han contentado con ser inocuas o no aplicarse jamás. Las leyes deberían elaborarse de otra manera, deberían ir acompañadas de las memorias económicas correspondientes y de planes de implantación de los medios necesarios para su desarrollo. Antes de dictarse una ley debería identificarse qué problema quiere resolverse y cuál es el modo más eficaz para hacerlo. Bastaría con que se marcaran los objetivos de la reforma, dejando a los tribunales ciertos márgenes para poder conseguir estos objetivos en caso de conflicto, fijar unas reglas mínimas similares a las de las directivas comunitarias y permitir que la concreción de esos objetivos pudiera abordarse de modo más flexible; tal vez de ese modo evitaríamos una legislación hecha con remiendos, con decretos aprobados a salto de mata y con reglamentos que sirven para desdibujar las normas que deben desarrollar.
No cabe duda de que estas medidas apuntadas aquí burdamente obligarían a cambios estructurales importantes, quienes abordaran las mismas deberían tener un respaldo político y social amplio, deberían tener además las ganas y el ímpetu para querer que cambien las cosas.
Mientras esperamos a que lleguen estos días de cambio habrá que contentarse con las buenas prácticas y los ajustes que eviten que en algunos casos se ahonde la brecha que existe entre la justicia y las necesidades reales de justicia en la calle. Tampoco podemos quedarnos parados a la espera de una revolución que no llega mientras aceptamos que cada uno en su área de actuación deje pudrir los asuntos.
¿Olvida la Justicia el factor humano?
27/02/2015
María Victoria Cinto Lapuente
Vocal del Consejo General del Poder Judicial, magistrada
Hay que reinventar la Justicia. Hay que reinventarla y cambiarla, pero hay que cambiarla a mejor. Y para ello hay que trabajar en dos planos: por una parte se debe conocer lo que no funciona, lo que crea insatisfacción, identificar los problemas que es preciso solucionar y las deficiencias estructurales que requieren un cambio, y por otra, se deben definir los horizontes, las metas y los objetivos concretos que se persiguen. En definitiva, la reinvención de la Justicia precisa una hoja de ruta innovadora sustentada en un amplio análisis de la situación que quiere modificarse a fin de alcanzar las mejoras previstas.
Hace décadas que se viene hablando de la necesaria modernización de la Justicia; se han elaborado planes sobre diversas materias por parte de los organismos competentes, se ha modificado un importante conglomerado de leyes, se han abordado asuntos tales como el lenguaje usado por los tribunales, la reordenación de la oficina judicial o la incorporación de las nuevas tecnologías, pero a pesar de ello resulta difícil evitar la sensación de escepticismo, desilusión y de objetivos no cumplidos porque la Justicia sigue siendo para la mayoría de la ciudadanía incomprensible, lenta, opaca, ineficaz, prepotente, distante, enrevesada y enigmática.
A pesar de valorar positivamente los cambios que se han venido haciendo, por ejemplo en materia de incorporación de nuevas tecnologías, todo acaba siendo fagocitado por “las formas de siempre” y resulta que el medio se convierte en el fin. La Administración de justicia se desentiende absolutamente de los ciudadanos y se enroca en sí misma, se piensa, se modifica, se transforma pero en todos estos movimientos se obvia a las personas destinatarias de la justicia. Así, introducimos medios tecnológicos para acortar los plazos de tramitación que es lo que esperan los ciudadanos, pero éstos no parecen acortar el proceso sino facilitar el trabajo de los funcionarios; modificamos la ley de procedimiento y da la impresión de que con ello se busca disminuir el trabajo de jueces y magistrados.
En definitiva las personas destinatarias de este servicio público quedan al margen de las decisiones de cambio, por ello no es de extrañar que la percepción que la ciudadanía tiene de la Justicia venga siendo mala desde que se realizan las encuestas del CIS. En la última el 48% de las personas consultadas dijeron que la justicia funciona mal (36,7%) o muy mal (11,3%), frente al 22% que opina que funciona bien (18%) o muy bien (4%).
Estamos, por lo tanto, ante el reto de dar un vuelco a estas estadísticas cambiando la Administración de Justicia para ofrecer a la ciudadanía un verdadero servicio público, atento con las personas, eficaz y cercano. Pero todo ésto no será posible sin una verdadera revolución de la Justicia, de la que, por otra parte, se puede decir que es la única Institución a la que no le ha llegado una verdadera reforma estructural en este tiempo de democracia.
