Transición ecológica: una cuestión de justicia global y supervivencia
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Cristina Narbona
Vicepresidenta Primera del Senado. Presidenta del PSOE
1. Introducción
Hace cincuenta años se celebró en Estocolmo la primera reunión de Naciones Unidas dedicada a los problemas ambientales (1). Los gobiernos escandinavos fueron los más activos a la hora de introducir tales cuestiones en la agenda internacional: sus ciudadanos estaban ya entonces concienciados y preocupados por el fenómeno de la peligrosa “lluvia ácida”, consecuencia de actividades muy contaminantes en los países de su entorno, en particular en el Reino Unido.
Ese mismo año se publicó “Los límites del crecimiento”, un informe del Club de Roma(2), encargado a diecisiete científicos del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), que predecía un colapso ambiental generalizado a finales del presente siglo, si no cambiaban profundamente las pautas de producción y de consumo del modelo económico dominante. En 2020 se habían cumplido ya buena parte de sus pronósticos, que fueron rotundamente descalificados como catastrofistas durante mucho tiempo.
Diez años antes, se había publicado “Primavera silenciosa”, de la bióloga estadounidense Rachel Carson (3). Este libro -una contundente denuncia de los riesgos de los pesticidas químicos sobre la salud- produjo un importante efecto en la opinión pública norteamericana, con efectos muy relevantes: algunos años después, se prohibía el DDT en EEUU, y se creaba la Agencia de Protección Ambiental (EPA).
Estos tres hechos constituyen, según mi opinión, hitos fundamentales en el inicio de lo que hoy denominamos la “transición ecológica” de la economía. Por “transición ecológica” entendemos la transformación gradual del sistema productivo, de forma que se reduzca el consumo de recursos naturales así como todo tipo de contaminación, y que se preserven y restauren los ecosistemas, hasta alcanzar una situación compatible con el mantenimiento de los principales equilibrios ecológicos.
Ello exige el uso de nuevas tecnologías, pero también un cambio substancial en los hábitos de vida, y por lo tanto un esfuerzo colectivo de máxima responsabilidad.
Los avances de la ciencia y de la concienciación ciudadana, han sido determinantes para conocer cada vez mejor los efectos de la acción humana sobre la salud del planeta -y sobre las correspondientes consecuencias para la salud de todos los seres vivos-, así como para transmitir este conocimiento a la opinión pública, incentivando su implicación.
El problema más grave es sin duda la lentitud en el necesario cambio de paradigma económico, teniendo en cuenta la velocidad de las alteraciones en los ecosistemas, -muy superior a la prevista hasta hace poco por la comunidad científica- que comportan ya situaciones de extrema vulnerabilidad, en particular para los ciudadanos más desfavorecidos y para los países más pobres.
La resistencia al citado cambio es el resultado de la concentración de poder económico y mediático en muy pocas manos, lo que conlleva una gran capacidad para cuestionar la realidad de los problemas ambientales, de forma que la opinión pública llega a creer que tales problemas no son tan graves y que son, en todo caso, el precio ineludible del progreso económico y social. Todavía demasiadas personas están convencidas de que, si aumenta el PIB, se está generando riqueza y bienestar. Afortunadamente cada vez hay más baja evidencia de esta peligrosa falacia (4).
Todo lo anterior remite a la imprescindible aproximación ética al tema objeto de esta ponencia: quienes se ven más perjudicados por el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, son precisamente quienes menos han contribuido a provocar dichos procesos.
En África, en el Sudeste asiático, en buena parte de América Latina y en las pequeñas islas del Pacífico, se sufren severas y crecientes hambrunas, sequías, inundaciones, elevación del nivel del mar… así como gravísimos episodios de contaminación del suelo, del aire y del agua causados por la acumulación de residuos, muchos de ellos tóxicos, procedentes de los países más ricos del planeta. Una reciente investigación (5) sobre el aumento de las exportaciones de residuos electrónicos desde el mundo más desarrollado hacia los países más pobres, pone de manifiesto la cara oscura de la supuesta “economía limpia” de la que presumimos en nuestro entorno… La transición ecológica constituye por tanto una cuestión de justicia, de “equidad global”, cada vez más evidente: el consumismo exagerado y el cortoplacismo del modo de vida occidental, afectan en particular a aquellos países de los que obtenemos materias primas -pensemos simplemente en la deforestación acelerada de la Amazonia, o en los recursos mineros que se extraen con serias consecuencias para la salud de los mineros-, y que convertimos también en nuestros vertederos.
Un ejemplo: la Unión Europea y Estados Unidos generan más del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de China, durante los procesos de fabricación de productos que después se consumen en nuestros países.
Cuando hablamos de “transición ecológica”, tenemos por lo tanto que añadir “justa”, es decir acompañada por medidas específicas para evitar consecuencias sociales indeseables tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
2. Lo que la ciencia nos dice
La comunidad científica venía alertando de los riesgos ambientales mucho antes de que éstos aparecieran en la agenda política internacional. Tanto el cambio climático como el agujero en la capa de ozono habían sido identificados durante la primera mitad del siglo XX como la consecuencia de determinados gases de efecto invernadero (GEI ), en el primer caso, y de ciertas substancias químicas en el segundo. Asimismo, eran ya conocidos en esa época muchos de los efectos de la contaminación sobre la salud humana, y, de hecho, en muchos países occidentales se promulgaron leyes sobre calidad del aire y del agua potable, antes de que existieran compromisos al respecto a nivel supranacional.
La ciencia fue incorporándose gradualmente como soporte de decisiones políticas nacionales e internacionales: el caso más importante fue la creación en 1988 del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPPC), impulsado por el Programa de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA) y por la Organización Meteorológica Mundial (OMM), que está compuesto por centenares de expertos en diferentes disciplinas, apoyados por el trabajo de aproximadamente cinco mil especialistas. Los informes periódicos del IPCC -el último en 2021-(6) han ido reflejando el avance de la ciencia en la comprensión del proceso de calentamiento global, con hallazgos recientes que confirman la gravedad de la denominada “emergencia climática”. Hoy conocemos mucho mejor, por ejemplo, la relación entre el océano y la atmósfera, que actúa como acelerador del cambio climático, aumentando la frecuencia y la intensidad de huracanes e inundaciones; y también la progresiva pérdida de capacidad del océano como sumidero de GEI, a causa del aumento de la temperatura y de la contaminación en nuestros mares. Sabemos ya que la desaparición de la capa de permafrost en las regiones más próximas al Polo Norte está liberando ingentes cantidades de metano (uno de los más dañinos GEI) y provocando una peligrosa inestabilidad de los suelos, en áreas donde se ubican instalaciones industriales e incluso plantas de energía nuclear.
Lo más relevante es que -a pesar de la dificultad, reconocida por los científicos, para predecir el momento en que el calentamiento global produce efectos irreversibles-, existe un alto consenso sobre la inminencia de ese momento de “no retorno” en numerosos procesos de la vida en nuestro planeta.
La ciencia nos alerta también sobre la conexión entre el cambio climático, la degradación de los suelos, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, conexión que agrava la evolución de cada uno de estos procesos.
El equipo de científicos del Instituto para la Resiliencia de Estocolmo lleva varios años profundizando en el concepto de los “límites planetarios”, que entre otras cosas permite estimar el momento de “no retorno” anteriormente aludido, en un total de nueve procesos básicos para la supervivencia de la especie humana. (7)
El conocimiento científico ha permitido -además del diagnóstico sobre los desafíos ecológicos- el desarrollo de nuevas tecnologías más eficientes y menos contaminantes, (cruciales para la transición energética gracias al coste decreciente de las energías renovables y de la electrificación del transporte), así como de las denominadas “soluciones basadas en la naturaleza” (por ejemplo, los llamados “filtros verdes” como alternativa a las depuradoras convencionales).
De todo ello se deduce la importancia de tener en cuenta los avances de la ciencia y de la tecnología en la toma de decisiones tanto en el ámbito del sector público como del sector privado: se trata de cuestiones que afectan ya a la salud y a la seguridad de la especie humana, y que por supuesto condicionarán la calidad de vida de las generaciones futuras.
3. La concienciación ciudadana
Toda actuación humana conlleva un impacto sobre el medio ambiente. Nuestra “huella ecológica“ depende de miles de decisiones diarias: aunque esas decisiones pueden tomarse de forma más o menos sostenible, dependiendo de la regulación y de los incentivos establecidos por la legislación, hay una evidente responsabilidad individual en nuestra alimentación, nuestros modos de transporte, nuestros hábitos de consumo… e incluso en nuestras preferencias a la hora de votar a unas opciones políticas o a otras. Y es obvio que no se puede poner permanentemente a un policía detrás de cada ciudadano para comprobar la sostenibilidad de sus actos.
Hoy día las nuevas tecnologías de la comunicación permiten acceder con facilidad a toda la información disponible sobre las causas y las consecuencias de los problemas ambientales; y permiten también compartir esta información con millones de personas, facilitando un auténtico activismo global. Es una buena noticia, ya que sin una implicación mucho más generalizada de la ciudadanía en el necesario cambio de paradigma económico, dicho cambio no será viable o, en todo caso, se producirá demasiado tarde, cuando hayamos superado el punto de “no retorno” en los denominados “límites planetarios”. Los ciudadanos pueden, con sus decisiones sobre lo que consumen, cómo se mueven o cómo votan, influir significativamente en las empresas y en los gobiernos.
Desde la acción pública se puede, y se debe, incentivar la participación pública para avanzar en la concienciación ciudadana en materia ambiental. Un buen ejemplo es la puesta en marcha de la Asamblea Ciudadana por el Clima, prevista en la ley sobre cambio climático, compuesta por cien personas representativas de nuestra sociedad en términos sociales, de género y territoriales, que han presentado recientemente al gobierno sus primeras recomendaciones. (8)
4. Cómo se puede incidir desde la política para acelerar la transición ecológica. El caso de España.
Lo primero que cabe decir es que no sirve de nada promover la transición ecológica desde un ámbito específico del gobierno (local, nacional o supranacional), si no se interiorizan sus objetivos y sus condicionantes en todas y cada una de las áreas de la acción pública. De nada sirve, por ejemplo, que se incentive el ahorro y la eficiencia en el consumo de agua, si desde la política agrícola se continúa fomentando la expansión del regadío, incluso con acuíferos sobreexplotados; de nada sirve exigir responsabilidad ambiental a las empresas dentro de nuestras fronteras, si dichas empresas, gracias a los tratados de comercio y de inversión internacional, pueden deslocalizar parte de su producción hacia países con una regulación ambiental laxa… La coherencia entre las diferentes políticas es crucial para avanzar de verdad en la transición ecológica. Esa coherencia resulta menos compleja de conseguir si quien tiene la responsabilidad en materia de transición ecológica está en un nivel jerárquico superior respecto a los responsables de otras políticas sectoriales. Por eso, la decisión de crear una vicepresidencia para la transición ecológica en el gobierno de Pedro Sánchez, con capacidad para orientar decisiones de distintos ministerios, constituye un hito muy notable que debería ser replicado en las administraciones territoriales.
A nivel europeo se cuenta también con una de las vicepresidencias de la Comisión Europea con análogas competencias.(9)
Existen numerosas medidas útiles para promover el uso de tecnologías más limpias y eficientes, así como para fomentar comportamientos individuales más responsables, comenzando por la educación. Las generaciones más jóvenes ya están aprendiendo, desde muy pequeños, las consecuencias de nuestros actos sobre nuestro entorno natural; las normas vigentes sobre el curriculum educativo exigen reforzar este conocimiento, asociado al aprendizaje de valores éticos fundamentales para que esos niños y niñas sean en el futuro ciudadanos responsables respecto de su propio comportamiento y a la vez exigentes frente a empresas y a gobiernos.
El acceso a la información, a la participación y a la justicia en materia ambiental son derechos incorporados a nuestra legislación desde 2006 (10), año en el que también se creó la Fiscalía especial de Medio Ambiente y Urbanismo, que cuenta actualmente con más de 170 fiscales dedicados a la prevención y persecución de los delitos ecológicos y urbanísticos.(11)
España ha consolidado un potente liderazgo a escala internacional en materia de energías renovables, gracias a una prolongada acción política desde la década de los noventa, interrumpida sólo durante las etapas de gobierno del Partido Popular, que llegó a eliminar los correspondientes incentivos en 2012, provocando entre otras cosas la pérdida de 80.000 puestos de trabajo. Actualmente se está desarrollando una ambiciosa hoja de ruta, el Plan Nacional Integral de Energía y Clima (PNIEC) (12), para cumplir con los compromisos asumidos en el Acuerdo de Paris sobre reducción de las emisiones de GEI, hasta alcanzar la plena descarbonización de nuestra economía en el año 2050. El PNIEC contempla además un calendario de cierre de las centrales nucleares, establecido de forma que dicho cierre se produzca cuando esté plenamente garantizado el suministro alternativo de electricidad.
El transporte (terrestre, marítimo y aéreo) es uno de los sectores donde resulta más difícil reducir la correspondiente contaminación, al consumir casi exclusivamente combustibles fósiles, causantes tanto del cambio climático como de importantes problemas de salud. La Comisión Europea está avanzando en el establecimiento de normas que, entre otras cosas, prohibirán la venta de vehículos que utilicen gasolina o diesel a partir de 2035, impulsando con potentes incentivos el vehículo eléctrico, así como el uso de biocombustibles y del transporte público.
Una de las cuestiones más complejas para el éxito de la transición ecológica en España es la política del agua, ya que todavía parte de la opinión pública (en particular en el medio rural) sigue convencida de que la simple construcción de embalses o conducciones garantiza sin límite los recursos hídricos. Lamentablemente, el cambio climático comporta ya una drástica reducción de precipitaciones que se acentuará en los próximos años, y que obliga a cambiar el enfoque de oferta hasta hoy dominante. Las condiciones climáticas exigen un replanteamiento de las actividades agrícolas y ganaderas para una mejor adaptación al cambio climático, a partir de una reducción del uso del agua para regadío, que supone en la actualidad más del 80% del consumo total del agua.
Es urgente además evitar la contaminación y la sobreexplotación de los acuíferos, así como la consideración de los denominados “caudales ecológicos”, es decir del establecimiento de un volumen de agua no destinable a ningún uso consuntivo, para preservar la biodiversidad fluvial y la necesaria aportación de sedimentos y de agua dulce en las desembocaduras de los ríos, para garantizar también la estabilidad del litoral así como la biodiversidad marina.
Actualmente se están tramitando los nuevos planes hidrológicos de todas las cuencas hidrográficas, para adaptarlos a las exigencias de la Comisión Europea.
Por último,- sin perjuicio de muchas otras medidas – cabe destacar la importancia de la preservación y restauración de la biodiversidad marina, objeto de Estrategias ya aprobadas por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. Dichas estrategias deben contribuir tambien tanto a la fijación de población en el medio rural como a la garantía de suministro de alimentos y a la prevención de enfermedades. La pandemia del COVID 19 ha puesto de manifiesto la estrecha relación existente entre nuestra salud y la salud de los ecosistemas: más del 70% de las enfermedades infecciosas son la consecuencia de alteraciones en los mismos. (13).
La existencia de los fondos europeos Next Generation supone una extraordinaria oportunidad para impulsar la transición ecológica en España, ya que el 40% de los 140.000 millones de euros concedidos a nuestro país tienen que destinarse precisamente a dicha transición. Y, lo que no es menos importante, la aplicación de la totalidad de los fondos tiene que cumplir el principio de “no regresión ambiental”, es decir que no podrán financiar inversiones que resulten perjudiciales para el medio ambiente.
Vivimos, por lo tanto, un momento excepcionalmente positivo en términos de compatibilidad entre economía y ecología. Pero no cabe ignorar el avance de planteamientos negacionistas respecto del cambio climático o de la Agenda 2030 -esa hoja de ruta, comprometida por nuestro Gobierno, que integra objetivos económicos, sociales y medioambientales con un acertado enfoque holístico-.
Notas: (1) Cumbre de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, 1972. www.un.org (2) Club de Roma, “Los límites del crecimiento”, D. Meadows y otros, Fondo de Cultura Económica, 1972. (3) R. Carson “Primavera Silenciosa” Editorial Crítica, 1962. (4) “Más allá del PIB”, Banco Mundial, 2021. (5) UNICEF: "Medio ambiente e infancia” 2022 www.unicef.org. (6) IPCC: “Sexto Informe”, 2021 www.ipcc.es , 9 agosto 2021. (7) Instituto para la Resiliencia de Estocolmo. “Planetary bounderies”, Nature 2009. (8) Asamblea Ciudadana para el Clima. www.asambleaciudadanadelcambioclimatico.es (9) Frans Timmermans, Vicepresidente para el Pacto Verde Europeo. (10) Ley 27/2006 de 18 de julio por la que se regulan los derechos de acceso a la información, la participación y la justicia en materia ambiental. (11) Incorporada en la Ley 10/2006 de 28 de abril por la que se modifica la Ley 43/2003 de Montes. (12) Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) 2021-2030 www.miteco.es. (13) Fernando Valladares: “La ciencia tiene que aprenderse a hacer valer”. Ethic, 31 marzo 2022.
La Transacción ecológica
José Mansilla
Antropólogo, miembro del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà (OACU)
Decía el ex dirigente de Izquierda Unida (IU) ya fallecido, Julio Anguita, que la tan vanagloriada Transición política en España, el paso de la ley a la ley del régimen franquista a la democracia liberal, fue, más bien, una Transacción, «un apañito para que el poder económico del franquismo siguiera mandando»[1]. A día de hoy, muchas de las afirmaciones que realizó el político cordobés durante sus años en primera línea se han confirmado. Las características de la democracia española se encuentran sobredeterminadas, no solo por el poder que aun mantienen las élites económicas sostenedoras y conformadas en torno a la Dictadura fascista de Franco, sino también por un poder judicial heredero, fisiológica y socioculturalmente, de aquella época, un Ejército que aun en parte considera que venció al peligro rojo y un apartado de seguridad del Estado con grandes espacios oscuros y poco transparentes.
En lo referente al cambio climático nos hallamos ante una disyuntiva similar. La Transición ecológica, el paso de una economía apoyada fundamentalmente en el uso y abuso de combustibles fósiles, así como en la consideración del consumo y el crecimiento infinita como única forma de creación, gestión y distribución de bienes y servicios, a otra, más o menos alejada de ella, que no nos conduzca inexorablemente al fin de la presencia de la humanidad en el planeta, se encuentra en una encrucijada. De nuevo, tal y como pasó en la Transición española, la rápida sucesión de eventos históricos, la necesidad de mantener el equilibrio y la paz social, los límites de la política y el poder de las fuerzas económicas herederas del periodo anterior, siempre con la inestimable ayuda de los medios de comunicación (¿acaso no son los mismos?), nos impiden llevar a cabo un proceso de transformación más radical, en el sentido clásico de ir a las raíces, de las estructuras productivas; algo que nos transporte, no solo a transaccionar, sino a establecer los pilares de una solución más duradera, a la vez que mejoramos las políticas de redistribución y solidaridad intra e intergeneracional.
Debemos a Ulrich Beck la aparición del concepto sociedad del miedo. En su libro del mismo nombre, aunque acompañado del subtítulo Hacia una nueva modernidad, este sociólogo alemán señalaba que «la sociedad del riesgo es la sociedad de la catástrofe. El estado de excepción amenaza con convertirse en el estado normal»[2]. De esta forma, las sociedades liberales occidentales han cedido a las presiones y las alertas de los poderes internacionales en aras de sobrevivir, de mantener a raya al máximo las desastrosas perspectivas de futuro que se nos ofrecen, en aspectos y ámbitos tan dispares como la seguridad -solo hay que recordar el recorte de libertades que supuso, a nivel internacional, el 11 de Septiembre en Estados Unidos (EEUU), algunos elementos de los cuales todavía no se han marchado-, la economía o, claro está, el medio ambiente. La ciencia y la tozuda realidad nos advierten sobre el fin del mundo tal y lo conocemos desde un punto de vista ecológico y climático. Son estas verdades como puños que dejan en evidencia a los negacionistas más histriónicos. Sin embargo, en manos de la ya mencionada alianza económico-mediática nos conduce de manera inexorable hacia lo que se ha venido en denominar «desarrollo sostenible»; un desarrollo que nos sugiere que es necesario cambiar nuestro modo de vida pero que, tal y como nos recuerda el también sociólogo Jean Pierre Garnier, sobre todo nos empuja «a no emprenderla con el modo de producción capitalista»[3], verdadero pal de paller, del insostenible sistema económico mundial.
Porque es ahí donde se encuentra el verdadero enemigo a las puertas[4], en la conformación, desde hace más de doscientos años, de un modelo económico que considera los recursos naturales y humanos como meros factores al servicio de la producción. La popularización discursiva del término desarrollo sostenible cumple, de nuevo siguiendo a Garnier, un doble propósito. Por un lado, garantizar, frente a la opinión pública, un modelo de crecimiento nuevo, un desarrollo no solo alternativo al actual sino, además, éticamente deseable, ya que se presenta como inherentemente positivo, bueno. En él, juega un papel esencial toda una neolengua en la que aparece un vocabulario dotado de poderes casi místicos, de consideraciones mágicas. Conceptos como la sostenibilidad, la resiliencia o lo circular. Lo maravilloso de este tipo de solución no es únicamente que nos permitirá seguir viviendo como lo hacemos hoy en día -factor que nos muestra su sesgo clasemedista-, sino que, además, lo hará sin socavar los principios fundaciones del capitalismo: la búsqueda del lucro personal, el individualismo y la racionalidad meramente económica. Por otro lado, en el plano más político, lo sostenible otorga un arma insuperable frente a la sociedad del riesgo; ofrece tranquilidad, elimina el miedo y mantiene los pilares de funcionamiento de nuestra actual democracia liberal.
