Desde la red ciudadana Sevilla para Vivir, impulsada por asociaciones vecinales y colectivos sociales, nos sumamos al debate propuesto en Espacio Público sobre el derecho a la vivienda. Lo hacemos desde una ciudad inmersa en una profunda crisis habitacional, marcada por un proceso acelerado de transformación turística, acumulación especulativa y expulsión de vecinas, de sus barrios. Lo hacemos, también, con la convicción compartida de que el problema de la vivienda no se resolverá sólo con reformas legales, sino que exige una transformación radical del modelo de desarrollo que ha transformado la vivienda en una fuente de negocio especulativa y la ciudad misma en una mercancía.
En este contexto numerosos actores, desde grandes fondos de inversión internacionales hasta pequeños inversores locales, han desembarcado en el negocio de la vivienda atraídos por sus jugosos beneficios. Este proceso ha sido sostenido en el tiempo por un marco institucional y normativo que ha facilitado la entrada del capital financiero en el mercado inmobiliario. Comprar para alquilar a precios desorbitados, especular con el suelo, transformar viviendas en alojamientos turísticos: todas estas prácticas están teniendo un impacto devastador en la vida cotidiana de las clases trabajadoras. En lugar de garantizar la función social de la vivienda, el mercado inmobiliario opera como un dispositivo de extracción de valor social y concentración de la riqueza en pocas manos.
En la ciudad de Sevilla, en los últimos años, se han multiplicado sin control los apartamentos turísticos y la acumulación de viviendas en manos privadas. Esta expansión ha disparado los precios del alquiler, ha provocado la expulsión de población residente y ha desfigurado el equilibrio social, cultural y económico de nuestra ciudad transformando sus barrios. El fenómeno no se limita al centro histórico: afecta ya a zonas de la primera periferia urbana y desplaza en cadena a los hogares más vulnerables hacia áreas periféricas aún más precarizadas, donde los servicios escasean y la movilidad es limitada. Miles de jóvenes se ven hoy forzados a posponer o directamente renunciar a sus proyectos de vida autónoma.
Este proceso no es accidental. Responde a un proyecto de desarrollo urbano que se repite también en otras ciudades andaluzas como Málaga o Cádiz y que ha contado con el beneplácito de autoridades municipales y autonómicas, donde se ha priorizado la creación de una marca de ciudad, la captación de inversión y el crecimiento turístico por encima del bienestar colectivo. Mientras el Ayuntamiento permite que florezca un modelo de negocio extractivo, la Junta de Andalucía agrava la situación con normativas que convierten la vivienda protegida en mercancía, bloquea la declaración de zonas tensionadas y desatiende la necesidad urgente de una política de vivienda pública ambiciosa. En este contexto, se privatiza suelo público, se desmonta el parque de vivienda social y, en los barrios más desfavorecidos se ignora la necesidad de rehabilitación de edificios envejecidos y energéticamente ineficientes.
La última vuelta de tuerca ha sido el Decreto-Ley 1/2025 aprobado por la Junta de Andalucía, que transforma radicalmente el modelo de vivienda protegida: compra ahora y especula después. Bajo la apariencia de promover el acceso a la vivienda, permite precios muy por encima de las capacidades reales de las familias trabajadoras, reduce los plazos de protección a solo siete años y abre la puerta a que muchas de estas viviendas acaben en el mercado libre. Esto supone, de hecho, una transferencia de renta desde lo público hacia el sector privado, consolidando el uso de la vivienda protegida como vehículo de inversión y acumulación, en lugar de garantizar su función social.
Creemos que defender la vivienda como derecho implica también repensar la ciudad como un bien común, no como una marca o una mercancía. Eso exige medidas estructurales, pero también disputar el relato dominante que equipara el aumento del turismo y de la inversión privada con desarrollo económico y progreso social. Frente a esa visión, defendemos el derecho a permanecer, a decidir sobre nuestros barrios, a vivir en una ciudad que no nos expulse, que no se rinda a la especulación del capital inmobiliario ni a los supuestos beneficios de la masificación turística. No se trata solo de blindar el derecho a la vivienda en un texto legal. Se trata de politizarlo, de vincularlo a nuestro derecho a habitar la ciudad, de entender que las casas y los barrios donde vivimos son el resultado de la cooperación social de generaciones enteras, y que no pueden ser puestos al servicio del negocio privado mientras el derecho a la vivienda no esté garantizado para todas. No construiremos una ciudad justa mientras las casas se compran y vendan como mercancías y no se garanticen como bienes para vivir.
La justicia urbana que reclamamos debe traducirse en una agenda transformadora que confronte las lógicas de especulación en el sector inmobiliario. Hablamos de una moratoria real sobre nuevas licencias turísticas y de la reversión progresiva de los alojamientos turísticos hacia el uso residencial. También de frenar las dinámicas especulativas tanto en la vivienda protegida como en el mercado privado, donde los alquileres abusivos se han convertido en una fuente constante de malestar. Es urgente establecer mecanismos de control de precios y avanzar hacia modelos de vivienda pública bajo régimen de cesión de uso, donde el derecho a habitar esté por encima del derecho a lucrarse. Reducir la dependencia del monocultivo turístico, recuperar el suelo público y planificar la ciudad para la gente y no para los inversores que son pasos imprescindibles para garantizar ciudades vivibles.
Una ciudad vivible, significa para los vecinos y vecinas de Sevilla una ciudad saludable en la que haya proyectos de renaturalización y se apueste por conservar los pocos espacios naturales y verdes de la periferia de la ciudad. Y es que la planificación urbanística de nuestra ciudad expulsa a los ciudadanos de los centros de las ciudades -para destinarlos al turismo- hacia estas periferias con todo el impacto que ello conlleva no solo para el entorno natural sino para los modelos de movilidad de los vecinos, ya que no existe una red de transporte suficiente. Esta situación afecta directamente a nuestra salud, ya que, incrementa el uso del vehículo particular y por lo tanto la calidad del aire. Actualmente Sevilla ya registra indicadores negativos de niveles de contaminación según la Organización Mundial de la Salud (OMS) e incluso supera los nuevos valores de la Directiva europea de calidad del aire.