Pero el caso es que esta reforma debe hacerse desde la prudencia y la reflexión, empezando por la forma de legislar y terminando por la forma de aplicar la norma. Los gobernantes de nuestro país son muy dados a anunciar a bombo y platillo medidas legales de aplicación inmediata para solucionar aquellos problemas que aparecen en los medios de comunicación y que no permiten ver con claridad otro horizonte o realidad. Una acción rápida, contundente, que demuestre que los distintos ejecutivos son ágiles, sensibles y atentos a las demandas sociales.
Fijémonos por poner un ejemplo en el cáncer de los desahucios. Nos situamos en el año 2012. Los medios de comunicación se hacen eco un día tras otro de los desalojos que se están produciendo por toda la geografía española como consecuencia de los impagos de las hipotecas a las que no se puede hacer frente debido a la crisis que nos azota. Familias desahuciadas, en la calle, con niños, familias que destrozadas relatan siempre la misma historia: se acabó el trabajo y la prestación por desempleo, con el subsidio no llega casi ni para comer y desde luego es impensable poder pagar la hipoteca que firmaron en circunstancias muy diferentes.
Ante esta situación, que no dejaré de calificar de emergencia nacional, el Gobierno toma rápidamente la iniciativa con firmeza y cierta grandilocuencia dictando dos Reales Decretos:
* En marzo dictó el Real Decreto-Ley de 6 de marzo, de medidas urgentes de protección de deudores hipotecarios sin recursos.
* El 16 de noviembre de 2012 se publica el Real Decreto-Ley 27/2012, de medidas urgentes para reforzar la protección de los deudores hipotecarios.
Pero ¿qué ha sucedido con estas normas? ¿Cuál ha sido su repercusión sobre las personas afectadas por este problema?
Está claro que esta forma de legislar, a golpe de decreto, en lugar de una acción parlamentaria urgente, de carácter integral, que actuase contra el problema del sobreendeudamiento hipotecario de manera valiente y eficaz, reformando normas procesales, eliminando o moderando clausulas hipotecarias, actuando con urgencia sobre la realidad con moratorias o suspensiones de procedimientos, decidiendo sobre la situación de las personas, ha provocado lo que, dos años más tarde, sigue estando de actualidad: los desahucios.
Esto viene a demostrar la ineficacia de estas normas, que no surten ningún efecto real o su efecto es tan ínfimo que no sirven para la realidad que intentan corregir.
Y este es uno de los mayores problemas a corregir: el cambio de la realidad jurídica sin que cambie la realidad social, el cambiar todo para que nada cambie.
Tenemos otros ejemplos más recientes y mucho menos conocidos puesto que son cambios operados dentro de la propia Administración de Justicia como el conocido por la Nueva Oficina Judicial. Tras un gran despliegue de medios, tiempo, grandes inversiones en instalaciones, tras un enorme trabajo de diseño y organización del personal, en aquellas jurisdicciones en las que la nueva oficina judicial está implantada, no se ha conseguido cambiar la realidad de la justicia, que sigue siendo lenta allí donde era lenta, opaca allí donde era opaca, e ineficaz en casi todas partes.
Y volviendo al título de esta reflexión, está claro que no son estos resultados lo que la sociedad demanda. Hace escasas fechas una protesta
de más de 8.000 juristas bombardearon durante todo un día una red social con decenas de imágenes en las que denunciaban la lentitud de la justicia y en la que mostraban providencias con juicios por despido señalados para 2019.
¿Hasta cuándo la sociedad puede seguir soportando este sistema? ¿Y hasta cuando lo puede seguir soportando la Justicia? Pretender que la ciudadanía y la sociedad en general va a seguir tolerando esta situación es no querer ver la realidad. Definitivamente es la hora del cambio, de la reinvención, de promover unos nuevos usos y maneras, de fijar los objetivos de una nueva gestión que acerque la justicia a las demandas de la sociedad, que sirva para resolver sus conflictos y crear un marco de convivencia asumible por todos.
En este sentido abogaría personalmente por
* Nueva forma de redacción de leyes (con una evaluación obligatoria e independiente que sirva para averiguar su eficacia)
* Diseño de la Justicia como servicio público y no como poder
* Asunción por el Consejo General del Poder Judicial de la mayor parte de las competencias en materia de justicia
* Formación en gestión
* Implantación obligatoria de las nuevas tecnologías y nuevos instrumentos para la introducción de elementos de competencia y eficacia
* Promoción de otras formas de resolución de conflictos
La empresa es enorme, ingentes serían las tareas para lograr el cambio. Pero no nos debe desanimar tal magnitud. Seamos prácticos y vayamos abordando sin dilación pequeños cambios, todos ellos en la misma dirección y sin perder de vista el horizonte que queremos conseguir.
La Justicia: ¿servicio público o poder constitucional? Ambas cosas.
