La transición ecológica es una cuestión abierta que se construye durante estos años a marchas forzadas. Nadie que tenga una mirada abierta del mundo puede obviar que se está dando una transición global, y sin embargo, esto no determina lo que vaya a suceder, porque la materialización de la transición puede tener tantas variantes y en tantas claves como se puedan imaginar, aunque otras tantas, y cada vez más, aparecen por el avance de la crisis ecológica, que cierra muchas posibilidades a medida que va superando puntos de retorno. En esta aportación pretendemos examinar justamente el factor que suele quedar oculto y que, sin embargo, será el determinante en la evolución de este proceso histórico. Ese factor es el sujeto político.
El cambio climático y la transformación efectiva de la sociedad
Hace ya décadas que venimos hablando de transición ecológica, pero tiene cierto interés recuperar el origen de este término. Al principio era el ecologismo militante y teórico el que usaba esa expresión, y como cada vez que se acuña un concepto, resultaba extraño; más aún, hablar de transición ecológica podía ser tildado de exagerado, catastrofista o ridículo, como ha sucedido tantas veces con las posiciones ecologistas. Sin embargo, hoy en día el término ha pasado a ser de uso común y tenemos hasta un Ministerio (cuya titular ostenta el rango de vicepresidenta tercera). La forma en la que se da esa mutación, de un término minoritario a uno que designa una de las grandes áreas de gobierno, tiene que ver con dos fenómenos: primero, con la emergencia de una conciencia social que se preocupa por la crisis climática, con un movimiento que articula socialmente esa preocupación, y segundo, con la absorción por parte del Estado de esas demandas y de los contenidos formales de esas propuestas. Que ese fenómeno sea positivo o no es precisamente lo que tenemos que discutir para poder plantear la cuestión final a la que pretendemos dirigirnos, que es la del sujeto, o dicho de otra forma: ¿quién liderará los cambios sociales necesarios para hacer efectiva la transición y de qué manera?
Es sabido que la situación es de emergencia global, que la crisis climática es sólo la más inminente de una amplia gama de fenómenos derivados de la degradación ecológica del planeta y que eso hace que estemos rodeados de amenazas. A la crisis climática la acompañan un declive energético de primer orden, una caída de la biodiversidad que está en la génesis de la pandemia de la COVID (y de otras muchas enfermedades) y un largo repertorio de desafíos. En términos generales, lo que origina estos fenómenos es que hemos superado la capacidad de la naturaleza para producir recursos y asumir residuos, y por lo tanto hemos saturado el medio en el que vivimos. A la relación entre sociedad y naturaleza la llamaba Marx metabolismo, refiriéndose a una relación de intercambio constante de flujos de energía y materia, y ese metabolismo es el que hoy está desbordado. Para volver a poner la actividad humana bajo los límites de la naturaleza tendremos que ejecutar una reducción masiva de la producción y del uso de energía y materiales. Al paso de esta sociedad actual, que consume masivamente y desborda todos los límites, a una sociedad en la que las pautas de consumo sean asumibles por la naturaleza, a esa transformación es a lo que llamamos transición ecológica.
No es poca cosa. Para empezar, como señala el texto de la ponencia inicial de este debate, la reducción no puede ser igual para todos los sectores de la sociedad, porque la responsabilidad de las emisiones está fracturada entre aquellos sectores sociales que han producido, con una actividad económica hipertrofiada, el cambio climático, y aquellos sectores que han sido sujetos pasivos de esa actividad y que o bien no se han beneficiado de ella o bien lo han hecho de forma secundaria y subalterna. Para ponerlo más claro: la necesidad de reducir la actividad y minimizar los consumos está sesgada por la clase y por el origen, porque una obrera o una limpiadora han tenido muy poca responsabilidad en la definición de la política económica y se han beneficiado sólo de forma parcial y, por supuesto, la mayor parte de la población mundial, desde Congo o Sudán hasta el triángulo norte de Centroamérica, por poner dos ejemplos, no sólo no se han beneficiado sino que han sido víctimas de ese desarrollo económico.
Por lo tanto, los cambios necesarios no sólo son de enorme calado en lo que se refiere a la estructura económica, sino también en lo político. Una transición mínimamente justa debe asumir, simultáneamente, una enorme redistribución de los recursos tanto dentro de cada país, en términos de clase, como en la economía mundial, en la división internacional del trabajo. El marco para esta redistribución es una reducción global del consumo que debe ajustarse a unos estándares de uso de materiales y de energía muy restrictivos. Sin ánimo de entrar en discusiones de ámbito técnico, en España se han dado varias polémicas sobre este asunto entre especialistas de gran nivel científico, que señalan que los estándares de reducción necesarios son elevados y exigen una planificación estricta que a veces se ha comparado con la de una economía de guerra[1].
Más recientemente, se ha lanzado la idea del Green New Deal (en adelante GND) con la idea de lanzar un gran proceso de recuperación de la economía en clave keynesiana[2]. Esta es una idea que se ha generalizado y que la propia Comisión Europea ha asumido como propia, en una línea que sin duda también puede acoger los proyectos de transición ecológica del Gobierno de España. Por supuesto, hay muchos elementos que diferencian estos proyectos, algunos de forma nítida, otros no tanto, pero en cualquier caso todos ellos comparten la centralidad del Estado en el liderazgo de la transición, algo que, por cierto, no asumían en ningún caso los protagonistas del New Deal al que hacen referencia. Pero vayamos por partes.
¿Dónde estamos? Desde el ecologismo clásico al movimiento climático y la institución
La tarea del ecologismo desde hace medio siglo ha sido la de adelantar el conflicto que estaba por llegar, y no un conflicto más, sino una lucha que se habría de dar entre los límites de la naturaleza y la expansión de las sociedades humanas. Un conflicto épico que, como cualquier lucha social adelantada, no tuvo la repercusión que aspiraba a tener, porque ninguna sociedad reacciona a partir de problemas que puedan surgir en un tiempo futuro: al fin y al cabo, hay que pagar el alquiler, y eso llega antes que el final del petróleo. Andaba el ecologismo agotado de sí mismo cuando apareció la emergencia climática, y entonces fueron otros quienes asumieron el pulso. El movimiento climático juvenil significó un cambio de ciclo frustrado por dos elementos; el primero objetivo e indiscutible, fue la aparición de la COVID y el confinamiento, los meses de distancia social que hicieron imposible la actividad de un movimiento juvenil adicto a la presencia y a la actividad de calle; el segundo fue la agenda de una serie de partidos políticos que hicieron cuentas con la actividad juvenil y el apoyo masivo que ésta despertaba y lo convirtieron en un eje de lucha política y electoral.
Hoy nos encontramos en un momento en el que el pulso del movimiento ha bajado y se ha generado, en su lugar, una amplia actividad institucional. Esto podría ser positivo, en la línea en la que resulta necesario que los gobiernos asuman las demandas populares, pero está siendo negativo, porque esas demandas están siendo más frustradas que satisfechas bajo un marco de gestión neoliberal de la crisis ecológica. Se trata de una cuestión ampliamente discutida cuya mejor aportación en sin duda la de Daniel Tanuro[3], quien explica perfectamente que no se puede ni mantener el crecimiento a base de una mera mejora de la eficiencia ni encaminarnos a una ruptura entre el crecimiento económico y la generación de residuos. Y es que el neoliberalismo, como forma contemporánea del capitalismo, se soporta sobre la necesidad de incrementar constantemente la esfera del valor, y aquí, como la navaja de Okham, la solución más sencilla es la más plausible: no hay crecimiento de la economía sin crecimiento del impacto en la naturaleza.
Pero eso es justamente lo que prevén tanto los modelos de GND como los de control del impacto climático a través de la acción institucional, entre los cuales la referencia se encuentra en las Cumbres sobre Cambio Climático. Siendo sinceros, la actividad institucional ha estado presente durante décadas sin lograr resultado alguno. Sólo ha habido dos momentos de reducción significativa de emisiones, la crisis de 2008 y la crisis de la COVID en 2020, y esto es así porque las instituciones neoliberales están atravesadas por la necesidad de crear un incremento constante del valor, lo que lleva sus políticas climáticas a meras afirmaciones discursivas. El papel, como se suele decir, lo aguanta todo: el clima, no.
Los fenómenos reales de amenaza y la situación social
Avanzamos en tiempos de penumbra, pero avanzamos, porque la historia jamás se detiene. Los impactos de la crisis ecológica, y en primera fila los del cambio climático, están apareciendo, pero no se muestran como podríamos esperar. El cambio climático no aparece como un patrón que despide o como un gobierno que lamina los derechos laborales o criminaliza la protesta. El cambio climático tiene, por supuesto, agentes responsables, pero no se puede determinar la agencia individual de cada sujeto; al fin y al cabo ¿cuántas toneladas de emisiones se deben a cada presidente estadounidense, francés, chino, o a cada responsable empresarial?
Más aún, pero en la misma línea: tampoco se puede establecer la cadena causal que lleva desde el clima hasta cada desastre. Es algo que explica de forma inmejorable Andreas Malm[4] cuando analiza como el origen de la guerra de Siria se encuentra en una migración masiva que surge como consecuencia de una sequía de dimensiones bíblicas. Por supuesto, a todas las personas que lucharon contra la masacre del gobierno de al-Assad sería difícil explicarles que su lucha era en contra de los efectos de la crisis ecológica y no contra un tirano, y ese es un fenómeno que nos vamos a encontrar en muchos conflictos. Se trata de trabajar en las brechas que muestran y que nos permiten explicar de forma clara que la crisis ecológica empieza a romper nuestra forma de vida porque, simple y llanamente, esa forma de vida no es compatible con el mundo en el que se produce.
Por supuesto, esto no puede ser meramente discursivo. Cuando hablamos de trabajar en las brechas nos referimos a hacer un trabajo político real, esto es, de la mano de los sindicatos y los colectivos sociales para plantear alternativas efectivas, como se ha hecho en el conflicto de Nissan, en el de Airbus o en el de Alcoa, pero también en las oleadas de incendios que cada año devastan el territorio o en la lucha de las trabajadoras de los cuidados. Por muchos motivos, entre los cuales quizá el primero sea que la transición tiene que salir del reducto ecologista para dejar de ser un movimiento sectorial y empezar a plantear un polo popular en clave ecosocialista.
Sólo eso permitirá construir un agente colectivo con fuerza propia para llevar la transición hasta el lugar en el cual el Estado no puede llevarla, porque sus intereses se encuentran más allá de las dinámicas del sistema.
Existen, por supuesto, infinitas dificultades, pero sigue siendo cierta la hipótesis central: no se puede avanzar sin romper la subordinación de las estructuras de mando del Estado a la reproducción del capitalismo. Y existe también una coyuntura dramáticamente favorable, y es que el nivel de degradación social y ecológica del sistema actual es tan alto que hace bueno todo lo que el ecologismo ha predicado sin que nadie lo escuchara, y ahora el repertorio de propuestas alternativas empieza a ser escuchado, cada vez más, como el sentido común y la única vía que puede ser antagonista respecto a un capital que cada día se cierra más sobre sí mismo y excluye, con una violencia altísima y sistemática, a la mayoría de la población mundial.
Notas:
[1] Se puede consultar sobre este punto autores de referencia como Antonio Turiel, que tiene un artículo publicado en su blog con abundantes datos sobre este punto: https://crashoil.blogspot.com/2021/07/las-ilusiones-renovables.html
[2] Santiago, Emilio, y Tejero, Héctor. ¿Qué hacer en caso de incendio?. Madrid: Capitán Swing, 2019
[3] Tanuro. Daniel. El imposible capitalismo verde. Madrid: La oveja roja, 2011
[4] Malm, Andreas. Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas. Incluido en: Como si hubiera un mañana. Manuel Garí y Juanjo Álvarez (coordinadores). Barcelona: Sylone, 2020.
Renovables sostenibles: fotovoltaica. #renovablesaquiSI
13/01/2023
Fernando Prieto
Observatorio Sostenibilidad
Alejandro Sacristán
Club Nuevo Mundo
Agnès Delage Amat
Catedrática de ciencias sociales en la Universidad Aix Marseille (France). Milita en Rebelión Científica y Extinction Rebellion.
Un estudio reciente del Observatorio de Sostenibilidad para Aliente señala que es posible el situar hasta 10 veces la producción fotovoltaica del PNIEC con un mínimo impacto ambiental situándolos en zonas ya artificiales. Las placas se distribuirían en el 50% aproximado sobre suelos ya construidos e industriales y el resto se distribuiría en zonas muy antropizadas y de escaso valor ambiental, tales como minas de carbón, vertederos, escombreras, también en zonas de invernaderos ya consolidados como los de Almería que podrían producir hasta 45GW, zonas mineras con sus 42GW, infraestructuras viarias, autovías, autopistas carreteras y vías de ferrocarril, que podrían contribuir con otros 15 GW, (que podrían pagar parte de su mantenimiento,) cubrimiento de canales con 8,5 GW (que además podrían ayudar a la disminución de la evaporación). Los vertederos y escombreras podrían producir 3,5GW.
Los cálculos de estas producciones se han realizado de una forma muy conservadora por lo que puede considerarse que la producción de energía sería mucho mayor. Se han dejado fuera todas las zonas de la red natura, zonas importantes para las aves, para los mamíferos y el total de reservas de la Biosfera. Es decir, se ha tenido muy en cuenta la biodiversidad. Las ratios de producción también han sido muy conservadores, por ejemplo, el CIEMAT ha establecido una producción solar en tejados de unos 300 GW, (en nuestro informe se cifran en unas 155 GW).
Para el resto de parámetros se han utilizado variables tales como disponibilidad de suelos recortando con cientos de imágenes y contrastándolo con los datos procedentes del SIOSE, y con iniciativas ya en marcha como el Canal de Navarra, iniciativas como las de ADIF para el caso de vías férreas donde ya habla de 35 GW al año, o de carreteras como hacen otros países como Alemania. Pero el mayor porcentaje reside en las zonas mineras, podemos ver los casos de minas de lignito en Alemania o de China. En España en la zona de Andorra en Teruel ya se está haciendo. En estas zonas y con un mínimo impacto se puede producir energía fotovoltaica.
Pero es muy muy importante el caso de la energía en tejados individuales, zonas comerciales, zonas industriales, polideportivos, colegios, de administraciones públicas, estaciones de tren, autobuses, campos de futbol, parkings, etc, etc.. Estos tejados se pueden aprovechar por pequeñas y medianas empresas, por ciudadanos, por comunidades energéticas, y aquí, la energía llega directamente a la gente, haciendo participe una parte importante de la población en la producción y la gestión de la energía fomentando el autoconsumo y la energía distribuida.
Es posible, casi por primera vez en la historia, que por primera vez revierta esta revolución tecnológica en la mayoría de la gente y no como hasta ahora solo en unas cuantas compañías. Aquí también vemos que otros países nos llevan mucha ventaja, por ejemplo China acaba de poner en producción 27GW en tejados solares, en 2021 y de cara a 2023, se espera que muchos municipios hayan instalado paneles en 50% de la superficie disponible en edificios gubernamentales, 40% en escuelas y hospitales, 30% en edificios industriales y 20% en hogares rurales. Alemania ya tiene 2 millones de tejados solares, el reino Unido 800 mil, Italia 600 mil , Australia ya se acerca a los 3 millones de viviendas con paneles soalres o California que en 2019 ya superó el primer millón de tejados solares y en el “país del sol”, es decir aquí, vamos con continuas demoras, con balances negativos para el productor, y burocracias y legislaciones inexplicables vamos por 200 mil como máximo.
Es urgente fomentar estas instalaciones de una forma masiva y disruptiva, con una reducción de costes mediante compras al por mayor de las autoridades locales, con ayuda directas de la administración, (¿con fondos procedentes de Europa’?) instalando en todos los tejados y superficies urbanas disponibles posibles. Esta instalación de energía solar además tendría beneficios en la generación de empleo, sobre todo pequeñas y medianas empresas, bajaría el precio de la luz para los consumidores, disminuiría las emisiones de CO2 y la dependencia energética.
El PNIEC habla de 39 GW fotovoltaicos para el 2030, cuando ya existen unos 17GW. Es decir, faltan unos 22 GW hasta el 2030. En este informe se proponen soluciones para estos 22 GW de forma que se pueden escoger entre las soluciones ofrecidas de menor impacto ambiental, máximo beneficio para la sociedad y menor coste económico. El desarrollo en los últimos años de las energías renovables ha tenido un fuerte impacto en paisajes, en la biodiversidad y en cientos de comunidades que ha generado un importante rechazo hacia estas tecnologías a pesar de que son claves para la descarbonización de la economía y para poder llegar al cada vez mas lejano objetivo de no aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero. La población debe de ser consultada y tenida en cuanta sobre todo si se transforman sus paisajes o sus modos de vida.
Por otra parte, se ha comprobado que algunas CCAA están llevando el peso de toda la transición energética (curiosamente las mismas que antes tenían las centrales mas contaminantes), de esta forma se permite que CCAA como Cataluña, País Vasco o Madrid puedan empezar a sumir sus responsabilidades respecto a la producción de electricidad. Finalmente hay que recordar que un mayor desarrollo de fotovoltaica permitirá que los proyectos eólicos más cuestionados por la sociedad y los de mayor impacto ambiental y sobre la biodiversidad no fueran realizados.
Este informe se puede resumir con el hashtag #renovablesasiSI y refleja una formula ganadora que debe de ser apoyada masivamente por el gobierno de la nación y las comunidades autónomas para salvaguardar otros territorios, donde todo el mundo se beneficia, los ciudadanos participando de esta revolución solar mediante comunidades energéticas o en sus propios tejados, los ecosistemas, los paisajes, la biodiversidad, las zonas agrarias y forestales donde el impacto sería mínimo. ¿Por qué nos empeñamos en seguir ocupando zonas agrarias o forestales o de la red natura? Los datos son inapelables. Iniciemos el camino de las renovables sostenibles. Ganamos todos.
Renovables, claro que sí, pero ¿cómo y de quién?
10/12/2022
Marià de Delàs
Periodista
“El riesgo de colapso social y económico es demasiado grave para no emprender la transición energética de manera inmediata y a gran escala”, se dice en un manifiesto (1) reciente en favor de la aceleración de los “proyectos de renovables en Catalunya”, un llamamiento para conseguir apoyo social y político a la instalación de placas fotovoltaicas y aerogeneradores.
“Centrales fotovoltaicas y parques eólicos -terrestres y marinos- tienen que pasar a formar parte de nuestro paisaje”. “Solo con un aprovechamiento decidido del viento allá donde más sopla y del sol donde más irradia avanzaremos hacia el ineludible cambio que encaramos como civilización”, se puede leer en este manifiesto, que de este modo deja clara la voluntad de favorecer un determinado modelo de implantación de fuentes de energía renovable. Firman el texto una serie de profesionales de diferentes ámbitos, entre ellos la presidenta de la Cámara de Comercio de Barcelona, Mònica Roca, o el director del Global Carbon Project, Josep Canadell. La iniciativa recibió el apoyo inmediato del consorcio promotor del Parc Tramuntana (BlueFloat Energy y SENER), que prevé la instalación de decenas de aerogeneradores gigantescos flotantes, más altos que la torre más alta de la Sagrada Familia (más de 200 metros de altura), a las puertas de la bahía de Roses, en el golfo de León.
No hay duda, la tramuntana sopla a menudo con fuerza en el noreste de Catalunya y es codiciada como fuente de energía también por parte de empresas como IBERDROLA, que ambiciona la instalación de otro macroparque en la misma área marítima, o como ENDESA, que prevé implantar polígonos de molinos aerogeneradores en el Parque Natural de l’Albera. Las personas que firman el manifiesto dicen que apuestan por un modelo híbrido, “donde convivirán comunidades energéticas locales con productores y consumidores que intercambian energía, con un mercado energético de gran alcance regional e internacional”. Lamentan que en los últimos años se han desestimado proyectos con una potencia de al menos 1.369 MW, pero nada dicen ni se sabe en concreto qué tipo de apoyo institucional reclaman para proyectos descentralizados, basados en el aprovechamiento de capacidades de instalaciones fotovoltaicas, eólicas e hidráulicas de proximidad, que en conjunto, según dicen investigadores suficientemente acreditados, tienen o pueden tener un potencial de generación energética enorme.
Ninguna referencia a formas de acabar con el derroche progresivo de recursos. Ninguna alusión tampoco a la titularidad de las empresas del sector de la energía. Lo que predomina de esta manera son las expectativas de negocio de los inversores, por encima de las necesidades de quienes sufren pobreza y de la preocupación por la salud del espacio natural. En este ámbito admiten la existencia de “incertidumbres” sobre el impacto de los macroparques “en aspectos concretos de la biodiversidad”, pero no pueden disimular ni disimulan, tal como explica el investigador Antonio Turiel (2), la voluntad de favorecer el proyecto del Parc Tramuntana, que prevé el anclaje a gran profundidad de macromolinos gigantescos en la zona de mayor biodiversidad del Mediterráneo (3). No mencionan siquiera la afectación sobre el territorio que tendrían los trazados de nuevas líneas de muy alta tensión (MAT).
Aseguran que los parques eólicos y solares pueden ser compatibles con las actividades agrícolas y ganaderas, pero no dejan de hacer hincapié en los “ingresos por tasas y alquileres” que recibirán los ayuntamientos y los propietarios de terrenos. Más claro no puede ser el mensaje dirigido al campesinado que lucha para sobrevivir con el cultivo de campos y la producción de alimentos.
Conviene prestar atención, por otra parte, sobre algunos significativos agentes que piden la firma del manifiesto a través de redes sociales. Cuesta creer que los planes de aprovechamiento y distribución de energía puedan ser respetuosos con la naturaleza si se realizan bajo el criterio de los mismos que defienden la intensificación del tráfico aéreo, la explotación del agua como negocio o una industria del ocio desmesurada e insostenible en las costas y en la montaña. La protección del medio ambiente no parece una prioridad, por ejemplo, para los partidarios de la ampliación del aeropuerto de Barcelona sobre los espacios naturales del delta del Llobregat. Tampoco parecen muy sensibles a la destrucción del entorno natural los defensores de las inversiones en el Pirineo para la celebración de juegos olímpicos de invierno (sin ahorro de nieve artificial, hay que suponer), o quienes potencian la construcción del megaproyecto turístico Hard Rock en el Tarragonès, sobre terrenos expropiados al campesinado y actualmente protegidos por la Red Natura 2000. Todos ellos parecen creer que la economía va bien si el territorio se llena de más hormigón, más asfalto y más construcciones.
Parecen todos dispuestos a mantener el “pie en el acelerador” en la “carretera hacia el infierno climático” descrita recientemente por el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres. “Nuestro planeta se acerca rápidamente a puntos de inflexión que harán que el caos climático sea irreversible”. “La humanidad tiene una opción: cooperar o morir”, dijo el pasado noviembre en el marco de la Conferencia COP27. Las advertencias eran llamativas, pero no nuevas, En realidad Guterres no hizo nada más que remarcar lo que los científicos señalan desde hace décadas sobre las consecuencias catastróficas de la sobreexplotación de recursos naturales. “La comunidad científica venía alertando sobre los riesgos ambientales desde mucho antes que estos aparecieran en la agenda política internacional”, ha constatado Cristina Narbona (4) en la ponencia inicial de este debate abierto por Espacio Público. Las contribuciones publicadas están llenas de advertencias, recomendaciones y reflexiones sobre transición ecológica desde diferentes perspectivas.
Desgraciadamente las señales de alarma no han servido para mucho más que para constatar el incumplimiento de compromisos. En la COP27 se puso en evidencia una vez más esa realidad cuando se comprobó que finalizaba sin manifestación de voluntad firme y conjunta de atacar las causas del cambio climático.
Los participantes en la Conferencia no llegaron a ningún acuerdo en este sentido, no porque negaran la evidencia del calentamiento global, o porque cuestionaran, como todavía hacen algunos fanáticos, que la actividad humana se encuentra en el origen de este fenómeno, sino porque sus gobiernos son rehenes de un sistema irracional, basado en el crecimiento económico indefinido y la búsqueda permanente del máximo beneficio por parte de los amos de la riqueza.
En realidad estos propietarios no pueden negar la evidencia. Muchos han tomado conciencia no solo de algunos de los efectos de la economía basada en el extractivismo sino también de los costes energéticos crecientes de los combustibles fósiles y de su agotamiento progresivo. Por eso muchos dirigen sus miradas hacia las oportunidades de negocio que pueden encontrar en otras fuentes de energía.
Consideran los megaproyectos energéticos destructores de territorio como necesarios, porque piensan que la transición energética tiene que ser compatible con el actual sistema de producción y consumo. Un sistema, que conocemos como capitalismo, incapacitado a todas luces para solucionar los problemas que genera.
Parece evidente que hay que cambiar, pero hoy muy poca gente se atreve a entrar en precisiones sobre qué nuevas estructuras se pueden construir, qué otras relaciones y formas de producción se pueden establecer y qué otros hábitos de consumo se pueden propiciar. “Hay que caminar hacia una sociedad con capacidad de generar una nueva forma de vida con valores y cultura alternativos al del lucro individualista” (5), afirma Manuel Garí en un texto repleto de propuestas.
Durante el siglo pasado se reflexionó a fondo sobre este objetivo igualitario. Se pensó mucho, se escribieron miles y miles de estudios, teorías y análisis sociológicos, y se aplicaron políticas que hipotéticamente tenían que acabar con la irracionalidad. Las ambiciones de los administradores y el consecuente totalitarismo abocaron al fracaso las experiencias socializantes, pero aun así, hoy, no podemos dejar de constatar que faltan voces que señalen la necesidad de un cambio radical de relaciones económicas y sociales que haga posible que la razón se imponga por encima de los instintos más primarios de dominación que, como ha escrito Jorge Riechmann, nos han llevado a “vivir como si no hubiese límites biofísicos (en un planeta finito cuyos límites hemos traspasado ya)” (6). Gobernantes, representantes políticos, administradores, sindicalistas e intelectuales del siglo XXI no se atreven a plantear una alternativa que pueda poner en cuestión el poder del capital.
No la plantean, obviamente, dirigentes conservadores, que persisten en el negacionismo de la emergencia climática. Algunos, como la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, han tomado posición de manera tan grotesca que, si no fuera porque el tema es tan dramático nos partiríamos de risa.
Otros, sin embargo, que hoy se identifican como “progresistas”, defensores de un progreso no definido, se adaptan a la lógica de los mercados financieros, que pintan los fondos de inversión de color verde para obtener el mejor provecho de una transición energética que no explican. Entre ellos se encuentran no pocas personas que hace no mucho tiempo participaban de alguna manera en organizaciones que aspiraban explícitamente en favor de otro orden económico y social, el socialismo.
Esta palabra se convirtió en nombre propio. Sirve para designar algunas entidades y partidos con raíces históricas. Convendría recuperar su significado como proyecto social, en el cual la producción, distribución y suministro de energía, como otros sectores estratégicos de la vida económica, deberían dejar de regirse en función de tasas de rentabilidad para unos pocos, para convertirse en actividades no depredadoras, controladas por entidades de titularidad pública, bajo estricto control democrático.
Tendría que resultar incuestionable en nuestro tiempo la reivindicación en voz alta de un anhelo tan sensato.
Notas:
1. Renovables o una Catalunya a la cua. Panorama, diciembre 2022.
2. Antonio Turiel. El manifiesto que nadie pidió. CTXT, 8 diciembre 2022.
3. Marta Ball-llosera. ‘No miris a dalt’ a la catalana. El Punt Avui, 18 de noviembre 2022.
4. Cristina Narbona. Transición ecológica: una cuestión de justicia global y supervivencia. Espacio Público, 28 junio 2022.
5. Manuel Garí. La imposible transición ecológica (bajo el capitalismo). Espacio Público, 2022.
6. Jorge Riechmann. Sobre las dificultadas de la transición ecológica. Espacio Público, 2022.
Desarrollo y emergencia climática: ¿crecimiento o decrecimiento?
15/11/2022
Miguel Aguado
Divulgador ambiental y Socio Director de la consultora B Leaf
Hace unos ocho años me llamaron de una televisión que podíamos ubicar en el extremo político, muy a la derecha. Querían hablar sobre el cambio climático en un debate. Tenían cuatro negacionistas de este y necesitaban a un “pringado” que afirmase que si existía. Ese era yo, y como me gustan los retos, acepté. No estuvo nada mal; creo que, modestamente, me defendí bien. Cuatro años después me volvieron a llamar. Querían volver a tratar el tema, y para ello, contar conmigo. Esta vez el cambio era sutil: ya no negaban el cambio climático, pero sí que el responsable fuese el ser humano. También salí contento. Hay que llegar a todos los públicos, y a los más difíciles con mayor esfuerzo.
Hoy, estos medios han incluido un argumento en sus proclamas: el cambio climático, la Agenda 2030… es de “izquierdosos”. Nos suena, ¿verdad? La realidad es que estas cuestiones no tienen, o deberían tener, color político en absoluto. Quizá deberíamos tener debates sobre cómo afrontarlos. Si un gorila te ataca en la selva, hay dos opciones: correr o quedarte quieto, pero que el gorila viene amenazante es una verdad absoluta.
El segundo argumento tiene más que ver con la radicalidad y falta de argumentos de la extrema derecha y derecha más conservadora. Me opongo porque es de los contrarios, como si fuese algo de futbol o similar.
El primero, es algo más ideológico. Negar el cambio climático es ya marginal e inculto. No hay debate. Es la mayor certeza, y con mayor consenso de toda la comunidad científica, actualmente. Hace años, para mostrarlo hablábamos de cosas lejanas; ciertas, pero distantes: osos polares, desapariciones de especies exóticas, deshielo en los polos, problemas futuros… Hoy vemos que, además de esto, nos encontramos con grandes olas de calor y, al tiempo, lluvias torrenciales, sequias, ríos en nuestros pueblos que ya no tienen agua y muchos ejemplos cercanos. Hoy lo sentimos cercano y lo vemos.
Afirmar que el ser humano es el responsable, tiene mucho que ver con la forma con la que nos relacionamos con el planeta. Es cierto que siempre hubo cambios climáticos, pero nunca hemos tenido eventos climáticos tan virulentos, intensos y concentrados como en estos momentos. Las emisiones de gases de efecto invernadero, especialmente el CO2 como principal gas que provoca este cambio climático, comenzaron a aumentar de forma tremenda desde 1750 aproximadamente. Es decir, desde el inicio de la revolución industrial, cuando comenzamos a quemar carbón. Posteriormente ha tenido altos crecimientos, muy vinculados al uso de otros combustibles fósiles y a la globalización de la producción y generación de energía.
También sabemos, gracias a estudios en capas geológicas, restos fósiles de sedimentos y catas en los polos, que nunca existieron desde hace 800.000 años niveles de CO2 como los actuales. Debemos entender el momento. No sabíamos hace tres siglos que quemar carbón fuese perjudicial al planeta, pero proporcionó un gran desarrollo y una mejora de la calidad de vida, al menos para una parte importante de la población. Hoy, con más conocimiento y ciencia más avanzada, lo sabemos mejor.
Volvamos al inicio. Negar el cambio climático es poco serio, pero negar el papel del ser humano es ralentizar o luchar contra cualquier cambio de modelo económico o de producción. Aquí está la clave: al modelo económico capitalista clásico le viene mal cualquier cambio, y más si esto significa reducir o modificar la forma de producir.
Pero la realidad es inexorable, debemos cambiar nuestro modelo económico y social para hacerlo, no solo más sostenible, sino más justo. No solo las entidades y determinados partidos, intelectuales o movimientos sociales lo proclaman; las instituciones supranacionales, como la ONU, la UE…, la mayoría de los países e incluso los foros económicos, consideran que el problema es una emergencia y debemos actuar cambiando el modelo. Es llamativo que en las cuatro últimas reuniones del Foro de Davos, el cambio climático y los cambios que deben producirse para luchar contra él, se han situado entre los tres problemas más importantes a debatir. Pero también, curiosamente, en las reuniones del Partido Comunista de China ha ocurrido lo mismo. Lo evidente, quizá con distintas formas de atajarlo, cae por su propio peso.
Haciendo historia reciente, podemos ver como hemos cambiado y percibido la situación. Hace ahora 50 años se celebró la Cumbre de Estocolmo, todo un gran primer paso de concienciación, toma de decisiones, escucha a la ciencia y generación de opinión sobre el impacto del ser humano al planeta. Los acuerdos y reflexiones giraban en torno a un concepto muy directo: no podemos dejar un planeta peor a nuestros hijos de como lo recibimos. Pensábamos en nosotros y en la calidad de vida de las generaciones futuras.
Hoy, con más información, mayor conocimiento de la ciencia, mucho tiempo perdido, aumento de los niveles de CO2 en la atmósfera y sus consecuencias, gran nivel, al tiempo, de concienciación mundial y acuerdos importantes, aunque lentos y no de todos, pensamos y hablamos no ya que la calidad de vida de nuestros hijos sea igual o mejor, sino para que haya vida en el planeta. De perder calidad a desaparecer. Ese es el gran cambio en la percepción.
Por eso le llamamos emergencia climática, y cuando hay una emergencia las medidas deben ser fuertes, drásticas y de cambio.
Admitiendo que debemos cambiar nuestro modelo económico y social, la pregunta es: ¿debemos reducir nuestro modelo de consumo y producción? O, ¿podemos modificarlo y actuar correctamente ante la emergencia climática? Es decir: ¿es suficiente? ¿Hay tiempo?
¿En qué línea debemos dirigir ese cambio de modelo? Varios son los frentes, y deben realizarse de distinta forma según el nivel de desarrollo y progreso de cada país. Uno de los grandes debates en todas las cumbres climáticas, lo aportan los países más desfavorecidos. Ellos afirman que, no siendo los causantes, o los principales causantes de los efectos al clima, deben adoptar medidas iguales de drásticas que las que proponen los países que si son los principales emisores. Un representante de un país sudamericano le señaló a un dirigente alemán: “Cuando mis ciudadanos tengan los niveles de sanidad, servicios públicos que los que Ustedes han logrado en su desarrollo “contaminante”, nosotros dejaremos de emitir. Mientras, tenemos derecho a desarrollarnos igual que Ustedes lo hicieron”. No es muy coherente con el momento, pero parece justo.
Tenemos tres posturas a plantear:
1. Reducir nuestro modelo o DECRECER. Supone ralentizar el modelo económico, reducir nuestros niveles de consumo de recursos, energía y acciones. Si todos los países del mundo tuviesen el mismo nivel de consumo y demanda energética o de recursos naturales que los países del denominado “primer mundo”, necesitaríamos tres planetas Tierra y media. Como no lo tenemos y es insostenible, debemos ralentizar la economía del conjunto para equilibrar. Algo de esto hay que hacer, sin duda.
2. Seguir un modelo de CRECIMIENTO. Actualmente, nuestro modelo se basa en fomentar la demanda y potenciar la renovación continua del consumo. Es decir, una parte importante de nuestro modelo occidental se basa en el “usar y tirar”, generando grandes consumos de recursos, superando la capacidad del planeta de generarlos, generando grandes cantidades de residuos y sus efectos, y provocando una movilidad o transporte de alimentos, productos… tremenda por todo el planeta. Un ejemplo es la ropa. En los últimos 15 años hemos aumentado el volumen de ropa en nuestros armarios un 60%, en todo el planeta. Pero nos dura la mitad que antes: un año frente a dos. Compramos más, pero es de peor calidad.
El principal argumento para mantener esta postura es la confianza en que el modelo se autorregula y, algo muy importante: la tecnología y la ciencia reparará los “desperfectos”. Es una cuestión de tiempos. Creer a pies juntillas en la capacidad de la tecnología, es confiar también en que llegará a tiempo sin causar perjuicios. Y eso, no siempre ha sido así. Es no cambiar y confiar en el futuro. En último extremo, ese futuro nos pilla lejos. Pero no es cierto. Es el presente y el futuro, y sus efectos son muy cercanos: hoy, 2035, 2050…
3. Un modelo mixto de DESARROLLO SOSTENIBLE Y JUSTO. Podemos seguir avanzando, generando energía para que llegue a todos los rincones del mundo, alimento y desarrollo educativo y sanitario, por ejemplo, sin destrozar el planeta. Podemos y debemos. Se trata de mirar hacia atrás y ver cómo nuestro modelo actual de las últimas décadas es un modelo de “nuevos ricos”: compro y tiro porque puedo, y el que no puede, aspira a hacerlo igual. Suelo plantear a veces que el mejor modelo de ecología era el de nuestros padres y abuelos: nada se tira, todo se aprovecha. Arreglar o reparar es lo normal, frente a tirar y comprar. Las luces no se encienden si no se usan; el grifo se abre, y poco, al usarlo…La austeridad es un valor, y no es sinónimo de “cutre”.