En las calles de nuestras ciudades ya está emergiendo un nuevo sentido común. El pasado 9 de noviembre, en Sevilla y Málaga, miles de personas salimos a la calle para decir basta a este modelo de ciudad. El 5 de abril tomamos las calles en toda Andalucía con cientos de personas diciendo no a la especulación. Somos vecinas organizadas, colectivos sociales, redes barriales y sabemos que esta transformación no puede ser obra de solo un actor. Por eso, apostamos por la construcción de alianzas amplias y la cooperación en red con múltiples iniciativas sociales, vecinales y ciudadanas que, desde distintos frentes, luchan por ciudades más justas, habitables y por proteger lo común frente a la mercantilización.
La vivienda. Del debate a la acción
08/05/2025
Laura Barrio Recio
Socióloga y Activista por el Derecho a la Vivienda, Cofundadora de la Asamblea de Vivienda de Usera (Madrid), coautora de "La vivienda no es delito. Quién y por qué se okupa en Madrid". IG: @laurabarriorecio X: @laurisonBR
Después de años de militancia tengo claro que el debate por el derecho a la vivienda es infructuoso porque no disponemos de un concepto común de lo que implica el bienestar residencial, el disfrute real de este derecho, los mínimos imprescindibles que habrían de estar garantizados para todos. Los elementos de bienestar se van desvaneciendo porque cada vez son más caros: el mercado se los come.
Literalmente el derecho a la vivienda se está miniaturizando: menos metros cuadrados, menos ventanas, menos acceso a suministros, viviendas en garajes y locales sin cédula de habitabilidad, caravanas, habitaciones compartidas en viviendas a su vez compartidas entre otras fórmulas. Históricamente hemos evadido esta responsabilidad. En la transición a la democracia se evitó abrir este melón y hasta hoy está pendiente de construir. Y sin esta base conceptual el debate sobre el derecho a la vivienda se convierte en un conflicto cada vez más profundo que nos divide, nos empobrece y nos enfada. A continuación, comparto algunas reflexiones con intención de enriquecer el debate, darle profundidad y motivar la acción.
Consensuar qué entendemos socialmente por bienestar residencial como prerrequisito para avanzar
Solo así podremos decidir los parámetros que lo garantizan y asumir el compromiso colectivo de conquistarlo y defenderlo. Es alarmante que esté tan desdibujado. Que una sociedad conocedora de las condiciones de carencia material extrema en que vive una gran mayoría no se sienta interpelada teniendo medios económicos y materiales más que de sobra. España se lo puede permitir.
Los medios de comunicación no dejan de hablar de ello, expertos de todas las disciplinas llevan décadas publicando al respecto, los políticos recurren con frecuencia a la vivienda para rentabilizar el descontento y los colectivos sociales cobran cada vez más fuerza. Hablar de vivienda está de moda. Nadie es ajeno a que la vivienda es el epicentro de la desigualdad social y sin embargo somos incapaces de avanzar en el diálogo. Nos faltan definiciones consensuadas, marcos conceptuales comunes para poder entendernos.
La confusión radica en que el derecho a la vivienda no forma parte de nuestro Estado del Bienestar y, por tanto, no están determinadas las condiciones mínimas garantizadas en tanto que derechos sociales (y derechos humanos), como sí lo están la asistencia sanitaria, la educación y las pensiones. Dependiendo de cada contexto social; el bienestar residencial puede significar tener servicio doméstico 24h o acceso a la lavadora del piso compartido más de una vez por semana.
Desde Ideas en Guerra hemos estado trabajando el concepto de bienestar residencial con el objetivo de conformar un marco desde donde imaginar y construir oportunidades reales para el cambio social. Aunque esté lejos de nuestro día a día, la definición existe y está consensuada mundialmente. Según la ONU el derecho a una vivienda digna y adecuada viene determinado por la garantía de los siguientes elementos:
Se trata de las condiciones sin las cuales la vivienda no puede cumplir su función social: permitir que la personas desarrollen su personalidad, intimidad y proyectos de vida.
Por el contrario, en su ausencia, estas dimensiones miden la exclusión residencial. Y ahí también tenemos consensuados internacionalmente definiciones y criterios que definen las situaciones que deberían ser inaceptables en una sociedad. Se trata de la European Typology of Homelessness and Housing Exclusion; un marco conceptual transnacional desarrollado por la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que trabajan con Personas Sin hogar que clasifica trece categorías operativas de situaciones residenciales en cuatro bloques: Sin techo, sin vivienda, vivienda insegura y vivienda inadecuada. Lamentablemente, estas tipologías, lejos de desaparecer, se están naturalizando.
También contamos con las definiciones aprobadas en la Ley 12/2023 por el derecho a la vivienda, que vienen a unificar en todo el territorio español qué se entiende por gran tenedor de vivienda, condiciones asequibles conforme al esfuerzo financiero, infravivienda o gastos y suministros básicos, entre otras. Aunque son muy escuetas y están sin desarrollar, son al menos una base teórica para comenzar un diálogo.
Con todas estas herramientas, sí se puede edificar un imaginario colectivo común, un nuevo contrato social que garantice un bienestar residencial universal e inviolable como derecho humano.
Pero ¿cómo se hace eso? Los espacios de debate progresistas y ecofeministas son ahora más necesarios que nunca
Nos tenemos que rearmar políticamente para conseguirlo y eso pasa por juntarnos, hablar y sobre todo, escucharnos. Los movimientos sociales ya lo estamos haciendo. En las asambleas de vivienda se comparten a diario experiencias terroríficas de amenazas e insultos de vecinos y empresas de desocupación, racismo explícito en el mercado de alquiler, desalojos forzosos sin alternativa más que normalizados y bulos sobre ocupaciones que corretean por nuestros móviles a sus anchas. La opresión que el mercado inmobiliario ejerce sobre la ciudadanía se puede cuantificar en número de desahucios, frecuencia en cambios de residencia, consumo de ansiolíticos, porcentaje de salario disponible tras el pago de la vivienda, bajas por enfermedad, adicciones, conformación de nuevos hogares, etc.
Cuando este malvivir se materializa en personas concretas que te hacen la vida imposible -amenazan a tu familia o te echan literalmente de casa- es fácil caer en lógicas violentas. Es una tensión social muy peligrosa. En las asambleas se canaliza esa angustia en movilización social, funciona muy bien. En colectivo es más fácil pasar de la particularidad de un sufrimiento individual a comprender que se trata de un problema estructural y políticamente diseñado para el beneficio económico de unos cuantos.