25/02/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Me ha gustado mucho la intervención de María Victoria Cinto, Vocal del Consejo General del Poder Judicial: es valiente y dice las cosas claras. Sin embargo ha introducido una propuesta que, modestamente, deseo discutir para perfilarla y mejorarla.
Dice en efecto en su intervención que hay que diseñar la Justicia para que funcione «como servicio público y no como poder». Adviértase del riesgo que ello supone: una Justicia convertida en un órgano administrativo sin más, como los servicios sanitarios o educativos, no sería otra cosa que un apéndice del Gabinete, que dispondría de él a su antojo. ¡Sería el sueño de Maquiavelo y de la ‘razón de Estado’!
Creo firmemente que la Justicia debe ser un contrapoder del Ejecutivo, como lo es en la actualidad. Pero ello no desmerece la idea de que, al mismo tiempo, se refuerce su papel como Servicio Público, garante de los derechos y deberes de los ciudadanos. Es decir hay que reconocer que la Justicia no es simplemente un órgano administrativo, sino que posee una naturaleza institucional híbrida, mitad política y mitad administrativa. Se deduce también de ello que quienes acusan a algunos jueces de querer ser excesivamente protagonistas de la vida política, demuestran su ignorancia jurídica o su perfidia.
Sobre la justicia
24/02/2015
Mercedes García Arán
Catedrática de Derecho Penal de la UAB
Tomo el punto de partida de las muchas y –como siempre- lúcidas propuestas de Manuela Carmena sobre el servicio público de la Justicia, para aportar algunas reflexiones personales que no siempre consiguen superar el nivel de la duda.
Me refiero a la sugerente y, a mi juicio, indiscutible idea de que la justicia debe ser útil en la resolución de conflictos y, para ello, constituirse en instrumento de intercomunicación social. En efecto, es posible propiciar una transformación de la Justicia con mecanismos de actuación más horizontal, con participación de agentes sociales y alejada de los ritos que hoy la anquilosan. Pero, a partir de aquí, creo que la distinta naturaleza de los conflictos que llegan a la Administración de Justicia obliga a matizar, por ejemplo, según si se acude a ella o no de forma voluntaria, o según el grado de disponibilidad que los particulares tengan sobre el proceso. Así, el concurso de voluntades de los agentes sociales no puede verse igual en un pleito civil de reclamación de cantidad o de divorcio, que en un recurso contencioso administrativo contra una multa del Ayuntamiento ni, -a donde quería llegar-, en un proceso penal, donde el acusado no está por decisión propia, ni tampoco la víctima puede optar por otra forma de hacer justicia, porque la potestad punitiva es monopolio del Estado. Quiero decir con ello, que los márgenes de disponibilidad privada sobre la respuesta penal son –y, en mi opinión, deben seguir siendo-, mucho más estrechos que en otro tipo de conflictos.
Por otra parte, en materia penal, combinar la utilidad de la justicia con la participación o la satisfacción social, plantea dificultades específicas y puede ser la cuadratura del círculo si no tenemos claras algunas cosas. No planteo la eterna tensión entre penas retributivas y penas útiles que –con mejor o peor fortuna-, los teóricos mantienen sometida a una saludable discusión. Lo que me preocupa es debatir “para qué” o “para quién” debe ser útil ese castigo estatal que llamamos pena. Porque la utilidad social no puede anular todos los derechos del justiciable y ello suele ir en dirección contraria de lo que resulta “útil” para la percepción de las víctimas de los delitos y otros agentes sociales.
Por ejemplo: respuestas que se han demostrado útiles para la reinserción social de los condenados a penas de prisión como el régimen abierto o la libertad condicional, son habitualmente denunciadas como intolerables renuncias al castigo. Estos días, se publica una encuesta de Metroscopia según la cual el 67% de los españoles avala la cadena perpetua. No puedo detenerme en el debate, pero junto a los que la consideramos una pena inhumana e inútil, muchos ciudadanos la defienden como útil para segregar definitivamente a determinados delincuentes y, especialmente, para dar satisfacción a las víctimas.
Con ello sólo apunto algo ya sabido: la utilidad social de la justicia penal en la regulación de la convivencia cuenta con el límite de la dignidad humana que, entre otras cosas, debería impedir su utilización demagógica. Pero la incomprensión popular hacia la limitación de la intervención penal no obedece a que los ciudadanos sean obtusos o a que una supuesta élite inteligente se lo explica mal, sino a que la respuesta frente al delito afecta a sentimientos que están en lo más íntimo del ser humano, como la necesidad de ver compensado el mal que se ha padecido e incluso el sentimiento de venganza. Por eso, creo que en un deseable monopolio público de la potestad de castigar, el Estado debe mantener una posición imparcial y racionalizadora que, casi por definición, será mal o poco entendida por las víctimas, inevitable y comprensiblemente parciales. Y que defender la utilidad social de las penas en una regulación racional de la convivencia significa rechazar respuestas percibidas socialmente como las únicas justas, pero que son inútiles.