Debemos decantarnos, es mi opinión, por el tercer modelo, porque es el más adecuado para el equilibrio entre el planeta y las personas. Pero además es posible.
Los países que miden su progreso y desarrollo con otros indicadores más allá del PIB, la UE comienza a usarlos. El gobierno laborista de UK hizo grandes avances, y otros países como Bután o Costa Rica los aplican de forma oficial. Están viendo que avanzan más y son más competitivos si reducen sus residuos, consumos innecesarios, contaminación o transportes insensatos, por ejemplo. Les ayuda a invertir más y mejor en bienestar social, justicia, y encima les hace más competitivos en los mercados. El modelo de turismo sostenible de Costa Rica les aporta más ingresos por turista y en términos globales, que otros países que han apostado por el turismo masivo. Además, mantienen sus espacios y reutilizan esos recursos para el progreso de su sociedad.
Queda mucho por hacer, muy poco tiempo y sabemos cómo hacerlo en grandes líneas. Creo que es el momento de la valentía, la innovación y la POLÍTICA con mayúsculas, la del bien común. Como dice el ex vicepresidente de los Estados Unidos de América, Al Gore, gran activista contra el cambio climático: “La voluntad política es quizá el recurso más escaso disponible en la Tierra, pero podemos presionar, incidir, actuar y votar”.
Una transición agroecológica justa que cuente con todos y todas
24/10/2022
Gabriela Vázquez
Área de agroecología Fundación Entretantos.
Cuando hablamos de transición agroecológica justa, queremos decir no sólo que caminemos hacia sistemas alimentarios sostenibles – es decir, capaces de funcionar a largo plazo sin destruir las bases que los sostienen – sino que estos sistemas alimentarios deben construirse y funcionar sin poner el bienestar de unas personas por encima del de otras, y considerando los intereses de todas ellas en el proceso.
El concepto de soberanía alimentaria, acuñado por La Vía Campesina en los años 90, reivindica el derecho de las comunidades de tomar sus propias decisiones respecto a cómo producir, distribuir y consumir sus alimentos.
Como nota para recordar más tarde, esto también incluye a aquellas comunidades que no piensan lo que a priori nos gustaría que pensasen.
En las últimas décadas, a la colonización material y cultural de unos países sobre otros se ha sumado una colonización de las zonas rurales por parte de las zonas urbanas. Lo que antes eran territorios relativamente capaces de autoabastecerse – aunque, obviamente, siempre haya existido el comercio – se han convertido en nodos aislados e integrados en grandes cadenas transnacionales.
En esta distribución, unas pocas personas permanecen en un mundo rural cada vez más estéril, abasteciendo a millones que subsisten en entornos urbanos sin necesitar conocer de aquello que comen nada más que el precio que aparece en la etiqueta. Paralelamente, los intereses y hábitos culturales de las zonas urbanas se priorizan sistemáticamente sobre los de las zonas rurales, a las que se trata de atrasadas y poco importantes. Esto lleva a la sensación de ninguneo y abandono, al resentimiento. Y lleva a productores que ni muertos querrían consumir en su casa lo que están vendiendo al exterior, porque lo único que se les ha pedido es que reduzcan el coste al mínimo posible.
Esta modernización de los sistemas alimentarios, en los que cada vez menos personas tienen que producir cantidades cada vez mayores a costes cada vez más bajos, ha implicado un modelo de grandes inversiones y alta dependencia de infraestructuras, maquinaria, materiales y energía. Una explotación pequeña simplemente no da para vivir.
Por esto, agricultores y ganaderos han tenido que embarcarse en adquirir cada vez más tierra, más maquinaria, más infraestructura, o desaparecer. Lo que se ha denominado la uberización del campo es el modelo en el que un agricultor simplemente compra los insumos – abonos, pesticidas, piensos…- a una gran empresa y le vende el producto final a otra, en una cadena en la que es el eslabón más débil aunque sea el que está realizando el trabajo más importante. Esto genera una dinámica de enormes dependencias. Una vez se entra en un modelo de grandes volúmenes, y hay créditos que devolver, no queda otro remedio que aceptar las condiciones que impone quien pueda comprar las grandes cantidades que es necesario producir, aunque sean inasumibles. Este es el modelo que ha sido favorecido en las últimas décadas por las políticas públicas europeas, en nombre del progreso. Este es el único modelo con el que se puede ir a un supermercado y comprar un pollo a 2 euros el kilo.
Y no puede continuar.
Este tipo de sistema funciona por la inyección constante de energía y materiales a precios artificialmente baratos, algo que sabemos que no es sostenible a largo plazo. Esta energía y materiales no sólo se necesitan para transportar los productos finales de un lugar a otro, sino también para aquellos insumos que se necesitan para cultivarlos. La producción de abonos es uno de los grandes consumidores de gas natural a nivel mundial, por poner un ejemplo. Necesitamos prácticas agronómicas capaces de producir los alimentos para abastecernos utilizando los recursos que tenemos más cerca.
La llamada intensificación sostenible es la formulación de las grandes empresas para continuar con el modelo, un modelo que sigue ahondando en la dependencia de recursos no renovables y de grandes cadenas de distribución, porque es la única alternativa que les permite mantener su tasa de beneficios. Eso no significa que sea la mejor opción para el conjunto de la población.
La apuesta de la agroecología consiste en volver a sistemas alimentarios territorializados, es decir, adaptados al territorio que los sostiene. Modelos de circuitos cortos en los que los recursos se dirijan a pagar más y mejor a quienes trabajan en el campo, a costa de gastar menos en insumos no renovables, grandes distribuidoras y juntas de accionistas. Esto implicaría no sólo volver a cambiar las prácticas agronómicas y nuestro modelo de consumo, sino reconfigurar de nuevo las relaciones y distribución campo-ciudad – y, con suerte, volver a dotarlas de significado. Afortunadamente en las últimas décadas también hemos aprendido cosas que sí pueden servirnos para configurar sistemas sostenibles. Es decir, hablamos de combinar lo mejor de nuestra tradición con lo mejor de nuestra innovación, para poder conseguir alimentos que dé orgullo producir y satisfacción consumir.
Como decía al principio, este es un proceso que implica una gran cantidad de decisiones políticas – no en cuanto a que sean necesariamente los políticos quienes las tomen, sino a que se refieren a cuestiones subjetivas que atañen a lo común. El último cambio de este tipo, el que nos llevó de la agricultura de subsistencia al proceso modernizador, se realizó con un rodillo cultural de hechos consumados, en el que no subirse al carro suponía ser un paleto y, además, desaparecer. Para que la siguiente transición sea justa no debería hacerse desde la imposición y la humillación, sino desde la empatía y la búsqueda de intereses conjuntos.
Quienes trabajan en el campo tienen el interés de poder vivir orgullosamente de su trabajo, de ver reconocida su labor, y de poder habitar lugares vivos y dotados de servicios, comunidades vibrantes que no sean simplemente un proveedor para la gente de la ciudad. También de disponer de condiciones laborales dignas en cuanto a dedicación, remuneración y una cierta comodidad en las labores que realizan.
La sociedad tiene la necesidad de disponer de un suministro fiable de alimentos nutritivos, relativamente variados, a precios asequibles, y de que este suministro pueda mantenerse a largo plazo, con los recursos de los que disponemos.
Todos tenemos la necesidad de volver a estar presentes en lo que hacemos en vez de seguir viviendo en piloto automático, ya sea cultivar, comprar o comer.
Conjugar todos estos intereses no tiene por qué ser tarea imposible, aunque sí es necesario llegar a compromisos. Existen formas institucionales de facilitarlo – por ejemplo, eliminar la competencia desleal de las prácticas más agresivas como las macrogranjas, o dejar de favorecer los modelos más intensivos en las políticas públicas. Pero en última instancia, es la población en sí quien tiene que hacer de esto una prioridad para que pueda salir adelante.
En los espacios urbanos la desconexión con nuestros alimentos es cada vez mayor. La alimentación se convierte en un trámite o un engorro, o incluso en algo que nos enfrenta con nuestros propios cuerpos. Este desprecio o indiferencia por lo que nos sostiene se extiende también a aquellas personas que están al otro lado de la cadena, produciéndolo. Relacionarnos de otra forma con nuestros alimentos es también pensar de otra manera en las personas y lugares desde los que se originan.
Por todo esto, desde la Fundación Entretantos, queremos abrir un espacio de reflexión sobre estas cuestiones en un entorno urbano, para considerar cómo podrían darse estos acercamientos de forma que se tengan en cuenta los intereses de todas las partes fomentando talleres como el de este 25 de octubre en La Maliciosa, a reunirnos en el centro de Madrid – tremendamente lejos de cualquier campo de patatas – para hacer un primer abordaje desde la ciudad hacia cómo podríamos aproximarnos a este diálogo.
Los límites del decrecimiento económico
13/10/2022
Alberto Fraguas Herrero
Ecólogo. Asesor de Sostenibilidad en Alianza por la Solidaridad y miembro del Grupo Futuro Alternativo
El Fin de la abundancia
Hace unos meses Cristina Narbona, Presidenta del PSOE, en un excelente artículo que iniciaba las reflexiones en torno a la Transición Ecológica en ese ESPACIO PÚBLICO(1), planteaba la imprescindible «transformación gradual del sistema productivo de forma que se reduzca el consumo de recursos naturales así como todo tipo de contaminación y que se preserven y restauren los ecosistemas» y realizar esto en un contexto prioritario para la supervivencia y con principios de justicia global.
Claramente este es el objetivo a cumplir dentro del ya históricamente denominado Desarrollo Sostenible, si bien hay algunos matices que la evolución última de la sociedad ha resaltado y están basados en la expresión «transformación gradual».
La misma Narbona en su artículo recordaba la publicación en 1972 (hace 50 años) del «Informe Meadows» sobre los límites del Crecimiento, un brillantísimo ejercicio que tras las revisiones realizadas ha dado en el centro de la diana sobre la necesidad de replantearse algunos paradigmas. Ha pasado por tanto medio siglo de «transformación gradual» y la respuesta sigue siendo el supeditar los bienes naturales al modelo económico. Mucho tiempo habida cuenta de la gravedad de la situación expresada en la ya casi común acepción de «Emergencia Climática».
En efecto en estos últimos años al hilo del «Desarrollo Sostenible» se ha ido planteando que no hay Economía sin Ecología. La cuestión es ¿qué tipo de Economía?, porque un modelo como el actual, basado en un productivismo de crecimiento per sé perpetuo, choca con la realidad de un planeta con recursos finito; una realidad que impone la Física, la Química y la Biología y que por tanto hace ver la inviabilidad de ese modelo económico.
Se precisa pues un cambio de paradigma que se vislumbra hoy en día muy difícil, donde la Economía sea una parte de la Ecología y no al contrario y donde exista el equilibrio armónico que domina en los ecosistemas tanto a nivel de materiales como de flujos energéticos; un equilibrio extendible al Planeta donde la naturaleza sea un objetivo y no un instrumento, porque la resiliencia de la Economía es la resiliencia de esta Naturaleza. Sin embargo, nuestro falaz sistema socioeconómico productivista (o capitalista) exige unos ritmos en el aporte de materiales, que la naturaleza y sus ciclos de renovabilidad no puede dar.
Lo paradójico es que este es un hecho muy conocido desde hace años desde los grandes Foros capitalistas. No hay más que analizar los informes del Global Risk del Foro Económico Mundial o Foro de Davos donde en los últimos años alertan de los peligros para el sistema del cambio climático y de la pérdida de biodiversidad con la inseguridad que esto conlleva. El propio Macron, Presidente de la República francesa, recientemente declaró que el sistema económico ha llegado «al fin de la abundancia»(2). ¿A qué abundancia se refería? No quedó claro, pero sí acierta si se refiere a la de la energía barata. Ya se está viendo. Es más, incluso el actual capitalismo alerta y amenaza con los riesgos y problemas que él mismo ha causado.
Para centrar bien el diagnóstico es preciso recordar que este capitalismo distópico se basa en el crecimiento económico, un concepto muy concreto modelizado en cuanto al PIB/habitante y que por tanto se constituyen en el indicador sistémico oficial del «Progreso». Cuando va bien es que sube y todo son parabienes. Su reducción en términos económicos se denomina Depresión con una gran carga peyorativa del término.
En todo caso, con esta lógica desde los Foros capitalistas proclaman la necesidad de refundar esta abundancia en declive y esta la identifican con el capitalismo neoliberal(3). Y no dan otra opción.
Arrastrando la crisis energética y ecológica
Lo cierto es que la crisis energética no la puso sobre la mesa la Pandemia, ni siquiera la invasión de Ucrania. No desenfoquemos la realidad. Ambos hechos revelan la extrema fragilidad de las relaciones y flujos actuales, ligados al fenómeno globalizador basado en cierta medida en la concepción neohobbesiana del crecimiento perpetuo. Los paradigmas del Siglo XVIII no pueden ser los del XXI. La Tierra y sus pobladores cambiaron.
La dependencia de combustibles fósiles ha ido generando en las últimas décadas diversas disfunciones en el modelo que el Cambio Climático ha escenificado como de Emergencia. La apuesta por la descarbonización y por tanto de las energías renovables es una necesidad, no es algo optativo, aunque debemos ser conscientes de que el modelo íntegro de fósil a renovable no es directamente extrapolable por la dependencia de materiales y minerales de este último. A nivel energético especialmente (que no solo) solo cabe el replantearse el paradigma crecentista, ese tótem del Permanente Progreso, debiendo empezar a conjugar modelos de desescalada planificada de producción y por tanto de consumo, antes de que el capitalismo los siga imponiendo a su supervivencia y beneficio.
Se podría argumentar que no es tan cierto un futuro de tantos riesgos pues la tecnología y la inteligencia humana nos liberará. Para ello tenemos la transición ecológica, el desarrollo endógeno (luego sostenible) la Agenda 2030 y sus Objetivos de Sostenibilidad, la economía circular, y diversas “acepciones creadoras de expectativas” positivas, etc… que son sin duda buenas iniciativas pero insuficientes si nos atenemos a los datos objetivos.
Así, los niveles de CO2 en la atmósfera son los más altos de la historia conocida y medida del Planeta (ver Figura 1), según el panel internacional IPBES la biodiversidad está en un franco declive con los riesgos añadidos (barreras frente a pandemias), los niveles de desertificación y erosión del suelo son los más preocupantes con lo que implica de afección a la agroalimentación, las necesidades hídricas son cada vez más acuciantes en calidad y cantidad… y en suma un Acuerdo de París para la lucha contra el Cambio Climático que ya es notorio que no se cumplirá si se siguen los patrones desarrollistas actuales.
La situación es claramente de crisis y, como ha ocurrido en otras ocasiones en la historia afecta a las propias bases de la civilización. El mero crecimiento económico no da la felicidad (ni su PIB) , y es obvio que el Planeta Tierra no entiende de eufemismos que intentan sostener el productivismo (o capitalismo) con algún tinte verde.
Figura 1. CO2 en la atmósfera y actos de control
Seguimos, pero … ¿Cómo?
Sobre la base pues de que la religión del Crecimiento Económico Perpetuo (también incluso podríamos llamarlo Progreso a pesar de tintes positivos cualitativos que éste conlleva) está cada vez haciendo más agnósticos e incluso ateos, se deberían empezar a debatir muy a fondo las alternativas a nuestra sociedad de consumo, quedémonos en esta vieja acepción.
Hoy en día surgen los nuevos mensajes de un supuesto postcapitalismo sin tener muy claro si esto lleva a un «nuevo crecimiento» o a un «nuevo capitalismo» que es lo que se intuye, y ello a pesar de que las prospectivas científicas indican que esto no será posible.
¿Hasta dónde está dispuesto el modelo productivista en autoreplantearse? ¿Las bases de ese replanteo seguirán estando basadas en la citada ilusión permanente por las tecnologías verdes? Todo indica que así será.
Por otra parte, en los últimos tiempos se están viendo desde los movimientos más críticos al desarrollismo dos visiones o estrategias, dos hojas de ruta para el cambio que pretenden llegar al mismo punto: conseguir un nuevo modelo ecosocial para todos y todas.
Dentro de estos movimientos hay quiénes aprovechando el impulso del Green New Deal (GND) y del Pacto Verde Europeo ven una oportunidad de ganar espacio político y social, intentando ganar nuevas hegemonías tendentes a cambiar el modelo (ahí también se insertaría la Agenda 2030 y sus ODS).
Su planteamiento es el de que este GND es un primer paso para la transformación del modelo económico que debe darse aunque no lleve a un cambio sustantivo del mismo pero que podría ser un inicio. Consideran, pues, que lo táctico es aprovechar una apertura aunque sea frágil para llenarla de contenido dando información y nuevas propuestas a la ciudadanía.
Por otra parte, hay quienes señalan al GND como otro requiebro lingüístico que sí supone nuevas inversiones «verdes» pero que no pretende huir del productivismo capitalista sino el mantenimiento del “status quo” de este color. Son quienes abogan por una economía de tinte decrecentista como única solución para modificar el modelo en su raíz y así evitar el colapso económico y civilizatorio al que se dirige nuestra sociedad.
Este es un debate un tanto inane que se debería reencauzar en base a los puntos comunes, hecho bien factible pues ambas estrategias tienen en general las mismas bases de crítica al productivismo y a la sociedad de consumo, y los mismos objetivos en la necesaria reducción de emisiones, en la mayor eficiencia energética (menor consumo), en los cuidados y restauración de ecosistemas, etc.
Deberíamos huir del histórico debate dentro de los movimientos ecologistas sobre la pureza en los planteamientos versus pactismo. Un debate no obstante que mostró las carencias y dependencias de muchos, pero que sobre todo desembocó en malos resultados para el movimiento político verde proyectando una mala imagen pública. Mientras este debate se dio, las emisiones de CO2 no pararon de crecer…
La realidad es que no se debe ser ingenuo en cuanto a lo que representa el GND, pero tampoco se debería perder la oportunidad política que implica, aún cuando fuera como referente criticable. En este sentido se está posicionando el pensar en «más allá del crecimiento» a la hora de establecer nuevas maneras de estructurar procesos económicos en clave de bienestar, equidad y sostenibilidad, repensar en suma el crecimiento como paradigma social y en esa lógica un GND «diferente» podría ser muy necesario(4).
Los límites del Decrecimiento
En efecto, de una forma o de otra estamos ya en una realidad que va a suponer reenfocar el crecimiento sobre prismas distintos sin excluir desde luego el decrecimiento en algunos factores (energéticos muy especialmente). Este decrecimiento se hará de una u otra forma (de hecho ya se está haciendo impuesto en parte por el mismo sistema), y es esencial que esté planificado teniendo en cuenta el bien común y lo cual obliga a establecer unos claros límites como ámbitos de aplicación si se desea que no se generen más desigualdades como las que se generan durante el crecimiento (Figura 2).
Figura 2. Desigualdad de la huella ecológica mundial
Estos límites deben establecerse determinando vectores clave para el estado estacionario en el uso de determinados recursos (agua, energía p.ej.) y ser equitativo a nivel social a la hora de definir los protocolos de uso derivando algunos principios del GND en este contexto de reducción de consumo de recursos.
Por ello creo que es esencial clarificar en principio el alcance de qué entendemos por decrecimiento y tender puentes desde ahí hacia la explicación pedagógica de su papel en cuanto a la seguridad de la ciudadanía. Hay que determinar qué es lo que debe decrecer y qué no, siempre huyendo de esa lógica del crecimiento/PIB pues no se plantea un decrecimiento/menos PIB … pues eso, como ya dije arriba, se denomina depresión o como bien indica JM Naredo(5): «Por lo tanto el objetivo de hacer que decrezcan ciertos flujos físicos no puede abordarse directamente sin cambiar las reglas del juego económico que los mueven y que hacen que el crecimiento de los agregados monetarios de renta, producción o consumo acentúen el deterioro ecológico».
Por tanto solo puede entenderse el decrecimiento no como el sistema actual más reducido sino como búsqueda de un nuevo modelo económico y convivencial; más allá del capitalismo y lo que éste implica como sistema cultural.
En definitiva se está vislumbrando una nueva etapa de Postcrecimiento más allá del PIB donde las claves las darán los medidores o indicadores que sinteticen determinadas áreas de decrecimiento económico con otros de bienestar social, equilibrio ecológico y justicia social. Un postcrecimiento con reducción del deterioro de la base de recursos naturales que cambiara las reglas del juego en el mayor ahorro y eficiencia de los usos que no repita las desigualdades del crecimiento.
Pero tengo claro que solo puede entenderse este postcrecimiento, con desescaladas sectoriales integradas, en un contexto de un nuevo Ecosocialismo con decrecimientos parciales o sectoriales (que en cierta medida anularían la globalidad del enunciado sistémico como modelo general decrecentista) para así evitar las tendencias de un posible futuro de monopolio extractivista que llevara al ecofascismo teñido de centrismo neoliberal. Y todo ello sin perder de vista el objetivo central cual es la modificación del modelo productivo y de consumo (se retroalimentan).
Y algo está pasando… no solo existen comisiones en la UE que analizan el postcrecimiento y lo que implica. En nuestro país una importante fuerza política como Izquierda Unida ha abierto de manera muy ambiciosa (y arriesgada políticamente) un importante debate sobre los límites del crecimiento y el ecosocioalismo que debería conllevar (6), un enfoque político a gran escala que sería muy necesario considerar y que supone un paso mas a las políticas de transición ecológica puestas en duda en cuanto a su real eficacia en el cambio del modelo productivo.
Por otra parte, es preciso huir de las calificaciones de catastrofismo o de acusaciones de pesimismo del llamado colapsismo cuando la inviabilidad del modelo no es una cuestión emocional sino de certezas científicas en que están basadas muchas de las predicciones supuestamente colapsistas; nombrar y ordenar jerárquicamente los problemas no es catastrofismo, no confundamos diagnósticos científicos con enfoques distópicos, cuando sus críticos están muy mediatizados por un optimismo tecnológico excesivo y sus supuestos avances basados muchos de ellos más en la fe (nada científico pues) que en las realidades como por ejemplo la economía del Hidrógeno sin especificar sus limitaciones, la panacea pendiente energía de fusión nuclear, las renovables sin considerar la escasez de minerales, etc… Factores tecnológicos que pretenden sustituir al modelo anterior manteniendo las mismas dinámicas y que al no basarse en un diagnóstico real del problema se engañan con falsas soluciones.
Hay camino…
Claro que queda la gran pregunta ¿Cómo hacer los cambios necesarios sin confundirlos con los posibles? ¿Las élites permitirían ese cambio? Obvio es que el Estado debe tener un papel en tan complejo proceso, si bien deberá ser un Estado distinto ante una realidad distinta, que haga frontera entre naturaleza y mercado, apoyado y facilitador de una ciudadanía más formada, informada y organizada en procesos cada vez más municipalistas, de economía más comunal donde la proximidad sea factor determinante, trasladando la idea de que lo que está en juego es la propia seguridad ciudadana global, la de todos y todas, y que por tanto es la solución ante la deconstrucción económica forzada/impuesta por los mercados a la que ya estamos asistiendo desde el propio sistema en un nuevo ejercicio de cinismo homeostático parecido al de la reciente crisis económica.
La suerte no está echada. Hay grietas por donde colar alternativas y hay opciones de buen vivir dentro de los límites de la naturaleza(7). Algunos hechos objetivos últimos que hacen ver la factibilidad del cambio. Tras la pandemia y ahora con la invasión de Ucrania y la consiguiente crisis energética, la gente ha dado muestras de comprensión de los problemas y de resiliencia ante los mismos, mucho más que algunos responsables públicos.
Cuando el futuro está en juego la ciudadanía responde y sabe adaptarse pues antes de nada quiere vivir. Está en juego el futuro, que aunque sea distinto, con menos cosas quizás, es el que nos queda a cada uno. Suficiente para seguir caminando.
Referencias:
(1) Cristina Narbona. «Transición Ecológica: Una cuestión de Justicia Global y Supervivencia». Diario Público. Junio 2022.
(2) Pedro L. Angosto. «El Fin de la Abundancia». Nueva Tribuna. 29 Agosto 2022.
(3) Daniel Jiménez. «Refundar la Abundancia». Nueva Tribuna. 8 Septiembre 2022.
(4) Koldo Unceta. «¿Decrecimiento o Postcrecimiento?». Debates en tiempo de recesión. 2020. (www. galde.eu).
(5) JM Naredo. «Comentarios y Aportaciones a la meta del decrecimiento». Revista Papeles Nº 150. 2020.
(6) A. Garzón «Límites del Crecimiento: Ecosocialismo o Barbarie». Revista LAU. Abril 2022.
(7) Mateo Aguado et al . “Por un buen vivir dentro de los limites de la naturaleza”, Revista Papeles. Nº 125. 2014
Nucleares verdes, ¿y qué más?: Sobre las alternativas a la diversificación del modelo energético actual
06/10/2022
Daniel Albarracín Sánchez
Consejero de la Cámara de Cuentas de Andalucía. Sociólogo y economista. Miembro de Anticapitalistas y del Consejo Asesor de Viento Sur.
El Estado español es, como la mayor parte de países europeos, altamente dependiente de la energía, que se encuentra en el exterior. La disponibilidad de energía propia es fundamentalmente de origen renovable, hidráulica, eólica y principalmente solar, y cuenta apenas con reservas pequeñas de carbón, de escasa calidad comparada con el que tienen otros países europeos. Entre sus potencialidades en la actual coyuntura, se encuentra con unas empresas de refino para adaptar los hidrocarburos al sistema de producción, si bien no contribuiría a una solución desde el punto de vista ambiental y energético a medio plazo.
El problema de nuestra economía, altamente intensiva en el uso de energía, no es solo su dependencia energética de fuentes foráneas. También lo es su insostenibilidad, a efectos del clima, y, la crisis energética que nos afecta.
El calentamiento global, una dinámica multifactorial, con el efecto invernadero hoy al frente
Los informes de expertos del IPPC de la ONU, de por sí muy moderados en sus predicciones, dado que dejan afuera todos los fenómenos de efecto exponencial, como son las emisiones de metano -un gas con un efecto invernadero ochenta veces superior al CO2- hasta ahora retenidas por el Permafrost y de otras zonas actualmente gélidas del planeta al derretirse, ya reflejan el enorme problema del calentamiento global, cuyos ritmos son más rápidos de lo augurado.
El efecto invernadero creado en la era industrial está comportando un fenómeno de evolución extraordinariamente rápida, en términos del tiempo geológico. En apenas dos siglos, el uso del carbón, el petróleo y el gas, la sociedad industrial ha emitido a la atmósfera una condensación de gases que no se conocía desde el Plioceno. La diferencia sustancial es que el cambio climático a causa de los modelos industriales insostenibles se realiza en un tiempo velocísimo para darle tiempo a la vida a adaptarse. Así, genera un proceso de impacto en la temperatura, en la disponibilidad de aguas dulces, y de fenómenos climáticos extremos, que se traducen en la reducción drástica en la biodiversidad, hasta el punto de que se constata que la dinámica de extinción de especies actual, la VI Gran extinción, es la más devastadora y rápida que ha conocido La Tierra desde el impacto de un meteorito hace 65 millones de años.
La temperatura de la tierra, y que se mantenga dentro de determinados umbrales, es un elemento clave para la presencia y disponibilidad de aguas dulces, la fertilidad de los suelos y, en definitiva, la habitabilidad de la biosfera. Lo que, en suma, afecta a los ecosistemas y a nuestra propia existencia (debe hacerse notar que la Fundación Biodiversidad apunta que el 40% de la economía depende de los servicios que los ecosistemas brindan). Y, a su vez, conviene destacar que dicha temperatura es el resultado de un complejo multifactorial de dinámicas.
La primera de ellas, la distancia al Sol y la evolución de nuestra estrella. El Sol, una estrella de tamaño medio, consume su combustible, el hidrógeno, convirtiéndolo en helio a lo largo de miles de millones de años. La tendencia es que incremente la emisión de calor. En las edades tempranas de La Tierra el calor que llegaba a La Tierra, estabilizada en su órbita hace mucho tiempo, era muy inferior. En el Plioceno, cuando se daba una concentración de partículas de CO2 comparable a la de hoy, el Sol emitía un 25% menos de calor. Ahora, el efecto invernadero de la atmósfera de entonces, entre hace 5,3 y 2,5 millones de años, no solo contribuía a mantener unas temperaturas dentro de determinados umbrales[1], o a filtrar determinada radiación ultravioleta, sino que compensaba ese calor inferior, reteniéndolo, haciendo del clima terráqueo más templado. En su momento ese efecto invernadero contribuía positivamente a conservar una temperatura adecuada para la vida. Sin embargo, hoy con un 25% más de calor del Sol, tenemos el mismo efecto invernadero que en aquella época, lo que implica que nuestro clima se torna excesiva y peligrosamente cálido.
El segundo factor refiere al eje gravitatorio del planeta que da pie a que la luz llegue en un ángulo y forma que influye en la intensidad del calor que nos llega de nuestra estrella. En el último periodo largo de La Tierra, el eje gravitatorio, menos estable que en la época de los dinosaurios, se modifica periódicamente, dando pie a largos periodos glaciares de unos 100.000 años y otros templados de unos 10.000. Hasta antes de la Revolución Industrial estábamos en un periodo cálido y benigno en términos geológicos, el Holoceno.
Este periodo finalizó con el avance de la sociedad industrial, y el desarrollo del Capitaloceno[2] –mejor que Antropoceno, que atribuye genéricamente a la especie humana como causa, y no a sus relaciones de producción y modelo energético-, basada en la acumulación y las energías fósiles, hacen que una especie[3], la humana, con su modo de producción, altere la atmósfera y el clima. En este sentido, asistimos a una época geológica singular, cuyo carácter está determinado por un determinado modelo de producción y de consumo, del que son responsable menos del 10% de la población humana más rica, una parte de sectores -industriales, agrícolas, ganaderas, extractivistas, de movilidad, etcétera- y empresas, y de un reducido grupo de países y territorios (EEUU, UE, China, Rusia e India), beneficiarios del mismo.
Mención aparte, pero no menor, comporta el papel de amortiguación, acumulación y distribución del calor que realizan los océanos, y dentro de ellos, las corrientes termohalinas, que se ven alteradas en función de la acidificación del agua. El deshielo de los polos o de Groenlandia, al verter agua “dulce” sobre los océanos, incide claramente en esas corrientes, pudiendo alterar regionalmente el clima de manera importante.
En cualquier caso, otro problema acuciante es el encarecimiento y reducción de disponibilidad y accesibilidad barata a fuentes de energías con alta densidad energética, como son las energías fósiles, también responsables fundamentales de la emisión de gases de efecto invernadero. Es lo que viene a denominarse, la crisis energética. Esta, constatable con las tasas de retorno energético decrecientes, efectivamente, se viene presentando desde hace unas décadas. Está causando un problema de abastecimiento y encarecimiento, que se agrava con otras consecuencias como son la competencia económica internacional y geopolítica, que se traduce en conflictos como el que se sufre en Ucrania, o el que se viene dando recurrentemente en Oriente Medio.
Ya nadie objeta de la necesidad de diversificar la energía, ¿pero hacía cuál, hacía qué combinación de mix energético? ¿Cómo concebirlo en aras de emprender la transición energética y productiva para un modelo económico sostenible?
La diversificación de la energía ante la crisis del gas y del petróleo
La crisis del petróleo, tras haber superado el peak-oil en 2006, se le fue dando una contestación al recurrir al fracking, basado en formas de petróleo de mala calidad, con una localización dispersa, que se obtenían mediante fractura hidráulica a un alto coste económico y medioambiental, cuyo recorrido rentable se agotó recientemente. Desde hace unos años las empresas petrolíferas han dejado de invertir en nuevas infraestructuras de extracción, reduciendo la capacidad de obtención de crudo. En todo ese periodo anterior, el gas, especialmente las centrales de ciclo combinado, parecía la apuesta principal. Sin embargo, Rusia y Argelia se han topado recientemente con los picos de extracción de sus yacimientos, aparte de los problemas de suministro que comportan los gaseoductos que atravesaban territorios de diferentes órbitas geopolíticas y competidores económicos internacionales. La crisis de Ucrania responde a este problema, entre otros factores.
A la carrera, con centro Europa sin abastecimiento desde Rusia, tras la interrupción y sabotajes al gaseoducto Nord Stream, todas las miradas se dirigen a Argelia, o a Francia. El gas y la energía nuclear han sido declaradas, incomprensiblemente, en un auténtico ejercicio de cinismo, como energías verdes por la Unión Europea. El gas natural es responsable, aunque sea en una proporción menor que el petróleo, del efecto invernadero, y tiene aún un par de décadas en muchos yacimientos de recorrido de extracción accesible, en ausencia de conflictos bélicos. Ahora mismo, Europa está recibiendo más gas desde Estados Unidos, Arabia Saudí y Australia, pero de manera mucho más cara, al tener que venir licuado y en barcos, y requerir operaciones caras de regasificación.
En todo este debate, se está recuperando la idea de que la energía nuclear es una alternativa. ¿Hasta qué punto es razonable esa reconsideración?
La energía nuclear
La energía nuclear emite muy poco gas de efecto invernadero. Sus costes de funcionamiento son bajos y su producción es estable e ininterrumpida, lo que le hace una de las más beneficiarias por el sistema de precios marginalista.
Ni que decir tiene que las centrales modernas han resuelto muchos problemas de seguridad, desde la catástrofe de Chernóbil, y de gestión de residuos.
Ahora bien, todavía reúnen un conjunto de problemas, algunos de carácter tan grave, que las hace totalmente desaconsejables a largo plazo. Veamos:
• Los costes de inversión inicial son elevadísimos. Esto ha hecho que durante años las empresas hayan renunciado a construir nuevas centrales, tanto en el caso español como en la mayor parte de países industriales occidentales. En la actualidad hay cinco centrales en España con siete reactores.
• Las centrales nucleares en España, y en particular la de Garoña, en Burgos, tienen un sistema de seguridad comparable a la que tenía la central de Fukushima, que todavía hoy día sigue vertiendo aguas radiactivas a gran escala al Pacífico y tendrá efectos irreversibles a muy largo plazo en aquel océano y la pesca internacional. En Francia, con 52 reactores, más de 30 están paralizados fruto de problemas con la corrosión y la escasez de agua para la refrigeración, enfrentándose dicho país a un problema grave al ser esta su principal fuente de energía, en un 77%.
• A escala geológica, la localización de cualquier central nuclear no está exenta de riesgos. En el caso de Fukushima su desastre se originó en un maremoto. Pero, aunque a los ojos del tiempo de un ser humano, el suelo parezca estable, estamos hablando de fenómenos que, aunque tengan un riesgo bajo en el breve plazo, son peligro seguro en el largo, como son los terremotos, sin hablar de otros fenómenos naturales.
• Lo mismo sucede con la gestión de los residuos radioactivos. Su duración y peligrosidad permanece por decenas de miles de años. ¿Quién internaliza ese coste en el muy largo plazo? Nadie lo prevé. ¿Los cementerios nucleares, como es el caso del situado en El Cabril, Hornachuelos, en la provincia de Córdoba, están exentos de los problemas geológicos de unas placas tectónicas que no dejan de moverse? De ninguna manera. ¿Los silos de hormigón son suficientes? No parece, no en el largo plazo. ¿Hay algún material para los bidones que no se doblen, deformen o erosionen pasados miles de años? No se conoce material alguno así, y el acero también está afectado por estas consecuencias por el paso del tiempo.
• Es más, las centrales nucleares operan con fuentes materiales que también son finitas. El uranio es también finito, y su escasez y localización delimitada son conocidas. Además, su extracción es conflictiva en términos geoestratégicos. Las principales reservas se encuentran en Australia, Kazajistán y Rusia.