Para dar ese salto interpretativo son necesarios argumentos sólidos que nos brinden la fuerza y la legitimidad de ir más allá de cada caso individual y constituir posibilidades de transformación social. Las falacias que sostienen el modelo inmobiliario actual se combaten con sentido común, pero ¡ojo! algunas están muy bien armadas, tanto, que parecen irrefutables. Por ejemplo, la idea de que no hay mundo más allá del capitalismo, y por tanto todas las vías de acceso a la vivienda han de desarrollarse bajo las lógicas del libre mercado. ¿en serio? No será fácil, rápido ni barato, pero claro que hay alternativas. Los espacios de reflexión y debate son imprescindibles para que cale la idea de que el modelo actual es insostenible. Estamos en un momento de cambio que hay que aprovechar.
El negocio de la vivienda en términos de conflicto.
Evidentemente vivimos un conflicto, y sin embargo, caben interpretaciones antagónicas.
Por un lado, el conflicto que pretende acabar con el negocio sobre la vivienda. La organización de hogares para defender sus derechos frente a la patronal inmobiliaria es una estrategia que está sobre la mesa gracias al Sindicato de Inquilinas y que no deja de sumar aliados. Resumiéndolo mucho, se trata de reproducir la lucha sindical laboral en el terreno inmobiliario que es donde se está conformando una nueva forma de estratificación social. La vivienda, y no el salario, es el principal eje de desigualdad, y es ahí donde se está dando la batalla. Como activista, este planteamiento es emocionante, y la realidad es que está cuajando.
Por otro lado, el conflicto que busca fortalecer el negocio sobre la vivienda. La inseguridad y el miedo es la gasolina para los discursos de la derecha más radical azuzada por el lobby inmobiliario. La gente entra en bloqueo cuando temen perder su modo de vida, su hogar, su familia; a la que se suma el estigma social de no pagar la vivienda. Este miedo es la materia prima del odio al pobre y al diferente. La población se radicaliza en su individualismo y se pone a la defensiva apoyando políticas que corren en su contra pero que les brinda una falsa sensación de protección. Buscan quien les proteja frente a un falso enemigo; salvar su vivienda a costa de otros. A la misma vez, esta actitud defensiva reduce cada vez más la conceptualización del derecho a la vivienda que apuntaba al inicio de este artículo.
El avance de los mensajes de extrema derecha en materia de vivienda es un factor que tenemos que considerar seriamente como adelantaba Ideas en Guerra en palabras de Alejando Solís hace apenas unas semanas. Los argumentos en defensa del rentismo tienen una carga ideológica muy potente que busca precisamente implantar un marco analítico de conflicto entre los propios explotados. Debemos estar observantes para ir ajustando el debate y frenar esta deriva. En mi opinión la fuerza está en consolidar formas de cooperación, sentimiento de comunidad y organización social. Desde casa es muy difícil hacerlo, el miedo paraliza. Hay que salir al encuentro de colectivos, asociaciones, sindicatos para sentir la fuerza de ser muchos. El antídoto al miedo en soledad es sentirse parte de un movimiento social enorme y fuerte. De ahí la importancia de las manifestaciones en la calle.
La vivienda, un derecho constitucional
06/05/2025
Iñigo Maguregui
Ex-director del Departamento de Vivienda del Gobierno Vasco
Cuando me preguntan por el derecho a la vivienda, creo oportuno recordar amablemente a mi interlocutor que el Tribunal Constitucional, en el año 2024, declaró de forma solemne que el derecho a la vivienda es, efectivamente, un derecho constitucional. Ni más ni menos que 46 años después de que se aprobara el tristemente célebre, por haber sido incumplido de forma reiterada, artículo 47 de la Constitución Española que habla precisamente de este derecho, pero en el marco de los principios rectores de la política social. Personalmente, quiero dejar claro de antemano que entiendo que este encuadramiento no sirve de excusa para ignorar la existencia del derecho porque en el mismo Título de la Constitución se encuadran derechos como el acceso a la Salud y la Seguridad Social, cuya exigibilidad por la ciudadanía a las Administraciones Públicas nadie ha puesto en duda.
Evidentemente, nada de esto es casualidad. Me parece muy acertada la reflexión que dice que en España no se ha hecho política de vivienda sino sólo política inmobiliaria. Desde la época franquista hemos dejado que el mercado inmobiliario resuelva “naturalmente” el problema del acceso a la vivienda sólo a través del incremento de la oferta de vivienda libre y protegiendo a los propietarios de suelo y al sector promotor; si acaso, este sistema era complementado con un conjunto de ayudas públicas para procurar a los promotores de las viviendas poner precios más baratos de venta y ayudas públicas financieras y fiscales a los futuros propietarios para poder facilitarles la compra de la vivienda. Efectivamente, es la famosa “vivienda de protección oficial”.
Este sistema de acceso a la vivienda, que se universalizó entre los años 70, 80 y 90 excusó a las Administraciones Públicas competentes de generar una infraestructura de un parque público de viviendas para la prestación de un servicio público de vivienda. A partir del boom inmobiliario del cambio de siglo, los precios de las viviendas libres se dispararon al punto que ya no era interesante para el sector privado construir viviendas protegidas y hubo que establecer reservas obligadas de suelo con destino a vivienda protegida en los desarrollos urbanísticos para disgusto y la queja unánime del sector promotor inmobiliario; reservas obligatorias de suelo que ellos ven como una carga urbanística a la que tienen que hacer frente porque les limita su negocio. Ya se sabe que el sector promotor está para hacer dinero; no para hacer política social.
Esto deja el derecho a la vivienda de la ciudadanía en manos del mercado porque, salvo muy escasas excepciones en algunas Comunidades Autónomas, ninguna Administración Pública ha invertido dinero público en generar un parque público de vivienda en alquiler que permita el acceso en condiciones asequibles. Tampoco los instrumentos de intervención en el mercado de suelo han sido operativos, pero esto es un tema que da para otro debate.
En este contexto, ya suficientemente dramático, la Comunidad de Madrid incluso empieza a vender su escaso patrimonio público de vivienda (en régimen de alquiler temporal) a los llamados “fondos buitre”, a precio de saldo, con el objeto de poder hacer caja e invertirlo en otras necesidades; extremo que los tribunales ya han censurado y anulado porque nadie en la Administración de la Comunidad siquiera se había molestado en justificar por qué dichas viviendas públicas ya no eran necesarias para la Administración. Este es el nivel de interiorización de nuestras Administraciones Públicas de sus responsabilidades públicas de la prestación de un servicio público para garantía del derecho a la vivienda.
