¿El ocio o el negocio? No hace falta estar bajo la influencia de Paul Lafargue para hacerse esa pregunta. En tiempos de peste se habla siempre mucho sobre el dilema de si debe preservarse la salud a base de otium o si debe preservarse la economía gracias al nec-otium. En ocasiones como las actuales, el otium preserva la vida y el nec-otium supone su negación, y en una sociedad que cuenta treinta mil muertos a causa de la pandemia, tendría que estar ya claro que las vidas de las personas deben interesar más que la preservación de unos cuantos negocios, empleos, o márgenes de explotación de un puñado de empresarios grandes o pequeños.
Con solidaridad, la acción política puede reconstruir los negocios y los empleos destruidos; las vidas que se pierden, en cambio, no pueden ser restituidas por ninguna clase de acción humana, política, médica, o lo que sea. Con todo, parece ser que algunos no quieren darse cuenta. Nos habíamos propuesto un plan de desescalada gradual, asimétrico y sin fechas, con un calendario que reflejase la evolución de cada territorio, pero las presiones del lobby empresarial sobre el gobierno no se han hecho esperar: se acabó la asimetría, y ya hay fechas para el regreso de casi todo. Como decía hace unos días un ex-ministro socialista: “a finales de junio, todos a la playa, y en julio los turistas extranjeros”. Spain is different.
Dos Modelos de Administración de la Crisis.
Tan creativa en los años treinta a la hora de buscar soluciones a la Gran Depresión, Suecia da hoy muestras de estar en manos de un puñado de chicos que se creen más listos que nadie pero hace tiempo que han perdido el rumbo. Aunque no hay comunidad desprovista de alguna clase de aparato inmunitario, no entienden que nada hay menos inmune que una comunidad de seres vivos. No hay enfoque más individualista y necio que el de la inmunidad de rebaño. La vida es sólo posible, pero no necesaria, de modo que todo cuanto vive debe siempre algo a alguien, pues sólo la muerte de los vivos o la muerte social (el aislamiento y la supresión del prójimo) garantizan la plena inmunidad.
De sobra conocido por todas las viejas naciones de Europa, el dilema entre salud y comercio lo ha planteado en estos días con extrema claridad el periodista italiano Roberto Buffagni. Me hago eco de su argumento con el fin de emplearlo después para sustentar el mío. Buffagni alude a dos modelos de gestión. El primer modelo no requiere medidas de restricción de las libertades, y no combate el contagio, sino que lo confía todo a la curación de cada uno de los infectados. Es el camino tomado por Brasil, Estados Unidos, Suecia y, al menos hasta el cambio de rumbo, el Reino Unido. El otro modelo implica el empleo de severas medidas de restricción de las libertades, y busca combatir el contagio con dispositivos de emergencia y aislamiento que normalmente requieren la suspensión de algunos derechos de la población. Es el camino emprendido por China, Corea del Sur, Italia o España. A mí juicio Francia y Alemania han vivido esta pandemia con un pie puesto en cada modelo.
Optar por el primer modelo significa dar prioridad a la ventana de oportunidad inmediata, eligiendo de forma consciente el sacrificio de una parte de la propia población, cuya cuota dependerá de la velocidad de propagación del virus, de la capacidad de respuesta de sistema sanitario del país, o de la composición demográfica de la población. Se trata de una estrategia basada en el cálculo de costes y beneficios que busca evitar los costes económicos devastadores de la estrategia alternativa. El peaje del modelo es una cuota de población de antemano condenada por ser enfermos o ancianos pero que, al estar fuera de la estructura productiva de la sociedad, no sólo no comprometen el funcionamiento de la economía, sino que lo favorecen (por ejemplo, aliviando costes sociales en asistencia sanitaria y pensiones, o alimentando el proceso de transmisión inter-generacional de la propiedad al poner los activos en manos de jóvenes más propensos al consumo y a la inversión).
El triage bélico de masas busca mejorar la relación de fuerzas de los países que lo adoptan frente a sus competidores que, si han optado por el otro modelo, tendrán que descontar altísimos costes económicos. Sólo mediante una fuerte dirección política, una concepción despiadada del interés nacional, y una fuerte disciplina social, puede abrirse paso el modelo de guerra encubierta basado en la promesa de sangre, sudor y lágrimas que considera que los competidores son en realidad enemigos.
Por otro lado, es posible que no haya un enfoque más comunitario que el que busca proteger a cada individuo de la amenaza de la enfermedad. Aunque para ello haya que suprimir —precisamente— las relaciones de comunidad, el segundo modelo adopta un enfoque comunitario, basado en el respeto por las generaciones precedentes, y de largo plazo, privilegiando la cohesión social sobre los costes de corto y medio plazo derivados de la renuncia a aprovecharse de las dificultades de los adversarios. Desde luego, habrá campeones de la libertad que sigan creyendo que quienes proponían cilicios y flagelos contra la peste en nuestro pasado preindustrial eran los mismos que promovían los confinamientos y los encierros, pero la experiencia del mundo pre-moderno muestra que, en cuanto llegaba la peste, los de los cilicios y los flagelos se oponían a las medidas de distanciamiento social que eran, ayer igual que hoy, las únicas que funcionaban. Por eso el segundo modelo sólo funciona sobre la base de un sentido profundamente comunitario del civismo, claramente contrapuesto tanto a la noción cristiana de persona como a la noción liberal de individuo.
Pues bien, conforme la pandemia ha ido progresando, ambos modelos han mostrado también sus contornos con cada vez mayor claridad. Con cien mil muertos encima de la mesa, la administración Trump, que rehusó poner en vigor la Defense Production Act para proteger a la población de la pandemia, no ha dudado en invocar una ley contrainsurgente de 1807 para declarar la ley marcial y poder emplear al ejército para sofocar las protestas anti-racistas en las calles de decenas de ciudades. En España, se han visto en el conflicto aflorado entre una administración central que, presionada por la derecha económica, vaciló al principio sobre si la adopción del segundo modelo era lo más prudente, pero que, una vez adoptado, se ha encontrado frente a la oposición de ciertos gobiernos regionales que se hacían eco de los intereses de corto plazo de la derecha económica. Ni la decisión —correcta— del inepto gobierno de la región de Madrid de suspender la docencia presencial en el mes de marzo acalló a la caverna empresarial que vociferaba por volver cuanto antes al trabajo, ni los planes de “desescalada” del gobierno central que ha decretado el estado de alarma han silenciado a los que pensamos que es mejor ir despacio que deprisa, aunque algunos empresarios tengan que dejar de ganar. La amenaza del conflicto proviene ahora de los sectores que quieren seguir siendo prósperos aunque la patria esté en peligro de muerte, antes que ser algo más pobres en una patria superviviente y, tal vez, próspera de nuevo en el futuro.
La Tentación del Gobierno Fuerte.
“No puedes ir a enterrar a los tuyos, pero tu empresario puede obligarte a ir a trabajar”— leíamos hace poco quejarse a un activista en las redes sociales. Incluso si ir a trabajar no es seguro. Bien, pues para eso ha venido el estado de alarma: para que los empresarios, siempre partidarios de que todos menos ellos trabajen, no puedan hacerlo. El estado debe garantizar la vida, porque cuando la vida no está garantizada es la legitimación del estado y la obediencia/consenso de los ciudadanos lo que está en peligro.
Con un parlamento que funciona a medio gas y un gobierno con poderes ampliados bajo el artículo 116, que adopta medidas de auto-abastecimiento, bienestar e investigación que los gobiernos anteriores deberían haber adoptado hace tiempo, no puede dejar de impresionar el sinsentido de que en España sea un gobierno de izquierda el que ha impuesto el estado de alarma, y el lobby empresarial apoyado por partidos de ultraderecha —el PP y su periferia— sea el que conspira para acabar con el estado de alarma y hacer caer al gobierno. Siempre habíamos creído que los defensores de los milicos con gafas oscuras secuestrando ciudadanos inocentes y dando culatazos a los izquierdistas en medio del estado de sitio eran precisamente los de las banderas monárquicas. Pero el mundo ha cambiado: los de las banderas monárquicas de hoy siguen siendo muy de derechas, pero ahora se han hecho partidarios del libre mercado. Son liberales, pero sólo en lo económico, y la retórica de la libertad quiere decir libertad para hacer negocios.
No nos engañemos. Aunque el mundo ha cambiado, y los golpes de estado ya no los perpetran militares ultraderechistas con gafas oscuras, sino brokers y especuladores a golpe de teclado, es la historia de siempre. Para los que en estos días salen a la calle demandando al gobierno la devolución de sus libertades constitucionales, el virus no es el problema. El problema son los pobres. ¡Es peligroso ser pobre, amigo! cuando te dejan suelto, propagas la enfermedad, y cuando se te protege para que dejes de contagiar, entonces le sales muy caro al erario público. Y claro, la derecha económica no está aquí para pagar impuestos, sino para ganar dinero. De ahí la obsesiva fijación de los empresarios por poner a trabajar a todos cuantos no puedan sostenerse con sus propias rentas. Por eso Duterte ordena que se dispare a matar sobre los pobres en Filipinas, Viktor Orbán cierra el parlamento de Budapest para que nadie le pueda preguntar por lo que está haciendo con ellos y, en España, una legión de periodistas a sueldo de las mafias empresariales se esfuerzan por hacer caer al gobierno más social de Europa, por el medio que sea.
Aunque tampoco es que los jefes de los de las cornetas hayan dado más muestras de probidad. Nuestros antiguos lo sabían mejor que nadie: la mayor parte de las veces, la ciudad no se defiende porque esté unida; lo normal es que si está unida es porque tiene que defenderse. Todo político, es verdad, sueña con ponerse al frente de una nación bajo asedio. Es el estado óptimo para asegurarse una posición de liderazgo, pero esa ley elemental que todo meneur des foules conoce no nos debería conducir, desde luego, a empezar a «matar virus a cañonazos». Una crisis sanitaria ni es ni debe ser la continuación de la guerra por otros medios. Aquí, en España, de un ejército que en 400 años no ha ganado ni una sola guerra —excepto las que ha librado contra su propio pueblo— sólo nos sirven los soldados que limpian con una escoba, no los que están subidos en un Eurofighter. A muchos ciudadanos incluso nos molesta esa retórica cuartelera y chulesca que quiere que todos los días sean lunes, que todos los ciudadanos seamos soldados, o que ha obligado a los pacientes en el complejo de IFEMA a escuchar el himno monárquico dos veces al día. Nos molesta porque sabemos que la vida civil no es sólo lo contrario de la vida militar, sino que lo civil es también lo contrario de lo incivil. Nosotros, los apestados, no necesitamos de más policías o generales, sino de más enfermeras.
De modo que ni los de “libertad para mí, contagio para todos los demás” ni los de las cornetas que sueñan con convertir a todos los ciudadanos en soldados son un ejemplo de civismo democrático. Con todo, habrá que reconocer que no son los de las cornetas la principal amenaza que se cierne ahora sobre nosotros. Ahora que el mundo que teníamos se nos ha roto y la maquinaria global del capitalismo se agrieta es previsible que los capitalistas tengan miedo y quieran gobiernos “fuertes”. Ahí nos damos cuenta de que los opositores al régimen de depredación capitalista sólo ganamos —cuando lo ganamos— el gobierno, pero nunca ganamos el poder. En España, digámoslo de una vez, el poder continúa invariablemente en manos del mismo estado terrorista, negacionista y corrupto, manejado por esa mafia inmobiliaria y mediático-financiera al servicio de una oligarquía nacionalista, analfabeta y violenta, que no dudará en sacrificar la paz social por sus márgenes de explotación o incluso en alimentar la guerra de exterminio contra su propio pueblo desde el mismo momento en que vean sus privilegios amenazados. Ahora, bajo el estado de alarma, es igual: preferirán la economía a la salud, preferirán la muerte de miles a la supervivencia de los sectores menos productivos de la sociedad si con ello pueden salvar sus negocios. Preferirán la necropolítica a la protección de la vida.
Dos Modelos de Excepcionalidad, o Provea el Cónsul a que la República no Sufra Daño.
Reconocida la necesidad de las medidas de aislamiento social, el sentido de la ecuanimidad exige reconocer también los riesgos que corremos. No es posible negar la existencia de una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. Viene de muy atrás. En sus comentarios a Tito Livio (I: 34), Maquiavelo aseguraba que nunca será perfecta la república que con sus leyes no ha previsto todo y que a cada accidente no ha puesto de antemano el remedio y dado el modo de gobernarlo. Por consiguiente —sentencia el filósofo— “Videat consul, ne respublica quid detrimenti capiat”, pues “mientras el dictador fue nombrado de acuerdo con el ordenamiento público, y no por autoridad propia, hizo siempre bien a la ciudad” [“il dittatore, mentre fu dato secondo gli ordini publici e non per autorità propria, fece sempre bene alla cittá”]. No debemos escandalizarnos. Más tarde, la defensa mitigada de la prerrogativa gubernamental (praerogativa regis) propuesta por el liberal John Locke en el capítulo XIV de su Segundo Tratado, se anticipaba en menos de un siglo al reconocimiento, por parte del propio Kant, del estado de necesidad como fuente primaria del derecho.
Ese mismo estado de necesidad es recogido por la cultura jurídica de todas las naciones de Europa que han regulado constitucionalmente los distintos estados de emergencia: inter alia, la constitución francesa (art. 16), la constitución de Bonn (art. 115), y la constitución española (art. 116). Sólo la constitución italiana de 1948 no prevé normas que regulen el estado de excepción. Habrá que hacer distinciones. Decir que Macron, que heredó sin pestañear el estado de excepción declarado tras los atentados de París en noviembre de 2015, muestra inclinaciones totalitarias no parece descabellado. Aunque las demás democracias europeas tampoco pueden sacar pecho, sí es descabellado, en cambio, imputar tales inclinaciones a la Canciller alemana, que ha manejado la emergencia sanitaria con leyes ordinarias y sin recurrir al artículo 115 de la constitución federal de 1949.
Describir a Pedro Sánchez o a Giuseppe Conte como dictadores comisarios sería igual de ridículo, aunque el primero se haya servido del estado de alarma y el otro no. Me explico. Aunque, el miedo al rebrote del virus fascista está bien presente en la cultura constitucional de Alemania y de Italia, la constitución alemana está provista de un artículo (al que el gobierno no ha recurrido) para regular el estado de excepción y, como alternativa al estado de excepción, Italia dispone —en el artículo 77 de su constitución republicana y antifascista— del mecanismo del decreto legislativo de urgencia (“provvedimenti provisori con forza di legge”), que presenta, paradójicamente, no pocas continuidades con el pasado fascista de la península.
¿Y España? En España están presentes ambos mecanismos. Por un lado, el 116 de la Constitución de 1978 contempla los estados de alarma, de asedio y de excepción, y la Ley Orgánica 4/1981 que los desarrolla —redactada en plena resaca de la tentativa involucionista fallida de febrero de 1981— prevé severas limitaciones de los derechos ciudadanos pero también fuertes controles del ejecutivo en sede parlamentaria. Por otro lado, los ciudadanos que conviven bajo la administración española también han heredado del franquismo (y de otras experiencias con caudillos precedentes) una preferencia poco disimulada por parte del poder ejecutivo del estado por el decreto-ley, pródigamente empleado desde el final de la dictadura por gobiernos progresistas y conservadores por igual.
Exactamente igual que en el célebre artículo 48 de la Constitución de Weimar que, sin hacer referencia explícita al estado de excepción, facultaba al presidente del Reich para suspender total o parcialmente las libertades de expresión, de reunión o de asociación, fue también notoria esta misma discrecionalidad en los artículos 42 y 80 de la Constitución de la II República Española.
El problema no está, por consiguiente, en decretar el estado de alarma. El problema surge, en efecto, cuando el decreto legislativo de urgencia, antes sólo un instrumento de derogación o de producción normativa excepcional, se convierte en una fuente ordinaria de producción del derecho. Cuando el decreto de urgencia se convierte en un procedimiento de gobernanza habitual, nos aproximamos al estado de excepción y —como escribió el filósofo Giorgio Agamben, 2003: 27— entonces la democracia parlamentaria corre el riesgo de convertirse en una democracia gubernamental.
Incluso en Italia, donde el Estatuto Albertino de 1848 no hacía referencia al estado de excepción, los gobiernos del período de construcción del estado nacional italiano recurrieron muchas veces a la declaración del estado de asedio: Palermo, Nápoles, y toda Sicilia entre 1862 y 1898, o durante el terremoto de Reggio-Calabria y Messina de 1908. Las razones de la preferencia gubernativa por el estado de asedio eran, naturalmente, de orden público: se trataba de evitar las escenas de saqueos o asaltos a los hornos milaneses que Alessandro Manzoni había descrito en Los Novios. Los fascistas de varias latitudes resolvieron la cuestión confiriendo el estatuto de fuerza de ley a las deliberaciones del consejo de ministros en casos de urgente o absoluta necesidad. Aunque hubo —como en la Italia fascista— cláusulas que obligaban al gobierno a presentar sus decretos al parlamento, la pérdida de autonomía de las cámaras convirtió en superfluas todas esas cautelas.
La Derecha preferiría una Dictadura Soberana.
Esta es justamente la cuestión. ¿Qué quieren decir los partidos de la extrema derecha española cuando hablan de volver a “la legislación ordinaria”? ¿Se refieren a la Ley General de Salud Pública de 2011, a la Ley de Seguridad Nacional de 2015, o a la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana de 2015, que permiten poner en cuarentena a grupos específicos de población, pero no permiten confinar poblaciones enteras? Más que a las leyes de salud pública, se refieren, en efecto, a toda la panoplia de leyes represivas de Rajoy y sus ministros ultraderechistas de interior y justicia. Esas leyes son las que se quieren emplear, para que los empresarios puedan continuar con sus business as usual, los trabajadores puedan ser devueltos a sus puestos de trabajo, y los enfermos puedan ser confinados en sus casas, o donde sea, para que, en su caso, vayan muriendo a su ritmo. Buscan que los propietarios tengan garantizado su derecho a contagiar, mientras que los integrantes de les clases dangereuses, si están enfermos, sean obligados a confinarse y si no lo están, entonces estén obligados a trabajar y a dejarse contagiar. Quieren decir poner a la gente a trabajar mientras los vivos entierran a los muertos.
Con todo, puede que la derecha española que ahora se subleva contra el estado de alarma tenga razón en una sola cosa: el recurso a los poderes excepcionales en momentos de crisis política tiende a eludir el principio constitucional según el cual los derechos de los ciudadanos deben poder ser limitados sólo mediante las leyes. Olvidan, sin embargo, que la práctica de los gobiernos (como los de Italia y España) que han afrontado la represión del terrorismo con leyes de seguridad ciudadana como la Ley Moro en Italia, o la infame Ley Corcuera en España, tiende a diseños legales reforzados de urgencia constitucionalmente garantizada, en un marco notablemente autoritario, y refractario a la mínima transparencia, mientras que el recurso al estado de alarma, de asedio o de excepción se encuentra —al menos por el momento— muy calibrado en los ordenamientos constitucionales que exigen al ejecutivo someter las medidas de excepción a un riguroso control parlamentario. Bajo el 116, los derechos no se limitan; simplemente se suspenden.
En otras palabras: el camino hacia la dictadura soberana puede ser incluso más fácil con el decreto-ley que el que conduce a la dictadura comisaria por medio de los emergency powers. Sólo desde ahí es posible entender por qué la derecha prefiere la legislación ordinaria, el Código Penal y la Ley Mordaza al estado de alarma. Es un asunto que va claramente más allá de la protección de los negocios a costa de la negación de la vida. Es ideológico.
Soberano es quien decide sobre el estado de excepción; eso está claro. Ahora bien, es más fácil llegar a la dictadura soberana por medio del decreto gubernamental de urgencia que por medio del estado de excepción sujeto a vigilancia por parte del legislativo. Conforme el poder ejecutivo y el poder judicial del estado fagocitan de hecho al poder legislativo —que debía ser, a juicio del liberal John Locke, el poder supremo del estado— tanto en la cultura del estado de excepción, como en la cultura del decreto gubernamental, el principio de la división de poderes tiende a debilitarse. No es que Pedro Sánchez o Giuseppe Conte se hayan convertido en ejemplos de dictadores rei publicae constituendae, sino que los parlamentos de la Carrera de San Jerónimo y de Montecitorio ya no son los órganos soberanos a los que concierne en exclusividad el poder de obligar a los ciudadanos por medio de las leyes, y con frecuencia se limitan a ratificar los decretos emanados del poder ejecutivo.
Pese a todo, las medidas de emergencia de la administración española se encuentran sometidas a un control parlamentario al que es difícil encontrar sometido a ningún otro gobierno de Europa. A los demócratas no nos gustan los ejecutivos fuertes, y eso debería ser una buena noticia. Con todo, la tendencia general es inequívoca: no una democracia parlamentaria sino una democracia gubernativa en sintonía con esa democracia liberal europea que —como escribe Giorgio Agamben, 2003: 28— hace tiempo que ha extraviado su propio canon. Se trata de una transformación que, aunque bien conocida por los juristas y politólogos de occidente, ha quedado por completo fuera del campo de visión de la mayoría de los ciudadanos.
En efecto, aunque el cronista de La Peste de Albert Camus dijera que “con el miedo, también empezó la reflexión”, nuestra impresión aquí es justamente la contraria. La epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal para que el estado de miedo que se ha propagado en los últimos años en las conciencias de los individuos se traduzca en una preferencia real por gobiernos fuertes. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido con frecuencia inoculado en las conciencias de los ciudadanos por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.
Habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la aparición de una epidemia ofrece el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los limites, y las mascarillas, en otras latitudes llamadas “cubre-bocas”, proliferan como la metáfora perfecta de la voluntad que el poder —no sólo el poder político— siempre tiene de hacer callar a todos los ciudadanos.
Viejos y Nuevos Estados de Vigilancia.
La cuestión de las libertades ha surgido sobre todo a partir de los retos planteados por la difícil trazabilidad de la transmisión. Las soluciones tecnológicas implican sacrificios de la privacidad individual en medio de un estado de alarma que —recordémoslo— nunca ha puesto en suspensión el estado de derecho. En Asia, donde la orden de cuarentena quiere decir cuarentena estricta, no hay conciencia crítica contra la vigilancia digital. Allí hemos visto involucionar durante la pandemia a esa democracia vigilada que es Singapur, y cuya ley de enfermedades infecciosas obliga a los ciudadanos a cooperar con la policía, mientras sabemos que grandes transnacionales como Google, Apple o Facebook acumulan montañas de datos que podrían ser empleados —como en los escenarios distópicos y futuristas de la serie televisiva Black Mirror— para organizar una vigilancia intrusiva de masas.
Todos vemos la inquietante continuidad entre las tecnologías de vigilancia digital que se han empleado “para luchar contra el terrorismo” y las que ahora se quieren emplear para el control de los portadores del virus o de los enfermos. La CoViD-19 ha sido la primera enfermedad global contra la que se busca luchar “digitalmente”. Ello abre la puerta al escenario distópico de la vigilancia digital masiva que, si se generaliza, es posible que, tras la pandemia, algunos quieran convertir en parte de la “nueva normalidad”. ¿Podrán los gobiernos, las administraciones, los banqueros o los dueños de las empresas acceder a los expedientes médicos de los ciudadanos?
Corea del Sur, Singapur, Taiwán y la República Popular China ya son paraísos de la ciber-vigilancia que han llevado la intrusión en la vida privada y en las conciencias precisamente al nivel de los escenarios inhumanos descritos en la saga Black Mirror, lo que probablemente dará lugar a distintos refuerzos permanentes del control social, como sucedió con las medidas antiterroristas excepcionales que muchos países adoptaron tras los atentados del 11-s de 2001 en Nueva York incluso antes de ser ellos mismos objetivos de los operativos yihadistas.
Ese es el peligro: el estado de excepción ha venido para quedarse y, lo que es peor, es posible que lo haga con el consentimiento de la inmensa mayoría de una ciudadanía atemorizada, que en medio del pánico aceptará cualquier nueva restricción a sus derechos y libertades. Las legislaciones antiterroristas europeas, que los ciudadanos aceptaron sin pestañear, se adelantaron a los operativos yihadistas en el Reino Unido, en Francia y en Alemania.
Sólo en España —que no había modificado su legislación antiterrorista después de los peores atentados sufridos por la población en el operativo salafista de marzo de 2004— se vio el verdadero rostro de la nueva legislación sobre seguridad nacional y ciudadana: la Ley de Seguridad Ciudadana del gobierno de Rajoy no vino para proteger a la población de los atentados terroristas, sino para reprimirla cuando protestaba contra la estafa bancaria y contra los sinvergüenzas que desahuciaban a la gente de sus casas.
En efecto, el estado de excepción declarado tras los atentados de París en 2015 no sirvió para prevenir ni evitar el operativo de Niza en 2016. Con todo, de igual modo que la legislación antiterrorista no resultó eficaz contra el terrorismo en el Reino Unido, en Alemania o en una Francia que, técnicamente, lleva cinco años en estado de excepción, las nuevas medidas de control ciber-sanitario no serán eficaces contra la pandemia. Da igual: no están ahí para eso.
Al contrario, la tecnología de control digitalizado de la población no sólo no ha bastado para combatir la expansión del virus, sino que las tecnologías más eficaces en la lucha contra la pandemia han resultado ser las que ya teníamos desde la época en la que los flagelantes extendían con igual eficacia la heterodoxia y la peste por Europa, y el relativo éxito de Asia (incluidos los retrocesos de Corea del Sur y Singapur) se explica —como recientemente ha argumentado Ignacio Ramonet en el diario mexicano La Jornada— porque la experiencia allí adquirida con el SARS y el MERS durante el período 2003-2018 no ha dejado margen alguno a las administraciones para sucumbir al pánico ante un retroceso de los indicadores económicos, y las autoridades han optado por dar prioridad a la protección de la vida. La alta movilidad, los intercambios comerciales o los flujos de turistas explican bien los buenos datos de Hungría y los malos datos de Italia, pero no explican los buenos datos de China y los malos datos de los Estados Unidos.
Igual que en los Estados Unidos, en Europa falta la experiencia que en cambio Asia sí había acumulado. Más que la velocidad de las comunicaciones, la alta movilidad espacial o los intercambios, más que los turistas recibidos o el envejecimiento de las poblaciones de Madrid, o el Valle del Po, el factor determinante de los malos datos de occidente parece haber sido la experiencia que faltó por igual en Madrid, en Milán, en Londres o en Nueva York.
Es la experiencia que condujo en Asia al empleo de termómetros infrarrojos, a la fabricación y empleo masivo de mascarillas, a los chequeos de temperatura antes de subir a un transporte, al lavado de manos con cloro, o a la separación entre áreas “limpias” y “sucias” en cualquier dependencia pública. No fue la ciber-vigilancia digital sino los stocks de equipos de protección los que explican la capacidad de rápida reacción de sociedades como las de China o Vietnam para imponer medidas de aislamiento o el confinamiento completo de las poblaciones.
No ha sido, por tanto, el estado de excepción digital, que prefigura las sociedades post-democráticas del futuro, sino el estado de excepción convencional —el que suspende los derechos de libertad de movimiento y de reunión de las personas— el que ha funcionado contra el virus. Desde luego, como ha confesado el jefe del gobierno en España, el estado de alarma que suspende la libertad de movimientos y de reunión de las personas no puede ser el proyecto político de un gobierno progresista.
Pero es sorprendente la paradoja de que sea la extrema derecha —que habría querido ver suspendida en España la libertad de manifestación de las mujeres en el 8 de marzo— la que ahora sale ufana a las calles en contra el estado de alarma, al tiempo que las medidas de emergencia hayan sido defendidas en Portugal, Italia y España por los tres gobiernos más progresistas de la UE. No son las libertades de las ciudadanas lo que les preocupa a los de las caceroladas con el chófer: les preocupa haber tenido que mantener el cierre echado en las empresas de los sectores a los que representan, ya que consideran, igual que sus referentes Trump o Bolsonaro allende el océano, que ninguna cifra de muertos será demasiado alta si de lo que se trata es de salvar los negocios y preservar los beneficios económicos.
Por más que la deseemos, muchos no vemos en el horizonte ninguna “nueva normalidad” mejor que la que teníamos. Los que tienen el poder están decididos a hacernos volver a la normalidad de antes. La derecha económica y política de la Unión Europea —cuyas autoridades se han convertido en los últimos tiempos en auténticos promotores del relanzamiento de la industria del turismo— no desea una “nueva normalidad”: desea regresar a la normalidad que tenían antes de que se les averiase la máquina de explotar a sus trabajadores y de robar a sus clientes. Si les dejamos continuar con la competencia a degüello entre ellos, seguirán explotando a sus trabajadores dependientes y robándonos a todos los demás.
Tras la pandemia vendrán tiempos peores para la libertad: está claro que la de China no es la dictadura comisaria del proletariado, sino la dictadura soberana del partido que dice representarlo. Pero habrá quienes venderán sus estados policiales digitales como modelos de éxito, al tiempo que el capitalismo continuará depredando al planeta, y los turistas seguirán pisoteando todos los rincones del mundo incluso a costa de que las poblaciones de los lugares de destino tengan cada vez más dificultades para acceder a una vivienda o para poder alimentarse.
Esa es la tragedia de una España a la que sólo parece interesar que vuelvan a abrir los hoteles y los bares y que se reanude el fútbol. Los españoles habremos perdido una oportunidad única para darnos cuenta de que nuestra economía no puede depender de unos cuantos señores de Alemania que no vienen a España a hablar de ciencia y tecnología con nuestros científicos sino a aprovecharse de los bajos salarios de nuestras camareras de hotel.
Como ha escrito el coreano Byun-Chul Han, el virus no podrá hacer por nosotros lo que la razón del hombre no haya hecho ya por la humanidad. En lugar de tiempos mejores, es posible que Occidente sea colonizado por alguna forma de democracia vigilada por un estado policial digital. Hace unos años Naomi Klein explicó que la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de administración. También la instauración del neoliberalismo vino a menudo precedida de crisis que causaron conmociones. Si tras la conmoción que ha causado esta enfermedad llegase a Europa un régimen policial digital, el estado de excepción pasaría —como teme el filósofo Giorgio Agamben— a ser la situación normal, y el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico había conseguido hasta el momento.
Interludio en un debate que no puede acabar
28/10/2020
Enrique del Olmo
Sociólogo
En medio de la primera ola de la pandemia y con todo el país en el shock de una crisis desconocida e inesperada, saltó a la opinión pública una idea: reconstrucción. Después de unos primeros tanteos, sobre si nuevos Pactos de la Moncloa, sí, que si Pactos de la Moncloa no, todo se encaminó hacia la apertura en sede parlamentaria de cuatro comisiones sobre la reconstrucción del país. Estos mismos conceptos de reconstrucción y unidad, abrieron en Espacio Público la necesidad de abordar un debate sobre el futuro del país, y también sobre la Unión Europea, durante la pandemia y la postpandemia.
Un magnífico artículo de Leo Moscoso La necropolítica sobre el estado de alarma, nos hizo una descripción muy viva de la pandemia y la crisis sanitaria y de vida, que podía servir como telón de fondo de todo el debate.
Nos encargamos Gabriel Flores y yo mismo de redactar un primer texto de referencia, que se planteaba el siguiente objetivo: “Nuestra pretensión al abrir este nuevo debate en Espacio Público es ofrecer un espacio amigable para el libre intercambio de ideas y argumentos, en el que la polémica y el disenso sean tan normales y aceptables como lo son el diálogo y el acuerdo en nuestra vida diaria. Un espacio público abierto al debate y la argumentación que contribuya al seguimiento y análisis reflexivo de las iniciativas y propuestas políticas de mayor entidad que se vayan poniendo sobre las mesas de negociación por parte de los partidos, instituciones, agentes económicos y sociales o tejido organizativo de la sociedad civil y los diferentes movimientos sociales. Queremos primar un análisis concreto de aquellas propuestas e iniciativas que supongan un mayor impacto sobre las vidas, trabajos, derechos, libertades y futuro de la ciudadanía civil.
La cuestión de la amplitud del temario a debate no está prefijada (tampoco, sus límites) y tendrá que ser resuelto sobre la marcha, a medida que se produzca un avance que, previsiblemente, será muy desigual en los diferentes asuntos”, dijimos.
Sabíamos desde el principio que entrábamos en este debate con perspectivas diferentes:
a) La de Gabriel y mía era abordar los temas candentes y posibles en la negociación planteada y hacer propuestas orientadas hacia una salida progresista de la crisis (con todo lo que tenía de cajón de sastre dicha definición).
b) Una visión más global que conducía a un cuestionamiento del marco económico e institucional en el que nos movíamos: UE, Constitución, Capitalismo y avanzaba más en la línea de la lucha por otro mundo diferente y a la vez posible, a un cambio de paradigma como lo definía Jaime Pastor.
c) Había otra orientación que sin situarse totalmente en el cuestionamiento de las soluciones que se podrían dar en el marco de una negociación, apuntaban con intensidad y justeza por poner sobre la mesa los problemas políticos-institucionales que desde la Transición veníamos arrastrando desde el régimen de la transición (Jose Errejón, José Luis Mateos, Ana Barba, Aníbal Garzón).
El alcance del debate
El cuestionamiento más global al carácter excesivamente pragmático y limitativo de la introducción al debate, vino sobre todo de Marià de Delàs, Jaime Pastor y Marga Ferré.
Marià, en su texto que luego iba a ser discutido por Gabriel, nos interrogaba coherentemente:
“¿Es posible empezar a plantear el propósito de recuperar para el patrimonio colectivo aquellos bienes que nunca deberían haber pasado a formar parte del sector privado? ¿Qué ha de pasar para que empecemos a pensar en concreto en una nueva economía, que no esté al servicio del crecimiento sin límites? La reivindicación de “nueva normalidad”, ¿no debe poner en cuestión el beneficio que unos pocos obtienen de los créditos, los seguros, los suministros de energía, la vivienda, la explotación de las telecomunicaciones, los medios de transporte, la construcción de infraestructuras, la fabricación y distribución de medicamentos, la industria militar…?
Se dirá que los que deseen tal cosa no cuentan con la correlación de fuerzas necesaria para llevarla a la práctica. Es probable. Nunca contarán con peso suficiente si nunca lo proponen y lo argumentan para el conjunto de la población”.
Jaime Pastor por su lado señalaba la necesidad de no autolimitarse en el debate.