El futuro pasa por una diversificación, centrada en las renovables, los sistemas distribuidos y la selección de uso de la energía en términos más sobrios
Las alternativas a este marco no son ni el gas, ni la energía nuclear. Pero es cierto que la tasa de retorno energético de las renovables es notablemente inferior (un 20%) al petróleo, y exige unas infraestructuras altamente dependientes de energías fósiles para su fabricación.
Debemos establecer un rumbo de transición energética y productiva, que exigirá revisar nuestro modelo de relaciones de producción y cuestionar muchos privilegios de una minoría, con una diversificación y transición gradual e intensa, que puede durar varios decenios. Lo cual nos plantea un dramático problema: urge realizar la transición a un nuevo modelo energético y, a su vez, ello requiere no sólo un gran esfuerzo inversor y la drástica minimización del empleo de energías sucias por otras, sino también un periodo de tiempo del que cada día disponemos menos para poder realizar la ingente labor que conlleva. Los pasos a dar podrían ser:
No construir ninguna central nuclear más. Las que permanecen deben irse cerrando en los próximos años, y su contribución debe limitarse, mientras se clausuran, a completar y estabilizar el mix energético. Prever fondos para el desmantelamiento y gestión de los residuos radioactivos a muy largo plazo.
– Solo emplear fuentes fósiles para el despliegue de una primera generación básica de infraestructuras para las renovables. Debe tomarse en cuenta que, en cuarenta y cincuenta años, la segunda generación ya no podrá emplear fuentes fósiles, salvo marginal y muy selectivamente.
– Promocionar el autoconsumo solar, instalando en todos los techos de edificios, ampliando los huertos solares y parques eólicos en territorios de menor impacto en la producción alimentaria, en la población local y en la biodiversidad, con un debate democrático sobre dicha selección y localización, conjugado con la ecoficiencia, la cercanía a centros de residencia y de producción, y con modelos distribuidos. Desarrollo de centrales termosolares, incluyendo acuerdos con países africanos del Sahara, de infraestructuras para la geomotriz, la recogida y preparación de biomasa y otras fuentes renovables.
– Desarrollar la electrificación en las ciudades y en los sistemas de movilidad colectivos, estudiando si es necesario utilizar alternativas al cobre, material que actualmente es básico en las tecnologías eléctricas convencionales y que es escaso, como el aluminio, menos conductor pero viable y más abundante.
– Aplicar una política de contención, reconversión y sobriedad, de selección de usos de la energía para fines productivos y tipos y prácticas de consumo y movilidad, que se base en el establecimiento de prioridades sociales democráticamente acordadas, sobre aspectos ligados a la alimentación, la movilidad y los servicios públicos esenciales.
Ni que decir tiene que el modelo energético no puede estar regido por formas de mercado y sistemas de precios marginalistas. Debe contarse con un sistema de extracción, producción y suministro público, por su carácter estratégico, que adopte un formato diversificado, adaptado a cada localización y que tenga un carácter cooperativo y comunitario. Lo que implica la planificación democrática en todos los ámbitos y niveles, con amplia participación popular en las decisiones.
It is biodiversity, stupid!
06/10/2022
Álex Dorado Nájera
Consejero de Sostenibilidad, Transición Ecológica y Portavocía del Gobierno de La Rioja.
A menudo, en los últimos tiempos, en muchos debates y en muchos medios, existe una equiparación casi total entre medio ambiente y clima o entre crisis ecológica y crisis climática.
Esta asimilación de la parte por el todo es fruto, en parte, por una buena noticia como es el aumento de la concienciación mediática y social sobre la importancia del clima y de la energía en nuestras vidas y las de las generaciones venidas.
Sin embargo, esta conquista de la agenda medioambiental por parte de la agenda climática, puede suponer un problema a la hora de eclipsar o minusvalorar otras crisis vivas cuyo agravamiento supone un peligro tan grande para el futuro de nuestras civilizaciones como el que comporta la crisis climática. Estoy hablando de la crisis de biodiversidad.
La vida, los servicios de los ecosistemas sobre los que se asienta nuestra salud, nuestro bienestar y nuestra economía, penden de una cuerda cuyos hilos se van deshilachando a medida que el ser humano extingue especies y deteriora hábitats a lo largo y ancho de planeta. La biodiversidad está sufriendo un profundo y acelerado desgaste provocado por las actividades humanas, que se traduce en un deterioro sin precedentes de los servicios que los ecosistemas nos regalan, como han señalado Cristina Narbona y varios participantes en este foro.
De las alrededor de 8 millones de especies que se estima existen en el planeta, más de un millón se encuentran ya en peligro de extinción. Los polinizadores, animales de los que depende la producción del 75% nuestros cultivos, se encuentran en declive, poniendo en riesgo la producción agrícola anual a nivel mundial por valor hasta medio billón de euros —el equivalente a todo el PIB de Argentina¬—. La protección costera ante catástrofes naturales que brindan los arrecifes coralinos, de la que dependen entre 100 y 300 millones de personas en el mundo, está comprometida y la actividad humana ha acabado ya con la mitad del coral vivo del planeta.
Los ecosistemas marinos y terrestres son los sumideros naturales de aproximadamente el 60% de nuestras emisiones mundiales de CO2 y alrededor del 70% de los medicamentos utilizados para el tratamiento del cáncer provienen de la naturaleza. Sin embargo, el 75% de la superficie terrestre ha sufrido ya alteraciones considerables a expensas de estos ecosistemas —hemos multiplicado por dos las zonas urbanas desde 1992, un tercio de la superficie terrestre está ya dedicada al cultivo o la ganadería, y solo conservamos un 15% de los humedales del planeta—. La contaminación marina por plásticos se ha multiplicado por 10 desde 1980 y afecta al 86% de las tortugas marinas, al 44% de las aves marinas y al 43% de los mamíferos marinos, estando ya presente en nuestros alimentos.
Es la biodiversidad la que mantiene la calidad del aire, del agua dulce y la que nutren los suelos de los que dependemos para alimentarnos; regula el clima, controla las plagas de nuestros cultivos y las enfermedades que, como hemos visto con la pandemia de la covid-19, nos acechan; contribuye también a los aspectos inmateriales de nuestra calidad de vida, como nuestra identidad cultural.
La Plataforma Internacional sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas de Naciones Unidas (IPBES) es un panel intergubernamental, a la imagen del IPCC sobre cambio climático, cuya misión es prevenir sobre el estado de la biodiversidad y los servicios de los ecosistemas —de los que dependen nuestra economía y nuestro bienestar— y acercar la Ciencia a las decisiones políticas. Es una institución poco conocida pero cuyo trabajo alertando sobre las consecuencias de la crisis de biodiversidad tendrá un gran protagonismo en este 2022.
Las conclusiones de la evaluación de global de ecosistemas del IPBES, publicada en 2019, son claras: los ecosistemas son los cimientos de la humanidad y estamos dinamitándolos, comprometiendo nuestra capacidad para cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030.
Este año deben decidirse los objetivos que la comunidad internacional se marcará para revertir la pérdida global de biodiversidad. Los Estados parte de la Convención sobre Diversidad Biológica de Naciones Unidas se reunirán en la ciudad canadiense de Montreal, tras descartarse por el impacto de la pandemia la ciudad anfitriona china de Kunmig, para decidir los compromisos de lucha contra la que se ha dado ya en llamar Sexta Extinción Masiva de aquí a 2030.
A menudo usamos el ejemplo de la rana y el caldero de agua hirviendo para alertar sobre nuestra actitud ante crisis climática. El anfibio saltará inmediatamente fuera del recipiente para salvar su vida si es lanzado al caldero con agua en ebullición. Pero la misma rana, colocada en agua tibia, permanecerá inmóvil mientras se va calentando progresivamente el líquido hasta hervir con ella dentro. Es el síndrome de la rana hervida, una analogía que se usa para describir la incapacidad para reaccionar ante daños percibidos como a largo plazo, que se producen de forma acumulativa, provocando que las reacciones sean ausentes o tardías como para evitarlos o revertirlos.
Somos la rana ante la crisis climática, pero somos aún más la rana ante la crisis de biodiversidad, hacia la que existe menos sensibilización social y escaso espacio mediático y político. Crisis climática y crisis de biodiversidad deben abordarse unidas, como ya hacen el IPBES y el IPCC. Desde el Gobierno de La Rioja lo hemos entendido así y por eso hemos llevado al Parlamento autonómico una Ley de Biodiversidad y una Ley de Cambio Climático, que van de la mano y esperamos pronto ver pronto aprobadas para poner a La Rioja a la vanguardia de las políticas ambientales en España.
Porque los efectos de ambas crisis se retroalimentan: el cambio climático provoca la extinción de especies y la extenuación de los ecosistemas, y la pérdida de biodiversidad agrava la crisis climática y nos resta herramientas para mitigarla y adaptarnos a ella de forma justa.
Enfrentemos los retos ambientales en su conjunto, con políticas decididas y de forma transversal al conjunto de políticas públicas. Desde las instituciones, pero con la involucración de las empresas, del activismo y el ecologismo, y guiados por una sociedad informada, sensibilizada y activista, capaz de liderar los profundos cambios que nuestro planeta y la necesaria igualdad entre generaciones nos exige.
La nueva era del ecoceno
05/10/2022
Paolo Cacciari
Periodista
También en Italia el lema “transición ecológica” ha entrado en el lenguaje público corriente después del lanzamiento en 2019 del Green Deal de la Comisión Europea y, gracias a los generosos fondos “en deuda” de la Next Generation Ue (una especie de neokeneysianismo verde), el gobierno decaído del banquero Mario Draghi había bautizado un ministerio en su nombre. Veremos si el nuevo gobierno de las derechas lo querrá mantener. Los dos primeros tramos del Plano Nacional denominado ‘Rilancio e Resilienza’ (Relanzamiento y Resiliencia) ya han sido asignados por la UE (24,9 de prefinanciación, más 21 mil millones destinados a lograr 55 “objetivos”). En realidad, se trata de un mosaico desigual de inversiones en obras y servicios destinados sólo parcialmente al medio natural. E incluso estas últimas son muy discutibles, como por ejemplo las mega-obras para la alta velocidad de los trenes.
Como se ha escrito muy bien en las intervenciones que me preceden en esta columna, la “transición ecológica” podría ser declinada en muchas maneras diferentes. En modo débil, como mitigación de los síntomas de la crisis ecológica y adaptación de la vida de las personas en condiciones peores, o en modo fuerte, como transformación profunda del sistema socioeconómico para alcanzar una strong sustainability.
La elección de los gobiernos italianos hasta el momento fue – escasamente – la primera. Para utilizar las palabras del ministro saliente de la Transición Ecológica (Roberto Cingolani), el objetivo es “encontrar un compromiso entre las diferentes instancias” del crecimiento económico y de la sostenibilidad ambiental a través de soluciones tecnológicas, incluso aquellas más de ciencia ficción, como “la energía nuclear de la nueva generación” y la “captura” de dióxido di carbono, su licuación y el almacenamiento en yacimientos de hidrocarburos en desuso en el mar Adriático. ¡La Riviera de Emilia-Romagna ofrecerá a los turistas un baño en agua espumosa!
Las cancillerías de los Estados en conflicto también combaten la guerra en Ucrania mediante sanciones económicas. El gas ruso se ha convertido así en un arma no convencional utilizada por ambos bandos y no está claro quién lo está aprovechando más. Efectivamente, media Europa se encontró sin (casi) su principal fuente de energía, el metano. Y esto ha dejado en segundos planos los objetivos de la descarbonización energética (Paris 2015, Glasgow 2021). Una bendición para los “inactivistas” (según la definición dada por el climatólogo estadounidense Michael Mann, en The New Climate War, 2021, a los que presionan para dejar las cosas como están) al servicio de los potentes lobbies del carbón y del nuclear. Prueba de ello es la escandalosa inclusión de la energía nuclear y el gas en la normativa europea sobre la «taxonomía» (clasificación) de las inversiones consideradas ambientalmente sostenibles y, por tanto, financiables. En Italia, los intereses fósiles están bien representados con la empresa ENI, controlada por el Estado.
Pero hay una forma aún más insidiosa y fraudulenta de entender la transición ecológica a través de la lógica y los instrumentos del mercado. Cuando decimos «mercantilización de la naturaleza», no estamos utilizando una metáfora, ni un refrán cualquiera, sino un proyecto real de transformación de los bienes y servicios que nos proporciona la naturaleza en activos financieros. El procedimiento es el siguiente: i) se identifican los recursos naturales (bosques, fuentes de agua, biodiversidad, etc.); ii) se estima el valor comercial «intrínseco» de las existencias de «capital natural» y de los relativos flujos de ingresos generados por los «servicios de los ecosistemas», incluido su valor «figurativo» como capacidad de absorción de Co2 o de conservación de la biodiversidad y de los distintos ciclos vitales regenerativos; iii) se obtienen los derechos de explotación y gestión de forma privada (concesiones, adquisiciones, fundaciones patrimoniales, etc.); iv) se crean sociedades de activos especializadas en la categoría Natural Asset Companies (NAC) y la cotizan en la Bolsa en la categoría Intrinsic Exchange Group del New York Exchange; (v) se incluyen sus títulos en vehículos financieros primarios y derivados y lo venden a inversores privados e institucionales, incluidos los fondos soberanos estatales. La operación quedó así concluida. La naturaleza se incorpora a las finanzas. Llegando al colmo de la hipocresía, en nombre de la defensa mediante la valorización del patrimonio natural, se privatiza y se introduce en el mercado.
En realidad, esta misma operación ya se está llevando a cabo desde hace tiempo con el CO2 en la bolsa de Londres, donde opera un fondo Exchange Traded Commodies especializado en la colocación de valores llamado Spark Change CO2. En la práctica, los intermediarios financieros se apropian de las autorizaciones públicas de emisión de gases que alteran el clima obtenidas por las empresas (a través de los ETS, sistemas de compra y venta de emisiones adquiridos en subastas o a través de intercambios entre empresas) y las revenden confiscadas (titulizadas) en títulos con sus correspondientes rendimientos. Tanto el aire como el agua (en la bolsa de Chicago) y cualquier otra mercancía en creación han sido capturados por el régimen del capital. “Todo lo vivo”, escribió en este debate Joana Bregolat, “es susceptible de devenir una oportunidad de dónde obtener ingresos en forma de intereses y rentas”. Un verdadero «golpe de genio», como lo llamó John Bellamy Foster, capaz de relanzar un nuevo ciclo de expansión de las ganancias y de acumulación capitalista en un territorio casi ilimitado con un valor potencial estimado de 4 billones (4.000 billones) capaz de generar un flujo de 125 billones al año, más que todo el valor del PIB mundial.
Este es el tipo de «transición» que propugna el «capitalismo verde» («Reset Capitalism» defendido en Davos), cuyos resultados, me temo, sólo agravarán el colapso ecológico. Pero hay otra forma de pensar en la sostenibilidad en términos de una transformación radical del sistema socioeconómico vigente. Una transformación profunda, completa, integral, que implica también la forma de ser y de pensar de uno mismo en su relación con los demás y con la naturaleza. Una «conversión ecológica» -como la definió Alex Langer, uno de los fundadores del Partido Verde en los años 80- también en un sentido cultural y espiritual. Un «cambio de mentalidad», como ya escribió Víctor Viñuales.
La ecología es una idea ética, una forma de pensar en relación con todos los demás seres y cosas que existen en la Tierra, un horizonte de sentido y un sistema de valores. Es difícil imaginar que se consiga reestructurar los fundamentos económicos y el comportamiento humano sin que haya una conciencia contextual y una puesta en común de valores morales diferentes a los dominantes en la actualidad. No es fácil sustituir la codicia, el individualismo y la competencia por la colaboración, la empatía y el amor. Una verdadera transición ecológica debe pasar por el cambio de los modos de producción y de los modelos de relaciones sociales, de las relaciones con los vivos.
No se trata de «sanar el planeta» (no hay nada malo en él), sino de sanar la malicia humana que lo está destruyendo. Se trata de disminuir drásticamente la huella ecológica, empezando por quien la tiene más grande. Se trata de dejar los combustibles fósiles bajo tierra (Leave it in the ground!) y dejar al menos la mitad de la superficie terrestre a la libre expansión de los bosques y los ríos (Half-Earth: Our Planet’s Fight for Life, como propuso el biólogo británico Edward Osborne Wilson en 2016). Se trata de plantar un billón de árboles -como sugiere el botánico Stefano Mancuso- la mitad de los que se han perdido en los dos últimos siglos. Se trata de alejarse del antropocentrismo occidental y acercarse a alguna forma de ecocentrismo o biohumanismo o ecosocialismo.
En concreto, las políticas de una verdadera transición ecológica deberían basarse en las técnicas de Natur Base Solution: la reforestación, la generación distribuida de energía a partir de fuentes renovables, la agroecología, los edificios pasivos, las cadenas de producción cortas y trazables de los bienes de consumo, la movilidad suave, las ciudades de vecindad y los barrios del tamaño de un pueblo, las casas de salud y la medicina comunitaria, la educación de los padres, el bienestar de proximidad… por un lado, y por otro: la lucha contra los residuos, la prohibición de la obsolescencia programada, la desmilitarización.
Así contextualizada, la transición ecológica es el espacio del conflicto social actual para realizar una nueva sociedad, liberada del condicionamiento heterónomo del capital, que abre la nueva era del ecoceno.
Notas:
Paolo Cacciari, Decrecimento o barbarie. Para una solida nonviolenta del capitalismo, Icaria, 2008
La ingeniería de transición socioambiental
29/09/2022
Ramon Folch
Doctor en biología, socioecólogo. Presidente-fundador de ERF
Los cambios vienen con la necesidad. Mientras se producen, se llaman transiciones. Si la necesidad es imperativa, la transición es rápida e inevitable. Por eso habrá -ya la hay- transición ecológica, porque a la fuerza ahorcan. El tema no es hacerla, sino lograrla sin excesivos traumas. La transición ecológica es el paso desde el actual sistema socioambientalmente insostenible hasta un nuevo estadio provisionalmente estable. Es una escalera que hay que bajar: elegantemente, a trompicones o rodando. Para hacerlo sin dolor y con elegancia, se necesita un proyecto adecuado. De ahí la conveniencia de una ingeniería de transición, con sus correspondientes andamios de proceso. La necesidad es evidente y la denuncia ya está hecha, pero tenemos el proyecto y su ingeniería tan solo a medias.
El río ha ido ganando caudal, ya no puede vadearse. Un sinfín de tipos serviciales o aprovechados ejercen de barqueros. Es de agradecer (o no tanto), pero lo que de verdad necesitamos es un puente. Algunos parecen creer que bastará con pedirlo de manera insistente. Eso predispone los ánimos. Está bien, pero no basta. Además de pedirlo, hay que hacerlo, lo que exige proyecto, financiación y capacidad constructiva, también conocimiento del régimen fluvial, geotecnia y previsiones de uso. Si no, el puente no se levantará, los barqueros seguirán cruzando y la disfunción se hará crónica.
Ya ha habido importantes transiciones en el pasado. El paso de la sociedad aristocrático-rural a la sociedad burgueso-industrial debe ser de los más vistosos y significativos. Convertida la máquina en motor y substituidas las caballerías por el vapor, llegó el cambio necesario. Nadie lo proyectó, simplemente se produjo, como canto rodando alocadamente por un plano inclinado. Fue muy doloroso. Hubieran venido bien unas escaleras. Cabe preguntase si la transición ecológica, que es el paso de la sociedad industrial térmica y ya insostenible a la sociedad postindustrial eléctrica y provisionalmente sostenible, se hará arrollando vidas y haciendas por un plano inclinado resbaladizo y cruel o bajando gratificantemente por una cómoda escalinata bien proyectada y con barandilla.
Gobernar es contrariar la tendencia. Encauzarla es mera administración: no está mal, pero a menudo no basta. En tiempos de cambio, sin ir más lejos. En tiempos de cambio, gobernar es proyectar la transición. Y conducirla. Gobernar es hacer que el cambio inevitable resulte deseable y gratificante. Y para gobernar más allá del gesto, se precisan complicidad social y capacidad empresarial (pública y privada).
Creo que no se ha insistido lo bastante en la capacidad empresarial. Algunos discursos pretendidamente progresistas, secuestrados por ideas tiempo ha amortizadas, demonizan a la empresa, como si tras cualquier proceso no existieran personas capaces concertadas, que eso son las empresas. Y gente capaz de pilotarlas, que eso son los empresarios. Que algunos (muchos, pocos, demasiados) luego redistribuyan mal los valores añadidos es otro tema. En todo caso, para hacer, hacen falta empresas. Sobre todo para hacer las transiciones, que es cuando más se precisa creatividad y cintura. En el caso de la transición ecológica, también. Así que necesitamos proyecto pertinente y empresas capaces. Sin proyecto, la empresa hace de barquero; con proyecto, levanta el puente.
El motor de bancada hace tiempo que es eléctrico. Las fábricas ya no se mueven con motores térmicos, ni de combustión externa, ni de combustión interna. La empresa se percató de las ventajas, de todo orden, de la electrificación y la llevó a cabo porque en el mercado había tecnología disponible, ofrecida a su vez por otras empresas que se dedicaban a ello. El precio de la electricidad, aunque interferido por intereses discutibles, era competitivo. Sin aspavientos, se pasó de la motorización térmica centralizada, con sus correspondientes embarrados y poleas, a la motorización eléctrica distribuida. Fue una transición capital y eficaz, llevada a cabo por necesidad y sin gesticulación. La motorización eléctrica de la automoción, en cambio, viene con mucho retraso porque la tecnología disponible, sin proyecto ni voluntad que la impulsara, es todavía pobre. También porque la amortización de los tradicionales bienes de equipo de las factorías al uso exige tiempo (sobre todo si la resiliencia de mentalidades que no se saben amortizadas se resiste a ello). Pero está llegando y pronto superará su punto de inflexión. El cambio llegará cuando la empresa, estimulada por oportunos actos de gobierno, fiscales o tarifarios, se lance resueltamente a la piscina.
En todo caso, la cuestión no es meramente tecnológica o empresarial, claro está. He dedicado toda mi ya larga vida profesional a los aspectos socioecológicos del asunto y hago hincapié en ellos, pero entiendo que sin esa implementación tecnológica y empresarial de la transición ecológica todo queda en humo o en sabiduría evanescente. Necesitamos hacer que el cambio se haga, no basta con decirlo, ni siquiera con saberlo y, menos aún, con limitarse a desearlo.
Veamos el caso del agua. La alteraciones del régimen atmosférico (así percibimos el cambio climático en curso) redundan en mermas de disponibilidad hídrica en muchas zonas donde el agua era razonablemente disponible y, por ende, acicate histórico de concentración demográfica. Algunas ya andaban cortas del recurso porque la demanda no ha dejado de crecer de un tiempo a esta parte, lo que conllevó importaciones considerables en forma de traídas o incluso de trasvases, la cuenca mediterránea es paradigmática al respecto. Se pretende ahora superar esa carestía creciente a base de mayor presión extractiva sobre sistemas hídricos ya estresados o bien con desalación. O sea que se pide mayor tráfico de barqueros, lo que no pasa de oneroso tratamiento sintomático (y más cuando sube el precio de la energía). Se bombea más donde ya no queda o se consume mucha energía desalando. Es la transición en sentido inverso. El cambio de modelo, la corrección etiológica, el puente necesario, está en recurrir al sistema cerrado, que es, por cierto, el del ciclo natural del agua.
Toda el agua de lluvia es reciclada, proviene de masas previamente receptoras de contaminantes varios. Llueve agua destilada gracias a la evaporación solar. Por eso la principal fuente hídrica alternativa verdaderamente sostenible son las aguas servidas, que ahora depuramos esforzadamente… antes de tirarlas (al pobre objeto de que, simplemente, no contaminen el entorno). Algunas vuelven a los ríos, lo que no está mal, pero la mayoría se vierten al mar, donde no hacen falta alguna. La aguas urbanas depuradas, que se tiran, suelen ser de mejor calidad que las aguas superficiales capturadas para ser potabilizadas. Cerrar el ciclo regenerando es más barato que mantener el ciclo abierto y añade el inestimable valor de garantizar el suministro, puesto que apenas consume estoc de nuevas aguas crudas. Con distingos y oportunas estratificaciones de uso, la regeneración funciona, está probado hasta la saciedad, pero para implementarla hay que contrariar tendencias y construir circuitos de distribución alternativos. Necesita decisión y proyecto, operadores capaces e ingeniería de transición.
Y lo que vale para el agua, vale para cualquier otro recurso. De ahí el sentido de la economía circular cuando hablamos de transición ecológica (transición socioambiental me parecería una expresión más adecuada, porque lo que debe cambiarse no es la ecología, sino el sistema social y el ambiente por él generado). Se especula con obtener tierras raras de los asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, mientras que la totalidad de esos metales escasos que se incorporan a los 1.400 millones de smartphones fabricados cada año (litio, indio, tántalo, galio, neodimio, terbio, etc.) desaparecen con la muerte de los aparatos. Denunciar semejante despropósito es saludable, pero más lo sería prolongar al máximo la vida de esas máquinas y desarrollar métodos de recuperación de los elementos infrecuentes que contienen. De nuevo necesitamos medidas (gobierno), proyecto (tecnología) y capacidad operativa (empresa).
El proyecto siempre está al servició de un propósito. O sea que responde a un presupuesto ideológico, incluso cuando niega tenerlo (especialmente cuando niega tenerlo). ¿A dónde queremos llegar con el puente y con qué objetivo? La finalidad no es cruzar el río, sino hacer cosas en el otro lado: si no, para qué…? El proyecto de la transición socioambiental persigue la sostenibilidad de nuestro sistema de producción y consumo. De la sostenibilidad propiamente ecológica, de un ecosistema o de cualquier otro que lo substituya, no hay que preocuparse, porque siempre se dará, como siempre se ha dado. Lo que nos importa es que se dé en condiciones compatibles con nuestras expectativas. La atmósfera terrestre ha sido reductora por más tiempo que oxidante sin que el planeta se haya inmutado. La vida anaerobia es anterior a la aerobia, porque el oxígeno atmosférico no pasa de gas residual de metabolismos pretéritos, residuo espantable que, sin embargo y astutamente, la vida supo aprovechar. Así que no hay que preocuparse por el planeta, sería un enternecedor acto de arrogancia desproporcionada. Sí que nos conviene, en cambio, hacer compatibles nuestros formatos de producción y consumo con el mantenimiento sistémico de alguna forma concreta de las muchas funcionalidades planetarias posibles.
Llamamos sostenibilidad a nuestra sostenibilidad. La transición ecológica es nuestra transición socioambiental. No se hará sin proyecto ni sin ingeniería de transición. Deberá contar con la complicidad social y la acción empresarial. Precisará financiamiento (no subvención), en la certeza que llevarla a cabo será económicamente más rentable que el dilapidador modelo actual. Todo ello gobernado intencionadamente, basado en el conocimiento y con sentido de la equidad. No es fácil. Es necesario.
La transformación de la electricidad en un bien de lujo
26/09/2022
Irene Calvé Saborit
Ingeniera Industrial y trabajadora en mercados eléctricos
La (in)elasticidad de la demanda eléctrica
Hace unos días estuve leyendo la nota de la comisión europea publicada por el periódico francés Contexte en la que se presentan propuestas de intervención para “optimizar el funcionamiento del mercado eléctrico y disminuir el impacto del precio del gas”. En esta nota se analizan varias alternativas como el tope del gas ibérico o las medidas aprobadas por el gobierno griego. Incluso se valora la suspensión del mercado eléctrico cuyo resultado sería, según la nota de la comisión, el probable colapso del sistema eléctrico y un daño severo sobre los esfuerzos de descarbonización. Esto puede dar al lector una pista de sobre qué bases se enfoca dicho análisis.
Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue que a lo largo de toda la nota se da por supuesto que la demanda eléctrica es elástica, es decir, que si el precio de la electricidad disminuye la demanda aumenta. Se trata de una novedad, la demanda se ha considerado inelástica al precio en los más de 15 años que llevo trabajando y formándome en el sector. En la introducción y en el cuerpo de la nota se menciona la reducción de la demanda como esfuerzo para disminuir el precio y para garantizar la seguridad de suministro, expulsando al gas del mix energético.
Hasta ahí, siguiendo la lógica neoliberal de la institución que publica la nota y, sobre todo, aceptando la hipótesis por la que de repente la demanda es elástica, no hay nada raro. Sin embargo, hay algunos detalles, especialmente en los anexos, que van bastante más allá. Se habla de “energy savings driven by consumers’ voluntary choices”, es decir, que los consumidores voluntariamente dejarían de utilizar la electricidad. Resulta curioso que no solo los usuarios han cambiado su comportamiento sin saber muy bien la razón sino que, además, lo hacen de manera voluntaria. Esa voluntariedad me recuerda a las personas que voluntariamente deciden prescindir de un techo bajo el cual dormir para cederlo a los bancos o a las mujeres que voluntariamente deciden vender su cuerpo para poder subsistir.
En un apartado distinto se propone organizar subastas para que ciertas categorías de consumidores reduzcan su demanda global. Esto ya nos aclara que la voluntariedad para reducir la demanda va a ir ligada a incentivos económicos. Además, se menciona una reducción global del consumo y no una reducción centrada en unas horas específicas que desplazaría al gas. Más adelante se da el detalle de cuáles podrían ser estos grupos de consumidores: “hogares y servicios esenciales como hospitales y colegios”. Parece que los entusiasmados voluntarios van a ser los de siempre.
Tampoco se debe dejar pasar de largo uno de los argumentos que esgrime la comisión para justificar la reducción del consumo: Las subastas mencionadas anteriormente costarán dinero, pero subvencionar el precio final de la electricidad también costaría ante estas dos opciones es mejor reducir la demanda y así estamos en línea con los objetivos de desarrollo sostenible.
Llegados a este punto, las similitudes con la situación de la generación distribuida en áfrica subsahariana son demasiado relevantes para ser obviadas.
La electricidad, un bien de lujo en África Subsahariana
En la mayoría de África subsahariana las tasas de acceso a la electricidad son extremadamente bajas, especialmente en zona rural donde, en la mayoría de los casos, el tendido eléctrico es inexistente. En los últimos 10 años una nueva solución para alcanzar el objetivo de desarrollo 7 (Garantizar el acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna) ha sido desarrollada por empresas privadas y organismos multilaterales: la instalación de paneles solares y baterías, así como un tendido eléctrico en algunas aldeas y pueblos para que sus habitantes puedan acceder a la electricidad. Estos proyectos son parcialmente subvencionados por las cooperaciones al desarrollo de los países del norte global y se desarrollan únicamente en países que tienen un marco regulatorio que permite a la empresa privada fijar el precio al que vende la electricidad en las aldeas.
Teniendo en cuenta el coste del capital para este tipo de proyectos y las dificultades de logística, la electricidad se vende entre 50 céntimos de euro y un euro el kWh aún con el 50% de los costes subvencionados.
¿Y que tendrá esto que ver con la primera parte de este texto? Esta situación puede arrojar algo de luz sobre las razones por las que la comisión europea considera ahora que la demanda de electricidad es elástica. En el caso de África subsahariana rural, se considera también que la demanda de electricidad es elástica: los hogares gastan el mismo presupuesto en electricidad mes tras mes independientemente del precio de esta. Pagan lo que pueden pagar tanto si da para iluminar la casa dos horas o doce. Normalmente los “ricos” de cada pueblo se pueden permitir utilizar la electricidad para una televisión que se exhibe como símbolo de riqueza en la ventana o la puerta de la casa. La electricidad pasa así de ser un bien esencial a un bien de lujo para los hogares. Por lo tanto, la razón para considerar que la demanda de electricidad es elástica es que existe una población empobrecida que es forzada a considerar la electricidad como un bien de lujo.
Dado que la demanda es elástica y que el presupuesto de los hogares es fijo, se podría disminuir el precio y la demanda crecería de manera proporcional. El problema es que esto supondría un gasto mayor para los desarrolladores en paneles y baterías para el mismo nivel de ingresos. Como dice la comisión en su nota, mejor subvencionar la reducción de consumo que de precio, para estar en línea con los ODS.
Lo más curioso de todo esto es que se habla de objetivos de desarrollo cuando la electricidad como bien de lujo no permite mecanizar los medios de producción para producir bienes de manera competitiva con otros países y condena a esas poblaciones a la pobreza estructural.
El decrecimiento de los incentivos económicos
El análisis de la nota de la comisión europea nos sugiere el principio de una nueva concepción de la electricidad en el norte global como bien de lujo. Los altos precios de electricidad (aún con topes del gas, soluciones griegas o limitando a 180 EUR/MWh las rentas inframarginales) acompañados del empobrecimiento de la clase trabajadora van a impedir el acceso a la electricidad de esta última.
Peor aún es que esta transición al empobrecimiento eléctrico global de la clase trabajadora va a hacerse bajo la bandera del cambio climático, del decrecimiento y de la amenaza de la escasez. Se emplearán incentivos económicos a través de subastas y otros para que los hogares y los servicios esenciales decidan voluntariamente que prefieren comer a poner una lavadora. Mientras tanto la burguesía va a seguir volando en jets privados, calentando sus piscinas y contaminando más que la totalidad de la clase trabajadora. El cambio climático seguirá su curso, las materias primas seguirán agotándose y la única que habrá “decrecido” será la clase trabajadora reduciendo de manera estrepitosa el nivel de vida.
La unión europea decretó en primera instancia la “liberalización” de los mercados eléctricos de los estados miembros. El resultado de la privatización de un bien de primera necesidad fue un fracaso estrepitoso. Derivó en la necesidad constante de añadir parches como el mercado del CO2 o los mercados de capacidades, en un intento desesperado por conciliar la incapacidad de almacenar la electricidad, garantizar la seguridad de suministro y el acceso universal y mantener un mercado. Frente a ese fracaso parece que la solución a la que apunta la comisión es eliminar la garantía de suministro y el acceso universal a la electricidad, de la misma manera que ya se hace con las poblaciones más empobrecidas de la tierra.
La única alternativa que nos queda es la erradicación del mercado eléctrico, aceptar que la privatización del sistema eléctrico ha sido un error que ha puesto un bien de primera necesidad en manos de empresas privadas cuya función objetivo es la maximización de beneficios. Es una privatización que va también en contra de la soberanía de los estados como se ha visto en Australia. Debemos volver a una planificación obligatoria del sistema eléctrico por parte de los estados que nos permita luchar contra el cambio climático de manera democrática planteando un decrecimiento sostenible y justo para la totalidad de la población. Ninguna reforma del mercado eléctrico va a ser la solución ya que el problema es el mercado. El acceso a la electricidad asequible y democrática debe ser defendido con uñas y dientes como es el caso de la sanidad o la educación pública.
La transición que se retrasa: la cultural
22/09/2022
Victor Viñuales
Director Ejecutivo de ECODES
Cuando hablamos de transición ecológica, funcionarios, empresas y pueblo llano piensan o en un cambio de unas tecnologías por otras –por ejemplo, coches de gasolina por coches eléctricos– o en un cambio de leyes. Pero hay un olvido general: la transición cultural.
El Plan de Recuperación del Gobierno de España dedica 140.000 millones de euros a cambiar el “hardware” de nuestro país y apenas nada a transformar el “software”. Y sin cambio de valores, de hábitos, la transición ecológica encallará.
Para que España lograra un éxito enorme como es reducir los muertos por accidentes de tráfico de más de 5.000 anuales a unos 1.000, no solo se arreglaron puntos negros en las carreteras. También se trabajó, con coerción y convicción, en el cambio de valores y hábitos de la población.
Las tecnologías del cambio en su mayoría están aquí y, en gran parte, con ventajas económicas en su aplicación. Las leyes y políticas podrían ser mejores, pero se están desplegando. Donde tenemos, desde mi punto de vista, el gran retraso es en el cambio cultural, en el cambio de valores y hábitos.
Siete transiciones culturales
Por ello, a continuación, voy a enunciar algunos de los cambios de “mentalidad” que necesitamos generalizar para que podamos realizar la mitigación y la adaptación climática que se precisa. Lo hago haciendo una hibridación entre propuestas de Christiana Figueres y mis reflexiones.