A día de hoy, con el mercado de la vivienda absolutamente disparatado, ni siquiera al Banco de España se le escapa el riesgo sistémico que supone carecer de un parque de titularidad en manos de las Administraciones y que pueda prestar un servicio público de vivienda; haciendo ver que no es sólo una cuestión de derechos; es una exigencia macroeconómica.
Por poner sólo un ejemplo de lo que venimos diciendo, en Euskadi en el año 2008 se venía ya observando que los precios de la vivienda (las rentas de alquiler y cuotas hipotecarias) se estaban “comiendo” literalmente las prestaciones públicas en forma de renta para la garantía de un nivel mínimo de ingresos a las personas más vulnerables. En otras palabras, que el mercado de la vivienda estaba dinamitando por su propia base la política social de inserción social de las Administraciones. Y es en este contexto donde se tiene que fijar por ley el derecho subjetivo de acceso a percibir otra prestación de carácter complementario (prestación complementaria de vivienda) sólo para poder afrontar los gastos de la vivienda con el fin último de evitar que los precios de la vivienda mermen la cuantía de los ingresos mínimos de las personas vulnerables, que se querían garantizar. Este derecho subjetivo sigue vigente habiéndose ampliado el mismo en el año 2015 con la legislación autonómica de vivienda.
De modo que el derecho a la vivienda no es sólo una cuestión doctrinal o de compromisos asumidos programáticamente en tratados internacionales por España. Es una cuestión de carácter social que comporta la necesidad de una vertebración básica de nuestra sociedad y de estabilidad de nuestro sistema económico como un pilar más de nuestro estado de bienestar.
En estas aparece, por fin, la Ley 12/2023, por el derecho a la vivienda. Decir que llega tarde es quedarse corto. Pero, al menos, sí ha dado pie al Tribunal Constitucional, como hemos dicho más arriba, a declarar de forma definitiva que el derecho a la vivienda es un derecho constitucional y que, por lo tanto, las Comunidades Autónomas tienen la obligación de desplegar una política activa de vivienda en aras a favorecer la generación de un parque público de vivienda, al que se le da en la misma ley carácter de servicio de interés general. También, ya más recientemente, el Tribunal Constitucional ha sacado conclusiones de ese mismo derecho para determinar, por ejemplo, que las viviendas se tienen que usar como hogar de modo que dar un uso turístico de las viviendas no puede entenderse integrado en el derecho de propiedad y sólo será posible si lo autoriza el planeamiento urbanístico en su función de ordenar correctamente los espacios y las actividades que se desarrollan en los mismos.
Lo que es insoslayable en nuestra Constitución Española es la arquitectura institucional en el que debe articularse este derecho a la vivienda; que debe pasar necesariamente por las Comunidades Autónomas, muchas de las cuales aducen el “fuero” para evitar discutir del “huevo”. La anulación de la exigencia de la calificación permanente de la vivienda protegida (en Euskadi vigente desde 2003) por motivos competenciales es un ejemplo paradigmático de los inconvenientes de tener una política de vivienda dispersa y variada. En este sentido, también es lamentable que se haya dado tan poco espacio a los Ayuntamientos en una cuestión que les afecta tan directamente.
La Ley 12/2023, por el derecho a la vivienda, ciertamente es una herramienta de utilidad para aquellas Comunidades Autónomas que quieran tomarse en serio el problema, pero no tendrá efectos en aquellas otras que siguen apostando por el sector promotor y por el mercado para resolver el problema del acceso asequible a la vivienda. La víctima de esta dispersión de enfoque, nuevamente, la ciudadanía.
Como ejemplo de lo que decimos, la figura de las Zonas de Mercado Residencial Tensionado (ZMRT) de la ley. La constatación del tensionamiento del mercado ya justificaría, por sí misma, la adopción de medidas de intervención pública de carácter urbanístico y fomento acompañadas de otras en materia fiscal. Este tensionamiento del mercado inmobiliario justificaría también, en base a las exigencias de la función social de la propiedad de los inmuebles, condicionar su libre transmisión y poder delimitar las posibilidades de su libre explotación por la propiedad (por ejemplo, fijando límites a las subidas de renta en la renovación de alquileres, limitando los usos distintos del de vivienda, estableciendo condiciones a su libre transmisión, etc.).
No obstante, ya vemos que si la aplicación efectiva o no de esta figura queda al libre albedrío de las Administraciones Públicas competentes (léase aquí las Comunidades Autónomas al haber quedado excluidos de la ecuación los Ayuntamientos) el derecho a la vivienda, como derecho constitucional, quedará lejos de poder ser garantizado en unas condiciones básicas de igualdad (artículo 149.1.1ª CE) y distará mucho de ser efectivo (artículo 47 CE) en estas zonas, que, por cierto, conciernen a grandes aglomeraciones urbanas en el país. De modo que la Ley 12/2023, no sólo ha llegado tarde, lo que no tiene remedio, sino que ha llegado fatalmente condicionada por la estructura institucional que la tiene que desplegar.
Al hilo de esto que comentamos y enlazando con el título del debate me gustaría terminar resaltando la importancia que se debe dar al papel de la ciudadanía. El único derecho de subjetivo recogido en la Ley 12/2023 que lamentablemente está pasando desapercibido en el debate público es la acción pública recogida en su artículo 5 que, debe recordarse, puede extenderse a poder denunciar por entidades sociales y de defensa de derechos de vivienda la inactividad de la Administración Pública en esta materia de vivienda (me estoy acordando ahora de la desidia de algunos Ayuntamientos en perseguir las viviendas turísticas ilegales, o la contumaz renuencia de algunas Comunidades Autónomas a declarar Zonas de Mercado Residencial Tensionado a pesar de tener indicios más que sobrados de la realidad de dicho tensionamiento, etc.). El empoderamiento ciudadano para denunciar judicialmente la inactividad o, directamente, la contravención de los mandatos de la Ley por las Administraciones Públicas puede ser de gran utilidad, con el apoyo de los tribunales de justicia, para dar pasos positivos en el blindaje de este derecho.