Ello afecta tanto a la elaboración de las leyes como al mismo desarrollo del proceso penal. En la elaboración de las leyes, como dice Manuela Carmena, hay que evaluar rigurosamente las necesidades y los efectos esperables, elemental precaución hoy ignota en la legislación penal. Demandas mediáticas no evaluadas seriamente, se convierten en “demandas sociales” en las Exposiciones de Motivos de las leyes represivas. Me remito a la de la Ley Orgánica 8/2006 que modificó en sentido represivo la Ley de Responsabilidad Penal del Menor, una ley útil pero incomprendida socialmente nacida sólo seis años antes.
Por último, la intercomunicación social orientada a la utilidad desemboca en las propuestas de mediación que, en lo que se me alcanza, se concibe como un proceso transaccional entre autor y víctima, con intervención de un tercero imparcial, buscando una salida más o menos formal al desarrollo del proceso. No oculto mis reticencias frente a la mediación penal, pero ya es imparable: está en textos de la UE, en el derecho comparado y cuenta con experiencias en España, por lo que ya no se trata de aceptarla o rechazarla en bloque, sino de plantear algunos problemas que convendría evitar.
Así, la mediación no puede derivar en la pura transacción cuasi comercial presidida sólo por la utilidad de obtener “alguna” condena o una indemnización que sólo algunos pueden pagar. Ejemplos hay en el modelo norteamericano y también en la conformidad con la petición del Fiscal que en España ha llevado a soluciones sorprendentes en delitos económicos. Ahora que empezamos a actuar frente a la delincuencia de “cuello blanco”, probablemente debamos revisar algunos conceptos que manejábamos pensando sólo en la pequeña delincuencia contra la propiedad. Y la mediación entre el autor –frecuentemente, poderoso- y víctima es más que problemática en delitos que, como los económicos, atentan contra intereses colectivos que no tienen una víctima individual, sino que nos afectan a todos, sin que en ese “todos” exista una valoración común e indiscutible con la que mediar. Pero todo ello plantea otras muchas cuestiones que merecen otro debate.
¿Se puede cambiar esta Justicia, desenganchada y olvidada, que los ciudadanos no se merecen? Claro que se puede
19/02/2015
Carlos Carnicer
Presidente del Consejo General de la Abogacía Española
Se ha dicho en demasiadas ocasiones que nuestra Justicia quedó desenganchada del último vagón de la transición hacia la democracia; que ni siquiera tiene ya abogados que la defiendan. Desenganchada y, también, olvidada porque durante mucho tiempo, los políticos han pensado que la Justicia ni daba ni quitaba votos. Existen tensiones entre los poderes concurrentes en la Administración de Justicia que generan, como poco, posiciones encontradas cuya falta de acuerdos paraliza o, al menos, retrasa las decisiones necesarias para acceder a un servicio público eficiente que además, como todos los esenciales, debería ser gratuito en su esencia porque persigue nada menos que la paz social. Aún más nocivas suelen ser las tensiones producidas por el rodillo de la mayoría absoluta.
Pero el poder político quiere controlar la Administración de Justicia y a los jueces porque teme una Justicia realmente independiente, eficiente y en libertad, y no acomete las reformas imprescindibles.
El Consejo General del Poder Judicial, que es un organismo mediatizado por los políticos que eligen a sus miembros, dice que quiere una autonomía plena de quienes les han nombrado, pero su dependencia en origen la hace imposible y, por tanto, no hay un verdadero órgano de gobierno y administración de la Justicia de los jueces que pueda dar respuestas a los problemas reales.
El poder económico -me refiero especialmente al que juega en los límites del derecho- está encantado de que la Justicia no sea ágil ni rápida ni previsible porque esa lentitud y esa imprevisibilidad garantizan que aunque alguna vez haya sentencia, lo que nunca habrá será justicia.
Los jueces, los fiscales, los secretarios judiciales, los funcionarios trabajan, cobran y dependen de diferentes Administraciones con distintas reglas de juego.
Los jueces, los fiscales y los abogados, que son los tres pilares básicos del Derecho de Defensa, tienen una diferente formación que dificulta la igualdad de armas y perjudica a los ciudadanos.