Lo más maravilloso de todo es que para que tal milagro ocurra solo hacen falta dos elementos principales: Primero, confiar plenamente en la élite económico-mediática: ellos se lucrarán, sí, pero bajo estos magníficos principios este lucro individual será en beneficio de todos y todas, porque será verde, eco y, sobre todo, sostenido. Y en segundo lugar, tenemos que comportarnos como ciudadanos responsables, cívicos, con visión de futuro. Y, para ello, desde la política, tal y como es su deber, se promoverán campañas de concienciación y sensibilización, se nos educará en la sostenibilidad, en el uso de productos y tecnologías de bajo impacto, en el reciclaje, etc. Da igual que Repsol tenga una fuga de miles de toneladas de petróleo frente a las costas de Perú mientras nosotros reciclemos nuestros tetra-briks correctamente. Es en la aceptación de estos dos principios donde se halla el peligro de una nueva Transacción.
Si durante la Transición política de hace ahora más de cuatro décadas, los poderes económicos, la judicatura y los servicios de seguridad del Estado, entre otros, permanecieron sin cambiar afectando sobremanera a la calidad de la democracia española, todo en un clima de miedo y cierto sobrecogimiento por la fragilidad del momento histórico y el desequilibrio de fuerzas, aquello que Vázquez Montalbán denomino «correlación de debilidades» ironizando sobre el concepto gramsciano, en la actualidad corremos el peligro, debido a la misma correlación, de encontrarnos en una situación similar. La solución es mucho más compleja, pero también más duradera y, sobre todo, mucho más justa: hemos de sustituir resiliencia por organización, sostenibilidad por decrecimiento y circular por anticapitalismo y, sobre todo, hemos de evitar que los poderes económico-mediáticos continúen al frente del sistema económico si queremos, no ya que nuestra democracia, sino que nuestro planeta nos siga manteniendo en las próximas cuatro generaciones.
Notas:
[1] «Jordi, ¡tocan a muertos!». El Periódico. https://www.elperiodico.com/es/videos/tele/jordi-tocan-muertos/2053908.shtml
[2] Beck, U. (1986). La sociedad del miedo. Hacia una nueva modernidad. Paidós.
[3] Tello, R. (ed.) (2016). Jean Pierre Garnier, un sociólogo contracorriente. Ed. Icària.
[4] Enemigo a las puertas(2001). Jean-Jacques Annaud.
Transición Ecológica: Compromisos y acuerdos postergados ¿Seguiremos procrastinando?
Carmen Molina Cañadas
Coordinadora de Alianza Verde Andalucía
Hay unos cuantos hitos del siglo XX que nos advirtieron de que la evolución del sistema económico empezaba a mostrar claros síntomas de impactar sobre la funcionalidad sistémica de la biosfera. Se hacía evidente la responsabilidad de la actividad económica y su crecimiento permanente en la superación de límites planetarios y deterioro de múltiples servicios ecosistémicos “gratuitos”, y se ha ido elevando el nivel de preocupación al respecto. Las señales que nos alertaban entonces, nos deberían haber puesto en marcha hacia la Transición de que trata este debate. Algunos de estos hitos fueron:
1- La publicación del Informe del Club de Roma llamado “Los límites del Crecimiento” en 1.972, en el que el grupo de científicos al que se le encargó, analizaba las tendencias de la economía usando la dinámica de sistemas, y mostrando la insostenibilidad que conduciría a un colapso en el presente siglo de no actuar para cambiar esas tendencias. La conclusión fue la siguiente: si el incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantenía sin variación, se sobrepasarían los límites de la Tierra en los siguientes 100 años.
2- La publicación previa, del libro de la bióloga estadounidense Rachel Carson “Primavera silenciosa” en 1.962, una exhaustiva investigación de los efectos negativos del uso generalizado de pesticidas, denunciando que los venenos utilizados, se acumulaban en la cadena alimentaria, con enormes riesgos para la salud humana y terribles efectos para flora y fauna. Con este libro consiguió que mucha gente se preocupase por la ética ambiental y ayudó a sentar las bases de una conciencia ecológica de masas, estableciendo la conexión entre la actividad humana, lo que sucede en la naturaleza y la salud pública. Tras su muerte, y gracias a su trabajo de investigación se creó la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), a la que precisamente, acaba de limitar en su capacidad de actuación el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Un paso atrás inadmisible.
3- El Informe Brundtland publicado en 1987 para las Naciones Unidas, que contraponía el problema de la degradación ambiental que acompaña el crecimiento económico con la necesidad de ese crecimiento para aliviar la pobreza. Y reconocía que el avance social y económico estaba suponiendo un coste ambiental y social muy alto. Este Informe llamado “Nuestro Futuro Común” estaba liderado por la primera ministra noruega Gro Brundtland. Aunque la cooptación posterior del concepto de desarrollo sostenible, acuñado entonces, y su mala aplicación, haya contribuido a perpetuar la preponderancia del crecimiento económico, sobre los componentes sociales y ambientales que incorpora el concepto. Nunca se ha aplicado realmente a las políticas la perspectiva intergeneracional, incluyéndola en la intersección de estas tres esferas (económica, social y ambiental).
Hay más, pero estos tres hitos son ejemplos de advertencias que tuvimos en la segunda mitad del siglo pasado que no consiguieron cambiar las tendencias de una economía disfuncional que nos está colocando en situación de enorme riesgo y que puede conducirnos a un colapso ambiental y socioeconómico. Ha resultado que el modelo crecentista, -donde la extracción de recursos naturales y los dictados del mercado son la única base que rige-, no solo es antiecológico sino también antieconómico porque ataca las bases sobre las que se asienta. Y es que, los aumentos de producción se efectúan a expensas de recursos y bienestar que tienen un valor superior al de los servicios producidos a nivel global. De ellos cada vez se benefician menos personas y sociedades, por lo que la inequidad no para de crecer. Hemos llegado al punto en que habrá que reconocer que el crecimiento económico, ese concepto totémico para gobiernos y economistas es el gran error neoliberal que nos acerca al precipicio.
Sin embargo, llegados a la situación actual, comprobamos que el modelo de acumulación de riqueza en que se basa el capitalismo, ha impedido que hayamos sido capaces de iniciar el tránsito que necesitamos hacia otro modelo. Uno que adapte la actividad económica a los límites y funcionalidad planetaria. De haberlo iniciado hace 50-60 años, ahora estaríamos en mejores condiciones y aún nos mantendríamos como civilización en lo que sería una zona de confort en la que la funcionalidad del planeta mantendría el equilibrio. Es decir, seguiríamos disfrutando, y la siguiente generación también, de un clima predecible, la diversidad biológica estaría menos amenazada y contaríamos con una disponibilidad de agua, suelo y alimentos aceptable. Aunque muchos no lo sepan, es lo que hemos disfrutado en la era geológica en que nos hemos desarrollado como la civilización que somos, el Holoceno, -que era nuestro jardín del Edén- y que bastantes geólogos ya dan por hecho que hemos cambiado por el Antropoceno, o más recientemente Capitaloceno, dado que nuestra incesante y siempre creciente actividad ha actuado como una potente fuerza geológica. Son cada vez más las voces que nos advierten que toca frenar porque las curvas que viene son muy cerradas.
Mi primera conclusión, es que una transición hacia un modelo socioecómico nuevo y con perspectiva intergeneracional debe basarse, SÍ o SÍ, en el respeto a los límites planetarios y su funcionalidad.
Sin embargo, los datos científicos nos dicen que vamos precipitadamente en la dirección opuesta. Ya en el año 2009, el Instituto de Resiliencia de la Universidad de Estocolmo, liderado en aquél momento por Rockström[1], estableció 9 límites planetarios, sobre los que se estimaron unos umbrales de determinadas variables de control, por encima de los cuales los cambios que se produjeran nos ponían en zona de riesgo y de posible colapso funcional. Estos son: el CO2 en la atmósfera, las nuevas sustancias químicas (Xenobióticos), la concentración de Ozono [O3] estratosférico, la carga de aerosoles y contaminación química, la acidificación de los océanos, los ciclos biogeoquímicos del Nitrógeno (N) y del Fósforo (P), la disponibilidad de agua dulce, los usos del suelo (Proporción de tierras cultivadas), y la pérdida de diversidad biológica. Todos estos límites son interdependientes por lo que sobrepasar uno de ellos puede llevar a rebasar otros. Así que hay que establecer un marco de seguridad para NO traspasarlos. Y, en el caso de haberlos superado, actuar sin dilación para llevarlos a la zona de confort y seguridad. Desde ese estudio inicial, la situación se ha ido revisando en el tiempo como se observa en la figura que muestro a continuación. Puede verse la dinámica en la que estábamos en 2015[2] y cómo ha cambiado en 2022[3].
En 2015, a nivel planetario, teníamos en situación de alto riesgo: La diversidad biológica y los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo, lo que está muy relacionado con los usos del suelo y la producción de alimentos. A pesar de que el cambio climático ya estaba fuera de zona de confort y en un nivel de riesgo creciente, éste no era tan alto como el de los tres primeros. También estaba ya en situación de riesgo los usos del suelo y los servicios que provee. En buena medida, esto está determinado por la apropiación de suelo por parte del sistema agroalimentario global. Más de un tercio de la superficie de la tierra y más de un 70% del recurso agua se dedican a esta actividad. Parte de la pérdida de diversidad y sus consecuencias (zoonosis) también están relacionadas con ello. Este sistema agroalimentario global fuertemente deslocalizado es muy dependiente de la energía fósil y contribuye significativamente al cambio climático. Además, esta deslocalización y alta dependencia de energía para el transporte lo hace tremendamente frágil a nivel geoestratégico, como estamos viviendo con la guerra de Ucrania.
Segunda conclusión: para revertir parte de la situación de riesgo deberíamos estar ya transitando hacia sistemas agroalimentarios más diversos y localizados. Esto implica reterritorializar la producción de los alimentos que sea posible con las condiciones agroclimáticas características de cada lugar, relocalizar el consumo, así como revegetarianizar y reestacionalizar la dieta. También hay que evitar las pérdidas de alimentos en el tránsito que va desde dónde se producen hasta la mesa. Hay que incrementar la eficiencia en el uso de los recursos, aprovechar mejor la información sobre el estado de los cultivos con la que contamos y potenciar prácticas agroecológicas que optimicen el cierre de los ciclos de materia y un uso más eficiente de la energía solar, minimizando la dependencia de insumos sintéticos en lo posible.
Sin embargo, como vemos en la figura, los datos publicados en 2022, siete años después, muestran que los límites traspasados en 2015 no han mejorado, y que ya contamos con datos suficientes para poner en evidencia la situación de riesgo debida a la ingente cantidad de productos sintéticos, especialmente plásticos que llevamos liberando en la biosfera desde hace más de 100 años. De ahí el elevado riesgo que muestra la figura correspondiente a este año.
Tercera conclusión: debemos transitar hacia una economía que no esté basada en la producción de bienes con vidas cortas y que buscan fomentar el consumo y no el dar respuesta a una necesidad real. La economía circular es mejor que la lineal, pero se debe limitar también el ansia de consumir por consumir. Transitemos pues hacia un sistema productivo centrado en proveer y mejorar bienes útiles, reparables, con vidas medias altas y con diseños que permitan la reutilización de algunos de sus componentes. Hay que cerrar ciclos de materia y energía e incrementar la eficiencia y circularidad en todos los procesos socioeconómicos.
El exceso en el consumo de recursos y el destrozo que causa su extracción, con la consiguiente generación de residuos, convierte el actual modelo económico en insostenible. Y desde el protocolo de Kioto hasta el Acuerdo de Paris, las cumbres climáticas que han intentado llegar a acuerdos globales para disminuir las emisiones y el deterioro, no acaban de lograr su objetivo. Es un hecho que, en los últimos años, los procesos se aceleran. La economía que funcionaba a golpe de crisis periódicas, acorta los tiempos entre crisis. Los incuestionados crecimientos, que exigen la aceleración permanente de los procesos productivos, generan una degradación ambiental acelerada y retroalimentaciones que empeoran el panorama general.
Cada año, el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra se adelanta. Y nos recuerda que gastamos recursos naturales, a MUCHA velocidad. El consumo ininterrumpido y por encima de la capacidad de renovación natural, provoca agotamiento de los recursos. Nuestro planeta entró en números rojos en 2022, en fecha tan temprana como el 12 de mayo. A partir de ese día, todos los recursos que consumimos se suman al déficit en la cuenta de resultados del planeta. En un intento de advertir sobre lo que estamos provocando con nuestra hiperactividad productiva, también se estableció el Día de la Deuda Ecológica, (Earth Overshoot Day) que viene a significar lo mismo que el de la sobrecapacidad. Es el día en que la humanidad ha agotado el presupuesto de la naturaleza para el año. Durante el resto del año, la sociedad opera en un exceso ecológico al reducir las reservas de recursos y acumular CO2 en la atmósfera y otros residuos por todo el planeta.
Estamos viendo el deterioro progresivo y, a veces brusco, de recursos vitales como la diversidad, el aire, el agua o el suelo. Y por justicia intergeneracional deberíamos trabajar para que dentro de 50 años nuestras hijas y nietas tengan, como mínimo, un acceso a los recursos similar al que nosotros disfrutamos.
Hagamos lo que hagamos, nuestra civilización en el corto plazo tendrá que desacelerar su consumo de recursos ya sea porque lo decidamos, ya sea porque las circunstancias lo impongan. El más determinante, para bien y para mal en el corto plazo es el recurso energético. Europa occidental es un ejemplo de dependencia de este recurso, a la vez que derroche del mismo, y las consecuencias de esa dependencia son muy patentes por la guerra de Ucrania. Además, la limitación es global y lo será cada vez más. Incluso Macron y Biden, asumen que ni Arabia Saudí puede incrementar la producción de energía fósil para paliar la limitada oferta que existe. Por tanto, estaremos de acuerdo que la transición a renovables es inaplazable y eso supone que habría que dedicar preferentemente los recursos fósiles que todavía disponemos a realizarla de forma ordenada. Y, añadiría, de manera participada, con red distribuida, con autoconsumo y comunidades energéticas locales, evitando reproducir los defectos del modelo oligopólico que cede todo el poder y control a las multinacionales eléctricas que todas conocemos.
Cuarta conclusión: hay que transitar hacia sociedades descarbonizadas y resilientes de forma ordenada. La ciencia, con cada informe del IPCC nos va avisando de los niveles de degradación y las amenazas sobre las que actuar, llamando a una transformación económica y social sin precedentes, para lo que necesitamos una sociedad informada, un cambio en los modelos de producción y consumo, en los comportamientos de los agentes económicos y en los hábitos de las personas.
Hay que medir muy bien en qué y dónde invertimos esfuerzo. Hay esfuerzos en desarrollos tecnológicos que muy pronto dejarán de tener sentido. Un ejemplo de política de transición necesaria y urgente es la movilidad. Debemos pasar de una movilidad centrada en el vehículo privado, total o parcialmente fósil, hacia una movilidad colectiva, pública y electrificada. Esto supone derivar recursos limitados como el cobre preferentemente a este fin, y abandonar la idea de sustituir el parque de automóviles actual, por uno similar con baterías que requieren un litio del que no disponemos.
Estamos sufriendo conflictos bélicos sangrientos como consecuencia de problemas geopolíticos que tienen que ver con la disponibilidad decreciente de combustibles, agua dulce, suelo fértil o minerales esenciales para mantener la industria tecnológica y agraria. Nos estamos adentrando en escenarios socio-ambientales bastante impredecibles y muy preocupantes.
Cómo hacerlo
Como no podemos abandonarnos al derrotismo, hay que intentar que el tránsito que, de todos modos haremos, sea lo más manejable posible.
Para emprender todos estos retos, se deben abordar multidisciplinarmente y desde todos los ámbitos de actuación posibles, académico, empresarial, con organizaciones de todo tipo, y a todos los niveles institucionales: europeo, estatal, autonómico y local. Y por supuesto, con la complicidad e implicación de toda la ciudadanía. Es un cambio de paradigma tan grande que nadie puede quedar al margen.
La educación ambiental de niñas y niños, adaptando el currículo educativo para reforzar el conocimiento de nuestro entorno natural y de las consecuencias de no cuidarlo, junto al aprendizaje de valores éticos fundamentales que induzcan a comportarse como ciudadanos responsables y exigentes con empresas y gobiernos, va a ser una de las mejores herramientas.
Dado que la limitación de energía disponible y barata es un hecho ya, hay que priorizar muy bien en que esfuerzos tecnológicos se invierte prioritariamente. Uno de ellos será en el de la energía renovable. Racionalicemos lo que nos queda de combustibles baratos y condensados. Porque, además sabemos, que lo que se produce con la tecnología es un efecto rebote, la llamada paradoja de Jevons: a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, es más probable un aumento del consumo de dicho recurso que su preservación o ahorro.
Un tema importante es el de la relevancia y centralidad que se dé a las instituciones con responsabilidad en materia de transición ecológica. Para avanzar de forma coherente en la transición ecológica se debe conseguir coordinación y entendimiento en las políticas sectoriales energética, agroalimentaria, ecológica, o en la muy relevante gestión hídrica y evitar interferencias entre estos sectores.
Los ciudadanos y ciudadanas podemos, con nuestras decisiones sobre lo que consumimos, cómo nos movemos o cómo nos relacionamos con el entorno y con la comunidad, influir significativamente en empresas y en gobiernos. Pero eso es solo una parte y no la mayor precisamente. La mayor responsabilidad recae, sin duda, sobre gobiernos y parlamentos, porque son los que legislan y gobiernan oponiéndose o plegándose a los potentes lobbies de corporaciones que acumulan un inmenso poder económico.
Por ello una herramienta muy interesante que en nuestro país ha generado propuestas en relación a la emergencia climática, es la que planteó la Ley de Cambio Climático al proponer y constituir una Asamblea Ciudadana para el Clima[4], que no hace mucho emitió las primeras recomendaciones sobre la pregunta que se les planteaba: Una España más segura y justa ante el cambio climático ¿Cómo lo hacemos? Es importante que existan estas Asambleas Ciudadanas, que sean operativas y que las instituciones atiendan sus recomendaciones. Es decir, son una herramienta que debe emplearse en las otras transiciones para discutir soluciones con urgencia, y sus propuestas debieran convertirse en itinerarios a poner en prácticas por los gobiernos de turno.
Algunas propuestas
Para seguir analizando el cómo hacer la Transición, me gusta hablar de la propuesta que Kate Raworth planteó en un Informe que le encargó Intermón-Oxfam en 2012: “Un espacio seguro y justo para la humanidad”. Donde se preguntaba si todas podríamos vivir dentro de un hipotético donut[5], entre el techo planetario que marca las condiciones de habitabilidad de nuestro entorno y un suelo social, que es el que permite una vida mínimamente digna.
La rosquilla que propone Raworth, no es una guía de políticas concretas, sino más bien una manera de analizar la situación para orientar las decisiones. Su modelo se basa en una imagen muy sencilla: la humanidad debe vivir dentro de un donut o rosquilla. En el interior de la rosquilla se encuentran las necesidades básicas para el bienestar: Alimentación sana, accesos al agua potable, vivienda, energía, sanidad, educación, igualdad de género y libertad política, entre otros. El límite exterior de la rosquilla representa el techo ecológico. En medio, está lo que necesitamos para disfrutar vidas dignas y saludables sin poner en peligro nuestra casa común que es la biosfera.
Para lograrlo, tenemos que construir entre todas el bien común; establecer medidas, marcos normativos, políticas, que hagan más probable traer a las personas al interior de ese espacio seguro y justo que decía Raworth. El momento histórico que nos ha tocado es de verdadera emergencia. Y a todas nos toca, aunque en distinta medida, la responsabilidad de abordarlo y resolverlo.
Por tanto, hay que tomar decisiones y actuar, tanto a nivel de gobernanza global como local.
Hay unas cuantas recetas planteadas por economistas heterodoxos, investigadores, pensadores, activistas, que contribuyen a enriquecer el debate sobre el modo en que tomar las riendas y generar la transformación, implicando en el debate a toda la sociedad. Hay que abordar un plan global de acción.
Desde mi punto de vista, una medida imprescindible sobre la que plantear debate tiene que ver con repensar el reparto del trabajo remunerado y el no remunerado (el de cuidados), la jornada laboral, la redistribución de la riqueza, y la renta básica. Como la “ingente” explotación de recursos materiales debe revertirse, y reducir la producción total (menos presión sobre la naturaleza) se requerirá menos tiempo de trabajo humano global, y un mayor y mejor reparto del mismo entre toda la población activa. Así reduciremos el uso de ingentes cantidades de energía para la extracción de cantidades ingentes de materias primas de territorios colonizados y evitaremos la generación de cantidades ingentes de residuos. Porque somos, ante todo, personas y ciudadanas, no engranajes de un sistema productivo, ni consumidores.
Por otro lado, hay economistas heterodoxos trabajando distintas propuestas:
Herman Daly (economista ecológico estadounidense) propone alcanzar un estado estacionario, asumiendo que la economía es un subsistema dentro de otro más amplio, la ecosfera, que es finita, no se expande y esta materialmente cerrada. Y distingue entre crecimiento y desarrollo. El crecimiento es un concepto físico, cuando algo crece se hace más grande. El desarrollo es un concepto cualitativo, algo mejora. Y el planeta Tierra en su conjunto no está creciendo, pero está evolucionando, ya sea de manera positiva o negativa. El progreso debe ir por el camino de la mejora, no del aumento.
André Gorz (filósofo, periodista y teórico de la ecología política) plantea determinadas cuestiones que deben necesariamente desmercantilizarse.
Troy Vettese (investigador sobre la historia de las arenas bituminosas de Canadá) habla de la necesidad de reducir el consumo de energía y de su preocupación (que es la de muchas) por la actual hemorragia de especies de flora y fauna que se está produciendo a un ritmo entre mil y diez mil veces superior al normal; una velocidad solo comparable a la última gran extinción, siendo la principal causa de la extinción, la pérdida de hábitats. Por ello plantea actuar sobre tres objetivos fundamentales, geoingeniería natural, biodiversidad y sistemas de energías renovables.