Queremos una ciudad para vivir: de la vivienda como derecho a la ciudad como bien común
22/04/2025
Sevilla para Vivir
Desde la red ciudadana Sevilla para Vivir, impulsada por asociaciones vecinales y colectivos sociales, nos sumamos al debate propuesto en Espacio Público sobre el derecho a la vivienda. Lo hacemos desde una ciudad inmersa en una profunda crisis habitacional, marcada por un proceso acelerado de transformación turística, acumulación especulativa y expulsión de vecinas, de sus barrios. Lo hacemos, también, con la convicción compartida de que el problema de la vivienda no se resolverá sólo con reformas legales, sino que exige una transformación radical del modelo de desarrollo que ha transformado la vivienda en una fuente de negocio especulativa y la ciudad misma en una mercancía.
En este contexto numerosos actores, desde grandes fondos de inversión internacionales hasta pequeños inversores locales, han desembarcado en el negocio de la vivienda atraídos por sus jugosos beneficios. Este proceso ha sido sostenido en el tiempo por un marco institucional y normativo que ha facilitado la entrada del capital financiero en el mercado inmobiliario. Comprar para alquilar a precios desorbitados, especular con el suelo, transformar viviendas en alojamientos turísticos: todas estas prácticas están teniendo un impacto devastador en la vida cotidiana de las clases trabajadoras. En lugar de garantizar la función social de la vivienda, el mercado inmobiliario opera como un dispositivo de extracción de valor social y concentración de la riqueza en pocas manos.
En la ciudad de Sevilla, en los últimos años, se han multiplicado sin control los apartamentos turísticos y la acumulación de viviendas en manos privadas. Esta expansión ha disparado los precios del alquiler, ha provocado la expulsión de población residente y ha desfigurado el equilibrio social, cultural y económico de nuestra ciudad transformando sus barrios. El fenómeno no se limita al centro histórico: afecta ya a zonas de la primera periferia urbana y desplaza en cadena a los hogares más vulnerables hacia áreas periféricas aún más precarizadas, donde los servicios escasean y la movilidad es limitada. Miles de jóvenes se ven hoy forzados a posponer o directamente renunciar a sus proyectos de vida autónoma.
Este proceso no es accidental. Responde a un proyecto de desarrollo urbano que se repite también en otras ciudades andaluzas como Málaga o Cádiz y que ha contado con el beneplácito de autoridades municipales y autonómicas, donde se ha priorizado la creación de una marca de ciudad, la captación de inversión y el crecimiento turístico por encima del bienestar colectivo. Mientras el Ayuntamiento permite que florezca un modelo de negocio extractivo, la Junta de Andalucía agrava la situación con normativas que convierten la vivienda protegida en mercancía, bloquea la declaración de zonas tensionadas y desatiende la necesidad urgente de una política de vivienda pública ambiciosa. En este contexto, se privatiza suelo público, se desmonta el parque de vivienda social y, en los barrios más desfavorecidos se ignora la necesidad de rehabilitación de edificios envejecidos y energéticamente ineficientes.
La última vuelta de tuerca ha sido el Decreto-Ley 1/2025 aprobado por la Junta de Andalucía, que transforma radicalmente el modelo de vivienda protegida: compra ahora y especula después. Bajo la apariencia de promover el acceso a la vivienda, permite precios muy por encima de las capacidades reales de las familias trabajadoras, reduce los plazos de protección a solo siete años y abre la puerta a que muchas de estas viviendas acaben en el mercado libre. Esto supone, de hecho, una transferencia de renta desde lo público hacia el sector privado, consolidando el uso de la vivienda protegida como vehículo de inversión y acumulación, en lugar de garantizar su función social.
Creemos que defender la vivienda como derecho implica también repensar la ciudad como un bien común, no como una marca o una mercancía. Eso exige medidas estructurales, pero también disputar el relato dominante que equipara el aumento del turismo y de la inversión privada con desarrollo económico y progreso social. Frente a esa visión, defendemos el derecho a permanecer, a decidir sobre nuestros barrios, a vivir en una ciudad que no nos expulse, que no se rinda a la especulación del capital inmobiliario ni a los supuestos beneficios de la masificación turística. No se trata solo de blindar el derecho a la vivienda en un texto legal. Se trata de politizarlo, de vincularlo a nuestro derecho a habitar la ciudad, de entender que las casas y los barrios donde vivimos son el resultado de la cooperación social de generaciones enteras, y que no pueden ser puestos al servicio del negocio privado mientras el derecho a la vivienda no esté garantizado para todas. No construiremos una ciudad justa mientras las casas se compran y vendan como mercancías y no se garanticen como bienes para vivir.
La justicia urbana que reclamamos debe traducirse en una agenda transformadora que confronte las lógicas de especulación en el sector inmobiliario. Hablamos de una moratoria real sobre nuevas licencias turísticas y de la reversión progresiva de los alojamientos turísticos hacia el uso residencial. También de frenar las dinámicas especulativas tanto en la vivienda protegida como en el mercado privado, donde los alquileres abusivos se han convertido en una fuente constante de malestar. Es urgente establecer mecanismos de control de precios y avanzar hacia modelos de vivienda pública bajo régimen de cesión de uso, donde el derecho a habitar esté por encima del derecho a lucrarse. Reducir la dependencia del monocultivo turístico, recuperar el suelo público y planificar la ciudad para la gente y no para los inversores que son pasos imprescindibles para garantizar ciudades vivibles.
Una ciudad vivible, significa para los vecinos y vecinas de Sevilla una ciudad saludable en la que haya proyectos de renaturalización y se apueste por conservar los pocos espacios naturales y verdes de la periferia de la ciudad. Y es que la planificación urbanística de nuestra ciudad expulsa a los ciudadanos de los centros de las ciudades -para destinarlos al turismo- hacia estas periferias con todo el impacto que ello conlleva no solo para el entorno natural sino para los modelos de movilidad de los vecinos, ya que no existe una red de transporte suficiente. Esta situación afecta directamente a nuestra salud, ya que, incrementa el uso del vehículo particular y por lo tanto la calidad del aire. Actualmente Sevilla ya registra indicadores negativos de niveles de contaminación según la Organización Mundial de la Salud (OMS) e incluso supera los nuevos valores de la Directiva europea de calidad del aire.