Si a todo esto sumamos la coincidencia de esa crisis global con la que afecta desde hace tiempo al modelo capitalista español basado en la construcción y el turismo, así como a su régimen, cuya gravedad es reconocida por firmes defensores del establishment (ya sea de forma apocalíptica por la extrema derecha, o en términos menos dramáticos por personajes como el presidente de honor de PRISA, Juan Luis Cebrián) parece evidente que, como ha defendido José Errejón en este debate (“¿Reconstrucción o refundación?”), no tiene justificación autolimitarse en la agenda a promover.
En relación al carácter sistémico de la crisis y reflejando diversas opiniones, José Luis Mateos señalaba: Y sin embargo la crisis existe y más allá de los efectos de la crisis económica sobre la estructura política del país, el descrédito –del régimen- tiene componentes institucionales (Corona, Justicia, FCSE…), jurídico-normativos (sistema electoral no proporcional, involución de las libertades, negación del derecho a decidir, impunidad de las élites, Constitución no garantista de derechos, voto rogado…), económicos y sociales (ruptura del contrato social del 78, enajenación del patrimonio público, identidad institucional con los poderes oligárquicos., corrupción estructural, expansión de la pobreza y la exclusión social…) y hasta un componente de origen histórico (mantenimiento de la impunidad del franquismo). La anterior crisis alumbró la idea de que ya no se trataba de cambiar la Constitución sino de cambiar de Constitución. Idea caída en cierto desuso.
Ha sido también significativa la valoración del consenso en el momento actual desde la necesidad del mismo, a pesar de la dificultad que tanto la tendencia histórica de ella como su momento ultramontano actual, al rechazo explicito de cualquier acuerdo con la derecha por la imposibilidad de ninguna senda común con ella (Marga Ferré, Marià de Delàs, Pastor).
Elementos ambientales
Más allá de los enfoques globales diferentes de la discusión en curso y sin perder el carácter de aportación relevante al mismo, muchas han sido las contribuciones que nos han aportado nuevos elementos y enfoques.
Muy atrayente la descripción del ambiente y el entorno en el que se produce, la virulencia de la crisis, la desarticulación de lo conocido y la incógnita del futuro (José Martí Gómez, Carlos Javier Bugallo). Importante ha sido la aportación de Federico Severino sobre la hegemonía cultural a lograr: “Por eso resultaría razonable dejar de poner nuestros esfuerzos comunicativos en mostrar la bancarrota moral y miseria de la derecha y apostar por una vía positiva, sosegada, que robustezca a una mayoría social en torno a la coalición”.
También el concejal gaditano Paco Cano nos hizo llegar las “ondas largas del 15 M” en la gestación de una salida colectiva a una crisis que nos había tocado a todos y todas desde muchos ángulos: social, sanitario, emocional, económico, laboral, de convivencia…
En el desarrollo del debate, y sobre todo en el correr de las semanas y con el conjunto de hechos de todo tipo con el que hemos convivido desde marzo, las aportaciones han ido creciendo incorporando muchos elementos para el cambio.
Economía y cambio de modelo
Desde el cambio en la economía y en el papel de los trabajadores (Francisco Vázquez García, Ramón Górriz, José Babiano, Roberto Tornamira):
Hablar de reconstrucción sin subsanar los errores del reciente pasado sería una temeridad. Dicho de otro modo: antes de iniciar la reconstrucción hay que sentar las bases de la negociación sobre suelo sólido, derogando, como mínimo, la reforma laboral de 2012 y la de Seguridad Social de 2013, entre otras derogaciones legislativas pendientes desde la moción de censura de 2018 (Tornamira).
Por último, pero no menos importante, este nuevo rumbo destinado a resituar las prioridades poniendo en el centro a la vida humana plantea dos exigencias: una democratización de las relaciones laborales y la reformulación de las libertades democráticas que han quedado dañadas en la medida en que la imposición de las políticas de austeridad necesitaban correlativamente una política autoritaria y represiva frente a la resistencia social, como bien se puso de manifiesto con la Ley Mordaza y su uso para reprimir el derecho de huelga y las protestas obreras.
Nada de esto puede obviar la necesidad de eliminar la violencia contra las mujeres y las discriminaciones de todo tipo que sufren en el puesto de trabajo, en el mercado laboral y en la sociedad (Górriz y Babiano).
Como dice Antonio Palacián, es la OPORTUNIDAD para avanzar en la participación y la democracia económica como un factor importante de cambio en la cultura empresarial y sindical.
Gabriel Flores en la discusión con Marià de Delàs sobre el alcance de los cambios de modelo económico señalaba:
Impulsar esos cambios, requiere de unos recursos, estrategia y herramientas específicos; entre ellos, cabe señalar por su importancia la tarea de ensanchar nuestra base fiscal mediante una reforma progresista que solo puede tener resultados a medio plazo y construir una amplia concertación política y social que haga viable esa reforma clave. A corto plazo, es imprescindible contar con los recursos financieros y el arrope institucional que nos ofrece la UE.
No hay contradicción entre la agenda de protección social y la de reactivación y modernización económica, aunque la primera se puede llevar a cabo de forma inmediata y la segunda requiera plazos más prolongados; ambas son compatibles y complementarias, pero la protección social no puede mantenerse indefinidamente sobre el aumento del déficit público, requiere de un cambio de modelo de crecimiento que genere empleos decentes y salarios dignos y ensanche las bases de la recaudación fiscal.
Héctor Maravall, nos situaba el difícil marco de actuación del gobierno y la necesidad de una política decidida y realista para abordar el momento: “Las tareas del gobierno para desarrollar lo que ha denominado “el escudo social”, así como los compromisos anunciados de ayuda a las pymes y autónomos, o los previsibles apoyos a sectores como el turismo o la industria del automóvil, sea cual sea su duración e intensidad, son de una entidad, complejidad y dificultad evidentes. El gobierno tendrá que lograr financiación a corto, medio y largo plazo, en un contexto de frágil mayoría parlamentaria, con una derecha radicalizada al máximo, unos medios de comunicación desfavorables (el último en sumarse ha sido el grupo PRISA y el periódico El País) y una patronal que oscila entre las exigencias de ayudas económicas y el rechazo a cualquier modificación de la reforma laboral”.
El papel central de la UE en este proceso y los cambios que en la misma serían deseables ha sido referencia inexcusable en muchos de los artículos más generales. Severino lo reflejó sintéticamente como: “El Gobierno no debe perder de vista que el despliegue de un portentoso paquete de políticas públicas con el viento de cola de la UE es su ‘unique selling proposition’”.
Otras contribuciones estuvieron íntegramente dedicadas al papel y lugar de la UE, por ejemplo Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate que reflejó la tensión entre necesidad de apoyos comunitarios en la crisis y a la vez la necesidad de romper el inmovilismo institucional y presupuestario en el que se mueve en estos momentos, en otro enfoque Javier Doz, hizo una análisis minucioso de los presupuestos y programas comunitarios, tanto en lo estructural como ante la crisis del COVID 19 y como nos va a afectar a la “reconstrucción” hispana: “Las subvenciones y los créditos están condicionados a su aplicación a programas y proyectos que tengan que ver con los objetivos señalados y con otros como las infraestructuras y equipamientos sanitarios, los planes de I+D+i, la mejora de la educación y la lucha contra la pobreza. Es decir, con los fondos de NGUE cabe la financiación de una buena parte de las inversiones de los Presupuestos del Estado Español de los próximos tres años. Desde el proceso de transición hacia un sistema energético limpio y renovable o un programa para que todas las familias tengan acceso a Internet y a equipos informáticos hasta un plan de eficiencia energética de las viviendas, pasando por la financiación de cuantos proyectos biomédicos sean necesarios u otros rubros de investigación, programas ampliados de financiación de la innovación en las pymes o de lucha contra la pobreza infantil”.
De lo general a lo particular: Sanidad, Servicios Sociales, Formación, Municipios
Si hay un ámbito en el que el debate ha hecho una aportación de contenidos y propuestas particularmente significativo ha sido en el terreno sectorial, además de las aportaciones escritas sobre el Sistema Nacional de Salud (Manifiesto por la reconstrucción del SNS), el papel de lo local (Marta Higueras), el papel de la Formación Profesional y el cambio de modelo económico (José Luis Carretero) y los Servicios Sociales (Luis Nogués), donde la discusión tuvo un alcance a retener fue en los debates que se realizaron en TV Publico; el primero sobre el Sistema Sanitario con la participación de referentes tan significativos e influyentes como Carmen Montón, Carmen San José, Mónica García y Fernando Lamata moderado por Joseba Achotegui y el de Servicios Sociales con Patricia Bezunartea, Luis Nogués, Emiliana Vicente y Kena Yuguero moderado por Enrique del Olmo.
En dichos debates además de señalar las necesidades que la sociedad española tenía para superar las debilidades preexistentes, se abordaron de forma bastante precisa las políticas a implementar y las barreras a superar. En estas dos enriquecedoras sesiones se hizo una alerta de gran potencia: no sirve sólo diseñar políticas y enunciados adecuados, sino que es imprescindible que sus resultados llegasen a la población en un corto tiempo.
La alerta roja que se estaba estableciendo sobre elementos importantes del denominado “escudo social”; ERTES, Ingreso Mínimo Vital, colas del hambre, fortalecimiento urgente del Sistema Nacional de Salud, gestión pública y coordinada de la sanidad, cambio en el modelo de atención a los mayores y particularmente en las Residencias de tercera edad…Todos ellos se manifiestan como problemas perentorios para el que el atávico “vuelva usted mañana” puede ser un elemento de desafección y de caldo de cultivo a las opciones que niegan los derechos y la protección social.
Como dice el título del presente artículo, hacemos una pausa, un interludio en este debate que nos va a acompañar durante el próximo periodo, seguro que este tiempo servirá para afilar análisis, argumentos y propuestas.
El extraño 2020
25/08/2020
Ana Barba
Edafóloga, activista social y política por la democracia participativa, el feminismo y la ecología.
Este extraño 2020 empezó con una gran potencia del movimiento feminista, digno heredero de 2019, el año de este siglo que más movilizó a las mujeres contra el patriarcado. También mostraron nuevas fuerzas los movimientos ecologistas, muy apoyados desde el maistream, y por desgracia vimos también el auge de los partidos y grupos de extrema derecha, muy publicitados por los medios, demasiado publicitados, podríamos decir. En todos esos asuntos andábamos en el inicio de 2020 cuando la vida del mundo entero dio un vuelco inesperado en las primeras semanas del año con la aparición de la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2, llenando de muerte y desolación a todos los países y postergando los problemas ajenos a la simple supervivencia en la mayoría de las personas. La agenda social quedó en suspenso.
Sin embargo, los problemas de fondo siguen estando ahí, no los ha eliminado el Covid-19. Por eso, en cuanto se han relajado mínimamente las emergencias sanitarias han resurgido todos y cada uno de los problemas previos a la aparición del coronavirus. También se han identificado de forma masiva otros problemas que antes aparecían aletargados o relegados sólo a las luchas de sectores sociales muy concienciados.
Así, se ha asumido de forma abrumadoramente mayoritaria la necesidad de un servicio sanitario público de calidad, así como la defensa de las ayudas estatales directas a personas, autónomos y pymes. Las políticas monetarias de países y entidades supra estatales han dado mágicamente la vuelta a la tortilla, trocando la austeridad por gasto, comprando deuda de los países en la EU, apostando por políticas expansionistas, reforzando servicios públicos, nacionalizando empresas estratégicas para evitar su quiebra y toda una batería de medidas inusitadas para evitar el hundimiento total de ésta nuestra odiosa economía financiarizada.
En lo concreto que afecta a las personas, se han presentado como problemas acuciantes agravados por la pandemia el trabajo precario como forma de enriquecer a unos cuantos en todo el mundo, la dificultad de acceso a la vivienda por culpa de la especulación inmobiliara, la falta de inversión de los gobiernos liberales en sanidad y educación públicas, la existencia de una gran panoplia de herramientas de elusión fiscal para las grandes empresas y las grandes fortunas, el trabajo esclavo de los inmigrantes en los países más ricos y también de los trabajadores autóctonos de empresas deslocalizadas en países poco desarrollados, incluso de trabajadores autóctonos en países ricos, donde la pobreza aumenta tanto como las fortunas de los más ricos.
En cuanto a la causa feminista, aunque menoscabada por el confinamiento, ha podido remarcarse la brecha de género en los hogares confinados, con una sobrecarga para las madres en teletrabajo, o se han dado voz a colectivos de mujeres sin cobertura social durante estos meses, como las empleadas de hogar precarias, las temporeras de la fruta y otros colectivos vulnerables.
El Covid-19 se ha manifestado como un revelador de desigualdades: entre clases sociales, entre países, entre razas y entre géneros. De ese modo, pese a que los medios de comunicación afines al sistema capitalista, ésto es, la mayoría, tratan de pasarlo por alto, los datos de la pandemia señalan que las personas pobres, precarias, de países pobres y economías precarias son quienes más han sufrido la enfermedad y la muerte. Cuanto peores son los servicios sanitarios públicos, cuanto peores son las condiciones de las viviendas, del transporte y del trabajo, mayores son los contagios y los fallecimientos. Y siempre entre los más afectados destacan las personas no blancas y las mujeres.
No debemos hacernos ilusiones, pero buena parte de las personas más desfavorecidas han descubierto que los más ricos van a dejarles morir si es lo que les conviene para mantener su status privilegiado. Esto puede traducirse en unidad y lucha de las clases populares por sus derechos o puede desembocar, como ya ocurrió en las primeras décadas del siglo pasado, en un reforzamiento de los movimientos políticos populistas de corte fascista. En esta tesitura tan peligrosa nos ha colocado el CoVid-19.
Durante este mes de agosto de 2020 han aflorado por diversos países movimientos supuestamente populares que defienden la desobediencia frente a las medidas higiénicas y de control social para la contención de una segunda ola de la pandemia. Ellos creen a pies juntillas todo un abanico de teorías conspiranoicas sobre la falsedad de la enfermedad, el control de los estados sobre las libertades individuales con fines espurios y toda una serie de ideas a cual más loca y poco fundamentada.
Por contra, distintas lecturas y conversaciones con personas de mente analítica me han llevado a la conclusión de que la conspiración puede ser bien distinta: los poderes económicos quieren amortizar ya las medidas de control del virus, pues el sistema productivo capitalista no puede permitir más este impase. Hay que crear una duda razonable que haga que los controlados se rebelen y den por terminadas las medidas de excepción que tanto daño hacen a las plusvalías de los capitalistas. Por eso hay oleadas y oleadas de negacionistas rebelándose por todas partes, para terminar ya con toda esta monserga y volver al BAU. Esto es sólo una teoría, pero no me negarán que es plausible: ellos tienen todo el dinero y casi todos los medios y redes sociales a su servicio. Y como en las novelas de detectives, hay que preguntarse a quién favorece todo este movimiento conspiranoico.
Otra derivada interesante que ha visibilizado la pandemia es la importancia de los factores medioambientales en la aparición de esta zoonosis tan devastadora. La invasión de ecosistemas ajenos a la presencia humana, la destrucción de muchos de ellos y la pérdida de biodiversidad son elementos decisivos en la aparición de zoonosis, entre ellas las provocadas por los virus del grupo SARS. La deforestación, los cambios del clima, cada vez más evidentes, la destrucción de los ecosistemas marinos y las altas emisiones de CO2 son factores bien conocidos que influyen en la pérdida de biodiversidad y en el empeoramiento de las condiciones de salubridad general.
También los modos de cultivo y ganadería ultra intensivos facilitan la propagación de enfermedades, los medicamentos aplicados a los animales inciden negativamente en la salud de las personas y los fitosanitarios empleados en las cosechas contribuyen a la pérdida de biodiversidad y pueden causar graves enfermedades a los seres humanos. Cada especie que desaparece es un engranaje natural del funcionamiento del medio que se pierde y cuando el medio deja de funcionar como un reloj, todas las especies se ven amenazadas, incluida la especie humana.
En este punto cabe resaltar otra lucha social en auge que ha quedado congelada por el CoVid-19: el movimiento ecologista. Sin embargo, a diferencia del feminismo, que ha quedado en los márgenes, el ecologismo ha sido puesto en el centro, visibilizando la responsabilidad de los usos y modos capitalistas por cuanto facilitan la globalización y consiguiente dispersión de las epidemias, a la vez que conllevan la expropiación de recursos naturales y la destrucción del medio natural. Pero una evolución productiva hacia métodos respetuosos con la naturaleza y con los habitantes de los territorios no se va a lograr sin resistencia, una gran resistencia, diría yo. Veremos si en lo sucesivo se organiza un movimiento potente preparado para esa lucha que sin duda llegará.
En cualquier caso, todas las luchas se tendrán que imbricar si pretenden tener éxito. De igual modo, los cambios que puedan lograrse en los sistemas productivos locales no harán sino poner pequeños parches a un gran agujero: los problemas son globales y los cambios deben ser globales, lo que lleva a pensar en lo ingente y dificultoso de la tarea que se nos viene.
Por un lado se presume la ineficiencia del sistema productivo pre-Covid para afrontar la reconstrucción social y económica que se necesita. Ese modelo, basado en la globalización, la precarización del trabajo, el crecimiento constante y la financiarización de la economía por su propia naturaleza no podrá asumir un cambio en el que la movilidad de poblaciones y tal vez de mercancías va a perder fluidez y donde habrá que revertir muchas de las políticas sociales liberalizadoras de los últimos 50 años como único modo de garantizar la supervivencia de la mayor parte de la población. La idea de una RBU se extiende como una mancha de aceite, la extensión de servicios públicos esenciales, como la sanidad o la educación, la garantía del derecho a la vivienda y a un trabajo digno, todo aquello que puede constituir la mayor pesadilla de un liberal se plantean como salidas a la crisis. Y todo ello en un contexto de recesión económica global. Sin duda, todos los ojos van a volverse a los ultra ricos, cuyas fortunas han aumentado durante la pandemia. La existencia de paraísos fiscales donde refugian sus capitales al abrigo de los impuestos que pagamos los demás mortales va a ser el principal escollo que los dirigentes de las economías mundiales tendrán que sortear. Veremos qué ocurre con ello.
En España no sólo vamos a tener que lidiar con los mismos problemas que en el resto de Europa. No en vano nuestro sistema productivo se basa en gran medida en el sector de la construcción y en los servicios dedicados a un turismo de masas que no se prevé igual de robusto a corto, a medio o tal vez ni a largo plazo. No es sólo que tengamos que cambiar nuestro modelo productivo, es también que nuestros trabajadores carecen en su mayoría de formación adecuada para otros empleos, por no hablar de que buena parte de la clase empresarial española está anticuada, no invierte en I+D+I, se beneficia alegremente de una legislación fiscal muy regresiva, difícil de mantener en el futuro, y de una legislación laboral muy lesiva para los intereses de la clase trabajadora, algo insostenible en los tiempos que se avecinan si se quiere paz social.
Hay otras características poco favorables de algunos de los empresarios más señalados del panorama hispano, que son las siguientes: en primer lugar su relación con los entramados de corrupción política destapados en la última década, incluidos sus manejos con el franquismo sociológico y la monarquía, tan salpicada por casos de corrupción; en segundo lugar su gran dependencia de los contratos firmados con las administraciones públicas, en un contexto de amiguismo y corruptelas; en tercer lugar su dependencia del turismo de masas, de las externalizaciones escandalosas de los servicios públicos y de las privatizaciones a dedo susceptibles de ser calificadas como prevaricaciones.
A todo lo anterior hay que sumar un sector agropecuario empobrecido por políticas nefastas, que han primado tradicionalmente la ineficiencia, el mantenimiento de los grandes tenedores de tierras y de las oligarquías agrarias, sin invertir los fondos europeos en modernizar el sector, limitándose a repartirlos entre los agricultores y ganaderos como una ayuda a la pervivencia de un modelo obsoleto. Toda esta miopía ha llevado a la agonía del sector ahora que los fondos europeos se acaban. Hay una parte de productores agrarios que sí se han modernizado en cuanto a sistemas productivos, si bien siguen basando sus plusvalías en la utilización de mano de obra cada vez más precaria, como ha quedado de manifiesto durante la pandemia.
Resumiendo: el panorama productivo español tiene un futuro muy complicado. Las propuestas para mejorar todos esos problemas dan para un texto aparte y exceden a mis escasas fuerzas propositivas. Sería interesante que diversas gentes hicieran, una vez más, lluvia de ideas, a ver si esta vez hay alguien al otro lado.
En este mes de agosto, superado ya el respiro que nos ha dado el coronavirus, los contagios aumentan en España y en otros países europeos, aunque en menor medida que aquí. Este otoño próximo veremos cuánto hemos aprendido y qué estamos dispuestos a hacer para defender nuestros derechos, porque el CoVid-19 se va a quedar una larga temporada entre nosotros, previsiblemente, y el sistema capitalista va a sacar sus dientes afilados y sus garras poderosas para lograr mantener su poder intacto.
Controlar la miseria o reducir la desigualdad
03/08/2020
Luis Nogués Sáez
Trabajador Social, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, Doctor en Antropología Social, Profesor de la Facultad de Trabajo Social de la UCM, Director General de Integración Comunitaria y Emergencia Social en el gobierno de Manuela Carmena.
Hoy muchos seguimos preguntándonos: ¿Cómo es posible que después de tantos años de duras y corruptas políticas neoliberales, privatizadoras de los servicios públicos, fiscalmente regresivas, jibarizadoras de la vivienda social, de raquíticas rentas mínimas de inserción y con unos niveles de exclusión social como los citados, no sólo no se ha producido una fuerte respuesta social, sino que por el contrario la derecha haya sido premiada revalidando sus gobiernos de la Comunidad y del Ayuntamiento de Madrid? ¿Qué factores actúan para que haya unos niveles saludables de cohesión social cuándo lo que cabría esperar de los actuales niveles de injusticia y desigualdad sería una fuerte explosión social?
Tal vez para encontrar la explicación hay que remontarse al principio, a los tiempos en que la derecha madrileña recuperó el poder político en la Comunidad de Madrid en el año 1995 con Alberto Ruiz Gallardón, lo hicieron agrupando en torno a una fuerza política a personajes procedentes de sectores sociales clasistas y corruptos de la sociedad madrileña. Una élite convencida de que las personas nacen desiguales por su origen familiar y que consideran que dicha desigualdad debe conservarse en él tiempo.
La Comunidad Autónoma de Madrid y la Comunidad Valenciana fueron durante un tiempo los principales laboratorios donde probar el modelo neoliberal en estado puro; territorios en los que someter a prueba diferentes técnicas de gestión de la desigualdad social; donde poder comprobar hasta qué punto en democracia se pueden tomar medidas favorables a unos pocos sin provocar fuertes reacciones sociales. En el Chile de Pinochet se lanzaron a tumba abierta a aplicar las recetas de desregulación del mercado de Milton Friedman, sabiendo que podían controlar la respuesta social utilizando la violencia de un Estado criminal, pero la derecha madrileña partía de una desventaja a la hora de aplicar dichos principios: se encontraban con una España en la que la democracia estaba consolidada y, ya se sabe, que en las democracias los métodos utilizados en Chile no están bien vistos, no son tolerables y que, por lo tanto, debían instrumentar otras formas para neutralizar la oposición.
La derecha en Madrid a lo largo de los últimos 25 años ha llevado a cabo una obra de ingeniería social, orientada a deconstruir la base social progresista y construir una nueva sociedad civil, adaptada a los valores neoliberales que parten de la idea de que la gestión de las vidas personales se debe adaptar al mercado. Su proyecto ideológico/cultural siempre ha consistido en arrinconar la igualdad como un valor básico de la organización social y sustituirlo por la desigualdad como el valor alrededor del que pivotar la organización social. Lo han hecho de una manera constante, con mayor o menor astucia, dependiendo de las luces de cada gobernante. De lo que no cabe duda es que, hasta el momento, han logrado que su concepción desigual de la sociedad sea hegemónica, penetrando con diferente intensidad en todas las capas sociales sin excepción. Como consecuencia, todo intento de articular un proyecto social y político contra-hegemónico, basado en el objetivo de reducir la desigualdad social con políticas de redistribución de la riqueza, no ha contado, por el momento, con apoyos suficientes.
Sin embargo, han dado sus frutos estas políticas. Así es como Madrid se ha convertido en la última década en la Región más segregada de Europa y en la segunda con mayor desigualdad social. Los datos del último informe FOESSA así lo certifican (a buen seguro la COVID 19 extremará los datos): en 2018 en la Comunidad de Madrid, el 33,7% de la población se encontraba en situación de integración precaria, el 8,7% en exclusión moderada y el 7,4% en exclusión severa, es decir, en torno a un millón de personas estaba en una situación de exclusión.
Diferentes han sido los protagonistas en esta revolución conservadora. Sin duda Gallardón fue una pieza clave por su astucia y ambición, contó además con los apoyos de Prisa para construir su imagen de político ilustrado, progresista y liberal, promoviendo una revolución de las élites capaz de construir nuevas hegemonías, superando la imagen rancia y caciquil de Álvarez del Manzano. A estas alturas no se podría entender el éxito de la operación si no hubiese contado con Esperanza Aguirre más radical y agresiva, pero que ha jugado un papel fundamental en captar y controlar nuevos talentos para el partido, ejerciendo el control con mano dura y repartiendo prebendas entre sus acólitos.
Llegados a este punto es necesario detenerse en una de las piezas clave de la estrategia, sin la que no se podría explicar su éxito a la hora de dulcificar la oposición social y política. Ponerla encima de la mesa resulta necesario para iniciar una estrategia que ponga fin a los 25 años de ataque a los derechos sociales. Se ha instalado una configuración político-ideológica favorable a un modelo de Servicios Sociales liberal neofilantrópico, denominado Estado Mixto de Bienestar, objetivo indiscutido e indiscutible, horizonte prometido que se presenta como modelo de todos los modelos. Han logrado que una gran mayoría de los actores implicados considere que estamos ante una realidad irremediable frente a la que no queda otra alternativa que la de subirse al carro, y se ha convertido en pensamiento único en el mundo de la acción social.
El modelo liberal neofilantrópico busca cumplir varios objetivos de manera simultánea: neutralizar a las víctimas más directas de sus políticas con un tipo de ayudas que produzcan una doble degradación, es decir, incapacitar a los usuarios para comprender la situación y dificultar la organización de una respuesta individual y social, dedicando para ello recursos escasos pero que permitan la supervivencia. En segundo lugar, canalizar la solidaridad, que la desdicha de los otros genera en el resto de la sociedad, hacia fórmulas compasivas; y por último impedir que se puedan articular proyectos políticos contrahegemónicos.
El elemento neurálgico de su estrategia, en torno al que gira toda la propuesta, es despojar de su dignidad a una parte de los seres humanos, considerar a los usuarios de servicios sociales como ciudadanos de segunda categoría, población sobrante. Su identidad se diseña como sumisión; recibir asistencia significa ser estigmatizado y ser apartado de la carrera ordinaria de los ciudadanos, significa una degradación de la persona. La identidad pública de quien recibe asistencia experimenta una transformación hacia una nueva forma considerada socialmente inferior; se le asigna un nuevo rol, -el de pobre- que tiene el rango de estatus principal, en el sentido de que, a partir de ese momento, cualquier actuación de esa persona se interpretará a través de ese rol.
Una prueba de esta afirmación la encontramos en la frecuente violación del derecho a la privacidad de quienes reciben asistencia social; a los pobres se les investiga in situ, el territorio del hogar que se considera inviolable puede invadirse en este caso. Otro símbolo de esa “minoría de edad sobrevenida” es el control que puede ejercerse sobre el dinero asignado a los pobres. La democratización de los servicios sociales pasa de manera ineludible por la recuperación de la dignidad de los usuarios y en que se conviertan en los actores principales del sistema, y no es posible con la visión armonicista del modelo centrado en la persona, sino que pasa por el empoderamiento de los sectores vulnerados, en definitiva, por la repolitización de la pobreza.
Hay otros cuatro actores presentes en los Servicios Sociales: un actor público, el Estado, y tres actores privados que conforman la sociedad civil (mercado, iniciativa social y familiar). Cada uno de ellos tiene una naturaleza o una lógica que le confiere una identidad propia: el Estado se caracteriza por la garantía de los derechos, la producción de servicios —no de mercancías— y es la expresión de la solidaridad indirecta; el Mercado, cuya característica esencial es el intercambio con beneficio económico, produce mercancías, y es la expresión del solidarismo. La Iniciativa Social, cuyas características son el altruismo, el asociacionismo, la denuncia y la reivindicación, es la expresión de la solidaridad directa y, por último, tenemos la esfera Familiar o particular, cuya característica es realizar los cuidados informales y dar expresión particular, concreta y afectiva a las relaciones de reciprocidad.
El problema, sin embargo, no es la difuminación coyuntural como consecuencia de la hibridación entre actores en presencia, ya que esta hibridación forma parte de la compleja vida social en democracia. La cuestión es que se está produciendo, bajo la dirección de un poder político y administración que favorece el despliegue y la penetración de las grandes empresas en el campo de lo social, la perversión de la identidad del resto de los actores presentes.
Pervierte la naturaleza del Estado Social; pervierte la naturaleza de la iniciativa social; pervierte la naturaleza del mundo familiar; y lo hace hasta tal punto, que muchas de las decisiones de estos actores no están marcadas por su naturaleza esencial. La difuminación acaba eliminando los perfiles propios de cada uno de los actores, a excepción del mercado.
Hoy en día, las multinacionales, las grandes empresas y corporaciones del sector no lucrativo se están quedando con todos los servicios sociales públicos o privados que les resultan rentables. Por un lado, los servicios mercantilizados que van dirigidos a aquellos los sectores de la población que puede adquirirlos en el mercado libre y, por el otro, todos aquellos servicios que el Estado pone en manos de estructuras privadas y que producen beneficios, dejando para la «beneficencia» pública y privada la atención de las personas con recursos insuficientes.
Si aquellos sectores progresistas que son elegidos para garantizar una serie de servicios a la ciudadanía, como ocurrió en el breve interludio del gobierno de MAS Madrid, lo hacen sin un modelo propio, diferente del que orienta a los gobiernos conservadores, «la mano invisible» del mercado seguirá creando las condiciones para que sus propuestas resulten inevitables, e irá estableciendo el lugar que deben ocupar el resto de los actores sociales, sean de la iniciativa social como de la propia Administración pública.
Uno de los factores que engrasan el modelo neoliberal es la existencia de una tupida trama de relaciones, en las que un número de personas reducido, representativas en sus respectivas esferas, ocupan de manera simultánea espacios y desempeñan papeles muy significativos en el resto de esferas —grandes ONG, fundaciones, partidos políticos, sindicatos, universidades, empresas— y, poco a poco, van tejiendo entre ellas una serie de relaciones amables en las que el conflicto da paso a la conciliación, y la elección de un lado a la equidistancia.
En esta dinámica ¿qué ocurre a diario en ese mundo complejo, rico y heterogéneo de las ONG? especialmente difícil es la situación que viven las pequeñas organizaciones territoriales, aquellas que vienen desarrollando intervenciones sociales complejas con un gran compromiso con su actividad, pero que por alguna razón no forman parte de esa elite que cuenta con apoyos importantes y seguros en los gobiernos, en el mundo de la empresa o en la iglesia. En este mundo de la iniciativa social el miedo a perder el trabajo, unas condiciones laborales precarias y la inseguridad financiera son permanentes. Tienen siempre encima de sus cabezas la espada de Damocles, situación a la que contribuye el tipo de regulación de las subvenciones públicas, el sistema de contrataciones e, incluso, el tipo de gestión de los sellos de calidad.
Y estas situaciones se agudizan ahora ya que en las actuales circunstancias, aprovechando la situación generada por la COVID 19, determinados sectores económicos y políticos pretenden dar una vuelta de tuerca en su afán de liquidar las bases del Estado de bienestar y dar paso a la “sociedad de bienestar” también conocida como “sistema mixto de bienestar”, que supuestamente estaría en condiciones de superar los defectos y excesos del primero. Todo ello dentro del espíritu neoliberal que llevó a algún autor a proclamar eufórico: «hagamos al Estado Social tan pequeño que podamos ahogarlo con nuestras propias manos en la bañera».
No es difícil observar que las actuaciones que se adoptan por parte de los gobiernos en contextos excepcionales suelen poner de manifiesto cuáles son sus verdaderos objetivos, mientras que en situaciones serializadas éstos no son tan fáciles de descubrir. Las crisis de emergencia son utilizadas por el poder para implementar sus proyectos en su estado puro, conscientes de que los ciudadanos están predispuestos a bajar la guardia y aceptar que se atente contra sus derechos básicos con tal de superar entre todos la grave situación y ello en el convencimiento de que serán medidas coyunturales. Aún conviene recordar las medidas adoptadas con ocasión de la crisis financiera de 2007.
La pandemia ha puesto en evidencia las debilidades de los sistemas públicos madrileños, en materia de sanidad, educación, garantía de ingresos, alimentación, vivienda, servicios sociales/dependencia, residencias de mayores o migraciones. Tantos años negando el pan y la sal a lo público para acabar descubriendo que hoy, cuando es más necesario, se encuentra a punto del colapso. Lo cierto es que una administración capaz de dar respuesta a situaciones como la actual no se improvisa; requiere leyes meditadas, acompañadas de sus correspondientes desarrollos reglamentarios; estructuras administrativas vivas y elásticas; cultura de servicio público y un conocimiento acumulado de forma sistemática.
Pero si nos detenemos en las medidas que se están adoptando, en la dramática situación generada por la COVID 19 por los gobiernos autonómico y municipal de Madrid, descubriremos las verdaderas intenciones de sus dirigentes cuando de manera continua se refieren a la colaboración público-privada. Se han dedicado a improvisar, poniendo en marcha medidas puntuales, ocurrencias de última hora guiadas por razones de márketing. Todas ellas orientadas a debilitar los servicios públicos esenciales: ¿se produce un repunte en los contagios? En vez de fortalecer la atención primaria de salud se reabren los pabellones del IFEMA; ¿se necesitan rastreadores para detectar la COVID 19? Se contrata con trámite de urgencia a unas empresas conocidas por su especialización en materia sanitaria, como son Telefónica e Indra; ¿hay que incrementar el número de PCR? Lo llevará a cabo el grupo empresarial Analiza; ¿se cierran los colegios a causa de la pandemia? Inmediatamente la Consejería de Educación organiza un dispositivo para que los alumnos cuyas familias tenían precio reducido de comedor por percibir la Renta Mínima de Inserción, recojan su comida en los locales de Telepizza, multinacional experta en alimentación saludable y sostenible.