Robert Pollin (profesor, escritor y economista estadounidense) opina que se necesita un new deal verde en el que es imperativo que crezcan masivamente algunas categorías de actividad económica, las asociadas con la producción y distribución de energía limpia. Por supuesto para que se reduzca drásticamente y sin demora el consumo de petróleo, carbón y gas natural, que genera el 70% de las emisiones responsables del cambio climático. Entendiendo que construir una economía verde supone más actividades intensivas en trabajo que mantener la actual infraestructura energética mundial basada en los combustibles fósiles. Es decir, lograr una transición justa creando empleo en actividades que aumenten nuestra resiliencia.
Hay otros pensadores e investigadores que contribuyen a enriquecer el debate. Lo hizo Lynn Margulis, ofreciéndonos una lección sobre las ventajas y beneficio mutuo que se consiguen con la cooperación, más que con la competencia, y que podemos aplicar a nuestras sociedades. Lo hizo Susan George, explicándonos magistralmente las amenazas de los mecanismos perversos del capitalismo ultraliberal, que ha usado el FMI, el Banco Mundial o la OCM como herramientas, también la premio nobel de economía Elinor Ostrom analizando cómo se gestionan los Bienes Comunes…
Sea como proponen unos, sea como proponen otras, o en combinación, no tenemos otra opción que actuar rápido frente a las múltiples crisis que se solapan. Estamos, como dicen algunos, en el siglo de la Gran Prueba. Así que hay que moverse rápido, porque tenemos un grave problema, pero no la solución, al menos no una que sea clara e inocua.
Aunque el debate continúe, la emergencia nos urge a dejar de procrastinar.
Notas:
[1] Rockström, J., Steffen, W., Noone, K., Persson, Å., Chapin, F. S., Lambin, E. F., … & Foley, J. A. (2009). A safe operating space for humanity. Nature, 461(7263), 472-475.
[2] Steffen, W., Richardson, K., Rockström, J., Cornell, S. E., Fetzer, I., Bennett, E. M., … & Sörlin, S. (2015). Planetary boundaries: Guiding human development on a changing planet. Science, 347(6223), 1259855.
[3] Persson, L., Carney Almroth, B. M., Collins, C. D., Cornell, S., de Wit, C. A., Diamond, M. L., … & Hauschild, M. Z. (2022). Outside the safe operating space of the planetary boundary for novel entities. Environmental science & technology, 56(3), 1510-1521.
[4] https://asambleaciudadanadelcambioclimatico.es/
[5]https://www.oxfamintermon.org/es/publicacion/Un_espacio_seguro_y_justo_para_la_humanidad_Podemos_vivir_dentro_del_donut
La transición, el sujeto político y los tiempos de la emergencia climática
Juanjo Álvarez
Ecosocialista, militante de Anticapitalistas
La transición ecológica es una cuestión abierta que se construye durante estos años a marchas forzadas. Nadie que tenga una mirada abierta del mundo puede obviar que se está dando una transición global, y sin embargo, esto no determina lo que vaya a suceder, porque la materialización de la transición puede tener tantas variantes y en tantas claves como se puedan imaginar, aunque otras tantas, y cada vez más, aparecen por el avance de la crisis ecológica, que cierra muchas posibilidades a medida que va superando puntos de retorno. En esta aportación pretendemos examinar justamente el factor que suele quedar oculto y que, sin embargo, será el determinante en la evolución de este proceso histórico. Ese factor es el sujeto político.
El cambio climático y la transformación efectiva de la sociedad
Hace ya décadas que venimos hablando de transición ecológica, pero tiene cierto interés recuperar el origen de este término. Al principio era el ecologismo militante y teórico el que usaba esa expresión, y como cada vez que se acuña un concepto, resultaba extraño; más aún, hablar de transición ecológica podía ser tildado de exagerado, catastrofista o ridículo, como ha sucedido tantas veces con las posiciones ecologistas. Sin embargo, hoy en día el término ha pasado a ser de uso común y tenemos hasta un Ministerio (cuya titular ostenta el rango de vicepresidenta tercera). La forma en la que se da esa mutación, de un término minoritario a uno que designa una de las grandes áreas de gobierno, tiene que ver con dos fenómenos: primero, con la emergencia de una conciencia social que se preocupa por la crisis climática, con un movimiento que articula socialmente esa preocupación, y segundo, con la absorción por parte del Estado de esas demandas y de los contenidos formales de esas propuestas. Que ese fenómeno sea positivo o no es precisamente lo que tenemos que discutir para poder plantear la cuestión final a la que pretendemos dirigirnos, que es la del sujeto, o dicho de otra forma: ¿quién liderará los cambios sociales necesarios para hacer efectiva la transición y de qué manera?
Es sabido que la situación es de emergencia global, que la crisis climática es sólo la más inminente de una amplia gama de fenómenos derivados de la degradación ecológica del planeta y que eso hace que estemos rodeados de amenazas. A la crisis climática la acompañan un declive energético de primer orden, una caída de la biodiversidad que está en la génesis de la pandemia de la COVID (y de otras muchas enfermedades) y un largo repertorio de desafíos. En términos generales, lo que origina estos fenómenos es que hemos superado la capacidad de la naturaleza para producir recursos y asumir residuos, y por lo tanto hemos saturado el medio en el que vivimos. A la relación entre sociedad y naturaleza la llamaba Marx metabolismo, refiriéndose a una relación de intercambio constante de flujos de energía y materia, y ese metabolismo es el que hoy está desbordado. Para volver a poner la actividad humana bajo los límites de la naturaleza tendremos que ejecutar una reducción masiva de la producción y del uso de energía y materiales. Al paso de esta sociedad actual, que consume masivamente y desborda todos los límites, a una sociedad en la que las pautas de consumo sean asumibles por la naturaleza, a esa transformación es a lo que llamamos transición ecológica.
No es poca cosa. Para empezar, como señala el texto de la ponencia inicial de este debate, la reducción no puede ser igual para todos los sectores de la sociedad, porque la responsabilidad de las emisiones está fracturada entre aquellos sectores sociales que han producido, con una actividad económica hipertrofiada, el cambio climático, y aquellos sectores que han sido sujetos pasivos de esa actividad y que o bien no se han beneficiado de ella o bien lo han hecho de forma secundaria y subalterna. Para ponerlo más claro: la necesidad de reducir la actividad y minimizar los consumos está sesgada por la clase y por el origen, porque una obrera o una limpiadora han tenido muy poca responsabilidad en la definición de la política económica y se han beneficiado sólo de forma parcial y, por supuesto, la mayor parte de la población mundial, desde Congo o Sudán hasta el triángulo norte de Centroamérica, por poner dos ejemplos, no sólo no se han beneficiado sino que han sido víctimas de ese desarrollo económico.
Por lo tanto, los cambios necesarios no sólo son de enorme calado en lo que se refiere a la estructura económica, sino también en lo político. Una transición mínimamente justa debe asumir, simultáneamente, una enorme redistribución de los recursos tanto dentro de cada país, en términos de clase, como en la economía mundial, en la división internacional del trabajo. El marco para esta redistribución es una reducción global del consumo que debe ajustarse a unos estándares de uso de materiales y de energía muy restrictivos. Sin ánimo de entrar en discusiones de ámbito técnico, en España se han dado varias polémicas sobre este asunto entre especialistas de gran nivel científico, que señalan que los estándares de reducción necesarios son elevados y exigen una planificación estricta que a veces se ha comparado con la de una economía de guerra[1].
Más recientemente, se ha lanzado la idea del Green New Deal (en adelante GND) con la idea de lanzar un gran proceso de recuperación de la economía en clave keynesiana[2]. Esta es una idea que se ha generalizado y que la propia Comisión Europea ha asumido como propia, en una línea que sin duda también puede acoger los proyectos de transición ecológica del Gobierno de España. Por supuesto, hay muchos elementos que diferencian estos proyectos, algunos de forma nítida, otros no tanto, pero en cualquier caso todos ellos comparten la centralidad del Estado en el liderazgo de la transición, algo que, por cierto, no asumían en ningún caso los protagonistas del New Deal al que hacen referencia. Pero vayamos por partes.
¿Dónde estamos? Desde el ecologismo clásico al movimiento climático y la institución
La tarea del ecologismo desde hace medio siglo ha sido la de adelantar el conflicto que estaba por llegar, y no un conflicto más, sino una lucha que se habría de dar entre los límites de la naturaleza y la expansión de las sociedades humanas. Un conflicto épico que, como cualquier lucha social adelantada, no tuvo la repercusión que aspiraba a tener, porque ninguna sociedad reacciona a partir de problemas que puedan surgir en un tiempo futuro: al fin y al cabo, hay que pagar el alquiler, y eso llega antes que el final del petróleo. Andaba el ecologismo agotado de sí mismo cuando apareció la emergencia climática, y entonces fueron otros quienes asumieron el pulso. El movimiento climático juvenil significó un cambio de ciclo frustrado por dos elementos; el primero objetivo e indiscutible, fue la aparición de la COVID y el confinamiento, los meses de distancia social que hicieron imposible la actividad de un movimiento juvenil adicto a la presencia y a la actividad de calle; el segundo fue la agenda de una serie de partidos políticos que hicieron cuentas con la actividad juvenil y el apoyo masivo que ésta despertaba y lo convirtieron en un eje de lucha política y electoral.
Hoy nos encontramos en un momento en el que el pulso del movimiento ha bajado y se ha generado, en su lugar, una amplia actividad institucional. Esto podría ser positivo, en la línea en la que resulta necesario que los gobiernos asuman las demandas populares, pero está siendo negativo, porque esas demandas están siendo más frustradas que satisfechas bajo un marco de gestión neoliberal de la crisis ecológica. Se trata de una cuestión ampliamente discutida cuya mejor aportación en sin duda la de Daniel Tanuro[3], quien explica perfectamente que no se puede ni mantener el crecimiento a base de una mera mejora de la eficiencia ni encaminarnos a una ruptura entre el crecimiento económico y la generación de residuos. Y es que el neoliberalismo, como forma contemporánea del capitalismo, se soporta sobre la necesidad de incrementar constantemente la esfera del valor, y aquí, como la navaja de Okham, la solución más sencilla es la más plausible: no hay crecimiento de la economía sin crecimiento del impacto en la naturaleza.
Pero eso es justamente lo que prevén tanto los modelos de GND como los de control del impacto climático a través de la acción institucional, entre los cuales la referencia se encuentra en las Cumbres sobre Cambio Climático. Siendo sinceros, la actividad institucional ha estado presente durante décadas sin lograr resultado alguno. Sólo ha habido dos momentos de reducción significativa de emisiones, la crisis de 2008 y la crisis de la COVID en 2020, y esto es así porque las instituciones neoliberales están atravesadas por la necesidad de crear un incremento constante del valor, lo que lleva sus políticas climáticas a meras afirmaciones discursivas. El papel, como se suele decir, lo aguanta todo: el clima, no.
Los fenómenos reales de amenaza y la situación social
Avanzamos en tiempos de penumbra, pero avanzamos, porque la historia jamás se detiene. Los impactos de la crisis ecológica, y en primera fila los del cambio climático, están apareciendo, pero no se muestran como podríamos esperar. El cambio climático no aparece como un patrón que despide o como un gobierno que lamina los derechos laborales o criminaliza la protesta. El cambio climático tiene, por supuesto, agentes responsables, pero no se puede determinar la agencia individual de cada sujeto; al fin y al cabo ¿cuántas toneladas de emisiones se deben a cada presidente estadounidense, francés, chino, o a cada responsable empresarial?
Más aún, pero en la misma línea: tampoco se puede establecer la cadena causal que lleva desde el clima hasta cada desastre. Es algo que explica de forma inmejorable Andreas Malm[4] cuando analiza como el origen de la guerra de Siria se encuentra en una migración masiva que surge como consecuencia de una sequía de dimensiones bíblicas. Por supuesto, a todas las personas que lucharon contra la masacre del gobierno de al-Assad sería difícil explicarles que su lucha era en contra de los efectos de la crisis ecológica y no contra un tirano, y ese es un fenómeno que nos vamos a encontrar en muchos conflictos. Se trata de trabajar en las brechas que muestran y que nos permiten explicar de forma clara que la crisis ecológica empieza a romper nuestra forma de vida porque, simple y llanamente, esa forma de vida no es compatible con el mundo en el que se produce.
Por supuesto, esto no puede ser meramente discursivo. Cuando hablamos de trabajar en las brechas nos referimos a hacer un trabajo político real, esto es, de la mano de los sindicatos y los colectivos sociales para plantear alternativas efectivas, como se ha hecho en el conflicto de Nissan, en el de Airbus o en el de Alcoa, pero también en las oleadas de incendios que cada año devastan el territorio o en la lucha de las trabajadoras de los cuidados. Por muchos motivos, entre los cuales quizá el primero sea que la transición tiene que salir del reducto ecologista para dejar de ser un movimiento sectorial y empezar a plantear un polo popular en clave ecosocialista.
Sólo eso permitirá construir un agente colectivo con fuerza propia para llevar la transición hasta el lugar en el cual el Estado no puede llevarla, porque sus intereses se encuentran más allá de las dinámicas del sistema.
Existen, por supuesto, infinitas dificultades, pero sigue siendo cierta la hipótesis central: no se puede avanzar sin romper la subordinación de las estructuras de mando del Estado a la reproducción del capitalismo. Y existe también una coyuntura dramáticamente favorable, y es que el nivel de degradación social y ecológica del sistema actual es tan alto que hace bueno todo lo que el ecologismo ha predicado sin que nadie lo escuchara, y ahora el repertorio de propuestas alternativas empieza a ser escuchado, cada vez más, como el sentido común y la única vía que puede ser antagonista respecto a un capital que cada día se cierra más sobre sí mismo y excluye, con una violencia altísima y sistemática, a la mayoría de la población mundial.
Notas:
[1] Se puede consultar sobre este punto autores de referencia como Antonio Turiel, que tiene un artículo publicado en su blog con abundantes datos sobre este punto: https://crashoil.blogspot.com/2021/07/las-ilusiones-renovables.html
[2] Santiago, Emilio, y Tejero, Héctor. ¿Qué hacer en caso de incendio?. Madrid: Capitán Swing, 2019
[3] Tanuro. Daniel. El imposible capitalismo verde. Madrid: La oveja roja, 2011
[4] Malm, Andreas. Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas. Incluido en: Como si hubiera un mañana. Manuel Garí y Juanjo Álvarez (coordinadores). Barcelona: Sylone, 2020.
Debate sobre Transición Ecológica: un plan de salida
Cristina Rois
Plataforma por un Nuevo Modelo Energético
El conocimiento acumulado en las últimas décadas sobre los impactos de las actividades humanas en el medioambiente, y la experiencia de daños y desastres ambientales que confirman las previsiones de la ciencia, han venido calando lentamente en las sociedades humanas avanzadas o enriquecidas. Se añade a todo ello el efecto de las crisis económicas del siglo, y lleva a mirar el futuro con incertidumbre e inquietud, incluso con desesperanza. Ya no basta con “arreglar la economía”, también se están acabando los recursos, el entorno natural se hace más hostil y no se ve claro como será el día de mañana… No dejan de aparecer problemas que se creían superados: más pobreza, más enfermedad, más gente necesitada y más abandono. La “máquina del desarrollo” ya no funciona. ¿Será posible hacer algo distinto? ¿Quién ofrece alguna solución?
Cuando no se ve un camino de salida, una reacción probable de buena parte de una sociedad “desarrollada” es negarse a reconocer la gravedad de los problemas. Volver la cabeza y continuar como siempre por…desconfianza del cambio y ansiedad ante la perspectiva anunciada. Se hace necesario explicar mucho sobre las diferentes causas de esta situación: sobre-explotación de recursos (en especial agua y tierra fértil), pérdida de biodiversidad, contaminación y desechos a espuertas, modificación del clima, etc, etc. También hay que hablar de la interrelación de todos los problemas, pero es esencial llegar a establecer prioridades. En definitiva, hay que ofrecer un plan de salida, eso es lo que entiendo por Transición Ecológica. No solo reflexiones sobre una lista de problemas que, naturalmente, se interrelacionan y potencian entre si, sino un análisis y separación, en lo posible, que nos permitan poder actuar sobre ellos.
En cuestión de prioridades, destaca el cambio climático. Porque sabemos que acelera el empeoramiento de problemas medioambientales (degradación del medio natural, disponibilidad de agua, contaminación de todos los tipos, desastres meteorológicos, desplazamiento de especies…); sociales (salud empeorada por olas de calor y diseminación de nuevas enfermedades, mayor desigualdad según ingresos y edad,…); y económicos (rendimiento de cultivos, declive del turismo, consumo y producción de energía,…). Hay un plazo para frenar la alteración del clima, pues la acumulación de gases de efecto invernadero no solo tiene efectos de gravedad progresiva. También se producirán cambios súbitos y a gran escala cuya probabilidad se relaciona con cierto umbral de concentración en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Evitar los peores escenarios implica reducir fuertemente emisiones en las próximas tres décadas, y si no logramos «frenar y doblar la curva» de esas emisiones para 2030, el nivel de esfuerzo socioeconómico que implicará conseguirlo después hará casi imposible evitar impactos muy graves.
Pues bien, el cambio climático va de la mano del uso de combustibles fósiles y el mundo depende abrumadoramente de ellos. Hasta un 80% de la energía que usamos se obtiene con petróleo, carbón y gas. La Transición Ecológica implica necesariamente y con urgencia una Transición Energética. Hay que librarse de las emisiones de CO2 y otros GEI cambiando las fuentes de energía. Este es un elemento principal del plan de salida. A estas alturas del siglo se dispone de soluciones tecnológicas para conseguir electricidad con muy bajas emisiones a igual o mejor precio que las fósiles y la nuclear. La cuestión del precio es importante, porque ha de cambiarse el rumbo desde las reglas que tenemos ahora, no se puede esperar a profundas transformaciones socioeconómicas. Se han perdido varias décadas y se tiene que actuar con los medios disponibles.
La cuestión de no aceptar nuclear como parte de la solución también es importante, pues supondría comprometer una enorme cantidad de recursos financieros tanto para la construcción de nuevas centrales como para el mantenimiento y vigilancia de las que prolonguen su vida, y luego para la gestión de residuos radiactivos (más de 16.000 millones € en España). Además en su operación emiten mucho más CO2 que las renovables, ya que funcionan con periódicas recargas de uranio, con la consiguiente minería y proceso de enriquecimiento; y no son complemento de las renovables porque no tienen la flexibilidad de cambio de potencia necesaria para adaptarse a las variaciones del viento o el sol. También suponen comprometer a las generaciones por venir en el mantenimiento de la seguridad de sus desechos radiactivos.
En España durante 2021 se generó un 22% de electricidad de origen nuclear y 24% eólica, pero todavía hay que sustituir un 26% generada con gas natural. Esto significa que se necesitan más instalaciones de renovables capaces de desplazar a las fuentes sucias, sin implicar un crecimiento del consumo general de energía, sólo de la producción de electricidad. Porque es el tipo de energía que, en la capacidad tecnológica actual, produce menos emisiones, y en consecuencia habrá que “electrificar” actividades que hoy utilizan combustibles fósiles. Aunque no todas, algunas deberán reducirse o desaparecer. No puede pretenderse por ejemplo, que sea sostenible todo el parque móvil de uso privado, ni tampoco todo el de mercancías. Hace ya tiempo que se reclama la necesidad de un cambio de la carretera al tren (electrificado), y de una reducción del volumen de transporte.
La conciencia social sobre los problemas de la obtención y uso de la energía, también la renovada evidencia de la dificultad de conseguirla y la peligrosa desestabilización política que conlleva, deben llevar a una mejora rápida y general de la eficiencia y la austeridad o ahorro en el uso de la energía. Se ha señalado muchas veces como un verdadero yacimiento energético y la forma más rentable de satisfacer las modernas necesidades de los servicios que requieren un consumo energético. Su despegue necesita una decidida intervención de financiación estatal, algo que no está ocurriendo, puesto que no permite los rápidos beneficios que interesan a los mercados.
En resumen, no puede haber Transición Ecológica sin Transición Energética, y la base de este cambio es “Ahorro, Eficiencia y Renovables”.
Sobre las dificultades de la transición ecológica
Jorge Riechmann
Departamento de Filosofía de la UAM. Ecologistas en Acción Sierras
1
Un notable editorial de Nature, en marzo de este año, reivindica el estudio de 1972 The Limits to Growth (el primero de los informes al Club de Roma) y señala que “aunque ahora existe un consenso sobre los efectos irreversibles de las actividades humanas sobre el medio ambiente, los investigadores no se ponen de acuerdo sobre las soluciones, especialmente si éstas implican frenar el crecimiento económico. Este desacuerdo impide actuar. Es hora de que los investigadores pongan fin a su debate. El mundo necesita que se centren en los grandes objetivos de detener la destrucción catastrófica del medio ambiente y mejorar el bienestar”[1]. Volveré después a lo que pueda significar “mejorar el bienestar”. Ahora me interesa subrayar que el editorial de Nature continúa arguyendo que el debate hoy, una vez aceptada la existencia de límites biofísicos al crecimiento, se centra en dos posiciones principales, crecimiento verde versus decrecimiento, y que éstas deberían hacer un esfuerzo por dialogar entre ellas[2].
Un debate central, sin duda, que se modula y reitera a diferentes niveles. Por ir a lo cercano: un amigo (y compañero de militancia en Ecologistas en Acción) me decía hace algunos días que el debate sobre la transición ecológica (y la transición energética en particular) es extraordinariamente complicado. Nos divide también dentro de los mismos movimientos ecologistas. “La cuestión es si a donde queremos llegar (una sociedad que respete los límites biofísicos) se puede llegar a partir de un sistema industrializado, modificándolo y reduciéndolo, o se puede hacer directamente. Y no parece que tengamos mucho tiempo para ninguna de las dos opciones”[3]. El planteamiento es el mismo que en el editorial de Nature.
2
Las causas estructurales del declive civilizacional son diáfanas –si hay que decirlo con una sola palabra: overshoot, extralimitación ecológica–, pero muchas autoridades, muchos grupos de interés, muchas empresas y el sistema de mass-media (que nos deseduca minuciosamente: “medios de formación de masas” los llamaba Agustín García Calvo) persisten en señalar sólo causas coyunturales todo el tiempo: ahora es la pandemia, luego es la invasión de Ucrania, pero no se inquieten ustedes porque nada en el funcionamiento básico de nuestro sistema va mal.