1. De la cultura de la procrastinación de la acción a la creación de un sentido de urgencia
Desde hace años hay conciencia en sectores relevantes de la población de la importancia del cambio climático, pero esa convicción coexiste con la práctica de aplazar las decisiones para otro momento. Ese “tirar el balón para adelante” está extendido dentro de la administración pública, en las empresas y en las familias. Crear una atmósfera de urgencia es fundamental. Muchas personas ya comparten el horizonte de una economía descarbonizada, pero alegan que hay que aplazar las decisiones que “más duelen”. Sí, pero no todavía, sería su lema.
2. Del pensamiento del corto plazo al pensamiento de largo plazo
Necesitamos romper con el cortoplacismo electoral y el cortoplacismo bursátil. Necesitamos no aplazar las acciones necesarias por las urgencias electorales o las urgencias de los resultados económicos inmediatos. Este cortoplacismo no solo anida en la razón de las elites políticas o económicas, sino que también en la generalidad de la población. Necesitamos ser, como señala el escritor Roman Krznaric, buenos antecesores de las generaciones venideras.
3. De la economía de la explotación y extracción de la naturaleza a la economía de la regeneración
Hemos practicado en los últimos siglos una cultura de la explotación sin límites de la biosfera. Eso ha provocado una situación de extinción acelerada de la flora y la fauna que nos ha acompañado en los últimos milenios. Ha llegado la hora no solo de no dañar la naturaleza, sino de transitar a una cultura de regeneración de la biosfera.
4. De la economía lineal a la economía circular
En los últimos años se ha cambiado el discurso en los sectores más avanzados de la sociedad. Ya se habla, por fin, de pasar de un modelo de economía lineal a otro circular. Esto no es suficiente: hay que practicar esa nueva cultura de la economía circular. Lo que cambia el mundo no son nuestras intenciones circulares, lo que cambia el mundo son nuestras acciones circulares.
5. De la maximización del beneficio particular a la búsqueda del interés general
Una gran parte de los tres millones de empresas en nuestro país todavía están ancladas en el paradigma de la maximización del beneficio particular y el descuido del interés general, de los problemas comunes de la sociedad. Soplan vientos de cambio en los discursos y en algunas prácticas empresariales relevantes, pero se necesita la generalización en el ecosistema empresarial del enfoque de la Economía del Bien Común o del movimiento B Corporation.
La acción de las administraciones públicas y de las ONG no basta para construir una economía neutra en carbono en los tiempos que los científicos del clima estiman. Las empresas son imprescindibles.
6. De la preocupación sobre el cambio climático y su importancia a la ocupación y la realización de acciones concretas
La preocupación acerca del cambio climático ha aumentado mucho con la sucesión de catástrofes atmosféricas. La gran tarea actual es realizar una transición masiva desde esta cultura de la preocupación a una cultura de la ocupación.
Muchas veces en esa transición las empresas, las administraciones públicas y la ciudadanía necesita información y acompañamiento para hacer los cambios más fáciles y más rápidos.
7. Del “esto es cosa de los demás” a la corresponsabilidad
Hay una gran costumbre en este país de que son los otros, los que tienen más responsabilidad, los que tienen que hacer primero.
Esos otros van cambiando según el que habla. “Las grandes empresas tienen que hacer, yo soy una pequeña empresa”. “Es un objetivo muy grande para la gente pequeña, tienen que ser las instituciones”. Así se van formulando excusas para no actuar.
Migrar a una cultura de corresponsabilidad es fundamental. Frenar el cambio climático es una tarea hercúlea que exige la implicación de todos los actores en la construcción de las soluciones de forma proporcional a su participación en la generación del problema.
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Debemos aprovechar la “vivencia del cambio climático” que ha producido en la población española las crisis climáticas solapadas que hemos vivido este verano. El gran reto es transformar esa masiva preocupación en acción efectiva. Para ese gran objetivo estas 7 transiciones culturales son claves.
El movimiento obrero frente al cambio climático
20/09/2022
Eulogio González Hernández
Jubilado - Mecánico Mantenimiento de aviones
Hace siglos, los obreros se sumaban a las consignas de libertad e igualdad exaltadas en mítines y otras plataformas públicas, pero era evidente que esos obreros tenían una percepción de la libertad y la igualdad muy diferente a la que las autoridades y patronos consideraban constitutivas de la organización social liberal.
La huelga de La Canadenca hace 100 años en Cataluña, consiguió un gran triunfo palpable cien años después: la conquista de la jornada de 8 horas en España, el primer país del mundo en establecerla por ley.
Esta huelga, considerada una de las más importantes de la historia de Cataluña, significó una victoria completa para los sindicatos. No solo consiguieron mejoras para los obreros de la empresa Riegos y Fuerza del Ebro, filial de La Canadenca –como era conocida la empresa Barcelona Traction, Light and Power Company, Limited–, sino también para los chóferes, carreteros, obreros del textil y tipógrafos.
El conflicto paralizó el 70% de la industria local barcelonesa y dejó sin luz buena parte del territorio catalán. El Gobierno español movilizó el ejército para intentar volver a producir electricidad, y se enviaron tropas tanto a Barcelona como a las centrales productoras de la provincia de Lleida. Los huelguistas encarcelados llenaron la Modelo, pero también barcos del puerto de Barcelona y el castillo de Montjuïc.
El apoyo popular y la madurez organizativa de la clase trabajadora supusieron un notable apoderamiento del movimiento obrero catalán y español y la entrada en una nueva etapa de la historia contemporánea, marcada por la conquista de derechos sociales y libertades políticas, pese a la posterior etapa de represión, encarcelamientos y el auge del militarismo golpista.
Y esto mismo es toda Europa.
El discurso obrero analizado revela que la lucha de clases, lejos de constituir un esquema planteado a posteriori, suponía una realidad vivida conscientemente por el colectivo de trabajadores. Tal y como se ha expuesto, adaptando a las nuevas circunstancias la lógica de los conceptos y del lenguaje revolucionario ya formulados desde fines del siglo XVIII en relación a la oposición al Antiguo Régimen, los obreros articularon un nuevo tipo de disidencia frente al Estado y a la sociedad liberal.
Una disidencia desde la que se denunciaban los defectos de la sociedad industrial al tiempo que se expresaba la aspiración esencial a un nuevo orden social fundamentado en el trabajo.
Pues cuando hablamos del cambio climático, tenemos el mismo problema que el mundo obrero tuvo e incluso tiene y es el egoísmo de los amos del mundo.
En las reuniones secretas de estos amos del mundo, el club de Bilderberg, se decide el destino del mundo. Si no tienes el honor de ser invitado, simplemente no existes, no eres nadie. El objetivo del Club es acabar con nuestras libertades personales y manipularnos mediante un único gobierno mundial y de paso en estos momentos no permitir a nuestros políticos tomar medidas eficaces contra el cambio climático, hasta que dichas medidas no garanticen dos cuestiones fundamentales para estos egoístas:
Ellos seguirán mandando en el mundo.
Sus beneficios económicos permanecerán inmutables.
Y mi pregunta: ¿es la solución manifestarnos de vez en cuando?
No, creo que no.
Y esa es mi propuesta: partiendo de una democracia participativa.
Debatir sobre las herramientas que estemos dispuestos a utilizar: manifestaciones, huelgas…
Hacer crecer esta organización al máximo de sus posibilidades, invitando sindicatos, movimientos sociales y partidos políticos que defienda los mismos que nosotros.
Es decir, utilizar los procesos y herramientas que permitieron al mundo obrero salir del nido de injusticia que estaba.
Así y solo así conseguiríamos respuestas coherentes frente al problema del cambio climático.
La imposible transición ecológica (bajo el capitalismo)
19/09/2022
Manuel Garí
Economista ecosocialista
Las gentes racionales y sin apego a los dividendos de las eléctricas, gasísticas y petroleras podemos convenir en primer lugar que la transición ecológica es urgente y necesaria para el futuro de la vida en el planeta y que la clave para desencadenar el proceso es asegurar la transición energética desde un modelo carbonizado y despilfarrador a otro basado en los pilares del ahorro y la eficiencia, las energías limpias renovables y el decreciente uso de materiales y energía. En segundo lugar podemos acordar que la cuestión de la energía es estratégica. Y, finalmente, no es una hipérbole que califiquemos al actual modo de producción de capitalismo petrolero. Vivimos en sociedades y economías basadas en el carbono.
El despegue y extensión del capitalismo industrial sería inexplicable sin la utilización de la fuerza del vapor, la explotación del carbón y los descubrimientos de yacimientos y uso de petróleo y gas. Tanto la industria y la agricultura como el transporte o la vida cotidiana experimentaron una revolución, particularmente cuando proliferaron y extendieron las aplicaciones de la electricidad. La producción generalizada de mercancías y su colocación en los mercados internacionales han dependido directamente de la evolución de la carbonización de la economía. En ese modelo productivo y de transporte la globalización capitalista ha encontrado un acelerador excepcional.
El modelo energético es el paradigma del conjunto del modelo productivo creado por el capitalismo. Ambos son la viva imagen de un Pantagruel digno de su padre Gargantúa, insaciable y varado que requiere ingentes cantidades de recursos/materias primas/energía como inputs para alimentar un proceso productivo plagado de riesgos y altamente ineficiente: sus outputs están compuestos por los bienes y servicios -algunos perfectamente prescindibles o nocivos-, pero también por un gran volumen de residuos (deshechos), emisiones y vertidos que en buena parte son tóxicos y peligrosos por su impacto sobre las diferentes formas de vida y por no poder ser metabolizados por la naturaleza. Estas son las características del modelo de producción lineal que no cierra los ciclos. En relación con el tema que nos ocupa, dada la intensidad energética que requieren sus técnicas y procedimientos y la baja eficacia en términos materiales, el modelo muestra una gran voracidad energética, dado que tanto en la producción como en el consumo hay un despilfarro suicida.
Cabe preguntarse ¿el 100 por 100 renovables es la solución a los problemas energéticos sin reducir la demanda? ¿Es factible desarrollarlas a tiempo para evitar el abismo climático? ¿Cuánta energía sucia es necesaria para construir la limpia? ¿Hay materiales suficientes? ¿Puede cambiarse el modelo energético sin expropiar a los oligopolios? ¿Es compatible una reconversión ecológico-energética en un sistema económico basado en la realización de la ganancia privada? ¿Es compatible mantener el nivel actual de intensidad energética con una sociedad en armonía con la naturaleza? Estas no son preguntas retóricas sino auténticos dilemas civilizatorios en la encrucijada actual.
Y forman parte de las antinomias, paradojas y contradicciones actuales del sistema social y económico del capitalismo global en sus diferentes latitudes y versiones que no sólo tiene en común un modo de producción que comporta unas relaciones sociales basadas en la desigualdad en la apropiación del producto del trabajo, sino también un modelo productivo (cómo se hacen las cosas) depredador, contaminante e ineficiente desde el punto de vista de los recursos y el equilibrio de la biosfera. No exageramos si afirmamos que la historia del modelo energético carbonizado es la historia del lucro, los expolios y las guerras del siglo XIX, pero sobre todo del XX y del actual.
La economía política de la energía
El orden energético mundial se ha articulado mediante una compleja alianza de las empresas multinacionales y los gobiernos de los países imperialistas con los gobernantes de los territorios que poseen reservas de petróleo, gas o carbón.
Se ha organizado un modelo de negocio basado en la finitud de los yacimientos y en su aleatoria y desigual distribución territorial; es decir, basado en la gestión de una nueva modalidad de renta ricardiana justificada ideológicamente por el relato de la escasez. Es eso lo que explica que, si bien hay sectores del capital que buscan los nichos de negocio de las energías renovables conservando el control privado del proceso, la apuesta energética estratégica del capitalismo sigue siendo la de los combustibles fósiles.
El gran capital es contrario al abaratamiento de los precios que suponen las fuentes renovables a medio plazo y al acortamiento de la secuencia extracción, transporte, procesamiento del combustible fósil y distribución, pues cada fase es una fuente de ganancia que sería puesta en cuestión por la más corta cadena de valor de las renovables. Especialmente la de la generación eléctrica distribuida que permite a las poblaciones, comunidades y personas gestionar directamente la energía que necesitan para sus necesidades básicas.
La opción hegemónica del capitalismo es una huida hacia adelante suicida: seguir con unas explotaciones cada vez más caras y con menor retorno energético y la puesta en funcionamiento de métodos tan nocivos como el fracking para apurar la extracción, mediante la ruptura hidráulica, de los combustibles fósiles que impregnan las arenas, y, lo que es peor si cabe, las irresponsables prospecciones árticas, aprovechando el deshielo fruto del calentamiento.
Los vaivenes de la competencia entre los principales Estados implicados y la guerra de los precios, así como buena parte de los conflictos bélicos durante los siglos XX y XXI, tienen su inmediato origen en la batalla por la hegemonía energética, por la apropiación y control de todos los segmentos de la cadena de valor a fin de determinar el reparto de las rentas. Esta cuestión forma parte del núcleo duro de la naturaleza, la historia y la evolución del imperialismo y de las contradicciones interimperialistas. Y, desgraciadamente, explican la razón última de la geopolítica (el caso de la guerra de Putin en Ucrania y la reacción de las potencias occidentales es un buen ejemplo) y de las intervenciones militares de EE UU y otras potencias en Oriente Medio, a cuyos pueblos han sometido a un sufrimiento indecible, a interminables y crueles guerras, a migraciones masivas y a la destrucción de sus ciudades y riquezas. En nombre de los intereses occidentales el imperialismo ha robado la soberanía de esos pueblos, les mantiene sometidos a dictaduras, a la pobreza, a la inseguridad y la inestabilidad permanentes.
La Unión Europea (UE) lleva años impulsando la liberalización y transferencia de la propiedad de todo el sistema energético y eléctrico a manos del capital privado. Ello ha provocado la aparición y consolidación de productores y mercados oligopólicos y no, como decían perseguir, una proliferación de empresas compitiendo por ofrecer mejores precios y servicios. Ese oligopolio abarca la cadena importación, extracción, transformación, generación, transporte/transmisión y comercialización en el conjunto de la UE y en cada país miembro. En el caso de la electricidad dominan los mercados mayoristas y minoristas, detentan la parte del león de la capacidad instalada y el total de la energía generada, distribuida (con gran control sobre las redes) y vendida. Es uno de los escenarios más completos de connivencia entre poderes económicos y élites políticas cuya mejor expresión es el impúdico funcionamiento de las puertas giratorias entre ministerios y consejos de administración para ex gobernantes. Escenario que ha mostrado su gran debilidad a raíz de la guerra de Ucrania.
El caso español no es una excepción, pues su sistema energético y eléctrico están totalmente controlados y al servicio del oligopolio (Garí, García Breva, María-Tomé y Morales, 2013). Todo el mercado eléctrico está concebido para preservar sus intereses. El conjunto de las grandes empresas energéticas españolas, tanto las que tienen relación con la generación de electricidad como las que no, han experimentado un fuerte proceso de internacionalización mediante su presencia en numerosos países que las ha convertido en transnacionales y también de interpenetración con otras empresas del sector y con los distintos dispositivos, operadores y mercados del sistema financiero español e internacional.
El funcionamiento del oligopolio energético
Tal como plantea el premio Pulitzer Daniel Yergin (1992) el poder actual de Estados Unidos se basó en la concentración de la industria extractora y refinadora del petróleo. Asimismo, inmediatamente, el negocio energético se articuló a escala internacional en torno a grandes empresas que tendieron a funcionar como un oligopolio con una impronta monopolista en la práctica. Hecho que llevó al magnate Enrico Mattei, presidente de ENI (el ente nacional italiano de hidrocarburos) a denunciar en los años sesenta que esas empresas energéticas del momento, a las que denominó las “siete hermanas”, tendían a la cartelización en abierta oposición a la proclamada libre competencia. En 1944, años antes, Karl Polanyi (2016, p. 138) había indicado que “La posibilidad de que la competencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente”.
Tres problemas se relacionan generalmente con esto: el problema del mercado de las materias primas y de la fuerza de trabajo; el problema de los nuevos campos para la inversión de capitales; y finalmente el problema del mercado. Esta triada nos permite, abordar mejor el funcionamiento de la economía de mercado, incluida la energética. Es la que explica que se privaticen patrimonio y bienes comunes, que actividades que podrían realizarse de forma eficiente y barata en cooperación se monopolicen y que el modelo técnico que se adopte sea siempre el de la gran instalación porque ello facilita todo lo anterior.
Para comprender mejor el continuum calentamiento/modelo energético/sistema eléctrico no basta con el debate sobre las tecnologías a abandonar y las tecnologías a desarrollar. También hay que abordar el marco en el que aparecen los problemas y las alternativas, por lo que hay que desentrañar algunos elementos de la estructura oligopólica que controla toda la cadena de valor: extracción de carbón, petróleo y gas; refino y otros procesamientos; transporte de materia prima, productos semielaborados y elaborados en diversas fases, generación eléctrica, trasmisión y comercialización.
El oligopolio se impuso en el mundo de la energía y, particularmente, en el de la electricidad, que como bien/mercancía, tiene unas características físicas y técnicas que facilitan que o bien sea controlado por la sociedad mediante la propiedad pública y social o bien caiga en manos de grandes empresas oligopólicas que en la práctica funcionan como monopolios.
La electricidad juega un papel estratégico en múltiples procesos productivos, en los nuevos despliegues de la electrónica, la robótica y las telecomunicaciones y, por supuesto, en equipos de uso privado como los electrodomésticos o en la iluminación pública y privada. Posee homogeneidad en términos físicos, con independencia de la fuente empleada en su generación. Pero no se puede almacenar, lo que exige una planificación continuada y previsión de futuro, así como establecer mecanismos de transporte ágiles que permitan poner en relación necesidades y oferta en diferentes momentos horarios, para diferentes demandantes y requerimientos en cuanto a los volúmenes y aplicaciones; y, por tanto, hay partes de la cadena de valor que presionan hacia lo que se conoce como monopolio natural. Ello presenta posibilidades y retos para las alternativas ecosocialistas, pero de momento es fuente de ganancia privada.
¿Oligopolios? O realmente son monopolios
A efectos de su lucha por el control de los mercados, las empresas energéticas y eléctricas no funcionan de forma diferente a otros sectores oligopólicos. Las grandes empresas a realizar un doble movimiento: por una parte potenciar la integración vertical, que permite economías de escala y ventajas tecnológicas, y, por otra, evitar al máximo el choque de trenes de la competencia mediante acuerdos entre corporaciones sobre precios, reparto de mercados, asignación pactada de cuotas en los mismos y otros consensos intercorporaciones para lograr que la distancia entre ingresos y costes empresariales sea lo mayor posible y posibilite la realización de beneficios extraordinarios de forma continuada.
Por ello, a este respecto, es útil tener en cuenta las aportaciones de autores como Ernest Mandel que considera que existe una delgada línea de separación entre las empresas en régimen monopólicas y los denominados oligopolios constituidos por un pequeño número de empresas que dominan un sector productivo. Rechaza la drástica diferenciación entre monopolio y oligopolio porque “las discusiones de semántica son, naturalmente, ociosas (…) la pretendida precisión terminológica académica esconde en realidad una impotencia para aprehender los problemas de estructura. La aparición de oligopolios no significa solamente un simple cambio gradual de la situación (“un poco más de imperfección” en la competencia). Significa el advenimiento de una nueva era, caracterizada por una modificación radical en los comportamientos de los jefes de las principales industrias, lo que entraña modificaciones no menos radicales en materia de política interior y exterior”. (Mandel, 1969, T II, pp. 53).
Mandel apoya su afirmación en el informe “Monopoly and Free Enterprise” realizado por Stocking y Watkins, gestores y economistas de empresas privadas, documento al que califica de honesto y del que cita literalmente: “La fusión de [antiguos] competidores no debe necesariamente conducir a la unificación total, a los monopolios al 100%, para reducir las presiones competitivas y aportar ganancias. Para que el poder de reducir la oferta y aumentar los precios resulte interesante no es necesario que sea absoluto. Este poder asegura ganancias [más elevadas], desde el momento en que el número de vendedores es tan reducido que cada uno de ellos reconoce las ventajas de seguir una política no competitiva” (Mandel, 1969, T II, pp. 65).
Por su parte Michal Kalecki ha desarrollado modelos explicativos en los que asocia la consolidación de estructuras monopólicas con la realización de sobrebeneficios gracias a precios impuestos y superiores a los que habría en un mercado con competencia (Kalecki, 1977). Y Piero Sraffa ha analizado la relación entre el grado de competencia y el marco institucional, concretamente las barreras existentes, que posibilita o dificulta los aumentos de los precios para obtener una ganancia superior en comparación con una situación de competencia perfecta entre iguales (Sraffa, 1960).
En la evolución hacia el oligopolio y monopolio de las empresas el Estado no ha sido indiferente, sino que, según Mandel, “… el poder coercitivo del Estado burgués intervino de manera cada vez más directa en la economía, tanto para asegurar la extracción ininterrumpida de las ganancias extraordinarias monopólicas en el exterior como para garantizar las mejores condiciones para la acumulación de capital en el propio país”. Y concluye “Este paso marcó el comienzo de la era del capitalismo tardío” (Mandel, 1972).
Alternativas y planificación
Las claves del cambio de modelo energético son la combinación de las siguientes acciones: dejar bajo tierra las existencias de petróleo, gas y carbón; impulsar el ahorro de energía; electrificar los transportes y el conjunto de la actividad productiva demandante de energía; cambiar de fuentes sustituyendo los combustibles fósiles y nucleares por las renovables (solar, eólica, geotérmica, mareomotriz, etc.). Con especial desarrollo de la generación distribuida y de los sistemas de producción, transporte y distribución energéticos de propiedad pública y social en un modelo que tenga en cuenta tanto la dimensión de coordinación de recursos para posibilitar sinergias y ahorros, como la de la descentralización para acercar las decisiones a las personas y comunidades en sus facetas de productores y consumidores, para poder impulsar la soberanía y la democracia en los asuntos del fuego que calienta la tribu.
En resumen, se trata de reducir drásticamente el uso de energía y que esta sea de fuentes renovables de propiedad común. La magnitud del reto de abandonar bajo tierra las reservas de combustibles fósiles, significa renunciar al 80% de las existencias de carbón conocidas, el 33% del total de existencias de petróleo conocidas (agotadas o por explotar) y al 50% de las existencias inventariadas (agotadas o por explotar) lo que equivale a renunciar al 80% de las rentas fósiles estimadas sin realizar todavía.
Todo ello nos remite a otra cuestión: el marco en el que se puede dar esa opción ecológica exige un sociedad justa e igualitaria para evitar las guerra por un bien escaso: la energía; una sociedad capaz de generar un nuevo modo de vida con valores y cultura alternativos al del lucro individualista; el acceso a los puestos de trabajo y a los bienes y servicios que permita la pacificación del compulsivo consumismo y de los desplazamientos laborales o de ocio, que comporta una profunda reorganización del territorio al servicio de la población frente a la especulación y un acceso universal a los bienes culturales que no exijan necesariamente la movilidad; y si se tuviera que dar, que lo sea mediante medios que minimicen la huella de carbono.
En cualquier caso, el futuro modelo energético no podrá ni deberá mantener un nivel de oferta tal que sirva de motor para un crecimiento económico sin fin como el actual. Por ello resulta ingenua e inane la propuesta del New Green Deal que intenta servir a dos señores: descarbonización y ganancia del capital, porque el reto de la transición energética es imposible abordarlo sin tocar las bases del funcionamiento y dominación del capital, de la propiedad de recursos y medios y, por ende, del entramado institucional estatal a su servicio, que ni es neutro ni sirve para otro fin distinto que para el que se creó.
Tanto abandonar el uso de combustibles fósiles como el despliegue de un nuevo modelo exigen grandes inversiones por parte de los poderes públicos; porque el capital privado no lo va a realizar. Pero también la expropiación de los medios y activos del oligopolio exige una decisión política hercúlea frente a los movimientos financieros y de todo tipo, sin excluir la violencia, que desatarán los poderes fácticos del capital. Nadie nos exime de poner a prueba nuestra apuesta por las renovables. Diseñar un mix energético de fuentes renovables capaz de atender las necesidades de una sociedad industrial sustentable, en el caso de superar el hándicap de las limitadas reservas de litio, níquel y neodimio, el problema se plantearía en otro terreno, el económico y político, porque “ello sólo sería posible con una ingente reorientación del esfuerzo inversor (digámoslo claramente: un esfuerzo incompatible con la organización de las prioridades privadas de inversión bajo el capitalismo), y se llegaría a una situación de generación estacionaria de energía (básicamente electricidad), situación incompatible con la continuación del crecimiento socioeconómico exponencial de los últimos decenios” (Riechmann, 2018).
A lo que hay que añadir, como calcula Antonio Turiel que en el caso español sustituir los aproximadamente seis exajulios de energía primaria usada anualmente en España por fuentes renovables implicaría instalar un terawatio eléctrico. De modo que las necesidades de capital de esta transformación se elevarían a 4,12 billones dólares: tres veces el PIB de España. Si lo extrapolamos a escala mundial estas afirmaciones son demoledoras para el optimismo tecnológico auspiciado desde las élites del capitalismo. Demoledoras para quienes se contentan con medidas de mercado como los cambios en la fiscalidad para influir en los precios e influir en los consumidores pues el tiempo urge y esas medidas de tener efecto es limitado y a largo plazo. Y demoledoras para quienes defienden un Nuevo Pacto Social-Verde haciendo caso omiso de que la contraparte -el capital- no está en absoluto interesado en el mismo. Afirmaciones demoledoras, en definitiva, para quienes pretenden realizar una transición energética incolora e indolora exenta de conflicto, del conflicto ligado a las formas que adopta la vieja lucha de clases en la actualidad.
Si el razonamiento económico introduce la necesidad de que los fines y medios se decidan democráticamente frente a la dictadura de los mercados, articular esa voluntad popular lleva a revalorizar la planificación. Si una nueva economía frente al expolio capitalista de la naturaleza, cuyos recursos considera meras materias primas o mercancías ilimitadas, parte de la finitud de los recursos no renovables y la necesidad de respetar los ciclos de los renovables, la cuestión del plan vuelve a jugar un papel central que los neoliberales intentaron borrar de la faz de los gobiernos, de la academia y de las mentes. Si ello es así en todos los aspectos que afectan al intercambio sociedad-naturaleza y, por tanto, en todos los procesos productivos, aún lo es de forma más clara en lo referente al modelo energético.
La cuestión de la planificación democrática de la energía es una herramienta de primer orden para la estrategia de cambio de modelo. Y, por sus características, si hay un sector en el que el plan es imprescindible -incluso en la economía capitalista- es en el de la electricidad. Tanto bajo la economía de mercado como en su opuesta la ecosocialista, la previsión planificada a largo plazo de las redes e infraestructuras básicas es obligatoria. Pero la sustitución de la lógica del beneficio privado por el beneficio de la sociedad exige llevar esa planificación a toda la cadena de valor. La propiedad pública y social de las fuentes y aplicaciones de la energía lejos de repetir las viejas falsas soluciones estatistas del socialismo real regidas por una ineficiente planificación burocrática deberá, por el contrario, ser una “planificación socialista autogestionada por las comunidades afectadas y articulada a todos los niveles territoriales necesarios (…) contraria al estatismo pero que tampoco se puede reducir a procesos de decisión descentralizados y atomizados, aunque sean autogestionados localmente. Todo eso hay que debatirlo en base a objetivos y experiencias concretas” (Samary, 2019).
Ahorro, contención, electrificación y renovables solo podrán ser la pauta fuera de la lógica de la ganancia privada, solo podrán realizarse mediante una construcción democrática de la voluntad social. Para ello deberán darse varios pasos: 1) acabar con el expolio y la dictadura de los oligopolios mediante la expropiación y socialización de sus activos materiales y financieros y 2) impulsar la soberanía popular mediante la planificación democrática de los recursos comunes y públicos en toda la cadena de valor que devuelva el dominio del fuego a los pueblos y comunidades. Tal como están las cosas, nadie dijo que la transición energética fuera fácil, pero es nuestra única esperanza.
Bibliografía citada
Garí, M., García Breva, J., María-Tomé, B. y Morales, J. (2013) Qué hacemos para cambiar un modelo irracional por otra forma sostenible y democrática de cultura energética”. Akal, Madrid.
Kalecki, M. (1977) Ensayos escogidos sobre dinámica de la economía capitalista 1933-1970, Fondo de Cultura Económica.
Mandel, E. (1969). Tratado de economía marxista. Tomo II. Ediciones Era, México.
Mandel, E. (1972). El capitalismo tardío. Ediciones Era, México.
Polany, K. (2016). La gran transformación, crítica del liberalismo económico. Virus Editorial, Barcelona.
Riechmann, J. (2018). ¿Derrotó el Smartphone al movimiento ecologista? Por una crítica del mesianismo tecnológico. Libros La Catarata, Madrid.
Samary, C. (2019) “El mundo debe cambiar de base”. Vientosur.info
https://vientosur.info/spip.php?article15373
Sraffa, P. (1960). Producción de mercancías por medio de mercancías, Oikos-Tau, Barcelona.
De cascabeles y gatos
05/09/2022
Carlos Tejero
Periodista. Responsable del Área de Medio Ambiente de Podemos Madrid
Los últimos días de agosto nos han sorprendido con un giro radical en la política energética europea. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, sorprendió a propios y extraños anunciando la necesidad de “intervenir” el mercado energético para controlar el precio de la electricidad. Una “traición” a la ortodoxia liberal provocada por una imparable espiral inflacionista cuya causa principal han sido, precisamente, los precios de la energía en un mercado liberalizado.
Este anuncio espantó a los especuladores y el precio del gas Natural TTF (precio mayorista en Europa) bajó en dos días de 344 a 253€ (más de un 25%). No hay más que añadir sobre el funcionamiento del sistema y su democrática política de precios.
Esta crisis energética, agudizada por la guerra de Ucrania, surge con el trasfondo de una crisis de proporciones y consecuencias enormes, la crisis climática provocada por la actividad y el consumo humano. Las medidas que tomemos para resolver ambas crisis van a poner en cuestión nuestras formas de consumo, de producción, de vida y nuestra relación con el medio ambiente.
Llegados a esta tesitura debemos hacernos las siguientes reflexiones:
1. ¿Podemos, desde la política, plantearnos las medidas drásticas de reducción del consumo, renuncia total a las energías fósiles y, en consecuencia, modificar radicalmente nuestros hábitos de vida?
No solo desde la política, necesitamos un cambio de paradigma económico, productivo y energético para hacer frente a este desafío cultural y sistémico.
Centrándonos en el nuevo modelo energético debería descansar en cuatro pilares:
– reducción drástica del consumo y promoción del ahorro energético;
– descentralización y democratización de la producción y generación;
– eficiencia energética;
– energía 100% renovable sin emisiones de GEI en el horizonte de 10/20 años y el objetivo de 1,5º para 2030.
2. Dada la resistencia desde amplios sectores conservadores a aceptar el calentamiento global y la emergencia climática, su oposición a la intervención del estado en los mercados energéticos, su apuesta por la nuclear e incluso su rechazo a las políticas de restricción del consumo, ¿podemos avanzar legislando en la dirección correcta con la actual correlación de fuerzas?
Medidas como la restricción del consumo y ahorro energético aprobadas en mayo de este año van en la dirección adecuada. Frente a esto, el Partido Popular ha rechazado asumir las medidas de reducción del consumo, y en las autonomías en que gobiernan carecen de planes de ahorro energético. La comunidad de Madrid, incluso, ha anunciado que recurrirá el decreto, no pueden permitir que los escaparates estén apagados a las doce de la noche, ¡qué triste!.
No nos sorprenden los intereses económicos que se ocultan tras estas posturas. En un semestre de crisis creciente en que la población hemos visto reducirse mes a mes nuestro poder adquisitivo, los resultados de las grandes energéticas y bancos son elocuentes:
– Iberdrola, dispara un 36% sus beneficios;
– Repsol, duplica los suyos;
– Santander, amplía un 33% sus ganancias;
– Sabadell, llega al 78% en su crecimiento.
3. El capitalismo ha sobrevivido a sus crisis cíclicas a lo largo de la historia, pero, ¿puede sobrevivir en un escenario no expansionista de decrecimiento? ¿Es viable un capitalismo sin crecimiento?
La posibilidad del colapso civilizatorio se abre ante la falta de alternativas al sistema imperante.
Autores como Antonio Turiel plantean la dificultad de la transformación energética (con renovables o coche eléctrico) sólo el decrecimiento y la reducción de energía y otros materiales de forma drástica es la alternativa. Según Turiel “se puede reducir el consumo energético en España un 90% sin cambiar de nivel de vida”.
Coincido con el ambientólogo Andreu Escrivá, que defiende que “la vía más exitosa de transformación no pasa por dibujar horizontes apocalípticos y culpabilizar a los ciudadanos, sino por establecer estrategias colectivas, políticas de transformación y, sobre todo, con una cuestión clave que es la redistribución”. Según recalca, “hay una cita de Raymond Williams que dice que ser verdaderamente radical es hacer que la esperanza sea posible, más que la desesperación sea convincente”.
En lo que coinciden todos los pronósticos es que solo la reducción del consumo en todos los ámbitos de forma drástica puede permitirnos alcanzar un horizonte energético basado en fuentes renovables. Para ello, como sociedad debemos hacer una reflexión colectiva sobre nuestra forma de vivir, de producir, de consumir, de desplazarnos y de relacionarnos con nuestro planeta. No deberíamos permitir que regresen los excesos que nos han llevado al precipicio como especie.
El discurso, con matices y diferencias, se sigue construyendo. Pero su aplicación práctica requiere avances legislativos de gran calado. El grito de que “viene el lobo” en la sociedad actual puede quedar ahogado por los mismos intereses que sacan provecho de nuestras crisis.
Poner el cascabel al gato requiere de consenso, firmeza, decisión y espíritu de sacrificio.
Apagarle los escaparates a Isabel Díaz Ayuso es solo un primer paso. Pero, ¿llegaremos a tiempo?
Aprender de nuestro fracaso. Asamblea climática, deserción activista y futuros posibles para la participación ciudadana en la transición ecológica
31/08/2022
Agnès Delage Amat
Catedrática de ciencias sociales en la Universidad Aix Marseille (France). Milita en Rebelión Científica y Extinction Rebellion.
Rafael Jimenez Aybar
Director de programas en GLOBE International y experto en democracia medioambiental
“Creo que los movimientos sociales y las izquierdas institucionales se tienen que responsabilizar y actuar coherentemente con los diagnósticos que se hacen. La cuestión es ver si se puede intentar estar a la altura del momento histórico que nos ha tocado vivir. (…) No olvidemos que, por el momento, a ninguno nos están saliendo muy bien las cosas y que las lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora en términos de máximos.” Yayo Herrero, Contra el capitalismo del desastre, CTXT, 2022.
En un texto reciente, Yayo Herrero nos incita a entrar en el debate sobre transición ecológica, asumiendo todas nuestras responsabilidades, incluso la de nuestros fracasos actuales[1]. Ante el capitalismo del desastre, el actual secuestro de la acción climática por los grupos de intereses económicos[2] y la masiva expansión de un ultra-nacionalismo climático populista de extrema derecha[3], ella tuvo la valentía de reconocer que a ninguno de los actores progresistas de la transición ecológica “nos están saliendo demasiado bien las cosas”. Analizarlo no es tirar piedras en nuestro propio tejado, si somos capaces de no atrincherarnos en lo que Yayo Herrero llama muy acertadamente “los estériles debates entre los catalogados como colapsistas y los calificados como newgreendealistas”.
La pregunta más molesta a la que tenemos que enfrentarnos es: ¿dónde estamos fracasando todos? Si asumimos de verdad lo que peor nos ha salido, tanto a nivel de los actores sociales del ecologismo, como de los partidos de izquierda que forman parte del actual gobierno, ¿qué seremos capaces de aprender de este fracaso para los durísimos tiempos que vienen?
La Asamblea ciudadana por el clima que se hizo y no existió
El principal fracaso político que condiciona y limita la transición ecológica en España es que no hemos colocado la participación ciudadana efectiva en el centro de la dinámica de transformación profunda del sistema productivo y de los modelos de consumo. Entre noviembre de 2021 y junio de 2022 el gobierno español organizó una Asamblea Ciudadana por el Clima. Cien ciudadanos seleccionados por sorteo representativo se reunieron de manera virtual para recibir información científica de los mejores expertos y deliberar sobre la adaptación y la mitigación a la crisis climática. El balance de esta iniciativa participativa merece un fact-checking detallado, pero el aspecto más llamativo y evidente es sin lugar a duda su total invisibilidad.