Hay quien quiere ver en estas medidas meras ocurrencias, que lo son; pero por otro lado reflejan de manera nítida cual es el punto de fuga que guía a nuestros gobernantes. Merece especial atención, por su mezquindad la forma en que se ha abordado la situación de las Residencias de Mayores en las que, no olvidemos, se ha producido la muerte de 7.291 mayores, cuando lo cierto es que la única preocupación desde la Consejería de Políticas Sociales ha sido privatizar y reducir el coste de las plazas. Mención aparte merece la forma de implementar el Ingreso Mínimo Vital aprobado por el gobierno de la nación recientemente: la Consejería de Políticas Sociales, Familias, Igualdad y Natalidad ha enviado, en pleno verano y con una administración mermada, un requerimiento a las 22.493 familias perceptoras de la actual Renta Mínima de Inserción conminándolas a presentar por registro copia de la solicitud del nuevo Ingreso Mínimo Vital, en el plazo de 10 días, con la amenaza de que en caso contrario se procederá a la suspensión cautelar y posterior extinción definitiva del derecho. Esta decisión atemoriza y pone en riesgo vital a miles de familias cuyo único ingreso depende de esta prestación. Tal y como denuncia la organización ‘RMI Tu Derecho’ en vez de aprovechar la nueva prestación de la Seguridad Social para complementar el Ingreso Mínimo Vital, están aprovechando la ocasión para reducir el gasto social de la Comunidad de Madrid.
En resumen, la situación les está sirviendo para seguir avanzando en los procesos de mercantilización y privatización de servicios públicos esenciales, realizando asignaciones de contratos a dedo y con precios desorbitados y, simultáneamente, continuar impulsando nuevas formas de neofilantropía.
El afán diario de todos los políticos de la derecha en nuestra región es este: atacar al gobierno de la Moncloa y hacerse propaganda, abandonando clamorosamente su responsabilidad sobre la Administración Pública y dejando en manos de los técnicos la resolución de problemas que precisan decisiones políticas y, por supuesto, sin atender las propuestas técnicas que estos realizan cada día para poder dar las respuestas adecuadas a las nuevas necesidades.
Hemos tenido ocasión de comprobar los esfuerzos personales de miles de profesionales de los sistemas públicos, en especial del sistema sanitario, sin olvidar, educación, empleo, policía, limpieza, servicios sociales, transporte etc. Este compromiso ha permitido acometer con dignidad las situaciones surgidas. Hemos visto a unos empleados públicos exhaustos que han sido abandonados a su suerte. No es todo. Hemos visto la solidaridad vecinal que surgía de manera espontánea, intentando cubrir muchos de los huecos dejados por la Administración. Un ejemplo ha sido la respuesta vecinal a la necesidad de alimentos de miles de personas.
Para terminar, podemos añadir que en un contexto de pensamiento único, como el que acabamos de describir, en el que al parecer todos queremos unos Servicios Sociales justos y benéficos, obviando los intereses contrapuestos en presencia, es inexcusable promover una cultura alternativa, impulsar una acción ideológica y práctica que cuestione los dogmas conservadores favorables a la primacía de un mercado apoyado por la intervención estatal, manteniendo la defensa de las conquistas sociales encarnadas por los Estados de bienestar como organizadores de la solidaridad colectiva y como factores activos contra las desigualdades. Es primordial hacer valer el papel redistribuidor del Estado y sus sistemas de protección social.
Viejas sensaciones para tiempos nuevos
30/07/2020
José Luis Mateos
Sociólogo, sindicalista, miembro de la Fundación Andreu Nin
El estado de alarma queda lejos y también el obligado confinamiento. En ese tiempo pudimos ver como se modificaban nuestras percepciones, como las dudas y las preguntas corrían una suerte parecida, hemos distinguido la actividad económica socialmente necesaria y la parasitaria, la primacía de lo productivo y distributivo sobre lo especulativo. Percepciones, eso sí, repletas de subjetivismo pero instaladas en esa especie de apogeo de la ciudadanía solidaria (los aplausos de las 20 h. eran su expresión activa). Sin embargo, se empieza a promover una visión compensadora de los dramas que se están viviendo: «somos un gran país, de esta crisis saldrá una sociedad mejor, ¿nuestra sanidad? ¡de las mejores del mundo!…» Una forma de evitar comprometidas preguntas sobre ¿qué nos encontraremos fuera?, ¿cómo será la “nueva normalidad”? Simultáneamente comienza la rebelión preventiva –con rumor de cacerolas- de las clases ricas. Es un toque de atención, comienzan a posicionarse ante el tablero social y político. En fin, el negocio no puede pararse y la disciplina laboral no debe olvidarse.
Es posible que a día de hoy sea complicado imaginar la dimensión y la intensidad del conflicto que se avecina. Los efectos de la crisis son impredecibles, nos falta perspectiva, la posibilidad de contemplar el cuadro completo. Esta previsión bien la señalaban Del Olmo y Flores, los promotores del debate y sin que esta cualidad implique renuncia a cambios globales en la distribución social del poder. Y sin embargo, sería bueno concentrar la perspectivas de los “cambios de mañana” (globales y alternativos) en la dinámica de los “cambios de hoy” (Plan de Reconstrucción y escudo social).
Una impresión bastante extendida es que esta experiencia ya lo hemos vivido y, sin embargo, todo será nuevo, desconocido, lo que aumenta la inquietud. Es natural que algunos personajes de los grupos sociales dominantes pongan voz a las preocupaciones de los mismos. Pero 2008 queda lejos, entonces había que dejar en suspenso la economía de mercado o refundar el capitalismo, discursos que hoy el rubor no permite repetir (más allá de alguna alusión a Keynes). Están obligados a encontrar formulaciones que se anticipen a un conflicto social agudo.
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Pero el retorno a la antigua normalidad –estabilidad prolongada o indefinida- no se producirá, nada será igual, incluso, peor que lo ya conocido. Digamos que lo normal serán los efectos combinados de una crisis múltiple (ecológica, económica, social y también política, además de la sanitaria no resuelta). Si la “nueva normalidad” la entendemos –en el mejor de los casos- como un proceso de reconstrucción social y económica no procede abordarla en el marco del dilema: volver a la situación anterior agravada o, luchar por otro modelo social y económico. De entrada, volvemos a la situación anterior agravada. Por eso, ni temporal ni espacialmente son excluyentes. De un lado la realidad y dentro de ella, la voluntad de cambiarla.
Es una ilusión pensar en soluciones parciales de la crisis múltiple (sin renunciar por ello a mejoras económicas, sociales o ambientales, siempre conquistas de la lucha social); pues solo desde la primacía de la política se pueden imaginar los cambios necesarios. Pero la política pocas veces muestra la hegemonía de lo coherente, lo razonable, lo sostenible, lo humano… Es la relación de fuerza entre los diferentes grupos sociales quien decide, en última instancia.
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Y en el ámbito de lo político es imposible ignorar la crisis de régimen: crisis del régimen de la Reforma o de la Transición, si se prefiere. De la misma forma que las crisis del capitalismo nunca cuestionan el sistema capitalista o que la constatación humana de la barbarie neo-liberal implique, necesariamente, su derrota; el régimen político puede vivir una crisis exasperante, estructural, tener síntomas de agotamiento y en cambio, ser más poderoso de lo que aparenta, no tener caducidad aparente. Su crisis es prolongada y sin embargo no se siente amenazado. La coalición de fuerzas capaz de contraponer la democracia a la Constitución no está articulada y no es consciente de su necesidad y de su potencial.
Y sin embargo la crisis existe y más allá de los efectos de la crisis económica sobre la estructura política del país, el descrédito –del régimen- tiene componentes institucionales (Corona, Justicia, FCSE…), jurídico-normativos (sistema electoral no proporcional, involución de las libertades, negación del derecho a decidir, impunidad de las élites, Constitución no garantista de derechos, voto rogado…), económicos y sociales (ruptura del contrato social del ’78, enajenación del patrimonio público, identidad institucional con los poderes oligárquicos, corrupción estructural, expansión de la pobreza y la exclusión social…) y hasta un componente de origen histórico (mantenimiento de la impunidad del franquismo). La anterior crisis alumbró la idea de que ya no se trataba de cambiar la Constitución sino de cambiar de Constitución. Idea caída en cierto desuso.
Lo que más ha contribuido a la alteración de los equilibrios sociales tiene que ver con la relativa expulsión de la mayoría social (clases populares) de la Constitución. Una Constitución formal inmaculada y una Constitución real endurecida (reformas laborales, leyes “mordaza”…). Sin duda, resultado de la conspiración permanente de las élites oligárquicas contra los derechos de la ciudadanía. La Constitución es un guante adaptado a las exigencias de los grupos sociales dominantes, los que han vulnerado el contrato social vigente desde la Transición. Por tanto, no debe sorprender la pérdida de base social del régimen.
Sin crisis de régimen no se entendería la frenética actividad para-golpista de la Guardia Civil, ni la amenaza de la Judicatura sobre el Gobierno, tampoco la cumbre empresarial admonitoria, ni a los medios ejerciendo como altavoz cómplice de la conspiración en curso, un festín al que se suma la Iglesia y una monarquía preocupada de su futuro. Es obvio, a ninguno de estos actores les gusta el Gobierno de coalición. Ni el 8 de marzo. La derecha política (Vox siempre, el PP casi siempre y Cs algunas veces) ha estimulado esa deriva antidemocrática y que aún, habiendo fracasado, muestra sus peligrosas inclinaciones para el futuro inmediato.
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Hay pocas dudas de que estamos ante una alianza de fuerzas pro-oligárquicas, con un proyecto de restauración clasista (con clases pero sin conflicto entre ellas) y con un programa reaccionario. Abandonada la estrategia golpista, quieren imponer sus ritmos e la “nueva normalidad”, al proceso de reconstrucción social y económica, determinar el destino de los fondos de reconstrucción de la UE, limitar el alcance del escudo social al Ingreso Mínimo Vital, mantener la reforma laboral y blindar los intereses económicos y fiscales de las rentas altas y las grandes corporaciones. Las políticas neo-liberales seguirán siendo su referencia, ahora sin disfraz democrático.
Cuando los ERTEs acaben seguirán apostando por los despidos, por endurecer las condiciones de trabajo, mantener la involución en la distribución social de la renta (como alguna vez dijo E. Aguirre: la desigualdad es positiva, el problema es la pobreza). Con la pantalla de la colaboración público-privada (de resultados nefastos para la salud pública) seguir con la privatización de la sanidad, con la reducción de inversiones en la escuela pública y ventajas para la concertada, los servicios sociales y la ley de Dependencia al servicio de la red privada y de su lucrativo negocio (un auténtico Auschwitz geriátrico), que los desahucios continúen y sigamos sin un parque público de vivienda social… Pero no se pueden atacar las condiciones de vida de la mayoría social sin imponer, a su vez, la coerción sobre la protesta social, la represión sobre cualquier forma de disidencia. Neo-liberalismo y neo-fascismo irán de la mano, pero mostrando que cualquier resquicio de democracia es un estorbo para los intereses que su proyecto representa.
En fin, nada nuevo tienen que ofrecer al conjunto social. Sus soluciones aceleran el proceso de concentración de la riqueza. Lo más urgente, para ellos –que no se detenga la máquina- es asegurar el trasvase de recursos: de las rentas salariales a los beneficios empresariales (reforma laboral), de lo público hacia lo privado (privatización servicios públicos) y de los países periféricos a los “frugales” (deuda).
No deja de existir una cierta criminalidad suicida en el comportamiento de las clases dominantes hasta el punto de que la legitimidad de su dominación ocupa un lugar secundario en sus preocupaciones, por detrás de la invulnerabilidad. No es ajeno el hecho de que se produzca cierto aislamiento de la derecha política respecto de la derecha económica: El reciente acuerdo de CEOE y CEPYME con los sindicatos y el Gobierno o la aprobación por la UE de los fondos de reconstrucción muestra que caminan de forma desacompasada (el PP de Casado, no está a la altura).
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Pero no han ganado y ni siquiera tienen el gobierno. No nos equivoquemos, tampoco nosotros. En gran medida este gobierno expresa el compromiso por incorporar al régimen a la mayoría social sin que signifique que sea el gobierno de la mayoría social. Es un gobierno que, de momento, se encuentra condicionado por la izquierda aunque el compromiso pudiera romperse en favor, claro, de un condicionamiento superior por la derecha. Asuntos como el tratamiento que se dé a la crisis de la monarquía o la orientación de los fondos de reconstrucción de la UE nos darán una idea, más precisa, sobre el mantenimiento de los compromisos gubernamentales con la izquierda.
Es por ello que las garantías de cualquier impulso democrático, de garantizar los derechos humanos o avanzar en justicia social no se encuentran –exclusivamente- en el gobierno de coalición sino en el protagonismo que adquiera la movilización social. Sin ella el gobierno sería, sin dificultad, fagocitado por las élites.
Formamos parte de un Estado plurinacional en un espacio político europeo al que también urge la transformación. Pero el sentido de las transformaciones y los protagonistas de las mismas están por determinar. Para unos, reformas con forma de recortes, privatizaciones, desigualdad, pobreza y exclusión social; “intereses generales” que amparan privilegios sin cuento de una minoría parasitaria. ¿Cómo lograr que las transformaciones se orienten en dirección democrática? ¿Qué hacer para que la mayoría social sea la protagonista de los cambios?
Sabemos que la movilización de la sociedad no se sostiene indefinidamente (todavía tiene formas incipientes), que su continuidad y fortaleza necesita perspectivas, grupos sociales (y clases), alianzas y todo aquello antiguamente definido como elementos estratégicos para el gobierno del conflicto social. Ningún cambio económico, social o ambiental en sentido democrático, podría consolidarse al margen de cambios de naturaleza política.
No todos están interesados en los cambios democráticos. Trabajadores en huelga para defender los puestos de trabajo, impedir despidos, eliminar la precariedad, exigir nacionalizaciones, oponerse a la deslocalización, reducir la jornada de trabajo, combatir las diferencias de género… Ese mismo grupo social defenderá la reversión para lo público de la sanidad privatizada, la escuela pública sobre la privada-concertada-religiosa, la red pública de servicios sociales para atender la dependencia y los cuidados, la revalorización de las pensiones, la universalidad de una renta básica, rechazar los desahucios y crear un parque público de viviendas sociales… Y así, hasta una profunda reforma fiscal que reduzca, al menos, los privilegios de las élites.
Frente a esas tendencias estará la alianza de las élites, con todos los grupos oligárquicos y no tan oligárquicos defendiendo su idea de país. Al pensamiento neo-liberal no le fascinan ni pactos ni compromisos, aunque participe de ellos. Entienden que el poder económico, ideológico y político no puede ser compartido y la necesidad de su concentración obedece a su propia naturaleza destructiva. En cambio, el bloque social necesario que les enfrente no está articulado. Es tarea de la izquierda social darle forma, ser su protagonista y animador.
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En su existencia el 15-M desbrozó caminos e ideas que poco o nada fueron explorados: Nuevo proceso constituyente vs régimen del ’78, democratización y sostenibilidad de la economía vs neo-liberalismo y recuperación del Estado de Bienestar vs expolio de lo público. Pero el 15-M carecía de contornos de clase y su expresión política transitó, aceleradamente, de la ética de la lucha a la ética de la gestión. Aquella agenda del cambio se frustró. Rescatemos ideas y objetivos pero busquemos nuevos protagonistas. Es hora de sindicatos.
En una situación así la modernización económica deja de ser cuestión técnica para ser política. Es decir, sometida a pugna de intereses. No se puede reducir la desigualdad, la pobreza y la exclusión sin abordar asuntos intensamente conflictivos: Seguirá siendo necesaria la creación de un sector económico-productivo público, un plan de urgente reindustrialización inmerso en la transición hacia una economía ecológica y sostenible, la inversión en investigación, la creación de una banca pública o la reforma fiscal progresiva. No olvidemos la derogación de la Reforma Laboral ni la universalización de los servicios públicos y los derechos sociales. Una política de rentas (SMI, pensiones de la Seguridad Social, Renta Básica) sería insuficiente sin todo lo que precede.
El conflicto social venidero exige el protagonismo de los olvidados, poner en plano preferente las nuevas formas de explotación laboral y de vida precaria, el retorno del perfil de clase (pero no como grupo social más vulnerable o más desfavorecido, siempre tratado como objeto pasivo de la acción política). Es alentador que las agresiones reciban respuesta: Nissan, Alcoa, Airbus, Siemens… Ese perfil de clase junto al feminismo y el ecologismo (en nuestro caso habría que añadir la lucha por los derechos de las naciones sin Estado), es la base de un bloque social por la democracia y los derechos humanos, punto de partida para una nueva distribución social del poder. En la perspectiva ¿larga? de una sociedad y un estado sin reyes.
Reconstrucción y presupuestos: UE y España
16/07/2020
Javier Doz
Miembro del Comité Económico y Social Europeo por CCOO
Los próximos días 17 y 18 de julio se va a celebrar una cumbre del Consejo Europeo muy importante para conocer el alcance de la implicación de la UE en la recuperación de las economías y las sociedades europeas de la peor crisis de su historia y, también, para calibrar el futuro de la propia Unión. La cumbre debería aprobar, ya con retaso, el Marco Financiero Plurianual (MFP) 2021-2027 e, insertado en el mismo, la propuesta de la Comisión Europea de Plan de Recuperación “Nueva Generación UE” (NGUE).
En el momento de escribir estas líneas, no parece que las concesiones que el Presidente del Consejo, Charles Michel, ha hecho a los “cuatro frugales” en su propuesta, ni las peregrinaciones de los primeros ministros de los países del Sur a La Haya para entrevistarse con Mark Rutte, hayan modificado la intransigencia del líder de ese grupo de países. Las diferencias afectan a la cuantía global, a las subvenciones y al reparto por países. Sus heterogéneas coaliciones de gobierno, lideradas en Holanda y Austria por partidos de la derecha liberal y en Dinamarca y Suecia por partidos socialdemócratas, se caracterizan por su oposición a una mayor integración europea y al cultivo de un nacionalismo que quiere sólo las ventajas del mercado único y ninguna de sus obligaciones.
Acaban de obtener una victoria importante al colocar como presidente del Eurogrupo, frente a Nadia Calviño, a Paschal Donohoe, Ministro de finanzas de Irlanda, país que junto a Holanda y Luxemburgo forma un grupo muy informal pero repleto de canales financieros subterráneos, el grupo de los tres mayores paraísos fiscales en suelo de la UE. Sólo la capacidad de presión de Alemania y Francia, si se deciden a utilizar todas sus armas, podría alejar esta cumbre del fracaso o de unas malas conclusiones.
Mientras, en España, la Comisión parlamentaria para la reconstrucción social y económica terminó, el 3 de julio, sus trabajos logrando sus conclusiones el apoyo de sólo el PSOE, UP y Cs pero no de nacionalistas e independentistas ni del PP, y el rechazo frontal de Vox. Pero la aplicación de sus principales conclusiones está condicionada, sean cual sean los textos finales y los votos del Pleno del Congreso del 22 de julio, a la aprobación del MFP 2021-2027 y del NGUE de la UE. Y, por supuesto, a que el Gobierno tenga una mayoría parlamentaria que permita abandonar los remendados presupuestos de Montoro de 2018, inservibles para insertar en ellos los programas y proyectos que pueden ser financiados con los fondos europeos.
Porque nuestro Plan de Reconstrucción depende del NGUE y de los presupuestos europeos, de que nos lleguen los 140.446 M€ (77.324 de subvenciones y 63.122 de créditos), estimados en base a la propuesta de la CE o los que finalmente nos toquen, según se le permita hacer a Rutte y la nueva “banda de los cuatro”. Baste recordar que, según las Previsiones de Primavera de la CE, España pasará de tener una deuda pública del 95,5% del PIB en 2019 a otra del 115,6% a finales de 2020.
Crisis de la pandemia y Gran recesión: diferentes respuestas
Hay que constatar una diferencia muy importante con lo sucedido en la Gran Recesión iniciada en 2008. Entonces, tras un periodo en el que se dejó arrastrar a regañadientes por las medidas keynesianas adoptadas por las cumbres del G20, haciendo muy poco y casi nada solidariamente, la UE se embarcó, a partir de mayo de 2010, en las políticas de austeridad extrema que hicieran recaer en la recesión a numerosos países además de producir deterioro laboral y social y divergencia entre los Estados de la UE. Le acompañó la política monetaria del BCE de Trichet que no tuvo empacho en volver a subir dos veces los tipos de interés en 2011 como ya lo había hecho en 2008. Algunas de las consecuencias sociales de aquella muy equivocada política y de sus recortes en los servicios públicos fundamentales, aplicada sin alternativas por el Gobierno de Zapatero y con convicción por el de Rajoy, las seguimos sufriendo hoy, como los que han debilitado al Sistema Público de Salud, esencial frente a la pandemia de la Covid-19.
Ahora, sin embargo, la CE ha reaccionado en un sentido contrario y con celeridad. Tras reunir 38.000 M€ de remanentes de los presupuestos vigentes para atender a la emergencia sanitaria[1], aplicó, el 13 de marzo, la cláusula de suspensión general del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (de sus techos de déficit y deuda) y diseñó un primer Plan de 540.000 M€ de préstamos blandos[2]. El 28 de mayo se hizo pública la propuesta de Plan de Recuperación de 750.000 M€: 500.000 M€ en transferencias directas y 250.000 M€ en créditos.
El reparto entre los países miembros se quiere hacer según las necesidades derivadas de la situación económica, social y sanitaria. Su objetivo general se define así: “Una recuperación colectiva y cohesionada que acelere la doble transición ecológica y digital no hará sino fortalecer la competitividad de Europa, su resiliencia y su posición como actor mundial. Es por ello que la solidaridad, la cohesión y la convergencia deben macar la recuperación de Europa”.
Las subvenciones y los créditos están condicionados a su aplicación a programas y proyectos que tengan que ver con los objetivos señalados y con otros como las infraestructuras y equipamientos sanitarios, los planes de I+D+i, la mejora de la educación y la lucha contra la pobreza. Es decir, con los fondos de NGUE cabe la financiación de una buena parte de las inversiones de los Presupuestos del Estado Español de los próximos tres años. Desde el proceso de transición hacia un sistema energético limpio y renovable o un programa para que todas las familias tengan acceso a Internet y a equipos informáticos hasta un plan de eficiencia energética de las viviendas, pasando por la financiación de cuanto proyectos biomédicos sean necesarios u otros rubros de investigación, programas ampliados de financiación de la innovación en las pymes o de lucha contra la pobreza infantil.
Estas son las condiciones. No se van a recibir subvenciones a fondo perdido ni créditos para financiar el déficit presupuestario sin más. El Plan de la UE financiará proyectos coherentes con sus objetivos. Las condiciones no son las que el PP, torpemente, ha insinuado: que no se toque la reforma laboral o que no haya una reforma fiscal progresiva.
Por fin, deuda europea
Pero el mayor avance lo supone la financiación del Plan. El gobierno alemán, tal vez porque no había otro remedio, ha aceptado finalmente que se haga con deuda europea. Se ha traspasado una de las principales líneas rojas de las últimas décadas. Los 750.000 M€ se devolverían a partir de 2028 (de 2026 en la propuesta de Michel) con nuevos recurso propios de la UE.
Se podría decir que la magnitud de la crisis económica requeriría un plan más ambicioso. El PE había propuesto llegar a los dos billones de euros. Pero, además de subrayar el exceso de la parte de los créditos -790.000 M€, contando el plan del 28 de mayo-, la crítica más importante es la tardanza en su implementación. Los recursos se necesitan ya, para evitar una destrucción importante del tejido productivo. Sólo se podrían anticipar a 2020 los 31.000 M€ del Instrumento de Ayuda a la Solvencia[3]. El encaje de NGUE en el MFP 2021-2027 prevé gastar el 70% del mismo entre 2021 y 2022, y el 30% restante en 2023. En comparación, la mayor parte del primer plan de estímulos fiscales del Gobierno federal de los EEUU, dotado con 2,1 billones de dólares, está ya gastado.
Política monetaria: Lagarde en la senda de Dragui
El BCE, presidido por Christine Lagarde sigue la política monetaria expansiva que impulsó Mario Dragui, a partir de 2012, con lo cual se podría alcanzar lo que el italiano reclamó en vano durante muchos años: la conjunción de políticas monetarias y fiscales del mismo signo expansivo; aunque la lentitud de la respuesta fiscal les va a hacer perder eficacia. Incluso es más contundente, porque el BCE va a comprar, hasta finales de 2020, deuda pública y privada por un valor total de 1,71 billones de euros, de los cuales 1,35 B€ en función de las necesidades financieras nacionales. Al mismo tiempo, seguirá proporcionando liquidez ilimitada a los bancos, con tipos de interés negativos tanto para sus depósitos en el BCE como para concederles créditos para que presten[4].
Presupuestos plurianuales 2021-2027
Respecto a los próximos presupuestos plurianuales de la UE, en los que se inserta NGUE, hay que ser muy críticos y decir que las cosas están yendo a peor y así pueden seguir, aunque entre 2021 y 2023 quedará compensado por el impacto del NGUE. Se partió de una propuesta inicial regresiva, formulada por la CE en mayo de 2018, con ingresos y gastos globales de 1.134.583 M€[5]. Comparado homogéneamente con el MFP 2014-2020 (sin el Reino Unido) significaba pasar del 1,16% de la Renta Nacional Bruta (RNB) de la UE27 al 1,11%, sacrificando las políticas de cohesión (-10%) y la PAC (-15%). Con ello se continuaba con una línea descendente del gasto en relación con la RNB, iniciada a finales del Siglo XX. Tanto el PE como el CESE, rechazaron esta propuesta y pidieron que el MFP 2021-2027 aumentara un 12%, hasta alcanzar el 1,3% de la RNB.
En la propuesta que la CE realizó el 27 de mayo, junto a la del NGUE, el monto global se reducía a 1,1 B€ y en la de compromiso de Michel a 1,074 B€. O sea, que una vez consumido el NGUE, en 2023, los presupuestos serían los de una Unión muy disminuida.
Pero la propuesta del Presidente del Consejo contiene otras concesiones criticables. La principal, el mantenimiento de los “cheques” que, a rebufo del aireado “cheque británico” que arrancó Margaret Tatcher, consiguieron los países que más contribuyen por ser más ricos. Cinco países, Alemania y casualmente los “cuatro frugales”, dejarán de aportar, en los próximos siete años, 45.353 M€ de lo que les correspondería en función de su riqueza y población[6]. Tras el Brexit hubiera sido lógico el fin de los “cheques británicos”, pero no. Y la más peligrosa, la de que los planes nacionales de recuperación que deberá elaborar cada Estado miembro para recibir los fondos, sean aprobados por el Consejo, a propuesta de la CE. En lugar de sólo por la Comisión y supervisados en el marco del Semestre Europeo. Aunque el procedimiento de aprobación será por mayoría cualificada, un Rutte crecido está pretendiendo, nada menos, que se haga por unanimidad para ostentar un derecho de veto.
Algunas conclusiones y sinergias
A la espera de conocer los resultados de la próxima cumbre, si ésta o las siguientes no desfiguran en exceso el contenido de NGUE y España puede recibir una cantidad más o menos equivalente a la que le correspondía en los cálculos iniciales de la Comisión, ésta representaría una importante y necesaria ayuda para la reactivación de la economía española. Debería llevar aparejado el asentamiento de las bases de un cambio de modelo productivo que nos lleve a una economía sostenible tanto desde un punto de vista ambiental como social. El reto de la neutralidad climática en 2050 es enormemente ambicioso.
Tiene que venir acompañado de otros retos igualmente importantes como: el fortalecimiento del tejido industrial a través de políticas industriales nacionales y europeas con producción energética y transportes limpios, el del empleo de calidad, el dar un salto real en nuestro sistema de I+D+i y en la conexión entre un sistema educativo de mayor calidad y el tejido productivo, el de la mejora de la calidad y las capacidades de los servicios públicos, empezando por el de salud, o el de unas políticas sociales y de cuidados más avanzadas que sepan extraer todas las lecciones de la trágica pandemia. El desarrollo de los contenidos del Pacto para la Reactivación Económica y el Empleo, recientemente suscrito entre CCOO, UGT, CEOE/CEPYME y el Gobierno debería ayudar a definir una parte de los contenidos del cambio de modelo y a construir sinergias que articulen las políticas presupuestarias europeas y españolas en los próximos años.
Notas:
[1] De ellos, 4.145 M€ le corresponden a España.
[2] El Plan, presentado el 23 de abril por la CE ha entrado en vigor en junio, tiene tres secciones: a las finanzas públicas de los Estados, a través del MEDE, por valor de 240.000 M€ (España podría recibir, en las dos líneas establecidas, hasta 35.000 M€ en créditos); a las empresas, a través del BEI, por valor de 200.000 M€; SURE para financiar los ERTES y equivalentes, por valor de 100.000 M€.
[3] Con este dinero se pretende aumentar las garantía crediticia hasta 66.000 M€ para que el BEI conceda una línea de crédito de hasta 300.000 M€
[4] La “facilidad de depósito” está en el -0,50% y la de “crédito” (a un día) en el -0,25%, mientras que para que los bancos puedan prestar a largo plazo, las TLTRO (Targeted Longer-term Recinancing Operations) tienen tipos entre -0,50% y -1,0% y para respaldar su liquidez o para que compren deuda, a través de las PELTRO (Pandemic Emergency Long-term Refinancing Operations) los bancos pueden obtener créditos al -0,25%.
[5] Las cifras se expresan en euros constantes de 2018, aunque correspondan a un período posterior de siete años.
[6] El monto total de los cheques, expresado en euros de 2020, se distribuye así: Alemania, 25.697 M€; Holanda, 11.032 M€; Suecia, 5.586 M€; Austria, 1659 M€ y Dinamarca, 1.379 M€.
Consenso y coerción
14/07/2020
Marga Ferré
Presidenta de la FEC (Fundación Europa de los Ciudadanos) y miembro de la red europea de pensamiento crítico Transform!
Intervenir en la economía y acabar con el Estado clientelar
Este debate en Espacio Público comenzó en torno a la supuesta contradicción entre posibilismo y utopía. Mi postura está más cerca de la defensa de la capacidad de soñar de Marià de Delàs y lo está porque, en mi opinión, el capitalismo se ha vuelto tan absurdo que imaginar formas distintas de organizar el mundo se me antoja un ejercicio de racionalidad cartesiana.
Un desastre global de las dimensiones de esta pandemia hace que una enorme mayoría reclame lo que es lógico, racional, un estado que proteja y redistribuya, unos servicios públicos universales y repensar el modelo productivo de un país de precarios que va a la deriva. Es un nuevo sentido común, un consenso social que entiende que hay que cambiar el rumbo, pero… lo que sostengo en este artículo es que con que exista ese consenso, no es suficiente.
Si el capitalismo español no quiere colaborar (ni impuestos a grades fortunas, ni derogación de reformas laborales, ni condiciones a los préstamos, ni contrapartidas a los rescates…) habrá que obligarle. Consenso y coerción, la Iglesia y la Espada que decía Maquiavelo. No hace falta solo el sentido común, el consenso social, sino su némesis, la coerción necesaria para que se cumplan leyes justas, para barrer las telas de araña de las redes clientelares y poner la Administración al servicio del pueblo.
Ninguna de las buenas ideas que surgen para salir más fuerte como especie de esta crisis se van a hacer por la buena voluntad de la mano invisible del mercado. Pensar e impulsar un nuevo modelo productivo, frenar el cambio climático o un sistema de cuidados requiere, indefectiblemente, la intervención pública en la economía. Es lo racional.
Lo que no lo es, es ver a Úrsula Von der Leyen hablar de la necesidad de “nacionalizar temporalmente empresas” con el descarado objetivo de socializar las pérdidas y regalar al capital el saneamiento de sus cuentas. No tienen vergüenza, y hoy, que la inyección de cantidades cósmicas de dinero a los mercados demuestra que dinero hay, haríamos bien en no dar por asumida la irracionalidad con la que los de la mano invisible suele robarnos a todos.
Recuperar cierta tradición socializadora en lo económico tras una pandemia que ha re-descubierto la necesidad de un Estado que proteja, parece una idea acertada. Siendo estrictamente cartesianos, toca la intervención pública en la economía y para ello ya hay herramientas legales sorprendentemente vigentes tras décadas de neoliberalismo: Recuperación y creación de empresas públicas en sectores estratégicos y necesarios para la vida; revertir las privatizaciones en sanidad, educación y residencias; participación pública en empresas que redirijan el marco productivo e impulsar la economía social. Es económicamente viable, técnicamente posible y socialmente justo.
Claro que, antes habrá que arreglar la casa:
Si una sueña, como yo lo hago, con una España justa, igualitaria, solidaria, productiva, feminista, sostenible, radicalmente democrática y sin prostíbulos, el primer y previo paso a dar, a mi entender, es acabar con la perversa relación entre lo público y lo privado que ha determinado de forma secular la configuración del Estado en España.
Intereses privados, virtudes públicas parece ser el motor de una relación parasitara de sectores económicos con el Estado que, de paso y como consecuencia, lo degradan en su función. No hablo solo de puertas giratorias, síntoma y punta del iceberg de lo que está bajo las aguas, sino de las redes clientelares que han forjado lazos de hierro ente algunos sectores económicos, financieros, mediáticos, administrativos y hasta deportivos en nuestro país. Parece habérsenos olvidado, pero ni la casta, ni la corrupción, ni el clientelismo han desaparecido solo porque el PP perdiera las elecciones. Trágico resulta ver cómo se comportan viendo gente decente en el gobierno.
Tan habitual es esta cancerígena relación que ya no nos espanta ni la forma campechana que el Jefe del Estado ha estafado al fisco o que al Rey le paguen las vacaciones oscuros empresarios. Debería ser motivo de exilio, pero no, hay que proteger, no al Rey no se equivoquen, sino al sistema. Si la punta de la pirámide de la arquitectura institucional en España puede, es un suponer, exigir comisiones y aceptar sobornos y aquí no pasa nada, el mensaje para el resto de la cadena es claro. Todos sabemos que grandes empresas de este país viven de los contratos el estado y que no es una relación inocente, como demostraron los papeles de Bárcenas.
Construir una lex que nos defienda de la impunidad con la que esa relación entre instituciones públicas e intereses privados ha minado la capacidad redistributiva del estado es imperativo y para ello recupero 6 reformas, modestas en lo presupuestario y vitales para limpiar la casa y tener recursos para reconstruirla de forma que quepamos todos: multiplicar por 10 el número y los recursos destinados a Inspectores de hacienda, inspectores de trabajo, tribunal de cuentas, fiscalía anticorrupción y fiscalía de delitos económicos, enmarcado todo ello en una nueva e implacable ley de contratos del estado.