En las calles de nuestras ciudades ya está emergiendo un nuevo sentido común. El pasado 9 de noviembre, en Sevilla y Málaga, miles de personas salimos a la calle para decir basta a este modelo de ciudad. El 5 de abril tomamos las calles en toda Andalucía con cientos de personas diciendo no a la especulación. Somos vecinas organizadas, colectivos sociales, redes barriales y sabemos que esta transformación no puede ser obra de solo un actor. Por eso, apostamos por la construcción de alianzas amplias y la cooperación en red con múltiples iniciativas sociales, vecinales y ciudadanas que, desde distintos frentes, luchan por ciudades más justas, habitables y por proteger lo común frente a la mercantilización.
No es nuevo, no es justo y no es natural
16/04/2025
Quique Villalobos
Responsable de Vivienda de la FRAVM
Hola, soy Quique Villalobos, tengo 56 años, me estoy comprando un piso y no he matado a nadie.
Antes estuve 9 años de alquiler, pero empezamos pagando 70.000 pesetas y acabaron cobrándonos más de 700€, esto es, un incremento de casi un 70% en escasamente una década.
La decisión de emanciparnos alquilando fue prácticamente obligada, no hubo nada ideológico, era lo que nos podíamos permitir en aquel momento. No teníamos ingresos estables, tampoco ahorros, nuestros sueldos ni se acercaban a lo que hoy podríamos considerar “mileurismo”. Veníamos de la crisis del 93 y comprar a finales de los noventa era inviable para nosotros por los elevados precios del momento, que en 1999 habían alcanzado subidas del 180%. Poco tiempo después, la escasa diferencia entre la cuota de alquiler y la letra de una hipoteca, unido al miedo a quedarnos en la calle cuando fuéramos mayores, nos empujó a buscar una casa que comprar.
A pesar de estar en los albores de la ola de la construcción, en la que se levantaron 6 millones de viviendas y que daría al traste con el estallido de la burbuja inmobiliaria de 2008, no fue fácil. Nos inscribimos en el registro de demandantes de vivienda del IVIMA y la EMVS, pero lo descartamos como posibilidad porque la lista era infinita y la probabilidad una auténtica lotería. Encontrar una vivienda protegida y que encajase con nuestra situación económica, teniendo unas mínimas garantías, fue toda una gincana. Una vez encontrada, el principal reto era poder compatibilizar el pago del alquiler con las letras mensuales y trimestrales necesarias para completar la entrada del 20% del coste de la vivienda. Lo de conseguir que nos dieran una hipoteca ya lo veríamos a su debido tiempo; cuando llegásemos a ese río, cruzaríamos ese puente. El caso es que tuvimos que echar más horas que el Capitán Trueno; durante algo más de tres años dedicamos cerca del 70% de nuestros ingresos a pagar ambos pisos. Luego nos tocó esperar otros tres años para que nos dieran las llaves, en total seis años desde la firma del precontrato.
Durante los primeros años, el módulo de protección oficial iba creciendo a razón de un millón de pesetas cada vez. Los promotores clamaban por incrementos del 30% para garantizar la viabilidad de la vivienda protegida. Y entonces llegó el tamayazo y Esperanza Aguirre mandó a parar.
Hasta entonces, promotores y constructores habían retrasado e incluso eludido la presentación de documentación para obtener la licencia de obra, condición necesaria para obtener la calificación definitiva de la vivienda protegida y, con ello, la fijación del módulo a cobrar. Aguirre, al poco de tomar posesión del cargo presidencial, encadenó dos subidas consecutivas de los módulos, que supusieron la equiparación de la VPO y la VPT en 1747€/m2, es decir un incremento del 30%, ¿os suena? Como por arte de magia, los promotores y constructores empezaron a desfilar, presentando proyectos para solicitar las oportunas licencias y las calificaciones definitivas. Todo normal y bien.
Por entonces ya estábamos organizados en una asociación vecinal, creada un año antes por los más que previsibles retrasos que se confirmaron enseguida. Nos habíamos empezado a conocer y compartir información, ilusiones y temores en un foro de internet, que acabó tomando forma de asociación vecinal, posiblemente la primera en crearse desde la red de redes. En 2004 ya teníamos engrasada la maquinaria y el 20 de junio éramos una de las convocantes de la Manifestación por el Derecho a Techo – STOP Especulación, que recorrió el centro de Madrid y reunió a 10.000 personas. Sería la primera de muchas hasta conseguir nuestra vivienda en 2007.
¿Por qué cuento esta parte de mi vida?¿qué quiero decir con todo esto? Pues porque esta historia reúne todas las claves del problema de la vivienda y porque es importante que entendamos que el problema no es nuevo, sino que viene sucediendo desde hace demasiado tiempo y de forma recurrente, afectando a generaciones completas cada vez, truncando proyectos de vida, colapsando familias, acabando con personas… y no es justo.
Tampoco es natural. Las cosas naturales son la fuerza de la gravedad, que el sol salga por el Este, o que las personas necesitan una casa digna donde vivir. El por qué elegimos alquilar o comprar, que tengamos que emplear la mayor parte de nuestro sueldo para conseguir ese derecho fundamental que es la vivienda o que de esa necesidad se enriquezca obscenamente una oligarquía, que controla el mercado, la industria, la ley y los medios de comunicación, eso, eso no es natural. Es un modelo cuyo objetivo es el tercer elemento de la lista: el enriquecimiento de esa oligarquía y el medio que emplea es el condicionamiento de nuestras elecciones, las que nos podemos permitir para cubrir esa necesidad natural que, porque lo es, es también un derecho fundamental, diga lo que diga nuestra constitución.
Como no es natural que las y los sin poder suframos este problema, lo lógico es plantear el cambio de modelo, por ser contrario a nuestros derechos e intereses. Y para ello la principal opción que tenemos es unirnos, organizarnos y presionar para cambiar las circunstancias que condicionan nuestras decisiones. Pero esto no es fácil, no es rápido, ni barato y no se consigue con una sola medida, porque somos muchas y muy diferentes las casuísticas de todas nosotras. Desconfiad de quien os lo pinte más fácil de normal, de quien os hable de atajos, de quien utilice un discurso de “arriba los corazones” en plan Braveheart, de quien golpee vuestra amígdala, porque seguramente tiene algún interés añadido, lícito o no. En democracia solo conozco y concibo un método: el binomio presión/negociación.