Nuestro problema de fondo es que seguimos siendo una sociedad terraplanista. Seguimos tratando de vivir como si no hubiese límites biofísicos (en un planeta finito cuyos límites hemos traspasado ya). Y eso sitúa la transición ecológica como una misión imposible.
Pues existen límites biofísicos (frente al querer y el hacer humanos). Y por esa razón, hay formas de escasez que no son superables (ahí cabe razonar en términos de exergía, como lo hacen los físicos termodinámicos Antonio Valero y Alicia Valero)[4].
Estamos en situación de overshoot (más allá de los límites). Y por esa razón, los “estilos de vida” de la “clase media” del Norte global han de ser vistos como lo que de hecho son: modos de vida imperiales[5].
Eso nos plantea un problema político de primer orden, porque también las clases trabajadoras del Norte están presas de esos imaginarios de “clase media” (ejemplos: comer carne, volar en avión, el automóvil privado). Volveré más abajo a esta cuestión.
3
Hay un hecho al que poca gente se atreve a mirar de frente en este debate: la sobreabundancia energética que nos proporcionaron los combustibles fósiles durante el último siglo y medio es irrepetible (aunque ahora va también de caída: petróleo, carbón y gas natural proporcionan cada vez menos energía neta) y eso conlleva que cualquier transición energética que afrontemos va a ser una transición decrecentista (mejor o peor llevada: de forma igualitaria o de forma genocida). El Green Growth, aunque pueda practicarse ocasionalmente en algunos lugares, no es generalizable. Lo que en un artículo publicado hace un año yo llamaba “Plan B” (la transición energética entendida de forma convencional de simple sustitución de fuentes fósiles por renovables) es inviable[6].
Si también está claro que el “plan A” de seguir con el business as usual es inviable, y empuja hacia seguir explotando las reservas de combustibles fósiles existentes, todavía en peor posición nos sitúa la militarización mundial que ha acelerado la invasión de Ucrania por Rusia. El presidente de EEUU, Joe Biden, anuncia planes para expandir la perforación en busca de petróleo y gas en el Golfo de México y Alaska el día después de la devastadora decisión del Tribunal Supremo de EEUU sobre el clima[7], y a pesar de las claras advertencias de los científicos climáticos del mundo de que la expansión de los combustibles fósiles debe terminar de inmediato, señala el climatólogo Peter Kalmus[8]. También la UE echa mano al carbón para suplir el menguante flujo de gas natural ruso[9]. Kalmus manifiesta ingenuidad (quizá fingida) cuando sostiene que “en mi opinión, Biden ha perdido una oportunidad clara e histórica proporcionada por la invasión de Ucrania para usar su púlpito de intimidación y los considerables poderes de su cargo para alejar rápidamente nuestra economía energética de los combustibles fósiles y acercarla a las energías renovables”[10]. Pues pretender seguir manteniendo los modos de vida imperiales del Norte Global exige seguir explotando los combustibles fósiles; y todavía en mayor medida, pretender mantener la hegemonía global en un mundo bélico de “Imperios Combatientes” (Rafael Poch de Feliu) hace imperioso el recurso a todas las reservas existentes de petróleo, carbón y gas natural (desembocando en un infierno climático). La militarización de las relaciones internacionales desemboca necesariamente en el infierno climático: no habrá portaviones estadounidenses ni cazabombarderos chinos movidos por energía solar.
4
¿Lo que tenemos es un problema de “falta de voluntad política”, como se dice a menudo? El afamado economista Jeffrey Sachs, apóstol del desarrollo sostenible, de visita en España (invitado por la Fundación Telefónica), sentencia: “Ya sabemos lo que hay que hacer para descarbonizar rápido y existe la tecnología para ello”[11]. Faltaría, entonces, la suficiente voluntad política.
Peter Kalmus escribe este “breve resumen del nuevo informe del IPCC: sabemos qué hay que hacer y sabemos cómo hacerlo; pero ello requiere quitarles sus juguetes a los ricos, y los líderes mundiales no lo están haciendo” [12]. Ahora bien, este populismo climático no ayuda demasiado: hay que quitarles sus juguetes a los ricos, desde luego (¿y dónde están hoy las fuerzas políticas que necesitaríamos para ello?), pero la “clase media” mundial se vería también severamente afectada por las medidas necesarias… No es un asunto del 1% frente al 99%. Como decía Paula Pita (una de nuestras estudiantes del Grado en Filosofía) en su intervención en el acto sobre crisis climática del 5 de abril en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, se trata de “una lucha ardua, porque es una lucha contra nosotros mismos”.
Nos aferramos, de forma comprensible, a nuestros modos de vida. Si me han enseñado a hacer las cosas de esta forma y es como sé hacerlas, y si todo el sistema de recompensas y castigos de mi sociedad me lleva a hacerlas de este modo, ¿por qué debería cambiar? La respuesta es breve: nuestros modos de vida –capitalistas, patriarcales, coloniales, antropocéntricos– son a la vez injustos (dañan a otros), contraproductivos (nos dañan a nosotros mismos) e inviables (destruyen el futuro). Imposibilitan las formas de vida buena coherentes con perdurar en el planeta Tierra. Y el tiempo para el enorme golpe de timón que necesitaríamos se está agotando rápidamente.
Así que hay que abordar de frente la difícil cuestión de los niveles de bienestar y los modos de vida imperiales.
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Brexit: nadie votó para que fuésemos más pobres, dice el cartel que enarbola la manifestante británica en enero de 2019 [13]. Pero, en relación con la descarbonización, es precisamente lo que deberíamos votar… (Por más que, en un segundo momento, discurramos sobre pobreza en qué sentido, riqueza de qué, cómo concebimos una vida buena, etc.)
Me explico: mucho menos conducir (idealmente, casi ni patinetes eléctricos).
Mucho más bailar.
6
“Menos luchar contra la pobreza y más luchar contra la riqueza”, tuitea Gustavo Duch[14]. Y aporta el siguiente cuadro:
Muy significativo… si no olvidamos que el volumen de emisiones individual medio compatible globalmente con el objetivo de 1’5°C como máximo está en 1’1 toneladas de equivalente de CO2/persona/año hasta 2050[15].
Esto es: también esa mitad de nuestra población con menos ingresos cuadruplica el objetivo en emisiones (y el promedio general lo septuplica). Así que “luchar contra la riqueza” incluiría a toda la población pobre, en países sobredesarrollados como el nuestro…
Tal es el enorme desafío ético-político al que hacemos frente: ¿podemos organizarnos para perder privilegios? Después de haber gritado “sí, pero que empiecen los de arriba”, ¿qué hacemos los de abajo? Como antes señalé de pasada, no es una cuestión del 1% frente al 99%, sino más bien (a escala mundial) de 1/5 frente a 4/5, o quizá 1/4 frente a 3/4. Pero resulta que en esa cuarta o quinta parte de “los de arriba” nos hallamos incluidos casi toda la población española y europea (y eso sin considerar siquiera los intereses de las generaciones futuras de seres humanos, y los de todos los seres vivos no humanos con quienes compartimos la biosfera).
Los procesos de relocalización y reterritorialización que van de la mano con el descenso energético conceden mayor peso (potencialmente) al trabajo organizado. La desglobalización mejora, en principio, la posición relativa de las y los trabajadores frente al capital. Pero ¿nos damos cuenta de que lo que está en juego no es una mera lucha distributiva entre trabajo y capital, sino algo mucho mayor, que incluye modos de producción y formas de vida?
7
Llamar “catastrofismo” al realismo puede causarnos algún problema. Y llamar “realismo” a las fantasías tecnólatras, algún problema aún mayor.
Notas:
[1] Editoral de Nature: “¿Existen límites al crecimiento económico? Es hora de poner fin a una discusión de 50 años”, traducido en Viento Sur, 18 de junio de 2022; https://vientosur.info/existen-limites-al-crecimiento-economico-es-hora-de-poner-fin-a-una-discusion-de-50-anos/. Texto original en Nature 603, 361 (2022), 16 de marzo de 2022; https://www.nature.com/articles/d41586-022-00723-1
[2] “Investigadores como Johan Rockström, del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam (Alemania), defienden que las economías pueden crecer sin hacer inhabitable el planeta. Señalan que hay pruebas, sobre todo en los países nórdicos, de que las economías pueden seguir creciendo aunque las emisiones de carbono empiecen a bajar. Esto demuestra que lo que se necesita es una adopción mucho más rápida de la tecnología, como las energías renovables. Un movimiento de investigación paralelo, conocido como «post-crecimiento» o «decrecimiento», afirma que el mundo debe abandonar la idea de que las economías deben seguir creciendo, porque el propio crecimiento es perjudicial. Entre sus defensores se encuentra Kate Raworth, economista de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y autora del libro de 2017 Doughnut Economics, que ha inspirado su propio movimiento mundial (…). Ambas comunidades deben esforzarse más por hablar entre ellas, en lugar de hacerlo contra ellas. No será fácil, pero el aprecio por la misma literatura podría ser un punto de partida. Al fin y al cabo, los límites inspiraron tanto a la comunidad del crecimiento verde como a la del poscrecimiento, y ambas se vieron igualmente influidas por el primer estudio sobre los límites planetarios (J. Rockström et al. Nature 461, 472-475; 2009), que intentó definir los límites de los procesos biofísicos que determinan la capacidad de autorregulación de la Tierra”.
[3] Yo contesté: o si no se puede hacer de ninguna de las dos formas, querido amigo –que es, me temo, nuestra situación real. Pero quede esbozada esa reflexión aporética y aparcada para mejor ocasión.
[4] Antonio Valero y Alicia Valero, Thanatia. Los límites minerales del planeta, Icaria, Barcelona 2021.
[5] Sobre esta cuestión, Alberto Acosta y Ulrich Brand: Salidas del laberinto capitalista. Decrecimiento y postextractivismo, Icaria, Barcelona 2017.
[6] Jorge Riechmann, “Sobre las propuestas energéticas de la Comisión Europea, la necesidad de decrecimiento y los planes A, B y C”, eldiario.es, 24 de julio de 2021; https://www.eldiario.es/ultima-llamada/propuestas-energeticas-comision-europea-necesidad-decrecimiento-planes-b-c_132_8149096.html Véase también Adrián Almazán y Jorge Riechmann, “¿Cómo caminamos hacia el plan C?”, el ecologista 110, primavera de 2022; https://www.ecologistasenaccion.org/188990/como-caminamos-hacia-el-plan-c/
[7] El 30 de junio de 2022 el Tribunal Supremo de EEUU dictó una sentencia que limita el poder de la EPA (Agencia de Protección Medioambiental) para poner límites a las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero), socavando así la lucha contra la crisis climática.
[8] Véase su argumentación unas semanas antes en Peter Kalmus, “Why is Biden boasting about drilling for oil? Our planet demands we stop now”, The Guardian, 31 de marzo de 2022; https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/mar/31/why-is-biden-boasting-about-drilling-for-oil-our-planet-demands-we-stop-now
[9] I. Fariza y E.G. Sevillano: “El corte de gas ruso aboca a Europa al carbón”, El País, 26 de junio de 2022.
[10] https://twitter.com/ClimateHuman/status/1543019663222747136
[11] Sachs, “Algo falla en el sistema de EEUU. Y en la naturaleza humana” (entrevista), El País, 22 de junio de 2022.
[12] https://twitter.com/ClimateHuman/status/1511082805849034752
[13] https://www.vanguardia.com/mundo/tension-creciente-por-votacion-del-brexit-ACVL454730
[14] https://twitter.com/gustavoduch/status/1472947125319344132
[15] Con datos del World Inequality Report 2022: https://wir2022.wid.world/ ; https://wir2022.wid.world/www-site/uploads/2022/01/WIR_2022_FullReport.pdf , p. 118. Lo que puntualiza el informe para España (p. 222) es: en España, las emisiones promedio de carbono son hoy de 8 tCO2e per cápita. Esto se encuentra entre las tasas de los países vecinos Portugal (6t) y Francia (9t). Mientras que el 50% inferior emite 4’6 t, el 10% superior emite cinco veces más (21t). Entre 1990 y 2006, con un crecimiento estable del que se beneficiaron también los grupos de población más pobres, las emisiones de carbono en España pasaron del 8’9 a 12’3 tCO2e per cápita. Y en ese período las emisiones para el 50% más pobre de la población aumentaron en más de dos toneladas, hasta 7’5. Después de la crisis financiera, en un contexto de depresión económica, las emisiones de carbono disminuyeron.
“El Sísifo ecologista”
Jaime Vindel
Investigador Ramón y Cajal del Instituto de Historia del CSIC
Un problema de algunos discursos contemporáneos que se aproximan a la crisis ecosocial es su timidez a la hora de poner nombre a las cosas. En mi opinión, emplear expresiones como “modelo económico dominante” para identificar al responsable estructural de nuestra situación supone un ejercicio de vaguedad analítica. Los conceptos que usamos condicionan de partida el alcance crítico de nuestras reflexiones, así como de las alternativas que somos capaces de imaginar. ¿Qué entendemos por “modelo económico dominante”? ¿Estamos hablando del capitalismo o tan solo del neoliberalismo?
La tendencia a utilizar este tipo de eufemismos es observable entre las posiciones socialdemócratas, que depositan en el neoliberalismo la responsabilidad de los males que nos afectan. Sin embargo, una crítica ecologista de la evolución de la economía fósil acredita que la relación entre los llamados “Treinta gloriosos” (época con la que ha quedado asociado, de manera discutible, el proyecto socialdemócrata) y el neoliberalismo es más bien de continuidad histórica, no de ruptura. En el Norte global, el capitalismo con rostro humano embridó a través de una gama amplia de políticas sociales y económicas los peores efectos del libre mercado, pero su saldo ambiental fue más bien tenebroso. Un solo dato resulta abrumador: la producción mundial de petróleo se incrementó entre 1946 y 1973 en un 700%[1].
En realidad, el origen de la Gran aceleración de la crisis ecológica (o del Antropoceno, el período de la historia del planeta en el que las actividades humanas se han convertido en una fuerza geológica) se sitúa en los años de la posguerra, y mantiene una relación incuestionable con las políticas desarrollistas y crecentistas de signo keynesiano. Cuando se habla de “modelo económico dominante” como causa subyacente de la pérdida masiva de biodiversidad o del calentamiento global, se tiende a escurrir ese bulto histórico.
Por supuesto, esto no supone minusvalorar las conquistas sociales obtenidas en la estela del “espíritu del 45”, pero sí ser conscientes de la necesidad de actualizar su legado. Esa tarea se hace más complicada en la actualidad por diversos motivos, que van desde el agravamiento de la crisis ecológica (que requiere impugnar el vínculo entre políticas redistributivas, crecimiento económico y extractivismo colonial que caracterizó los Treinta Gloriosos), hasta una situación geopolítica bastante más desfavorable que la de posguerra, donde a la existencia de un contra-modelo global (aunque igualmente productivista, como el del socialismo real) se sumaron los procesos de emancipación anticolonial y la propia pujanza de las organizaciones sociales y políticas de izquierdas en los países occidentales. A lo que habría que añadir los efectos económicos y culturales sobre las sociedades “avanzadas” de fenómenos como el auge de las finanzas, la privatización de empresas estratégicas, la desindustrialización del modelo productivo, la virtualización de las relaciones sociales, la expansión del hiper-consumo o la generalización del turismo.
El modo en que los organismos internacionales han hecho un hueco a las políticas ambientales durante los últimos cincuenta años (por remontarnos a la fecha de publicación del Informe sobre los límites del crecimiento por el Club de Roma en 1972) no ha sabido, no ha querido o no ha podido desvincularse de las limitaciones implicadas por el paradigma del desarrollo sostenible, definido por el Informe Brundtland en 1987.
Aunque el Green New Deal (GND) es un concepto en disputa, que abarca posiciones que van desde el capitalismo verde más desinhibido hasta proyectos de transición eco-socialista, buena parte de sus partidarios son herederos de ese paradigma, que retoman con el objetivo de resignificar programáticamente el espacio político europeo. Sus políticas verdes se inclinan por una gestión capitalista de la crisis ecológica, que tiene en los mercados de carbono y la internalización de las externalizaciones negativas (como la contaminación atmosférica) uno de sus flancos más ominosos; una forma de hacer negocio con la catástrofe que prolonga bajo un perfil medioambiental la “destrucción creativa” característica del capitalismo.
Pero constatar el sesgo pro-sistémico de los discursos sobre la transición ecosocial no basta. Es aun más importante determinar cuáles son los factores que contribuyen a explicar por qué las cosas no han sucedido de otra manera. En mi opinión, uno de los principales problemas que afrontamos es que la consolidación del paradigma del desarrollo sostenible ha tenido como elemento corrector o impugnatorio los diagnósticos científicos sobre la dimensión de la crisis ecológica (como los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático: IPCC, por sus siglas en inglés), en lugar de la politización en clave ecologista de los conflictos sociales.
Cuando hablo de politización ecologista de los conflictos sociales lo hago en un sentido preciso. Para promover una transición ecológica ambiciosa (y evitar así resultados tan desesperanzadores como los que arroja la sucesión de las COPs -Conferencias de las Partes-), es imprescindible no solo fortalecer internacionalmente la acción del movimiento climático, sino transversalizar el propio ecologismo, de forma que las reivindicaciones en el ámbito de la producción o de la reproducción sociales, así como por el derecho a la ciudad, sean dotadas de un contenido ecologista. Como ha resaltado Nancy Fraser en su “ecosocialismo trans-medioambiental”, “un ecologismo monotemático solo puede ser un ecologismo de los ricos”[2]. Desde esta perspectiva, la reconversión del sector industrial puede de ser imaginada como una oportunidad para la generación de empleos verdes de calidad, o la reforma de la ley del suelo como un modo de liberar territorio disponible para otros usos, desde resguardar la biodiversidad de los ecosistemas periurbanos hasta la instalación de equipamientos e infraestructuras destinadas a implementar la transición energética.
Decir esto puede sonar a un mero desiderátum sin anclaje sociológico real. De hecho, en las condiciones actuales, lo es. Las tasas de sindicalización en países como España se encuentran en mínimos históricos; la efervescencia de algunos movimientos sociales (como el feminismo) no siempre se traduce en políticas institucionales que satisfagan sus demandas; y la pujanza activista que han demostrado las plataformas de afectados por las hipotecas y los sindicatos de inquilinos no han tenido al alcance deseado sobre las políticas de vivienda. Para las fuerzas transformadoras, la situación de partida es profundamente desfavorable y asimétrica. Por decirlo con Raymond Williams, la “estructura de sentimiento” narcisista de la izquierda social y política nos hace perder esto de vista. Sumidos en nuestras trifulcas internas, somos proclives a confundir los adversarios reales, en un escenario en el que incluso el capitalismo verde parece una mala opción para la maquinaria de poder del negocio fósil.
Pero lo colosal del reto social, cultural y político que tenemos por delante no debería hacernos extraviar la brújula histórica. Aunque se trate de un propósito más propio de Sísifo que del ánimo desfalleciente de los seres humanos, en la guerra de posiciones y movimientos que representa la transición eco-social, debemos avanzar hasta donde sea posible en la tarea de ecologizar la política institucional (para lo cual no basta un Ministerio de Transición Ecológica con una capacidad relativa para supervisar la acción de los demás), las organizaciones sociales y los imaginarios culturales. En términos de transformación política radical (y eso es lo que necesitamos), los atajos históricos suelen ser contraproducentes.
Pese a que excede los propósitos de este artículo, merecería la pena pensar a fondo la constelación cronológica formada por la creación en 1988 del IPCC, la caída del muro de Berlín en 1989, el colapso de la URSS en 1991 y la publicación de las tesis sobre el fin de la historia de Francis Fukuyama en 1992. Por supuesto, sería absurdo acusar al IPCC de las virtudes y defectos del post-modernismo. Lo que me interesa destacar es que esa cronología marcó la secuencia histórica de retroceso de la la política de masas y de las utopías que esta trajo aparejadas durante el siglo XX. Sin desmerecer la emergencia a partir de los noventa de nuevos movimientos sociales contra la globalización neoliberal, esta inercia afectó tanto al Este como al Oeste, según describió Susan Buck-Morss.
En ese contexto, la centralidad de la ciencia en los discursos ecologistas, paralela a la sociofobia del individualismo neoliberal, ha jugado en contra de la activación política de las mayorías sociales: por decirlo en términos clásicos, el factor subjetivo de la transición ecológica va muy por detrás del objetivo. Si el ecologismo quiere constituirse verdaderamente en un contrapoder popular que tuerza el rumbo del “modelo económico dominante”, es imperativo que complemente el respaldo ciudadano de la ciencia climática (que representa un estado o clima de la opinión pública), con la constitución de sujetos políticos que impulsen de manera decidida la transición ecosocial (que tornen parcialmente Estado al movimiento climático). La legitimación de las políticas públicas ecologistas debería depender menos de los discursos científicos y más de la presión social. Si esperamos a que los bucles de retroalimentación de la crisis ecológica impongan las estrategias adaptativas como solución de emergencia será demasiado tarde para casi todo.
La parálisis social en relación a la transición ecológica se encuentra también alimentada por el hecho de que buena parte de las interpelaciones públicas del ecologismo sigan realizándose en clave moral, como si la transición ecológica dependiera de las elecciones individuales que adoptamos en ámbitos como el consumo o las alternativas de ocio. Aquí el ecologismo de los estilos de vida y la economía marginalista (donde el valor de un producto se asigna a las decisiones del comprador, no a su coste de producción) tienden a coincidir. La subjetividad colectiva que el fin de la historia hurtó a las masas sociales se confiere ahora al individuo consumidor. Así, a menudo se enfatiza que las elecciones que tomamos en un supermercado son más determinantes desde una perspectiva sistémica que las que adoptamos en las urnas. Pero el verdadero problema es la simetría que se establece entre la reducción la conciencia ecologista al consumo y la reducción de la política al voto. Sin desmerecer la importancia de uno y otro, solo una ecología que vaya más allá del consumo y una política que vaya más allá del voto están en disposición de dar una respuesta contundente a la crisis ecológica.