Sentido común es lo que sobraba en las redes cuando, al ver a los ricos manifestándose contra el Gobierno en el barrio de Salamanca, pedían que no enviaran a la policía a dispersar, sino a inspectores de hacienda. Pueden parecer pequeños pasos, pero en el camino correcto viniendo, como venimos, de un Estado que nunca rompió del todo las cadenas que lo unen a las redes corruptas del siglo XX. “Iglesia SA” de Ángel Munárriz y “Franquismo SA” de Antonio Maestre, lecturas obligadas para el que tenga la menor duda.
España puede tener un estado moderno y democrático libre de corruptelas y de las relaciones clientelares que lo pervierten. En este país hay demasiado talento al que se le impide llegar a puestos de relevancia por méritos, hay muchísimas personas capaces y con ganas de construir desde valores cívicos como servidores públicos.
Con recursos suficientes y con capacidad para intervenir en el modelo de desarrollo económico, las posibilidades son infinitas para usar la enorme energía creadora que la clase trabajadora, protagonista de la lucha contra la pandemia, es capaz de generar.
Pongámonos de su parte.
¿Y dónde está la clase social?
10/07/2020
Anibal Garzón
Sociólogo, docente y analista internacional
He podido tener el privilegio, o la desventaja, según como se mire, de participar placenteramente una vez más en los interesantes debates de Espacio Público tras la intervención de más de una decena de colaboradores y colaboradoras. Digo desventaja porque odio repetir ideas anunciadas que comparto, que hay muchas, y que ya han sido expuestas con amplios argumentos. Reiterar puede no ser productivo para el lector. Y digo privilegio porque tengo la posibilidad de hacer un análisis sociológico del discurso hegemónico en este debate para aproximarme qué es visible y qué invisible en la izquierda española del siglo XXI.
Con la posibilidad tecnológica de buscar rápidamente palabras en todas las intervenciones, busqué término Clase (en referencia a clase social), y solamente aparecieron 6 veces, 3 en un mismo párrafo. Parece que el modelo neoliberal de la Escuela de Chicago, e implementado en los años 80 por los Presidentes Ronald Reagan y Margaret Thatcher con su posterior expansión internacional al final de la Guerra Fría, no solo se nos impuso en la estructura económica (infraestructura) con su flexibilización y precariedad laboral sino también en la ideología dominante (superestructura).
Como decía Thatcher “todos somos clase media”, “la sociedad no existe, sino individuos”, o “la meritocracia es el motor económico”. Fue justo el joven Owen Jones en su excelente obra “Chavs: la demonización de la clase obrera”, y más tarde Arantxa Tirado y Ricardo Romero (con nombre artístico NEGA) analizando el contexto español con su ensayo “La Clase Obrera no Va al Paraíso: Crónica de una Desaparición Forzada”, que hacían un una crítica marxista al neoliberalismo recuperando la centralidad de la clase trabajadora. Dos obras de gran audiencia pero parece ser, según este debate, que falta todavía mucho para volver a hacerse hegemónica la clase trabajadora en los debates como sujeto de cambio.
Estas largas semanas de confinamiento, como dicen Paco Cano y José Errejón, era una oportunidad para construir “la sociedad de la reflexión”. Reflexión para hacer más visible lo invisible, para valorar lo que es importante en nuestra sociedad y que el capitalismo, por línea histórica e intereses del stablishment, ha desvalorado. Nos dimos cuenta que podemos vivir sin un gol de Messi o sin escuchar en directo un concierto de Sábina -posiblemente siendo la vida algo más aburrida para algunos-, pero no podíamos vivir sin los trabajadores del campo, los obreros de las fábricas, los transportistas, los del camión de basura del barrio, personal de limpieza, el o la cajera del supermercado, o el camillero del hospital,… en definitiva la clase trabajadora.
Como se construye en este debate, algunos han hablado de “nueva normalidad”, “más solidarios”, “nueva civilización”, “un mundo nuevo”, “más comunidad”, “refundación”, “nuevo rumbo”, “otro paradigma”, pero viviendo las primeras semanas del levantamiento del Estado de Alarma, si gana el Barça o el Real Madrid la Liga de Fútbol parece que vuelve a tener más importancia social que miles y miles de trabajadores pierdan sus trabajos, padezcan recortes salariales, o hagan miles de horas extras. Pérdidas de derechos laborales por la vulnerabilidad del sistema capitalista como base, no por la pandemia. Derechos que se perdieron en 2008 y no existía el Covid-19.
A pesar de la ausencia del concepto clase social y esa vuelta a la normalidad de invisibilizar a la clase trabajadora (ya no hay aplausos en los balcones), algunos dicen que el gobierno progresista del PSOE-UP ha lanzado el Acuerdo Amplio Político y Social para la Reconstrucción del País, además de algunas políticas sociales y laborales, para paliar los duros efectos de esta crisis. Como bien dice Jaime Pastor políticas enfocadas en el cortoplacismo, como puede ser el Ingreso Mínimo Vital tan laureado por la izquierda española, cuando fue aprobada en 2017 por la derecha catalana una política similar con el nombre de Renta Garantida Ciudadana mediante el mecanismo social de Iniciativa Legislativa Popular. O varios años siendo aplicada en el gobierno vasco, controlado por la derecha del PNV, la Renta Garantía de Ingresos.
Entonces, ¿dónde está la diferencia entre las derechas periféricas y la izquierda estatal? Además, es difícil hablar de cambio de modelo cuándo no se ha aprobado ni el impuesto a las grandes fortunas o la derogación de la reforma laboral. Algo que ya nos lleva a ni pensar en nacionalización de factorías de empresas como Nissan o Alcoa, empresas privadas que se beneficiaron de ayudas públicas, o menos hablar de economía planificada ya que huele a “sovietización” u hoy, según dicen los medios españoles, a “chavismo y castrismo”.
El IBEX35 y la CEOE, críticos con el asistencialismo de los ERTE (con irregularidades por parte de muchas empresas), siguen decidiendo hacía dónde va la economía del país con un modelo turístico no sostenible y discriminando con salarios indignos a la fuerza de trabajo que mueve esa economía, la clase trabajadora. Y mientras gran parte de la izquierda institucional (liderada por una clase media) solo nombra a la clase trabajadora -en referencia a clase tanto en sus factorías como en sus vidas cotidianas en los barrios obreros- en campañas políticas olvidando su papel como sujeto del cambio.
Una izquierda que cae en el modelo de la democracia representativa no participativa que conduce al grave peligro que una parte de la clase trabajadora se cobije en discursos chovinistas, siendo una oportunidad para la ultraderecha. Si el lema utilizado en Occupy Wall Street era “somos el 99%” y fue replicado en campañas políticas y discursos de la izquierda española para unir en un mismo bloque a las mayorías sociales, la clase trabajadora, pequeñas y medianas empresas, estudiantes, pero electoralmente en España un 50% vota por VOX, PP O CIUDADANOS, quiere decir que una parte de la clase trabajadora y las mayorías sociales se decanta por la derecha y ultraderecha del neofascismo. Entonces algo está fallando en esta izquierda de la democracia representativa.
A la tesis de “Sociedad del Riego” del sociólogo Ulrick Beck justamente se le criticó que tuvo en cuenta problemas de la globalización como catástrofes ecológicas, terrorismo, guerras preventivas, crisis financiera, pero se olvidó del concepto clase social, o incluso la desigualdad en el Sistema Mundo entre países desarrollados y subdesarrollados para hacer frente a estos problemas. Para quien tiene mayores recursos económicos dispone de más medios para hacer frente a una crisis, y en la crisis del coronavirus esto se repite. La llamada “vuelta a la normalidad” es volver a legitimar la explotación que padece la clase trabajadora, no solo por su salario, sino por su bajo reconocimiento social a su trascendental labor.
Entonces, la pregunta es, ¿volver al Consenso del Régimen del 78 por parte de la partidocracia es la solución? Mientras la clase trabajadora no disponga de empoderamiento social y movilización, el consenso es batalla partida. Mientras la clase trabajadora no disponga de proyecto a corto, medio y largo plazo, es derrota constante.
A corto plazo el asistencialismo para achicar algunas consecuencias emergentes de la pandemia a la población más vulnerable de la clase trabajadora, pero a medio y largo plazo un proceso constituyente para legitimar lo que hoy es ilegítimo, recuperar derrotas perdidas sin olvidar que el Partido Socialista fue nuestro rival en estas derrotas. Un partido, bajo Felipe González, que inició las privatizaciones de las grandes empresas públicas o insertó el modelo neoliberal de la precariedad laboral inspirado en el proyecto de Reagan y Thatcher.
Por ello es necesario, pero no fácil, trabajar desde movimientos sociales que recuperen el 15M, volver a las plazas de los barrios, hacer política comunitaria y vecinal, trabajar por la democracia participativa y directa, recuperar la conciencia popular y de clase obrera (una robada por el PP y otro por el PSOE), defender tras vivir un momento tan duro como este la sanidad universal y de calidad para todos y todas, recuperando su gestión pública, seguir luchando por la educación pública y contra la estafa de matriculas universitarias, contra la mafia inmobiliaria, conseguir mejoras en las condiciones laborales derogando la Reforma Laboral, recuperar un sindicalismo de clase.
La única manera para conseguir todo esto, y mucho más que no se ha nombrado, en este momento histórico bajo un diálogo y una negociación con empoderamiento es volver a recuperar nuestra identidad, vivir la verdadera transición, “de clase en sí a clase para sí”, para decir con orgullo “somos clase trabajadora”. Seguro que más analistas, por lo tanto, escribirán más sobre clase social.
Necesitamos otro método para salir de esta crisis económica
08/07/2020
Roberto Tornamira Sánchez
Portavoz y Responsable Institucional de la Asociación Trabajo y Democracia (ASTRADE)
La pandemia de COVID-19 ha dejado un efecto colateral y transversal que, como si de una lupa se tratase, ha aumentado los problemas que ya teníamos. Ha puesto en evidencia algunos que se venían camuflando e hiperbolizado otros que eran evidentes. Esto afecta a todos los órdenes: las instituciones del Estado, la política, índices económicos, situación del Estado de Bienestar…
Evidentemente los efectos más graves, gravísimos, de la pandemia han sido, por este orden: las casi treinta mil muertes y las secuelas económicas, consecuencia de parón obligado de la economía. Necesitamos reparar los daños, sin duda. Pero muchas de las reparaciones habría que haberlas realizado en todo caso, e incluso antes. Sería un error interpretar que en lo económico todo es culpa del coronavirus. Diagnosticar erróneamente el problema nos llevará a aplicar un tratamiento desacertado.
En materia de empleo, uno de los factores que más nos preocupa, no sería la primera vez que se comete el error de un mal diagnóstico. Prueba de ello es que siendo uno de los países de la UE que en los últimos cuarenta años más reformas laborales ha llevado a cabo, si no el que más, mantenemos unas tasas de paro y temporalidad absolutamente inaceptables. Al cierre de 2019:
• España tenía un 14,02% de desempleo -3.191.900 personas en paro-, frente al 6,3% de media en la UE.
• La tasa de paro entre los menores de 25 años era 30,5%, mientras la media en los países de nuestro entorno ere del 5,8%.
• La temporalidad se situó en el 26,1%. Casi el doble del 14,2 de tasa media en la UE.
Se atribuye a Einstein la frase «no esperes resultados diferentes si siempre haces lo mismo». Parece lógico y razonable, pero no hacemos demasiado caso al genio de la física.
Es muy desesperanzador leer y escuchar las recetas que llegan desde los organismos internacionales como el FMI, la OCDE, entre otros. Se ve que los lobbies que trabajan para los grupos de interés económico hacen bien su trabajo. Como si de un coro se tratase, todos: el Gobernador del Banco de España, los portavoces de los partidos de la oposición, los empresarios en el cónclave que han tenido recientemente, etcétera, repiten las mismas consignas: reformar para flexibilizar, recortar el gasto social para equilibrar la cuentas… Dicen flexibilizar como eufemismo para evitar decir: devaluar salarios, rebajar pensiones, precarizar condiciones de trabajo…Y así llevamos cuatro décadas.
Se afanan en presionar para que se mantenga la reforma laboral que impuso el Gobierno del señor Rajoy (PP) en 2012. Defienden que creó empleo, pero no explican que primero lo destruyó: la tasa de paro en España alcanzó el 26,94% -6,3 millones de desempleados y desempleadas- al cierre del primer trimestre de 2013, justo un año después de la entrada en vigor de la citada reforma. Se procedió a transformar empleo con derechos por empleo muy precario y se devaluaron los salarios un 7,1%; comparando el salario medio bruto anual de 2018 con el de 2008, tal como constataron los datos de la Encuesta Trimestral de Coste Laboral, publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Figuras como el descuelgue del convenio: que permite al empresario desdecirse de lo firmado, la hegemonía del convenio de empresa sobre el convenio del sector o la derogación del principio de ultractividad del convenio, han sido las principales fuentes de devaluación salarial. Estos agresivos cambios que introdujo aquella reforma, y para los que allanó el camino en alguno de estos casos la reforma de 2010, han facilitado que la parte empresarial haya podido aplicar incrementos salariales por debajo de la inflación de forma sostenida durante esa década.
El efecto social y económico, que este erróneo método produjo, queda reflejado en un amplio “álbum de fotos” que está a disposición en multitud de publicaciones. Veamos solo tres fotos fijas para cuantificar mal resultado del método:
• En el “Panel de Hogares de la Unión Europea”, de Eurostat. Noviembre de 2003. Señala que la tasa media de pobreza en España, entre 1998 y 2001, era del 18,5%. Y la misma fuente, Eurostat, a cierre de 2018 esa tasa había crecido 7,6 puntos, hasta alcanzar el 26,1%.
• La misma fuente, Eurostat, en el periodo 2008 – 2017, 40.000 millones de euros pasaron de las rentas salariales al excedente bruto de explotación (EBE), lo que es lo mismo que decir que un 4% del PIB pasó de las rentas del trabajo a las rentas del capital.
• Otra fuente, que tampoco es sospechosa de militar en el anticapitalismo, el Instituto de Investigación del banco suizo Credit Suisse, hizo público un estudio en octubre de 2019, según el cual entre 2010 y 2019, el número de millonarios en España pasó de 172.000 a 979.000, es decir su multiplicó por 5,69.
No podemos esperar que los representantes de las patronales o los líderes de los partidos conservadores, en cualquiera de sus versiones, pidan cambiar de método, pues es evidente que a sus representados les va bien. Pero si es de esperar que los representantes de: asalariados, desempleados, pensionistas, autónomos -los falsos y los reales-, tanto políticos como sindicales, exijan un cambio de método. Es de esperar que un Gobierno de izquierdas como el que tenemos hoy cambie de método.
Otro de los aprendizajes que deberíamos extraer de la experiencia de la crisis inmobiliaria y financiera iniciada en 2008, debería ser cómo evaluamos la respuesta y el grado de solidaridad del empresariado a las ayudas del Estado. Hay que velar porque el dinero público sea rentable económicamente, pero en circunstancias como las que hemos vivido en la historia reciente y las que estamos viviendo ahora y viviremos en el próximo futuro también, y por encima de todo, hay que buscar la rentabilidad social. Pongo un ejemplo de lo anterior con datos ya confirmados:
En junio de 2012, el mismo Gobierno que impuso la reforma laboral más agresiva de nuestra historia reciente, nos endeudó en 100.000 millones de euros para sanear la banca, a la que, solo en efectivo, se le inyectaron más de 60.000 millones de euros. Si evaluamos qué consecuencias sociales y económicas tuvo aquel enorme desembolso de dinero público, veremos que el sector financiero ganó 100.604 millones de euros entre 2009 y 2019 y en el mismo periodo ha destruido en torno a 100.000 empleos y ha generado una nueva exclusión social, al dejar al 50% de los municipios de España sin servicios bancarios básicos. Mal negocio para la sociedad.
Hay que decir que solo una entidad: Bankia, compuesta por el conglomerado de cajas –entre otras Caja Madrid- más la suma Banco Mare Nostrum, hoy conforma la actual Bankia, en la que el erario público metió 24.000 millones de euros y mantiene el 60% de la propiedad de las acciones a través del FROB. En este caso, cabría la posibilidad de sacar rentabilidad social, si el Estado utilizase el Instituto de Crédito Oficial + Bankia para dotarse de un polo de banca pública que actuase en positivo para la sociedad en lugar de competir en el mercado financiero como una entidad privada más, por ejemplo: dando servicios básicos de banca en las poblaciones abandonadas por las entidades privadas, siendo entidad de depósito para pequeños ahorradores sin que además de no remunerarles sus depósitos –dado el precio oficial del dinero- no les castiguen con onerosas comisiones, incluso sirviendo de red de distribución del crédito oficial, para no depender de los bancos privados o estableciendo líneas de crédito para vivienda a rentas bajas, entre otras muchas posibilidades.
Hablar de reconstrucción sin subsanar los errores del reciente pasado sería una temeridad. Dicho de otro modo: antes de iniciar la reconstrucción hay que sentar las bases de la negociación sobre suelo sólido, derogando, como mínimo, la reforma laboral de 2012 y la de Seguridad Social de 2013, entre otras derogaciones legislativas pendientes desde la moción de censura de 2018.
El discurso de la intolerancia tiene su caldo de cultivo en el deterioro de la calidad de vida. No podemos continuar abordando crisis económicas cuyo resultado final sea el empobrecimiento y deterioro de las condiciones de vida y trabajo de la mayoría de la sociedad.
¿La Unión Europea es parte del problema o de la solución?
06/07/2020
Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate
Investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (Paz con Dignidad-OMAL)
El pasado viernes 19 de junio se inició en el Consejo Europeo la negociación en torno a Next generation EU, el plan de reconstrucción de 750.00 millones de euros presentado por la Comisión como herramienta de lucha contra los efectos de la pandemia. Este plan, basado tanto en préstamos como en subvenciones a fondo perdido, pretende facilitar la implementación de las inversiones y las reformas estructurales que cada país considere estratégicas en este momento crítico –especialmente los más castigados por el covid-19–, siempre dentro de la dinámica del “semestre europeo”, esto es, del sistema comunitario de ajuste de políticas presupuestarias y económicas. Para financiarlo se pretende recurrir a la emisión de bonos de deuda, a la vez que se abre la posibilidad a obtener ingresos vía impuestos al carbón, el plástico, la economía digital e, incluso, las grandes corporaciones.
El reconocimiento de este marco como punto de partida de la negociación ha sido, tal y como se esperaba, el único resultado de esta primera cumbre. Comienza, ahora sí –aunque sin próxima fecha concretada– un complejo y tenso debate que, sin duda alguna, va a poner a prueba las costuras del proyecto europeo vigente. De este modo, se hace cada vez más evidente la necesidad de dar una respuesta conjunta a la altura de una crisis tan profunda como la actual. Al mismo tiempo, la histórica desconfianza entre norte, sur y este del continente se ha acrecentado tras la primera respuesta a corto plazo liderada por el Banco Central Europeo y el Eurogrupo, reflejo de un modelo que no solo no ha reducido sino que se ha sostenido sobre crecientes asimetrías de todo tipo. Por último, la ausencia de mecanismos reales y efectivos de cohesión para revertir dichas desigualdades responde a una arquitectura y a una política explícitamente neoliberal, blindadas de facto vía tratados, que dotan de identidad a una Unión Europea (UE) volcada en favorecer a los grandes capitales por encima de cualquier otra consideración.
Este es por tanto el complejo y contradictorio terreno de juego en el que se debatirá el contenido definitivo de Next generation EU: un proyecto que desde hace más de tres décadas aplica cual rodillo una inercia en favor de la austeridad y las empresas transnacionales; que, precisamente por ello, ha sido incapaz de desarrollar miradas colectivas e integradoras sobre el conjunto del continente; pero que a su vez, y en sentido contrario, debe responder con urgencia, contundencia y solidaridad a la emergencia social, económica y ecológica actual, si no quiere asistir a su voladura descontrolada.
Conseguir la cuadratura de este círculo depende de la respuesta que finalmente se otorgue a cuatro temas estratégicos del Plan, aún sin definir. El primero es el volumen del presupuesto europeo, históricamente situado en torno a un pírrico 1% del PIB, poniendo de manifiesto la escasa relevancia que la UE ha concedido a la acción mancomunada de la Unión. El plan propone incrementarlo a un intervalo entre el 1,4 y el 2%, a partir de un escenario de gasto suplementario de 1,1 billones durante el período 2021-2017 –más allá, por tanto, de la vigencia del plan de reconstrucción–. Aunque este aumento pudiera asumirse como una medida natural ante un contexto extraordinario, los autodenominados “frugales” (Holanda, Dinamarca, Austria y Suecia, también denominados “halcones” por sus adversarios) pretenden rebajar esas expectativas a lo largo del proceso de debate, no permitiendo que el presupuesto efectivo para el próximo sexenio se aleje demasiado de dicho 1% histórico.
Se defiende, de este modo, el rigor fiscal y presupuestario como piedra de bóveda del proyecto europeo, del cual no puede por tanto desviarse. No está de más recordar que Alemania y Francia –países cuyo peso específico en la UE es evidente– ya presentaron en 2019 una propuesta conjunta de incremento del presupuesto de la Unión, que fue finalmente rechazada. Veremos ahora, en medio de la pandemia, si el dogmatismo neoliberal se sigue imponiendo o cede terreno.
El segundo aspecto clave de la negociación será el carácter reembolsable o no de las ayudas. Esto es, qué porcentaje de los 750.000 millones de vehiculizará a través de préstamos o de subvenciones a fondo perdido. La propuesta inicial sitúa estas últimas en 2/3 del total. Pareciera, de nuevo, una medida mínimamente coherente y solidaria con la ciudadanía de los países más castigados que, además, mitigaría el ya de por si pandémico problema de la deuda, fuente de ataques especulativos y estallidos financieros.
No obstante, avales y préstamos son el ADN de una UE que, implícitamente, aboga por las respuestas individuales y no mancomunadas a cualquier tipo de shock, sea este fruto de un desempeño económico “poco frugal” o de fenómenos como el que atravesamos, e independientemente de la gravedad de la situación o de la posición de partida de cada país. Partiendo de ahí, asistiremos en consecuencia a una ofensiva de los halcones por alterar la proporción inicialmente prevista en favor de los préstamos, limitando al máximo las subvenciones y, en consecuencia, el presupuesto de la UE.
Siguiendo con nuestra secuencia, el tercer ámbito estratégico es la condicionalidad que se aplicará a las ayudas previstas. Así, frente a la imagen de los “hombres de negro de la Troika” imponiendo memorándums de ajuste estructural a los países en problemas, Next generation EU plantea una metodología diferente: los países elaboran sus propios planes de inversiones y reformas que, posteriormente, son debatidas en el marco del semestre europeo.
Pese a ello, esta nueva fórmula no garantiza ni mucho menos la horizontalidad ni la autonomía de los Estados en la negociación, ya que la suspensión del Pacto de estabilidad y crecimiento es solo temporal, siendo más que probable que los límites de déficit y deuda pública vuelvan a convertirse de nuevo, una vez superada la “crisis sanitaria”, en los mandamientos irrenunciables de la UE. Los halcones, con toda seguridad, incidirán en este sentido, añadiendo además su clásica aversión a las políticas clásicas y de cohesión, en favor de nuevas políticas como la transición ecológica y digital, pero desde la apuesta firme por el mercado y las corporaciones como base de las mismas –capitalismo verde y cognitivo, en definitiva–.
Por último, el cuarto y último tema clave es el tiempo. Italia, el Estado español y otros países especialmente afectados necesitan con urgencia fondos para responder a los impactos del covid-19, por lo que incidirán en adelantar su ejecución a este mismo año, sin esperar a 2021. Los “halcones” por su parte, no tienen demasiada prisa, y prefieren una negociación más larga, que permita llegar a acuerdos a lo largo del último cuatrimestre del año, cuando la situación sanitaria pudiera estar más asentada en el continente, y, por tanto, el debate se centraría en los términos macroeconómicos habituales.
Presupuesto, subvenciones, condicionalidad y tiempos marcarán de este modo la naturaleza de Next generation EU. ¿Cuál será el resultado final del proceso? ¿Se asumirá la gravedad del momento, actuando en consecuencia y de manera urgente, por encima de inercias históricas y blindajes políticos? ¿Se impondrán definitivamente los parámetros clásicos de la UE y su evidente falta de unidad política, dentro de una gobernanza que entroniza el derecho de veto vía consenso? ¿Será un posible término medio suficiente –y jurídicamente viable– para enfrentar este momento crítico?
Estas preguntas han generado un intenso debate en las izquierdas. Hay quien afirma que, aun reconociendo la incertidumbre que sobrevuela los cuatro temas clave de la negociación recién empezada, el plan de reconstrucción es en sí una gran noticia, incluso “un hito sin precedentes que marca un cambio importante en la construcción de la zona euro”. Se equipara este momento con el de la creación de los fondos de cohesión en los años 80, y se afirma que se ha alterado la correlación de fuerzas al debilitarse la posición de los halcones, tanto al interior de sus propios países como por el tránsito de Alemania a una postura más intermedia y ambigua, que favorecerá un común denominador en la negociación no demasiado alejado del punto partida del debate. Este sería, de este modo, un antes y un después en el proyecto europeo, al incrementar el presupuesto comunitario, al generar instrumentos de respuesta a crisis que pudieran seguir utilizándose en el futuro –y a fondo perdido–, al abrir el debate sobre una nueva fiscalidad europea, así como al apostar por evidentes carencias europeas: economía digital en respuesta en su rezago tecnológico frente a China y EEUU, transición ecológica para superar su alta dependencia energética y de materiales.
Desde otro punto de vista se apunta, en sentido contrario, a que estos avances pudieran ser únicamente retoques insuficientes, de obligado cumplimiento ante la mayor crisis que ha vivido el capitalismo en los últimos 100 años, tratando así de frenar la sangría de legitimidad de un proyecto europeo que no alteraría sus parámetros fundamentales. Nos enfrentaríamos de este modo a un plan que precisa de unanimidad –por lo que el derecho de veto sobrevuela la negociación–, bajo la lupa además de una justicia –especialmente la alemana– que bien pudiera cuestionar y/o paralizar toda medida que contraviniera los sacrosantos tratados pro-mercado de la UE. Y en el marco de un modelo económico que, pese a todo y más allá del plan, sigue avanzando en sus señas de identidad (tratados comerciales, prioridad por la liquidez para las grandes empresas) y evitando transformaciones de mayor calado (tasa covid, paraísos fiscales, reversión de desbalances y asimetrías, financiación directa del BCE a los estados, sistema de cuidados, descarbonización, soberanía energética, abandono de la quiera del crecimiento, etc.), que realmente ofrezcan soluciones a una pandemia que no es sino un shock dentro de una crisis sin precedentes de reproducción social y de la vida.
Este es, en realidad, el marco de debate que Europa necesita en estos momentos, y no tenemos claro si Next generation EU nos acerca o nos aleja de este horizonte. En todo caso, el momento que atravesamos nos obliga a confrontar urgentemente con el conjunto de tratados que conforman la constitución europea de facto, así como con las propuestas de reforma de dichos tratados en clave neoliberal (Libro blanco e Informe de los cinco presidentes). De este modo, solo una UE que no se reconstruye sino que cambia radicalmente de rumbo sería parte de la solución, y no del problema. Si no fuera posible, ensayemos nuevas políticas y nuevas alianzas que sí pudieran estar a la altura del momento. Porque hay Europa más allá de la Unión Europea.
Escudo social y reforma fiscal
03/07/2020
Héctor Maravall
Abogado de CCOO
La pandemia en estos momentos parece ya controlada, tanto en nuestro país como en la mayor parte de la Unión Europea, aunque desconocemos qué puede suceder cuando se restablezca plenamente la libertad de movimientos, en el trabajo, la vida cotidiana o el turismo. Por otra parte, si bien tenemos ya bastante información sobre sus consecuencias económicas y sociales, es aún pronto para valorar la intensidad y duración de las mismas. Y en relación a las propuestas de ayuda y reconstrucción que se están diseñando, tanto en España como por parte de las instituciones políticas y económicas europeas, tampoco tenemos la seguridad de que vayan a cumplirse, ni cuales vayan a ser las condiciones y el calendario de su aplicación. así como de las cuantías definitivas que pueden corresponder a nuestro país, ni cuanto se va a mantener el grado de flexibilidad en cuestiones como el déficit y el endeudamiento.
Tenemos aun importantes interrogantes sobre la paulatina normalización de nuestra actividad económica, en un país como el nuestro dominado por las pequeñas y medianas empresas, con fuerte presencia de los autónomos y con un importante sector vinculado al turismo externo e interno. En todo caso los datos que se van conociendo en materia de desempleo, de caída de la cotización a la Seguridad Social, de ingresos fiscales y de reducción del PIB, por el momento son alarmantes y pueden serlo más en el futuro inmediato.
Por tanto, nos encontramos sumidos en la incertidumbre, en una dinámica muy fluida y cambiante, en la que no resulta fácil pensar en el futuro y diseñar propuestas alternativas desde la izquierda transformadora, con un mínimo rigor. Aun y así es posible ir avanzando en algunas ideas para nuestro país, teniendo muy en cuenta los condicionantes de la recuperación del comercio, la inversión y el turismo internacional o la evolución de la prima de riesgo.
El gobierno de coalición PSOE-UNIDAS PODEMOS ha ido poniendo en marcha, con mayor o menor velocidad y eficacia, toda una serie de medidas para paliar las consecuencias sociales y económicas de la pandemia en materia de empleo, salarios, prestaciones sociales, cotizaciones, impuestos, vivienda, etc. Es una muy notable diferencia con lo sucedido con el segundo gobierno de Rodríguez Zapatero en el año 2008 y sobre todo con el gobierno del PP a partir del 2011. Nos podemos imaginar si en lugar del gobierno de coalición progresista, hubiera estado la derecha gobernando.
Las tareas del gobierno para desarrollar lo que ha denominado “el escudo social”, así como los compromisos anunciados de ayuda a las pymes y autónomos, o los previsibles apoyos a sectores como el turismo o la industria del automóvil, sea cual sea su duración e intensidad, son de una entidad, complejidad y dificultad evidentes. El gobierno tendrá que lograr financiación a corto, medio y largo plazo, en un contexto de frágil mayoría parlamentaria, con una derecha radicalizada al máximo, unos medios de comunicación desfavorables (el último en sumarse ha sido el grupo PRISA y el periódico El País) y una patronal que oscila entre las exigencias de ayudas económicas y el rechazo a cualquier modificación de la reforma laboral.
Es evidente que el gobierno va a tener un mayor margen de actuación con la flexibilidad del déficit y con las ayudas de la Unión Europea. Pero sean cuales sean los apoyos y facilidades que vengan de fuera, para empezar una caída del PIB previsto en torno 10% (ya veremos si no es más) suponen unos 125.000 millones de euros de empobrecimiento de la sociedad española. Perdida que desde luego no se reparte por igual, como bien hemos comprobado con la crisis del 2007, en que creció el número, ganancias y patrimonio de los ricos y aumentaron las situaciones de pobreza y exclusión social.
La caída del empleo situándonos en cerca del 20% de paro, tiene tres consecuencias inevitables: necesidad de mayor gasto en prestaciones por desempleo, caída de los ingresos de cotizaciones a la seguridad social y aumento del déficit del sistema de pensiones y retraimiento del consumo.
La esperanza de una relativamente rápida recuperación del sector turístico y la hostelería en general, aunque va a estar muy condicionada a diversos factores nacionales e internacionales, en todo caso produce una doble y contradictoria reflexión. En un nuevo modelo productivo, como el que estamos defendiendo la izquierda alternativa, el sector turístico-hostelero no debería tener tanto peso, pero por otro lado este es un sector muy intensivo en mano de obra y debilitarlo o dejarlo a su aire, hoy por hoy sería catastrófico en términos de empleo. Por tanto, habrá que afrontar ayudas temporales, especialmente en lo que respecta a presión fiscal y cotizaciones.
En cuanto al amplio y tan diverso ámbito de los autónomos, los auténticos y los falsos, y aunque su situación y perspectivas económicas son muy diferentes entre unos y otros, parece también inevitable diseñar un plan de ayudas fiscales y de cotizaciones, de carácter temporal y diferenciado.
Por otra parte, no podemos olvidar que el sector agrario, igualmente extremadamente diverso, va a retomar las presiones y movilizaciones iniciadas hace meses y que la pandemia cortó en seco. Aunque no debemos obviar que una buena parte del sector agroalimentario ha incrementado sus ventas durante el estado de alarma, en determinados casos de forma muy considerable, no hay que descartar ni mucho menos nuevas movilizaciones, en las que se mezclará el populismo y manipulación de la derecha, los intereses de grandes empresas del sector y la efectiva desesperación de muchos pequeños agricultores. Por ello resultaría políticamente difícil y en muchos casos socialmente injusto, no articular programas de apoyo.
Y suma y sigue. Pequeño comercio; actividades de carácter cultural y recreativo; taxistas y transportistas individuales, sector del automóvil… Ya lo estamos viendo, todos o casi todos lo están pidiendo diariamente: ayudas, subvenciones, aplazamientos, deducciones de impuestos y cotizaciones….
Junto a esas demandas empresariales o de autónomos para frenar la destrucción de puestos de trabajo y recuperar el empleo lo más pronto posible, nos encontramos con el aumento de los parados, tanto los que ya lo están como los que lo van a estar cuando pase un tiempo tras la finalización de bastantes ERTES, la población inmigrante subempleada, la población en situación irregular o trabajando en la economía informal, las familias en situación de pobreza o exclusión, los amenazados de desahucio… Todo ello se va a traducir rápidamente en que las prestaciones por desempleo, los ERTES, las diversas ayudas como p.e. las relacionadas con las empleadas de hogar, van a disparar el gasto por parte del Servicio Público de Empleo, situación que previsiblemente puede prolongarse meses.
La reciente aprobación de la renta mínima vital, una medida de gran importancia, que sin embargo tiene un coste estimado por el gobierno, cuando esté plenamente implantada, en 3000 millones de euros, parece una cuantía infravalorada, teniendo en cuanto el ámbito subjetivo de protección, las cuantías reconocidas y el carácter no limitado en el tiempo.
A todo ello hay que añadir los costes de las inaplazables reformas en el Sistema Nacional de Salud y en los Servicios Sociales, dado que la pandemia ha puesto de relieve algo que algunos ya sabíamos y veníamos planteando desde hace muchos años: la fragilidad, las insuficiencias y limitaciones del Sistema Nacional de Salud y los Servicios Sociales, dos pilares fundamentales del Estado de Bienestar Social.