En Francia o el Reino Unido, con el pleno apoyo público de la sociedad civil organizada, se habían celebrado ya en 2021 dos procesos participativos presenciales a nivel nacional cuyas deliberaciones se centraban en objetivos de descarbonización precisos: cero neto en 2050 en el Reino Unido y una reducción del 40% de las emisiones en Francia para 2030. Pese a todos sus limitaciones organizativas y la falta de compromiso institucional para la tramitación legislativa de las medidas, los dos procesos lograron transformar definitivamente la conversación nacional en temas centrales de alimentación, transporte, alojamiento, trabajo, consumo, decrecimiento, límites planetarios, ecocidio y hasta reforma constitucional. En Francia, 7 de cada 10 franceses habían oído hablar de la llamada Convention Citoyenne por el clima que finalizó en 2020, y el 64% de la gente informada del contenido de sus 149 medidas las apoyó en su globalidad. Hubo un antes y un después de la participación ciudadana, con un impacto a gran escala y un nivel de adhesión sin precedentes para las demandas de los grupos ecologistas por parte de sectores sociales completamente ajenos a su base tradicional de miembros.
En cambio, la Asamblea Ciudadana climática española, se celebró de manera virtual sin referirse a ningún objetivo de descarbonización y después de aprobarse la ley de cambio climático. La participación ciudadana fue, por lo tanto, un simulacro y no tuvo absolutamente ningún impacto en nuestra sociedad o en la vida política. Ernesto Ganuza, sociólogo del CSIC y especialista de los procesos participativos lo puso claramente en evidencia: “las sesiones no se retransmitieron al público a diferencia de lo que ocurre en otros países, nadie se ha enterado de que está ocurriendo una asamblea ciudadana por el clima, no se escucha en la radio, no se lee en la prensa, no existe”[4].
Y más grave: parece que para los principales actores de la transición ecológica en España, tampoco ha existido esta Asamblea ciudadana con las 172 medidas que aprobó, recientemente enviadas al Consejo de Ministros[5]. Entre las personas que intervienen en el presente debate iniciado por Cristina Narbona, algunas hasta intervinieron directamente en este proceso, pero, más allá de unas muy escasas declaraciones políticamente correctas al respecto, ¿quién defiende o construye realmente la participación ciudadana efectiva como palanca institucional de la transición ecosocial a gran escala?
Las iniciativas de Equo Más País y de la plataforma Marea Deliberativa no han permitido instalar la participación ciudadana en el centro del debate sobre la justa transición ecológica, ni entre los partidos de izquierda, ni en el resto de la sociedad. Las mediáticas acciones de desobediencia civil del colectivo Extinction Rebellion que reclama desde 2019 una asamblea ciudadana climática de carácter vinculante[6], culminaron con una huelga de hambre delante del MITECO y una entrevista de los militantes con Teresa Ribera más de un mes después[7], pero tampoco permitieron avanzar en lo que recomiendan los científicos: democratizar radicalmente la acción climática con y desde la participación efectiva y no sólo consultativa de la ciudadanía[8].
Justamente por eso nuestra derrota colectiva es más amarga y más dura. Esta primera asamblea ciudadana climática en España pasará a la historia como el máximo síntoma de la incapacidad actual de todos los actores progresistas, partidos políticos de izquierdas y ONGs ecologistas, para fortalecer un espacio político real que les permita imponer sus acciones a los grupos de intereses económicos apoyándose democráticamente sobre un amplio sector de la ciudadanía favorable a ello.
Existe en España, como en el resto de Europa, una fuerza social mayoritaria y todavía sin nombre: el 80% de la población española que ya considera de gravedad extrema la crisis climática[9], el 81% de personas que están a favor de «medidas gubernamentales más estrictas” y de “más impuestos”[10] y el abrumador 57% que apoya las medidas gubernamentales incluso cuando éstas implican reducir el crecimiento económico.
Ante este estado de la opinión pública y en medio de una sequía histórica, con mega incendios que han asolado el país como nunca antes y una acuciante crisis energética y social, no basta con que los líderes políticos salgan a la calle seis meses antes de las elecciones generales con el mantra de “escuchar a la gente”. La plataforma “Sumar” de Yolanda Díaz, o la maratoniana agenda de campaña Pedro Sánchez, son operaciones de comunicación que de momento no construyen contenido político efectivo para el eslogan “el gobierno de la gente”. No hemos visto ni en el PSOE ni en Podemos las bases reales de un proyecto de gobernanza fundado en la participación ciudadana efectiva institucionalizada. Recordemos que el programa electoral de Boric en 2021 en Chile estaba centrado en “transición justa, justicia ambiental, participación”. La izquierda chilena realizó una amplia labor de construcción normativa de una participación ciudadana vinculante real en todos los niveles de toma de decisiones públicas, e incluso mucho más allá de las temáticas ambientales[11]. Comparando con este proyecto de gobierno, las actuales dinámicas preelectorales españolas son iniciativas cosméticas que no conectan con el 80% de la ciudadanía convencida de la extrema gravedad de la crisis climática. Dejan a la ciudadanía fuera de un protagonismo real, ignorándola como el nuevo sujeto político central de la transición ecológica.
El pueblo climático: un nuevo sujeto político
Aunque haya mucha distancia entre cualquier encuesta de opinión y la realidad de los comportamientos colectivos, todos los estudios cuantitativos serios más recientes[12], demuestran un profundo cambio en las representaciones sociales en las dos últimas décadas. Este 80% de la población es una reserva de legitimidad social imprescindible para la transición ecosocial en España pero que de momento no se activa. Nos encontramos entonces en un punto de inflexión, potencialmente explosivo: un desfase total entre la baja ambición de las decisiones en materia climática de los sucesivos gobiernos, y el alto nivel de aceptabilidad ciudadana de una transformación profunda del sistema productivo. De hecho, un 83 % de la gente en España está más preocupada por la emergencia climática que el actual gobierno.
Esto es justamente la inmensa paradoja de nuestro tiempo a la que Bruno Latour y Nicolas Schultz dedican su último ensayo[13]. No sin provocación, declaran: “Para usar una palabra famosa: un fantasma recorre Europa y el resto del mundo: el fantasma del ecologismo!”, y así asumen y desbordan la genealogía marxista para analizar la existencia de lo que llaman un “pueblo climático mayoritario”, es decir un muy amplio y heterogéneo sujeto político invisible que de momento ni entra en las categorías teóricas del ecosocialismo, ni en la praxis efectiva de la democracia representativa actual, ni en el marketing comunicativo de las ONGs. “El pueblo climático” es para Latour la emergente clase ecosocial de un “nuevo régimen climático”, pero de momento sin conciencia de clase y -sobre todo- sin relato ni actores políticos capaces de construir un horizonte institucional efectivo de acción colectiva. Eppure si muove. El pueblo climático sin embargo se mueve y se deja ver ahora en conflictos muy diversos, pero todos tienen en común la misma resistencia a la economización del mundo y de las existencias. En un futuro próximo, Latour vaticina: “la clase ecologista pasará de simples disputas, por ejemplo sobre el consumo de carne, a verdaderos conflictos de clase”.
En España, como en el resto de Europa, la participación ciudadana y la acción política efectiva del “pueblo climático” son condicionantes de nuestra supervivencia. ¿Cómo, en los últimos dos años, hemos podido perder la oportunidad histórica de construir en España un proceso participativo capaz de articular y legitimar políticamente los objetivos de descarbonización que marcan la ciencia con la adhesión de una amplia mayoría social favorable al cambio ecológico en defensa de la vida?
Fact-checking de la Asamblea Ciudadana por el Clima y deserción militante colectiva
Recordemos primero los hechos. La cruda realidad de los hechos. El 21 de enero de 2020, el recién formado gobierno de coalición, presidido por Pedro Sánchez declaró el estado de Emergencia Climática en España[14]. Ocurrió justo después de que el Reino Unido se convirtiera en el primer país europeo en declararlo y en plena “ola de movilización climática” planetaria, que se visibilizó en Madrid durante la COP25 en diciembre 2019, con manifestaciones multitudinarias, muy poco antes de la pandemia de COVID-19. El nuevo equipo de gobierno ambicionaba un nuevo liderazgo climático internacional y nacional, basado en “el consenso generalizado de la comunidad científica, que reclama acción urgente” y programando objetivos de neutralidad climática “a más tardar en 2050”.
Esta declaración de emergencia climática anunciaba 30 líneas distintas de acción climática, comprometiéndose el gobierno a poner en marcha cinco de ellas en los primeros 100 días de la legislatura. Entre estas cinco medidas inaugurales sobresalía la creación de una Asamblea Ciudadana del Cambio Climático, como espacio institucional para “la transición ecológica justa”, “mediante políticas públicas trasversales, que pongan al ciudadano en el centro”[15]. Una transición justa, basada en la participación ciudadana. Una inmensa innovación democrática, plenamente conectada a un contexto español y europeo ya altamente favorable a la participación ciudadana, pero que nacía en un limbo organizativo. El gobierno anunció el lanzamiento de una asamblea ciudadana climática, sin formalizar la articulación de la participación ciudadana con la toma de decisiones en nuestro sistema democrático representativo.
Pese a estas importantes carencias, en 2020, esta declaración de emergencia climática nacional y, sobre todo, la apuesta totalmente inédita por una participación ciudadana en la acción climática, hubiera tenido que suscitar lógicamente la alianza y el apoyo público masivo de todos los colectivos ecologistas y de los sindicatos progresistas. Pero no fue así, muy al contrario. Ningún colectivo comunicó al respecto y las alianzas verdes no elevaron ninguna demanda para concretar este objeto participativo todavía no identificado. El MITECO, ante las dificultades evidentes para suscitar el apoyo del sector verde a su iniciativa pionera, emprendió en plena pandemia una labor de pedagogía y de consulta de los actores ecologistas, encargando a la fundación CONAMA un eficaz trabajo de divulgación de los últimos avances de la participación ciudadana climática en Europa y de publicación del posicionamiento de las principales organizaciones ecologistas españolas al respecto[16].
El resultado es muy negativo y visible en el informe final con una claridad meridiana: para la mayoría (el 59,4%) de los representantes de colectivos verdes, una asamblea ciudadana climática tal y como la lanzó el gobierno significaba un proceso que potencialmente “minora el papel del tercer sector”, y prefería de hecho que sus resoluciones “no fueran vinculantes”. Con esto, identificamos el principal bloqueo interno actual de la participación ciudadana en España: la deserción de la mayoría de los actores ecologistas y especialmente de las organizaciones más importantes que tienen un histórico discurso oficial muy a favor de la democracia participativa.
El activismo verde que no participa con la ciudadanía: el caso de Greenpeace España
En una entrevista reciente publicada en el Guardian, Kumi Naidoo, que fue director ejecutivo de Greenpeace internacional de 2009 a 2015, hizo un ejercicio muy saludable y necesario de autoanálisis personal y colectivo de sus casi cuarenta años de militancia[17]. «El error que cometió mi generación de activistas fue que confundimos el acceso con la influencia. Obtuvimos acceso que permitió a algún funcionario del gobierno, ministro o director general de una gran empresa marcar una casilla que decía ‘sociedad civil consultada’. Y, sinceramente, también significaba, para muchos de nosotros que participábamos en esas interacciones… que podíamos reclamar victorias fáciles«.
Incluso miembros de la joven generación ecologista reconocen que también pudieron perderse de la misma manera y muy rápidamente en el activismo de influencia y sus falsas victorias. Luisa Neubauer que dialoga abiertamente al respecto con Kumi Naidoo, explica que desde Fridays for Future, recién creado en 2019, «yo estaba haciendo algo que ahora llamaría retrospectivamente ‘activismo de apretón de manos’. Es algo a lo que puedes estar muy dedicado, pero también tienes muchas ganas de conocer a un ministro importante, para estrecharle la mano y hacerte una foto y demostrar que realmente has hecho algo«.
Si nos situamos en el envidiable nivel de honestidad y de lucidez de estos responsables ecologistas de primer plano, tenemos que observar que los últimos equipos directivos de Greenpeace España se quedan de momento del lado de lo que Kumi Naidoo llama “el activismo de influencia”. Greenpeace, siendo la principal organización ecologista de España y sobre todo la única con financiación independiente del gobierno, tiene una responsabilidad clave para apoyar la participación ciudadana dentro del reducido grupo de las cinco principales organizaciones que se autodenominan las “5G” (Greenpeace, Ecologistas en Acción, WWF, Seo Birdlife, Amigos de la Tierra). Los últimos dos directores ejecutivos de Greenpeace España, Mario Gómez y Eva Saldaña, no asumieron ni este liderazgo ni este compromiso, por mucho que la demanda de democracia participativa figure oficialmente en su “decálogo para avanzar en democracia” y en muchas de sus declaraciones públicas, incluso en el presente debate[18]. Greenpeace España no ha dado el paso que su organización ha realizado a nivel internacional y a nivel nacional en muchos otros países, muy especialmente en el terreno de la participación ciudadana en la acción climática.
Un ejemplo breve y significativo: Eva Saldaña, nombrada directora ejecutiva de Greenpeace España en primavera 2021 siguió en la línea de “no participación real” en la Asamblea Climática iniciada por su predecesor Mario Gómez, pese a sus primeras declaraciones en los medios que dejaban presagiar un posible cambio de rumbo[19]. Participó como experta en el proceso de la Asamblea Ciudadana en representación de un colectivo de organizaciones ecologistas españolas, pero desde su propia organización entre noviembre 2021 y junio 2022 no impulsó absolutamente ningún seguimiento, ninguna iniciativa y ninguna difusión al respecto. Tampoco se comunicó a los socios de Greenpeace nada sobre el primer proceso participativo estatal en materia climática o sobre el posicionamiento de su organización.
¿Por qué la principal organización ecologista española, históricamente comprometida con la demanda de participación democrática, no emplea realmente sus fuerzas en ella cuando un gobierno de izquierdas abre una oportunidad histórica?
Una pequeña parte de la respuesta la tenemos en una iniciativa que lanzó Greenpeace también en mayo pasado[20]. La ONG dio visiblemente la espalda a la Asamblea Ciudadana que todavía no había finalizado, enfocando el futuro de su estrategia en “la construcción de liderazgos políticos y sociales” en torno a jóvenes representantes activistas y políticos, asociándose a una consultora privada, beBartlet, en la que participa Llorente y Cuenca, LLYC, una de las primeras multinacionales de comunicación y lobbying activa en América Latina, España y Portugal.
Los expertos de beBartley hacen últimamente un intenso lobbying por el gasoducto del Midcat[21] promocionando su muy dudoso futuro para transporte de hidrógeno verde que, por lo pronto, implicaría una fuerte inversión en energía fósil, que Greenpeace España no para de denunciar[22]. BeBartlet vende también soluciones falsamente ecológicas dentro de una “estrategia de incidencia pública”, que está abocada al fracaso a corto y medio plazo porque en ningún momento conecta con la mayoría social. Como Kumi Naidoo decía, tras décadas de responsabilidad en Greenpeace, el tiempo de desastres que vivimos «tiene que ser un momento de extrema honestidad, de extrema valentía, de extrema audacia. Si el activismo dice: ‘No puede ser lo de siempre, no puede ser el gobierno de siempre’, entonces seguramente debemos decirnos a nosotros mismos: ‘No puede ser el activismo de siempre’.
Y debemos también decirnos a nosotros mismos: no podemos asociarnos al lobbying de siempre los que somos los activistas y los políticos ecologistas de hoy.
Futuro inmediato de la participación ciudadana en tiempos de colapso
En tiempos de colapso, las movilizaciones de todos los actores sociales del ecologismo, partidos políticos y ONGs deberán saber integrar lo más posible la pluralidad de las identidades socioeconómicas de la ciudadanía que forma el “pueblo climático español” y, por lo tanto, emanciparse ya de la lógica actual de partidos, de los “nichos de socios” o de un “activismo de influencia” de siempre, en su peor versión lobbyista actual. No existen muchos precedentes en la sociedad española de transversalidad sostenida en el tiempo, sobre todo si excluimos la Transición por sus muchas deficiencias.
Esto significa que hay que trabajar juntos para construir un nuevo tipo de credibilidad día a día, exponiendo las responsabilidades reales de todos los agentes de bloqueo y los conflictos de intereses fósiles, pero también dentro de todos los partidos políticos y dentro de la iniciativa privada. Supone también una extrema valentía para las ONGs dejar de concentrar sus energías en seguir monopolizando el espacio de interlocución y representación ante el poder para entrar en dinámicas de participación ciudadana efectivas en las políticas públicas. El espacio del “activismo de influencia” que ha sido el paradigma de la última década corre el riesgo de dejar de existir en breve.
Sería ingenuo suponer que nuestro statu quo político, institucional y democrático, nuestro punto de equilibrio social actual, dependiente como es del mundo físico y de condicionantes geopolíticos bien visibles, no está condenado a cambiar en un sentido u otro, igual que las fechas de la siembra del cereal de invierno y de las primeras olas de calor, el precio de la energía o el agua, o la productividad por hectárea de los cultivos de secano tampoco van a permanecer estables.
Dada la situación actual de polarización política promovida por los partidos políticos, unos bajo el dictado de intereses económicos fundamentalmente hostiles a la acción climática y algunos otros desde un narcisismo identitario irresponsable, no es difícil anticipar que antes de la movilización efectiva del “pueblo climático” que teoriza Latour, nuestra sociedad experimentará episodios muy violentos, causados por la escasez (ya sea de agua, de energía, de alimentos, de movilidad o de fe en el sistema). Llegado ese momento, seremos testigos ya sea un retroceso democrático masivo, ya sea una mutación convulsa pero profunda de nuestra maltrecha democracia representativa.
El ejemplo de Chile nos marca un futuro político posible pese a las radicales oposiciones reaccionarias que generan en la actualidad. Tras una violenta revuelta y una represión brutal en 2019, la movilización de todos los colectivos de lucha y la alianza transversal de los partidos de izquierda chilenos, abrieron un espacio democrático de reforma constitucional, con la participación ciudadana institucional firmemente instalada en el centro de un proyecto de nuevo “estado ecológico de derecho”. La participación ciudadana vinculante es en efecto el eje del innovador y esperanzador proyecto chileno de “constitución ecológica”, que considera “las personas y los pueblos” como un actor político efectivo y no meramente simbólico o consultativo para construir un Estado “post-extractivista y post-desarrollista”.
Si los partidos políticos españoles, y especialmente los de izquierda, logran intentar cambiar, encontrarán muchos puntos de entrada para demostrarle a la ciudadanía que están tan preocupados como ella por el cambio climático y que son capaces de gobernar en consecuencia: promover la institucionalización de la democracia deliberativa real con las buenas prácticas de la OCDE desde fuera y desde dentro de las instituciones; tomar decisiones radicalmente consecuentes con la ciencia y alineadas con la economía verde; y revitalizar las cámaras de representantes locales, regionales, y el Congreso de los Diputados (y, con ello, revitalizando la democracia misma, ya que estas son las instituciones que representan al pueblo) para que sean el corazón de la transición ecológica, gracias a la institucionalización de procesos de democracia participativa regulares.
Las ONGs medioambientales tienen ante sí un reto parecido. ¿Descubrirán cómo ser parte de la solución? ¿O se seguirán sintiendo amenazadas por los profundos cambios de estrategia que son indispensables para conectar con el pueblo climático y hacer que sus propios objetivos medioambientales tengan opciones realistas de materializarse? Kumi Naidoo marca el camino para el tercer sector: “Tenemos que crear múltiples maneras de que la gente pueda participar y no sólo cómo nos lo imaginamos los que estamos sentados en trabajos de la sociedad civil a tiempo completo. Tenemos que pensar en dónde está la gente y en cómo se le puede permitir participar. Sólo cuando tengamos un número suficiente, sustancialmente mayor del que somos capaces de movilizar en este momento, nuestros líderes políticos y empresariales se verán finalmente empujados a la urgencia que la situación requiere«[23].
Muchas personas ya asumen esta urgente necesidad de participación real e intentan estar a la altura de la dificultad del futuro que tenemos por delante. Ha llegado el tiempo del máximo compromiso participativo e incluso de la desobediencia civil noviolenta dentro de la comunidad científica internacional[24]. Cuando una parte de sus integrantes deciden rebelarse, arriesgar su prestigio académico, sus puestos de trabajo, desobedecer y dirigirse directamente a la ciudadanía, nos muestran que son totalmente conscientes del fracaso de la influencia real de la ciencia en la acción de los gobiernos[25]. Centenares de científicas y científicos que integran el colectivo Rebelión científica en más de 25 países han salido de sus laboratorios para dejar de documentar la catástrofe as usual. Se enfrentan como colectivo a lo que B. Glavovic, científico que participa en el panel del IPCC, llama “la tragedia de la ciencia climática”[26]:
“El fracaso a la hora de detener el calentamiento global es una acusación para los sucesivos gobiernos y líderes políticos de todas las tendencias. Es un incumplimiento del contrato ciencia-sociedad. Pero, como en todos los contratos, ambas partes tienen importantes funciones y responsabilidades. La ciencia del cambio climático no puede ser absuelta de la responsabilidad”[27].
En España, el pasado 6 de abril, con motivo de la publicación del último informe del IPCC, un centenar de científicos y científicas lanzó sangre falsa sobre el Congreso y reclamó acción inmediata y democracia participativa vinculante de emergencia[28]. Posteriormente, 14 participantes en esta acción noviolenta fueron detenidos por la Brigada anti-terrorista e imputados de “delito contra las altas instituciones del Estado, por haber alterado presuntamente el funcionamiento del Congreso de los Diputados”.
Pero la verdad científica no altera nunca la democracia. Ni se puede detener la realidad del colapso climático que registra la ciencia, ni tampoco se podrá detener la fuerza colectiva que la comunidad científica ha acumulado a partir de la conciencia de sus propios fracasos. Muchas científicas y muchos científicos sienten hoy la responsabilidad absoluta de cambiar con el resto de los actores sociales y de actuar ahora mismo con la gran mayoría de la sociedad española que sabe perfectamente dónde estamos: a las puertas de la destrucción global de las condiciones que hacen posible la vida humana actual en el planeta.
Notas:
[1] https://ctxt.es/es/20220801/Firmas/40556/yayo-herrero-carta-a-la-comunidad-crisis-eco-capitalismo-cambio-climatico.htm
[2] https://www.publico.es/sociedad/lobby-combustibles-fosiles-representantes-cop26-pais-asistente.html
[3] https://www.elespanol.com/mundo/20210322/amenaza-creciente-ecofascismo/567063299_12.html
[4] https://www.newtral.es/asambleas-ciudadanas/20220128/
[5] https://asambleaciudadanadelcambioclimatico.es/recomendaciones/
https://asambleaciudadanadelcambioclimatico.es/la-asamblea-ciudadana-para-el-clima-envia-sus-recomendaciones-al-consejo-de-ministros/
[6] https://www.climatica.lamarea.com/tus-articulos-asamblea-ciudadana-clima/
[7] https://www.publico.es/sociedad/activistas-ecologistas-abandonan-huelga-hambre-despues-33-dias.html
[8] https://www.lavanguardia.com/natural/20210907/7703952/panel-intergubernamental-expertos-sobre-cambio-climatico-verdad-mas-molesta.html
[9] https://www.bbva.com/es/sostenibilidad/el-80-de-los-espanoles-considera-de-gravedad-extrema-los-problemas-medioambientales/
[10] https://www.eib.org/en/press/all/2021-360-81-percents-of-spanish-people-in-favour-of-stricter-government-measures-imposing-behavioural-changes-to-address-the-climate-emergency?lang=es
[11] https://www.servel.cl/wp-content/uploads/2021/06/5_PROGRAMA_GABRIEL_BORIC.pdf
[12] https://www.eib.org/en/surveys/climate-survey/4th-climate-survey/index.htm
[13] LATOUR, Bruno, SCHULTZ, Nicolas, Mémo sur la nouvelle classe écologique, Paris, La découverte, 2022.
[14] https://www.miteco.gob.es/es/prensa/200121cmindeclaracionemergencia_tcm30-506549.pdf
[15] https://www.miteco.gob.es/es/prensa/200121cmindeclaracionemergencia_tcm30-506549.pdf
[16] http://www.conama2020.conama.org/web/es/prensa/noticias/nuevo-informe-de-conama-analisis-de-todas-las-asambleas-ciudadanas-climaticas-en-europa.html
[17] https://www.theguardian.com/environment/2022/jun/17/it-cannot-be-activism-as-usual-kumi-naidoo-and-luisa-neubauer-on-the-way-forward-for-climate-justice
[18] https://es.greenpeace.org/es/trabajamos-en/democracia-y-contrapoder/democracia-y-movilizacion-en-espana/un-decalogo-para-avanzar-en-democracia/
[19] https://www.lavanguardia.com/natural/20210719/7609885/combatir-el-cambio-climagico-exige-el-protagonismo-de-la-sociedad-civil-brl.html
[20] https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/comunicados/greenpeace-y-bebartlet-reunen-por-primera-vez-a-los-nuevos-liderazgos-politicos-y-sociales-en-el-ambito-de-la-transicion-ecologica/
[21] https://elpais.com/economia/2022-08-13/espana-apuesta-por-acelerar-el-gasoducto-que-pide-alemania.html
[22] https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/comunicados/la-sociedad-civil-rechaza-mas-infraestructuras-gasistas-innecesarias/
[23] https://www.theguardian.com/environment/2022/jun/17/it-cannot-be-activism-as-usual-kumi-naidoo-and-luisa-neubauer-on-the-way-forward-for-climate-justice?CMP=Share_AndroidApp_Other
[24] https://ctxt.es/es/20220501/Firmas/39713/Juan-Bordera–Agnes-Delage-Fernando-Valladares-crisis-ecosocial-desobediencia.htm
[25] https://www.theguardian.com/environment/2022/aug/29/scientists-call-on-colleagues-to-protest-climate-crisis-with-civil-disobedience
[26] https://www.nytimes.com/2022/03/01/climate/ipcc-climate-scientists-strike.html
[27] https://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/17565529.2021.2008855
[28] https://www.lavanguardia.com/vida/20220406/8180403/activistas-crisis-climatica-pintura-roja-congreso.html
Algunas verdades incómodas de nuestra relación con los demás animales
24/08/2022
Nuria Menéndez de Llano Rodríguez
Abogada. Directora del Observatorio Justicia y Defensa Animal y miembro del Oxford Centre for Animal Ethics
En un contexto tan complejo y desolador de emergencia climática, de pérdida de biodiversidad, de extinción masiva de especies, de explosión demográfica humana y de colapso generalizado como el actual, se hace más necesario que nunca poner el foco en los demás animales con los que compartimos planeta y a quienes estamos, también y principalmente, usurpando toda posibilidad de sobrevivir y de tener un futuro por ir éste irremediablemente unido al nuestro.
Lo cierto es que, aunque nos creemos el ombligo de todo, los humanos no somos sino una especie animal más, y no una cualquiera: somos los únicos responsables del escenario que nos está tocando afrontar y al respecto del cual la Ciencia nos dice que ya no podemos seguir mirando a otro lado. No podemos hacerlo ni como ciudadanos del mundo ni como consumidores particulares.
Llegados a este punto, un enfoque de la cuestión que creo necesaria, y que quizá se echa en falta cuando se abordan estos temas, es el de si los humanos estamos devorando el planeta, la “casa común”, término que ha vuelto a utilizar el Papa Francisco, esta vez para pedir a los jóvenes que dejaran de comer carne por todas las implicaciones que conlleva su consumo.
Aunque es necesaria una auténtica avalancha de voces, de todo signo, que se movilicen y hagan reaccionar a nuestros gobernantes de una santa vez ante la situación que nos está tocando vivir en relación con la emergencia climática, personalmente, echo de menos que se dé más voz a referentes femeninos que, desde la ética animal y ambiental, desde la Filosofía Política y desde el Ecofeminismo, aporten sus planteamientos para afrontar el necesario debate desde otras perspectivas y sensibilidades.
No cabe duda de que hay sólidas razones de justicia social para dejar de explotar y de consumir a los demás animales, para dejar de cosificarlos y para dejar de reducirlos a meros productos, al menos en aquellas sociedades en las que nos alimentamos muy por encima de nuestras necesidades y de nuestras posibilidades. Actualmente existen alternativas éticas y sostenibles a esta explotación, pero este sigue siendo un tema tabú: ¡qué no nos digan lo que podemos comer! ¿Por qué nos cuesta tanto abrir los ojos ante este acuciante problema?
Percibo que en otros países, quizá más concienciados que nosotros y con más arrojo para enfrentarse al establishment, dan la cara por esta cuestión con el apoyo de importantes celebridades que se suman públicamente a iniciativas como el Meatless Monday o el Vegbruary. Sin embargo, en el nuestro, huérfanos de tales apoyos, recuerdo la que le cayó al ministro Garzón por recordar que es necesario reducir el consumo de carne, ya no sólo por razones éticas o de salud, sino también por razones medioambientales, fue de órdago: casi lo linchan. Hasta tuvo que salir el presidente del Gobierno con el comodín del “chuletón imbatible” a calmar a los lobbies del sector alzados en armas.
Cómo es posible que, en 2022, los colegios, los centros públicos, las universidades españolas, etc. no tengan menús vegetales a diario como algo normal y nada excepcional. Los juegos de la política y de los equilibrios con los poderes fácticos y económicos no entienden de necesidades ambientales.
Puedo entender que, cuando todo a nuestro alrededor es incierto y estamos inmersos en nuestros propios problemas domésticos y en nuestros pequeños o grandes dramas personales, resulte complicado encontrar un momento para reflexionar sobre los impactos que nuestras acciones cotidianas tienen en la salud del planeta, que también es la nuestra. Es totalmente entendible. Quizá a muchos el poco consuelo que nos queda ante tanto caos es el de darnos un homenaje a costa de aquello que más nos deleita el paladar. A todos nos pasa. Sin embargo, aunque exija un esfuerzo adicional, el tema merece una profunda reflexión.
Los impactos asociados a la explotación de animales para consumo humano suponen, simple y llanamente, un precio que no podemos permitirnos pagar. Ni éticamente ni en términos de sostenibilidad. Y no, la ganadería extensiva no es la solución. No podemos degradar más los espacios naturales para convertirlos en pastizales. Los datos aportados por la Ciencia no solo nos dicen que resulta imprescindible abandonar esos modelos, sino que ya es necesario darles la vuelta y renaturalizar los espacios naturales. No podemos seguir perdiendo biodiversidad para mantener el actual grado de producción capitalista y de consumismo. Esto es algo que se nos dice a diario, pero sigue siendo una cuestión terriblemente impopular. Da mucho miedo dar un paso al frente y afrontar esta cuestión desde el foco mediático y desde las políticas públicas. No hay valor.
Algo parecido sucede, al mismo tiempo, con otro tema delicado y hay que sumar al anterior, sobre el que nuestros políticos siguen empeñados a mirar para otro lado. Me refiero a la cuestión de la sobrepoblación humana y a los impactos que tiene en el planeta. Volvemos a lo mismo, la escala global parece que es un escenario apocalíptico que nos es ajeno y lejano. Nadie parece querer abrir ese melón. Se da por sentado que es más rentable, en términos puramente económicos y de rédito electoral, incentivar las políticas de fomento de la natalidad a escala local o nacional. Al mismo tiempo, se cierran fronteras para que los migrantes, que necesitan sobrevivir en este mundo hostil, no vengan a molestarnos a nuestras vidas de alto nivel propias de las sociedades del primer mundo. Hay que vender la idea de que la mujer necesita parir para realizarse y, de paso, se producen y se consumen más y más productos.
Y todo empeora si a esta premisa sumamos la del abandono de los pueblos y romantizar el mundo rural como sinónimo de vida natural y sostenible. En los pueblos se pueden realizar actividades respetuosas con el medio ambiente, o todo lo contrario. Así pasa con el consumo hídrico, con el uso y el abuso de pesticidas, agroquímicos y antibióticos que cercenan nuestra salud, con los incendios asociados a la generación de pastos o las constantes exigencias de matanzas alimañeras que sufren los animales. Ejemplo sangrante de esto último es la feroz cruzada contra el lobo ibérico que se está librando en los despachos para aniquilar un patrimonio natural, que es de todos, por darle el gusto a quienes defienden el interés económico y cortoplacista de unos pocos.
Estamos ya tan acostumbrados a la perversión del lenguaje en esta ofensiva para frenar a las y los defensoras/es del medioambiente y de los animales que se llama “reto demográfico” a seguir fomentando el aumento de una población humana ya de por sí fuera de control. Se abren telediarios generando la sensación de que, sin niños y niñas que traer a este maltrecho mundo, esto se acaba. ¿No será que se necesita que continúe en marcha la “fábrica” de futuros consumidores y, con ello, tenemos el nudo gordiano perfecto para seguir atascados y tener que ofrecer nuevos relatos para, en realidad, seguir haciendo lo mismo de siempre, proponiendo lo mismo de siempre y por los mismos de siempre? Es decir, mantengamos el sistema actual hasta el colapso. La alta manipulación y el greenwashing 2.0 nos ayuda a seguir con los ojos cerrados a la realidad.
¿Hay alguien ahí que conserve la cordura y la valentía necesarias para mirar arriba y plantar cara a tanta necedad?
Referencias:
– Harwatt, H., Ripple, W. J., Chaudhary, A., Betts, M. G., & Hayek, M. N. (2020). Scientists call for renewed Paris pledges to transform agriculture. The Lancet Planetary Health, 4(1), e9-e10;
– Wolf, C., Ripple, W. J., Betts, M. G., Levi, T., & Peres, C. A. (2019). Eating plants and planting forests for the climate. Global change biology, 25(12), 3995-3995
https://scientistswarning.forestry.oregonstate.edu/sites/sw/files/gcb.14835.pdf
– Hayek, M. N., Harwatt, H., Ripple, W. J., & Mueller, N. D. (2021). The carbon opportunity cost of animal-sourced food production on land. Nature Sustainability, 4(1), 21-24. https://scientistswarning.forestry.oregonstate.edu/sites/sw/files/Hayek2020.pdf
– “Laudato SI’: Carta Encíclica Del Sumo Pontífice Francisco: A Los Obispos, a Los Presbíteros Y a Los Diáconos, a Las Personas Consagradas Y a Todos Los Fieles Laicos Sobre El Cuidado De La Casa Común. Lima: Paulinas, 2015. Iglesia Católica. Papa (2013 – : Francisco).
– Leenaert, T., Hacia un mundo vegano. Un enfoque pragmático, Plaza y Valdés, 2018.
– Puleo, A. H., Claves ecofeministas para rebeldes que aman a la Tierra y a los animales, Plaza y Valdés, 2019.
– Velasco, A., La ética animal ¿Una cuestión feminista?, Cátedra, Universitat de Valéncia, 2017.
– Tafalla, M., Filosofía ante la crisis ecológica. Una propuesta de convivencia con las demás especies: decrecimiento, veganismo y rewilding. Plaza y Valdés editores, 2022.
– Valls-Llobet, C., Medio Ambiente y salud. Mujeres y hombre en un mundo de nuevos riesgos, Cátedra, Universitat de Valéncia, 2018.
– FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), Crecimiento demográfico y crisis alimentaria. https://www.fao.org/3/u3550t/u3550t04.htm
– No mires arriba, Adam McKay. 2021.
¿Transición ecológica o monetizar un planeta en llamas?
22/08/2022
Joana Bregolat
Activista ecofeminista y militante de Anticapitalistas
Érase una vez la historia de una economía capitalista que cada vez compartía más el diagnóstico de un mundo en crisis, de alarma sobre el alto grado de la destrucción ecológica y de los impactos en sus beneficios de la profunda crisis ecosocial y reproductiva que viven aquellos que la sustentan. Una economía capitalista que, con cada conocimiento, devenía más consciente y dejaba atrás el negacionismo clásico de la cuestión ambiental, y planteaba propuestas para abordar las alteraciones del sistema-Tierra. Ambiciosas, que construían un nuevo marco de acción, un marco verde, pero muy lejanas a los cambios estructurales y profundos que se necesitaban. Su motivación principal no era cuidar, no era la vida, era reflotar su tasa de beneficios y mantenerse a costa de todos los valores de uso periférico que la sustentaban. Érase una vez la historia de un mercado libre e informado que, de tanto pintarse de verde, quiso hacernos creer que con esto la transición ya estaba resuelta.