En relación con lo anterior, resulta particularmente inquietante observar cómo algunas versiones del decrecimiento acentúan este tipo de crítica ecologista de los modos contemporáneos de vida. Constituiría un suicidio ideológico para las fuerzas políticas de izquierda asumir ese discurso en un contexto de contracción del acceso a bienes tan básicos como la energía o los alimentos de calidad. Por el contrario, la ecología política emancipadora ha de ser más afirmativa que negativa. No se trata tanto de subrayar lo que no debemos hacer (aunque una reducción del consumo sea, en términos globales y geográficamente diferenciados, indispensable), como de destacar qué ámbitos de lo social se deben ver reforzados, incluso crecer. La sanidad pública debe crecer, la educación pública debe crecer, los empleos verdes deben crecer, los espacios de ocio comunitario deben crecer, los vínculos relacionales deben crecer, etc.
Por otra parte, lo que a menudo el ecologismo moralista identifica como elecciones de los sujetos individuales no son más que decisiones forzadas. No todo el mundo puede elegir qué medio de movilidad utiliza para acudir a su centro trabajo; tampoco está en las manos de muchas personas llenar la cesta de la compra con productos agro-ecológicos. Sin tener en cuenta esta realidad, las llamadas mesiánicas a los hábitos de vida saludables y ecológicos como motor de la transformación ecosocial no son más que profecías auto-cumplidas de sujetos privilegiados.
Algo similar podría decirse de la fe depositada en la educación medioambiental como un elemento decisivo de la transición ecológica. Aunque, sin duda, cualquier iniciativa destinada a fomentar ese ámbito de conocimiento en la enseñanza reglada e informal es loable[3], con frecuencia depositamos en la educación unas esperanzas injustificadas, como si fuera una especie de bálsamo de fierabrás que pudiera erradicar de un plumazo todos los problemas sociales y, en este caso, ecológicos. Es una mala receta proyectar sobre los planes educativos, de manera a menudo paternalista, la reversión de hábitos sociales que, con frecuencia, responden a motivaciones y limitaciones que exceden con mucho el ámbito educativo, en la línea de lo que acabo de comentar en torno al transporte y la alimentación.
Finalmente, la insistencia en determinar desde el consumo el marchamo de la transición ecológica obvia que la situación que enfrentamos demanda intervenciones políticas en un sentido fuerte. Entre otras cosas, rehabilitar el viejo concepto de planificación económica, denostado por igual por los partidarios del neoliberalismo y de las comunas rurales. El ecologismo de los estilos de vida comparte con una parte del ecologismo social su carácter anti-estatista. Uno desconfía del Estado por su intrusión en la iniciativa personal; el otro por su incapacidad para plantear planes de transición ecológica más rupturistas, al encontrarse sujeto a intereses económicos espurios. Pero el hecho de que los planes de descarbonización de la economía no cumplan nuestras expectativas refleja más bien cuál es la correlación de fuerzas real en el seno de las instituciones oficiales. Y estas son mucho más representativas de la voluntad general de lo que solemos estar dispuestos a admitir. Entre otras cosas, porque eso que llamamos Estado no es solo una estructura administrativa, sino que permea ámbitos de lo social que van desde el mundo del trabajo (el Estado es el principal empleador en buena parte de las economías más avanzadas del planeta) hasta la regulación jurídica del mundo de la vida (por ejemplo, en relación con los derechos reproductivos).
Si quiere tener alguna perspectiva de éxito, la transición ecosocial ha de implicar por tanto una dialéctica virtuosa entre la reactivación ecologista de los movimientos sociales y una acción política tan pragmática como audaz desde las instituciones del Estado (y más allá de ellas).
Notas:
[1] Bruce Pobodnik, Global Energy Shifts: Fostering Sustainability in a Turbulent Age. Filadelfia: Temple University Press, 2006, citado en Ian Angus, Facing the Anthropocene. Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System. Nueva York, Monthly Review, 2016, p. 149.
[2] https://lapublica.net/es/articulo/ecologismo-monotematico/
[3] https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/ensenanza-crisis-ecologica-educacion-superior-propuesta_129_8708019.html
La transición ecológica en el laberinto pandémico, bélico y reaccionario
Florent Marcellesi
Coportavoz de Verdes Equo y ex-eurodiputado de Los Verdes/ALE
Ante la crisis sanitaria y la emergencia climática, la transición ecológica se ha convertido en prioridad para la economía europea post-pandemia. Al mismo tiempo, la guerra en Ucrania ha vuelto a evidenciar la centralidad de la cuestión energética para nuestras sociedades industrializadas, donde inflación, coste de la vida, empleo, vivienda o Estado de bienestar dependen profundamente del acceso, o no, a fuentes de energía barata y abundante.
Hay una conjunción de factores que convierten este decenio en una bifurcación peligrosa y, a la vez, en una oportunidad histórica. Según la comunidad científica, nos queda apenas una década para evitar los peores (pero también más probables) escenarios del calentamiento global. Esto supone impulsar una profunda transformación estructural durante los próximos años, lo que implica, a su vez, tener acceso a una cantidad ingente de recursos económicos para tal objetivo, a corto y medio plazo. Ahora bien: resulta que la crisis sanitaria ha dado a luz a los fondos de recuperación europeos, que representan el plan de inversión más ambicioso desde la Segunda Guerra Mundial. Con estos fondos, de una magnitud excepcional, se ha abierto una ventana de oportunidad para (re)construir sobre bases ecosociales las dos próximas décadas del país y del continente.
Sin embargo, Putin ha impuesto un nuevo giro de guion con su invasión imperialista en Ucrania, lo cual interfiere en la visión post-pandémica. Por una razón simple: al iniciar la guerra, Europa tenía una altísima dependencia energética de los combustibles fósiles rusos: 41% del gas europeo provenía de Rusia y un nada despreciable 27 % de su petróleo. Con el corte de combustibles fósiles rusos y las sanciones económicas, la guerra cambia profundamente el tablón de juego: revoluciona el mercado energético, encarece la energía y la cesta de la compra, empobreciendo las clases bajas y medias, y provoca una muy inquietante crisis alimentaria, principalmente para los países más vulnerables.
Ante este preocupante cuadro estructural y coyuntural, es fundamental que la transición ecológica evite los caminos equivocados, encuentre por fin una velocidad de crucero alineada con la ciencia y se transforme en una herramienta de justicia social.
Escapar del Escila ruso sin caer en el Caribdis qatarí
Desconectar a Europa del gas y del petróleo rusos no puede significar reavivar la producción de carbón, petróleo y gas autóctonos o de terceros países, con el afán de sustituir los millones de barriles importados desde Rusia. Como bien señala el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, “estas medidas de corto plazo conllevan el riesgo de crear una dependencia de largo plazo de los combustibles fósiles y de hacer imposible la limitación del calentamiento global a 1,5 °C”[1]. Lo que a su vez podría dañar o incluso arruinar las políticas de reducción del uso de las energías contaminantes y el cumplimiento del Acuerdo de París. Dicho de otra manera, el objetivo, aunque sea duro y requiera sacrificios, no es sustituir el gas ruso por combustibles fósiles europeos (como el carbón) u otro gas mundial (provenga de EEUU, Argelia o Qatar) sino construir las condiciones para que Europa necesite menos energía y que la energía realmente necesaria en un mundo más sostenible (es decir, que produzca y consuma menos) pueda venir, en un plazo aceptable de tiempo, de energías renovables autóctonas.
Además. no podemos equivocarnos de respuesta: la energía nuclear no es la solución. Primero, porque además de la cuestión sin resolver de los residuos, es un peligro para la seguridad. La energía nuclear en contexto de guerra es como regalar cerillas gratis y a discreción a pirómanos en un bosque. Y segundo, porque la nuclear no aporta a Europa ninguna independencia energética. Hoy, más de la mitad del uranio que importa España proviene de Rusia. Eso sí, aporta mayores gastos y endeudamiento a las arcas públicas, como prueban los casos finlandeses o franceses, donde la construcción de nuevos reactores acumula años de retraso y miles de millones de euros de costes adicionales[2].
Así las cosas, una verdadera soberanía energética pasa por los recursos autóctonos como el sol, el viento o el mar, y -como prioridad absoluta- el ahorro energético. Frente a la guerra del gas y al peligro nuclear, la reducción del consumo energético y las energías limpias deberían ser las inversiones del futuro para garantizar paz y seguridad.
Desmentir los malos augurios climáticos
Para conseguir esta soberanía energética española y europea, los fondos europeos de recuperación post-pandémicos, basados en el Pacto Verde Europeo, son una herramienta de transformación estructural potente[3]. Eso sí, si bien el Pacto Verde Europeo y los Fondos Europeos van en dirección correcta, esto no significa que vayan con la velocidad deseada, ni que tengan la ambición suficiente para desmentir los malos augurios.
Esto se debe, principalmente, a que en los últimos años, y a pesar de las advertencias, la Unión Europea ha arrastrado los pies en lugar de avanzar de forma más contundente en la transición energética. De hecho, un (mal) ejemplo de ello es que la Comisión Europea sigue defendiendo, en contra de la opinión de los expertos y de la mayoría de las empresas, que el gas fósil es una energía verde. Esta propuesta es del todo equívoca ante la realidad climática y la realidad geopolítica y energética desatada por la agresión rusa.
Por otro lado, si bien la UE está avanzando hacia un horizonte sin emisiones, lo hace de forma demasiado lenta. El paquete “fit for 55” se ajusta efectivamente a una reducción del 55% de las emisiones para 2030, pero no se ajusta a mantener el aumento de temperaturas por debajo de 1,5 grados antes de finales de este siglo[4]. Sigue existiendo un trecho importante entre el ritmo (y alcance) de las políticas aprobadas y el ritmo más rápido requerido por la emergencia climática. Como recordamos de forma constante Los Verdes Europeos, esta década va a ser clave para ir acelerando la velocidad legislativa y alinear el ritmo político con el ritmo climático.
En España, pasa algo muy parecido. El Gobierno de coalición ha dado pasos en el sentido correcto, por ejemplo con la ley climática del 2021. Pero a pesar de ello y de las mejoras obtenidas por parte de Verdes Equo y Más País (como la cláusula para revisar al alza en 2023 la ambición climática o la creación de la Asamblea Climática Ciudadana), dicha ley es insuficiente a ojos de la ciencia. Es más, en la COP26, el “pacto de Glasgow” llamó a los países a cerrar la brecha entre los compromisos climáticos insuficientes y lo que pide la comunidad científica, aumentando su reducción de emisiones de cara a 2030, para quedarse por debajo de 1.5ºC. Esto viene a reafirmar una realidad tozuda: la ley climática española nació vieja y obsoleta, sin tener en cuenta ni siquiera las enseñanzas de la pandemia[5]. Para ser creíble, tanto en la escena internacional como en casa, es urgente que el gobierno de PSOE y UP revise al alza la ambición climática de cara a 2030 y pase del 23% al 55%, como pide la ciencia. Y para ello puede contar con Verdes Equo.
La transición ecológica y justa, un Peloponeso cultural
Ahora bien, no nos equivoquemos: mientras la realidad científica requiere una aceleración sin parangón de nuestras políticas climáticas, existen unas fuerzas reaccionarias que reman en sentido contrario al cambio ecosocial. De hecho, la transición ecológica y el binomio energía-clima se han convertido en los nuevos campos de batalla culturales y políticos del siglo XXI.
En concreto en España, la extrema derecha ha designado con claridad su enemigo: “el fanatismo climático”[6] y “la transición ecológica imposible y absolutamente enloquecida”[7]. Según ellos, la transición ecológica va en contra de los intereses de la clase trabajadora y del mundo rural y, como alternativa plantean su propio concepto de “soberanía energética, alimentaria e industrial”, que resulta ser radicalmente productivista (pro-nuclear, pro-coche, pro-avión, pro-ganadería industrial y anti-renovables), además de anti-europeo y a favor de un fuerte repliegue identitario y nacionalista.
En paralelo y de forma paradójica, la extrema derecha se aprovecha del cambio climático para arrastrar hacia ella a personas y colectivos directamente impactados por el calentamiento global. Por ejemplo, ante fenómenos de sequía o escasez de agua, que afectan duramente el campo español, parte de la clase trabajadora y campesina se aleja de sus referentes históricos de izquierdas y se acerca a la extrema derecha, que les promete “agua” y nuevas soluciones, al mismo tiempo que pone en el foco en los chivos expiatorios: los “no españoles”[8].
En estos momentos de gran convulsión e incertidumbre global, la transición ecológica está en un punto de inflexión. Si bien este concepto se ha hecho hegemónico en gran parte de la sociedad, principalmente en las clases dirigentes y en las que más se benefician de ella, encuentra serias resistencias en otros sectores, bien castigados por dicha transición (pérdida de poder adquisitivo o de empleo, cambio no deseado de modo de vida, etc.), bien alentados en su contra por fuerzas reaccionarias. Ante estos fenómenos y para evitar nuevos movimientos del tipo “Chalecos amarrillos”[9], es fundamental que la transición ecológica sea aceptada por la gran mayoría de la población, incluyendo a las clases populares y/o más vulnerables ante las transformaciones ecológicas y/o dependientes del viejo mundo fósil. Ya sea con una renta climática, un fondo social para la transición ecológica o una mayor tasación a los grandes beneficios y contaminadores[10], esta transición tiene que ser, y ser percibida, como justa, y convertirse en una transición ecológica del 99%.
La transición ecológica y justa se encuentra hoy en su peculiar laberinto, donde acechan los retos y peligros post-pandémicos, bélicos y reaccionarios. Hagamos lo necesario para saber encontrar el camino de salida y no quemarnos las alas al coger vuelo. La sostenibilidad de la vida está en juego.
Notas:
[1] Mouterde, Garric (2022), “La guerre en Ukraine risque-t-elle de freiner la lutte contre le dérèglement climatique”, Le Monde. Disponible en https://www.lemonde.fr/planete/article/2022/03/25/la-guerre-en-ukraine-risque-t-elle-de-freiner-la-lutte-contre-le-dereglement-climatique_6119051_3244.html
[2] El sobrecoste actual estimado en la central nuclear de Flamanville (Francia) es de casi 9.000 millones de euros y son 12 años de retraso. En Finlandia, se estima a 11.000 millones de euros y 13 años de retraso.
[3] Siempre cuando se utilizan de forma correcta. Por desgracia, tenemos en España y otros países europeos malas experiencias de antiguos fondos europeos de reconversión o desarrollo territorial mal utilizados en el pasado, como ocurrió por ejemplo en las cuencas mineras.
[4] Para ello, haría falta a nivel europeo, al menos una reducción del 65% de las emisiones de gases de efecto invernadero de cara a 2030.
[5] https://verdesequo.es/la-ley-de-cambio-climatico-una-oportunidad-perdida
[6] https://www.heraldo.es/noticias/nacional/2022/03/30/abascal-culpa-al-fanitismo-climatico-de-crisis-energetica-hiperinflacion-1563730.html
[7] https://www.servimedia.es/noticias/abascal-solo-podremos-ayudar-espanoles-si-nos-quitamos-encima-han-traicionado-propio-pueblo/3119410
[8] https://www.politico.eu/article/climate-change-spain-andalucia-far-right-vox-election-2022/
[9] Véase Marcellesi, Ralle, “Chalecos amarillos: la transición ecológica será justa o no será”, 04/12/2018: https://www.eldiario.es/euroblog/chalecos-amarillos-transicion-ecologica-justa_132_1801957.html
[10] Sobre crisis climática, riqueza y desigualdad, véase Tejero, Santiago, “Pajitas de plástico, jets privados y desigualdad climática”, 03/07/2022: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/61407/pajitas-de-plastico-jets-privados-y-desigualdad-climatica/
La transición energética debe ser eficiente (y hacerse con inteligencia)
Carlos Bravo
Responsable de políticas de Transport & Environment
La transición energética hacia la descarbonización de nuestra economía, cada vez más urgente debido a la creciente gravedad de la crisis climática, está siendo literalmente secuestrada por esos mismos combustibles fósiles que provocan el cambio climático y de los que tenemos que prescindir cuanto antes mejor.
Por un lado, el gas natural, debido a su participación en la generación eléctrica y a los altos precios que han marcado la evolución de los mercados mayoristas del gas durante el año 2021 y lo que va del 2022, es el principal culpable de que haya subido tanto el precio de la luz. Este hecho, además de complicar la subsistencia de muchas personas y empresas, está dificultando la transición energética dado que la descarbonización de muchos sectores, como es caso del transporte, pasa ineludiblemente por la electrificación. De ahí, los denodados esfuerzos de la Vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, para tratar de limitar ese efecto perverso, negociando con la Comisión Europea poner un tope al precio del gas para la generación eléctrica, lo que se ha venido a denominar la “excepción ibérica”.
Por otro lado, el incremento adicional de los precios del crudo y del gas natural como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania, no hace sino empeorar más la situación, aumentando también los precios de los carburantes, presionando al alza la inflación y afectando negativamente a la economía española, europea y mundial.
La atroz guerra de Ucrania, y sus negativos efectos energéticos y económicos, debería abrirnos los ojos de una vez y constatar el enorme grado de dependencia que tenemos en la Unión Europea del gas natural y del petróleo (comprado a la Rusia de Putin, pero también a Argelia, Estados Unidos, países árabes, y otros muchos) y hacernos reflexionar sobre la necesidad de superar cuanto antes esa dependencia nefasta que nos hace geoestratégicamente tan vulnerables.
Estos hechos, en un contexto de emergencia climática, nos lleva a la necesidad de emprender una aceleración de la transición energética, apostando fuertemente por un modelo energético lo más descentralizado posible, fundamentado en el ahorro, la eficiencia energética y las energías renovables.
Pero para que esa transición sea creíble, debe necesariamente ser eficiente desde el punto de vista energético.
El papel de la eficiencia energética y la gestión de la demanda es clave para reducir nuestro consumo energético, normalmente de la forma más rentable, sin que ello implique dejar de percibir los servicios energéticos que todos necesitamos (calor, frío, movimiento, iluminación). Son buenos ejemplos: la rehabilitación energética de edificios; la movilidad sostenible (transporte público, movilidad compartida, teletrabajo, electromovilidad en coches, furgonetas y camiones, etc.), el uso distribuido de la generación eléctrica (autoconsumo individual y compartido: comunidades energéticas); el uso del vehículo eléctrico para gestión de la demanda mediante el vehicle-to-grid (V2G) para el intercambio bilateral de electricidad entre la red y el vehículo; o el almacenamiento de electricidad en grandes baterías.
En ese sentido, el hidrógeno verde (el que se obtiene mediante la electrólisis del agua utilizando sólo electricidad renovable), que es un vector energético cuya utilización sólo genera H2O, y sus derivados (los combustibles renovables de origen no biológico, RFNBO, en sus siglas inglesas; también conocidos como electro-combustibles sintéticos cero emisiones o e-fuels) debe concentrarse para descarbonizar los sectores que no pueden hacerlo fácilmente a través de la electrificación, como es el caso del transporte aéreo, gran parte del transporte marítimo y determinados sectores industriales.
Sin embargo, las compañías petroleras han expresado públicamente su apuesta por el hidrógeno verde para su transformación en electro-combustibles sintéticos para su uso en todo tipo de vehículos de carretera. Eso es completamente absurdo, pues ello es altamente ineficiente desde el punto de vista energético.
Mover un vehículo de carretera (coche, furgoneta, autobús, camión) usando hidrógeno verde o electro-combustibles es 2-3 y 5-6 veces, respectivamente, más costoso energéticamente que el uso directo de electricidad renovable en vehículos de batería.
Además, si se utilizara hidrógeno verde o e-fuels para el transporte por carretera, habría que generar una gran cantidad de electricidad renovable adicional para producirlos, lo que requeriría la instalación de un número importante de plantas de energía renovable extra. Estas tienen una presencia física en el territorio, con un impacto potencial en el paisaje y la biodiversidad, y por lo tanto en muchos casos han sido impugnadas por la población local y las organizaciones de la sociedad civil. Si queremos un desarrollo sostenible y justo de las energías renovables con el mínimo impacto posible sobre la biodiversidad y el territorio, no podemos hacer oídos a los cantos de sirena las compañías petroleras y gasísticas a favor del hidrógeno verde y los e-fuels para el transporte por carretera.
Asimismo, la transición energética debe hacerse con inteligencia. En ese sentido, está lejos de serlo la decisión de la Comisión Europea de incluir la energía nuclear, uno de los mayores fracasos económicos, tecnológicos, medioambientales y sociales de la Humanidad, y el gas natural, un combustible fósil causante del cambio climático, en la lista de actividades medioambientalmente aceptables dentro del marco europeo de finanzas sostenibles, la llamada Taxonomía Verde.
La propuesta de la Comisión es un grave error: la energía nuclear y el gas natural no sólo resultan innecesarias para la transición energética hacia la descarbonización, sino que son un verdadero obstáculo para lograr este objetivo.
La taxonomía verde debe reservarse para los productos verdaderamente verdes. Si la normativa incluyese el gas natural y la energía nuclear, las inversiones en estas fuentes energéticas sucias y peligrosas se situarían absurdamente casi al mismo nivel ecológico que la construcción de turbinas eólicas y plantas solares. Además, las inversiones en gas y energía nuclear aumentarán la dependencia energética de la UE con respecto a Rusia y otros países, así como de las compañías de hidrocarburos y de tecnología nuclear.
Todavía tenemos una oportunidad de evitar tal dislate. Tras la aprobación del texto propuesto por la Comisión Europea en el Pleno de la Eurocámara a principios de julio, y dado que es altamente improbable que el Consejo vote en contra (se necesita una mayoría cualificada, es decir, al menos 20 países de la UE y que representen al 65% de la población de la UE), la única posibilidad es que prospere la iniciativa anunciada por Austria y Luxemburgo de acudir a los tribunales de justicia. Ojalá el Gobierno español se sume a ese grupo de países que están disconformes con la disparatada propuesta de la Comisión.
Componer e improvisar: Ecosocialismo en el tiempo roto
Martín Lallana Santos
Militante del Área de Ecosocialismo de Anticapitalistas. Investigador predoctoral en estrategias de descenso energético.