La Justicia ha sido la hermana pobre, la “cenicienta” de los Presupuestos Generales del Estado desde hace cuarenta años y eso permite que tengamos menos jueces de los necesarios, que muchos juzgados estén en una situación lamentable, que existan todavía los legajos sucios y amarillentos y que, casi siempre con información sensible de los ciudadanos, estén almacenados en lavabos o en trasteros, sin orden ni control. O que no existan los medios personales y materiales que son indispensables en estos momentos.
La modernización tecnológica que se ha hecho en la Administración Tributaria o en la Seguridad Social no sólo no ha llegado -ni se la espera- a la Administración de Justicia, sino que permite la coexistencia de dieciocho sistemas informáticos incapaces de comunicarse entre sí, lo que afecta a la seguridad jurídica de todos los ciudadanos y ofende al sentido común. Juzgados sin wifi, sin ordenadores, sin sistemas informáticos modernos o que siguen utilizando el correo postal para enviar documentos a otros juzgados que están a una manzana de distancia, son la norma en nuestra Justicia.
La informatización documental que se ha hecho en algunos órganos jurisdiccionales ha costado millones de euros y no funciona, me temo, en ninguno. La Nueva Oficina Judicial, aprobada en 2003 se ha hecho vieja sin que haya llegado a implantarse todavía. La seguimos llamando “nueva”, pero ya no sirve.
Y, lo que es, si cabe, peor, la Justicia española se construye sobre datos, los del Consejo General del Poder Judicial, que no son fiables. Y se sabe. A pesar de lo cual, año tras año, en el acto solemne de apertura de los Tribunales se nos viene diciendo erróneamente que los “asuntos judiciales” son, ahora, más de ocho millones, y hace poco más de un año, nueve millones. El propio presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo lo ha reconocido ante el Congreso y éste ha instado al órgano de administración de los jueces a modificar esas cifras. De momento, sin resultado alguno. Tras intentar la corrección mediante el diálogo, inútilmente, el Consejo General de la Abogacía Española encomendó a un equipo de la Universidad Autónoma de Madrid un informe cuyo resultado final indica que los casos reales, con verdadera carga judicial, son apenas una tercera parte de los “oficiales”. Sobre esos datos nada fiables se están tomando decisiones que han acabado siendo leyes que se aplican y que perjudican a los ciudadanos, manifiestamente
En esa situación, ¿alguien cree que es posible arreglar la Justicia con parches, sin un Pacto de Estado que algunos venimos pidiendo desde hace décadas?
¿Tiene sentido que en el año 2002 se firmase por unanimidad de todos los grupos parlamentarios la “Carta de los Derechos de los ciudadanos ante la Justicia” y todavía no haya alcanzado categoría de ley?
¿Tiene sentido que el único expediente electrónico que funciona de verdad en la Justicia sea el de Justicia Gratuita, aplicación pagada por la Abogacía Española para reducir las tramitaciones en más de dos meses y para evitar al ciudadano y a las Administraciones Públicas largos trámites en mostrador?
¿Tiene sentido que, como reconoció en su día el fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, “falta un estudio de auditoría de campo, un claro desglose de los costes y legislar sin tener claros varios indicadores puede denunciar riesgos”, y no pase nada?
¿Tiene sentido que se pongan trabas llamadas “tasas”, al derecho fundamental de los ciudadanos de acceder a la Justicia en lugar de poner soluciones a los problemas que hacen que la Justicia sea ineficiente?
Las debilidades del sistema judicial español son muchas y muy profundas pero podemos resumirlas en una crisis de gobernanza, una pérdida de confianza de los justiciables y una carencia absoluta de capacidad de gestión de los medios humanos y materiales, a lo que habría de añadirse un inadecuado proceso de producción legislativa.
En la Administración de Justicia unas veces mandan demasiados y otras veces uno solo, que viene siendo el mismo. Normalmente es el Consejo General del Poder Judicial, el Ministerio de Justicia y la Fiscalía General del Estado, al menos en apariencia, porque también están las autonomías con competencia plena en materia de Justicia. Si, como en el momento presente, un solo partido sustenta el Gobierno central con mayoría parlamentaria absoluta puede asumir, cuando le plazca, todo el poder. En este contexto es en el que hay que explicar las palabras de Eduardo Torres Dulce: “no hay un verdadero interés por reformar la Justicia”. En similares términos, muchos hemos venido denunciando la pasividad con que nuestros gobernantes y políticos en general menosprecian los problemas. O la escasa, por no decir nula, sensibilidad de todos los grupos políticos, para con la Justicia y, sobre todo, para con los justiciables.
Hay una inflación innecesaria de leyes en muchos casos precipitadas, que se convierten en inaplicables al poco tiempo de su entrada en vigor o, incluso, no llegan a entrar en vigor o son derogadas tras el cambio de gobierno.