Es cierto que los sistemas de salud y de servicios sociales tampoco han sido capaces de articular una respuesta rápida y suficiente en otros estados avanzados, algunos de ellos referencias modélicas de las políticas de bienestar social. Que esto haya sido así, no puede servirnos ni de consuelo ni de coartada; sin olvidar que los recortes neoliberales que se generalizaron tras la crisis del 2007, también llegaron a muchos países que hasta entonces contaban con sólidos instrumentos públicos de bienestar social. Pero en cualquier caso los abrumadores datos de contagio y de mortalidad en España nos alejan de los estados más desarrollados del mundo.
La reforma y mejora del Sistema Nacional de Salud, debe asentarse sobre cuatro objetivos básicos: prioridad en la inversión en equipamientos públicos y en la gestión directa en lugar de concertada; coordinación territorial en la inversión en equipamientos hospitalarios, en la compra de productos farmacéuticos, en la adquisición y funcionamiento de la dotación tecnológica de alto coste; cooperación territorial en la investigación científica pública y privada; ratios de personal que garanticen una suficiente y rápida atención de calidad, adecuada formación profesional y dignas condiciones de trabajo, en especial en la atención primaria.
Aún más precaria ha sido y es la situación de los servicios sociales. Las Comunidades Autónomas han priorizado la concertación con entidades privadas, lucrativas y no lucrativas, relegando el papel de la gestión pública directa y relajando de manera evidente las exigencias a las privadas. Es cierto que no en todas las Comunidades Autónomas esta actitud ha sido igual, como también es verdad que hay centros residenciales, lucrativos o no lucrativos, con un excelente funcionamiento y calidad en su atención, con buenas instalaciones y adecuada dotación de personal. Pero ante una pandemia como la actual, la mayor parte de las residencias privadas, y algunas públicas, no han estado en condiciones de garantizar los cuidados precisos, ni de prevenir ni atender los contagios y las muertes se han disparado.
La reforma del modelo de atención a las personas mayores, dependientes y no dependientes, es una prioridad que puede y debe afrontarse en los próximos meses. Un nuevo modelo que se asiente en el protagonismo de la gestión pública, las exigencias de calidad en la atención y el control severo del cumplimiento de las mismas en la acción concertada y por supuesto en condiciones dignas del trabajo del personal (cualificación adecuada, ratios suficientes y salarios decentes).
Las reformas inaplazables en el Sistema Nacional de Salud y en los Servicios Sociales van a requerir un importante esfuerzo de cofinanciación por parte de la Administración General del Estado y de las Comunidades Autónomas, que podría estimarse a medio plazo en torno a 3-4 puntos del PIB, gasto que por cierto generaría numerosos empleos en unas actividades muy intensivas en mano de obra.
Si a todos estos gastos, añadimos los compromisos en materia de Educación, I+D+I, Vivienda, infraestructuras, inversiones en la “España vaciada”, apoyo a la energía renovable…que de forma más o menos explicita figuraban en el programa del actual gobierno de coalición, llegaremos a la conclusión de que el esfuerzo de financiación será considerable, aunque sea a medio plazo, ya que en bastantes materias tendrá que ir más allá de una legislatura. Ello supondría situar nuestro gasto público, nuestro gasto social y nuestra política fiscal en los parámetros de los estados más avanzados de la Unión Europea.
Es evidente que esta política keynesiana, socialdemócrata, no va a ser compartida, salvo en aspectos parciales, por las diversas derechas. Y en buena medida tampoco va a contar con el apoyo de las organizaciones empresariales y de algunas otras organizaciones, más o menos representativas, de autónomos, agrarios, etc.
No es bueno ocultar o infravalorar la dificultad para el actual gobierno de coalición de impulsar una política de estas características. El propio gobierno no parece estar suficientemente preparado y cohesionado para abordar ese programa reformista. Hasta el momento no han querido “echar cuentas” o si lo han hecho no las han dado a conocer. Es más, se ha dicho que no van “a bajar los impuestos”, pero tampoco los “van a subir”, tan solo se van a centrar en algunos ajustes o en la introducción de nuevas figuras muy modestas, relacionadas con las nuevas tecnologías de la comunicación o del comercio. Lo único que al parecer han calculado es que los ingresos fiscales que se van a dejar de percibir este año por la caída del empleo y de la actividad económica, van a situarse en torno a los 23.000 millones de euros, lo que en mi opinión es un deseo piadoso.
Es cierto que el presidente Sánchez y su equipo se está batiendo el cobre en las instituciones europeas, para conseguir la aprobación de un conjunto de ayudas y cambios normativos que aliviarían mucho la situación de las finanzas públicas de nuestro país. Dando por buenas las expectativas y compromisos que se han ido generando en estos meses por parte de la Unión Europea, que repito habrá que ver cómo, cuánto y cuándo, en ningún caso podemos olvidar que la Unión Europea no es un ente abstracto sino la suma de 27 Estados, que tienen que hacerse cargo de una u otra forma de las ayudas que se aprueben, en otras palabras, con una mano se recibe y con la otra se aporta. Una cosa son las buenas intenciones en medio de la vorágine de la pandemia y otra bien distinta empezar a concretar para los próximos ejercicios presupuestarios lo que cada estado puede obtener y cada uno tiene que aportar. Lo mismo se puede decir del Banco Central Europeo, que en estas semanas ha hecho muy interesantes y positivas propuestas, pero habrá que esperar a que se materialicen.
Ni el gobierno, ni las Cortes, ni las organizaciones sociales, ni el conjunto de la sociedad española puede confiar que los problemas de financiación para el “escudo social”, para la recuperación económica y para las reformas que hay que abordar, nos los van a resolver las instituciones comunitarias. Será sin duda un estimable apoyo, pero lo sustancial tendremos que resolverlo mediante la política fiscal del Estado, de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones Locales.
La profunda reforma fiscal que necesitamos no va a ser nada fácil, ni política, ni social ni mediáticamente. La van a obstaculizar a fondo la derecha política, económica y mediática. Los propios gobiernos autonómicos, bastantes en manos de la derecha, van a competir en demagogia a ver quién rebaja más los impuestos (aunque luego no lo hagan o lo hagan a medias). Tampoco olvidemos que en el entorno del PSOE no todos verán con buenos ojos una reforma fiscal ambiciosa.
La reforma fiscal, para que permita obtener recursos mínimamente suficientes, tiene que centrarse en al menos 5 líneas de actuación: aumentar los tipos a las rentas de capital y beneficios empresariales; elevar los tipos en el IRPF en las rentas de más de 75.000 euros anuales; diversificar la presión en las rentas de autónomos, sin generalizar reducciones; introducir nuevas figuras impositivas en relación a la protección del medio ambiente; replantear con el objetivo de reducir sustancialmente la inmensa red de bonificaciones y exenciones fiscales.
Además, resulta imprescindible y urgente mejorar la acción de las administraciones públicas para la persecución del fraude fiscal y la economía sumergida, con el sustancial reforzamiento de los medios materiales, personales y normativos de la Agencia Tributaria. Sin olvidar que hay que mantener y no reducir ni suprimir los impuestos de patrimonio y sucesiones. También habrá que afrontar medidas de racionalización del gasto en las tres Administraciones públicas.
Todas ellas son iniciativas que van a provocar un evidente rechazo por los sectores sociales afectados y que el gobierno de coalición y sus apoyos políticos, sociales y mediáticos deberemos contrarrestar con firmeza y eficacia, máxime cuando los efectos de la reforma en la recaudación tardaran como mínimo 2 o 3 años y mientras habrá que incrementar el déficit público.
Otra cuestión que hay que tener muy presente es que las cotizaciones a la seguridad social no pueden sufrir mermas sostenidas en el tiempo como efecto de reducción y/o exoneración de cotizaciones. Habrá que tratar de forma selectiva y temporal aplazamientos en el ingreso de las cotizaciones, pero en ningún momento establecer una reducción generalizada o indefinida de las mismas, que acentuaría gravemente las dificultades de financiación del sistema de pensiones.
En este difícil y complejo panorama, el conjunto de la izquierda, los sindicatos de clase, las ONGs solidarias, los movimientos sociales, los sectores católicos progresistas, las entidades culturales y educativas, etc. deben empezar a movilizarse para exigir y apoyar que el gobierno de coalición aborde cuanto antes la puesta en marcha del “escudo social”, el estímulo a la recuperación económica bajo parámetros de sostenibilidad, innovación y competitividad y todo ello sustentado en una reforma fiscal progresista.
Exigir y apoyar una política progresista del gobierno de coalición, es la clave para que, tras vencer la pandemia, no se olviden de las promesas y no se repita la dinámica de la crisis del 2007.
Una agenda para un cambio de paradigma
01/07/2020
Jaime Pastor
Politólogo y editor de Viento Sur
La búsqueda de una salida a una crisis que es “global y multidimensional”, como se recuerda en la apertura de este debate, es sin duda inaplazable. Afrontarla en el marco español obliga además a tener en cuenta las especificidades de nuestra historia común y del modelo de capitalismo y de democracia liberal que se ha ido conformando en las pasadas décadas.
Partiendo de que un diagnóstico de esa crisis exige reconocer que es estructural y sistémica y, por tanto, que su superación exige un cambio radical de paradigma civilizatorio, lo lógico sería que nuestras propuestas contribuyan a acercarnos a ese objetivo. No parece, sin embargo, que la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica, creada en el Congreso, haya partido del reconocimiento de ese desafío, pese a que algunas de las portavocías de organizaciones sociales que han comparecido ante la misma lo hayan mencionado. Una de ellas ha sido la de Ecologistas en Acción que, en uno de los documentos presentados (“Un nuevo paradigma que ponga la vida en el centro”), reclama “medidas drásticas y globales” en cinco líneas fundamentales: frenar la huida hacia adelante, nuevo equilibrio ecológico, nuevo modelo productivo (que implica cuestionar el dogma del crecimiento económico y del lucro), nuevo equilibrio social y nueva cultura de la Tierra.
También campañas como el Plan de Choque Social, impulsada por varios centenares de organizaciones de todo el Estado, han concretado algunas de esas medidas, destinadas a avanzar hacia el reparto de todos los trabajos y de la riqueza, a la derogación de las reformas laborales de PP y PSOE, a la Renta Básica Incondicional, a la gestión pública del 100% de unos servicios públicos universales y de calidad, al derecho a una vivienda digna, a la regularización de personas migrantes o al retorno del rescate bancario y a una reforma fiscal progresiva.
Pienso que propuestas como éstas apuntan hacia ese horizonte de cambio de rumbo radical frente al colapso ecosocial en el que hemos entrado y del que la crisis de la pandemia solo ha sido un ensayo.
Si a todo esto sumamos la coincidencia de esa crisis global con la que afecta desde hace tiempo al modelo capitalista español basado en la construcción y el turismo, así como a su régimen, cuya gravedad es reconocida por firmes defensores del establishment (ya sea de forma apocalíptica por la extrema derecha, o en términos menos dramáticos por personajes como el presidente de honor de PRISA, Juan Luis Cebrián) parece evidente que, como ha defendido José Errejón en este debate (“¿Reconstrucción o refundación?”), no tiene justificación autolimitarse en la agenda a promover.
Estamos obligados a incluir en ella cuestiones como las mencionadas antes, con el fin de emprender una reconversión económica y ecológica (los casos de Nissan y Alcoa podrían haber sido un primer ensayo, en contraste con las nuevas ayudas al sector del transporte) y retomar el debate constituyente que abrieron el 15M y el procés catalán. Tarea esta última insoslayable que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campos, tuvo que reconocer recientemente en el Congreso, pese a que luego fuera convertida en un lapsus a olvidar.
En resumen, la crisis debe ser entendida como una oportunidad para pensar globalmente un proyecto alternativo, confluyendo con la nueva ola de revueltas populares iniciada en EE UU y en otros lugares del planeta, y simultáneamente, para hacer frente en el caso español al neocaciquismo clientelar inmobiliario y financiero dominante, como lo ha definido José Manuel Naredo.
No olvidemos tampoco que la inserción del capitalismo español como periferia dentro del centro de la economía-mundo nos exige abordar la “crisis existencial” (en expresión de un líder político europeo) que afecta a la UE y presionar por un cambio radical respecto a la deriva seguida hasta ahora, especialmente desde la vuelta de tuerca austeritaria de 2008. Porque el momento hamiltoniano (en referencia a la mutualización de la deuda que promovió Alexander Hamilton en EE UU en 1790) por el que algunas voces apuestan puede tener un sentido elitista y tecnocrático al servicio de las grandes corporaciones transnacionales; o, por el contrario, puede venir de una alianza confederal de los pueblos del Sur de Europa que impulse un proceso de ruptura con la Constitución económica de la UE, empezando por la suspensión definitiva del Pacto de Estabilidad y la eliminación de los paraísos fiscales presentes en su seno.
Se trata sin duda de una agenda que incluye una larga lista de materias que va mucho más allá de lo que se plantea desde el gobierno de coalición PSOE-UP para la Comisión parlamentaria creada y, sobre todo, del documento presentado por esos partidos. En el mismo, por cierto, vemos que hay propuestas firmes, como la relacionada con el blindaje de la sanidad pública, pero también ausencias preocupantes, como son el impuesto sobre las grandes fortunas o la derogación de la reforma laboral del PP, o la falta de ambición para reducir la brecha con la media de la UE en el impuesto sobre el beneficio de sociedades.
Empero, no podemos renunciar a ir más allá del falso realismo cortoplacista si queremos abordar el trasfondo de la crisis múltiple que estamos viviendo y que amenaza manifestarse, más pronto que tarde, con mayor virulencia. El neoliberalismo dominante no caerá solo si no hay fuerzas desde abajo que lo hagan caer, pero su credibilidad ante amplios sectores populares ha salido debilitada tras la crisis del coronavirus ¿Acaso la experiencia vivida durante estos meses no nos ha llevado a reconocer que somos ecodependientes e interdependientes, frente al mito del individualismo emprendedor y de la competencia del sálvese quien pueda? ¿No es lo privado lo que está ahora devaluado frente a lo público a la vista del colapso sanitario que hemos vivido? ¿No son la solidaridad y el apoyo mutuo los valores en alza y a promover si realmente no se quiere dejar a nadie atrás cuando aumenta el número de personas precarizadas y empobrecidas mientras 23 ultrarricos han visto crecer sus fortunas, como recuerda el último informe de Intermón-Oxfam? ¿No es hora ya de que la necesidad de una planificación democrática y ecológica pase por encima del business as usual y de la presunta seguridad jurídica de las grandes empresas, sobre todo cuando muchas de ellas se han beneficiado de procesos de privatización pasados, de las devaluaciones salariales y de las tramas de corrupción que ellas mismas han ido tejiendo, no sólo aquí sino en otros países?
Hemos de ser conscientes de que vienen tiempos de polarización social, de conflictos de intereses y de valores y de bifurcaciones. No se va a cambiar la correlación de fuerzas volviendo a los consensos del pasado, que ni son deseables (de aquellos polvos, estos lodos…, como estamos viendo con los escándalos de la monarquía, de los GAL, de la impunidad de los crímenes del franquismo), ni debemos permitir que se impongan como mal menor cediendo a las líneas rojas que nos marquen la CEOE, el PP, Cs o el PNV. Sería mejor que las fuerzas de izquierda que han permitido la formación del gobierno PSOE-UP busquen un acuerdo en torno a un programa de reformas estructurales que, apelando al protagonismo de la movilización ciudadana, marque el camino hacia una transición ecosocial y política frente a la nueva aceleración neoliberal y autoritaria. Tempus fugit.
“Calma Pepe. La cosa es vencerlos sin fajarnos con ellos”
29/06/2020
Federico Severino
Mambí en prácticas
Ahora que empieza la campaña de verano me viene el recuerdo de un capítulo de Elpidio Valdés, el famoso dibujo animado cubano creado por Juan Padrón, en el que los astutos mambises forzaban a las tropas españolas a una incesante persecución en las profundidades de la manigua. Sin apenas pegar un tiro, los rebeldes cubanos doblegaban la moral de los soldados españoles sometidos a un sinfín de inclemencias climáticas, al acoso implacable de los mosquitos y a susurros emboscados en la maleza. Al grito de “no es dejéis provocar” el General Resóplez intentaba sin éxito evitar el desquiciamiento de su tropa. La estrategia del ingenioso Coronel Elpidio Valdés con la que comenzó aleccionando a su fiel corneta se mostraba acertada: “Calma Pepe, la cosa es vencerlos sin fajarnos con ellos”.
Meses de confinamiento, incertidumbre y sobre exposición a una derecha política y mediática hiperbólica han dejado a una población con claros síntomas de fatiga. El hartazgo de una mayoría con la violencia verbal y la sobreactuación debería prevenirnos de caer en la provocación de tasajearnos todos a machetazos verbales, algo que lúcidamente ya ha sido apuntado por Enric Juliana. El cuadro de comprensible descontento con la vida política del país y la aprobación del Ingreso Mínimo Vital debería servir de punto de giro en la comunicación de las fuerzas de la coalición.
Haciendo uso de la iniciativa política, el Gobierno no debe perder de vista que el despliegue de un portentoso paquete de políticas públicas con el viento de cola de la UE es su unique selling proposition. A una derecha radicalizada metida ya en faena, por el contrario, solo le queda huir hacia adelante con su negativismo y redoblar la política del escándalo para ocultar sus miserias e intentar horadar al máximo posible la confianza de la base social de la coalición. Aunque no han conseguido su objetivo principal, han encontrado en el bulo una herramienta eficaz para enterrar la verdad en tantas capas de fango que acaban por convertirla en un relato impotente con el que practicar una eficiente guerra de desgaste.
Por eso resultaría razonable dejar de poner nuestros esfuerzos comunicativos en mostrar la bancarrota moral y miseria de la derecha y apostar por una vía positiva, sosegada, que robustezca a una mayoría social en torno a la coalición. Una acción de gobierno decidida y bien comunicada puede ayudar en estos momentos a reconstruir la confianza y brindar alguna certeza fuera del campo tóxico de lucha partisana. Como decía Elpidio Valdés: “La cosa es vencerlos sin fajarnos con ellos”. A paso redoblado y con medidas estructurales en el disparadero pareciera que el Gobierno tiene campo suficiente para correr rápido y dejar que la oposición histérica se adentre y agote sola en la manigua estival.
Con una agenda decidida en derechos civiles y en política social, Zapatero consiguió activar el voto progresista en la primera legislatura. La economía en aquel entonces estaba en segundo plano; habrá que ver ahora si la gestión de la crisis y la recuperación lo permite (por no hablar de posibles rebrotes). Lo cierto es que existen hoy numerosas coincidencias con el escenario de 2004 y la estrategia de la crispación: cuestionamiento de la legitimidad del gobierno, teoría de la conspiración y una oposición frontal que posiblemente será acompañada por un otoño de movilizaciones con sotanas y otros uniformes que reeditarán viejas alianzas en la derecha. Aún con todas las distancias, sería conveniente repasar bien la comunicación de la primera legislatura de Zapatero. Sobre esta cuestión y asuntos mambises varios no estaría de más preguntarle a Miguel Barroso.
Si hubiera que buscar un enfoque comunicativo que ayude a desplazar el eje de un torticero ajuste de cuentas a otro centrado en la gestión social pos-pandemia recomendaría leer detenidamente “Guerras del Interior” del periodista peruano Joseph Zárate. Sin cifras, mapas o estadísticas y en poco más de cien páginas Zárate relata las historias de hombres y mujeres indígenas que libran batallas medioambientales en sus comunidades despertando una potente empatía trasformadora en el lector. Empatía necesaria que nos va a exigir crear crónicas alternativas frente el circo mediático que no va a tardar ni medio minuto en empezar a regodearse en historias de beneficiarios alcoholizados de la IMV que derrochan el dinero del laborioso contribuyente en porros y kebabs (el caso de los food stamps en EEUU es paradigmático).
Por sólidas y acertadas que sean, las políticas públicas son tan eficientes como se consigan vender; esto lo aprendió amargamente Obama durante su reforma sanitaria. Aprovechemos esta oportunidad para salir del marco tóxico y empantanado que quiere la derecha movilizando una mayoría que desea y aplaude estos cambios necesarios. Si a corto plazo se registran retrocesos electorales que no nos aturdan el juicio ni nos hagan perder de vista que la batalla sociológica que se abre con la gestión de la nueva normalidad desbordará y redibujara la disputa electoral del futuro.
Un país en el diván
26/06/2020
José Martí Gómez
Periodista
El dramaturgo Buero Vallejo me dijo un día la frase que le repetía un viejo amigo: “Me tocaron, como a todos, malos tiempos que vivir”.
Paseas. Sí. Nos tocaron, como a todos, malos tiempos que vivir. Rebobinas para recordar que el 2010 también paseaste por cinco centros asistenciales para ver de cerca las secuelas que había dejado la crisis del 2008 y el paseo entre las instituciones Arrels, Assis, Heura, Santa Lluisa Marillac y San Juan de Dios te dejó un regusto amargo.
El balance de lo que viste entonces intuyes que será el balance de lo que a partir de ahora verás: aumentará el índice de paro, se ampliará el censo de gentes que perderán su piso por no poder pagar la hipoteca o serán desahuciados por no poder pagar el alquiler. Las instituciones de ayuda se verán desbordadas por las peticiones y sus recursos, que se financian en un 80% con donaciones privadas, no darán abasto.
Viste en tus paseos de entonces lo que ves ya en tus reiniciados paseos de hoy: que en las colas de los centros sociales que dan comida hay gente que nunca pensó que acabaría allí. Gente angustiada por no tener salida laboral. Personas que nunca habían pedido nada y ahora solicitan ayuda alimentaria mientras su salud mental se deteriora.
“De acuerdo con el artículo 47 de la Constitución Española que dice que todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna un grupo de personas sin techo queremos manifestar que dicho artículo no se cumple en la ciudad de Barcelona ya que cada vez más personas dormimos en la calle”.
Lo leíste el 2010 en la pared de un centro de asistencia social. Lo había escrito gente sin techo. Muchos de ellos vagabundos, enfermos mentales cronificados en la aventura de la calle. Pero de aquel colectivo emergían voces de gentes distintas: doscientas personas asistidas en una institución religiosa eran recién llegadas al mundo de la pobreza. Según asistentas sociales, muchas de esas personas no saldrían ya de la marginalidad social.
Es parte de la historia que ahora se va a repetir porque el coronavirus dejará una crisis superior a la del 2008 y dentro de unos años, no se sabe cuántos, la nueva pobreza ya será vieja y estará cronificada como ocurrió en crisis anteriores. Personas que hoy tienen conciencia de su situación de desahuciadas sociales luchan por salir de ella pero el desaliento les ganará la batalla de la supervivencia digna porque en toda crisis hay un dato que se repite: en el 50% de familias con unos estudios primarios la herencia social pesa: es gente a la que la crisis le avería el ascensor social y ello lleva a que en muchas de esas familias la pobreza se perpetúe de padres a hijos.
Un desahucio se vive siempre como un drama. Los que tienen colchón familiar llevarán mejor la pérdida de la vivienda. Los que no lo tienen acabarán durmiendo en la calle. En 2011, el juez José María Fernández presentó una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de Luxemburgo planteando la duda de si una norma nacional es conforme al derecho comunitario. Dicho de otra forma: preguntaba el buen juez si el procedimiento de ejecución hipotecaria vigente en España no vulnera el derecho de los consumidores.
Hablé con el juez. Me dijo que ver personalmente los rostros de la crisis hace que te pongas en su lugar y se preguntaba, se lo sigue preguntando ahora al volver a conversar con él, si no se deberá dar a esa gente una segunda oportunidad para poder volver a empezar. También los policías que intervienen en los desahucios lo pasan mal. “Ver a un niño llorando en la calle junto a unas maletas, pegado a la falda de su madre te pone un nudo en la garganta”, me dijo un policía. El juez me contó una historia: el hombre tenía una empresa que iba bien y un gran piso. La crisis del 2008 se llevó primero la empresa y el piso y más tarde el matrimonio y el hombre acabó durmiendo en la calle.
Muchos pequeños empresarios vivirán ahora, en este 2020 maldito, dramas similares. Gente que llevaba una vida normal y ahora repite que no sabe cómo acabó en las colas pidiendo comida y durmiendo en la calle en los casos más extremos. En mi recorrido del 2008 vi en los centros sociales prestar ayuda a muchos hombres con estudios universitarios, ex ejecutivos, un padre y un hijo haciendo cola para desayunar en el mismo centro, un ex agente de bolsa… Me pregunté entonces si estaba mutando la geografía humana de los desheredados. Ahora ya no me hago esa pregunta porque es un hecho. En 2020 se repite lo del 2008.
Gente sola. Sin red. “¿Ha visto usted esa gruesa cuerda formada por un trenzado de muchas cuerdas más finas con las que se amarran los barcos en el puerto?”, me preguntó un hombre de Arrels. Una vida puede ser esa cuerda, me contó: un día se rompe el trenzado de los hilos del trabajo, otro día el trenzado de los hilos de la depresión, luego llega el alcohol, quizá la ruptura familiar, el adiós a los amigos… Cuando se rompe el trenzado de la última cuerda la vida personal, como un barco sin amarre, va a la deriva y, dato pesimista, ahora, como en 2010, regresa pidiendo ayuda gente que con sacrificios salió a flote tras la crisis del 2008, mujeres y hombres a los que la crisis del 2020 ha vuelto a golpear.
Una nueva formación profesional para un nuevo modelo productivo
24/06/2020
José Luis Carretero Miramar
Abogado. Jefe del Departamento de Formación y Orientación Laboral del IES Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Madrid.. Secretario General del sindicato Solidaridad Obrera.
La crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus se ha convertido con mucha rapidez en una enorme crisis económica. El Banco de España avisa de que, tras los tres meses de confinamiento transcurridos desde la declaración del Estado de Alarma, el PIB puede llegar a caer este año cerca de un 15%. Los datos que hacen explícita esta acelerada debacle son numerosos y reiterativos. Basta dar algunas cifras, disponibles entre muchas otras: más de la mitad de las empresas y proveedores del sector del retail consideran que tardarán como mínimo un año en volver a sus niveles de ventas anteriores a la crisis y, en algunos casos, la recuperación no llegara en al menos 24 meses, según un estudio realizado por la Asociación Español del Retail (AER); según otro informe de Cepyme, más de 500.000 empresas de todos los sectores desaparecerán con la crisis, el 93 % de ellas tenía menos de 50 trabajadores el 14 de marzo pasado; el cierre de hoteles y restaurantes ha provocado pérdidas en la industria cárnica de cerca de 300 millones de euros, según la patronal del sector.
Por otra parte, cerca de cinco millones de trabajadores han sido encuadrados en ERTEs (Expedientes de Regulación Temporal de Empleo), que implican que sus salarios se vean sustituidos por la prestación de desempleo. Además, el colapso de los Servicios Públicos de Empleo ante la avalancha de solicitantes de prestaciones ha provocado que muchos de ellos hayan cobrado la prestación tarde o, incluso, sigan sin cobrarla. Otros muchos han sido despedidos en las primeras semanas del Estado de Alarma, hasta se aprobó un cambio legislativo que no impide, sino que sólo encarece, el despido por fuerza mayor relacionado con la pandemia, al considerarlo improcedente.
Más de un millón de trabajadores autónomos han tenido que suspender sus actividades, pasando a cobrar una prestación de cese de actividad equivalente a la de desempleo. Las PYMEs y los autónomos, además, han tenido que buscar la manera de llegar a acuerdos con los propietarios de los inmuebles donde ejercían sus actividades, ya que la legislación aprobada para favorecer la moratoria del pago del alquiler de los locales y viviendas ha sido claramente insuficiente y ha llegado muy tarde.
Pero el impacto más fuerte lo han sufrido los más vulnerables: trabajadores informales, sumergidos, parados, vendedores ambulantes, trabajadoras sexuales. Sectores precarizados con una relación lábil y discontinua con el mercado de trabajo, que se han visto en una situación de absoluta falta de ingresos, ya que no podían tener acceso a las prestaciones relacionadas con la suspensión o pérdida de un puesto de trabajo. Más de 100.000 personas buscan comida cada día en los distintos Bancos de Alimentos de la Iglesia, los movimientos sociales o la administración en Madrid, en estos momentos. El Ingreso Mínimo Vital aprobado por el gobierno, en estas circunstancias, no es sólo una muestra, quizás insuficiente, de justicia distributiva, sino también una necesidad perentoria si no queremos vernos inmersos en un colapso completo de la convivencia.
Parece evidente que, por todo ello, una vez terminado el período de confinamiento, ha llegado el momento de la reconstrucción. Una reconstrucción que se configura como un gigantesco rompecabezas de alta dificultad que es, sin embargo, absolutamente necesario descifrar.
La reconstrucción presupone, según la mayoría de los economistas progresistas, un urgente cambio de modelo productivo. España debe pasar de ser una economía basada fundamentalmente en actividades de bajo valor añadido, gracias a un mercado laboral extremadamente precario y flexible, a una economía que consiga captar las actividades de alta cualificación y de dirección de las cadenas productivas globales.
Una España centrada en el turismo de sol y playa, en la generación de recurrentes burbujas inmobiliarias y en la ubicuidad de la actividad hostelera, difícilmente puede dar el salto, sin decididas políticas públicas para ello, a una reindustrialización basada en la tecnología, el conocimiento y la sostenibilidad ecológica y social.
El problema es que el modelo productivo actual ha funcionado durante algunas décadas como el impulsor de una sociedad de consumo, disfuncional pero efectiva, basada en el crédito y en la expansión de diversas redes de economía sumergida (corrupción, narcotráfico, etc.). El trabajo barato y precario ha garantizado los beneficios a un empresariado que no ha necesitado más que dinero fresco y buenas relaciones con el poder local para obtener pingües beneficios. Hay, pues, fuertes incentivos sociales para mantener este modelo que, sin embargo, la pandemia de Covid-19 ha vuelto abiertamente inviable de cara al futuro.
El cambio de modelo presupone decididas políticas públicas encaminadas a elevar la cualificación de los trabajadores, a impulsar nuevos modelos de emprendimiento basados en la tecnología y el conocimiento, y a fomentar un rearme industrial que permita un proceso de modernización y desarrollo en el que los centros de decisión y las actividades de mayor valor añadido de las cadenas de producción concernidas se localicen firmemente en territorio español.
En este proceso de cambio de modelo productivo hay que tener en cuenta un elemento estratégico fundamental: la formación de la mano de obra. El modelo actual, centrado en servicios de bajo valor añadido, precario y extremadamente flexible, no precisa de los trabajadores una alta cualificación. Además, la elevada temporalidad en el empleo, que fomenta la rotación de las plantillas, y la elevada estacionalidad de muchos puestos de trabajo, desincentivan completamente que las empresas inviertan en la cualificación de los trabajadores a su servicio, ya que estos pueden ser cambiados casi de día en día.
La necesidad de fomentar la formación de los trabajadores, generando el conocimiento necesario para cambiar el modelo productivo sin generar dinámicas de sobrecualificación que fomenten la “fuga de cerebros”, fundamenta, pues, la importancia estratégica del sistema de Formación Profesional para el futuro económico de nuestro país.
La Formación Profesional, en sus tres vertientes (Formación Profesional reglada en el sistema educativo, Formación Profesional ocupacional para el empleo y Formación Profesional continua en el marco de la actividad productiva) ha de constituir un pilar básico para cualquier política encaminada a la transformación de la textura económica de nuestro país. Una Formación Profesional bien encaminada podría generar la capacidad de formar a los cuadros medios de las nuevas empresas de mayor valor añadido, así como la de adaptar a los actuales trabajadores (los realmente existentes) a las nuevas necesidades económicas y la de readaptar a los que deban cambiar de actividad. Sin hacer efectivas esas tres posibilidades, el famoso discurso sobre el “cambio de modelo productivo” no llega a ser nada más que un simple ejemplo de utopismo romántico, pese a toda su capacidad de atracción.
Y hemos de ser muy claros: la Formación Profesional ha sido tradicionalmente muy maltratada por las políticas públicas en nuestro país. La FP reglada ha sido siempre considerada como el “patito feo” del sistema educativo, lo que se ha concretado en numerosos comportamientos disfuncionales de los responsables públicos de las Comunidades Autónomas competentes.
Podemos narrar muchos ejemplos de lo que estamos diciendo: centros educativos que, ante la escasez de fondos provocada por los recortes de la última década, dedican parte del presupuesto de FP a parchear las ingentes necesidades no atendidas de otras etapas educativas; Comunidades Autónomas que no tienen centros específicos para la formación de los docentes de Formación Profesional; creciente precariedad en el empleo de las plantillas de profesores, con una elevada tasa de contratación en régimen de interinidad; dinámica de externalización a empresas privadas de las actividades formativas del profesorado y de otras de apoyo al proceso educativo.
Además, la puesta en marcha de la FP Dual (formación en alternancia entre el centro educativo y la empresa, en la que los alumnos pasan al menos un año realizando su formación en la entidad productiva) ha venido acompañada, también, de numerosas disfuncionalidades. Justo cuando el sistema educativo había, por fin, digerido adecuadamente el espíritu del modelo francés de FP propuesto por la LOGSE y las enseñanzas de Formación Profesional parecían a punto de alcanzar un nuevo prestigio en la sociedad, la imitación acrítica y degradada del modelo nórdico de la FP Dual ha generado nuevos problemas.
El modelo de FP Dual se muestra, en su implantación efectiva en el sistema educativo español, como fuertemente ambivalente. Es una cuestión de adaptación. El diablo, como siempre, está en los detalles. La FP Dual alemana, que se toma como modelo, ha sido desarrollada en un escenario productivo fuertemente industrializado, con una amplia capacidad de control sindical y con unas retribuciones dignas para los alumnos. En Alemania, los tutores que controlan, en la empresa, las prácticas formativas, deben tener una homologación pública y, además, lo hacen bajo la atenta vigilancia de los mecanismos de cogestión generalizados en la industria, que garantizan que las actividades de formación son tales, y no una simple manera renovada de conseguir mano de obra barata. Además, no todas las familias profesionales de FP han sido “dualizadas”.
En España, mientras en algunos lugares con un mayor tejido industrial como Euskadi la FP Dual ha sido implantada con acompañamiento de los recursos necesarios, en otros lo único que se ha hecho es disminuir la formación teórica y confiar acríticamente en las empresas, sin que se las pueda controlar adecuadamente por los recortes en profesorado y los aumentos de horas lectivas de los últimos años. La FP Dual, así, tiene el peligro de convertirse en un mecanismo de abaratamiento del trabajo, más que en una dinámica formativa, perdiéndose polivalencia productiva en la futura mano de obra e imprescindibles conocimientos teóricos. Además, con la nueva popularidad de la FP Dual entre los responsables públicos, hemos perdido de vista otros modelos muy posibles, y a medio implantar, como el de los Centros Integrados de Formación Profesional.