“El Ladrillo” es el nombre que se le puso coloquialmente al documento escrito por el grupo de economistas liberales conocido como los «Chicago Boys»[1]. En él se establecían las políticas económicas a partir de las cuales Chile se convertiría en el laboratorio del neoliberalismo tras el golpe de estado que acabó con el gobierno de la Unidad Popular y la vía democrática hacia el socialismo. Se recogían medidas como acabar con la gratuidad y los subsidios parciales en la enseñanza superior, así como la privatización de áreas de economía como la electricidad, el agua potable, las telecomunicaciones y del sistema de pensiones. Lo interesante es que este texto se empezó a elaborar en agosto de 1972, y a partir de marzo de 1973 las reuniones de trabajo fueron semanales. El golpe de estado no ocurrió hasta el 11 de septiembre de 1973. Y ese día, mientras el ejército golpista chileno bombardeaba el Palacio de la Moneda, las fotocopiadoras de la Editorial Lord Cochrane trabajaban sin parar imprimiendo los extensos ejemplares de “El Ladrillo”. Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, con Salvador Allende muerto y Augusto Pinochet liderando la junta militar, el documento fue colocado encima de los escritorios de quienes gobernarían la recién estrenada dictadura.

“The Chicago Boy’s Project (El ladrillo)”, de Patrick Hamilton, expuesto en 2019 en el Museo Reina Sofía como parte de la colección “Tiempos incompletos (Chile, primer laboratorio neoliberal)”. 21 de marzo – 24 de mayo de 2019
Martín Arboleda menciona este episodio histórico en su libro “Gobernar la utopía” como ejemplo de anticipación, planificación y aprovechar coyunturas convulsas para aplicar un programa de reformas que rompía con la doctrina económica dominante en las décadas previas[2]. El Palacio de la Moneda y las fotocopiadoras echaron humo al mismo tiempo durante aquel martes de septiembre.
Si pausamos ese macabro instante entre la costa del pacífico y la cordillera de los Andes y retrocedemos 18 meses, hasta marzo de 1972, nos encontramos con la publicación del famoso informe “Los límites del crecimiento” encargado por el Club de Roma a un grupo de científicos del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Avanzando apenas tres meses, hasta junio de 1972, nos encontramos con la Cumbre de la Tierra en Estocolmo, la cual dio inicio al trabajo de Naciones Unidas en cuestiones ambientales.
Tal y como se mencionaba en el texto de la ponencia inicial de este debate, estos dos hechos constituyen los hitos fundamentales del inicio de lo que hoy denominamos transición ecológica de la economía. Lo que yo trataré de argumentar en este artículo es que para abordar los retos políticos y ecosociales de las décadas que tenemos por delante debemos fijarnos menos en aquellos hitos fundacionales de 1972 y mucho más en los sucesos relativos a “El Ladrillo” en 1973.
El tiempo roto en un planeta en llamas
«¿Necesitamos más investigación? Probablemente no.» Así lo afirman Elke Pirgmaier y Julia K. Steinberger en un alegato que demanda a la comunidad científica resituar el foco de la economía ecológica en elementos como el poder, las clases sociales y las raíces de la destrucción planetaria en la acumulación y reproducción ampliada del capital[3]. Ya conocemos la mayor parte de los procesos biofísicos que se encuentran detrás del incendio, ahora necesitamos aplicar las mejores herramientas de la Economía Política Marxista para capturar a los pirómanos. Sin embargo, para lograr esto necesitamos algo más que un buen marco de análisis teórico. Asumir la responsabilidad histórica de llevar a cabo una ruptura revolucionaria ecosocialista nos exige pensamiento y orientación estratégica.
Para ello, tal y como señala Christian Zeller, debemos ser capaces de actuar políticamente en un tiempo roto, lleno de cambios bruscos y rupturas[4]. Los puntos de no-retorno del cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos o la combinación de desigualdades sociales y escasez de recursos, son expresiones de la crisis ecológica que nos aseguran un futuro próximo marcado por las turbulencias y la inestabilidad. A pesar de ello, la mayoría de las reflexiones y esfuerzos en favor de una transición ecológica siguen moviéndose bajo el marco mental de un tiempo lineal, homogéneo y vacío, vinculado históricamente a las nociones del progreso de la socialdemocracia. Walter Benjamin y Daniel Bensaïd criticaron estas nociones y definieron el tiempo estratégico de la política como un tiempo discontinuo, inconexo y roto.
Es justamente en ese tiempo roto donde tenemos una mínima posibilidad de lograr las transformaciones necesarias para una salida socialmente justa de la crisis ecológica. La radicalidad del diagnóstico debe coincidir con la radicalidad de la práctica política. Con un siglo de diferencia, debemos leer los últimos informes del IPCC que hablan de reducciones drásticas de emisiones de CO2 en apenas 2 décadas junto a las anotaciones de Lenin en las que afirmaba «La gradualidad no explica nada sin saltos. ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!».
Hacer política revolucionaria en un tiempo roto nos exige dos esfuerzos fundamentales. Tal y como lo describió un compañero, son las mismas habilidades que debe tener el buen músico de jazz: componer e improvisar. Y ambas deben ir de la mano.
Los diagnósticos de la crisis ecológica no nos dibujan una imagen nítida de cómo será el futuro próximo. La complejidad de los procesos biofísicos y la imprevisibilidad de los procesos sociales hacen imposible tener una bola de cristal con la que conocer lo que ocurrirá en 5-10-15-20 años. Las consecuencias no son mecánicas, y aún con los mejores análisis solo podemos llegar a intuir el contorno del tablero en el que se desarrollará la historia. Sin embargo, aunque no tengamos una bola de cristal, sí que conocemos lo suficiente de la crisis ecológica como para estar preparadas y actuar con audacia política en las múltiples crisis y conflictos que se van a suceder.
Sabemos que en el futuro próximo van a desarrollarse situaciones como incendios masivos, sequías, crisis energéticas, crisis alimentarias, millones de refugiados climáticos. Estos fenómenos no pueden ser leídos como algo externo, sino que forman parte de las crisis del capitalismo en este momento histórico. Y como tales, deben ser aprovechadas para la práctica revolucionaria. Debemos anticiparnos, planificar y aprovechar las coyunturas convulsas para sumar apoyos masivos a nuestras propuestas de transformación radical de la sociedad.
¿Durante la primavera de 2023 gran parte de las explotaciones agrícolas anuncian que no pueden iniciar la siembra si no se les asegura una ayuda para cubrir los elevados costes energéticos y de fertilizantes? Salgamos con todo para lograr una reforma agraria que redistribuya la propiedad de la tierra e inicie la reconversión hacia técnicas agroecológicas. ¿Durante el verano de 2024 los embalses de las cuencas del Guadiana y el Guadalquivir se encuentran por debajo de su mínima capacidad por la actuación de las empresas eléctricas y miles de cosechas se pierden por las restricciones de riego? Salgamos con todo para acabar con la privatización del sector eléctrico. ¿Durante el otoño de 2025 da inicio una quiebra en cadena del sector de la automoción que emplea a 540.000 personas en el estado español? Salgamos con todo para poner fábricas bajo control popular y reorientarlas hacia la producción de los vehículos necesarios para un sistema masivo de transporte público colectivo y hacia la recuperación de metales estratégicos a partir del desensamblado y reciclado de vehículos al final de su vida útil.
Cada una de estas medidas son urgentes y necesarias desde ya, deberíamos haber empezado hace años, por lo que puede parecer un error esperar hasta que llegue un evento futurible. Sin embargo, tal y como hemos comprobado en las cuatro últimas décadas y como señalan Elke Pirgmaier y Julia K. Steinberger, debemos situar la cuestión del poder en el centro de nuestra estrategia ecosocial. Lograr llevarlas a cabo no ocurrirá por gradualismos, sino por saltos rupturas que sean capaces de aprovechar la coyuntura adecuada para doblarle el brazo al poder de las eléctricas, los terratenientes y el capital de la industria automovilística. Esto es a lo que Andreas Malm se refiere cuando habla de utilizar los síntomas de la crisis climática para impulsar en una revolución contra sus causantes[5]. Y esto es algo que ya está aprovechando la extrema derecha, en un sentido contrario, tal y como relata el periodista alemán Karl Mathiesen sobre el ascenso del apoyo a Vox en Andalucía a partir de las crisis de escasez de agua[6].
Es aquí donde enlazamos con los sucesos relativos a “El Ladrillo” chileno. La estrategia revolucionaria del tiempo roto debe ser capaz de anticipar las oportunidades de ruptura que se abrirán en el futuro, y tener los ejemplares listos para imprimir en el momento adecuado. Sabemos qué hay que hacer. No hace falta más investigación. Lo que necesitamos es resolver cómo aplicarlo. Algunas transformaciones ecosociales que son urgentes ahora mismo son también incapaces de enlazarse con las normas sociales y significados culturales vigentes. Pero es justamente en aquellos momentos en los que el tiempo se condensa y se rompe cuándo nuestras propuestas pueden llegar a ser compartidas y defendidas con la masividad y músculo social necesarios para llevarlas a cabo. Porque, de poco valdría lograr una reforma agraria agroecológica si no eres capaz de aguantar mediante estructuras de poder popular los embates golpistas a los que se verá sometido el proyecto político por parte de los poderes económicos. Será en el proceso de lucha donde construyamos ese músculo que sirva como cimiento para las siguientes victorias, será en la lucha donde se creen las posibilidades de otras realidades y futuros radicalmente más justos.
Pero la política revolucionaria no consiste en esperar a que el momento adecuado llegue. Sino que consiste en construir los partidos y organizaciones capaces de estar preparadas para actuar en aquellos momentos. Tal y como afirman Kai Heron y Jodi Dean: «Ya no tenemos el lujo de la espontaneidad. Para que el cambio climático no intensifique la opresión y acelere la extinción, tenemos que construir y unirnos a organizaciones adecuadas al reto de pensar y actuar en transición»[7]. Es en la organización política donde mejor se combinan las habilidades de componer e improvisar que tanto necesitamos en este momento. Por eso, la principal tarea de nuestro tiempo es la de construir un bloque ecosocialista popular, diverso pero sólido, capaz de actuar estratégicamente y golpear de forma conjunta desde diferentes frentes. Tenemos un horizonte lleno de turbulencias por delante, seamos capaces de aprovecharlo[8].
Notas:
[1] de Castro Spíkula, S., Sanfuentes, A., Villarzú, J. y Zabala Ponce, J.L. (1992). “El Ladrillo” Bases de la política económica del gobierno militar chileno. Centro de Estudios Públicos.
[2] Arboleda, M. (2021). Gobernar la utopía: Sobre la planificación y el poder popular. Caja Negra Editora.
[3] Pirgmaier, E. y Steinberger, J.K. (2019). Roots, Riots, and Radical Change—A Road Less Travelled for Ecological Economics. Sustainability, 11, pp.2001. https://doi.org/10.3390/su11072001
[4] Zeller, C. (9 de febrero, 2022). Estrategias revolucionarias en un planeta recalentado. Viento Sur. https://vientosur.info/estrategias-revolucionarias-en-un-planeta-recalentado/
[5] Malm, A. (2020). Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas. En: Garí, M y Álvarez, J (Coord.), Como si hubiera un mañana (3-31). Sylone.
[6] Mathiessen, K. (27 de abirl, 2022). How Climate Change is Fueling the rise of Spain’s Far Right. Politico. https://www.politico.eu/article/climate-change-spain-andalucia-far-right-vox-election-2022/
[7] Heron, K. y Dean, J. (26 de junio, 2022). Climate Leninism and Revolutionary Transition. Spectre Journal. https://spectrejournal.com/climate-leninism-and-revolutionary-transition/
[8] Álvarez, J y Lallana, M (17 de agosto, 2021). Ecosocialismo: la necesidad de una alternativa revolucionaria. Viento Sur. https://vientosur.info/ecosocialismo-la-necesidad-de-una-alternativa-revolucionaria/
Números verdes para una Transición Ecológica sin dejar a nadie atrás
Mario Rodríguez Vargas
Director Asociado de Transición Justa y Alianzas Globales. Fundación Ecología y Desarrollo
La situación de emergencia climática que vivimos, declarada tanto por el Parlamento como el Gobierno; la degradación sin precedentes de la biodiversidad; el aumento de las ratios de desigualdad y pobreza entre países y dentro de cada país; el doloroso efecto de la pandemia generada por la Covid-19 y finalmente los efectos globales de la guerra en Ucrania y otros conflictos bélicos que ya estaban antes y prosiguen en este momento, nos indican que es necesario repensar y resetear el sistema y que la única vía es una transición ecológica que no deje a nadie atrás y que alumbre un nuevo sistema económico. Esto va a requerir no solo de retos tecnológicos, también de profundos cambios en las dinámicas de poder y en la mentalidad de la ciudadanía y de los líderes políticos y económicos. Cada vez hay más evidencias científicas que apuntan a la estrecha relación entre la salud del planeta y la humana[1]. Por ello, es preciso repensar como generamos y consumimos energía, como nos vamos a mover, como nos vamos a alimentar, como vamos a vestir, etc.
Los escenarios a 2050, incluso a 2030, quedan muy lejos de la realidad cotidiana y mucho más de la realidad política y económica que miran con lentes que no alcanzan más de 4 años. Por ello, me voy a centrar en esta fase inicial de la transición ecológica, en un escenario de los próximos 4-5 años, los más complicados, porque serán el inicio del cambio y donde, en mi opinión será preciso priorizar los esfuerzos y las inversiones.
Las prioridades son claras: transformar la economía para que vaya de la mano de la vida y la salud del planeta. Con esta idea habría que definir ejes de actuación en: energía, transporte, infraestructuras, alimentación, comunidades rurales, conservación y recuperación de ecosistemas, calidad democrática, paz y gobernanza.
Obviamente aparte de los pilares básicos del estado del bienestar: educación y sanidad.
Habría que priorizar las medidas relacionadas con la transición energética hacia un sistema 100% renovable, eficiente, inteligente y abierto a la participación ciudadana y la rehabilitación energética de los edificios, teniendo muy en cuenta a la población más vulnerable. Las razones para apostar por estos dos bloques de medidas son claras.
Por un lado, la transición energética y en especial el sector eléctrico es el más preparado para reducir emisiones y mitigar el cambio climático[2], si bien la transformación no puede quedar en exclusiva en manos de las grandes empresas de siempre y tiene que estar abierta a participación de la ciudadanía a través de otras formas de producir energía y tener muy en cuenta las características de los territorios donde se van a instalar las plantas de energías renovables para respetar su biodiversidad, su estructura económica, su riqueza cultural y sobre todo contar con ellos y facilitar su participación en los procesos de aprobación de los diferentes proyectos[3],….
En lo relativo a las medidas relacionadas con vivienda y su rehabilitación y que van más allá de la rehabilitación energética son varias: mejorar la eficiencia energética favorece y potencia cualquier modelo de descarbonización desde el principio y tiene un dilatado aprovechamiento; desarrollo, modernización, y resiliencia de sectores productivos como es el de la construcción, entre otros, de gran importancia social; actuar para mejorar el bienestar y la calidad de vida de las personas, especialmente las que más lo necesitan.
Le sigue en importancia el sector de Transporte y movilidad donde se habría de priorizar el mantenimiento y reparación de infraestructuras viales, la promoción del transporte ferroviario y en especial cercanías y la electrificación del ferrocarril en especial los tramos entre las terminales de mercancías, para acabar con la dependencia de la tracción diésel, así como acelerar la implantación de la movilidad eléctrica en el sector del transporte ligero por carretera. Además de las necesarias inversiones en lo relativo al sistema alimentario (agricultura, ganadería y pesca, …) y recursos forestales y las destinadas a la sostenibilidad del suelo y territorio.
Poner números verdes encima de la mesa durante estos primeros 4-5 años de la transición ecológica no es tarea fácil, pero Greenpeace lo hizo en 2021 en su informe: Darle la vuelta al sistema. Una propuesta transformadora de Greenpeace para reponernos de los estragos de la Covid 19 y afrontar mejor la crisis ecológica[4]. Donde concluía que para el periodo 2020-2024 sería preciso invertir 197.000 millones de euros en esos cuatro años, es decir, el 4,8% del PIB del país. De los cuales, por ejemplo, 53.560 millones irían destinados a la transición energética; 52.592 millones para construcción e infraestructuras. Transporte y movilidad 29.187 millones. Inversión en Innovación (I+D+i) 22.776 millones. El sector agrario y forestal aglutinaría en torno a 15.600 millones. Sostenibilidad del Suelo y territorio 7.400 millones de euros. 12.900 millones para transición 2714 millones para agenda exterior.
La inversión se repartiría casi a partes iguales entre el sector público y el privado ya que de los 197.000 millones de inversión en torno al 53,7% de las inversiones necesarias se llevarán a cabo con financiación pública y el 46,3%, con inversiones privadas. La distribución entre inversión pública y privada varía notablemente por ámbitos de actuación: por ejemplo, en el sector energético, el 78,4% (cerca de 42.000 millones de euros) de las inversiones previstas las llevaría a cabo el sector privado y solo se destinarán 10.880 millones de euros de inversión pública.
Si nos centramos en la inversión pública, la propuesta implicaría un esfuerzo adicional de 43.103 millones de euros respecto a las inversiones ya incluidas en otros planes contemplados por el Gobierno (PNIEC, Plan Estatal de Viviendas, PGE 2020, 2021,…). Otras fuentes de financiación procederían de los Fondos Next Generation UE[5]-de los que el Gobierno prevé invertir 72.000 millones de euros en los próximos tres años de los que el 37% (unos 27.000 millones) se tienen que destinar a “inversiones verdes- y Fondos estructurales (unos 12.000 millones).
Por último, sería imprescindible que el Gobierno reorientara los objetivos de gasto para mejorar el alineamiento de las políticas hacia una recuperación verde y justa y que estableciera una nueva política fiscal que tuviera en cuenta la variable medioambiental, una fiscalidad verde[6] con el fin de poder completar la cifra de 43.000 millones adicionales de inversión pública necesarios.
Notas:
[1] Bessonova, E. Five ideas to turn the COVID-19 recovery into a global green new deal. Millennium Alliance for Humanity and the Biosphere (MAHB), 2020. https://mahb.stanford.edu/blog/five-ideas-to-turn-the-covid-19-recovery-into-a-global-green-new-deal/
[2] Resolución de 25 de marzo de 2021, conjunta de la Dirección General de Política Energética y Minas y de la Oficina Española de Cambio Climático, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Ministros de 16 de marzo de 2021, por el que se adopta la versión final del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030. https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2021-5106
[3] Rodriguez, M. Implantación de Grandes Instalaciones de Energía Solar y Eólica en el territorio. Fundación Ecología y Dearrollo (ECODES), 2021. https://ecodes.org/decimos/nuestra-posicion-sobre-la-implantacion-de-grandes-instalaciones-de-energias-renovables-en-el-territorio
[4] Martínez I., González E., Ayensa N. Darle la vuelta al sistema. Una propuesta transformadora de Greenpeace para reponernos de los estragos de la Covid 19 y afrontar mejor la crisis ecológica. Greenpeace España, 2021. https://es.greenpeace.org/es/en-profundidad/darle-la-vuelta-al-sistema/
[5] Moncloa. Plan de recuperación, transformación y Resiliencia. Plan España Puede, 2020. https://www.lamoncloa.gob.es/temas/fondos-recuperacion/Documents/30042021-Plan_Recuperacion_%20Transformacion_%20Resiliencia.pdf
[6] Labandeira, X. Labeaga, J.M. y López-Otero, X. Nuevas Reformas Fiscales Verdes: Evaluaciones Exante para España. Docuemnto de trabajo WP 03a/2018. Economics for energy. 2018. https://eforenergy.org/docpublicaciones/documentos-de-trabajo/wp03a2018.pdf
Transición ecológica: Sí hay futuro y tenemos que construirlo juntas
Eva Saldaña Buenache
Directora Ejecutiva de Greenpeace España
“El futuro no está escrito, nunca lo está. Depende solo de nosotros, de que seamos capaces de construir un contrapoder lo suficientemente fuerte como para derribar al capitalismo y crear una forma de organización social diferente. Debemos además hacerlo pronto, la crisis ecológica avanza deprisa y nos dificulta cada vez más la tarea. No es una labor fácil, nunca lo ha sido. Es normal sentir miedo y tener vértigo, pero lo importante es lo que hacemos con ello, si dejamos que nos paralice o lo convertimos en combustible para la lucha”. Layla Martínez(1).
1. Un poco de contexto: mirando alrededor se ponen los pelos de punta…
Mientras escribo estas líneas ya vamos por la tercera ola de calor con más de 40ºC de temperatura, estamos viendo avalanchas de hielo de los glaciares en los Alpes y toda España está sumida en llamas. La superficie quemada en 2022 hasta el pasado 17 de julio se ha incrementado en un 80% respecto a la media de los últimos diez años. La dinámica de los fuegos ha cambiado enormemente con una tendencia muy extrema y con unas raíces más graves y profundas que los hacen prender: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, los cambios de uso de suelo, el despoblamiento y el abandono rural(2).
Con el actual ritmo de consumo, necesitaríamos tres planetas para suplir la demanda actual de todo tipo de artículos. La desaparición de la biodiversidad global ha estado ocurriendo mil veces más rápido que si ocurriera naturalmente. El 66% de los mares muestra una alteración severa por el impacto humano, lo que está provocando el declive en la cantidad y diversidad de vida marina mientras que sólo el 3% de las aguas internacionales están protegidas. La ONU alerta de que un millón de especies están al borde de la extinción. El 30% de las estaciones que controlan el agua subterránea y el 50% de las del agua superficial indican contaminación por nitratos, provocada principalmente por la agricultura y ganadería industriales. ¡Un horror! y de momento, por mucho que busquemos ahí fuera no hay otro Planeta Tierra tan bello y habitable. Lleno de montañas, playas, océanos, selvas, desiertos, tundras, especies hermanas maravillosas y únicas.