Los ciudadanos no necesitan muchas leyes sino buenas leyes. No debería haber ninguna ley que no se hiciera sin, previamente, haber escuchado a los agentes sociales o jurídicos directamente afectados, que no se acompañara de una Memoria económica y de otra de Impacto normativo. Y todas las leyes deberían ser revisadas al año, a los dos años, o a los cinco años de su implantación, por alguna institución o colectivo independiente, para comprobar si su aplicación ha solucionado los problemas que preveía, si sigue siendo necesaria y eficaz o si, por el contrario, ha creado nuevos problemas sin solucionar ninguno.
¿Están capacitados nuestros jueces para gestionar esta inmensa maquinaria que llamamos Administración de Justicia partiendo de la base de que no han recibido ninguna formación en este sentido? Yo creo que no y que, seguramente, debería haber otros profesionales que asumieran partes de la tarea, lo mismo que ha sucedido en otras Administraciones Públicas.
Las expresivas y dolorosas denuncias de quienes se han visto defraudados por un servicio público que no responde ni de lejos a sus finalidades constitucionales y que parece hostigar a cuantos pretenden acercarse a sus aledaños denotan el fracaso de nuestra Justicia.
Por todo ello, la Administración de Justicia necesita urgentemente un cambio profundo. Es necesario recordar que la Justicia es una de las piezas claves del Estado de Derecho, y que sin Justicia no existe éste. Y, aunque la Justicia no esté entre las prioridades de los políticos, el Gobierno y los partidos políticos deben ser conscientes de que los ciudadanos están tomando conciencia de que –además de la sanidad y la educación- la Justicia es un elemento vertebral de la democracia.
Eso, en los grandes asuntos. Pero la Justicia debe librarse, también, de todas sus debilidades, muchas, y haría bien en presentarse a los justiciables con más corrección.
Si existe un documento formalmente antiguo e inadecuado en nuestras Administraciones Públicas ese es la citación judicial. Un documento totalmente incomprensible para el español medio e intolerablemente amenazante para quien es llamado a colaborar con la Administración de Justicia. La citación es muchas veces el primer acto de la Justicia al que asiste el ciudadano que es llamado a colaborar con ella. Y la mala imagen que tiene la Justicia entre los ciudadanos podría evitarse si, simplemente, se tratara a los ciudadanos con el respeto que merecen.
También se deberían suprimir muchos documentos y trámites inútiles –entre ellos el poder general para pleitos que expiden los notarios –previo pago de su actuación profesional, claro, y que es absolutamente innecesario-, introduciendo de una vez por todas la comunicación verbal y la telemática.
Hay que acabar con ese viejo tópico de que los procesos se retrasan porque los abogados los dilatan innecesariamente. No sólo no es verdad, sino que es imposible. Solo la Ley establece los recursos admisibles y el plazo para su formulación, siempre breve generalmente, entre tres y diez días. Si el abogado deja transcurrir el plazo, inexcusablemente, verá inadmitido su recurso con los efectos pertinentes en la responsabilidad y personal del letrado. Los plazos para los abogados se cumplen “en todo caso” por los abogados. Esa regla no se aplica igual al juez.
Las citaciones judiciales se hacen, en general, sin ningún rigor, citando a demandante, acusado, testigos y peritos sabiendo que no es posible cumplir el horario fijado y provocando graves retrasos y perjuicios a todos ellos. Los millones de horas que perdemos inútilmente en esperas en los juzgados, o en suspensiones por incomparecencias, ya sean de parte en el juicio o de los testigos, y peritos, aunque no se contabilizan, son un factor más del coste inútil y evitable de la Justicia.
Y, lo que es peor, se están señalando juicios ¡para 2019! -como ha denunciado recientemente la Brigada Tuitera y sin más explicación que la manida “dada la acumulación de trabajo que pesa sobre este juzgado”.
La falta de respeto a la dignidad de los ciudadanos en todos estos aspectos, la desconsideración hacia el valor del tiempo que pierden innecesariamente, la escasa sensibilidad social que impide que se entiendan las sentencias –y no sólo hablo del perverso lenguaje jurídico- o esos incomprensibles retrasos en unos juzgados mientras otros resuelven adecuadamente, deberían ser inmediatamente corregidos.
Son sólo algunos ejemplos de situaciones que se podrían resolver bien sin necesidad de gastar mucho dinero. O ahorrándolo. La Justicia necesita más inversiones, más presupuesto, más medios materiales y personales para ser eficiente Se ha dicho demasiadas veces. Pero, sobre todo, necesita una organización que esté al servicio de los ciudadanos y no de los políticos o incluso sólo de los jueces. Hace falta la voluntad política que conduzca hacia un Pacto de Estado. Se puede, ¡claro que se puede!