Cristina Narbona terminaba su aportación inicial al debate mencionando las potencialidades que supone para la transición “el momento excepcionalmente positivo en términos de compatibilidad entre economía y ecología”, dando un valor político importante y extraordinario a propuestas políticas como los fondos europeos Next Generation o las agendas globales de estrategia institucional frente al cambio climático. Con este apunte final, dejaba fuera de su tablero de juego la idea que el conocimiento y la adopción de discursos sostenibles, ecológicos y ambientalmente responsables no implica su traducción en la política y, ni mucho menos, que todo aquello que se justifique sea bueno y deseable.
Los cantos de sirena del capitalismo verde
En los últimos años, en especial en 2019, hubo un cambio colectivo respecto a las lecturas de la crisis ecológica: dejó de ser un tema marginal a ser una cuestión más notoria, más discutida y más popular. Este proceso llevó a la constitución de lo verde que, como apunta José Seoane[1], bajo un marco de reflexión sobre la cuestión ambiental, dio paso a una monetización y mercantilización de lo verde. Lejos de consagrar un enverdecimiento real de la economía, el acercamiento al diagnóstico se entendió como una oportunidad de mercado, de apertura de nuevos espacios de acumulación de capital. Así, observamos que se ha vuelto una práctica natural, normal y aceptable plantear los procesos de valoración monetaria de ecosistemas y ciclos naturales mediante propuestas como la contabilidad ambiental, la noción de capital natural, las políticas compensatorias de servicios ecosistémicos, los mercados de futuros y de carbono como formas de protección[2].
Mecanismos de mercado tasan, enumeran y convierten tierras, bosques, ríos, acuíferos, recursos minerales y energéticos en bienes de consumo con los que generar nuevas burbujas especulativas. Transforman su valor de uso y acceso en una máquina de hacer dinero para los grandes capitales, afectando directamente a los procesos de sostenibilidad de la vida y aumentando las violencias, desigualdades e inseguridad social. La mayor compatibilidad de la economía y la ecología, aquella positiva que comentaba Narbona, da paso a un proceso de financiarización aún mayor de nuestras vidas: extrayendo beneficios de desastres naturales y sanitarios, de la disminución de reservas de agua y de la extinción de especies, entre otras, a través de emisiones de deuda y consolidando nuevos mercados transnacionales. En palabras de Zeller, “en respuesta a la destrucción de la naturaleza se redoblan los esfuerzos para considerar que la naturaleza o los llamados servicios del ecosistema son capital”[3].
Mientras el complejo financiero-fósil-estatal sentencia que todo es mercantilizable y que todo lo vivo es susceptible de devenir una oportunidad de dónde obtener ingresos en forma de intereses y rentas, impulsa un proceso de naturalización de la cuestión ambiental desvinculándola social e históricamente de las luchas ecológicas, ambientales y en defensa del territorio. Despolitiza el origen de la crisis, borra las miradas que sustentaron y sustentan el cercamiento de tierras, la relación colonial con la naturaleza, los procesos extractivos acumulativos y de explotación; esconde todas aquellas que se han opuesto activamente a la destrucción de la naturaleza a lo largo de los siglos, y construye un relato de determinismo ecológico totalizante, culpabilizador y desmovilizador.
Ante una humanidad global, ahistórica y de naturaleza destructiva, que contamina en todos los territorios por igual, y que privatiza, canibaliza, explota, destruye y colapsa el sistema-Tierra de forma inevitable, el entramado económico capitalista fósil ha actuado de acuerdo a unas necesidades preestablecidas. Nada más lejos de la realidad.
Los procesos de despolitización de la crisis ecológica ponen de relieve que el reconocimiento por parte de la economía capitalista del problema del cambio climático no implica necesariamente un cambio de rumbo, ni un cuestionamiento de sus bases fundacionales[4]. Significa que corporaciones transnacionales y organismos financieros observan las necesidades de inversión en adaptación y mitigación climática como nuevos espacios de acumulación para relanzar su tasa de beneficio. Así, abre las puertas al desarrollo de nuevas carreras imperialistas, saqueos neocoloniales verdes, necropolíticas climáticas y racismo fósil. En el camino de encuentro entre la economía y la ecología, nacen espacios de acumulación, de conflicto y de geopolítica.
La información por sí sola no es suficiente
Tras la noción de que vivimos un momento excepcionalmente positivo en términos de compatibilidad entre economía y ecología, se refugia la idea que ante un mayor conocimiento de la crisis ecológica y un mayor entendimiento de sus consecuencias todos los agentes del mercado estarán perfectamente informados y tomarán decisiones racionales. Y sabemos, por experiencia, que esto no es así e infinidad de ejemplos nos muestran como la respuesta al cambio climático es un imperialismo verde depredador intensificado[5].
Disponer de más conocimiento no implica transformación. El poder fósil de nuestras sociedades no va a cesar su actividad ni aceptar ningún recorte real de su producción, va a resistir sin importar cuántos cuerpos, cuántos territorios, convierte en zona de sacrificio para seguir sacando rentabilidad. El poder fósil no va a frenar sus dinámicas extractivas ni a dejar de repatriarcalizar y colonizar territorios, va a competir por una mayor cuota del uso cada vez mayor e insostenible de los recursos-trabajos del mundo.
Disponer de más conocimiento no va hacer del discurso verde, un discurso revolucionario. En tiempos que la política se reduce a grandes gestos, retóricas vacías e inacciones deliberadas, el discurso verde se convierte en un pin más en la chaqueta progresista y nos hace comprender que la asunción de la crisis ecológica no tiene que responder necesariamente a ganar la batalla. Ejemplos de ello los encontramos en aquello que nos pretenden vender como oportunidades extraordinarias y grandes avances para la transición, como los fondos europeos Next Generation con su principio vacío “do not harm”[6], o la taxonomía europea y la inclusión del gas fósil y la energía nuclear como energías a seguir financiando. La potencialidad transformadora del conocimiento no responde a como las estructuras que sostienen el poder fósil lo integran y lo moldean, la potencialidad reside en como se convierte en una herramienta política de disputa del poder por parte de las subalternas.
Si consideramos que nos encontramos en un momento excepcional de compatibilidad entre economía y ecología, que este no responda solo a los intereses del complejo financiero-fósil-estatal. Pongamos encima de la mesa nuestras propuestas de economía política ecológica marxista, hablemos de planificación, de expropiaciones y socalizaciones. Hablemos de romper con la división sexual, racial y transnacional del trabajo; de qué trabajos son necesarios para la vida y cuáles tenemos que desmantelar, evitando despidos masivos y procesos de empobrecimiento para las clases populares. Hablemos de qué necesitamos para que la dignidad sea costumbre.
Si nos creemos verdaderamente que el debate de la transición ecológica es ineludible, que es el debate de período y que tenemos que disputarlo, no nos enredemos en miradas que bajo apariencia verde nos llevan a más colonialismo, más deuda y más mercado. Hablemos de qué forma vamos a salir del capitalismo, porque, si algo tenemos claro, es que debemos salir y nadie va hacerlo por nosotras.
Notas:
[1] Seoane, J. (2020). Las alternativas socioambientales frente a la pandemia y la crisis: discutiendo el Green New Deal. Cuaderno nº2: La crisis socioambiental en tiempos de pandemia. Debates sobre el Green New Deal. Buenos Aires: Instituto Tricontinental de Investigación Social.
[2] Bregolat, J. (2021). ¿Dónde está la justicia global en los pactos verdes? Propuestas para unos pactos verdes globales e internacionalistas. Barcelona: Observatori del Deute en la Globalització. https://odg.cat/es/publicacion/donde-esta-la-justicia-global-en-los-pactos-verdes/
[3] Zeller, C. (2021). Revolutionary Strategies on a Heated Earth. Spectre Journal. https://spectrejournal.com/revolutionary-strategies-on-a-heated-earth/
[4] Goldstein, J. (2018). Planetary Improvement: Cleantech Entrepreneurship and the Contradictions of Green Capitalism. Cambridge, MA: MIT Press.
[5] Heron, K. y Dean, J. (2022). Climate Leninism and Revolutionary Transition. Spectre Journal. https://spectrejournal.com/climate-leninism-and-revolutionary-transition/
[6] Cañada, B., y Scherer, N. (2022). Los fondos Next Generation EU y los límites biofísicos. Barcelona: Observatori del Deute en la Globalització. https://odg.cat/publicacio/els-fons-next-generation-eu-i-els-limits-biofisics-del-planeta/
El gas nos aleja de la transición energética
16/08/2022
Juan López de Uralde
Diputado de UP y coordinador del partido Alianza Verde. Es Presidente de la Comisión de Transición Ecológica en el Congreso de los Diputados. Coordina en Público el blog Ecologismo de Emergencia.
Corría el año 2007, y dirigía yo entonces la organización Greenpeace en España. Dedicamos más de un año de trabajo a la elaboración de un informe que se llamó España: 100% energía renovable. En él se demostraba por primera vez que era posible un modelo energético basado en fuentes 100% renovables en nuestro país. Ha llovido mucho desde entonces, pero tengo el recuerdo nítido de los ataques brutales que sufrimos del oligopolio eléctrico y su entorno mediático. En resumen nos decían que era imposible llegar a un modelo energético renovable, y que nuestra propuesta era un brindis al sol.
Desde entonces se han multiplicado los estudios e informes que avalan que esa propuesta de alcanzar un modelo renovable es posible. En España y en muchos otros países. De hecho, la propia Ley de Cambio Climático aprobada hace un año lo recoge como un objetivo a conseguir ese horizonte 100% renovable que ya hoy nadie se atreve a negar como posible y deseable. Otra cosa es el camino para llegar a él, y es ahí donde nos volvemos a enredar con las diferencias.
Me llama mucho la atención la enorme distancia entre el debate sobre las medidas necesarias contra el cambio climático, y la realidad política de nuestro país. Entiendo que así debe ser también en el resto del mundo, y ello explica muy bien por qué se avanza tan despacio, a pesar de que estamos en emergencia climática. El problema no son las cumbres del clima, como nos pretenden hacer creer, sino la falta de voluntad política de los gobiernos para adoptar las medidas que necesitamos con urgencia.
El verano está siendo abrasador. Temperaturas récord en todas las latitudes de España, mares mucho más calientes de lo habitual e incendios forestales sin freno. Pero, nos preguntamos ¿avanza el debate climático? O más bien ¿se está acelerando la introducción de medidas para frenar las emisiones? Desgraciadamente la distancia entre lo que recomiendan los científicos y lo que se hace políticamente sigue siendo demasiado grande. Y ese hueco, que parecía cerrarse antes de la pandemia del covid se agranda ahora hasta convertirse en un abismo.
Desde que comenzó la guerra en Ucrania el debate energético ha dado un giro copernicano. ¿Qué ha pasado en España para que del compromiso de reducir las emisiones, hayamos pasado a querer ser el hub europeo del gas? Este giro ilustra muy bien la debilidad política de la lucha contra el cambio climático, y pone de manifiesto el alejamiento entre las proyecciones del Panel Intergubernamental de cambio climático (IPCC), y la realidad política. Debe ser lo que llaman la realpolitik. Pero esa realpolitik nos está matando. Por cierto que llama la atención que se deje de lado la búsqueda de un acuerdo de paz en Ucrania, que sería la medida mas eficaz para frenar la actual crisis del gas.
Mientras unas tímidas medidas de ahorro y eficiencia energética propuestas por el Gobierno para reducir el consumo de energía despiertan una gran oposición en la derecha, el apoyo político a la construcción de un gasoducto que nos conecta con Alemania es amplio. Una vez más las políticas de contención de la demanda generan un enorme rechazo. El contexto político español en materia climática es desolador: la derecha que representa el PP está más en el discurso negacionista de Ayuso que en la aceptación del cambio climático y de la urgencia de tomar medidas. Allí donde gobierna, el PP aplica políticas retardistas que tratan de evitar a toda costa medidas que nos permitan avanzar en la reducción de emisiones. El caso más evidente es el de su oposición en todas las ciudades al establecimiento de Zonas de Bajas Emisiones (ZBE), llegando incluso a los tribunales como en el caso de Barcelona para evitar que las ZBE vayan adelante. Con este contexto, cualquier medida que adopte el gobierno, por tímida que sea, parece revolucionaria. Pero no nos podemos quedar tranquilos: hace falta mucha más ambición climática.
Al mismo tiempo que el abrasador verano nos recuerda con crudeza que el cambio climático es una realidad palpable, salimos corriendo a ofrecernos como los mediadores del gas para Europa, pensando en la obtención de un posible beneficio político. Conviene no olvidar que el gas es un combustible fósil. Que el gas licuado que llega a las regasificadoras es extraído con tecnología de fracking en Estados Unidos, y que por tanto, seguimos en la dinámica de dependencia de los combustibles fósiles.
No. Apostar por el gas y la nuclear, como por cierto ha hecho la Unión Europea con su taxonomía energética, no nos va a sacar de la crisis climática. De poco sirven los discursos climáticos si a la primera de cambio nos ponemos a instalar tuberías para llevar gas a toda Europa. Por el contrario la apuesta por el modelo renovables está contrastada. Ese camino verde lo comenzó a andar la Unión Europea hace solo unos meses, pero la guerra de Ucrania lo ha frenado en seco.
En ocasiones vemos con frustración que los debates sobre las posibles salidas al cambio climático se quedan en eso, en meros debates teóricos. Ciertamente todavía estamos a tiempo de frenar los efectos más duros del cambio climático, pero no lo conseguiremos si las medidas políticas siguen más lastradas por un negacionismo ciego, o un retardismo criminal. Pero tampoco si las decisiones políticas se acomodan ante el modelo energético que nos tratan de imponer los mismos que con tanta fuerza se llevan oponiendo al cambio.
El crecimiento sostenido: un paradigma cuestionado
03/08/2022
Carlos Javier Bugallo Salomón
Doctorando en Comunicación e Interculturalidad en la Universidad de Valencia. Diplomado en Estudios Avanzados en Economía. Licenciado en Geografía e Historia.
En su Ponencia Cristina Narbona ha defendido un «necesario cambio de paradigma económico» que dé lugar a una «transición ecológica económica». A continuación ha pasado Narbona a enumerar un conjunto amplio de medidas concretas con las que se podría materializar tal transición ecológica, al tiempo que expone los condicionantes que pueden acelerar o limitar esa transición. Creo que esta presentación de la Ponencia es correcta, porque trata de aspectos de la crisis ecológica que han sido bien estudiados y sobre los que podría haber un cierto grado de consenso político entre las fuerzas de izquierda y una parte de la ciudadanía sensible a la persuasión científica.
Sin embargo lo que echo en falta en la exposición de Narbona son dos cosas. Por una parte identificar con precisión cuál es el paradigma económico que hay que dejar atrás, y ello con el objetivo de no repetir sus errores. Por otra parte bosquejar, al menos a grandes rasgos, el nuevo paradigma económico que debe guiar esas transformaciones. El programa de actuaciones que ella ha expuesto no es más que un conjunto de objetivos y de medios para lograrlos (fines e instrumentos), pero no un paradigma intelectual que le dé al conjunto de propuestas un carácter orgánico, estructurado y con una orientación política clara, asentada en principios definidos.
Soy consciente de que la acción política se parece con frecuencia a la navegación por barco, pues el rumbo se cambia en función de las corrientes de fondo y del ambiente atmosférico, lo que obliga a contemporizar y asumir propuestas inconexas, pero ello no elimina la necesidad de saber de antemano hacia dónde se quiere ir con el barco y de disponer, en consecuencia, de una brújula (o GPS) para orientarse. Esa es precisamente la función de un paradigma.
Así pues para completar la excelente exposición de Narbona me propongo en lo que sigue de mi escrito cumplir las siguientes tareas: analizar los fundamentos del viejo paradigma del crecimiento sostenido y exponer qué paradigmas alternativos hay al mismo y cómo elegir entre ellos. No creo que cumpla con el rigor debido todas estas tareas, pero al menos espero que mis ideas sirvan para orientar este estupendo y necesario debate.
El paradigma del crecimiento sostenido
Creo que el paradigma científico que es responsable intelectual del desastre ecológico al que nos enfrentamos es el que podríamos denominar como “paradigma del crecimiento sostenido”. Este paradigma ha bendecido y justificado el crecimiento económico ilimitado y ha influido de forma decisiva en la acción de empresarios y poderes públicos; también ha influido en el comportamiento de los consumidores, quienes sufrimos agresivas y alienantes campañas de publicidad orientadas a identificar la obtención de la felicidad con la acumulación de bienes materiales. Como afirmó en su día Daniel Bell, «el crecimiento económico se ha convertido en la religión secular de las sociedades industriales para avanzar» (Miguel Ángel Galindo Martín: “Crecimiento económico”, en Información Comercial Española, nº 858, 2011).
Este paradigma intelectual es un fenómeno histórico reciente y trascendental, que se ha impuesto gracias a la aparición de rasgos enteramente nuevos en el modo de producción económico y en las pautas demográficas de las sociedades humanas. En efecto, la historia económica mundial muestra que el crecimiento económico se ha caracterizado por tres regímenes fundamentales. El régimen de la época “malthusiana” ha marcado la mayor parte de la historia de la humanidad, ya que el crecimiento de la renta era anulado por el crecimiento demográfico, lo que daba lugar a que la renta per cápita aumentase muy lentamente. El régimen “post-malthusiano” se inició a principios del siglo XIX en unos países y en otros más retrasados en el siglo XX, vino asociado a la Revolución industrial y se caracterizó por un aumento significativo en la renta que fue, sin embargo, compensado por un aumento de las tasas de fertilidad de la población. El tercer régimen es el del “crecimiento sostenido”, que se inició al final del siglo XIX en unos países y en otros en el siglo XX, basado en una caída drástica de las tasas de fertilidad lo que permitió el aumento vertiginoso de la renta per cápita y, con ello, de los niveles de inversión y consumo (Oded Galor: “Economic growth in the very long run”, en Steven N. Durlauf y Lawrence E. Blume (eds.): The New Palgrave Dictionary of Economics, 2008).
Los grandes empresarios son partidarios naturales del paradigma mencionado porque ven en el crecimiento sostenido la oportunidad de enriquecerse. Para entenderlo pongamos por ejemplo que un empresario obtiene de cada mercancía producida y vendida, un euro de beneficios: por tanto de 100 mercancías obtendrá 100 euros de beneficios; de 1000 mercancías, 1000 euros de beneficios; de un millón de mercancías, un millón de beneficios, etc.; de lo que se deduce que conforme aumenta la escala de la producción, aumenta de forma directa la escala de sus beneficios y el enriquecimiento. Pero la escala de la producción influye además en la obtención de beneficios de una forma indirecta: cuando en un sector económico se dan rendimientos crecientes, entonces los costes unitarios de producción se reducen en paralelo al aumento de la escala de la producción, y con ello pueden aumentar también de forma adicional los beneficios obtenidos. He aquí unas de las claves que explican la enorme concentración del capital en los tiempos modernos.
Algunos de estos grandes empresarios tratan al medio natural de la misma forma que se trataba a la mano de obra antes de la aparición de los sindicatos y de los partidos de izquierda. Es por ello que en la obra de Karl Marx El capital encontramos un clarividente paralelismo entre ambos fenómenos. Después de describir las brutales condiciones de trabajo imperantes en los inicios de la Revolución industrial y la consiguiente baja esperanza de vida de los obreros y obreras, en un capítulo dedicado a analizar la jornada laboral expone este autor lo siguiente:
«La producción capitalista, que en esencia es producción de plusvalor, absorción de plustrabajo, produce por tanto, con la prolongación de la jornada laboral, no sólo la atrofia de la fuerza de trabajo humana, a la que despoja —en lo moral y en lo físico— de sus condiciones normales de desarrollo y actividad. Produce el agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma. Prolonga, durante un lapso de tiempo, el tiempo de producción del obrero, reduciéndole la duración de su vida».
A lo que añade:
«El capital no pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo. Lo que le interesa es únicamente qué máximo de fuerza de trabajo se puede movilizar en una jornada laboral. Alcanza este objetivo reduciendo la duración de la fuerza de trabajo, así como un agricultor codicioso obtiene del suelo un rendimiento acrecentado aniquilando su fertilidad».
Cuando Marx hablaba de atrofia de la fuerza de trabajo, hoy se habla de degradación de los sistemas ecológicos; y cuando Marx hablaba de agotamiento y muerte prematuros de la fuerza de trabajo misma, hoy se habla de esquilmación de los recursos naturales. Son distintos resultados que obedecen a las mismas causas. Si en la Biblia se nos advierte de que no se puede servir del mismo modo a Dios y a Mammón (deidad de la riqueza), hoy habría que actualizar este aforismo y afirmar que no se puede ser codicioso y respetuoso con el medio ambiente, al mismo tiempo.
Marx no sólo criticaba la avaricia de los burgueses de su época, sino también su irresponsabilidad moral. Para muchos de ellos era evidente —Marx así lo demuestra a través de varios testimonios de coetáneos— que el sistema fabril se había convertido en un matadero de personas, y que existía un peligro evidente de degeneración y de extinción de la raza humana: ¡Un temor que no data de ahora, cuando asusta la posibilidad de una hecatombe ecológica!
«No hay quien no sepa —afirmaba Marx—que algún día habrá de desencadenarse la tormenta, pero cada uno espera que se descargará sobre la cabeza del prójimo, después que él mismo haya recogido y puesto a buen recaudo la lluvia de oro. Après moi le déluge! (¡Después de mí el diluvio!), es la divisa de todo capitalista y de toda nación de capitalistas. El capital, por consiguiente, no tiene en cuenta la salud y la duración de la vida del obrero, salvo cuando la sociedad lo obliga a tomarlas en consideración».
Esta lección se podría aplicar con provecho al problema de la crisis ecológica que se nos avecina. Pero el genio de Marx no reside en estas reflexiones éticas, que estaban al alcance de cualquier persona con un mínimo de fibra moral. Lo novedoso en Marx es que acompaña su filosofía humanista —compartida con los socialistas utópicos que le precedieron— con un estudio profundo de las condiciones económicas y sociales que posibilitan y determinan tal estado de degradación humana. (Creo por ello que la ciencia social que Marx predicaba es la misma, mutatis mutandis, que recientemente el economista y exconseller Vicent Soler ha alabado en las figuras de Ernest LLuch y Albert O. Hirschman: «una ciència social en la qual l’ènteniment i el cor no estiguen separats».) Dice así Marx de nuevo:
«Al reclamo contra la atrofia física y espiritual, contra la muerte prematura y el tormento del trabajo excesivo, responde el capital: ¿Habría de atormentarnos ese tormento, cuando acrecienta nuestro placer (la ganancia). Pero en líneas generales esto tampoco depende de la buena o mala voluntad del capitalista individual. La libre competencia impone las leyes inmanentes de la producción capitalista, frente al capitalista individual, como ley exterior coercitiva».
El economista marxista Bernard Rosier (Crecimiento y crisis capitalistas) ha abundado en la idea de que existe una relación entre el modo capitalista de desarrollo de las fuerzas productivas y la valorización de la ventaja privada instantánea, que recompensa —por el beneficio— toda forma de trasladar una parte de los costes sobre la naturaleza y sobre otras clases sociales. Se puede así hablar de socialización de los costes y privatización de las ventajas. Y cita para ilustrar su idea el siguiente texto de Marx: «La producción capitalista no desarrolla por consiguiente la técnica y la combinación del proceso de producción más que agotando al mismo tiempo las dos fuentes de donde surge cualquier riqueza: la tierra y el trabajador».
Retomo ahora mi hilo argumental sobre el crecimiento sostenido. Como expuse en otro documento (La métrica del bienestar) publicado por Público.es en uno de sus anteriores debates, también los poderes públicos han creído que mediante el crecimiento económico se podría evitar hacer juicios distributivos, pensando que si cada uno tenía un ingreso más alto, entonces la sociedad no tendría que afrontar la cuestión de la equidad; pues los individuos se sentirán felices con sus nuevos ingresos superiores, independientemente de su posición relativa.
Pero esta presunción ha sido desmentida por las investigaciones recientes, ya que no existe ningún nivel de vida absoluto mínimo que deje contenta a la gente. Las necesidades individuales no se sacian cuando el ingreso se incrementa, y los individuos no se muestran más dispuestos a transferir parte de sus recursos a los pobres cuando se tornan más ricos. Si los ingresos de algunos se elevan menos rápidamente que los de otros, o con menor rapidez de cuanto esperan, incluso pueden sentirse más pobres cuando aumentan sus ingresos. Según el economista Lester Thurow (La sociedad de suma cero), de quien tomo estas reflexiones, el crecimiento económico para todos no puede solucionar el problema, porque las demandas no son de más, sino de paridad.
El “paradigma del crecimiento sostenido” también afirma que el libre mercado se autorregula y que es el instrumento más eficaz para enfrentarse a la crisis ecológica: ante los problemas futuros de escasez de recursos naturales, defiende que el sistema de precios reaccionará para orientar la búsqueda de fuentes alternativas e incentivar los cambios tecnológicos oportunos. Con ello se postula que el crecimiento capitalista no sólo es sostenido, sino también sostenible. Los defensores de este paradigma niegan incluso que los recursos naturales sean un bien público, pues los consideran:
«[…] categorías especiales de “capital” (que llaman “capital natural”, “recursos energéticos” o incluso “factor medioambiental”) sometidas al proceso de apropiación, remuneración y acumulación capitalistas, en una lógica exclusivamente centrada en el beneficio» (Rémy Herrera: Estado y crecimiento).
El problema con este planteamiento es que la destrucción de recursos naturales se está agravando a un ritmo acelerado y para cuando el mercado encuentre una solución —si es que la encuentra, pues no es seguro que lo haga— la situación sea tan grave que resulte irreversible (“A largo plazo todos estaremos muertos”, decía Keynes). Aún en el caso de que se encuentren alternativas energéticas, no está tampoco claro que no sean contaminantes, y el mercado no encuentra otra solución al problema de la degradación medioambiental que no sea la segregación espacial: los países ricos consumen y los países pobres acumulan los desperdicios. Otra limitación de este paradigma es que utiliza los tradicionales modelos matemáticos lineales, que implican proporcionalidad o constancia de efectos que pueden ser predecibles de forma determinista o probabilística, cuando la moderna teoría económica del caos rechaza que esos modelos sean siempre útiles y propone modelos no lineales con efectos que se retroalimentan y se vuelven impredecibles (Andrés Fernández Díaz: La economía de la complejidad. Economía dinámica caótica; David Kelsey: “The Economics of Chaos or the Chaos of Economics”, en Oxford Economic Papers, 40(1), 1988); James Gleick: Caos. La creación de una ciencia; Ziuddin Sardar e Iwina Abrams: Caos para todos).
Alternativas al paradigma
Examinemos ahora qué alternativas hay al paradigma dominante y cómo valorarlas. Esta exposición habrá de ser, por mor de la brevedad que exige este espacio de debate, necesariamente sintético y esquemático, y por lo tanto debe considerarse como antesala de otros debates más profundos y pormenorizados. También se tendrá en cuenta dos hechos importantes subrayados por Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas): 1) un paradigma no es relevado, por muchas anomalías que acumule, hasta que surge uno alternativo al mismo; y 2) no hay paradigmas que no contengan «anomalías» o contradicciones, y a la hora de elegir un paradigma esto habrá de hacerse en términos de ventajas comparativas sobre los demás paradigmas alternativos.
En mi opinión existen en la actualidad tres opciones posibles: 1) los objetivos del desarrollo sostenible (ODS) que conforman la llamada Agenda 2030, 2) la teoría del decrecimiento y 3) la teoría marxista. La primera no representaría un «revolución científica» con respecto al paradigma dominante, sino una evolución sustantiva —en la terminología de Bunge— en la medida en que no cuestiona al sistema capitalista pero introduce importantes cambios en su funcionamiento. Por su parte el decrecentismo y el marxismo sí suponen un cambio cualitativo de paradigma, ya que cuestionan el sistema capitalista y porque sus categorías de análisis son muy diferentes.
De las tres opciones, la primera de ellas (ODS) es la que tiene más capacidad de influir en la realidad concreta. Es un programa elaborado por las Naciones Unidas y que cuenta con el apoyo de más de 150 jefes de Estado y de Gobierno del mundo. Con todas las limitaciones y contradicciones que se quiera ver en los 17 objetivos marcados, lo cierto es que este programa supone una confrontación directa con respecto al “paradigma del crecimiento sostenido”, pues no sólo prescribe que el crecimiento debe ser sostenible medioambientalmente, sino también inclusivo e igualitario (por eso se cambia el término “crecimiento” por el de “desarrollo”).
En mi opinión este programa supone una victoria en toda regla del movimiento ecologista sobre sus oponentes, en cierto modo igual que las primeras leyes de reducción del tiempo de trabajo en el siglo XIX supusieron el triunfo «práctico» de «un principio»: el «de la Economía política de la clase obrera» (Karl Marx: Manifiesto inaugural de la asociación internacional de los trabajadores). Pero no debemos olvidar, como ilustró con detalle Marx en El capital, que las leyes que limitaban la jornada laboral (primero a 12 horas diarias, luego a 10 horas diarias) se impusieron en Inglaterra durante «medio siglo de guerra civil», y que los empresarios aceptaron estas leyes a regañadientes y las boicotearon permanentemente hasta que la fuerza de los sindicatos y de la ley les obligó a aceptarlas sin remilgos.
En cuanto a la teoría del decrecimiento, voy a exponer la que ha sido explicada recientemente por Carlos Taibo (Decrecimiento. Una propuesta razonada). He seleccionado esta obra por dos razones: la primera, porque Taibo es un intelectual al que respeto y aprecio; la segunda, porque esta obra es de publicación reciente (2021) y supongo que será una versión actualizada de la teoría del decrecimiento. Expondré mis opiniones al respecto señalando en primer lugar los puntos fuertes de tal versión, y en segundo lugar los puntos débiles. Mis críticas serán amigables y buscarán el acuerdo y no la imposición doctrinal.
Según Taibo, «La perspectiva del decrecimiento señala que en el Norte del planeta hay que reducir, inexorablemente, los niveles de producción y consumo. Y agrega que, para ello, es necesario aplicar principios y valores muy diferentes de los que hoy abrazamos». Para justificar esta tesis, el autor expone una cantidad ingente de hechos económicos, sociales, culturales y ambientales como señales de alarma de que nuestro estilo de vida actual no funciona adecuadamente y da muestras de graves patologías. Esta parte de la exposición de Taibo es un tesoro de información, pues recoge y sintetiza admirablemente las mejores y más progresistas tradiciones intelectuales en los campos de la sociología, la antropología, el feminismo, la filosofía… y, por supuesto, el ecologismo.
También me parece una aportación importante y valiosa de Taibo —que yo asumo íntegramente— la lista de principios y valores que deberán fundamentar y acompañar la política decrecentista. El autor sintetiza muy bien esta lista en el siguiente texto:
«Si se trata de enunciar de manera somera esos cambios, bien podemos identificar media docena, en el buen entendido de que, más allá de ellos, y como habré de subrayar en su momento, es necesario apostar por lo que por fuerza tiene que ser un abandono urgente de las reglas propias del capitalismo que conocemos. Ya me he referido al primero de los cambios anunciados: la recuperación de una vida social que nos ha sido robada. El segundo no es otro que el despliegue de fórmulas de ocio creativo. El tercero propone […] el reparto del trabajo, una vieja demanda sindical que por desgracia fue muriendo con el paso del tiempo. El cuarto nos habla de la conveniencia de reducir el tamaño de muchas de las infraestructuras productivas, administrativas y de transporte que empleamos. El quinto anota la urgencia de restaurar la vida local frente a la lógica desbocada de la globalización, y en un escenario de reaparición de la autogestión y la democracia directa. El sexto, y último, refiere la necesidad de asumir, en el terreno individual, lo que significa la sobriedad y la sencillez voluntarias».
Paso ahora a exponer mis críticas a la exposición de Taibo. Estas críticas son de distinto orden: terminológico, expositivo y metodológico. Empecemos pues con la primera.
Mi crítica terminológica se refiere al error en la elección del término “decrecimiento” para nombrar la perspectiva que se defiende. Este término me parece desacertado porque es impreciso, contradictorio y equívoco, todo ello dentro de los supuestos propios de la teoría decrecentista. Es impreciso porque la política decrecentista sólo se prescribe para los países de Norte planetario y deja fuera por el momento —con toda la razón del mundo— a los países que no pertenecen a esta zona geográfica: a estos se les debe permitir «un crecimiento mesurado», salvo a aquellas áreas «que exhiban una huella ecológica alta». Pero con ello el decrecentismo debe reconocer que sustrae de la exigencia de reducción del crecimiento a casi tres quintas partes de la población mundial.
El término también es contradictorio porque si bien implica la prescripción de reducir en los países del Norte la actividad de sectores económicos enteros —v. gr. la industria del automóvil, de la aviación, de la construcción, la cárnica, la militar, o de la publicidad—, por otro lado exige, en palabras de Taibo, «propiciar el desarrollo de aquellas actividades económicas que guardan relación con la atención de las necesidades sociales insatisfechas y con el respeto del medio natural; si queremos decirlo así, estas actividades seguirán “creciendo”». Finalmente el término me parece equívoco para las personas mal informadas acerca del espíritu y la filosofía que animan al movimiento decrecentista: estas gentes pueden pensar que el decrecentismo no es más que una política tecnocrática que los poderes públicos pueden lograr mediante el ajuste óptimo de las tasas de crecimiento per cápita. Así pues si yo fuera un decrecentista convencido no insistiría en la idea del decrecimiento, sino que más bien abogaría por esta otra consigna mucho más clara, directa e informativa: “control democrático y uso racional y equitativo” de los recursos naturales y económicos.
Mi crítica expositiva se refiere a la forma en que Taibo presenta sus argumentos. Como ya se ha dicho, el autor enumera y analiza un conjunto formidable de patologías culturales al objeto de sustentar la conveniencia de sus propuestas, pero apenas dice nada de los paradigmas u opciones alternativos. Taibo rehúye la lucha cuerpo a cuerpo con la economía neoclásica, y no dice nada de la Agenda 2030, que es una propuesta que, nos guste o no, es de gran relevancia política. Dedica el grueso de sus críticas a las propuestas de un “capitalismo verde” y el Green New Deal estadounidense –que luego comentaré—, y unas brevísimas líneas a la teoría marxista, por la que muestra un notorio desdén salvo en aspectos muy puntuales.
Por supuesto que Taibo tiene todo el derecho del mundo a criticar al marxismo, pero su postura soslaya el hecho crucial de que la producción científica marxista no se deja resumir fácilmente en unas frases, pues ha dado lugar a un conjunto vasto, heterogéneo y cambiante de doctrinas y propuestas, y que cualquier exposición razonada sobre estas investigaciones —tanto para criticarlas como para alabarlas— debe tener en cuenta esta circunstancia. En este sentido la situación del marxismo es similar a la de la propia teoría decrecentista, de la que dice el mismo Taibo lo siguiente: «Son muchas las críticas que se han vertido ante la propuesta del decrecimiento —o ante alguna de sus manifestaciones, que no es exactamente lo mismo—, un fenómeno tanto más lógico cuanto que aquella muestra versiones eventualmente diferentes que facilitan las contestaciones y los recelos». Sin embargo Taibo se muestra benevolente con el decrecimiento y exigente con el marxismo. Por ello le pido a este autor que revise si administra de forma imparcial sus criterios evaluativos.