Dos años después de una pandemia global, en medio de una emergencia climática acelerada y el colapso de la biodiversidad, lo último que necesitaba el mundo era otra guerra, pero llegó. La invasión ilegal de Ucrania por parte de Rusia y la tragedia humanitaria que está provocando, ya está impactando al mundo de diferentes maneras. Pero las condiciones que permitieron que sucediera son universales y prueban que los sistemas económicos y sociales que nuestros gobiernos han construido para nosotras, no están funcionando, generando una y otra vez conflictos para alimentar una rueda de egoísmo y lucro que se cree sin fin. El informe anual de riesgos del Foro Económico Mundial y el último informe del IPCC dan mensajes claros y alarmantes: nos enfrentamos a enormes crisis, todo está en riesgo, “Código Rojo para la Humanidad”. Nuestra economía y nuestros sistemas sociales deben ser rediseñados de una vez por todas.
Nadie quiere la guerra. Todo el mundo quiere vivir en paz, uno al lado del otro. Así es que no puede ser que, una vez más, las consecuencias del fracaso colectivo de los líderes políticos recaigan sobre civiles. La geopolítica que nos deja una economía basada en combustibles fósiles es muy inestable, camina continuamente en dirección opuesta a la paz, la justicia climática y arrasa con las comunidades más vulnerables.
Además, mientras unos sufren otros siguen engrosando sus arcas. Veamos algunos datos:
Rusia es la mayor fuente de importaciones de combustibles fósiles de la Unión Europea. Gastamos hasta 285 millones de euros al día solo en petróleo ruso. España depende en torno al 10% de importaciones de gas y al 4% de petróleo de Rusia. En el caso del transporte, la dependencia energética de Rusia es brutal: uno de cada cuatro coches, motos, camiones o aviones que se mueven en Europa lo hacen utilizando combustible ruso. Todo ese dinero sale de nuestros bolsillos, cada día más menguados. El precio del gas usado para calentar siete millones de hogares en España, generar electricidad y fabricar bienes esenciales ha subido cuatro veces más que el año pasado.
Una investigación de Greenpeace sacó a la luz, en abril, que las petroleras habían ingresado en sus cuentas 3.000 millones de euros adicionales desde que comenzara la invasión de Ucrania. 30 millones al día, cada día(3).
En el nuevo informe de Oxfam Intermón Las desigualdades matan(4), publicado con motivo de la «Agenda de Davos” del Foro Económico Mundial, la organización afirma que luchar contra las desigualdades evitaría la muerte de 21.000 personas al día, o dicho de otra manera, de una persona cada cuatro segundos. Se trata de estimaciones conservadoras basadas en el número de muertes causadas a nivel global por la falta de acceso a servicios de salud, la violencia de género, el hambre y la crisis climática. Los diez hombres más ricos del mundo han más que duplicado su fortuna durante los primeros dos años de una pandemia que ha empeorado los ingresos del 99 % de la humanidad y ha empujado a la pobreza a más de 160 millones de personas, actualmente, acumulan seis veces más riqueza que los 3.100 millones de personas más pobres del mundo juntos.
Todo esto son cifras obscenamente injustas ¿Realmente ha sido la invasión ilegal de Rusia en Ucrania o la Covid-19 lo que nos está desbaratando todo? ¿O quizás hemos llegado aquí por los decenios de guerra CAPITAL-VIDA que llevamos?
Ahora que las pandemias, las guerras, los eventos climáticos y otros desastres provocados por el traspaso de los límites planetarios parece que ya forman parte de nuestro día a día, algunos todavía los miran con sorpresa, pero no son más que las dramáticas consecuencias de un modelo socio-económico destructivo y opresor que hemos dejado que opere todo este tiempo sin freno y que incluso hemos integrado en nuestras almas.
No me cabe duda que la guerra de Ucrania ha agravado la encrucijada en la que estamos, provocando movimientos geopolíticos fuertes y excavando en las enormes grietas que ya tenían los sistemas energéticos y agroalimentarios, entre otros, potenciando auténticos abismos de desigualdad y dejando el concepto Paz del tamaño de ese folio en blanco que con tanta valentía levantaban las activistas rusas al comienzo del conflicto.
Pero, aunque los retos pinten feos ¿Nos vamos a rendir? ¡Por supuesto que no! Tenemos que seguir confiando unas en otras, construyendo sistemas que sostengan el tejido de la vida, de una vida digna, de todas las vidas. Vamos a empujar juntas las soluciones que distribuyan riqueza y poder, que generen justicia y cuidados, que reparen, que transformen no solo coyunturalmente sino estructuralmente, que nos hagan resilientes frente a lo que nos toca vivir.
Pero sobre todo toca acabar con la visión cortoplacista y los intereses económicos de un puñado de empresas y su greenwashing, forzar la ambición y el despertar de la gobernanza real y transitar hacia un modelo que sitúe a la vida y al Planeta en el centro.
2. ¿Por dónde empezamos? Veamos algunos pasos a dar:
I. Ambición política
Necesitamos gobiernos que…
● Marquen y ejecuten más ambición climática, sobre todo en la reducción de emisiones.
● Aumenten la transparencia en los procesos políticos y económicos.
● Promuevan una participación ciudadana real.
● Prioricen y mejoren la paz y la cooperación entre países.
● Implementen políticas y mecanismos que responsabilicen al estado y a las corporaciones.
● Y como dice Yayo Herrero, necesitamos que toda esta inversión millonaria (actualmente con los fondos Next Generation) se canalice a través de un sistema de indicadores multicriterio que integre el bienestar y la seguridad de los seres vivos y la necesidad de reducir drásticamente la huella ecológica global(5).
II. Transformación radical del sistema
Donella Meadows, muy conocida por su estudio sobre los límites planetarios en los 70’s nos decía que “El futuro no se puede predecir, pero se puede imaginar y traer amorosamente a la existencia. Los sistemas no se pueden controlar, pero se pueden diseñar y rediseñar. No podemos avanzar con certeza en un mundo sin sorpresas, pero podemos esperar sorpresas y aprender de ellas e incluso sacar provecho de ellas. No podemos imponer nuestra voluntad sobre un sistema. Podemos escuchar lo que el sistema nos dice y descubrir cómo sus propiedades y nuestros valores pueden trabajar juntos para producir algo mucho mejor de lo que jamás podría ser producido por nuestra sola voluntad. No podemos controlar los sistemas ni descifrarlos. ¡Pero podemos bailar con ellos!”(6).
Hacer frente a la crisis ecosocial obliga a una radical y urgente transformación económica, social y política del sistema, que cambie la manera en la que producimos, que pase por la reducción de las necesidades energéticas y del consumo, apueste por una manera distinta de alimentarnos y movernos, y abandone definitivamente los combustibles fósiles.
Parece que tendremos que bailar mucho con el sistema como nos indica Donella, suprimir todo lo que nos hace daño, decrecer en lo material es una realidad sin opción y crecer en todo aquello que sustenta la vida, para alcanzar un modelo socioeconómico con una perspectiva muy sistémica que cumpla al menos estos cinco principios de cambio(7):
● respete los límites de la tierra, nuestro aire, agua, bosques y clima y ponga a todos los seres vivos y al planeta antes que las ganancias y el crecimiento infinito.
● proporcione una distribución justa de la riqueza y el poder.
● mejore el bienestar de las personas.
● sea inclusivo, justo y diverso.
● promueva la resiliencia de nuestras comunidades
III. Y algunas REVOLUCIONES imprescindibles(8):
Hemos conseguido avances: una mayor concienciación medioambiental en nuestras sociedades, tratados internacionales como el Acuerdo de París y el desarrollo de estándares de protección para reconocer el valor y proteger nuestros ecosistemas. Pese a todo, el conjunto de medidas aprobadas, los plazos y el carácter voluntario de una gran mayoría de los acuerdos son insuficientes. La comunidad científica coincide: con los acuerdos conseguidos el mundo se dirige al menos a un calentamiento de entre 2,4 y 2,7 °C, si no más, muy por encima del umbral crítico de 1,5 ºC.
LA EMERGENCIA CLIMÁTICA: MUCHO AHORRO Y UN SISTEMA ENERGÉTICO 100 % RENOVABLE
La crisis climática presenta un reto sin precedentes y estamos en la década clave para frenarla.
La causa la encontramos en gran medida en la quema de combustibles fósiles. El 79% de las emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea son debidas a la quema de combustibles para usos energéticos o de transporte, según datos de Eurostat. En España, las grandes eléctricas —encabezadas por Endesa, Iberdrola y, Naturgy, a las que se han unido petroleras como Repsol o Total— siguen abusando de su posición de dominio en el mercado eléctrico para favorecer sus negocios vinculados a combustibles fósiles a la vez que utilizan el discurso de la sostenibilidad para hacer campañas de lavado verde.
Y la guerra de Ucrania(9) nos ha mostrado nuestra falta de independencia energética. Pero esta situación no puede servir como excusa para buscar otras fuentes de combustibles fósiles ni para invertir un solo euro en la construcción de nuevas infraestructuras de gas, carísimas e inútiles a corto plazo, y que nos sigan atando al consumo de estos combustibles altamente contaminantes.
Tenemos las soluciones para reducir al menos a la mitad las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero de aquí a 2030, con un bajo coste o incluso beneficios económicos. En España es el momento de acelerar la transición energética hacia las energías renovables y la eficiencia, y abandonar cuanto antes los combustibles fósiles. Hay que reformar el mercado eléctrico, poner fin al poder del oligopolio energético e impulsar las alternativas (10) que permitan a la ciudadanía beneficiarse de las ventajas económicas y ambientales de las energías renovables, como el autoconsumo y las comunidades energéticas(11).
LA CRISIS DE LA PÉRDIDA DE BIODIVERSIDAD: PROTEJAMOS NUESTROS BOSQUES Y OCÉANOS
La biodiversidad regula el clima y la temperatura del planeta, y sus ecosistemas nos suministran alimentos, energía, agua y nutrientes de los que depende cualquier tipo de vida, también la nuestra.
Para frenar la pérdida de biodiversidad, hay soluciones al alcance de cualquiera, como exigir políticas que limiten la acción de las industrias depredadoras del medioambiente o cambiar nuestros hábitos de consumo, apostando por consumo local, ecológico y de temporada. A nivel internacional este año se podría conseguir la firma de un Tratado Global de los Océanos, que proteja el 30% de nuestros mares antes de 2030, con un plan claro y recursos suficientes para hacerlo realidad.
AGUA ESCASA, CONTAMINADA Y MAL GESTIONADA: PONGAMOS FIN A LAS MACROGRANJAS
Que en España tenemos un problema con el agua es algo que todo el mundo sabe.
El primer factor de la disminución del agua disponible es su nefasta gestión, muy relacionada con un modelo agroalimentario inadecuado y depredador de recursos hídricos. Regadíos sobredimensionados, robo de agua, pozos ilegales, trasvases innecesarios, urbanismo desmedido, campos de golf en secano, cultivo de alimentos típicos de otros climas, y un largo etcétera que pone de manifiesto que la política de gestión del agua en España ha estado al servicio de cualquier demanda por insostenible que fuese(12).
Y a la mala gestión hay que sumar los impactos del cambio climático: ya llueve menos, y lloverá menos, según las proyecciones realizadas por la ciencia. España es ya el país más árido de Europa y el 75 % de su territorio está en riesgo de convertirse en desierto a lo largo de este siglo.
Pero además de escasa y mal gestionada, el agua que tenemos en España está altamente contaminada. La ganadería industrial, con sus macrogranjas y sus excesivos excrementos, y la agricultura industrial, con su uso masivo de fertilizantes, son los responsables de que tengamos un #AguadeMierda, que en muchos lugares de España ya no es potable. El último informe del Ministerio de Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITERD) ya dice que el 30% de las estaciones de control de las aguas subterráneas y el 50% de las superficiales indican una mala calidad debido a la contaminación por nitratos. Por si hubiera dudas, la Comisión Europea llevará a España ante el Tribunal de Justicia de la UE por esta razón.
Debemos exigir un plan para la reducción progresiva de la cabaña ganadera en intensivo hasta alcanzar un 50% menos en 2030, no conceder autorizaciones para nuevos regadíos intensivos y fomentar y adoptar la “dieta de salud planetaria” que lleve a una reducción drástica del consumo de carne hasta alcanzar un máximo semanal de 300 gramos a la semana por persona, así como de los demás alimentos de origen animal.
UNA MOVILIDAD QUE CONTAMINA: CUIDEMOS EL AIRE QUE RESPIRAMOS
El modelo de movilidad que tenemos en España es responsable del 29 % de las emisiones de C02 a nivel nacional, y la contaminación atmosférica causa 16.000 muertes prematuras al año en nuestro país.
Hay que dejar atrás el actual modelo contaminante e individualista y avanzar hacia un modelo de movilidad basado en el transporte público, con más espacio para las personas y menos para los coches, y comprometido con el abandono del diésel y la gasolina antes de 2028; la implantación de Zonas de Bajas Emisiones que realmente sirvan para reducir la contaminación atmosférica, el ruido y las emisiones de gases de efecto invernadero, y la prohibición de vuelos cortos donde haya una ruta equivalente en tren, entre otras medidas imprescindibles.
UN SALTO CUÁNTICO EN LA MOVILIZACIÓN CIUDADANA Y EL CAMBIO CULTURAL
Actualmente nos encontramos al borde de los límites planetarios y sociales causado por la codicia de las élites financieras y políticas y su hambre insaciable de ganancias y crecimiento infinito, posibilitado por una cultura del individualismo. Pero somos muchas las personas que creemos que es posible un futuro alternativo, un futuro que podemos construir juntas, el reto está en que nos lo creamos muchas más.
Cada una de nosotras importa en el proceso de transformar nuestro futuro, pero ¿realmente creemos eso? ¿Qué pasa si estamos subestimando nuestra capacidad individual y colectiva para cambiarnos a nosotros mismos, nuestras culturas y nuestros sistemas para crear un futuro próspero para todas? nos pregunta Karen O’Brien, en su libro “Eres más importante de lo que crees”(13).
Está claro que si hay una revolución imprescindible es la del cambio cultural, juntas podemos detener la crisis climática, prevenir la pérdida de biodiversidad y reducir la brecha de desigualdades, pero requiere una cooperación a unos niveles sin precedentes. Podemos construir un futuro verde, justo y pacífico donde el bienestar de las personas y el planeta estén por encima de las ganancias. No hay una sola, sino muchas formas de desarrollo alternativo.
Al final, todo se reduce a hacernos las preguntas que nos lanza Daniel Wahl(14): ¿seguiremos esforzándonos por superarnos unas a otras y, en el proceso, desenredar el hilo del que depende toda la vida? ¿O aprenderemos a colaborar en la restauración del todo a través de la innovación transformadora y el diseño regenerativo creando culturas vibrantes y comunidades prósperas para todas?
Como dice Eric Oline Wright (15), no podemos pintar un Edén sin conflictos, este camino no va a ser fácil, pero también necesitamos palpar Ecotopías reales y tangibles, quizás menos deseables y apetecibles pero sí más humanas, horizontes revolucionarios con paradas intermedias. También es evidente que las responsabilidades son asimétricas y que cada una tiene que explotar su capacidad política al máximo, unas más que otras, para conseguir soluciones basadas en alianzas sobre los comunes.
Yo estoy convencida de que el cambio ya está ocurriendo, las alternativas ya existen y son muchas según el contexto y las realidades. Necesitamos escuchar y aprender de las comunidades indígenas y locales, necesitamos re-organizarnos de muchas otras formas diferentes, pero confío en nuestra capacidad para co-crear propuestas regenerativas y resilientes. Un futuro con una sociedad equitativa, inclusiva y diversa es posible. Pero para vivir en este mundo arraigado en la cooperación y la solidaridad, debemos ACTUAR YA, ACTUAR JUNTAS. ¿Tú qué opinas?.
DOCUMENTOS DE REFERENCIA:
(1) Utopía no es una isla, catálogo de mundos mejores. Layla Martínez. Ed. Episkaia.
(2) Proteger el medio rural es protegernos del fuego
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/proteger-el-medio-rural-es-protegernos-del-fuego/
(3) Petroleras, las grandes beneficiadas de la guerra de Ucrania
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/petroleras-beneficiadas-guerra/
(4) Las desigualdades matan. Oxfam Intermón. https://www.oxfamintermon.org/es/publicacion/las-desigualdades-matan?hsLang=es
(5) Los cinco sentidos. Yayo Herrero. Ed. Arcadia
(6) Dancing with systems. Donella Meadows. https://donellameadows.org/archives/dancing-with-systems/
(7) Informe “Darle la vuelta al Sistema”. Greenpeace https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/documentos/darle-la-vuelta-al-sistema/
(8) Alternatives futures: https://sites.google.com/greenpeace.org/alternativesocioeconomicmodels/home
(9) Propuestas de Greenpeace frente a la Guerra de Ucrania: https://es.greenpeace.org/es/wp-content/uploads/sites/3/2022/03/SEIS-peticiones-GP-guerra-Ucrania.pdf
(10) Alternativas de energía ciudadana frente al cambio climático https://es.greenpeace.org/es/en-profundidad/cambia-la-energia-no-el-clima/alternativas-energia-cambio-climatico/
(11) Medidas para afrontar la crisis de Ucrania desde el sistema eléctrico:
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/medidas-para-afrontar-la-crisis-de-ucrania-desde-el-sistema-electrico/
(12) Las 5 claves de Greenpeace para cuidar el planeta:
https://es.greenpeace.org/es/wp-content/uploads/sites/3/2022/06/Dia-del-Medioambiente-2022.pdf
(13) You matter more than you think. Karen O’Brien. Ed. cChange Press.
(14) Designing Regenerative Cultures. Daniel Wahl. Ed. Triarchy Press.
(15) Construyendo utopías reales. Eric Oline Wright. Ed. Akal.
El crecimiento sostenido: un paradigma cuestionado
Carlos Javier Bugallo Salomón
Doctorando en Comunicación e Interculturalidad en la Universidad de Valencia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía. Licenciado en Geografía e Historia.
En su Ponencia Cristina Narbona ha defendido un «necesario cambio de paradigma económico» que dé lugar a una «transición ecológica económica». A continuación ha pasado Narbona a enumerar un conjunto amplio de medidas concretas con las que se podría materializar tal transición ecológica, al tiempo que expone los condicionantes que pueden acelerar o limitar esa transición. Creo que esta presentación de la Ponencia es correcta, porque trata de aspectos de la crisis ecológica que han sido bien estudiados y sobre los que podría haber un cierto grado de consenso político entre las fuerzas de izquierda y una parte de la ciudadanía sensible a la persuasión científica.
Sin embargo lo que echo en falta en la exposición de Narbona son dos cosas. Por una parte identificar con precisión cuál es el paradigma económico que hay que dejar atrás, y ello con el objetivo de no repetir sus errores. Por otra parte bosquejar, al menos a grandes rasgos, el nuevo paradigma económico que debe guiar esas transformaciones. El programa de actuaciones que ella ha expuesto no es más que un conjunto de objetivos y de medios para lograrlos (fines e instrumentos), pero no un paradigma intelectual que le dé al conjunto de propuestas un carácter orgánico, estructurado y con una orientación política clara, asentada en principios definidos.
Soy consciente de que la acción política se parece con frecuencia a la navegación por barco, pues el rumbo se cambia en función de las corrientes de fondo y del ambiente atmosférico, lo que obliga a contemporizar y asumir propuestas inconexas, pero ello no elimina la necesidad de saber de antemano hacia dónde se quiere ir con el barco y de disponer, en consecuencia, de una brújula (o GPS) para orientarse. Esa es precisamente la función de un paradigma.
Así pues para completar la excelente exposición de Narbona me propongo en lo que sigue de mi escrito cumplir las siguientes tareas: analizar los fundamentos del viejo paradigma del crecimiento sostenido y exponer qué paradigmas alternativos hay al mismo y cómo elegir entre ellos. No creo que cumpla con el rigor debido todas estas tareas, pero al menos espero que mis ideas sirvan para orientar este estupendo y necesario debate.
El paradigma del crecimiento sostenido
Creo que el paradigma científico que es responsable intelectual del desastre ecológico al que nos enfrentamos es el que podríamos denominar como “paradigma del crecimiento sostenido”. Este paradigma ha bendecido y justificado el crecimiento económico ilimitado y ha influido de forma decisiva en la acción de empresarios y poderes públicos; también ha influido en el comportamiento de los consumidores, quienes sufrimos agresivas y alienantes campañas de publicidad orientadas a identificar la obtención de la felicidad con la acumulación de bienes materiales. Como afirmó en su día Daniel Bell, «el crecimiento económico se ha convertido en la religión secular de las sociedades industriales para avanzar» (Miguel Ángel Galindo Martín: “Crecimiento económico”, en Información Comercial Española, nº 858, 2011).
Este paradigma intelectual es un fenómeno histórico reciente y trascendental, que se ha impuesto gracias a la aparición de rasgos enteramente nuevos en el modo de producción económico y en las pautas demográficas de las sociedades humanas. En efecto, la historia económica mundial muestra que el crecimiento económico se ha caracterizado por tres regímenes fundamentales. El régimen de la época “malthusiana” ha marcado la mayor parte de la historia de la humanidad, ya que el crecimiento de la renta era anulado por el crecimiento demográfico, lo que daba lugar a que la renta per cápita aumentase muy lentamente. El régimen “post-malthusiano” se inició a principios del siglo XIX en unos países y en otros más retrasados en el siglo XX, vino asociado a la Revolución industrial y se caracterizó por un aumento significativo en la renta que fue, sin embargo, compensado por un aumento de las tasas de fertilidad de la población. El tercer régimen es el del “crecimiento sostenido”, que se inició al final del siglo XIX en unos países y en otros en el siglo XX, basado en una caída drástica de las tasas de fertilidad lo que permitió el aumento vertiginoso de la renta per cápita y, con ello, de los niveles de inversión y consumo (Oded Galor: “Economic growth in the very long run”, en Steven N. Durlauf y Lawrence E. Blume (eds.): The New Palgrave Dictionary of Economics, 2008).