Sobre la independencia de la Justicia
16/02/2015
Carlos Javier Bugallo Salomón
Licenciado en Geografía e Historia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía.
Adjunto remito un pequeño texto que por razones de espacio debo enviar como archivo aparte. Sin ser yo mismo jurista, e interesado desde hace tiempo como ciudadano y como científico social por los temas relacionados con el Derecho, hago unas reflexiones para incitar la discusión y abrir las perspectivas del Debate.
Reinventar la justicia
13/02/2015
Joan Baucells Lladós
Profesor titular de derecho penal en la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro de la Junta del Grupo de Estudios de Política Criminal.
Coincido en la oportunidad y la necesidad de “reinventar la justicia”, si la utilizamos en los términos que lo hace Manuela Carmena. Es decir, como “el servicio público que precisa la gran mayoría de ciudadanos para resolver sus litigios, basados en los derechos y obligaciones, tanto entre sí como entre ellos y el Estado”. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la actual crisis económica y política ha agudizado más el debate sobre este servicio público –piénsese, por ejemplo, en la introducción de tasas judiciales- y si consideramos que se trata de un ámbito, el judicial, profundamente conservador, sin demasiada predisposición a los cambios.
El texto es ambicioso en su objeto y muy sugerente en las propuestas por lo que se hace difícil responder a todas ellas. Por lógicas razones de espacio me limitaré a pronunciarme exclusivamente sobre un aspecto que considero principal y que la propia ponente también reconoce fundamental al afirmar que “la justicia empieza por una manera diferente de entender las leyes”. Es decir, la actividad legislativa o el modo cómo se hacen las leyes. Y la califico de principal o central porque en un Estado que se pretenda de derecho cualquier reinvención de la justicia deberá hacerse a través de la actividad legislativa. Pero central también porque pese a ese rol fundamental, desde la codificación, no se ha prestado demasiada atención a la denominada “técnica legislativa”. La razón quizás resida en que los juristas se han centrado más en los problemas de la aplicación judicial del derecho que a los procesos de elaboración del mismo.
Sin embargo, en los últimos tiempos han empezado a publicarse trabajos muy sólidos profundizando en la cuestión. Y no sólo en el ámbito internacional, sino también entre nosotros [ATIENZA, 1997]. Algunos de ellos, como veremos más adelante, incluso se han centrado en la técnica legislativa penal. En realidad, la ponencia se centra fundamentalmente en este ámbito del derecho. En parte, por ser el que conoce mejor su autora por su condición de ex juez de vigilancia penitenciaria pero, sobre todo, porque es en este ámbito del derecho donde es más necesario que las leyes –en palabras de Carmena- sean “hechas de otra manera”. En otras palabras, la necesidad de orientar la atención al legislador penal es especialmente urgente, más que en cualquier otra rama del derecho. Ante todo, porque la ley penal ha venido a desarrollar funciones sociales significativamente distintas a las tradicionales, asumiendo el papel de código moral de la sociedad o persiguiendo finalidades simbólicas. Pero también, entre otras muchas razones, porque se ha visto muy condicionada, más que otros ámbitos del derecho, por el tratamiento mediático de las cuestiones penales.
Los grupos de presión
Pese a la complejidad del tema voy a centrarme, por razones de espacio, sólo en los dos puntos abordados por la autora. En primer lugar, haría referencia a la mejora de la participación de los ciudadanos en el contenido de las reformas legislativas. Se reivindica, con razón, que “el parlamento tiene que abrirse. Tiene que ser crisol del debate sobre el diagnóstico y la solución normativa de aquellos problemas que a los ciudadanos les inquieten”. Solventes trabajos de investigación científica han demostrado la influencia determinante de los grupos de presión, especialmente de las víctimas y de los medios de comunicación en las reformas penales [BOTELLA-GARCÍA ARÁN, 2008]. Coincido, por tanto, en la necesidad de mejorar los mecanismos de participación ciudadana en todos los ámbitos. Y, por supuesto, también en materia legislativa. La experiencia reciente de la presentación de la Iniciativa legislativa popular por parte de la PAH con más de 2 millones de firmas para exigir la modificación de la legislación hipotecaria y la consiguiente ignorancia por parte de un parlamento con mayorías absolutas demuestra los límites del vigente modelo de representación. Sin embargo, ¿sentiríamos lo mismo ante una iniciativa que planteara la introducción de la prisión permanente revisable? Simplemente centrarse en mejorar las leyes para que su elaboración sea más participativa es una propuesta inexacta o incompleta. Podemos tener leyes muy consensuadas, fruto de una perfecta participación ciudadana y, sin embargo, ser irracionales.