Mi crítica metodológica se dirige a cómo piensa el decrecentismo llevar a la práctica sus ideas. Expone Taibo que «el decrecentismo no se limita a anunciar la catástrofe que se avecina: señala, antes bien, que hay remedios, no sin antes subrayar al tiempo que reclaman transformaciones radicales en nuestras sociedades y en nuestras conductas». Y yo me pregunto: ¿no hay nada que decir sobre cómo y por quién se van a ejecutar estas transformaciones? ¿Cómo piensa Taibo que se acometan todos los cambios profundos que él propone, que además deberán verse acompañados —según su opinión— por una «abolición de privilegios»? Estos cambios no se van a producir espontáneamente: los grandes sectores ecológicamente insostenibles no se van a hacer el harakiri de forma voluntaria y altruista; y los privilegios no desaparecerán sin una gran resistencia por parte de quienes son sus detentadores. Unos y otros recurrirán a su influencia sobre las instituciones del Estado para ralentizar o paralizar esos cambios, o incluso para volver a etapas más regresivas de civilización (fascismo). La presión será tanto más fuerte cuanto mayor sean los cambios previstos. Esto no es una especulación sino un truismo para cualquiera que conozca la Historia. (El reciente escándalo de la empresa “Uber” es un buen ejemplo de ello.)
Así pues, ¿qué piensan los decrecentistas sobre sobre la necesidad de utilizar las instituciones del Estado para impulsar estas transformaciones? Sobre esto expone Taibo lo siguiente:
«[…] en los últimos tiempos se aprecia cierta distancia entre el discurso y las propuestas del estamento académico que trabaja sobre el decrecimiento, más propicios, tanto el uno como las otras, a trabajar con las instituciones, y la perspectiva que abrazan, en cambio, muchos de los activistas de base, que más bien asume un perfil libertario o libertarizante».
En resumen: falta un pensamiento unitario sobre esta cuestión fundamental; sobre la que, por cierto, el propio Taibo no se pronuncia de forma clara. Él lanza una dura crítica al “capitalismo verde” y al New Green Deal como formas tecnocráticas de apuntalar al sistema capitalista, aunque reconoce honestamente que la propia teoría decrecentista puede tener el mismo efecto no pretendido. Pero a mi modo de ver todo esto no son más que evasivas.
Estoy convencido de que todos los poderes corporativos, mediáticos y policiales que han conspirado en este país para que nuestro Gobierno de coalición no saliera adelante aplaudirán con las orejas cualquier propuesta que deje “intacto” al Estado y lo siga dejando en “sus” manos. Aunque soy de los que piensan que no hay que hacerse demasiadas ilusiones a este respecto: cómo de lejos se llegue con la utilización de esas instituciones dependerá de la correlación de fuerzas de los actores políticos implicados y de sus pretensiones ideológicas. También es cierto que la lucha por el control del poder ejecutivo y administrativo no excluye, sino que al contrario es su complemento, la lucha por influir y movilizar a la sociedad civil. Pero en todo caso el principio fundamental en el que apoyar el movimiento de los heterodoxos debería ser, en ambos casos, este formulado por Marx en otra época: «Cada paso del movimiento real vale más que una docena de programas» (Crítica del programa de Ghota).
Esta indecisión ideológica mostrada por Taibo —que contrasta con su gran capacidad intelectual— no es fruto de la casualidad, sino que a mi modo de ver es una consecuencia de la ideología “libertaria” que este autor defiende. Si estuviésemos en el siglo XIX o incluso en el primer tercio del siglo XX, cuando el anarquismo poseía una gran influencia social, Taibo podría rechazar la participación en las instituciones políticas y anteponer a ello la consigna de la “huelga general revolucionaria” como método de transformación social y de lucha contra el cambio climático. Pero estamos en el siglo XXI y ni el anarquismo ni el decrecentismo tienen esa influencia. Taibo reconoce esta situación —a diferencia de ciertos activistas sectarios—, por lo que cabe especular si ante la urgencia del «colapso que se avecina» —medioambiental, pero también económico y demográfico— acaso este autor intuya que ya no fuera conveniente renunciar a los poderes del Estado para enfrentar tal amenaza. No sabemos si Taibo piensa que esta crisis medioambiental pueda ser también una anomalía para el pensamiento libertario, pero en todo caso sostengo que las personas de izquierda debemos afrontar nuestras propias contradicciones y dar solución a las mismas: no sólo por honestidad intelectual sino también, en esta precisa cuestión, por pura supervivencia de la especie humana.
Quedaría finalmente hablar del paradigma marxista. Pero no acometeré esta empresa por dos razones: porque ya se han apuntado en este texto algunas ideas centrales de este paradigma, y porque estoy seguro que otros estudiosos podrían hacerlo con más competencia que yo.
Transición ecológica: Sí hay futuro y tenemos que construirlo juntas
02/08/2022
Eva Saldaña Buenache
Directora Ejecutiva de Greenpeace España
“El futuro no está escrito, nunca lo está. Depende solo de nosotros, de que seamos capaces de construir un contrapoder lo suficientemente fuerte como para derribar al capitalismo y crear una forma de organización social diferente. Debemos además hacerlo pronto, la crisis ecológica avanza deprisa y nos dificulta cada vez más la tarea. No es una labor fácil, nunca lo ha sido. Es normal sentir miedo y tener vértigo, pero lo importante es lo que hacemos con ello, si dejamos que nos paralice o lo convertimos en combustible para la lucha”. Layla Martínez(1).
1. Un poco de contexto: mirando alrededor se ponen los pelos de punta…
Mientras escribo estas líneas ya vamos por la tercera ola de calor con más de 40ºC de temperatura, estamos viendo avalanchas de hielo de los glaciares en los Alpes y toda España está sumida en llamas. La superficie quemada en 2022 hasta el pasado 17 de julio se ha incrementado en un 80% respecto a la media de los últimos diez años. La dinámica de los fuegos ha cambiado enormemente con una tendencia muy extrema y con unas raíces más graves y profundas que los hacen prender: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, los cambios de uso de suelo, el despoblamiento y el abandono rural(2).
Con el actual ritmo de consumo, necesitaríamos tres planetas para suplir la demanda actual de todo tipo de artículos. La desaparición de la biodiversidad global ha estado ocurriendo mil veces más rápido que si ocurriera naturalmente. El 66% de los mares muestra una alteración severa por el impacto humano, lo que está provocando el declive en la cantidad y diversidad de vida marina mientras que sólo el 3% de las aguas internacionales están protegidas. La ONU alerta de que un millón de especies están al borde de la extinción. El 30% de las estaciones que controlan el agua subterránea y el 50% de las del agua superficial indican contaminación por nitratos, provocada principalmente por la agricultura y ganadería industriales. ¡Un horror! y de momento, por mucho que busquemos ahí fuera no hay otro Planeta Tierra tan bello y habitable. Lleno de montañas, playas, océanos, selvas, desiertos, tundras, especies hermanas maravillosas y únicas.
Dos años después de una pandemia global, en medio de una emergencia climática acelerada y el colapso de la biodiversidad, lo último que necesitaba el mundo era otra guerra, pero llegó. La invasión ilegal de Ucrania por parte de Rusia y la tragedia humanitaria que está provocando, ya está impactando al mundo de diferentes maneras. Pero las condiciones que permitieron que sucediera son universales y prueban que los sistemas económicos y sociales que nuestros gobiernos han construido para nosotras, no están funcionando, generando una y otra vez conflictos para alimentar una rueda de egoísmo y lucro que se cree sin fin. El informe anual de riesgos del Foro Económico Mundial y el último informe del IPCC dan mensajes claros y alarmantes: nos enfrentamos a enormes crisis, todo está en riesgo, “Código Rojo para la Humanidad”. Nuestra economía y nuestros sistemas sociales deben ser rediseñados de una vez por todas.
Nadie quiere la guerra. Todo el mundo quiere vivir en paz, uno al lado del otro. Así es que no puede ser que, una vez más, las consecuencias del fracaso colectivo de los líderes políticos recaigan sobre civiles. La geopolítica que nos deja una economía basada en combustibles fósiles es muy inestable, camina continuamente en dirección opuesta a la paz, la justicia climática y arrasa con las comunidades más vulnerables.
Además, mientras unos sufren otros siguen engrosando sus arcas. Veamos algunos datos:
Rusia es la mayor fuente de importaciones de combustibles fósiles de la Unión Europea. Gastamos hasta 285 millones de euros al día solo en petróleo ruso. España depende en torno al 10% de importaciones de gas y al 4% de petróleo de Rusia. En el caso del transporte, la dependencia energética de Rusia es brutal: uno de cada cuatro coches, motos, camiones o aviones que se mueven en Europa lo hacen utilizando combustible ruso. Todo ese dinero sale de nuestros bolsillos, cada día más menguados. El precio del gas usado para calentar siete millones de hogares en España, generar electricidad y fabricar bienes esenciales ha subido cuatro veces más que el año pasado.
Una investigación de Greenpeace sacó a la luz, en abril, que las petroleras habían ingresado en sus cuentas 3.000 millones de euros adicionales desde que comenzara la invasión de Ucrania. 30 millones al día, cada día(3).
En el nuevo informe de Oxfam Intermón Las desigualdades matan(4), publicado con motivo de la «Agenda de Davos” del Foro Económico Mundial, la organización afirma que luchar contra las desigualdades evitaría la muerte de 21.000 personas al día, o dicho de otra manera, de una persona cada cuatro segundos. Se trata de estimaciones conservadoras basadas en el número de muertes causadas a nivel global por la falta de acceso a servicios de salud, la violencia de género, el hambre y la crisis climática. Los diez hombres más ricos del mundo han más que duplicado su fortuna durante los primeros dos años de una pandemia que ha empeorado los ingresos del 99 % de la humanidad y ha empujado a la pobreza a más de 160 millones de personas, actualmente, acumulan seis veces más riqueza que los 3.100 millones de personas más pobres del mundo juntos.
Todo esto son cifras obscenamente injustas ¿Realmente ha sido la invasión ilegal de Rusia en Ucrania o la Covid-19 lo que nos está desbaratando todo? ¿O quizás hemos llegado aquí por los decenios de guerra CAPITAL-VIDA que llevamos?
Ahora que las pandemias, las guerras, los eventos climáticos y otros desastres provocados por el traspaso de los límites planetarios parece que ya forman parte de nuestro día a día, algunos todavía los miran con sorpresa, pero no son más que las dramáticas consecuencias de un modelo socio-económico destructivo y opresor que hemos dejado que opere todo este tiempo sin freno y que incluso hemos integrado en nuestras almas.
No me cabe duda que la guerra de Ucrania ha agravado la encrucijada en la que estamos, provocando movimientos geopolíticos fuertes y excavando en las enormes grietas que ya tenían los sistemas energéticos y agroalimentarios, entre otros, potenciando auténticos abismos de desigualdad y dejando el concepto Paz del tamaño de ese folio en blanco que con tanta valentía levantaban las activistas rusas al comienzo del conflicto.
Pero, aunque los retos pinten feos ¿Nos vamos a rendir? ¡Por supuesto que no! Tenemos que seguir confiando unas en otras, construyendo sistemas que sostengan el tejido de la vida, de una vida digna, de todas las vidas. Vamos a empujar juntas las soluciones que distribuyan riqueza y poder, que generen justicia y cuidados, que reparen, que transformen no solo coyunturalmente sino estructuralmente, que nos hagan resilientes frente a lo que nos toca vivir.
Pero sobre todo toca acabar con la visión cortoplacista y los intereses económicos de un puñado de empresas y su greenwashing, forzar la ambición y el despertar de la gobernanza real y transitar hacia un modelo que sitúe a la vida y al Planeta en el centro.
2. ¿Por dónde empezamos? Veamos algunos pasos a dar:
I. Ambición política
Necesitamos gobiernos que…
● Marquen y ejecuten más ambición climática, sobre todo en la reducción de emisiones.
● Aumenten la transparencia en los procesos políticos y económicos.
● Promuevan una participación ciudadana real.
● Prioricen y mejoren la paz y la cooperación entre países.
● Implementen políticas y mecanismos que responsabilicen al estado y a las corporaciones.
● Y como dice Yayo Herrero, necesitamos que toda esta inversión millonaria (actualmente con los fondos Next Generation) se canalice a través de un sistema de indicadores multicriterio que integre el bienestar y la seguridad de los seres vivos y la necesidad de reducir drásticamente la huella ecológica global(5).
II. Transformación radical del sistema
Donella Meadows, muy conocida por su estudio sobre los límites planetarios en los 70’s nos decía que “El futuro no se puede predecir, pero se puede imaginar y traer amorosamente a la existencia. Los sistemas no se pueden controlar, pero se pueden diseñar y rediseñar. No podemos avanzar con certeza en un mundo sin sorpresas, pero podemos esperar sorpresas y aprender de ellas e incluso sacar provecho de ellas. No podemos imponer nuestra voluntad sobre un sistema. Podemos escuchar lo que el sistema nos dice y descubrir cómo sus propiedades y nuestros valores pueden trabajar juntos para producir algo mucho mejor de lo que jamás podría ser producido por nuestra sola voluntad. No podemos controlar los sistemas ni descifrarlos. ¡Pero podemos bailar con ellos!”(6).
Hacer frente a la crisis ecosocial obliga a una radical y urgente transformación económica, social y política del sistema, que cambie la manera en la que producimos, que pase por la reducción de las necesidades energéticas y del consumo, apueste por una manera distinta de alimentarnos y movernos, y abandone definitivamente los combustibles fósiles.
Parece que tendremos que bailar mucho con el sistema como nos indica Donella, suprimir todo lo que nos hace daño, decrecer en lo material es una realidad sin opción y crecer en todo aquello que sustenta la vida, para alcanzar un modelo socioeconómico con una perspectiva muy sistémica que cumpla al menos estos cinco principios de cambio(7):
● respete los límites de la tierra, nuestro aire, agua, bosques y clima y ponga a todos los seres vivos y al planeta antes que las ganancias y el crecimiento infinito.
● proporcione una distribución justa de la riqueza y el poder.
● mejore el bienestar de las personas.
● sea inclusivo, justo y diverso.
● promueva la resiliencia de nuestras comunidades
III. Y algunas REVOLUCIONES imprescindibles(8):
Hemos conseguido avances: una mayor concienciación medioambiental en nuestras sociedades, tratados internacionales como el Acuerdo de París y el desarrollo de estándares de protección para reconocer el valor y proteger nuestros ecosistemas. Pese a todo, el conjunto de medidas aprobadas, los plazos y el carácter voluntario de una gran mayoría de los acuerdos son insuficientes. La comunidad científica coincide: con los acuerdos conseguidos el mundo se dirige al menos a un calentamiento de entre 2,4 y 2,7 °C, si no más, muy por encima del umbral crítico de 1,5 ºC.
LA EMERGENCIA CLIMÁTICA: MUCHO AHORRO Y UN SISTEMA ENERGÉTICO 100 % RENOVABLE
La crisis climática presenta un reto sin precedentes y estamos en la década clave para frenarla.
La causa la encontramos en gran medida en la quema de combustibles fósiles. El 79% de las emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea son debidas a la quema de combustibles para usos energéticos o de transporte, según datos de Eurostat. En España, las grandes eléctricas —encabezadas por Endesa, Iberdrola y, Naturgy, a las que se han unido petroleras como Repsol o Total— siguen abusando de su posición de dominio en el mercado eléctrico para favorecer sus negocios vinculados a combustibles fósiles a la vez que utilizan el discurso de la sostenibilidad para hacer campañas de lavado verde.
Y la guerra de Ucrania(9) nos ha mostrado nuestra falta de independencia energética. Pero esta situación no puede servir como excusa para buscar otras fuentes de combustibles fósiles ni para invertir un solo euro en la construcción de nuevas infraestructuras de gas, carísimas e inútiles a corto plazo, y que nos sigan atando al consumo de estos combustibles altamente contaminantes.
Tenemos las soluciones para reducir al menos a la mitad las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero de aquí a 2030, con un bajo coste o incluso beneficios económicos. En España es el momento de acelerar la transición energética hacia las energías renovables y la eficiencia, y abandonar cuanto antes los combustibles fósiles. Hay que reformar el mercado eléctrico, poner fin al poder del oligopolio energético e impulsar las alternativas (10) que permitan a la ciudadanía beneficiarse de las ventajas económicas y ambientales de las energías renovables, como el autoconsumo y las comunidades energéticas(11).
LA CRISIS DE LA PÉRDIDA DE BIODIVERSIDAD: PROTEJAMOS NUESTROS BOSQUES Y OCÉANOS
La biodiversidad regula el clima y la temperatura del planeta, y sus ecosistemas nos suministran alimentos, energía, agua y nutrientes de los que depende cualquier tipo de vida, también la nuestra.
Para frenar la pérdida de biodiversidad, hay soluciones al alcance de cualquiera, como exigir políticas que limiten la acción de las industrias depredadoras del medioambiente o cambiar nuestros hábitos de consumo, apostando por consumo local, ecológico y de temporada. A nivel internacional este año se podría conseguir la firma de un Tratado Global de los Océanos, que proteja el 30% de nuestros mares antes de 2030, con un plan claro y recursos suficientes para hacerlo realidad.
AGUA ESCASA, CONTAMINADA Y MAL GESTIONADA: PONGAMOS FIN A LAS MACROGRANJAS
Que en España tenemos un problema con el agua es algo que todo el mundo sabe.
El primer factor de la disminución del agua disponible es su nefasta gestión, muy relacionada con un modelo agroalimentario inadecuado y depredador de recursos hídricos. Regadíos sobredimensionados, robo de agua, pozos ilegales, trasvases innecesarios, urbanismo desmedido, campos de golf en secano, cultivo de alimentos típicos de otros climas, y un largo etcétera que pone de manifiesto que la política de gestión del agua en España ha estado al servicio de cualquier demanda por insostenible que fuese(12).
Y a la mala gestión hay que sumar los impactos del cambio climático: ya llueve menos, y lloverá menos, según las proyecciones realizadas por la ciencia. España es ya el país más árido de Europa y el 75 % de su territorio está en riesgo de convertirse en desierto a lo largo de este siglo.
Pero además de escasa y mal gestionada, el agua que tenemos en España está altamente contaminada. La ganadería industrial, con sus macrogranjas y sus excesivos excrementos, y la agricultura industrial, con su uso masivo de fertilizantes, son los responsables de que tengamos un #AguadeMierda, que en muchos lugares de España ya no es potable. El último informe del Ministerio de Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITERD) ya dice que el 30% de las estaciones de control de las aguas subterráneas y el 50% de las superficiales indican una mala calidad debido a la contaminación por nitratos. Por si hubiera dudas, la Comisión Europea llevará a España ante el Tribunal de Justicia de la UE por esta razón.
Debemos exigir un plan para la reducción progresiva de la cabaña ganadera en intensivo hasta alcanzar un 50% menos en 2030, no conceder autorizaciones para nuevos regadíos intensivos y fomentar y adoptar la “dieta de salud planetaria” que lleve a una reducción drástica del consumo de carne hasta alcanzar un máximo semanal de 300 gramos a la semana por persona, así como de los demás alimentos de origen animal.
UNA MOVILIDAD QUE CONTAMINA: CUIDEMOS EL AIRE QUE RESPIRAMOS
El modelo de movilidad que tenemos en España es responsable del 29 % de las emisiones de C02 a nivel nacional, y la contaminación atmosférica causa 16.000 muertes prematuras al año en nuestro país.
Hay que dejar atrás el actual modelo contaminante e individualista y avanzar hacia un modelo de movilidad basado en el transporte público, con más espacio para las personas y menos para los coches, y comprometido con el abandono del diésel y la gasolina antes de 2028; la implantación de Zonas de Bajas Emisiones que realmente sirvan para reducir la contaminación atmosférica, el ruido y las emisiones de gases de efecto invernadero, y la prohibición de vuelos cortos donde haya una ruta equivalente en tren, entre otras medidas imprescindibles.
UN SALTO CUÁNTICO EN LA MOVILIZACIÓN CIUDADANA Y EL CAMBIO CULTURAL
Actualmente nos encontramos al borde de los límites planetarios y sociales causado por la codicia de las élites financieras y políticas y su hambre insaciable de ganancias y crecimiento infinito, posibilitado por una cultura del individualismo. Pero somos muchas las personas que creemos que es posible un futuro alternativo, un futuro que podemos construir juntas, el reto está en que nos lo creamos muchas más.
Cada una de nosotras importa en el proceso de transformar nuestro futuro, pero ¿realmente creemos eso? ¿Qué pasa si estamos subestimando nuestra capacidad individual y colectiva para cambiarnos a nosotros mismos, nuestras culturas y nuestros sistemas para crear un futuro próspero para todas? nos pregunta Karen O’Brien, en su libro “Eres más importante de lo que crees”(13).
Está claro que si hay una revolución imprescindible es la del cambio cultural, juntas podemos detener la crisis climática, prevenir la pérdida de biodiversidad y reducir la brecha de desigualdades, pero requiere una cooperación a unos niveles sin precedentes. Podemos construir un futuro verde, justo y pacífico donde el bienestar de las personas y el planeta estén por encima de las ganancias. No hay una sola, sino muchas formas de desarrollo alternativo.
Al final, todo se reduce a hacernos las preguntas que nos lanza Daniel Wahl(14): ¿seguiremos esforzándonos por superarnos unas a otras y, en el proceso, desenredar el hilo del que depende toda la vida? ¿O aprenderemos a colaborar en la restauración del todo a través de la innovación transformadora y el diseño regenerativo creando culturas vibrantes y comunidades prósperas para todas?
Como dice Eric Oline Wright (15), no podemos pintar un Edén sin conflictos, este camino no va a ser fácil, pero también necesitamos palpar Ecotopías reales y tangibles, quizás menos deseables y apetecibles pero sí más humanas, horizontes revolucionarios con paradas intermedias. También es evidente que las responsabilidades son asimétricas y que cada una tiene que explotar su capacidad política al máximo, unas más que otras, para conseguir soluciones basadas en alianzas sobre los comunes.
Yo estoy convencida de que el cambio ya está ocurriendo, las alternativas ya existen y son muchas según el contexto y las realidades. Necesitamos escuchar y aprender de las comunidades indígenas y locales, necesitamos re-organizarnos de muchas otras formas diferentes, pero confío en nuestra capacidad para co-crear propuestas regenerativas y resilientes. Un futuro con una sociedad equitativa, inclusiva y diversa es posible. Pero para vivir en este mundo arraigado en la cooperación y la solidaridad, debemos ACTUAR YA, ACTUAR JUNTAS. ¿Tú qué opinas?.
DOCUMENTOS DE REFERENCIA:
(1) Utopía no es una isla, catálogo de mundos mejores. Layla Martínez. Ed. Episkaia.
(2) Proteger el medio rural es protegernos del fuego
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/proteger-el-medio-rural-es-protegernos-del-fuego/
(3) Petroleras, las grandes beneficiadas de la guerra de Ucrania
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/petroleras-beneficiadas-guerra/
(4) Las desigualdades matan. Oxfam Intermón. https://www.oxfamintermon.org/es/publicacion/las-desigualdades-matan?hsLang=es
(5) Los cinco sentidos. Yayo Herrero. Ed. Arcadia
(6) Dancing with systems. Donella Meadows. https://donellameadows.org/archives/dancing-with-systems/
(7) Informe “Darle la vuelta al Sistema”. Greenpeace https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/documentos/darle-la-vuelta-al-sistema/
(8) Alternatives futures: https://sites.google.com/greenpeace.org/alternativesocioeconomicmodels/home
(9) Propuestas de Greenpeace frente a la Guerra de Ucrania: https://es.greenpeace.org/es/wp-content/uploads/sites/3/2022/03/SEIS-peticiones-GP-guerra-Ucrania.pdf
(10) Alternativas de energía ciudadana frente al cambio climático https://es.greenpeace.org/es/en-profundidad/cambia-la-energia-no-el-clima/alternativas-energia-cambio-climatico/
(11) Medidas para afrontar la crisis de Ucrania desde el sistema eléctrico:
https://es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/informes/medidas-para-afrontar-la-crisis-de-ucrania-desde-el-sistema-electrico/
(12) Las 5 claves de Greenpeace para cuidar el planeta:
https://es.greenpeace.org/es/wp-content/uploads/sites/3/2022/06/Dia-del-Medioambiente-2022.pdf
(13) You matter more than you think. Karen O’Brien. Ed. cChange Press.
(14) Designing Regenerative Cultures. Daniel Wahl. Ed. Triarchy Press.
(15) Construyendo utopías reales. Eric Oline Wright. Ed. Akal.
Números verdes para una Transición Ecológica sin dejar a nadie atrás
28/07/2022
Mario Rodríguez Vargas
Director Asociado de Transición Justa y Alianzas Globales. Fundación Ecología y Desarrollo
La situación de emergencia climática que vivimos, declarada tanto por el Parlamento como el Gobierno; la degradación sin precedentes de la biodiversidad; el aumento de las ratios de desigualdad y pobreza entre países y dentro de cada país; el doloroso efecto de la pandemia generada por la Covid-19 y finalmente los efectos globales de la guerra en Ucrania y otros conflictos bélicos que ya estaban antes y prosiguen en este momento, nos indican que es necesario repensar y resetear el sistema y que la única vía es una transición ecológica que no deje a nadie atrás y que alumbre un nuevo sistema económico. Esto va a requerir no solo de retos tecnológicos, también de profundos cambios en las dinámicas de poder y en la mentalidad de la ciudadanía y de los líderes políticos y económicos. Cada vez hay más evidencias científicas que apuntan a la estrecha relación entre la salud del planeta y la humana[1]. Por ello, es preciso repensar como generamos y consumimos energía, como nos vamos a mover, como nos vamos a alimentar, como vamos a vestir, etc.
Los escenarios a 2050, incluso a 2030, quedan muy lejos de la realidad cotidiana y mucho más de la realidad política y económica que miran con lentes que no alcanzan más de 4 años. Por ello, me voy a centrar en esta fase inicial de la transición ecológica, en un escenario de los próximos 4-5 años, los más complicados, porque serán el inicio del cambio y donde, en mi opinión será preciso priorizar los esfuerzos y las inversiones.
Las prioridades son claras: transformar la economía para que vaya de la mano de la vida y la salud del planeta. Con esta idea habría que definir ejes de actuación en: energía, transporte, infraestructuras, alimentación, comunidades rurales, conservación y recuperación de ecosistemas, calidad democrática, paz y gobernanza.
Obviamente aparte de los pilares básicos del estado del bienestar: educación y sanidad.
Habría que priorizar las medidas relacionadas con la transición energética hacia un sistema 100% renovable, eficiente, inteligente y abierto a la participación ciudadana y la rehabilitación energética de los edificios, teniendo muy en cuenta a la población más vulnerable. Las razones para apostar por estos dos bloques de medidas son claras.
Por un lado, la transición energética y en especial el sector eléctrico es el más preparado para reducir emisiones y mitigar el cambio climático[2], si bien la transformación no puede quedar en exclusiva en manos de las grandes empresas de siempre y tiene que estar abierta a participación de la ciudadanía a través de otras formas de producir energía y tener muy en cuenta las características de los territorios donde se van a instalar las plantas de energías renovables para respetar su biodiversidad, su estructura económica, su riqueza cultural y sobre todo contar con ellos y facilitar su participación en los procesos de aprobación de los diferentes proyectos[3],….
En lo relativo a las medidas relacionadas con vivienda y su rehabilitación y que van más allá de la rehabilitación energética son varias: mejorar la eficiencia energética favorece y potencia cualquier modelo de descarbonización desde el principio y tiene un dilatado aprovechamiento; desarrollo, modernización, y resiliencia de sectores productivos como es el de la construcción, entre otros, de gran importancia social; actuar para mejorar el bienestar y la calidad de vida de las personas, especialmente las que más lo necesitan.
Le sigue en importancia el sector de Transporte y movilidad donde se habría de priorizar el mantenimiento y reparación de infraestructuras viales, la promoción del transporte ferroviario y en especial cercanías y la electrificación del ferrocarril en especial los tramos entre las terminales de mercancías, para acabar con la dependencia de la tracción diésel, así como acelerar la implantación de la movilidad eléctrica en el sector del transporte ligero por carretera. Además de las necesarias inversiones en lo relativo al sistema alimentario (agricultura, ganadería y pesca, …) y recursos forestales y las destinadas a la sostenibilidad del suelo y territorio.
Poner números verdes encima de la mesa durante estos primeros 4-5 años de la transición ecológica no es tarea fácil, pero Greenpeace lo hizo en 2021 en su informe: Darle la vuelta al sistema. Una propuesta transformadora de Greenpeace para reponernos de los estragos de la Covid 19 y afrontar mejor la crisis ecológica[4]. Donde concluía que para el periodo 2020-2024 sería preciso invertir 197.000 millones de euros en esos cuatro años, es decir, el 4,8% del PIB del país. De los cuales, por ejemplo, 53.560 millones irían destinados a la transición energética; 52.592 millones para construcción e infraestructuras. Transporte y movilidad 29.187 millones. Inversión en Innovación (I+D+i) 22.776 millones. El sector agrario y forestal aglutinaría en torno a 15.600 millones. Sostenibilidad del Suelo y territorio 7.400 millones de euros. 12.900 millones para transición 2714 millones para agenda exterior.
La inversión se repartiría casi a partes iguales entre el sector público y el privado ya que de los 197.000 millones de inversión en torno al 53,7% de las inversiones necesarias se llevarán a cabo con financiación pública y el 46,3%, con inversiones privadas. La distribución entre inversión pública y privada varía notablemente por ámbitos de actuación: por ejemplo, en el sector energético, el 78,4% (cerca de 42.000 millones de euros) de las inversiones previstas las llevaría a cabo el sector privado y solo se destinarán 10.880 millones de euros de inversión pública.
Si nos centramos en la inversión pública, la propuesta implicaría un esfuerzo adicional de 43.103 millones de euros respecto a las inversiones ya incluidas en otros planes contemplados por el Gobierno (PNIEC, Plan Estatal de Viviendas, PGE 2020, 2021,…). Otras fuentes de financiación procederían de los Fondos Next Generation UE[5]-de los que el Gobierno prevé invertir 72.000 millones de euros en los próximos tres años de los que el 37% (unos 27.000 millones) se tienen que destinar a “inversiones verdes- y Fondos estructurales (unos 12.000 millones).
Por último, sería imprescindible que el Gobierno reorientara los objetivos de gasto para mejorar el alineamiento de las políticas hacia una recuperación verde y justa y que estableciera una nueva política fiscal que tuviera en cuenta la variable medioambiental, una fiscalidad verde[6] con el fin de poder completar la cifra de 43.000 millones adicionales de inversión pública necesarios.
Notas:
[1] Bessonova, E. Five ideas to turn the COVID-19 recovery into a global green new deal. Millennium Alliance for Humanity and the Biosphere (MAHB), 2020. https://mahb.stanford.edu/blog/five-ideas-to-turn-the-covid-19-recovery-into-a-global-green-new-deal/
[2] Resolución de 25 de marzo de 2021, conjunta de la Dirección General de Política Energética y Minas y de la Oficina Española de Cambio Climático, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Ministros de 16 de marzo de 2021, por el que se adopta la versión final del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030. https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2021-5106
[3] Rodriguez, M. Implantación de Grandes Instalaciones de Energía Solar y Eólica en el territorio. Fundación Ecología y Dearrollo (ECODES), 2021. https://ecodes.org/decimos/nuestra-posicion-sobre-la-implantacion-de-grandes-instalaciones-de-energias-renovables-en-el-territorio
[4] Martínez I., González E., Ayensa N. Darle la vuelta al sistema. Una propuesta transformadora de Greenpeace para reponernos de los estragos de la Covid 19 y afrontar mejor la crisis ecológica. Greenpeace España, 2021. https://es.greenpeace.org/es/en-profundidad/darle-la-vuelta-al-sistema/
[5] Moncloa. Plan de recuperación, transformación y Resiliencia. Plan España Puede, 2020. https://www.lamoncloa.gob.es/temas/fondos-recuperacion/Documents/30042021-Plan_Recuperacion_%20Transformacion_%20Resiliencia.pdf
[6] Labandeira, X. Labeaga, J.M. y López-Otero, X. Nuevas Reformas Fiscales Verdes: Evaluaciones Exante para España. Docuemnto de trabajo WP 03a/2018. Economics for energy. 2018. https://eforenergy.org/docpublicaciones/documentos-de-trabajo/wp03a2018.pdf
Componer e improvisar: Ecosocialismo en el tiempo roto
20/07/2022
Martín Lallana Santos
Militante del Área de Ecosocialismo de Anticapitalistas. Investigador predoctoral en estrategias de descenso energético.
“El Ladrillo” es el nombre que se le puso coloquialmente al documento escrito por el grupo de economistas liberales conocido como los «Chicago Boys»[1]. En él se establecían las políticas económicas a partir de las cuales Chile se convertiría en el laboratorio del neoliberalismo tras el golpe de estado que acabó con el gobierno de la Unidad Popular y la vía democrática hacia el socialismo. Se recogían medidas como acabar con la gratuidad y los subsidios parciales en la enseñanza superior, así como la privatización de áreas de economía como la electricidad, el agua potable, las telecomunicaciones y del sistema de pensiones. Lo interesante es que este texto se empezó a elaborar en agosto de 1972, y a partir de marzo de 1973 las reuniones de trabajo fueron semanales. El golpe de estado no ocurrió hasta el 11 de septiembre de 1973. Y ese día, mientras el ejército golpista chileno bombardeaba el Palacio de la Moneda, las fotocopiadoras de la Editorial Lord Cochrane trabajaban sin parar imprimiendo los extensos ejemplares de “El Ladrillo”. Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, con Salvador Allende muerto y Augusto Pinochet liderando la junta militar, el documento fue colocado encima de los escritorios de quienes gobernarían la recién estrenada dictadura.
“The Chicago Boy’s Project (El ladrillo)”, de Patrick Hamilton, expuesto en 2019 en el Museo Reina Sofía como parte de la colección “Tiempos incompletos (Chile, primer laboratorio neoliberal)”. 21 de marzo – 24 de mayo de 2019
Martín Arboleda menciona este episodio histórico en su libro “Gobernar la utopía” como ejemplo de anticipación, planificación y aprovechar coyunturas convulsas para aplicar un programa de reformas que rompía con la doctrina económica dominante en las décadas previas[2]. El Palacio de la Moneda y las fotocopiadoras echaron humo al mismo tiempo durante aquel martes de septiembre.
Si pausamos ese macabro instante entre la costa del pacífico y la cordillera de los Andes y retrocedemos 18 meses, hasta marzo de 1972, nos encontramos con la publicación del famoso informe “Los límites del crecimiento” encargado por el Club de Roma a un grupo de científicos del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Avanzando apenas tres meses, hasta junio de 1972, nos encontramos con la Cumbre de la Tierra en Estocolmo, la cual dio inicio al trabajo de Naciones Unidas en cuestiones ambientales.
Tal y como se mencionaba en el texto de la ponencia inicial de este debate, estos dos hechos constituyen los hitos fundamentales del inicio de lo que hoy denominamos transición ecológica de la economía. Lo que yo trataré de argumentar en este artículo es que para abordar los retos políticos y ecosociales de las décadas que tenemos por delante debemos fijarnos menos en aquellos hitos fundacionales de 1972 y mucho más en los sucesos relativos a “El Ladrillo” en 1973.
El tiempo roto en un planeta en llamas
«¿Necesitamos más investigación? Probablemente no.» Así lo afirman Elke Pirgmaier y Julia K. Steinberger en un alegato que demanda a la comunidad científica resituar el foco de la economía ecológica en elementos como el poder, las clases sociales y las raíces de la destrucción planetaria en la acumulación y reproducción ampliada del capital[3]. Ya conocemos la mayor parte de los procesos biofísicos que se encuentran detrás del incendio, ahora necesitamos aplicar las mejores herramientas de la Economía Política Marxista para capturar a los pirómanos. Sin embargo, para lograr esto necesitamos algo más que un buen marco de análisis teórico. Asumir la responsabilidad histórica de llevar a cabo una ruptura revolucionaria ecosocialista nos exige pensamiento y orientación estratégica.
Para ello, tal y como señala Christian Zeller, debemos ser capaces de actuar políticamente en un tiempo roto, lleno de cambios bruscos y rupturas[4]. Los puntos de no-retorno del cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos o la combinación de desigualdades sociales y escasez de recursos, son expresiones de la crisis ecológica que nos aseguran un futuro próximo marcado por las turbulencias y la inestabilidad. A pesar de ello, la mayoría de las reflexiones y esfuerzos en favor de una transición ecológica siguen moviéndose bajo el marco mental de un tiempo lineal, homogéneo y vacío, vinculado históricamente a las nociones del progreso de la socialdemocracia. Walter Benjamin y Daniel Bensaïd criticaron estas nociones y definieron el tiempo estratégico de la política como un tiempo discontinuo, inconexo y roto.