Los grandes empresarios son partidarios naturales del paradigma mencionado porque ven en el crecimiento sostenido la oportunidad de enriquecerse. Para entenderlo pongamos por ejemplo que un empresario obtiene de cada mercancía producida y vendida, un euro de beneficios: por tanto de 100 mercancías obtendrá 100 euros de beneficios; de 1000 mercancías, 1000 euros de beneficios; de un millón de mercancías, un millón de beneficios, etc.; de lo que se deduce que conforme aumenta la escala de la producción, aumenta de forma directa la escala de sus beneficios y el enriquecimiento. Pero la escala de la producción influye además en la obtención de beneficios de una forma indirecta: cuando en un sector económico se dan rendimientos crecientes, entonces los costes unitarios de producción se reducen en paralelo al aumento de la escala de la producción, y con ello pueden aumentar también de forma adicional los beneficios obtenidos. He aquí unas de las claves que explican la enorme concentración del capital en los tiempos modernos.
Algunos de estos grandes empresarios tratan al medio natural de la misma forma que se trataba a la mano de obra antes de la aparición de los sindicatos y de los partidos de izquierda. Es por ello que en la obra de Karl Marx El capital encontramos un clarividente paralelismo entre ambos fenómenos. Después de describir las brutales condiciones de trabajo imperantes en los inicios de la Revolución industrial y la consiguiente baja esperanza de vida de los obreros y obreras, en un capítulo dedicado a analizar la jornada laboral expone este autor lo siguiente:
«La producción capitalista, que en esencia es producción de plusvalor, absorción de plustrabajo, produce por tanto, con la prolongación de la jornada laboral, no sólo la atrofia de la fuerza de trabajo humana, a la que despoja —en lo moral y en lo físico— de sus condiciones normales de desarrollo y actividad. Produce el agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma. Prolonga, durante un lapso de tiempo, el tiempo de producción del obrero, reduciéndole la duración de su vida».
A lo que añade:
«El capital no pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo. Lo que le interesa es únicamente qué máximo de fuerza de trabajo se puede movilizar en una jornada laboral. Alcanza este objetivo reduciendo la duración de la fuerza de trabajo, así como un agricultor codicioso obtiene del suelo un rendimiento acrecentado aniquilando su fertilidad».
Cuando Marx hablaba de atrofia de la fuerza de trabajo, hoy se habla de degradación de los sistemas ecológicos; y cuando Marx hablaba de agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma, hoy se habla de esquilmación de los recursos naturales. Son distintos resultados que obedecen a las mismas causas. Si en la Biblia se nos advierte de que no se puede servir del mismo modo a Dios y a Mammón (deidad de la riqueza), hoy habría que actualizar este aforismo y afirmar que no se puede ser codicioso y respetuoso con el medio ambiente, al mismo tiempo.
Marx no sólo criticaba la avaricia de los burgueses de su época, sino también su irresponsabilidad moral. Para muchos de ellos era evidente —Marx así lo demuestra a través de varios testimonios de coetáneos— que el sistema fabril se había convertido en un matadero de personas, y que existía un peligro evidente de degeneración y de extinción de la raza humana: ¡Un temor que no data de ahora, cuando asusta la posibilidad de una hecatombe ecológica!
«No hay quien no sepa —afirmaba Marx—que algún día habrá de desencadenarse la tormenta, pero cada uno espera que se descargará sobre la cabeza del prójimo, después que él mismo haya recogido y puesto a buen recaudo la lluvia de oro. Après moi le déluge! (¡Después de mí el diluvio!), es la divisa de todo capitalista y de toda nación de capitalistas. El capital, por consiguiente, no tiene en cuenta la salud y la duración de la vida del obrero, salvo cuando la sociedad lo obliga a tomarlas en consideración».
Esta lección se podría aplicar con provecho al problema de la crisis ecológica que se nos avecina. Pero el genio de Marx no reside en estas reflexiones éticas, que estaban al alcance de cualquier persona con un mínimo de fibra moral. Lo novedoso en Marx es que acompaña su filosofía humanista —compartida con los socialistas utópicos que le precedieron— con un estudio profundo de las condiciones económicas y sociales que posibilitan y determinan tal estado de degradación humana. (Creo por ello que la ciencia social que Marx predicaba es la misma, mutatis mutandis, que recientemente el economista y exconseller Vicent Soler ha alabado en las figuras de Ernest LLuch y Albert O. Hirschman: «una ciència social en la qual l’ènteniment i el cor no estiguen separats».) Dice así Marx de nuevo:
«Al reclamo contra la atrofia física y espiritual, contra la muerte prematura y el tormento del trabajo excesivo, responde el capital: ¿Habría de atormentarnos ese tormento, cuando acrecienta nuestro placer (la ganancia). Pero en líneas generales esto tampoco depende de la buena o mala voluntad del capitalista individual. La libre competencia impone las leyes inmanentes de la producción capitalista, frente al capitalista individual, como ley exterior coercitiva».
El economista marxista Bernard Rosier (Crecimiento y crisis capitalistas) ha abundado en la idea de que existe una relación entre el modo capitalista de desarrollo de las fuerzas productivas y la valorización de la ventaja privada instantánea, que recompensa —por el beneficio— toda forma de trasladar una parte de los costes sobre la naturaleza y sobre otras clases sociales. Se puede así hablar de socialización de los costes y privatización de las ventajas. Y cita para ilustrar su idea el siguiente texto de Marx: «La producción capitalista no desarrolla por consiguiente la técnica y la combinación del proceso de producción más que agotando al mismo tiempo las dos fuentes de donde surge cualquier riqueza: la tierra y el trabajador».
Retomo ahora mi hilo argumental sobre el crecimiento sostenido. Como expuse en otro documento (La métrica del bienestar) publicado por Público.es en uno de sus anteriores debates, también los poderes públicos han creído que mediante el crecimiento económico se podría evitar hacer juicios distributivos, pensando que si cada uno tenía un ingreso más alto, entonces la sociedad no tendría que afrontar la cuestión de la equidad; pues los individuos se sentirán felices con sus nuevos ingresos superiores, independientemente de su posición relativa.
Pero esta presunción ha sido desmentida por las investigaciones recientes, ya que no existe ningún nivel de vida absoluto mínimo que deje contenta a la gente. Las necesidades individuales no se sacian cuando el ingreso se incrementa, y los individuos no se muestran más dispuestos a transferir parte de sus recursos a los pobres cuando se tornan más ricos. Si los ingresos de algunos se elevan menos rápidamente que los de otros, o con menor rapidez de cuanto esperan, incluso pueden sentirse más pobres cuando aumentan sus ingresos. Según el economista Lester Thurow (La sociedad de suma cero), de quien tomo estas reflexiones, el crecimiento económico para todos no puede solucionar el problema, porque las demandas no son de más, sino de paridad.
El “paradigma del crecimiento sostenido” también afirma que el libre mercado se autorregula y que es el instrumento más eficaz para enfrentarse a la crisis ecológica: ante los problemas futuros de escasez de recursos naturales, defiende que el sistema de precios reaccionará para orientar la búsqueda de fuentes alternativas e incentivar los cambios tecnológicos oportunos. Con ello se postula que el crecimiento capitalista no sólo es sostenido, sino también sostenible. Los defensores de este paradigma niegan incluso que los recursos naturales sean un bien público, pues los consideran:
«[…] categorías especiales de “capital” (que llaman “capital natural”, “recursos energéticos” o incluso “factor medioambiental”) sometidas al proceso de apropiación, remuneración y acumulación capitalistas, en una lógica exclusivamente centrada en el beneficio» (Rémy Herrera: Estado y crecimiento).
El problema con este planteamiento es que la destrucción de recursos naturales se está agravando a un ritmo acelerado y para cuando el mercado encuentre una solución —si es que la encuentra, pues no es seguro que lo haga— la situación sea tan grave que resulte irreversible (“A largo plazo todos estaremos muertos”, decía Keynes). Aún en el caso de que se encuentren alternativas energéticas, no está tampoco claro que no sean contaminantes, y el mercado no encuentra otra solución al problema de la degradación medioambiental que no sea la segregación espacial: los países ricos consumen y los países pobres acumulan los desperdicios. Otra limitación de este paradigma es que utiliza los tradicionales modelos matemáticos lineales, que implican proporcionalidad o constancia de efectos que pueden ser predecibles de forma determinista o probabilística, cuando la moderna teoría económica del caos rechaza que esos modelos sean siempre útiles y propone modelos no lineales con efectos que se retroalimentan y se vuelven impredecibles (Andrés Fernández Díaz: La economía de la complejidad. Economía dinámica caótica; David Kelsey: “The Economics of Chaos or the Chaos of Economics”, en Oxford Economic Papers, 40(1), 1988); James Gleick: Caos. La creación de una ciencia; Ziuddin Sardar e Iwina Abrams: Caos para todos).
Alternativas al paradigma
Examinemos ahora qué alternativas hay al paradigma dominante y cómo valorarlas. Esta exposición habrá de ser, por mor de la brevedad que exige este espacio de debate, necesariamente sintético y esquemático, y por lo tanto debe considerarse como antesala de otros debates más profundos y pormenorizados. También se tendrá en cuenta dos hechos importantes subrayados por Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas): 1) un paradigma no es relevado, por muchas anomalías que acumule, hasta que surge uno alternativo al mismo; y 2) no hay paradigmas que no contengan «anomalías» o contradicciones, y a la hora de elegir un paradigma esto habrá de hacerse en términos de ventajas comparativas sobre los demás paradigmas alternativos.
En mi opinión existen en la actualidad tres opciones posibles: 1) los objetivos del desarrollo sostenible (ODS) que conforman la llamada Agenda 2030, 2) la teoría del decrecimiento y 3) la teoría marxista. La primera no representaría un «revolución científica» con respecto al paradigma dominante, sino una evolución sustantiva —en la terminología de Bunge— en la medida en que no cuestiona al sistema capitalista pero introduce importantes cambios en su funcionamiento. Por su parte el decrecentismo y el marxismo sí suponen un cambio cualitativo de paradigma, ya que cuestionan el sistema capitalista y porque sus categorías de análisis son muy diferentes.
De las tres opciones, la primera de ellas (ODS) es la que tiene más capacidad de influir en la realidad concreta. Es un programa elaborado por las Naciones Unidas y que cuenta con el apoyo de más de 150 jefes de Estado y de Gobierno del mundo. Con todas las limitaciones y contradicciones que se quiera ver en los 17 objetivos marcados, lo cierto es que este programa supone una confrontación directa con respecto al “paradigma del crecimiento sostenido”, pues no sólo prescribe que el crecimiento debe ser sostenible medioambientalmente, sino también inclusivo e igualitario (por eso se cambia el término “crecimiento” por el de “desarrollo”).
En mi opinión este programa supone una victoria en toda regla del movimiento ecologista sobre sus oponentes, en cierto modo igual que las primeras leyes de reducción del tiempo de trabajo en el siglo XIX supusieron el triunfo «práctico» de «un principio»: el «de la Economía política de la clase obrera» (Karl Marx: Manifiesto inaugural de la asociación internacional de los trabajadores). Pero no debemos olvidar, como ilustró con detalle Marx en El capital, que las leyes que limitaban la jornada laboral (primero a 12 horas diarias, luego a 10 horas diarias) se impusieron en Inglaterra durante «medio siglo de guerra civil», y que los empresarios aceptaron estas leyes a regañadientes y las boicotearon permanentemente hasta que la fuerza de los sindicatos y de la ley les obligó a aceptarlas sin remilgos.
En cuanto a la teoría del decrecimiento, voy a exponer la que ha sido explicada recientemente por Carlos Taibo (Decrecimiento. Una propuesta razonada). He seleccionado esta obra por dos razones: la primera, porque Taibo es un intelectual al que respeto y aprecio; la segunda, porque esta obra es de publicación reciente (2021) y supongo que será una versión actualizada de la teoría del decrecimiento. Expondré mis opiniones al respecto señalando en primer lugar los puntos fuertes de tal versión, y en segundo lugar los puntos débiles. Mis críticas serán amigables y buscarán el acuerdo y no la imposición doctrinal.
Según Taibo, «La perspectiva del decrecimiento señala que en el Norte del planeta hay que reducir, inexorablemente, los niveles de producción y consumo. Y agrega que, para ello, es necesario aplicar principios y valores muy diferentes de los que hoy abrazamos». Para justificar esta tesis, el autor expone una cantidad ingente de hechos económicos, sociales, culturales y ambientales como señales de alarma de que nuestro estilo de vida actual no funciona adecuadamente y da muestras de graves patologías. Esta parte de la exposición de Taibo es un tesoro de información, pues recoge y sintetiza admirablemente las mejores y más progresistas tradiciones intelectuales en los campos de la sociología, la antropología, el feminismo, la filosofía… y, por supuesto, el ecologismo.
También me parece una aportación importante y valiosa de Taibo —que yo asumo íntegramente— la lista de principios y valores que deberán fundamentar y acompañar la política decrecentista. El autor sintetiza muy bien esta lista en el siguiente texto:
«Si se trata de enunciar de manera somera esos cambios, bien podemos identificar media docena, en el buen entendido de que, más allá de ellos, y como habré de subrayar en su momento, es necesario apostar por lo que por fuerza tiene que ser un abandono urgente de las reglas propias del capitalismo que conocemos. Ya me he referido al primero de los cambios anunciados: la recuperación de una vida social que nos ha sido robada. El segundo no es otro que el despliegue de fórmulas de ocio creativo. El tercero propone […] el reparto del trabajo, una vieja demanda sindical que por desgracia fue muriendo con el paso del tiempo. El cuarto nos habla de la conveniencia de reducir el tamaño de muchas de las infraestructuras productivas, administrativas y de transporte que empleamos. El quinto anota la urgencia de restaurar la vida local frente a la lógica desbocada de la globalización, y en un escenario de reaparición de la autogestión y la democracia directa. El sexto, y último, refiere la necesidad de asumir, en el terreno individual, lo que significa la sobriedad y la sencillez voluntarias».
Paso ahora a exponer mis críticas a la exposición de Taibo. Estas críticas son de distinto orden: terminológico, expositivo y metodológico. Empecemos pues con la primera.
Mi crítica terminológica se refiere al error en la elección del término “decrecimiento” para nombrar la perspectiva que se defiende. Este término me parece desacertado porque es impreciso, contradictorio y equívoco, todo ello dentro de los supuestos propios de la teoría decrecentista. Es impreciso porque la política decrecentista sólo se prescribe para los países de Norte planetario y deja fuera por el momento —con toda la razón del mundo— a los países que no pertenecen a esta zona geográfica: a estos se les debe permitir «un crecimiento mesurado», salvo a aquellas áreas «que exhiban una huella ecológica alta». Pero con ello el decrecentismo debe reconocer que sustrae de la exigencia de reducción del crecimiento a casi tres quintas partes de la población mundial.
El término también es contradictorio porque si bien implica la prescripción de reducir en los países del Norte la actividad de sectores económicos enteros —v. gr. la industria del automóvil, de la aviación, de la construcción, la cárnica, la militar, o de la publicidad—, por otro lado exige, en palabras de Taibo, «propiciar el desarrollo de aquellas actividades económicas que guardan relación con la atención de las necesidades sociales insatisfechas y con el respeto del medio natural; si queremos decirlo así, estas actividades seguirán “creciendo”». Finalmente el término me parece equívoco para las personas mal informadas acerca del espíritu y la filosofía que animan al movimiento decrecentista: estas gentes pueden pensar que el decrecentismo no es más que una política tecnocrática que los poderes públicos pueden lograr mediante el ajuste óptimo de las tasas de crecimiento per cápita. Así pues si yo fuera un decrecentista convencido no insistiría en la idea del decrecimiento, sino que más bien abogaría por esta otra consigna mucho más clara, directa e informativa: “control democrático y uso racional y equitativo” de los recursos naturales y económicos.
Mi crítica expositiva se refiere a la forma en que Taibo presenta sus argumentos. Como ya se ha dicho, el autor enumera y analiza un conjunto formidable de patologías culturales al objeto de sustentar la conveniencia de sus propuestas, pero apenas dice nada de los paradigmas u opciones alternativos. Taibo rehúye la lucha cuerpo a cuerpo con la economía neoclásica, y no dice nada de la Agenda 2030, que es una propuesta que, nos guste o no, es de gran relevancia política. Dedica el grueso de sus críticas a las propuestas de un “capitalismo verde” y el Green New Deal estadounidense –que luego comentaré—, y unas brevísimas líneas a la teoría marxista, por la que muestra un notorio desdén salvo en aspectos muy puntuales.
Por supuesto que Taibo tiene todo el derecho del mundo a criticar al marxismo, pero su postura soslaya el hecho crucial de que la producción científica marxista no se deja resumir fácilmente en unas frases, pues ha dado lugar a un conjunto vasto, heterogéneo y cambiante de doctrinas y propuestas, y que cualquier exposición razonada sobre estas investigaciones —tanto para criticarlas como para alabarlas— debe tener en cuenta esta circunstancia. En este sentido la situación del marxismo es similar a la de la propia teoría decrecentista, de la que dice el mismo Taibo lo siguiente: «Son muchas las críticas que se han vertido ante la propuesta del decrecimiento —o ante alguna de sus manifestaciones, que no es exactamente lo mismo—, un fenómeno tanto más lógico cuanto que aquella muestra versiones eventualmente diferentes que facilitan las contestaciones y los recelos». Sin embargo Taibo se muestra benevolente con el decrecimiento y exigente con el marxismo. Por ello le pido a este autor que revise si administra de forma imparcial sus criterios evaluativos.
Mi crítica metodológica se dirige a cómo piensa el decrecentismo llevar a la práctica sus ideas. Expone Taibo que «el decrecentismo no se limita a anunciar la catástrofe que se avecina: señala, antes bien, que hay remedios, no sin antes subrayar al tiempo que reclaman transformaciones radicales en nuestras sociedades y en nuestras conductas». Y yo me pregunto: ¿no hay nada que decir sobre cómo y por quién se van a ejecutar estas transformaciones? ¿Cómo piensa Taibo que se acometan todos los cambios profundos que él propone, que además deberán verse acompañados —según su opinión— por una «abolición de privilegios»? Estos cambios no se van a producir espontáneamente: los grandes sectores ecológicamente insostenibles no se van a hacer el harakiri de forma voluntaria y altruista; y los privilegios no desaparecerán sin una gran resistencia por parte de quienes son sus detentadores. Unos y otros recurrirán a su influencia sobre las instituciones del Estado para ralentizar o paralizar esos cambios, o incluso para volver a etapas más regresivas de civilización (fascismo). La presión será tanto más fuerte cuanto mayor sean los cambios previstos. Esto no es una especulación sino un truismo para cualquiera que conozca la Historia. (El reciente escándalo de la empresa “Uber” es un buen ejemplo de ello.)
Así pues, ¿qué piensan los decrecentistas sobre sobre la necesidad de utilizar las instituciones del Estado para impulsar estas transformaciones? Sobre esto expone Taibo lo siguiente:
«[…] en los últimos tiempos se aprecia cierta distancia entre el discurso y las propuestas del estamento académico que trabaja sobre el decrecimiento, más propicios, tanto el uno como las otras, a trabajar con las instituciones, y la perspectiva que abrazan, en cambio, muchos de los activistas de base, que más bien asume un perfil libertario o libertarizante».
En resumen: falta un pensamiento unitario sobre esta cuestión fundamental; sobre la que, por cierto, el propio Taibo no se pronuncia de forma clara. Él lanza una dura crítica al “capitalismo verde” y al New Green Deal como formas tecnocráticas de apuntalar al sistema capitalista, aunque reconoce honestamente que la propia teoría decrecentista puede tener el mismo efecto no pretendido. Pero a mi modo de ver todo esto no son más que evasivas.
Estoy convencido de que todos los poderes corporativos, mediáticos y policiales que han conspirado en este país para que nuestro Gobierno de coalición no saliera adelante aplaudirán con las orejas cualquier propuesta que deje “intacto” al Estado y lo siga dejando en “sus” manos. Aunque soy de los que piensan que no hay que hacerse demasiadas ilusiones a este respecto: cómo de lejos se llegue con la utilización de esas instituciones dependerá de la correlación de fuerzas de los actores políticos implicados y de sus pretensiones ideológicas. También es cierto que la lucha por el control del poder ejecutivo y administrativo no excluye, sino que al contrario es su complemento, la lucha por influir y movilizar a la sociedad civil. Pero en todo caso el principio fundamental en el que apoyar el movimiento de los heterodoxos debería ser, en ambos casos, este formulado por Marx en otra época: «Cada paso del movimiento real vale más que una docena de programas» (Crítica del programa de Ghota).
Esta indecisión ideológica mostrada por Taibo —que contrasta con su gran capacidad intelectual— no es fruto de la casualidad, sino que a mi modo de ver es una consecuencia de la ideología “libertaria” que este autor defiende. Si estuviésemos en el siglo XIX o incluso en el primer tercio del siglo XX, cuando el anarquismo poseía una gran influencia social, Taibo podría rechazar la participación en las instituciones políticas y anteponer a ello la consigna de la “huelga general revolucionaria” como método de transformación social y de lucha contra el cambio climático. Pero estamos en el siglo XXI y ni el anarquismo ni el decrecentismo tienen esa influencia. Taibo reconoce esta situación —a diferencia de ciertos activistas sectarios—, por lo que cabe especular si ante la urgencia del «colapso que se avecina» —medioambiental, pero también económico y demográfico— acaso este autor intuya que ya no fuera conveniente renunciar a los poderes del Estado para enfrentar tal amenaza. No sabemos si Taibo piensa que esta crisis medioambiental pueda ser también una anomalía para el pensamiento libertario, pero en todo caso sostengo que las personas de izquierda debemos afrontar nuestras propias contradicciones y dar solución a las mismas: no sólo por honestidad intelectual sino también, en esta precisa cuestión, por pura supervivencia de la especie humana.
Quedaría finalmente hablar del paradigma marxista. Pero no acometeré esta empresa por dos razones: porque ya se han apuntado en este texto algunas ideas centrales de este paradigma, y porque estoy seguro que otros estudiosos podrían hacerlo con más competencia que yo.
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