Decisión racional
Y creo que, más allá de mejorar los mecanismos de participación ciudadana en la elaboración de leyes, ese es el principal y el más difícil de los retos: conseguir un modelo de legislación que, entendiendo a ésta como un proceso de decisión, la aproxime lo más posible a la “teoría de la decisión racional”. Es decir, de una decisión susceptible de obtener amplios acuerdos sociales por su adecuación a la realidad social en la que se formula. La elaboración de las leyes penales en la actualidad está tan alejada de ser una decisión adecuada a la realidad social y criminológica que estaríamos prácticamente reivindicando un regreso a las bases racionalistas de la Ilustración.
Ya existen propuestas que pueden constituirse como una base sólida para reinventar esta nueva forma de legislar en materia penal. Por ejemplo, DIEZ RIPOLLÉS [2003] identifica una racionalidad legislativa estructurada en cinco niveles, un primer nivel justificador (la racionalidad ética) y los cuatro siguientes instrumentales (la racionalidad lingüística, jurídico-formal, pragmática y teleológica). Estas cinco racionalidades estarían a la vez afectadas por una dimensión transversal, la eficiencia.
No podemos ni queremos entrar en este momento a desarrollar las implicaciones de esta teoría pero si merece la pena dar la razón a la ponencia, destacando como la reforma penal que justamente se está tramitando en el Parlamento no respeta todos estos niveles de racionalidad. Por razones de espacio quisiera centrarme en sólo un nivel de racionalidad, la eficiencia, y en un ejemplo, el pacto contra el terrorismo yihadista. Esta consiste en líneas generales en que la norma se aplique y pueda conseguir los objetivos racionales propuestos y, lamentablemente, es opuesta a la tendencia actual de atribuirle funciones exclusivamente simbólicas. Es decir, a prescindir de la finalidad de protección de bienes jurídicos a través de la prevención para desarrollar funciones exclusivas de desvaloración de conductas o reforzamiento de mensajes propagandísticos. A ello se refiere la ponencia cuando afirma que “hoy día la elaboración de las leyes es sobre todo un instrumento de comunicación del que se sirven los gobiernos para conseguir aceptación del electorado”. En efecto, la reforma penal contra el terrorismo yihadista aprobado por el PP y el PSOE, supone una legislación en caliente, sin ningún tipo de reflexión ni jurídica ni criminológica, que tipifica conductas ya castigadas por el código penal vigente desde hace lustros y que tendrá un nulo impacto preventivo ante sujetos dispuestos al martirio. En definitiva, puede concluirse que sirve exclusivamente para intentar demostrar que se hace algo, desviando la atención sobre los instrumentos que pueden ser realmente útiles como las mejoras socio-económicas en los barrios, la colaboración internacional, la mejora de la inteligencia y el cambio en la política internacional.
Observatorio Económico y Social de la Justicia
Alcanzado este punto, me permite referirme a la segunda de las cuestiones de la ponencia que quería abordar. No pueden conseguirse los objetivos propuestos si, como dice su autora, no se estudia y analiza la realidad social, en la que se quiere aplicar la norma y si, en segundo lugar, no se hace ningún estudio evaluativo de los resultados obtenidos. Ninguna de las reformas penales de los últimos tiempos viene acompañada de un capítulo económico para su implementación ni, por supuesto, viene acompañada de ningún mecanismo de evaluación de su éxito. En ese sentido hay que celebrar la reciente creación del Observatorio Económico y Social de la Justicia en la Facultad de derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona entre cuyos objetivos está, precisamente, el análisis de las repercusiones económicas y sociales de las reformas legislativas.
Para finalizar, quisiera apuntar una última reflexión no apuntada en la ponencia, pero que creo que compartiríamos con la autora: por supuesto, no podremos avanzar en la mejora de la elaboración de las leyes si no se reinventan también los mecanismos de control de estos niveles de racionalidad. Cuando uno lee sus sentencias, tiene la impresión que el control de las leyes penales por el Tribunal constitucional no ha hecho más que empezar, y que aún está pendiente de elaboración una teoría suficientemente comprensiva de sus contenidos y de sus límites.
ATIENZA,M. [1997] Contribución a una teoría de la legislación, Civitas.
BOTELLA,J. – GARCÍA ARÁN,M. [2008] Malas noticias. Medios de comunicación, política criminal y garantías penales en España, Tirant lo Blanch.
DÍEZ RIPOLLÉS,J.L. [2003] La racionalidad de las leyes penales, Trotta.
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