Pero escuchemos a los profesores. Al menos, a algunos más que el que firma este artículo. Miguel Ángel Prieto García, Jefe del Departamento de Formación y Orientación Laboral del Centro Integrado de Formación Profesional “José Luis Garci”, de Madrid, nos dice que:
«La situación de la FP está mal en todos los sentidos. Hay un bla, bla, bla y no se apuesta realmente por ella. Mientras no se ponga dinero y se siga considerando un gasto y no una inversión no llegaremos muy lejos».
Respecto de la FP Dual, nos confirma Miguel Ángel, “no tiene nada que ver lo que se hace en Euskadi con lo que se hace en Madrid. En Euskadi tienen personas dirigiendo la nave de la FP que saben lo que hacen y están invirtiendo. En Madrid es una forma de ofrecer mano de obra barata a las empresas. No existe intencionalidad de acabar contratando a los chicos. Rotan en las empresas de manera prácticamente gratuita”.
De cara al futuro, Miguel Ángel considera que “si se invierte el futuro será halagüeño, si no, seguiremos transitando por el mismo camino. Se tiene que hacer una apuesta por la escuela pública. Máxime cuando la FP es imposible que se haga totalmente on-line y el año que viene vamos a tener muchos problemas. Se necesita una nueva perspectiva para favorecer el I+D+i en todos los sectores, incluida la FP. En la Formación Profesional, la Universidad, la industria, hace falta una auténtica apuesta conjunta por la I+D”.
Francisco Cano, profesor valenciano y presidente de ANPROFOL (Asociación Nacional de Profesores de Formación y Orientación Laboral) nos cuenta, hablando a título estrictamente personal, que:
“La FP la veo amenazada. Hay muchas organizaciones del mundo de la empresa que están intentando entrar y colonizar la FP pública. En Cataluña han iniciado una reforma de la FP que elimina contenidos educativos en los centros para dejarlos en manos de las empresas, lo que tiene impacto sobre los contenidos, el espacio, el personal…todo. Son reformas de cariz neoliberal, para tratar de limitar el peso del Estado en la educación”.
Según afirma Cano: «El sistema de la FP actual funciona bien. Que la FP Dual haya funcionado bien en Alemania o Austria, sin embargo, no quiere decir que aquí vaya a funcionar bien. El tejido productivo no da una buena respuesta. El riesgo de que los alumnos salgan peor formados es alto. El noventa por cien de las empresas no controlan que el alumno aprende en las prácticas y nosotros tampoco podemos hacerlo. Tenemos que estar preparados para el próximo curso. Habrá que reforzar las estructuras telemáticas. Generar una FP semipresencial. El profesorado ha demostrado su valía en la pandemia, pero en medio de una respuesta improvisada, sin equipos, sin infraestructuras. Hay que reforzar al profesorado, reforzar la conectividad. Que todos los alumnos y profesores tengan acceso a un equipo informático y una conexión. En Valencia se han repartido tablets con conexión a internet. Hay que trabajar con plataformas virtuales y formar al profesorado para ello».
Preguntado por la hipotética transformación del modelo productivo, Cano nos indica que:
“Se debe incrementar la inversión en I+D para fomentar el uso de la tecnología y mejorar la cualificación de la población. La productividad sólo se puede aumentar por la formación y la tecnología. En inversión en I+D+i estamos por debajo de la media europea. El sistema de FP tiene que avanzar, pero la línea que llevan es errónea. Están reduciendo la carga formativa, con la FP Dual, para entrar en entornos reales, pero de empresas que no ofrecen puestos de trabajo cualificados. Se puede apostar más por el emprendimiento, pero poner en marcha una empresa con alto valor añadido es muy difícil si no hay un acompañamiento”.
Por su parte, Pablo Peñalver, reconocido profesor de Administración de Empresas y coordinador del Proyecto FPinnovación (FPi), nos indica que:
«La implantación de la FP Dual es complicada. Nosotros tenemos un grupo del ciclo de Administración y Finanzas en el que muchos alumnos trabajan por la tarde. Tal y como quieren que se implante aquí la Dual, no podrían hacerlo, porque tendrían que estar haciendo las prácticas».
El problema, para Pablo, es que:
“Vamos muy por detrás de la realidad. Se siguen utilizando libros de texto, se sigue formando de una manera muy académica. Ahora es obligatorio innovar para las empresas. Por lo tanto, debemos mandarles unos alumnos que hayan trabajado mucho más las áreas transversales. O las empresas innovan o no van a sobrevivir en el mercado, y necesitan trabajadores bien formados en lo suyo, pero también con una amplia gama de “soft skills” (habilidades sociales). Hay que usar más metodologías activas y ágiles, para formar alumnos que no sólo sepan hacer determinadas funciones, sino también resolver problemas e innovar”.
La propuesta de Peñalver es clara:
“Metodologías ágiles. Que los chicos sean capaces de responder. Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP) como en el País Vasco. Adaptar los recursos: olvidarse de los libros de texto, microlearning (pequeñas píldoras formativas), mensajes visuales, infografías. Adaptar los espacios: cambiar totalmente las aulas tradicionales para realizar trabajo colaborativo. Adaptar la organización: presencia de otros agentes, viveros de empresas, mentores, emprendedores, profesores especializados en determinadas materias… El trabajo se debe considerar de otra manera en las empresas: no sólo como mano de obra, sino como un agente activo. Hay que incorporar valores humanos. Valores 4.0”.
Pero no sólo la FP del sistema educativo tiene problemas evidentes. También la Formación Profesional ocupacional, destinada a los desempleados. Carlos Buedo, representante de la sección sindical de Solidaridad Obrera en la Consejería de Empleo de la Comunidad de Madrid, nos cuenta que:
“El profesorado que imparte los cursos por los que se accede a los certificados de profesionalidad es contratado de manera eventual, sobre la marcha. No son docentes más o menos estables, como los del sistema educativo. Este ámbito de formación está prácticamente privatizado. La mayoría de las prácticas no se cotizan ni se cobran. Lo que la gente busca son las prácticas con compromiso de contratación. También son interesantes los planes de activación para parados de larga duración o perceptores del REMI (la renta mínima madrileña) que al acabar garantizan un contrato de un mínimo de seis meses”.
Para Carlos, las propuestas de mejora son claras:
“Volver a lo público. Parar la privatización. Que haya un sistema donde las organizaciones ciudadanas gestionen las políticas activas de empleo, que haya una formación gratuita pública, actualizada y a la par con lo que el sistema productivo va a requerir. Fomentar el modelo de los centros de referencia y de los centros integrados. Tenemos que ir hacia una transformación ecosocial del sistema económico, en la que se profesionalicen y dignifiquen los cuidados”.
En la arquitectura de la Formación Profesional futura nos jugamos el cambio de modelo productivo. Si queremos actividades de mayor valor añadido, tendremos que formar a los trabajadores para ello. No hay duda de que una formación en alternancia es una buena idea, y hasta se puede defender que responde a la secular reivindicación obrera de una formación integral, que incluya tanto los aspectos intelectuales, como los productivos del ser humano. Pero, ya lo hemos dicho, el diablo está en los detalles. No nos vale cualquier formación en alternancia, ni nos sirve una imitación acrítica y degradada de modelos que no pueden funcionar en un contexto totalmente distinto.
Para construir un gran sistema de I+D+i que facilite la transición a un nuevo modelo productivo habrá que generar una virtuosa dinámica de colaboración entre la Universidad, la empresa, la investigación, los espacios de fomento de la actividad emprendedora (lanzaderas, viveros, etc.), y la Formación Profesional. No estamos hablando de la privatización de la enseñanza, o de su puesta al servicio de las necesidades de las empresas existentes. Quien lo entiendan y lo ejecute así sólo reproducirá de nuevo el modelo productivo actual, de manera cada vez más degradada. Estamos hablando de innovar y de encontrar una nueva relación de interdependencia respetuosa entre el mundo del conocimiento y el mundo del trabajo.
Un nuevo ecosistema del conocimiento aplicado y de la creatividad, que engendre un nuevo sistema productivo para un mundo enteramente transformado.
Querer no es poder. Imaginar o soñar, tampoco
22/06/2020
Gabriel Flores
Economista
Nos reprocha nuestro amigo Marià de Delàs que no invitemos a imaginar un mundo nuevo en el artículo con el que arrancamos Enrique del Olmo y yo este debate en Espacio Público. Así expresa su crítica:
Dicen claramente que no se trata de imaginar un “mundo nuevo”. No invitan a ello, a pesar de que los primeros párrafos de su ponencia los destinan a la constatación de la existencia de una “crisis global y multidimensional”.
Pareciera como si el reconocimiento de que el mundo está inmerso en una crisis de gran envergadura llevara implícita la tarea de imaginar un mundo nuevo o, incluso, que al imaginarlo ya podemos alcanzarlo. No creo que este tipo de disquisiciones nos lleven a ningún sitio y menos aún a aclarar malentendidos o, más importante, centrar el debate en las diferencias políticas reales.
Antes de adentrarme en el debate, me gustaría agradecerle a Marià una lectura tan atenta y una crítica tan afilada a nuestro artículo inicial que me han obligado a releerlo y repensar lo escrito con los ojos críticos que me presta. Normalizar las diferencias políticas y ser capaces de debatirlas para contrastar opiniones y afinar o corregir nuestras propias ideas son tareas más que aconsejables que deberíamos convertir en hábito, porque sigue predominando en los debates una robusta tendencia a la sobreactuación y a considerar que en toda crítica o diferencia anidan la animadversión y el ánimo de descalificación.
El artículo inicial de este debate en Espacio Público lo titulamos Enrique y yo, nada inocentemente, “Diálogo y negociación para una salida progresista de la crisis”, porque tratábamos de enfatizar desde su título lo que nos parecía la clave de nuestra reflexión sobre el momento político y de nuestra posición de apoyo al gobierno de coalición progresista y a favor de la iniciativa política de plantear que tiempos tan excepcionales requieren de la gobernabilidad y la más amplia cooperación para superar la situación crítica, ahorrar costes evitables a la mayoría social y proponer un futuro habitable al conjunto de la ciudadanía. Este es el dilema más importante del debate que proponemos, si es el momento de alentar el diálogo y la negociación del conjunto de fuerzas políticas y agentes sociales para aprobar medidas favorables a la mayoría social o, por el contrario, es el tiempo de imponer los intereses, ideas o ensoñaciones de una parte, aún a costa de reforzar la crispación, la ingobernabilidad y, como consecuencia, la inacción política.
En mi opinión, hay en las críticas de Marià algunos equívocos que intentaré desbrozar y algunas diferencias políticas que es preciso abordar para que no se transformen en obstáculos para la reflexión o lleguen a nublar las muchas ideas que compartimos.
Para no cargar en demasía esta réplica, me referiré tan sólo a los dos malentendidos que me parecen más relevantes: primero, el papel de los sueños o la imaginación en la acción política; y segundo, de qué estamos hablando cuando hablamos de modelos de crecimiento y su superación. Y a una diferencia sustancial en torno a la valoración que hacemos del gobierno de coalición progresista y de la propuesta gubernamental de diálogo y negociación sin exclusiones, que en mi caso es positiva o favorable, mientras que en el de Marià es crítica; sin que esa generalización o simplificación de las posiciones nos ahorre, a ninguno de los dos, el trabajo de valorar en concreto cada una de las actuaciones gubernamentales. Como debe ser.
Primer equívoco: sobre la imaginación y los sueños
¿Qué hay de malo en soñar un mundo nuevo? Nada, sea soñar dormidos o despiertos. Tener sueños realistas, fantásticos, eróticos o ideológicos puede ser muy satisfactorio, una acción terapéutica excelente o, en el terreno en el que se sitúan estas reflexiones, contribuir a plantear nuevas preguntas y respuestas o abrir vías para plantearse los problemas, las soluciones o los objetivos de otra manera. Lo problemático estaría situado, por tanto, en otro lugar: que la imaginación y los sueños políticos o ideológicos lleven a cortar amarras con la realidad que condiciona y restringe la acción política; que se midan los logros gubernamentales no tanto por los avances o retrocesos reales que suponen como en comparación con los sueños que se tienen; o que se considere que basta con imaginar o soñar un mundo nuevo para lograrlo o para sustituir la ardua y compleja labor política de convencer y mover a la mayoría social para cambiar la realidad. Prevenciones frente a esas interpretaciones de la labor de imaginar que espero te resulten razonables y que me llevan a no darle demasiada importancia a la presencia o ausencia de esa invitación expresa a imaginar otros mundos.
La frase completa de la que forma parte el texto que ha suscitado el reproche de Marià rezaba así: “En todo caso, no se trata tanto de imaginar un mundo nuevo como de alcanzar acuerdos posibles que permitan mejorar la situación y atemperar o solucionar los graves y urgentes problemas que amenazan las condiciones de vida y trabajo de la población, el futuro del país y nuestra convivencia”. Como se ve, algo más matizada que lo que critica Marià. ¿Por qué asociar ese no imaginar un mundo nuevo con la renuencia a promover un cambio de verdad? La cuestión es mucho más sencilla, defendemos vías distintas para transformar la realidad.
Nuestras propuestas de cambio pasan, efectivamente, por el reforzamiento de la experiencia de cooperación entre PSOE y UP en la actual coalición gubernamental y por mantener una oferta de diálogo y negociación a todos los grupos políticos parlamentarios y a los principales agentes sociales para conseguir menguar la crispación política y el respaldo social a los crispadores, reforzar la gobernabilidad y ensanchar una base social, parlamentaria y electoral de progreso que ofrezca continuidad a los importantes logros que ya ha conseguido este gobierno progresista en unas condiciones muy difíciles. Que se considere que esas propuestas no son las vías o que las reformas que se hacen no son las adecuadas puede ser razonable, pero de eso trata este debate, de entrar en la crítica concreta y ofrecer otros argumentos, razones y alternativas.
Segundo equívoco: sobre el cambio del modelo de crecimiento
Me parece que no nos referimos a lo mismo cuando hablamos de modelo de crecimiento. En mi caso, se trata de definir o señalar el modo particular en el que se articula la lógica de acumulación capitalista en la economía española, que se asienta en una especialización productiva basada en el sector de servicios a las personas que requiere una mano de obra temporal y precaria que genera y consolida bajas tasas de actividad y altas tasas de desempleo, bajos salarios y baja presión fiscal a empresas y rentas del capital para competir fundamentalmente en bajos costes laborales y fiscales. Y, como consecuencia, genera una marcada polarización de los mercados de trabajo y altos niveles de pobreza y desigualdad social.
Ese modelo es el que estaba en crisis antes de la pandemia y el que creemos que no se debería intentar reconstruir, porque no puede ayudar a solucionar ninguno de los grandes problemas mencionados. Para resolver esas lacras, al mismo tiempo que se reactiva la economía hay que abrir caminos, en una tarea compleja y a largo plazo, a un nuevo modelo de crecimiento que permita generar más empleos de calidad, impulsar los sectores y actividades de futuro que mejoren la gama de nuestra oferta productiva y modernizar las estructuras y especializaciones productivas de la economía española.
Aunque la tarea actual prioritaria sea la de fortalecer un escudo de protección social que impida que personas o sectores vulnerables se queden atrás, sin contar con la solidaridad de la sociedad organizada por las instituciones públicas, a nadie se le puede escapar que ni la protección social de los sectores con mayores riesgos de exclusión social ni las políticas de sostén de la demanda que lleva a cabo el gobierno de coalición progresista en esta etapa de contención de la crisis pueden contribuir a modernizar la oferta productiva, desarrollar las industrias del futuro y cambiar el modelo de crecimiento.
Impulsar esos cambios, requiere de unos recursos, estrategia y herramientas específicos; entre ellos, cabe señalar por su importancia la tarea de ensanchar nuestra base fiscal mediante una reforma progresista que solo puede tener resultados a medio plazo y construir una amplia concertación política y social que haga viable esa reforma clave. A corto plazo, es imprescindible contar con los recursos financieros y el arrope institucional que nos ofrece la UE.
Creo que se comprenderán ahora mejor los argumentos a favor de hacer compatibles las políticas de reactivación económica, una vez que se haya superado o puesta bajo control la crisis sanitaria, con las orientadas a cambiar el modelo de crecimiento. No hay contradicción entre la agenda de protección social y la de reactivación y modernización económica, aunque la primera se puede llevar a cabo de forma inmediata y la segunda requiera plazos más prolongados; ambas son compatibles y complementarias, pero la protección social no puede mantenerse indefinidamente sobre el aumento del déficit público, requiere de un cambio de modelo de crecimiento que genere empleos decentes y salarios dignos y ensanche las bases de la recaudación fiscal.
Probablemente, tendríamos que haber aclarado más el significado de modelo de crecimiento y especificar qué propuestas políticas y recursos financieros son necesarios para llevarlo a cabo. Pero la ya larga extensión del artículo con el que iniciamos el debate nos disuadió de intentarlo, lo que no quita para que lo considere una cuestión decisiva y que quizás tendría que plantearse en el futuro como un debate específico en Espacio Público; aunque mucho me temo que no es de los temas que susciten más interés, ni siquiera entre los economistas.
Una diferencia de envergadura: sobre el diálogo y la negociación
Nadie puede asegurar que el camino de diálogo y negociación propuesto por el gobierno de coalición progresista vaya a tener mucho recorrido, pero en mi opinión era necesario proponerlo e iniciarlo con el objetivo de poder atravesar este grave periodo de crisis en condiciones de tomar medidas de protección de las clases trabajadoras, los sectores sociales más vulnerables y el propio tejido empresarial. Como se está haciendo.
La primera propuesta de un gran pacto de Estado, del tipo de los Pactos de la Moncloa de 1977, acabó aterrizando a duras penas en el Parlamento, en forma de constitución de una Comisión para la Reconstrucción Social y Económica, y no parece que pueda superar la fase de continuas refriegas en las que se ha instalado desde el principio. Sin embargo, hay muchas posibilidades de promover una dinámica de acuerdos, al margen de esa Comisión, que den aire a la continuidad del gobierno progresista y al núcleo de sus políticas de rescate social, ayudas al mantenimiento del empleo y la actividad económica o respaldo político y social a las exigencias del Gobierno de España, junto a otros gobiernos e instituciones comunitarias, ante el Consejo Europeo para aprobar un plan europeo de reactivación, acompañado de los correspondientes recursos financieros.
De hecho, ya se han producido dos resultados muy positivos. El primero, con la firma el pasado 8 de mayo del Acuerdo Social en Defensa del Empleo alcanzado por sindicatos, patronales y gobierno. Gracias a ese acuerdo, los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) por fuerza mayor se han prolongado hasta el 30 de junio y se ha establecido una Comisión de Seguimiento tripartita que podrá proponer nuevas medidas de protección de empleos y empresas, además de negociar una nueva prórroga de los ERTE más allá del 30 de junio. A principios del mes de mayo, nada menos que medio millón de empresas y cerca de 3,4 millones de trabajadores y trabajadoras mantenían sus empleos y gran parte de su renta gracias a los ERTE. Y en el mismo sentido, aunque fuese antes de la pandemia, cabe mencionar el Acuerdo para la subida del Salario Mínimo Interprofesional o las negociaciones en marcha para ampliar la cobertura de la prestación por desempleo.
El segundo paso importante ha sido la reciente aprobación y puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital (IMV), que ha conseguido múltiples y muy variados apoyos políticos (incluyendo el del PP), económicos y sociales y permitirá mejorar las condiciones de vida de 850.000 hogares o un total de 2,3 millones de personas que no cuentan con rentas suficientes para cubrir sus necesidades esenciales.
Y esa misma dinámica de diálogo y negociación va implícita en la propuesta de cogobernanza entre instituciones ministeriales, autonómicas y municipales en la gestión de la crisis sanitaria o en algunas de las tareas asociadas a la gestión del IMV, lo que permitirá una apertura al diálogo entre los partidos que forman parte de esas instituciones, una mayor corresponsabilidad en la toma de decisiones y que las medidas que se aprueben se adecúen mejor a las condiciones particulares de cada Comunidad Autónoma y a las preferencias, dentro de un marco normativo conjunto previamente negociado, que señalen sus electores y representantes autonómicos o municipales.
Se demuestra así que hay posibilidades de suscitar amplios apoyos en torno a propuestas que, además de suponer importantes mejoras concretas para extensos sectores de la población, permiten que el conjunto de la ciudadanía gane en dignidad, impulsan la igualdad social y debilitan las pulsiones contrarias al diálogo que aún prevalecen en los partidos de derechas y la mayoría de sus votantes.
El plan de recuperación económica europea presentado por la Comisión Europea, “La UE de la próxima generación”, es también un ejemplo práctico de la política democrática basada en la negociación y los acuerdos que intenta construir un futuro aceptable para la mayoría social y para el conjunto de países que forman la UE. Demuestra que la confrontación política no está reñida con el diálogo ni con la negociación y que se pueden alcanzar amplios acuerdos que son considerados aceptables por la mayoría de los partidos políticos y los gobiernos (lo que es doble dificultad) y beneficiosos para la mayoría de la ciudadanía y el proyecto de unidad europea.
El gobierno de coalición progresista nada pierde con mantener su oferta de diálogo y negociación sin exclusiones ni restricciones, mientras siga negociando acuerdos concretos favorables a la mayoría social, como los mencionados, y siga tomando medidas progresistas efectivas que consoliden y amplíen los apoyos con los que ya cuenta, al tiempo que cuestionan la estrategia de crispación e ingobernabilidad que lideran Casado y Abascal. Se está haciendo lo que la situación requiere y la mayoría de la sociedad necesita. Y si no se hace más en común con las derechas es porque éstas dan prioridad al objetivo de dividir y tumbar al gobierno, en lugar de colaborar en las tareas que permiten proteger a la ciudadanía, a la economía española y a su tejido empresarial.
Puede que la apuesta por la confrontación social y la crispación política siga predominando en las derechas españolas, pero nada puede erosionar más sus apoyos sociales y electorales que la continuidad y el reforzamiento de medidas progresistas que cuenten con el apoyo de la mayoría social al tiempo que se ofrece diálogo y negociación a todas las partes interesadas en superar las crisis sin dejarse a nadie en el camino. El debate no va de más o menos confianza en lo que pueda salir de las negociaciones ni de prejuzgar sus resultados, se trata de reforzar la gobernabilidad y ampliar los márgenes de acción política de un gobierno progresista.
Me he extendido demasiado en la contestación a las críticas de Marià de Delàs, cuyo artículo es más interesante que los asuntos que aquí trato, por lo que acabo mi réplica invitando a leerlo o releerlo con atención antes que a imaginarlo.
Termino con el famoso soliloquio de Hamlet, en una parte menos vistosa que la su inicio, pero más significativa para lo que aquí intentamos dirimir:
[…]pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno
ya libres del agobio terrenal,
en una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia.[…]
Una visión desde lo local. Pactos, alianzas y el reto de fortalecer las políticas sociales.
19/06/2020
Marta Higueras Garrobo
Portavoz del grupo municipal Más Madrid en el Ayuntamiento de Madrid.
Decía Manuela Carmena en su despedida de la Alcaldía de Madrid que “Debemos cuidar la democracia… Tenemos que saber que la democracia es un valor enorme que tenemos que cuidar. Igual que cuidamos los afectos, cuidamos las amistades, los amores, tenemos que cuidar las instituciones, porque son la estructura de paz que permite la vida social… Cuánto más vulnerables somos, cuándo más sectores vulnerables se dan en la sociedad, más necesitan de la sociedad, más necesitan de la democracia”.
Hoy, un año después, una crisis sanitaria mundial ha coincidido con el auge de la derecha más extrema en gobiernos e instituciones y con la llegada a la sociedad de viejos discursos de odio que no habíamos escuchado más que en recreaciones de lo sucedido en occidente antes y durante la II Guerra Mundial, con el peligro que supone para los derechos humanos y, sobre todo, para los derechos de las personas en situación vulnerable.
Esos discursos, también, alcanzan a cuestionar las instituciones y la esencia misma de la representación política democrática. Lo vemos en el Congreso y el Senado de nuestro país, en algunos parlamentos y en las intervenciones de representantes de partidos de la derecha y la extrema derecha española, que se consideran la auténtica y verdadera autoridad de las instituciones, dueñas de España y su bandera.
Nos encontramos, por tanto, en la necesidad de cuidar la democracia para proteger los derechos de todas las personas y para proteger las instituciones. Y, sin duda, ante la urgencia de reclamar el cumplimiento de los deberes que, para con la sociedad, tienen y tenemos como representantes públicos.
Cuando hablamos de derechos que están en el punto de mira de la derecha y la extrema derecha nos referimos al derecho al sustento mínimo y digno, con la importancia de medidas como el Ingreso mínimo vital, frente a la ignominia de las colas del hambre en Madrid; nos referimos al derecho a la igualdad, que se cuestiona mediante el intento de carambola que han buscado atacando al gobierno con el 8M; nos referimos también al derecho a la inclusión social y la convivencia que evite el ataque sistemático a las personas migrantes, o a toda persona que no piense como ellos.
Sobre los deberes… no han respondido a ninguno. Un claro ejemplo es la presidenta de la Comunidad de Madrid y su nefasto papel en la gestión de la crisis provocada por la covid-19, ya mencionado en otras intervenciones a lo largo de este Debate. Solo señalaré, por coincidir mientras escribo esta intervención, su propuesta de celebrar una corrida de toros para homenajear al personal sanitario que tanto ha despreciado y mermado.
No es de extrañar que con Ayuso en la Comunidad y Casado al frente de la derecha en el Congreso, el alcalde de Madrid aparezca como un referente… un referente de la nada. Martínez Almeida no ha hecho nada que merezca ser reseñado. Pero si lo ha hecho su oposición, mi grupo municipal en concreto, desde la lealtad institucional, desde la voluntad de sumar y construir; y lo hemos hecho ofreciéndole un acuerdo de medidas para responder a las necesidades de la ciudad y sus gentes.
Lo adelantaba en mi tribuna Es tiempo de lealtad, publicada en este periódico el 9 de abril. Era necesario, en ese momento, hacer una llamamiento al trabajo en común, desde esa lealtad institucional, que no es entrega, que no es una cesión al alcalde para que haga o deshaga, sino un paso más en el compromiso con la ciudadanía. La lealtad nos une a todo el conjunto de personas que viven y sufren la falta de políticas públicas en un momento de necesidad extrema. De ahí que presentáramos 220 medidas en lo que denominamos Pactos de Cibeles para reconstruir Madrid, con 10 ejes:
1. Impulso de los servicios públicos y mejora de las plantillas, recursos e infraestructuras.
2. Servicios sociales comunitarios
3. Transporte público y la movilidad sostenible y universal.
4. Estrategia para una reconstrucción social y económicamente sostenible del sector cultural.
5. Respaldo al comercio de proximidad y a la hostelería.
6. Ingreso Básico de Emergencia.
7. Movilizar la vivienda vacía, construir vivienda pública y desarrollar formas de colaboración público-privada para desarrollar vivienda asequible.
8. Política social para todas y todos. Reequilibrio territorial.
9. Impulso de la actividad económica y la innovación
10. Vida Saludable.
Estos días continuamos trabajando en las Mesas para la Reconstrucción. Los debates, en este momento, indican que las medidas de mayor calado no serán aprobadas, y que el ideario del Partido Popular seguirá siendo la guía de la acción (la inacción) del gobierno de Almeida, quien aprovechó nuestra mano tendida para pasearse con Ayuso y Casado, insuflarles oxígeno en sus peores días, y dar a Casado un espacio en los actos institucionales como si fuera el jefe del gobierno. Tenemos, al menos, que felicitarnos porque no lo sea. Mejor no imaginar que hubiera sido de este país si esta crisis coincidiera con un gobierno PP-Vox a nivel central. Lo que es seguro es que no habrían tenido una oposición tan arrogante como la que ejercen estos dos partidos, que desprecian la lealtad institucional cuando no se tiene con ellos y no han dado ni un día de tregua al legítimo gobierno formado por PSOE y Unidas Podemos.
Decía más arriba que Almeida, en estos tres meses, no ha hecho nada. No hay una propuesta de ampliación de políticas, servicios o recursos sociales municipales para paliar la grave situación que vive Madrid. Nosotros hemos demostrado no solo que sabemos hacer oposición, sino que damos alternativas que unen. Y lo continuamos demostrando desde la comisión de crisis del Ayuntamiento, desde la propuesta de Pactos de Cibeles, desde los Pactos por los Barrios con sus medidas para los distritos… porque siempre hemos gobernado con dignidad y honestidad.
Nuestro horizonte no es ser la eterna oposición. Nuestro horizonte es recuperar Madrid para su gente, y esto se logra ofreciendo acuerdos y tejiendo alianzas, que pueden tener carácter de permanencia o no, pero que nos sirvan para resolver los problemas de la ciudadanía, a la vez que construimos más democracia.
Esta es nuestra apuesta para el presente. El futuro, sobre todo para quienes apostamos por la reconstrucción social de nuestras ciudades y comunidades, nos exige alianzas amplias que desemboquen en gobiernos de progreso.
Un nuevo rumbo económico y social tras el coronavirus requiere de la movilización social
17/06/2020
En su condición de pandemia global, el coronavirus ha puesto en evidencia al propio capitalismo de la globalización, incapaz de preservar la vida humana. Rotas las cadenas de producción y distribución globales, de pronto no había productos sanitarios, ni equipos de protección, ni gente suficiente para recoger las cosechas.
Décadas de continua erosión del Estado y de políticas a favor del mercado y resulta que la única posibilidad de luchar contra la pandemia está en manos de lo público. Años y años de individualismo feroz y resulta que la garantía de superar la crisis sanitaria reside en el esfuerzo colectivo de las trabajadoras y los trabajadores mal pagados y precarizados de la sanidad, el transporte, la industria alimentaria, la agricultura o el comercio.
Las políticas de austeridad a la medida del ordoliberalismo alemán, que en Europa han azotado particularmente a los países del sur, han dado lugar a recortes y privatizaciones de unos servicios públicos ya erosionados. Han originado la devaluación salarial y, en general, los bajos salarios que han provocado un incremento brutal de la desigualdad y de la pobreza entre la gente trabajadora. A ello debe sumarse la temporalidad en el empleo, que desde hace décadas forma parte sustancial de la gestión de la mano de obra en España.
Todo ello nos ha puesto en peores condiciones para combatir la pandemia y ha agravado sus consecuencias económicas y sociales. De tal suerte que la vuelta a la normalidad, tal y como era antes, no supondría para gran parte de la población sino la vuelta al infierno de la precariedad laboral, de los salarios que no permiten llegar a fin de mes y del imposible acceso a una vivienda digna. Sencillamente, no es viable ni social ni económicamente.
No obviamos, como cabe suponer, las medidas de escudo social tomadas por el gobierno de coalición que están atajando la situación de un modo muy distinto al que se empleó a partir de 2008. Pero en todo caso, en lo que parece la caída de la curva crítica sanitaria en que nos hallamos, nos situamos ante un estado de emergencia económica, social y medioambiental, cuyas escalas todavía no se conocen con precisión. De manera que, más allá de una acción reparadora, se plantea la exigencia de un nuevo modelo en esos tres ámbitos. En ese modelo el Estado ha de jugar un papel central, tal y como ha demostrado en la respuesta a la pandemia frente al mercado. Se trata, por lo tanto, de colocar en el núcleo de las políticas los servicios públicos y las empresas públicas.
Urge asimismo una reforma fiscal, que acabe con la elusión de los impuestos y permita el gasto público que se precisa. No sólo por las obvias razones que suelen argumentarse desde la izquierda, sino porque es inviable financiarse continuamente a través de deuda. Y, en segundo lugar, porque si bien hasta el momento las medidas de financiación de la UE se han distanciado de las tomadas a partir de 2010, todavía estamos en una especie de interregno en el que no sabemos que resultado final dará la presión de Holanda y los mal llamados países frugales del norte de Europa.
Es imperativo caminar hacia un modelo que genere más y mejores empleos y que garantice la protección social, a través de la sanidad pública, las pensiones, la atención a la dependencia y la economía de los cuidados, igualmente con carácter público. Ese nuevo modelo ha de contemplar un cambio productivo que deje atrás los bajos salarios como base de su competitividad.
Esto significa un conglomerado de modificaciones. En el ámbito de la industria se trata de construir un tejido industrial de alto valor añadido, cuyas decisiones estratégicas no estén en manos de multinacionales. Esto es más fácil decirlo que hacerlo porque requiere en primer lugar una inversión a largo plazo, donde la banca pública debería jugar un papel esencial, partiendo de Bankia, sin ir más lejos. Necesitaría un potente aparato de I+D+i y correlativamente un sistema poderoso de formación y educación pública de calidad, lo que requiere financiación a su vez.
Una industria respetuosa con el medio ambiente, que contemple la eficiencia energética, la producción de energías limpias, las infraestructuras para la gestión del agua y de los residuos. Pero también una transición industrial socialmente justa, que respete los empleos y mejore las condiciones de trabajo. La lucha contra el cambio climático y la reconversión ecológica no puede realizarse contra el empleo. Al revés, exige prever teniéndolo en cuenta, al igual que la salud y el medioambiente.
Por último, pero no menos importante, este nuevo rumbo destinado a resituar las prioridades poniendo en el centro a la vida humana plantea dos exigencias: una democratización de las relaciones laborales y la reformulación de las libertades democráticas que han quedado dañadas en la medida en que la imposición de las políticas de austeridad necesitaban correlativamente una política autoritaria y represiva frente a la resistencia social, como bien se puso de manifiesto con la Ley Mordaza y su uso para reprimir el derecho de huelga y las protestas obreras.
Nada de esto puede obviar la necesidad de eliminar la violencia contra las mujeres y las discriminaciones de todo tipo que sufren en el puesto de trabajo, en el mercado laboral y en la sociedad.
Creemos que tanto el diagnóstico como la perspectiva que hemos trazado hasta ahora son fácilmente compartidas en este debate. Ahora bien, hay que tomar asimismo en consideración el método con el que abordar esa perspectiva. Y en este punto la cosa no ha empezado bien. La Comisión Parlamentaria de Reconstrucción está siendo utilizada por la derecha y la ultraderecha como un foro de agitación contra el Gobierno. De seguir así, no pensamos que conduzca a ninguna parte. Y no creemos que sirva de mucho apelar a la altura de miras o a la responsabilidad.
Porque el objetivo político de la derecha es derribar al Gobierno y su programa una salida neoliberal en la que si queda gente atrás la responsabilidad será de los perdedores. Una vía de darwinismo social estricto. Se puede ver perfectamente en la gestión de la crisis por parte del Gobierno de la Comunidad de Madrid, donde en mitad de la crisis sanitaria se están privatizando trozos de la sanidad publica madrileña y los de siempre ha efectuado fabulosos negocios como en el caso del improvisado hospital de IFEMA.