Tampoco las soluciones son ningún arcano, ya está todo dicho a este respecto desde hace décadas: creación de un gran parque de vivienda pública con vivienda social y asequible, imposibilidad de descalificación de la vivienda protegida, puesta en el mercado de la vivienda vacía penalizándola e incluso expropiando el usufructo si fuera necesario, prohibición de los desahucios sin solución habitacional, control de precios, que las administraciones utilicen el tanteo y retracto, prohibición del uso especulativo de la vivienda, alquileres indefinidos, replanteamiento de las plusvalías, etc., etc. En definitiva, regulación frente a desregulación y hacer de la vivienda un derecho y no un negocio.
El derecho a la vivienda como emblema de la lucha de clases
10/04/2025
José Mansilla
Antropólogo urbano y profesor
No pasa una semana sin que políticos representantes de opciones conservadoras se empeñen en negar la existencia de las clases sociales. Un caso muy significativo es la Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que ya se opuso a su reconocimiento alegando que una ‘pretendida lucha de clases […] es como tratar de borregos a los ciudadanos y a los alumnos [en relación a la reciente propuesta de reforma en la creación de universidades]. No es la primera vez que la Presidenta madrileña se posiciona en contra de una estructura social conformada por clases. Tampoco es la única que lo hace. Son numerosos los medios de comunicación, a izquierda y derecha, que cuentan con tertulianos o representantes de partidos que se enervan cada vez que escuchan hablar de clases sociales. Para éstos, siguiendo la lógica establecida por el neoliberalismo thatcheriano de los años 80, ‘solo los individuos y sus familias’ existen.
La reducción del cuerpo social a un conjunto de individuos racionales y conscientes que se relacionan entre ellos únicamente buscando su beneficios individual es propia de aquella simplificación de la economía marginalista del siglo XIX denominada homo aeconomicus. En su traslación sociopolítica, estos supuestos seres racionales no se comportan como miembros de ningún colectivo, sean clases sociales o algún otro tipo de grupo que sublime la proyección personal, sino que se trata únicamente de individuos.
Fue el británico David Harvey el que, en su obra Breve historia del neoliberalismo, publicada en 2005, ya advirtió sobre la deriva que este tipo de consideración estaba alcanzando dentro de esta nueva y última versión del capitalismo. Harvey advertía que la insistencia del neoliberalismo en ‘el individuo como el elemento fundamental de la vida político-económica abre la puerta al activismo por los derechos individuales. Pero al concentrarse en esos derechos en vez de en la creación o la recreación de estructuras sólidas y abiertas de gobierno democrático, la oposición [al capitalismo] que no pueden escapar al marco neoliberal’.
Lo que viene a decir aquí este profesor de geografía y antropología es que el neoliberalismo, además de una nueva teoría de prácticas político-económicas, es un marco ideológico que nos determina la forma de pensar y analizar el mundo; un mundo en el que no existen las clases sociales, ni la sociedad, sino únicamente individuos y el libre desarrollo de sus capacidades de emprendimiento económico en un contexto de mercados libres. La insistencia de la derecha española en señalar la inexistencia de las clases sociales y, por tanto, la lucha y el conflicto entre ellas, opera de esta manera generando un marco de análisis donde el individuo aparece como único ser todopoderoso y los derechos como aspectos jurídicos limitados a éste. Y esto es muy evidente en lo que se refiere al caso de la vivienda.
La conversión de la vivienda en un activo financiero y un valor refugio del capital es otro de los factores característicos del neoliberalismo. Aunque se trata de una necesidad elemental, tanto como la alimentación o el derecho a la vida, su consideración como derecho siempre se ha dado de bruces con el papel que desempeña a nivel económico. La misma Constitución española no recoge el derecho a la vivienda como un derecho fundamental al mismo nivel que otros derechos, aquellos que se encuentran en el Título I, Capítulo II, Sección 1ª (artículos 15 a 29), bajo la categoría de Derechos fundamentales y libertades públicas, donde gozan de una protección reforzada y son directamente exigibles ante los tribunales, sino en el artículo 47, dentro del Título I, Capítulo III, que trata de los Principios rectores de la política social y económica. Su promoción y expansión dependen, por tanto, de disposiciones legales de rango inferior al constitucional y deben ser desarrollados vía legislativa, dependiendo su garantía del color político que lleve a cabo su articulación legislativa.
Lo paradójico del caso es que la misma Constitución que trata ambiguamente el derecho a la vivienda, situándolo en un ámbito vinculado a la política social y económica, lo sitúa como objeto del debate y la confrontación política y, por tanto, en la arena de la competición partidista y la lucha de clases. Negar la existencia de las clases sociales no es solo una opción ideológica, aquella que relega el acceso a la vivienda como una cuestión individual y la aleja de un problema colectivo, sino que, además, choca con la forma de articulación prevista para alcanzar su realización por la propia máxima normal de valor legal del Estado español.
La vivienda forma parte inextricable de la lucha de las clases sociales por mejorar su vida dentro del ámbito de la reproducción social, esto es, la forma en que una sociedad se auto-perpetúa. Los incrementos desmesurados en los precios de los alquileres, las dificultades en el acceso a la compra, la discriminación social que sufren determinados colectivos -para la derecha, individuos- racializados o las disposiciones legales que favorecen a los propietarios y caseros forman parte de un conflicto que va más allá de las responsabilidades, decisiones y capacidad de actuación de las personas. Es por esto que, en gran cantidad de ciudades y pueblos, las movilizaciones en torno a la vivienda se han articulado bajo el paraguas de Sindicatos, ya que, al igual que en el ámbito productivo de los sindicatos clásicos, la reproducción social también forma parte de la lucha de clases.
En definitiva, el derecho a la vivienda es emblemático de la organización de las sociedades capitalistas modernas en torno a las clases sociales y así hay que entenderlo. De igual manera que la solución al mismo tiene que provenir de decisiones políticas que se alejen de perspectivas centradas en su consideración como un activo financiero y comiencen a hacerlo en un derecho que cumple y satisface una necesidad colectiva, fundamental y básica.
La vivienda, un problema sin resolver
08/04/2025
Julio Rodriguez López
Ha sido presidente del Banco Hipotecario de España y de la Caja de Ahorros de Granada. En la actualidad es Vocal del Consejo Superior de Estadística del INE
Una demanda de vivienda recalentada
En la primavera de 2025 persiste la gravedad y el alcance del problema de la vivienda. Los precios de las viviendas y los alquileres están desacoplados respecto de los niveles de ingresos de la mayoría de los hogares de España. En los últimos años se ha reforzado el carácter de activo de la vivienda. Esto lo confirma el que se vendan más viviendas pagadas sin préstamo hipotecario que las financiadas por medio de dicho tipo de préstamos. Se compran viviendas por parte de extranjeros (14,5% de las ventas de 2024) y de otros no residentes con fines de inversión, para mantener el poder de compra del ahorro, así como para lavar dinero. Las compras de viviendas por parte de no residentes se aproximan al 10% del total de las ventas.
El difícil acceso a la vivienda es, pues, consecuencia de su carácter inasequible para un amplio sector de la población. Precios y alquileres resultan muy elevados en relación con los ingresos de la mayor parte de la población. Esta situación se ha agravado por el importante aumento de la población de España, que ha dado lugar a que en el primer cuarto del siglo veintiuno se hayan creado unos 5,2 millones de hogares. La población extranjera ha visto crecer su presencia en el conjunto de la población desde el 4,2% en 2001 hasta el 14% en 2024. El aumento del número de inmigrantes explica una amplia proporción del crecimiento de la población.
El incremento de la población española a partir de la inmigración en lo que va de siglo veintiuno tiene carácter de aluvión. Ello obliga a disponer de viviendas con carácter imperativo. La persistencia de una seria dificultad de alojamiento para la nueva población puede llevar a reducir el crecimiento de la economía española, puesto que dicho crecimiento se apoya en buena medida en el aumento poblacional. El alojamiento necesario para la nueva población no lo resuelve el mercado, que funciona mal en materia de suelo y vivienda. El mercado puede contribuir a aumentar el ritmo de construcción de viviendas, pero en gran parte dicho proceso tiene lugar en condiciones de precio no accesibles para la mayoría de los nuevos hogares.
Inmigrantes, jóvenes que se independizan y consiguen un empleo pero que tienen difícil acceso a la vivienda, compradores no residentes, inversores en vivienda, integran una intensa demanda de vivienda, a lo que hay que unir las consecuencias de la reducción del tamaño de los hogares, que incrementa la demanda de vivienda para una misma población. El esfuerzo mayor de acceso a la vivienda corresponde a los hogares que viven de alquiler. Según el Banco de España, por encima del 40% de los hogares destinan al pago del alquiler una proporción elevada de los ingresos, también por encima del 40%, lo que les impide ahorrar para poder acceder a una vivienda en propiedad. Estos hogares, además de destinar una proporción elevada de recursos al gasto corriente en vivienda, sufren la incertidumbre que se deriva del vencimiento del plazo del alquiler. El vencimiento del contrato puede dar lugar a un nuevo precio del alquiler muy superior a lo que se había estado pagando durante el periodo de vigencia del mismo.
El generalizado problema de la vivienda en la mayor parte de los países desarrollados se complica en España por la ausencia de un parque público de viviendas sociales de alquiler, que tiene una dimensión relativa muy inferior al resto de países de Europa Occidental. La política de vivienda en España ha tenido un carácter insatisfactorio de forma crónica. La mayoría de las viviendas protegidas se han descalificado, el control de alquileres establecido por el régimen franquista se prolongó demasiado tiempo, la intensa desgravación fiscal establecida para el acceso a la vivienda en propiedad redujo a niveles insignificantes el parque de viviendas de alquiler. El esfuerzo presupuestario, medido por el gasto público en vivienda dentro de los Presupuestos Generales del Estado, descendió de forma espectacular entre 2013 y 2021. La construcción de viviendas protegidas disminuyó de forma notable en ese mismo periodo. El marco competencial en materia de vivienda resulta complejo, pues la competencia corresponde a las Comunidades Autónomas pero la mayor parte de la financiación procede del gasto público estatal en vivienda.
Respuestas a la crisis, a corto y largo plazo
A corto plazo destacan actuaciones a implantar como la extensión del control de alquileres previsto en la Ley 12/2023 por el derecho a la vivienda, debiendo permitirse por los gobiernos autonómicos una mayor capacidad de iniciativa a los ayuntamientos. Conviene reforzar la garantía pública del cobro del alquiler, debiendo acelerarse con dicho propósito el reglamento anunciado en el Real Decreto Ley 1/2025. Debería de regularse el alquiler de temporada, que con su crecimiento está reduciendo la oferta de viviendas de alquiler convencional. Se deberían de expedir licencias municipales para el alquiler de temporada, así como también para el alquiler turístico, con lo que el ayuntamiento podría decidir cuantas licencias concede o retira.
El gasto público en vivienda previsto en los Presupuestos Generales del Estado debería de elevarse hasta el 0,5% del PIB (unos 7.000 millones de euros), con el fin de impulsar la construcción de viviendas protegidas destinadas al alquiler y que sean asequibles para hogares con bajos niveles de ingresos (no superiores a 3,5 Iprem, unos 30.000 euros anuales).
Tiene una especial relevancia el próximo Plan Estatal de Vivienda 2026-2030. En sus objetivos se deben de incluir las variables básicas de la política de vivienda, como son las viviendas protegidas a iniciar, que deben de ser realmente asequibles, pues no basta con que el precio del alquiler sea inferior al del mercado. Destaca el objetivo de las viviendas protegidas a construir, unas 40.000 viviendas anuales durante un plazo de 15 años. Se debe de crear un fondo estatal para financiar la promoción de las viviendas protegidas citadas, y ello con recursos procedentes de los fondos europeos, de los préstamos del BEI y de las emisiones de bonos a largo plazo por parte del ICO, avalados por el Estado. En materia de fiscalidad, los impuestos por la compra de más de una vivienda deberían de subir gradualmente, especialmente en las zonas tensionadas.
Unos cuantos datos estadísticos sobre la vivienda
En el análisis del problema de la vivienda en España conviene tener en cuenta algunos datos básicos. A fines de 2024 la población de España ascendía a 49 millones de habitantes, con 19,4 millones de hogares, 8 millones más que al inicio del presente siglo. El número de viviendas familiares ascendía a fines de 2023 a 26,9 millones, de las que 3,8 millones eran viviendas vacías y unos tres millones eran viviendas principales destinadas al alquiler. Solo el 14,7% de los hogares españoles residía en viviendas de alquiler, frente a una proporción del 58,5% para los hogares jóvenes (16 a 29 años) y del 74,6% para los hogares extranjeros no UE. El alquiler en España es cosa, pues, de los hogares con menos recursos.
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