Con esto no queremos negar la necesidad de un acuerdo político, económico y social en el que necesariamente participen los partidos políticos, las organizaciones empresariales y los sindicatos. Un acuerdo riguroso y en profundidad. Pero para logar ese tipo de acuerdo es necesaria la movilización social, el fortalecimiento de los sindicatos, de las asociaciones de vecinos y de las entidades populares en general. Decía el gran estudioso de la concertación social Philipe Schmitter que por lo general a la burguesía no le agradan los acuerdos sociopolíticos, que los firman cuando se ven obligados a ellos frente al poder de las trabajadoras y los trabajadores. Esa es la cuestión.
¿Reconstrucción o refundación?
15/06/2020
José Errejón Villacieros
Economista. Administrador Civil del Estado
Ante la invitación a participar en la discusión sobre la reconstrucción nacional, la primera pregunta que me asalta es ¿qué bienes se han destruido que merecerían el esfuerzo de tal reconstrucción?. Y no me refiero a si tal esfuerzo debiera concentrase en reconstruir el modelo y los sectores productivos que han sido motores de la actividad económica en los últimos lustros en nuestro país, con ser ello importante pues nos llevaría a cuestionar una vez más ese modelo.
La pregunta apunta a un objetivo más ambicioso. Este periodo de confinamiento forzado nos debería haber permitido reflexionar acerca de la forma social de vida que ha sido sacudida por la pandemia. ¿Es esa forma de vida la que queremos reconstruir?, ¿no nos ha hecho reflexionar el hecho de que ha sido dónde tal forma de vida hegemoniza el espacio social y vital dónde el impacto de la pandemia ha sido mucho más intenso y las muertes más numerosas?. ¿Acaso no seremos capaces de entender el mensaje que la naturaleza, de la que ya forma parte el virus, nos ha mandado sobre la insostenibilidad de esta forma de vida?.
Los introductores del debate señalan algunos temas que podrían hacer objeto del mismo y excluyen cualquier otro de intención o alcance «constituyente» porque -cito literalmente- «el diálogo y los acuerdos que se ponen en marcha no son, ni previsiblemente llegarán a ser, discusiones constituyentes o semiconstituyentes que aborden asuntos relacionados con el régimen político o la estructura territorial del Estado, porque escapan a los afanes de la iniciativa y a las restricciones que impone el mapa político y electoral actual y, cuestión fundamental, a los requerimientos y exigencias que plantea la mayoría social en estos momentos de crisis». Como son argumentos que se pretenden políticos, políticamente deberán poder ser discutidos. Así que acogiéndome a la amistad con ambos de la que me honro, me atrevo a discutir la improcedencia de las intenciones constituyentes.
Antes de nada aclarar, una vez más, que utilizo el adjetivo constituyente en sentido material y no formal. Al defender la oportunidad constituyente no estoy postulando ni siquiera la Reforma constitucional prevista en el Título X de la Constitución. Estoy hablando de aprovechar la excepcional circunstancia por la que atravesamos y las percepciones colectivas que hemos atesorado, como el valor de lo común y los cuidados de los que como comunidad nos hemos dotado, para avanzar en nuestra construcción como tal comunidad.
Cuando a las ocho de la tarde nos reconocemos de balcón a balcón y juntos expresamos nuestra solidaridad para con quienes han cuidado y cuidan de nosotros, estamos reconociendo el valor más preciado del que disponemos, lo común que nos iguala, los vínculos sociales que durante la larga noche neoliberal parecían definitivamente desterrados en el paroxismo del «cada uno para sí mismo». Acaso el peor saldo del balance de este largo período neoliberal haya sido la casi total liquidación de los lazos y vínculos sociales. Y ahora sabemos que los retos que como especie tenemos por delante los afrontaremos mejor fortaleciendo esos lazos, potenciando los rasgos que nos distinguen como especie y que toman su expresión más excelsa en el lenguaje como condición de existencia de la sociabilidad.
Revertir esta tragedia no podrá ser el fruto de la labor de ningún gobierno, por acertada que sea. Deberá ser el resultado del concurso cotidiano y paciente de todas y cada una, de todos y cada uno, recuperando esto que hemos denominado condición de existencia de la vida en sociedad, el habla, el diálogo entre la gente. Con la cobertura y la ayuda de los poderes democráticos, institucionalizando y soportando con los recursos precisos las innovaciones culturales y sociales.
Muchos son, sin embargo, los obstáculos que se oponen a esta acción innovadora. De orden ecológico, económico, social y cultural, por señalar algunos. Pero aquí y por mor de la brevedad, me centraré en los que traen causa del funcionamiento efectivo de las instituciones estatales.
• El propio marco jurídico constitucional, tardíamente configurado con arreglo al paradigma del Estado keynesiano del Bienestar, más formal que materialmente vigente en Europa en el momento de su promulgación, viene dando señales de inadecuación a los cambios en la realidad ecológica, demográfica, socioeconómica y cultural sufridos por la sociedad española en estos 42 años. El relativo esplendor de los años 80 fue rápidamente seguido por decenios en los que los derechos y las prestaciones sociales eran sustituidos por la generalización del endeudamiento social: lo que los trabajadores no conseguían a través de luchas y convenios, les era «concedido» en tanto que consumidores dispuestos a endeudarse para acceder a los bienes y servicios constitucionalmente prometidos.
• En paralelo al proceso anterior y tal vez como su corolario, se ha producido un desapoderamiento paulatino de la ciudadanía y un enrocamiento de los partidos políticos en sus estructuras burocráticas. La reacción social y ciudadana del 15M del 2011, con su pronta incorporación a la vida institucional, no ha conseguido cristalizar instituciones ciudadanas que hubieran servido de contrapeso a la sistemática colonización de la sociedad civil por el Estado y la mercancía y a la tendencia a la oligarquización acentuada por el creciente peso de las grandes corporaciones en las decisiones políticas.
• Ausente de tensión societaria que le obligara, el Estado español, incluso con la fuerte descentralización político administrativa experimentada, no ha experimentado democratización significativa en lo que concierne al proceso de decisiones públicas y al diseño, implementación, seguimiento y evaluación de las políticas públicas. Es verdad que es pronto para poder juzgar en tal sentido al actual gobierno de coalición pero no parece percibirse propósito significativo alguno en este sentido, fuera de la ritual invocación al «acuerdo social» que opera exclusivamente en el espacio de las cúpulas gubernamentales, empresariales y sindicales.
• Uno de los cometidos históricos más importantes del régimen del 78, al menos con gobiernos progresistas, debería haber sido el alumbramiento de una nueva españolidad. Una visión de lo español como condición portadora de derechos y habilitadora de un empoderamiento que pretendía convertir al ciudadano en el sujeto protagonista del acontecer histórico colectivo. Esta nueva visión de lo español solo podría ser construida desde la concordia social y territorial. España tenía que convertirse en un lugar y un tiempo para la convivencia en paz e igualdad entre las personas y entre los pueblos. No era posible ni paz ni igualdad mientras se conservara, incrustada en el Estado, una estructura de aparatos de conquista, de permanente disposición a la guerra en nombre de valores pretendidamente superiores a los que podían alegar las personas y los pueblos.
• Después de 42 años de transición, España sigue siendo un Estado formalmente democrático que conserva aparatos prácticamente intactos procedentes del franquismo, en permanente disposición de discutir la legitimidad de los poderes emanados de la voluntad de los ciudadanos. De facto lo que ha existido es un acuerdo entre los gobernantes democráticamente elegidos y el poder militar (que incluye, no lo olvidemos, a la Guardia Civil) para no interferir en sus respectivos ámbitos de poder. Tan perverso acuerdo, que niega los fundamentos del Estado democrático de Derecho y que se mantiene sobre el insólito atributo del rey cono Jefe supremo de las Fuerzas Armadas y a estas como garantes de las indivisible unidad de la Nación española, configura una situación de vigilancia permanente del poder militar sobre los representantes del poder civil democráticamente elegidos.
Esta condición de vigilados de los representantes de la soberanía popular los ha dotado de una exagerada timidez en su obligación de impulsar las políticas y los servicios públicos que hicieran efectivos algunos de los derechos proclamados en la Constitución. Cuando alguno de los gobiernos que se han sucedido ha pretendido, siquiera parcialmente, cumplir con esta obligación, el poder vigilante ha dado muestras de querer denunciar el antecitado acuerdo y subordinar el ejercicio de la democracia y el poder civil a lo que para él es superior legitimidad, la que otorga la permanencia de la Nación, esa unidad de destino en lo universal siempre superior a la derivada de la simple voluntad de los ciudadanos.
¿Son estos planteamientos constituyentes?. No lo sé, pero creo que sin plantearnos estos (y otros) problemas es difícil que la reconstrucción que se predica pueda ir más allá de la cuenta de resultados de algunas grandes empresas beneficiarias por partida doble, de la desaparición de buena aporte de sus competidoras y, además, de las ingentes ayudas de las instituciones comunitarias que deberemos pagar las generaciones presentes y las venideras.
Las políticas aplicadas desde 2010, además de sumir en la pobreza a la quinta parte de la población de este país, supusieron un golpe muy duro para el conjunto de los servicios públicos, aumentando la vulnerabilidad de los sectores sociales más desfavorecidos, tal y como se ha puesto de manifiesto con la pandemia.
La acentuación de los niveles de desigualdad e injusticia, muy elevados ya a finales del pasado siglo, amenaza directamente la estabilidad de la democracia española; algunas instituciones del Estado contribuyen con su proceder a esta amenaza.
La tarea que la sociedad española tiene por delante va más allá de la reconstrucción de su tejido productivo, con ser ello importante. Apunta, de alguna manera y tras las negativas experiencias del período de hegemonía neoliberal, a todo un proceso de refundación a través de una dinámica continuada de acuerdos sociales que pueden constituir la forma misma de su existencia como sociedad.
El acontecimiento de 2011 demostró que la verdadera potencia del cambio reside en la voluntad hacedora de los miembros de esta sociedad; pero también, y diría que, sobre todo, que es ese hacer mismo lo que constituye la entraña/esencia de eso que llamamos vivir en sociedad.
Lo público, lo excéntrico y lo común
12/06/2020
Paco Cano
Concejal de Participación Ciudadana del Ayuntamiento de Cádiz
Se suele decir que Descartes comenzó la Revolución Francesa siglo y medio antes de que estallara y que cuando esto ocurrió ya estaba ganada. Se había construido lentamente una nueva hegemonía de pensamiento popular. La Ilustración, además, había asentado otras maneras de definir la realidad, de cuestionar el Antiguo Régimen y de situar a los ciudadanos frente al estado.
Los cambios actuales se producen más rápidos y si bien esta pandemia no va a provocar una revolución inmediata -nada apunta a que vaya a ser así- es posible que sí siembre conceptos que afloren con el tiempo. En esta idea de progreso ciudadano, debemos encajar que los efectos del 15M se estén notando ahora, nueve años más tarde, en la manera de resolver esta crisis y en la posible salida progresista que se plantee a la misma.
La crisis de 2008 provocó una instintiva defensa institucional de los intereses de las estructuras de poder -el poder bancario y su inolvidable art. 135- olvidándose de la ciudadanía. La reacción popular ante aquel abandono produjo un movimiento sísmico ciudadano que, años más tarde y a pesar de haber perdido esencia callejera y a pesar de haberse adaptado a perversiones sistémicas, ha posibilitado alcanzar ciertos espacios de decisión progresista. Un terremoto que es responsable directo de que durante esta crisis mundial se haya reivindicado lo público como muro de contención ante los devastadores efectos sanitarios, sociales y económicos que estamos sufriendo.
El 15M, de hecho, ya llevaba tiempo fraguándose cuando surgió y, como elemento sustancial de un proceso, debería reconocerse, aunque sea diluido, aunque sea extendido, en algunas de las decisiones y medidas que se están tomando institucionalmente. Igualmente, debería reconocer también a algunos de sus representantes de entonces, hoy en el gobierno central y en otras administraciones públicas, no como deformaciones monstruosas o perversas de lo que fueron, sino como construcciones adaptadas de las ondas expansivas que tuvieron a la Puerta del Sol y otras plazas españolas como epicentros. Concesión a los más intransigentes y puristas: monstruos necesarios, nuestros monstruos.
Es el 15M, en sus derivas, quien ha aprobado el ingreso mínimo vital, quien ha diseñado los Ertes, quien ha aplaudido al sistema sanitario publico cada tarde y quien ha logrado que, en esta ocasión, en el rescate se haya incluido a las personas. Esperábamos del 15M un terremoto liberador, un tsunami nietzcheniano, pero las revoluciones hay que prepararlas para ganarlas. El cambio, aunque tímido y difuminado, está ocurriendo pero parece que la melancolía, el hábito del victimismo y la insuperable brecha entre representantes y representados nos impiden verlo. Quizás lo que necesitamos es una réplica, otra ola.
Crisis radicales, transmutaciones integrales, cambios sustanciales de paradigma, el esperado detonante disruptivo. La ansiedad, la necesidad, la urgencia. Probablemente el deseado momento revolucionario no llegue nunca y quizás sea así por suerte para todos y todas. La hegemonía se construye a base de olas recidivantes y tal vez no sea el momento de lamentarse por la fuerza y la grandeza de lo perdido o derivado en espuma artificiosa, sino el de generar un nuevo foco de irradiación para que la marea siga subiendo.
Mientras nos lamentamos de que aquella ola que surfeamos no llegó a dónde esperábamos ni con la intensidad que queríamos, la ultraderecha, por su parte, está ganando las afueras desde la calle, desde las redes y desde el propio Parlamento, produciendo su destructivo oleaje con las fuerzas de desequilibrio que le conceden la frustración, las expectativas no cumplidas, los bulos, los medios de comunicación manipuladores, la provocación continua y la construcción de enemigos con nombre. La rabia y el odio necesitan sujetos desinformados y enemigos identificados. Es más fácil odiar a Pablo Iglesias o a un emigrante que a la desigualdad y a la injusticia.
Por otra parte, el confinamiento nos ha replegado en casa, nos ha encerrado en el móvil, en el iPad y ha facilitado el control de nuestras vidas y de nuestros cuerpos. Era el momento de pasar de la sociedad de la información a la sociedad de la reflexión, a la sociedad del pensamiento autónomo y crítico. No ha sido posible. La tensión partidista, la crispación y el enfrentamiento más burdo han acompañado a los fake, al acoso, a la implantación del miedo y a la extensión de todo tipo de amenazas. Y encima, los privilegiados se manifiestan en las calles, como hicieron cuando la legalización del matrimonio del mismo sexo y en defensa de la familia, con sus banderas como armas, sus cacerolas, sus descapotables y sus palos de golf y provocan en las instituciones con actitud guerracivilista. Recordemos que ganan las guerras, pero pierden las batallas. Tal vez sea mejor quedarnos en estas.
Hay una batalla, una nueva ola, que podemos armar para darle más posibilidades a una salida progresista a la crisis: la del común, la de la comunidad. Más allá del blindaje obligado de lo público, más allá de procurar que no se adelgacen financiaciones sociales, más allá de las políticas fiscales que protejan a los más vulnerables, más allá de que no se reduzcan subvenciones o de que no se olvide el bien común a la hora de hacer políticas públicas o de que se proteja la vida y su diversidad y más allá del escudo social institucional, existe la acción solidaria vecinal que transciende a la administración y que llega donde lo público no alcanzará en espacio ni en tiempo, porque la crisis es profunda y lo público es limitado. Necesitamos fortalecer las afueras, necesitamos activar lo excéntrico.
Las comunidades de cuidados que han surgido y que se han articulado en los barrios atendiendo a los colectivos dependientes o desfavorecidos se presentan como un espacio de conquista popular, de hegemonía de lo justo, de igualdad de oportunidades. Las redes de apoyo mutuo, que tienen sus raíces en la solidaridad, en la cooperación comunal y en la autonomía de acción, como alternativa a una sociedad hiperinstitucionalizada y dependiente, abren una nueva posibilidad de reequilibrio del ecosistema social que, ante la debacle socioeconómica que nos acecha, se transmuta en necesidad perentoria.
La socialización de recursos, la mutualización de licencias, el consumo eficiente de energía, los cuidados colectivos, la salud protegida comunitariamente, centrales de compra, gestión compartida de la limpieza, economatos sociales, bancos de tiempo, wifi comunitario, guarderías cooperativas, apoyo comunal a la formación, soberanía social en definitiva. Sin tutelas, sin paternalismos. Estas son algunas, unas pocas, de las acciones, las herramientas y los espacios donde se construirá la nueva hegemonía que desde la gestión y la organización autónoma debería influir, como onda expansiva, en las futuras decisiones políticas; menoscabando la injerencia de lo privado en los cuidados, en la naturaleza, en la vida. El capitalismo tiene como enemigo único a lo público, que se divida ahora peleando contra el común también. Si luchamos por el centro, blindemos también la periferia.
Estas redes de apoyo no deben estar aisladas o ser completamente independientes. Debemos construir una red de redes que evite la sobrecarga, que amplíe los recursos, los conocimientos y las posibilidades de interactuación ya que no se trata de colectivizar el asistencialismo ni la caridad vecinal sino de descentralizar los cuidados, de extender la igualdad en todos sus enfoques, de inventar nuevos métodos de producción y de invertir en el bien vivir común. La cultura hacker, la cultura digital tiene mucho que enseñarnos a la hora de crear estructuras colaborativas. Nos quieren aislados, nos quieren enfrentados, nos quieren peleando por la supervivencia individual, pero nos encontrarán defendiendo lo público y construyendo lo común. Nos encontrarán en red, blindando el centro institucional y tejiendo las afueras. Así será nuestra lenta pero bien asentada revolución.
AHORA o NUNCA: más participación, más colaboración, más aprendizaje y más equilibrio dentro de la empresa para perseguir intereses compartidos
10/06/2020
Antonio Palacián
Economista y miembro de La Plataforma por la Democracia Económica
Si antes de la pandemia afrontar los problemas económicos, sociales y medioambientales pasaba por compartir recursos y buscar el equilibrio de intereses dentro de la empresa, ahora en el entorno socioeconómico Post-Covid19, ya no hay discusión. La magnitud y complejidad de los problemas a los que nos enfrentamos es de tal calibre, que la solución debe pasar por construir espacios de colaboración y aprendizaje dentro de las empresas.
Es la OPORTUNIDAD para avanzar en la participación y la democracia económica como un factor importante de cambio en la cultura empresarial y sindical. Puede suponer un punto de inflexión para ampliar el campo de los acuerdos y superar los límites y rigidez de la concertación social actual. Lo vamos a necesitar para afrontar este auténtico desastre económico y social que no tiene antecedentes históricos conocidos.
Por ejemplo, en la evolución del PIB de Estados Unidos desde los años 50 vemos las caídas más importantes en torno a -10% a finales de los 50, de los 70 y en 2008. La crisis actual supone una caída tan fuerte que no se puede reflejar por falta de gráfico. Las principales compañías financieras prevén caídas, suprimiendo los extremos, de entre el 17 y 40% y no se caracterizan por ser exageradas. Esto es algo indescriptible desde el punto de vista histórico.
El pasado 25 de Mayo Unai Sordo, secretario general de CC.OO, introdujo en el debate #Futurotrascovid un concepto muy interesante, “interés compartido” refiriéndose a la necesidad de crear un ambiente de aprendizaje dentro de las empresas para aprovechar las tecnologías. A mediados de Mayo, también iniciamos otro proceso de reflexión tomando como punto de partida la experiencia cercana del “Modelo Vasco de Transformación Empresarial” que posiblemente debe ser repensado aunque es un referente en los procesos de participación del trabajador en la empresa (Beneficios, Gestión, Propiedad). En paralelo, en el entorno académico europeo y liderado por un grupo de mujeres, ha surgido la plataforma Democratizing Work, extendiéndose por todo el mundo.
Por otra parte, en la Plataforma por la Democracia Económica antes de la crisis sanitaria, ya empezamos a trabajar para avanzar hacia una empresa más participativa e inclusiva, pues pensamos que es más eficiente para trabajar con las tecnologías digitales emergentes, muy potentes creando espacios de comunicación e intercambio. Hablábamos de una profunda disrupción tecnológica que, al igual que otros procesos, se ha acelerado durante esta crisis sanitaria.
Al mismo tiempo, era evidente el deterioro de la cohesión económica, social y medioambiental hasta tal punto que, incluso referentes importantes del sistema capitalista y de las políticas neoliberales, estaban apostando por la necesidad de “resetear el capitalismo”. Y en esto llegó lo nunca visto, donde ahora estamos.
Por lo tanto, ante esta realidad tan preocupante, no es extraño que más del 80% de los ciudadanos quieran que se subordinen las diferencias políticas al bien común, existiendo un sentimiento favorable a la colaboración. En este contexto, la apuesta por la participación en las empresas y organizaciones debe tener una OPORTUNIDAD para impulsar una innovación avanzada en la gestión y también en la concertación social.
La oportunidad hay que buscarla en las múltiples Mesas de Diálogo Social que se han puesto en marcha para la Reconstrucción Económica (Comisión del parlamento de España, Mesa de Diálogo Social de la Comunitat Valenciana para la Reconstrucción, Comisión para la Reconstrucción del Ayuntamiento de Valencia, etc.).
Es ahora o nunca el momento de decidir por donde vamos, por caminar hacia la continuidad de las relaciones laborales tal como las conocemos o por algo más arriesgado por innovador, es decir, por el desarrollo de una empresa más abierta, participativa y equilibrada dentro de las empresas tanto públicas como privadas.
Se deben buscar líderes que quieran romper el statu quo. ¿Tiene sentido que en estos momentos los responsables de las empresas, organizaciones e instituciones pretendan mantener lo existente? Definitivamente, no. Como decía Dionisio Aranzadi [1] “para mantener lo existente ya están los gerentes, ahora se necesitan líderes” para promover la innovación y el cambio, hasta tal punto que este quede institucionalizado.
Es decir, hay que inspirar en la gente, en la sociedad una NUEVA VISIÓN DE FUTURO. Todos (organizaciones empresariales, sindicatos y administraciones, sin olvidar al cooperativismo pues tienen un pequeño camino hecho), deben replantearse el papel que quieren jugar en esa nueva organización que se necesita para construir la transición hacia la digitalización y la economía verde de forma más compartida. La presencia o no, con sentido de futuro, en este proceso de reconstrucción económica que se ha iniciado, va a ser fundamental para la próxima década. Recordando a Yuval Harari, “…los gestores que vengan sólo van a tener tiempo de centrarse en estabilizar y construir lo que ahora estamos decidiendo”.
Notas:
[1] Especialista en temas de cooperativismo y liderazgo, además de Doctor en Ciencias Económicas, licenciado en Filosofía y Teología y catedrático de Sociología por la Universidad de Deusto.
Mandar, gestionar y gobernar
08/06/2020
Carlos Javier Bugallo Salomón
Doctorando en Comunicación e Interculturalidad en la Universidad de Valencia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía. Licenciado en Geografía e Historia.
Las crisis económicas y sociales son propicias para el surgimiento de políticas tecnocráticas o autoritarias. Por ejemplo, en la crisis mundial que despuntó en el 2008 el gobierno italiano de Berlusconi fue sustituido por uno de gestores con el visto bueno de la Comisión Europea; y en España el Gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero fue sustituido por otro, el de Rajoy, durante el cual se publicaron leyes “mordaza”, se juzgaron a cómicos y se defendieron políticas económicas desde el criterio de que, al igual que sucede con los remedios médicos, cuanto más dolorosas son más eficaces resultan (mostrando así lo poco que sabían de medicina y de economía). Era ese tiempo, en fin, en el que se podía leer en el periódico El País de Antonio Caño artículos que defendían cierto tipo de “democracia elitista”.
Gracias a pensadores como Antonio Gramsci sabemos que gobernar no es equivalente a mandar o gestionar. Se gobierna buscando la participación de la sociedad civil y de las otras fuerzas políticas, lo que aunado con el debate argumentado y la persuasión, debe tener como colofón el logro de consensos mayoritarios para la elaboración y aplicación de la Agenda política. Que sea un gobierno de izquierdas como el formado por el Partido Socialista y Unidas Podemos el que haya lanzado la idea de un Acuerdo Amplio Político y Social para la Reconstrucción del País, demuestra a las claras que la línea de división izquierda/derecha sirve muy bien para distinguir las opciones políticas fundamentales. Naturalmente habrá que ver cómo se concreta tal medida, tanto en tiempo como en forma.
Quiero ahora señalar diversas cuestiones sobre la búsqueda de consensos en el momento actual.
En primer lugar lo que a mí me parece claro es que la búsqueda de consensos debe ser el principio rector de la acción de gobierno, con independencia de si la coyuntura es de crisis o no lo es. Buscar el consenso cuando la situación es complicada puede ser interpretado como puro oportunismo.
En segundo lugar, el consenso se puede lograr en algunas instancias (por ejemplo con las organizaciones de la sociedad civil) y no con otras (como las organizaciones políticas). En mi opinión este debería ser el camino a explorar en el caso español, ya que parece que el objetivo principal que se ha marcado tanto la extrema derecha de Abascal como la derecha extrema de Casado es el derribo de un Gobierno que ellos consideran “ilegítimo”. Si yo pensara así, actuaría de igual modo.
En tercer lugar lo que hace complicada la situación actual para el Gobierno no es, por paradójico que resulte, la crisis económica; lo que la hace complicada es la gravísima crisis política provocada por el independentismo catalán. Esta crisis ha dividido a las fuerzas de izquierda y las ha debilitado de tal manera que se ven incapaces de aplicar su programa de gobierno. De nada sirve denunciar el aventurerismo, la irresponsabilidad y el cinismo de los independentistas, quienes desperdiciaron y malograron la simpatía con que contaban entre muchas personas de bien; tienen el apoyo de una mitad de la sociedad catalana que plantea unas demandas que, velis nolis, deben ser resueltas de alguna manera si queremos salir del impasse actual. Si ello se lograra, el Gobierno no necesitaría mendigar el apoyo de quienes quieren derribarlo.
Hay que imaginar un mundo nuevo
06/06/2020
Marià de Delàs
Periodista
“Volver atrás, al modelo de crecimiento y a las relaciones y estructuras productivas previas, no resolvería ninguno de los problemas que esta crisis sanitaria ha desvelado”, afirman taxativamente los autores de la ponencia de arranque de este debate.
No son pocos los intelectuales y dirigentes políticos que se han expresado en tal sentido, a veces con la ingenuidad de quien ha confundido sus deseos con los pronósticos y ha alimentado la idea según la cual la covid-19 se llevará por delante el actual sistema.
No es el caso de Enrique del Olmo y Gabriel Flores, que lejos de alinearse con quienes esperan que tras la pandemia nacerá espontáneamente una forma de vida mejor, reflexionan sobre la manera de “afrontar en común la búsqueda de soluciones a una parte de los grandes retos y problemas que plantea la actual crisis a nuestra sociedad y a nuestro país”.
Ocurre, no obstante, que cuando apuntan vías de solución se expresan en un sentido que tiene más que ver con el retorno al “modelo de crecimiento y a las relaciones y estructuras previas” a la crisis que con la búsqueda de nuevas formas de producción y consumo.
Afirman, por ejemplo, que para “impulsar lo más rápidamente posible la actividad económica” no habría que “limitarse a reconstruir o recuperar el tejido productivo y empresarial y el modelo de crecimiento destruidos o dañados”. Habría que utilizar la “reactivación económica” para “aspirar a dirigir las tendencias y los nuevos factores que surgen de esta situación crítica y que terminarán alumbrando las nuevas estructuras y especializaciones productivas, las actividades, relaciones económicas y empleos del futuro”.
Sobre esas nuevas estructuras nada dicen, pero sí plantean un listado de temas sobre los cuales convendría alcanzar acuerdos. Todos ellos deseables, pero ninguno apunta a un cambio de modelo.
Se necesitan, dicen los autores de la ponencia, mejoras de la sanidad pública, de los servicios sociales, de la protección de trabajadoras y trabajadores afectados por la crisis y con mayor riesgo de exclusión social, de la calidad de la educación pública, de las políticas de vivienda, … indudablemente. Y habría que tomar como referencia, señalan, dos aspectos transversales: la transición ecológica y las políticas de género.
Dicen claramente que no se trata de imaginar “un mundo nuevo”. No invitan a ello, a pesar de que los primeros párrafos de su ponencia los destinan a la constatación de la existencia de una “crisis global y multidimensional”.
Tal como dice Carlos Berzosa en su intervención en el anterior debate, los días de confinamiento son buenos para la reflexión y para hacerse preguntas.
Con todos los respetos por los defensores del posibilismo y de sus efectos benéficos, para que el debate abierto por Gabriel Flores y Enrique del Olmo sea fructífero y esté realmente “cargado de presente y de futuro” es preciso discutir de algo más, ir más allá de los avances efectivamente conseguidos recientemente en materia social y de los que se puedan plantear desde el actual Gobierno. Habría que intentar dar respuesta a dos grandes preguntas.
La primera tiene que ver con las esperanzas puestas en la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados: ¿Se puede acordar algo hoy en día con las fuerzas del nacionalismo español de derechas para hacer frente a los “graves y urgentes problemas que amenazan las condiciones de vida y trabajo de la población, el futuro del país y nuestra convivencia” que señalan los ponentes? ¿Se pueden negociar políticas de igualdad con quienes exhiben machismo y demofobia y se empeñan ahora en colocar el origen de la epidemia en las manifestaciones del 8 de marzo?
Y la segunda sería para entrar en el debate sobre la degradación del capitalismo, de la “globalización neoliberal, de la cohesión económica, social y territorial o el medio natural del que depende la vida y la civilización” denunciada por los propios autores de la ponencia.
¿Es posible empezar a plantear el propósito de recuperar para el patrimonio colectivo aquellos bienes que nunca deberían haber pasado a formar parte del sector privado? ¿Qué ha de pasar para que empecemos a pensar en concreto en una nueva economía, que no esté al servicio del crecimiento sin límites? La reivindicación de “nueva normalidad”, ¿no debe poner en cuestión el beneficio que unos pocos obtienen de los créditos, los seguros, los suministros de energía, la vivienda, la explotación de las telecomunicaciones, los medios de transporte, la construcción de infraestructuras, la fabricación y distribución de medicamentos, la industria militar…?
Se dirá que los que deseen tal cosa no cuentan con la correlación de fuerzas necesaria para llevarla a la práctica. Es probable. Nunca contarán con peso suficiente si nunca lo proponen y lo argumentan para el conjunto de la población.
Por una Refundación del Sistema Nacional de Salud
04/06/2020
REFUNDACIÓN DEL SISTEMA NACIONAL DE SALUD
Presentamos el documento sobre la Refundación del Sistema Nacional de Salud, que han elaborado profesionales del sector de gran relevancia y experiencia. Dicho documento ha sido remitido al Presidente del gobierno, Pedro Sánchez y a la Comisión para la reconstrucción social y económica presidida por Patxi Lopez. Los primeros firmantes son Jesús Gutiérrez Morlote, Manuel García Encabo, Fernando Lamata, Pedro Sabando Suárez, Juan José Rodríguez Sendín, Roberto Sabrido y Ramón Gálvez Zaloña. Dicho documento motiva hacia nuevas aportaciones y visiones sobre una de las discusiones centrales del momento actual.
Refundacion SNS - Documeto y firmantesPor su extensión e importancia pueden encontrar en su totalidad en el enlace de la parte inferior.
La Necropolítica contra el Estado de Alarma
04/06/2020
Leo Moscoso
Sociólogo y politólogo
¿El ocio o el negocio? No hace falta estar bajo la influencia de Paul Lafargue para hacerse esa pregunta. En tiempos de peste se habla siempre mucho sobre el dilema de si debe preservarse la salud a base de otium o si debe preservarse la economía gracias al nec-otium. En ocasiones como las actuales, el otium preserva la vida y el nec-otium supone su negación, y en una sociedad que cuenta treinta mil muertos a causa de la pandemia, tendría que estar ya claro que las vidas de las personas deben interesar más que la preservación de unos cuantos negocios, empleos, o márgenes de explotación de un puñado de empresarios grandes o pequeños.
Con solidaridad, la acción política puede reconstruir los negocios y los empleos destruidos; las vidas que se pierden, en cambio, no pueden ser restituidas por ninguna clase de acción humana, política, médica, o lo que sea. Con todo, parece ser que algunos no quieren darse cuenta. Nos habíamos propuesto un plan de desescalada gradual, asimétrico y sin fechas, con un calendario que reflejase la evolución de cada territorio, pero las presiones del lobby empresarial sobre el gobierno no se han hecho esperar: se acabó la asimetría, y ya hay fechas para el regreso de casi todo. Como decía hace unos días un ex-ministro socialista: “a finales de junio, todos a la playa, y en julio los turistas extranjeros”. Spain is different.
Dos Modelos de Administración de la Crisis.
Tan creativa en los años treinta a la hora de buscar soluciones a la Gran Depresión, Suecia da hoy muestras de estar en manos de un puñado de chicos que se creen más listos que nadie pero hace tiempo que han perdido el rumbo. Aunque no hay comunidad desprovista de alguna clase de aparato inmunitario, no entienden que nada hay menos inmune que una comunidad de seres vivos. No hay enfoque más individualista y necio que el de la inmunidad de rebaño. La vida es sólo posible, pero no necesaria, de modo que todo cuanto vive debe siempre algo a alguien, pues sólo la muerte de los vivos o la muerte social (el aislamiento y la supresión del prójimo) garantizan la plena inmunidad.
De sobra conocido por todas las viejas naciones de Europa, el dilema entre salud y comercio lo ha planteado en estos días con extrema claridad el periodista italiano Roberto Buffagni. Me hago eco de su argumento con el fin de emplearlo después para sustentar el mío. Buffagni alude a dos modelos de gestión. El primer modelo no requiere medidas de restricción de las libertades, y no combate el contagio, sino que lo confía todo a la curación de cada uno de los infectados. Es el camino tomado por Brasil, Estados Unidos, Suecia y, al menos hasta el cambio de rumbo, el Reino Unido. El otro modelo implica el empleo de severas medidas de restricción de las libertades, y busca combatir el contagio con dispositivos de emergencia y aislamiento que normalmente requieren la suspensión de algunos derechos de la población. Es el camino emprendido por China, Corea del Sur, Italia o España. A mí juicio Francia y Alemania han vivido esta pandemia con un pie puesto en cada modelo.
Optar por el primer modelo significa dar prioridad a la ventana de oportunidad inmediata, eligiendo de forma consciente el sacrificio de una parte de la propia población, cuya cuota dependerá de la velocidad de propagación del virus, de la capacidad de respuesta de sistema sanitario del país, o de la composición demográfica de la población. Se trata de una estrategia basada en el cálculo de costes y beneficios que busca evitar los costes económicos devastadores de la estrategia alternativa. El peaje del modelo es una cuota de población de antemano condenada por ser enfermos o ancianos pero que, al estar fuera de la estructura productiva de la sociedad, no sólo no comprometen el funcionamiento de la economía, sino que lo favorecen (por ejemplo, aliviando costes sociales en asistencia sanitaria y pensiones, o alimentando el proceso de transmisión inter-generacional de la propiedad al poner los activos en manos de jóvenes más propensos al consumo y a la inversión).
El triage bélico de masas busca mejorar la relación de fuerzas de los países que lo adoptan frente a sus competidores que, si han optado por el otro modelo, tendrán que descontar altísimos costes económicos. Sólo mediante una fuerte dirección política, una concepción despiadada del interés nacional, y una fuerte disciplina social, puede abrirse paso el modelo de guerra encubierta basado en la promesa de sangre, sudor y lágrimas que considera que los competidores son en realidad enemigos.
Por otro lado, es posible que no haya un enfoque más comunitario que el que busca proteger a cada individuo de la amenaza de la enfermedad. Aunque para ello haya que suprimir —precisamente— las relaciones de comunidad, el segundo modelo adopta un enfoque comunitario, basado en el respeto por las generaciones precedentes, y de largo plazo, privilegiando la cohesión social sobre los costes de corto y medio plazo derivados de la renuncia a aprovecharse de las dificultades de los adversarios. Desde luego, habrá campeones de la libertad que sigan creyendo que quienes proponían cilicios y flagelos contra la peste en nuestro pasado preindustrial eran los mismos que promovían los confinamientos y los encierros, pero la experiencia del mundo pre-moderno muestra que, en cuanto llegaba la peste, los de los cilicios y los flagelos se oponían a las medidas de distanciamiento social que eran, ayer igual que hoy, las únicas que funcionaban. Por eso el segundo modelo sólo funciona sobre la base de un sentido profundamente comunitario del civismo, claramente contrapuesto tanto a la noción cristiana de persona como a la noción liberal de individuo.
Pues bien, conforme la pandemia ha ido progresando, ambos modelos han mostrado también sus contornos con cada vez mayor claridad. Con cien mil muertos encima de la mesa, la administración Trump, que rehusó poner en vigor la Defense Production Act para proteger a la población de la pandemia, no ha dudado en invocar una ley contrainsurgente de 1807 para declarar la ley marcial y poder emplear al ejército para sofocar las protestas anti-racistas en las calles de decenas de ciudades. En España, se han visto en el conflicto aflorado entre una administración central que, presionada por la derecha económica, vaciló al principio sobre si la adopción del segundo modelo era lo más prudente, pero que, una vez adoptado, se ha encontrado frente a la oposición de ciertos gobiernos regionales que se hacían eco de los intereses de corto plazo de la derecha económica. Ni la decisión —correcta— del inepto gobierno de la región de Madrid de suspender la docencia presencial en el mes de marzo acalló a la caverna empresarial que vociferaba por volver cuanto antes al trabajo, ni los planes de “desescalada” del gobierno central que ha decretado el estado de alarma han silenciado a los que pensamos que es mejor ir despacio que deprisa, aunque algunos empresarios tengan que dejar de ganar. La amenaza del conflicto proviene ahora de los sectores que quieren seguir siendo prósperos aunque la patria esté en peligro de muerte, antes que ser algo más pobres en una patria superviviente y, tal vez, próspera de nuevo en el futuro.
La Tentación del Gobierno Fuerte.
“No puedes ir a enterrar a los tuyos, pero tu empresario puede obligarte a ir a trabajar”— leíamos hace poco quejarse a un activista en las redes sociales. Incluso si ir a trabajar no es seguro. Bien, pues para eso ha venido el estado de alarma: para que los empresarios, siempre partidarios de que todos menos ellos trabajen, no puedan hacerlo. El estado debe garantizar la vida, porque cuando la vida no está garantizada es la legitimación del estado y la obediencia/consenso de los ciudadanos lo que está en peligro.
Con un parlamento que funciona a medio gas y un gobierno con poderes ampliados bajo el artículo 116, que adopta medidas de auto-abastecimiento, bienestar e investigación que los gobiernos anteriores deberían haber adoptado hace tiempo, no puede dejar de impresionar el sinsentido de que en España sea un gobierno de izquierda el que ha impuesto el estado de alarma, y el lobby empresarial apoyado por partidos de ultraderecha —el PP y su periferia— sea el que conspira para acabar con el estado de alarma y hacer caer al gobierno. Siempre habíamos creído que los defensores de los milicos con gafas oscuras secuestrando ciudadanos inocentes y dando culatazos a los izquierdistas en medio del estado de sitio eran precisamente los de las banderas monárquicas. Pero el mundo ha cambiado: los de las banderas monárquicas de hoy siguen siendo muy de derechas, pero ahora se han hecho partidarios del libre mercado. Son liberales, pero sólo en lo económico, y la retórica de la libertad quiere decir libertad para hacer negocios.
No nos engañemos. Aunque el mundo ha cambiado, y los golpes de estado ya no los perpetran militares ultraderechistas con gafas oscuras, sino brokers y especuladores a golpe de teclado, es la historia de siempre. Para los que en estos días salen a la calle demandando al gobierno la devolución de sus libertades constitucionales, el virus no es el problema. El problema son los pobres. ¡Es peligroso ser pobre, amigo! cuando te dejan suelto, propagas la enfermedad, y cuando se te protege para que dejes de contagiar, entonces le sales muy caro al erario público. Y claro, la derecha económica no está aquí para pagar impuestos, sino para ganar dinero. De ahí la obsesiva fijación de los empresarios por poner a trabajar a todos cuantos no puedan sostenerse con sus propias rentas. Por eso Duterte ordena que se dispare a matar sobre los pobres en Filipinas, Viktor Orbán cierra el parlamento de Budapest para que nadie le pueda preguntar por lo que está haciendo con ellos y, en España, una legión de periodistas a sueldo de las mafias empresariales se esfuerzan por hacer caer al gobierno más social de Europa, por el medio que sea.
Aunque tampoco es que los jefes de los de las cornetas hayan dado más muestras de probidad. Nuestros antiguos lo sabían mejor que nadie: la mayor parte de las veces, la ciudad no se defiende porque esté unida; lo normal es que si está unida es porque tiene que defenderse. Todo político, es verdad, sueña con ponerse al frente de una nación bajo asedio. Es el estado óptimo para asegurarse una posición de liderazgo, pero esa ley elemental que todo meneur des foules conoce no nos debería conducir, desde luego, a empezar a «matar virus a cañonazos». Una crisis sanitaria ni es ni debe ser la continuación de la guerra por otros medios. Aquí, en España, de un ejército que en 400 años no ha ganado ni una sola guerra —excepto las que ha librado contra su propio pueblo— sólo nos sirven los soldados que limpian con una escoba, no los que están subidos en un Eurofighter. A muchos ciudadanos incluso nos molesta esa retórica cuartelera y chulesca que quiere que todos los días sean lunes, que todos los ciudadanos seamos soldados, o que ha obligado a los pacientes en el complejo de IFEMA a escuchar el himno monárquico dos veces al día. Nos molesta porque sabemos que la vida civil no es sólo lo contrario de la vida militar, sino que lo civil es también lo contrario de lo incivil. Nosotros, los apestados, no necesitamos de más policías o generales, sino de más enfermeras.
De modo que ni los de “libertad para mí, contagio para todos los demás” ni los de las cornetas que sueñan con convertir a todos los ciudadanos en soldados son un ejemplo de civismo democrático. Con todo, habrá que reconocer que no son los de las cornetas la principal amenaza que se cierne ahora sobre nosotros. Ahora que el mundo que teníamos se nos ha roto y la maquinaria global del capitalismo se agrieta es previsible que los capitalistas tengan miedo y quieran gobiernos “fuertes”. Ahí nos damos cuenta de que los opositores al régimen de depredación capitalista sólo ganamos —cuando lo ganamos— el gobierno, pero nunca ganamos el poder. En España, digámoslo de una vez, el poder continúa invariablemente en manos del mismo estado terrorista, negacionista y corrupto, manejado por esa mafia inmobiliaria y mediático-financiera al servicio de una oligarquía nacionalista, analfabeta y violenta, que no dudará en sacrificar la paz social por sus márgenes de explotación o incluso en alimentar la guerra de exterminio contra su propio pueblo desde el mismo momento en que vean sus privilegios amenazados. Ahora, bajo el estado de alarma, es igual: preferirán la economía a la salud, preferirán la muerte de miles a la supervivencia de los sectores menos productivos de la sociedad si con ello pueden salvar sus negocios. Preferirán la necropolítica a la protección de la vida.
Dos Modelos de Excepcionalidad, o Provea el Cónsul a que la República no Sufra Daño.
Reconocida la necesidad de las medidas de aislamiento social, el sentido de la ecuanimidad exige reconocer también los riesgos que corremos. No es posible negar la existencia de una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. Viene de muy atrás. En sus comentarios a Tito Livio (I: 34), Maquiavelo aseguraba que nunca será perfecta la república que con sus leyes no ha previsto todo y que a cada accidente no ha puesto de antemano el remedio y dado el modo de gobernarlo. Por consiguiente —sentencia el filósofo— “Videat consul, ne respublica quid detrimenti capiat”, pues “mientras el dictador fue nombrado de acuerdo con el ordenamiento público, y no por autoridad propia, hizo siempre bien a la ciudad” [“il dittatore, mentre fu dato secondo gli ordini publici e non per autorità propria, fece sempre bene alla cittá”]. No debemos escandalizarnos. Más tarde, la defensa mitigada de la prerrogativa gubernamental (praerogativa regis) propuesta por el liberal John Locke en el capítulo XIV de su Segundo Tratado, se anticipaba en menos de un siglo al reconocimiento, por parte del propio Kant, del estado de necesidad como fuente primaria del derecho.
Ese mismo estado de necesidad es recogido por la cultura jurídica de todas las naciones de Europa que han regulado constitucionalmente los distintos estados de emergencia: inter alia, la constitución francesa (art. 16), la constitución de Bonn (art. 115), y la constitución española (art. 116). Sólo la constitución italiana de 1948 no prevé normas que regulen el estado de excepción. Habrá que hacer distinciones. Decir que Macron, que heredó sin pestañear el estado de excepción declarado tras los atentados de París en noviembre de 2015, muestra inclinaciones totalitarias no parece descabellado. Aunque las demás democracias europeas tampoco pueden sacar pecho, sí es descabellado, en cambio, imputar tales inclinaciones a la Canciller alemana, que ha manejado la emergencia sanitaria con leyes ordinarias y sin recurrir al artículo 115 de la constitución federal de 1949.
Describir a Pedro Sánchez o a Giuseppe Conte como dictadores comisarios sería igual de ridículo, aunque el primero se haya servido del estado de alarma y el otro no. Me explico. Aunque, el miedo al rebrote del virus fascista está bien presente en la cultura constitucional de Alemania y de Italia, la constitución alemana está provista de un artículo (al que el gobierno no ha recurrido) para regular el estado de excepción y, como alternativa al estado de excepción, Italia dispone —en el artículo 77 de su constitución republicana y antifascista— del mecanismo del decreto legislativo de urgencia (“provvedimenti provisori con forza di legge”), que presenta, paradójicamente, no pocas continuidades con el pasado fascista de la península.
¿Y España? En España están presentes ambos mecanismos. Por un lado, el 116 de la Constitución de 1978 contempla los estados de alarma, de asedio y de excepción, y la Ley Orgánica 4/1981 que los desarrolla —redactada en plena resaca de la tentativa involucionista fallida de febrero de 1981— prevé severas limitaciones de los derechos ciudadanos pero también fuertes controles del ejecutivo en sede parlamentaria. Por otro lado, los ciudadanos que conviven bajo la administración española también han heredado del franquismo (y de otras experiencias con caudillos precedentes) una preferencia poco disimulada por parte del poder ejecutivo del estado por el decreto-ley, pródigamente empleado desde el final de la dictadura por gobiernos progresistas y conservadores por igual.
Exactamente igual que en el célebre artículo 48 de la Constitución de Weimar que, sin hacer referencia explícita al estado de excepción, facultaba al presidente del Reich para suspender total o parcialmente las libertades de expresión, de reunión o de asociación, fue también notoria esta misma discrecionalidad en los artículos 42 y 80 de la Constitución de la II República Española.
El problema no está, por consiguiente, en decretar el estado de alarma. El problema surge, en efecto, cuando el decreto legislativo de urgencia, antes sólo un instrumento de derogación o de producción normativa excepcional, se convierte en una fuente ordinaria de producción del derecho. Cuando el decreto de urgencia se convierte en un procedimiento de gobernanza habitual, nos aproximamos al estado de excepción y —como escribió el filósofo Giorgio Agamben, 2003: 27— entonces la democracia parlamentaria corre el riesgo de convertirse en una democracia gubernamental.
Incluso en Italia, donde el Estatuto Albertino de 1848 no hacía referencia al estado de excepción, los gobiernos del período de construcción del estado nacional italiano recurrieron muchas veces a la declaración del estado de asedio: Palermo, Nápoles, y toda Sicilia entre 1862 y 1898, o durante el terremoto de Reggio-Calabria y Messina de 1908. Las razones de la preferencia gubernativa por el estado de asedio eran, naturalmente, de orden público: se trataba de evitar las escenas de saqueos o asaltos a los hornos milaneses que Alessandro Manzoni había descrito en Los Novios. Los fascistas de varias latitudes resolvieron la cuestión confiriendo el estatuto de fuerza de ley a las deliberaciones del consejo de ministros en casos de urgente o absoluta necesidad. Aunque hubo —como en la Italia fascista— cláusulas que obligaban al gobierno a presentar sus decretos al parlamento, la pérdida de autonomía de las cámaras convirtió en superfluas todas esas cautelas.
La Derecha preferiría una Dictadura Soberana.
Esta es justamente la cuestión. ¿Qué quieren decir los partidos de la extrema derecha española cuando hablan de volver a “la legislación ordinaria”? ¿Se refieren a la Ley General de Salud Pública de 2011, a la Ley de Seguridad Nacional de 2015, o a la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana de 2015, que permiten poner en cuarentena a grupos específicos de población, pero no permiten confinar poblaciones enteras? Más que a las leyes de salud pública, se refieren, en efecto, a toda la panoplia de leyes represivas de Rajoy y sus ministros ultraderechistas de interior y justicia. Esas leyes son las que se quieren emplear, para que los empresarios puedan continuar con sus business as usual, los trabajadores puedan ser devueltos a sus puestos de trabajo, y los enfermos puedan ser confinados en sus casas, o donde sea, para que, en su caso, vayan muriendo a su ritmo. Buscan que los propietarios tengan garantizado su derecho a contagiar, mientras que los integrantes de les clases dangereuses, si están enfermos, sean obligados a confinarse y si no lo están, entonces estén obligados a trabajar y a dejarse contagiar. Quieren decir poner a la gente a trabajar mientras los vivos entierran a los muertos.
Con todo, puede que la derecha española que ahora se subleva contra el estado de alarma tenga razón en una sola cosa: el recurso a los poderes excepcionales en momentos de crisis política tiende a eludir el principio constitucional según el cual los derechos de los ciudadanos deben poder ser limitados sólo mediante las leyes. Olvidan, sin embargo, que la práctica de los gobiernos (como los de Italia y España) que han afrontado la represión del terrorismo con leyes de seguridad ciudadana como la Ley Moro en Italia, o la infame Ley Corcuera en España, tiende a diseños legales reforzados de urgencia constitucionalmente garantizada, en un marco notablemente autoritario, y refractario a la mínima transparencia, mientras que el recurso al estado de alarma, de asedio o de excepción se encuentra —al menos por el momento— muy calibrado en los ordenamientos constitucionales que exigen al ejecutivo someter las medidas de excepción a un riguroso control parlamentario. Bajo el 116, los derechos no se limitan; simplemente se suspenden.
En otras palabras: el camino hacia la dictadura soberana puede ser incluso más fácil con el decreto-ley que el que conduce a la dictadura comisaria por medio de los emergency powers. Sólo desde ahí es posible entender por qué la derecha prefiere la legislación ordinaria, el Código Penal y la Ley Mordaza al estado de alarma. Es un asunto que va claramente más allá de la protección de los negocios a costa de la negación de la vida. Es ideológico.
Soberano es quien decide sobre el estado de excepción; eso está claro. Ahora bien, es más fácil llegar a la dictadura soberana por medio del decreto gubernamental de urgencia que por medio del estado de excepción sujeto a vigilancia por parte del legislativo. Conforme el poder ejecutivo y el poder judicial del estado fagocitan de hecho al poder legislativo —que debía ser, a juicio del liberal John Locke, el poder supremo del estado— tanto en la cultura del estado de excepción, como en la cultura del decreto gubernamental, el principio de la división de poderes tiende a debilitarse. No es que Pedro Sánchez o Giuseppe Conte se hayan convertido en ejemplos de dictadores rei publicae constituendae, sino que los parlamentos de la Carrera de San Jerónimo y de Montecitorio ya no son los órganos soberanos a los que concierne en exclusividad el poder de obligar a los ciudadanos por medio de las leyes, y con frecuencia se limitan a ratificar los decretos emanados del poder ejecutivo.
Pese a todo, las medidas de emergencia de la administración española se encuentran sometidas a un control parlamentario al que es difícil encontrar sometido a ningún otro gobierno de Europa. A los demócratas no nos gustan los ejecutivos fuertes, y eso debería ser una buena noticia. Con todo, la tendencia general es inequívoca: no una democracia parlamentaria sino una democracia gubernativa en sintonía con esa democracia liberal europea que —como escribe Giorgio Agamben, 2003: 28— hace tiempo que ha extraviado su propio canon. Se trata de una transformación que, aunque bien conocida por los juristas y politólogos de occidente, ha quedado por completo fuera del campo de visión de la mayoría de los ciudadanos.
En efecto, aunque el cronista de La Peste de Albert Camus dijera que “con el miedo, también empezó la reflexión”, nuestra impresión aquí es justamente la contraria. La epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal para que el estado de miedo que se ha propagado en los últimos años en las conciencias de los individuos se traduzca en una preferencia real por gobiernos fuertes. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido con frecuencia inoculado en las conciencias de los ciudadanos por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.
Habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la aparición de una epidemia ofrece el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los limites, y las mascarillas, en otras latitudes llamadas “cubre-bocas”, proliferan como la metáfora perfecta de la voluntad que el poder —no sólo el poder político— siempre tiene de hacer callar a todos los ciudadanos.
Viejos y Nuevos Estados de Vigilancia.
La cuestión de las libertades ha surgido sobre todo a partir de los retos planteados por la difícil trazabilidad de la transmisión. Las soluciones tecnológicas implican sacrificios de la privacidad individual en medio de un estado de alarma que —recordémoslo— nunca ha puesto en suspensión el estado de derecho. En Asia, donde la orden de cuarentena quiere decir cuarentena estricta, no hay conciencia crítica contra la vigilancia digital. Allí hemos visto involucionar durante la pandemia a esa democracia vigilada que es Singapur, y cuya ley de enfermedades infecciosas obliga a los ciudadanos a cooperar con la policía, mientras sabemos que grandes transnacionales como Google, Apple o Facebook acumulan montañas de datos que podrían ser empleados —como en los escenarios distópicos y futuristas de la serie televisiva Black Mirror— para organizar una vigilancia intrusiva de masas.
Todos vemos la inquietante continuidad entre las tecnologías de vigilancia digital que se han empleado “para luchar contra el terrorismo” y las que ahora se quieren emplear para el control de los portadores del virus o de los enfermos. La CoViD-19 ha sido la primera enfermedad global contra la que se busca luchar “digitalmente”. Ello abre la puerta al escenario distópico de la vigilancia digital masiva que, si se generaliza, es posible que, tras la pandemia, algunos quieran convertir en parte de la “nueva normalidad”. ¿Podrán los gobiernos, las administraciones, los banqueros o los dueños de las empresas acceder a los expedientes médicos de los ciudadanos?
Corea del Sur, Singapur, Taiwán y la República Popular China ya son paraísos de la ciber-vigilancia que han llevado la intrusión en la vida privada y en las conciencias precisamente al nivel de los escenarios inhumanos descritos en la saga Black Mirror, lo que probablemente dará lugar a distintos refuerzos permanentes del control social, como sucedió con las medidas antiterroristas excepcionales que muchos países adoptaron tras los atentados del 11-s de 2001 en Nueva York incluso antes de ser ellos mismos objetivos de los operativos yihadistas.
Ese es el peligro: el estado de excepción ha venido para quedarse y, lo que es peor, es posible que lo haga con el consentimiento de la inmensa mayoría de una ciudadanía atemorizada, que en medio del pánico aceptará cualquier nueva restricción a sus derechos y libertades. Las legislaciones antiterroristas europeas, que los ciudadanos aceptaron sin pestañear, se adelantaron a los operativos yihadistas en el Reino Unido, en Francia y en Alemania.
Sólo en España —que no había modificado su legislación antiterrorista después de los peores atentados sufridos por la población en el operativo salafista de marzo de 2004— se vio el verdadero rostro de la nueva legislación sobre seguridad nacional y ciudadana: la Ley de Seguridad Ciudadana del gobierno de Rajoy no vino para proteger a la población de los atentados terroristas, sino para reprimirla cuando protestaba contra la estafa bancaria y contra los sinvergüenzas que desahuciaban a la gente de sus casas.
En efecto, el estado de excepción declarado tras los atentados de París en 2015 no sirvió para prevenir ni evitar el operativo de Niza en 2016. Con todo, de igual modo que la legislación antiterrorista no resultó eficaz contra el terrorismo en el Reino Unido, en Alemania o en una Francia que, técnicamente, lleva cinco años en estado de excepción, las nuevas medidas de control ciber-sanitario no serán eficaces contra la pandemia. Da igual: no están ahí para eso.
Al contrario, la tecnología de control digitalizado de la población no sólo no ha bastado para combatir la expansión del virus, sino que las tecnologías más eficaces en la lucha contra la pandemia han resultado ser las que ya teníamos desde la época en la que los flagelantes extendían con igual eficacia la heterodoxia y la peste por Europa, y el relativo éxito de Asia (incluidos los retrocesos de Corea del Sur y Singapur) se explica —como recientemente ha argumentado Ignacio Ramonet en el diario mexicano La Jornada— porque la experiencia allí adquirida con el SARS y el MERS durante el período 2003-2018 no ha dejado margen alguno a las administraciones para sucumbir al pánico ante un retroceso de los indicadores económicos, y las autoridades han optado por dar prioridad a la protección de la vida. La alta movilidad, los intercambios comerciales o los flujos de turistas explican bien los buenos datos de Hungría y los malos datos de Italia, pero no explican los buenos datos de China y los malos datos de los Estados Unidos.
Igual que en los Estados Unidos, en Europa falta la experiencia que en cambio Asia sí había acumulado. Más que la velocidad de las comunicaciones, la alta movilidad espacial o los intercambios, más que los turistas recibidos o el envejecimiento de las poblaciones de Madrid, o el Valle del Po, el factor determinante de los malos datos de occidente parece haber sido la experiencia que faltó por igual en Madrid, en Milán, en Londres o en Nueva York.
Es la experiencia que condujo en Asia al empleo de termómetros infrarrojos, a la fabricación y empleo masivo de mascarillas, a los chequeos de temperatura antes de subir a un transporte, al lavado de manos con cloro, o a la separación entre áreas “limpias” y “sucias” en cualquier dependencia pública. No fue la ciber-vigilancia digital sino los stocks de equipos de protección los que explican la capacidad de rápida reacción de sociedades como las de China o Vietnam para imponer medidas de aislamiento o el confinamiento completo de las poblaciones.
No ha sido, por tanto, el estado de excepción digital, que prefigura las sociedades post-democráticas del futuro, sino el estado de excepción convencional —el que suspende los derechos de libertad de movimiento y de reunión de las personas— el que ha funcionado contra el virus. Desde luego, como ha confesado el jefe del gobierno en España, el estado de alarma que suspende la libertad de movimientos y de reunión de las personas no puede ser el proyecto político de un gobierno progresista.
Pero es sorprendente la paradoja de que sea la extrema derecha —que habría querido ver suspendida en España la libertad de manifestación de las mujeres en el 8 de marzo— la que ahora sale ufana a las calles en contra el estado de alarma, al tiempo que las medidas de emergencia hayan sido defendidas en Portugal, Italia y España por los tres gobiernos más progresistas de la UE. No son las libertades de las ciudadanas lo que les preocupa a los de las caceroladas con el chófer: les preocupa haber tenido que mantener el cierre echado en las empresas de los sectores a los que representan, ya que consideran, igual que sus referentes Trump o Bolsonaro allende el océano, que ninguna cifra de muertos será demasiado alta si de lo que se trata es de salvar los negocios y preservar los beneficios económicos.
Por más que la deseemos, muchos no vemos en el horizonte ninguna “nueva normalidad” mejor que la que teníamos. Los que tienen el poder están decididos a hacernos volver a la normalidad de antes. La derecha económica y política de la Unión Europea —cuyas autoridades se han convertido en los últimos tiempos en auténticos promotores del relanzamiento de la industria del turismo— no desea una “nueva normalidad”: desea regresar a la normalidad que tenían antes de que se les averiase la máquina de explotar a sus trabajadores y de robar a sus clientes. Si les dejamos continuar con la competencia a degüello entre ellos, seguirán explotando a sus trabajadores dependientes y robándonos a todos los demás.
Tras la pandemia vendrán tiempos peores para la libertad: está claro que la de China no es la dictadura comisaria del proletariado, sino la dictadura soberana del partido que dice representarlo. Pero habrá quienes venderán sus estados policiales digitales como modelos de éxito, al tiempo que el capitalismo continuará depredando al planeta, y los turistas seguirán pisoteando todos los rincones del mundo incluso a costa de que las poblaciones de los lugares de destino tengan cada vez más dificultades para acceder a una vivienda o para poder alimentarse.
Esa es la tragedia de una España a la que sólo parece interesar que vuelvan a abrir los hoteles y los bares y que se reanude el fútbol. Los españoles habremos perdido una oportunidad única para darnos cuenta de que nuestra economía no puede depender de unos cuantos señores de Alemania que no vienen a España a hablar de ciencia y tecnología con nuestros científicos sino a aprovecharse de los bajos salarios de nuestras camareras de hotel.
Como ha escrito el coreano Byun-Chul Han, el virus no podrá hacer por nosotros lo que la razón del hombre no haya hecho ya por la humanidad. En lugar de tiempos mejores, es posible que Occidente sea colonizado por alguna forma de democracia vigilada por un estado policial digital. Hace unos años Naomi Klein explicó que la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de administración. También la instauración del neoliberalismo vino a menudo precedida de crisis que causaron conmociones. Si tras la conmoción que ha causado esta enfermedad llegase a Europa un régimen policial digital, el estado de excepción pasaría —como teme el filósofo Giorgio Agamben— a ser la situación normal, y el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico había conseguido hasta el momento.
Una crisis civilizatoria
02/06/2020
Francisco Vázquez García
Filósofo e historiador, catedrático de la Universidad de Cádiz
Mucho se está hablando en estos meses acerca de la crisis sanitaria encarnada por la pandemia de la covid19 y de la subsiguiente crisis económica. Poco se ha dicho sin embargo sobre la crisis civilizatoria que este proceso pandémico revela y contribuye a agravar. El Coronavirus es un signo más del colapso del orden político e ideológico que ha regido nuestras vidas desde la década de 1980. Este orden “neoliberal” o “neopropietarista”, como prefiere llamarlo Thomas Piketty, se ha puesto en evidencia en algunos de los episodios más trágicos de la debacle sanitaria que hemos vivido: las carencias y la saturación de unos servicios de salud descapitalizados por las políticas de privatización y recorte del gasto público; la mortandad masiva en unas residencias de ancianos convertidas en un negocio rentable a costa de la relajación de las inspecciones y controles administrativos; la falta de recursos materiales (respiradores, EPIS, mascarillas, etc) para hacer frente a los contagios, debido a las reconversiones industriales y a la nueva división internacional del trabajo instaurada por el ascenso de la globalización neoliberal. Pero para dar cuenta del alcance civilizatorio de este acontecimiento es necesario ir más allá de la inmediatez del presente.
En 1944 se publicaba La Gran Transformación, una obra imprescindible, donde Karl Polanyi diagnosticaba el hundimiento del orden político e ideológico del librecambismo, dominante a escala planetaria en el largo trecho que va desde el Congreso de Viena (1815) hasta el arranque de la Gran Guerra (1914). Ese orden, asentado entre otras cosas en el carácter sagrado de la propiedad privada, en el imperio del intercambio autorregulado como fuente de prosperidad, en la rivalidad entre potencias por la apertura de nuevos mercados y en el patrón oro como garantía de estabilidad monetaria, se fue a pique por la acumulación de tensiones internas e internacionales, manifiestas en una serie ceñida de acontecimientos: las dos guerras mundiales, la revolución rusa, el crack de 1929 y la eclosión de los fascismos.
Mutatis mutandis, el orden mundial del neoliberalismo parece hacer aguas por las fisuras reveladas en algunos eventos: la crisis financiera de 2008, la creciente conciencia pública de la emergencia climática, las desigualdades sociales al alza, expresadas con furia en el auge de los nacionalpopulismos y el nuevo ciclo pandémico asociado a procesos zoonóticos (contagios de virus entre especies diferentes). La covid19 se encuadra en esta última estela, y su diferencia respecto a otras epidemias recientes (el zika, el SARS, el Évola, entre otros) es que no ha podido evitarse su propagación planetaria. Estos distintos episodios que manifiestan la quiebra de un modo de gobernar las poblaciones y los recursos, fundado en la desregulación de los intercambios, en la utilización del mercado como herramienta universal de gestión, en el enaltecimiento de la competitividad y de la propiedad privada y en la cultura del individualismo de consumo, están recíprocamente imbricados –las nuevas epidemias están causalmente vinculadas con el cambio climático y con el impulso de la agroindustria- y en su conjunto señalan que el orden neoliberal no sólo profundiza en las desigualdades sociales sino que es incompatible con la pervivencia de nuestra especie.
El fracaso del librecambismo se saldó, decididamente tras la Segunda Guerra Mundial, aunque las transformaciones se iniciaron con anterioridad, con una revisión del concepto de propiedad privada que había regido hasta entonces. Esta tendría que ser afrontada como un derecho no absoluto sino subordinado al interés social. Las dos formas de racionalidad política que apuntaron entonces a reformular la propiedad privada, acabaron fracasando.
Por una parte el modelo comunista, que instauraba la propiedad estatal de los medios de producción a costa de suprimir las conquistas de la democracia liberal, dando forma a un sistema económico que se revelaría inviable. Por otra parte los regímenes socialdemócratas establecidos en buena parte del mundo occidental entre 1950 y 1980. Estos, apoyándose en políticas fiscales progresivas, el estímulo de la demanda, la redistribución de la riqueza, la extensión de los servicios públicos y de los derechos sociales y la negociación con los agentes sindicales y empresariales, dieron lugar a una era de prosperidad económica y de reducción de desigualdades sociales desconocida en la historia occidental.
Sin embargo, el hecho de que este replanteamiento de la propiedad privada y estas nuevas políticas redistributivas –muy concentradas por otra parte en el crecimiento del sector público, mediante nacionalizaciones y expropiaciones- se hicieran en el escenario heredado de los Estados nación, debilitó las posibilidades de éxito y las socialdemocracias no pudieron hacer frente a las consecuencias derivadas de la crisis de 1973.
Hay muchas lecciones que el presente puede aprender de esta deriva posterior a la Segunda Guerra Mundial. La fuerte progresividad fiscal y la rectificación del dogma de la propiedad privada, establecidas en Estados Unidos y en buena parte de Europa occidental, se legitimaron por el reconocimiento de las clases trabajadoras que ofrecieron sus vidas en la lucha contra el fascismo. Análogamente en nuestros días, son las clases trabajadoras, con sectores fuertemente feminizados y precarizados, como las cajeras y reponedoras de supermercados, policías, auxiliares clínicas, enfermeras, becarias de investigación, administrativas, celadoras, facultativas, las que, asumiendo un enorme riesgo vital, nos están sacando de la pandemia. Por ello los efectos de la subsiguiente crisis económica no deben pagarlo estas clases, no estamos moralmente autorizados a hacerlo.
La protección de la mayoría social golpeada por el desempleo está exigiendo una multiplicación del gasto público con endeudamientos que previsiblemente serán de un nivel no muy alejado del arrostrado por las naciones de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Esta situación no puede ser afrontada, por ejemplo en la Unión Europea, con los criterios de la ortodoxia neoliberal, ofreciendo rescate a cambio de recortes, obligando a la austeridad como contrapartida de una deuda impagable. Hay que cuestionar la sacralidad de la propiedad privada. Pero esto no equivale sin más al aumento de la propiedad pública, de titularidad estatal, mediante el viejo recurso a las nacionalizaciones y expropiaciones.
Sin dejar de impulsar la progresividad fiscal, la tasa por sucesiones e impuestos especiales para las rentas y patrimonios más altos (como el llamado “impuesto de solidaridad”), hay que utilizar ampliamente mecanismos de propiedad social ya existentes en algunos países, como la cogestión, la participación equitativa de los trabajadores en los consejos de administración de las empresas, el cooperativismo, la propiedad temporal o medios como la limitación de alquileres y la renta básica. Pero lo principal es que estas medidas, que abren el horizonte de un ecosocialismo participativo, no pueden ser efectuadas a escala del Estado nación. Su puesta en marcha sólo es posible a través de los actores trasnacionales, como la Unión Europea. Esta debe afrontar una política fiscal, ecológica y de justicia social unitaria para toda la región.
Sólo a escala global es posible por otra parte desplegar medidas imprescindibles como la lucha contra los paraísos fiscales o las tasas especiales a las grandes corporaciones del sector farmacéutico o de las tecnologías de la información. Ahora bien, ¿están las élites gobernantes en Europa dispuestas a asumir el colapso de la ortodoxia neoliberal y actuar en consecuencia? ¿cuántos Brexit harán falta, cuántos neoautoritarismos a la húngara, cuántos votos a los partidos europeos de extrema derecha serán necesarios para que los mandatarios europeos despierten y recapaciten? En ello se juega, no el futuro de nuestras economías o de nuestras sociedades, sino la supervivencia de nuestra especie.
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