Es justamente en ese tiempo roto donde tenemos una mínima posibilidad de lograr las transformaciones necesarias para una salida socialmente justa de la crisis ecológica. La radicalidad del diagnóstico debe coincidir con la radicalidad de la práctica política. Con un siglo de diferencia, debemos leer los últimos informes del IPCC que hablan de reducciones drásticas de emisiones de CO2 en apenas 2 décadas junto a las anotaciones de Lenin en las que afirmaba «La gradualidad no explica nada sin saltos. ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!».
Hacer política revolucionaria en un tiempo roto nos exige dos esfuerzos fundamentales. Tal y como lo describió un compañero, son las mismas habilidades que debe tener el buen músico de jazz: componer e improvisar. Y ambas deben ir de la mano.
Los diagnósticos de la crisis ecológica no nos dibujan una imagen nítida de cómo será el futuro próximo. La complejidad de los procesos biofísicos y la imprevisibilidad de los procesos sociales hacen imposible tener una bola de cristal con la que conocer lo que ocurrirá en 5-10-15-20 años. Las consecuencias no son mecánicas, y aún con los mejores análisis solo podemos llegar a intuir el contorno del tablero en el que se desarrollará la historia. Sin embargo, aunque no tengamos una bola de cristal, sí que conocemos lo suficiente de la crisis ecológica como para estar preparadas y actuar con audacia política en las múltiples crisis y conflictos que se van a suceder.
Sabemos que en el futuro próximo van a desarrollarse situaciones como incendios masivos, sequías, crisis energéticas, crisis alimentarias, millones de refugiados climáticos. Estos fenómenos no pueden ser leídos como algo externo, sino que forman parte de las crisis del capitalismo en este momento histórico. Y como tales, deben ser aprovechadas para la práctica revolucionaria. Debemos anticiparnos, planificar y aprovechar las coyunturas convulsas para sumar apoyos masivos a nuestras propuestas de transformación radical de la sociedad.
¿Durante la primavera de 2023 gran parte de las explotaciones agrícolas anuncian que no pueden iniciar la siembra si no se les asegura una ayuda para cubrir los elevados costes energéticos y de fertilizantes? Salgamos con todo para lograr una reforma agraria que redistribuya la propiedad de la tierra e inicie la reconversión hacia técnicas agroecológicas. ¿Durante el verano de 2024 los embalses de las cuencas del Guadiana y el Guadalquivir se encuentran por debajo de su mínima capacidad por la actuación de las empresas eléctricas y miles de cosechas se pierden por las restricciones de riego? Salgamos con todo para acabar con la privatización del sector eléctrico. ¿Durante el otoño de 2025 da inicio una quiebra en cadena del sector de la automoción que emplea a 540.000 personas en el estado español? Salgamos con todo para poner fábricas bajo control popular y reorientarlas hacia la producción de los vehículos necesarios para un sistema masivo de transporte público colectivo y hacia la recuperación de metales estratégicos a partir del desensamblado y reciclado de vehículos al final de su vida útil.
Cada una de estas medidas son urgentes y necesarias desde ya, deberíamos haber empezado hace años, por lo que puede parecer un error esperar hasta que llegue un evento futurible. Sin embargo, tal y como hemos comprobado en las cuatro últimas décadas y como señalan Elke Pirgmaier y Julia K. Steinberger, debemos situar la cuestión del poder en el centro de nuestra estrategia ecosocial. Lograr llevarlas a cabo no ocurrirá por gradualismos, sino por saltos rupturas que sean capaces de aprovechar la coyuntura adecuada para doblarle el brazo al poder de las eléctricas, los terratenientes y el capital de la industria automovilística. Esto es a lo que Andreas Malm se refiere cuando habla de utilizar los síntomas de la crisis climática para impulsar en una revolución contra sus causantes[5]. Y esto es algo que ya está aprovechando la extrema derecha, en un sentido contrario, tal y como relata el periodista alemán Karl Mathiesen sobre el ascenso del apoyo a Vox en Andalucía a partir de las crisis de escasez de agua[6].
Es aquí donde enlazamos con los sucesos relativos a “El Ladrillo” chileno. La estrategia revolucionaria del tiempo roto debe ser capaz de anticipar las oportunidades de ruptura que se abrirán en el futuro, y tener los ejemplares listos para imprimir en el momento adecuado. Sabemos qué hay que hacer. No hace falta más investigación. Lo que necesitamos es resolver cómo aplicarlo. Algunas transformaciones ecosociales que son urgentes ahora mismo son también incapaces de enlazarse con las normas sociales y significados culturales vigentes. Pero es justamente en aquellos momentos en los que el tiempo se condensa y se rompe cuándo nuestras propuestas pueden llegar a ser compartidas y defendidas con la masividad y músculo social necesarios para llevarlas a cabo. Porque, de poco valdría lograr una reforma agraria agroecológica si no eres capaz de aguantar mediante estructuras de poder popular los embates golpistas a los que se verá sometido el proyecto político por parte de los poderes económicos. Será en el proceso de lucha donde construyamos ese músculo que sirva como cimiento para las siguientes victorias, será en la lucha donde se creen las posibilidades de otras realidades y futuros radicalmente más justos.
Pero la política revolucionaria no consiste en esperar a que el momento adecuado llegue. Sino que consiste en construir los partidos y organizaciones capaces de estar preparadas para actuar en aquellos momentos. Tal y como afirman Kai Heron y Jodi Dean: «Ya no tenemos el lujo de la espontaneidad. Para que el cambio climático no intensifique la opresión y acelere la extinción, tenemos que construir y unirnos a organizaciones adecuadas al reto de pensar y actuar en transición»[7]. Es en la organización política donde mejor se combinan las habilidades de componer e improvisar que tanto necesitamos en este momento. Por eso, la principal tarea de nuestro tiempo es la de construir un bloque ecosocialista popular, diverso pero sólido, capaz de actuar estratégicamente y golpear de forma conjunta desde diferentes frentes. Tenemos un horizonte lleno de turbulencias por delante, seamos capaces de aprovecharlo[8].
Notas:
[1] de Castro Spíkula, S., Sanfuentes, A., Villarzú, J. y Zabala Ponce, J.L. (1992). “El Ladrillo” Bases de la política económica del gobierno militar chileno. Centro de Estudios Públicos.
[2] Arboleda, M. (2021). Gobernar la utopía: Sobre la planificación y el poder popular. Caja Negra Editora.
[3] Pirgmaier, E. y Steinberger, J.K. (2019). Roots, Riots, and Radical Change—A Road Less Travelled for Ecological Economics. Sustainability, 11, pp.2001. https://doi.org/10.3390/su11072001
[4] Zeller, C. (9 de febrero, 2022). Estrategias revolucionarias en un planeta recalentado. Viento Sur. https://vientosur.info/estrategias-revolucionarias-en-un-planeta-recalentado/
[5] Malm, A. (2020). Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas. En: Garí, M y Álvarez, J (Coord.), Como si hubiera un mañana (3-31). Sylone.
[6] Mathiessen, K. (27 de abirl, 2022). How Climate Change is Fueling the rise of Spain’s Far Right. Politico. https://www.politico.eu/article/climate-change-spain-andalucia-far-right-vox-election-2022/
[7] Heron, K. y Dean, J. (26 de junio, 2022). Climate Leninism and Revolutionary Transition. Spectre Journal. https://spectrejournal.com/climate-leninism-and-revolutionary-transition/
[8] Álvarez, J y Lallana, M (17 de agosto, 2021). Ecosocialismo: la necesidad de una alternativa revolucionaria. Viento Sur. https://vientosur.info/ecosocialismo-la-necesidad-de-una-alternativa-revolucionaria/
La transición energética debe ser eficiente (y hacerse con inteligencia)
19/07/2022
Carlos Bravo
Responsable de políticas de Transport & Environment
La transición energética hacia la descarbonización de nuestra economía, cada vez más urgente debido a la creciente gravedad de la crisis climática, está siendo literalmente secuestrada por esos mismos combustibles fósiles que provocan el cambio climático y de los que tenemos que prescindir cuanto antes mejor.
Por un lado, el gas natural, debido a su participación en la generación eléctrica y a los altos precios que han marcado la evolución de los mercados mayoristas del gas durante el año 2021 y lo que va del 2022, es el principal culpable de que haya subido tanto el precio de la luz. Este hecho, además de complicar la subsistencia de muchas personas y empresas, está dificultando la transición energética dado que la descarbonización de muchos sectores, como es caso del transporte, pasa ineludiblemente por la electrificación. De ahí, los denodados esfuerzos de la Vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, para tratar de limitar ese efecto perverso, negociando con la Comisión Europea poner un tope al precio del gas para la generación eléctrica, lo que se ha venido a denominar la “excepción ibérica”.
Por otro lado, el incremento adicional de los precios del crudo y del gas natural como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania, no hace sino empeorar más la situación, aumentando también los precios de los carburantes, presionando al alza la inflación y afectando negativamente a la economía española, europea y mundial.
La atroz guerra de Ucrania, y sus negativos efectos energéticos y económicos, debería abrirnos los ojos de una vez y constatar el enorme grado de dependencia que tenemos en la Unión Europea del gas natural y del petróleo (comprado a la Rusia de Putin, pero también a Argelia, Estados Unidos, países árabes, y otros muchos) y hacernos reflexionar sobre la necesidad de superar cuanto antes esa dependencia nefasta que nos hace geoestratégicamente tan vulnerables.
Estos hechos, en un contexto de emergencia climática, nos lleva a la necesidad de emprender una aceleración de la transición energética, apostando fuertemente por un modelo energético lo más descentralizado posible, fundamentado en el ahorro, la eficiencia energética y las energías renovables.
Pero para que esa transición sea creíble, debe necesariamente ser eficiente desde el punto de vista energético.
El papel de la eficiencia energética y la gestión de la demanda es clave para reducir nuestro consumo energético, normalmente de la forma más rentable, sin que ello implique dejar de percibir los servicios energéticos que todos necesitamos (calor, frío, movimiento, iluminación). Son buenos ejemplos: la rehabilitación energética de edificios; la movilidad sostenible (transporte público, movilidad compartida, teletrabajo, electromovilidad en coches, furgonetas y camiones, etc.), el uso distribuido de la generación eléctrica (autoconsumo individual y compartido: comunidades energéticas); el uso del vehículo eléctrico para gestión de la demanda mediante el vehicle-to-grid (V2G) para el intercambio bilateral de electricidad entre la red y el vehículo; o el almacenamiento de electricidad en grandes baterías.
En ese sentido, el hidrógeno verde (el que se obtiene mediante la electrólisis del agua utilizando sólo electricidad renovable), que es un vector energético cuya utilización sólo genera H2O, y sus derivados (los combustibles renovables de origen no biológico, RFNBO, en sus siglas inglesas; también conocidos como electro-combustibles sintéticos cero emisiones o e-fuels) debe concentrarse para descarbonizar los sectores que no pueden hacerlo fácilmente a través de la electrificación, como es el caso del transporte aéreo, gran parte del transporte marítimo y determinados sectores industriales.
Sin embargo, las compañías petroleras han expresado públicamente su apuesta por el hidrógeno verde para su transformación en electro-combustibles sintéticos para su uso en todo tipo de vehículos de carretera. Eso es completamente absurdo, pues ello es altamente ineficiente desde el punto de vista energético.
Mover un vehículo de carretera (coche, furgoneta, autobús, camión) usando hidrógeno verde o electro-combustibles es 2-3 y 5-6 veces, respectivamente, más costoso energéticamente que el uso directo de electricidad renovable en vehículos de batería.
Además, si se utilizara hidrógeno verde o e-fuels para el transporte por carretera, habría que generar una gran cantidad de electricidad renovable adicional para producirlos, lo que requeriría la instalación de un número importante de plantas de energía renovable extra. Estas tienen una presencia física en el territorio, con un impacto potencial en el paisaje y la biodiversidad, y por lo tanto en muchos casos han sido impugnadas por la población local y las organizaciones de la sociedad civil. Si queremos un desarrollo sostenible y justo de las energías renovables con el mínimo impacto posible sobre la biodiversidad y el territorio, no podemos hacer oídos a los cantos de sirena las compañías petroleras y gasísticas a favor del hidrógeno verde y los e-fuels para el transporte por carretera.
Asimismo, la transición energética debe hacerse con inteligencia. En ese sentido, está lejos de serlo la decisión de la Comisión Europea de incluir la energía nuclear, uno de los mayores fracasos económicos, tecnológicos, medioambientales y sociales de la Humanidad, y el gas natural, un combustible fósil causante del cambio climático, en la lista de actividades medioambientalmente aceptables dentro del marco europeo de finanzas sostenibles, la llamada Taxonomía Verde.
La propuesta de la Comisión es un grave error: la energía nuclear y el gas natural no sólo resultan innecesarias para la transición energética hacia la descarbonización, sino que son un verdadero obstáculo para lograr este objetivo.
La taxonomía verde debe reservarse para los productos verdaderamente verdes. Si la normativa incluyese el gas natural y la energía nuclear, las inversiones en estas fuentes energéticas sucias y peligrosas se situarían absurdamente casi al mismo nivel ecológico que la construcción de turbinas eólicas y plantas solares. Además, las inversiones en gas y energía nuclear aumentarán la dependencia energética de la UE con respecto a Rusia y otros países, así como de las compañías de hidrocarburos y de tecnología nuclear.
Todavía tenemos una oportunidad de evitar tal dislate. Tras la aprobación del texto propuesto por la Comisión Europea en el Pleno de la Eurocámara a principios de julio, y dado que es altamente improbable que el Consejo vote en contra (se necesita una mayoría cualificada, es decir, al menos 20 países de la UE y que representen al 65% de la población de la UE), la única posibilidad es que prospere la iniciativa anunciada por Austria y Luxemburgo de acudir a los tribunales de justicia. Ojalá el Gobierno español se sume a ese grupo de países que están disconformes con la disparatada propuesta de la Comisión.
La transición ecológica en el laberinto pandémico, bélico y reaccionario
18/07/2022
Florent Marcellesi
Coportavoz de Verdes Equo y ex-eurodiputado de Los Verdes/ALE
Ante la crisis sanitaria y la emergencia climática, la transición ecológica se ha convertido en prioridad para la economía europea post-pandemia. Al mismo tiempo, la guerra en Ucrania ha vuelto a evidenciar la centralidad de la cuestión energética para nuestras sociedades industrializadas, donde inflación, coste de la vida, empleo, vivienda o Estado de bienestar dependen profundamente del acceso, o no, a fuentes de energía barata y abundante.
Hay una conjunción de factores que convierten este decenio en una bifurcación peligrosa y, a la vez, en una oportunidad histórica. Según la comunidad científica, nos queda apenas una década para evitar los peores (pero también más probables) escenarios del calentamiento global. Esto supone impulsar una profunda transformación estructural durante los próximos años, lo que implica, a su vez, tener acceso a una cantidad ingente de recursos económicos para tal objetivo, a corto y medio plazo. Ahora bien: resulta que la crisis sanitaria ha dado a luz a los fondos de recuperación europeos, que representan el plan de inversión más ambicioso desde la Segunda Guerra Mundial. Con estos fondos, de una magnitud excepcional, se ha abierto una ventana de oportunidad para (re)construir sobre bases ecosociales las dos próximas décadas del país y del continente.
Sin embargo, Putin ha impuesto un nuevo giro de guion con su invasión imperialista en Ucrania, lo cual interfiere en la visión post-pandémica. Por una razón simple: al iniciar la guerra, Europa tenía una altísima dependencia energética de los combustibles fósiles rusos: 41% del gas europeo provenía de Rusia y un nada despreciable 27 % de su petróleo. Con el corte de combustibles fósiles rusos y las sanciones económicas, la guerra cambia profundamente el tablón de juego: revoluciona el mercado energético, encarece la energía y la cesta de la compra, empobreciendo las clases bajas y medias, y provoca una muy inquietante crisis alimentaria, principalmente para los países más vulnerables.
Ante este preocupante cuadro estructural y coyuntural, es fundamental que la transición ecológica evite los caminos equivocados, encuentre por fin una velocidad de crucero alineada con la ciencia y se transforme en una herramienta de justicia social.
Escapar del Escila ruso sin caer en el Caribdis qatarí
Desconectar a Europa del gas y del petróleo rusos no puede significar reavivar la producción de carbón, petróleo y gas autóctonos o de terceros países, con el afán de sustituir los millones de barriles importados desde Rusia. Como bien señala el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, “estas medidas de corto plazo conllevan el riesgo de crear una dependencia de largo plazo de los combustibles fósiles y de hacer imposible la limitación del calentamiento global a 1,5 °C”[1]. Lo que a su vez podría dañar o incluso arruinar las políticas de reducción del uso de las energías contaminantes y el cumplimiento del Acuerdo de París. Dicho de otra manera, el objetivo, aunque sea duro y requiera sacrificios, no es sustituir el gas ruso por combustibles fósiles europeos (como el carbón) u otro gas mundial (provenga de EEUU, Argelia o Qatar) sino construir las condiciones para que Europa necesite menos energía y que la energía realmente necesaria en un mundo más sostenible (es decir, que produzca y consuma menos) pueda venir, en un plazo aceptable de tiempo, de energías renovables autóctonas.
Además. no podemos equivocarnos de respuesta: la energía nuclear no es la solución. Primero, porque además de la cuestión sin resolver de los residuos, es un peligro para la seguridad. La energía nuclear en contexto de guerra es como regalar cerillas gratis y a discreción a pirómanos en un bosque. Y segundo, porque la nuclear no aporta a Europa ninguna independencia energética. Hoy, más de la mitad del uranio que importa España proviene de Rusia. Eso sí, aporta mayores gastos y endeudamiento a las arcas públicas, como prueban los casos finlandeses o franceses, donde la construcción de nuevos reactores acumula años de retraso y miles de millones de euros de costes adicionales[2].
Así las cosas, una verdadera soberanía energética pasa por los recursos autóctonos como el sol, el viento o el mar, y -como prioridad absoluta- el ahorro energético. Frente a la guerra del gas y al peligro nuclear, la reducción del consumo energético y las energías limpias deberían ser las inversiones del futuro para garantizar paz y seguridad.
Desmentir los malos augurios climáticos
Para conseguir esta soberanía energética española y europea, los fondos europeos de recuperación post-pandémicos, basados en el Pacto Verde Europeo, son una herramienta de transformación estructural potente[3]. Eso sí, si bien el Pacto Verde Europeo y los Fondos Europeos van en dirección correcta, esto no significa que vayan con la velocidad deseada, ni que tengan la ambición suficiente para desmentir los malos augurios.
Esto se debe, principalmente, a que en los últimos años, y a pesar de las advertencias, la Unión Europea ha arrastrado los pies en lugar de avanzar de forma más contundente en la transición energética. De hecho, un (mal) ejemplo de ello es que la Comisión Europea sigue defendiendo, en contra de la opinión de los expertos y de la mayoría de las empresas, que el gas fósil es una energía verde. Esta propuesta es del todo equívoca ante la realidad climática y la realidad geopolítica y energética desatada por la agresión rusa.
Por otro lado, si bien la UE está avanzando hacia un horizonte sin emisiones, lo hace de forma demasiado lenta. El paquete “fit for 55” se ajusta efectivamente a una reducción del 55% de las emisiones para 2030, pero no se ajusta a mantener el aumento de temperaturas por debajo de 1,5 grados antes de finales de este siglo[4]. Sigue existiendo un trecho importante entre el ritmo (y alcance) de las políticas aprobadas y el ritmo más rápido requerido por la emergencia climática. Como recordamos de forma constante Los Verdes Europeos, esta década va a ser clave para ir acelerando la velocidad legislativa y alinear el ritmo político con el ritmo climático.
En España, pasa algo muy parecido. El Gobierno de coalición ha dado pasos en el sentido correcto, por ejemplo con la ley climática del 2021. Pero a pesar de ello y de las mejoras obtenidas por parte de Verdes Equo y Más País (como la cláusula para revisar al alza en 2023 la ambición climática o la creación de la Asamblea Climática Ciudadana), dicha ley es insuficiente a ojos de la ciencia. Es más, en la COP26, el “pacto de Glasgow” llamó a los países a cerrar la brecha entre los compromisos climáticos insuficientes y lo que pide la comunidad científica, aumentando su reducción de emisiones de cara a 2030, para quedarse por debajo de 1.5ºC. Esto viene a reafirmar una realidad tozuda: la ley climática española nació vieja y obsoleta, sin tener en cuenta ni siquiera las enseñanzas de la pandemia[5]. Para ser creíble, tanto en la escena internacional como en casa, es urgente que el gobierno de PSOE y UP revise al alza la ambición climática de cara a 2030 y pase del 23% al 55%, como pide la ciencia. Y para ello puede contar con Verdes Equo.
La transición ecológica y justa, un Peloponeso cultural
Ahora bien, no nos equivoquemos: mientras la realidad científica requiere una aceleración sin parangón de nuestras políticas climáticas, existen unas fuerzas reaccionarias que reman en sentido contrario al cambio ecosocial. De hecho, la transición ecológica y el binomio energía-clima se han convertido en los nuevos campos de batalla culturales y políticos del siglo XXI.
En concreto en España, la extrema derecha ha designado con claridad su enemigo: “el fanatismo climático”[6] y “la transición ecológica imposible y absolutamente enloquecida”[7]. Según ellos, la transición ecológica va en contra de los intereses de la clase trabajadora y del mundo rural y, como alternativa plantean su propio concepto de “soberanía energética, alimentaria e industrial”, que resulta ser radicalmente productivista (pro-nuclear, pro-coche, pro-avión, pro-ganadería industrial y anti-renovables), además de anti-europeo y a favor de un fuerte repliegue identitario y nacionalista.
En paralelo y de forma paradójica, la extrema derecha se aprovecha del cambio climático para arrastrar hacia ella a personas y colectivos directamente impactados por el calentamiento global. Por ejemplo, ante fenómenos de sequía o escasez de agua, que afectan duramente el campo español, parte de la clase trabajadora y campesina se aleja de sus referentes históricos de izquierdas y se acerca a la extrema derecha, que les promete “agua” y nuevas soluciones, al mismo tiempo que pone en el foco en los chivos expiatorios: los “no españoles”[8].
En estos momentos de gran convulsión e incertidumbre global, la transición ecológica está en un punto de inflexión. Si bien este concepto se ha hecho hegemónico en gran parte de la sociedad, principalmente en las clases dirigentes y en las que más se benefician de ella, encuentra serias resistencias en otros sectores, bien castigados por dicha transición (pérdida de poder adquisitivo o de empleo, cambio no deseado de modo de vida, etc.), bien alentados en su contra por fuerzas reaccionarias. Ante estos fenómenos y para evitar nuevos movimientos del tipo “Chalecos amarrillos”[9], es fundamental que la transición ecológica sea aceptada por la gran mayoría de la población, incluyendo a las clases populares y/o más vulnerables ante las transformaciones ecológicas y/o dependientes del viejo mundo fósil. Ya sea con una renta climática, un fondo social para la transición ecológica o una mayor tasación a los grandes beneficios y contaminadores[10], esta transición tiene que ser, y ser percibida, como justa, y convertirse en una transición ecológica del 99%.
La transición ecológica y justa se encuentra hoy en su peculiar laberinto, donde acechan los retos y peligros post-pandémicos, bélicos y reaccionarios. Hagamos lo necesario para saber encontrar el camino de salida y no quemarnos las alas al coger vuelo. La sostenibilidad de la vida está en juego.
Notas:
[1] Mouterde, Garric (2022), “La guerre en Ukraine risque-t-elle de freiner la lutte contre le dérèglement climatique”, Le Monde. Disponible en https://www.lemonde.fr/planete/article/2022/03/25/la-guerre-en-ukraine-risque-t-elle-de-freiner-la-lutte-contre-le-dereglement-climatique_6119051_3244.html
[2] El sobrecoste actual estimado en la central nuclear de Flamanville (Francia) es de casi 9.000 millones de euros y son 12 años de retraso. En Finlandia, se estima a 11.000 millones de euros y 13 años de retraso.
[3] Siempre cuando se utilizan de forma correcta. Por desgracia, tenemos en España y otros países europeos malas experiencias de antiguos fondos europeos de reconversión o desarrollo territorial mal utilizados en el pasado, como ocurrió por ejemplo en las cuencas mineras.
[4] Para ello, haría falta a nivel europeo, al menos una reducción del 65% de las emisiones de gases de efecto invernadero de cara a 2030.
[5] https://verdesequo.es/la-ley-de-cambio-climatico-una-oportunidad-perdida
[6] https://www.heraldo.es/noticias/nacional/2022/03/30/abascal-culpa-al-fanitismo-climatico-de-crisis-energetica-hiperinflacion-1563730.html
[7] https://www.servimedia.es/noticias/abascal-solo-podremos-ayudar-espanoles-si-nos-quitamos-encima-han-traicionado-propio-pueblo/3119410
[8] https://www.politico.eu/article/climate-change-spain-andalucia-far-right-vox-election-2022/
[9] Véase Marcellesi, Ralle, “Chalecos amarillos: la transición ecológica será justa o no será”, 04/12/2018: https://www.eldiario.es/euroblog/chalecos-amarillos-transicion-ecologica-justa_132_1801957.html
[10] Sobre crisis climática, riqueza y desigualdad, véase Tejero, Santiago, “Pajitas de plástico, jets privados y desigualdad climática”, 03/07/2022: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/61407/pajitas-de-plastico-jets-privados-y-desigualdad-climatica/
“El Sísifo ecologista”
14/07/2022
Jaime Vindel
Investigador Ramón y Cajal del Instituto de Historia del CSIC
Un problema de algunos discursos contemporáneos que se aproximan a la crisis ecosocial es su timidez a la hora de poner nombre a las cosas. En mi opinión, emplear expresiones como “modelo económico dominante” para identificar al responsable estructural de nuestra situación supone un ejercicio de vaguedad analítica. Los conceptos que usamos condicionan de partida el alcance crítico de nuestras reflexiones, así como de las alternativas que somos capaces de imaginar. ¿Qué entendemos por “modelo económico dominante”? ¿Estamos hablando del capitalismo o tan solo del neoliberalismo?
La tendencia a utilizar este tipo de eufemismos es observable entre las posiciones socialdemócratas, que depositan en el neoliberalismo la responsabilidad de los males que nos afectan. Sin embargo, una crítica ecologista de la evolución de la economía fósil acredita que la relación entre los llamados “Treinta gloriosos” (época con la que ha quedado asociado, de manera discutible, el proyecto socialdemócrata) y el neoliberalismo es más bien de continuidad histórica, no de ruptura. En el Norte global, el capitalismo con rostro humano embridó a través de una gama amplia de políticas sociales y económicas los peores efectos del libre mercado, pero su saldo ambiental fue más bien tenebroso. Un solo dato resulta abrumador: la producción mundial de petróleo se incrementó entre 1946 y 1973 en un 700%[1].
En realidad, el origen de la Gran aceleración de la crisis ecológica (o del Antropoceno, el período de la historia del planeta en el que las actividades humanas se han convertido en una fuerza geológica) se sitúa en los años de la posguerra, y mantiene una relación incuestionable con las políticas desarrollistas y crecentistas de signo keynesiano. Cuando se habla de “modelo económico dominante” como causa subyacente de la pérdida masiva de biodiversidad o del calentamiento global, se tiende a escurrir ese bulto histórico.
Por supuesto, esto no supone minusvalorar las conquistas sociales obtenidas en la estela del “espíritu del 45”, pero sí ser conscientes de la necesidad de actualizar su legado. Esa tarea se hace más complicada en la actualidad por diversos motivos, que van desde el agravamiento de la crisis ecológica (que requiere impugnar el vínculo entre políticas redistributivas, crecimiento económico y extractivismo colonial que caracterizó los Treinta Gloriosos), hasta una situación geopolítica bastante más desfavorable que la de posguerra, donde a la existencia de un contra-modelo global (aunque igualmente productivista, como el del socialismo real) se sumaron los procesos de emancipación anticolonial y la propia pujanza de las organizaciones sociales y políticas de izquierdas en los países occidentales. A lo que habría que añadir los efectos económicos y culturales sobre las sociedades “avanzadas” de fenómenos como el auge de las finanzas, la privatización de empresas estratégicas, la desindustrialización del modelo productivo, la virtualización de las relaciones sociales, la expansión del hiper-consumo o la generalización del turismo.
El modo en que los organismos internacionales han hecho un hueco a las políticas ambientales durante los últimos cincuenta años (por remontarnos a la fecha de publicación del Informe sobre los límites del crecimiento por el Club de Roma en 1972) no ha sabido, no ha querido o no ha podido desvincularse de las limitaciones implicadas por el paradigma del desarrollo sostenible, definido por el Informe Brundtland en 1987.
Aunque el Green New Deal (GND) es un concepto en disputa, que abarca posiciones que van desde el capitalismo verde más desinhibido hasta proyectos de transición eco-socialista, buena parte de sus partidarios son herederos de ese paradigma, que retoman con el objetivo de resignificar programáticamente el espacio político europeo. Sus políticas verdes se inclinan por una gestión capitalista de la crisis ecológica, que tiene en los mercados de carbono y la internalización de las externalizaciones negativas (como la contaminación atmosférica) uno de sus flancos más ominosos; una forma de hacer negocio con la catástrofe que prolonga bajo un perfil medioambiental la “destrucción creativa” característica del capitalismo.
Pero constatar el sesgo pro-sistémico de los discursos sobre la transición ecosocial no basta. Es aun más importante determinar cuáles son los factores que contribuyen a explicar por qué las cosas no han sucedido de otra manera. En mi opinión, uno de los principales problemas que afrontamos es que la consolidación del paradigma del desarrollo sostenible ha tenido como elemento corrector o impugnatorio los diagnósticos científicos sobre la dimensión de la crisis ecológica (como los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático: IPCC, por sus siglas en inglés), en lugar de la politización en clave ecologista de los conflictos sociales.
Cuando hablo de politización ecologista de los conflictos sociales lo hago en un sentido preciso. Para promover una transición ecológica ambiciosa (y evitar así resultados tan desesperanzadores como los que arroja la sucesión de las COPs -Conferencias de las Partes-), es imprescindible no solo fortalecer internacionalmente la acción del movimiento climático, sino transversalizar el propio ecologismo, de forma que las reivindicaciones en el ámbito de la producción o de la reproducción sociales, así como por el derecho a la ciudad, sean dotadas de un contenido ecologista. Como ha resaltado Nancy Fraser en su “ecosocialismo trans-medioambiental”, “un ecologismo monotemático solo puede ser un ecologismo de los ricos”[2]. Desde esta perspectiva, la reconversión del sector industrial puede de ser imaginada como una oportunidad para la generación de empleos verdes de calidad, o la reforma de la ley del suelo como un modo de liberar territorio disponible para otros usos, desde resguardar la biodiversidad de los ecosistemas periurbanos hasta la instalación de equipamientos e infraestructuras destinadas a implementar la transición energética.
Decir esto puede sonar a un mero desiderátum sin anclaje sociológico real. De hecho, en las condiciones actuales, lo es. Las tasas de sindicalización en países como España se encuentran en mínimos históricos; la efervescencia de algunos movimientos sociales (como el feminismo) no siempre se traduce en políticas institucionales que satisfagan sus demandas; y la pujanza activista que han demostrado las plataformas de afectados por las hipotecas y los sindicatos de inquilinos no han tenido al alcance deseado sobre las políticas de vivienda. Para las fuerzas transformadoras, la situación de partida es profundamente desfavorable y asimétrica. Por decirlo con Raymond Williams, la “estructura de sentimiento” narcisista de la izquierda social y política nos hace perder esto de vista. Sumidos en nuestras trifulcas internas, somos proclives a confundir los adversarios reales, en un escenario en el que incluso el capitalismo verde parece una mala opción para la maquinaria de poder del negocio fósil.
Pero lo colosal del reto social, cultural y político que tenemos por delante no debería hacernos extraviar la brújula histórica. Aunque se trate de un propósito más propio de Sísifo que del ánimo desfalleciente de los seres humanos, en la guerra de posiciones y movimientos que representa la transición eco-social, debemos avanzar hasta donde sea posible en la tarea de ecologizar la política institucional (para lo cual no basta un Ministerio de Transición Ecológica con una capacidad relativa para supervisar la acción de los demás), las organizaciones sociales y los imaginarios culturales. En términos de transformación política radical (y eso es lo que necesitamos), los atajos históricos suelen ser contraproducentes.
Pese a que excede los propósitos de este artículo, merecería la pena pensar a fondo la constelación cronológica formada por la creación en 1988 del IPCC, la caída del muro de Berlín en 1989, el colapso de la URSS en 1991 y la publicación de las tesis sobre el fin de la historia de Francis Fukuyama en 1992. Por supuesto, sería absurdo acusar al IPCC de las virtudes y defectos del post-modernismo. Lo que me interesa destacar es que esa cronología marcó la secuencia histórica de retroceso de la la política de masas y de las utopías que esta trajo aparejadas durante el siglo XX. Sin desmerecer la emergencia a partir de los noventa de nuevos movimientos sociales contra la globalización neoliberal, esta inercia afectó tanto al Este como al Oeste, según describió Susan Buck-Morss.
En ese contexto, la centralidad de la ciencia en los discursos ecologistas, paralela a la sociofobia del individualismo neoliberal, ha jugado en contra de la activación política de las mayorías sociales: por decirlo en términos clásicos, el factor subjetivo de la transición ecológica va muy por detrás del objetivo. Si el ecologismo quiere constituirse verdaderamente en un contrapoder popular que tuerza el rumbo del “modelo económico dominante”, es imperativo que complemente el respaldo ciudadano de la ciencia climática (que representa un estado o clima de la opinión pública), con la constitución de sujetos políticos que impulsen de manera decidida la transición ecosocial (que tornen parcialmente Estado al movimiento climático). La legitimación de las políticas públicas ecologistas debería depender menos de los discursos científicos y más de la presión social. Si esperamos a que los bucles de retroalimentación de la crisis ecológica impongan las estrategias adaptativas como solución de emergencia será demasiado tarde para casi todo.
La parálisis social en relación a la transición ecológica se encuentra también alimentada por el hecho de que buena parte de las interpelaciones públicas del ecologismo sigan realizándose en clave moral, como si la transición ecológica dependiera de las elecciones individuales que adoptamos en ámbitos como el consumo o las alternativas de ocio. Aquí el ecologismo de los estilos de vida y la economía marginalista (donde el valor de un producto se asigna a las decisiones del comprador, no a su coste de producción) tienden a coincidir. La subjetividad colectiva que el fin de la historia hurtó a las masas sociales se confiere ahora al individuo consumidor. Así, a menudo se enfatiza que las elecciones que tomamos en un supermercado son más determinantes desde una perspectiva sistémica que las que adoptamos en las urnas. Pero el verdadero problema es la simetría que se establece entre la reducción la conciencia ecologista al consumo y la reducción de la política al voto. Sin desmerecer la importancia de uno y otro, solo una ecología que vaya más allá del consumo y una política que vaya más allá del voto están en disposición de dar una respuesta contundente a la crisis ecológica.
En relación con lo anterior, resulta particularmente inquietante observar cómo algunas versiones del decrecimiento acentúan este tipo de crítica ecologista de los modos contemporáneos de vida. Constituiría un suicidio ideológico para las fuerzas políticas de izquierda asumir ese discurso en un contexto de contracción del acceso a bienes tan básicos como la energía o los alimentos de calidad. Por el contrario, la ecología política emancipadora ha de ser más afirmativa que negativa. No se trata tanto de subrayar lo que no debemos hacer (aunque una reducción del consumo sea, en términos globales y geográficamente diferenciados, indispensable), como de destacar qué ámbitos de lo social se deben ver reforzados, incluso crecer. La sanidad pública debe crecer, la educación pública debe crecer, los empleos verdes deben crecer, los espacios de ocio comunitario deben crecer, los vínculos relacionales deben crecer, etc.
Por otra parte, lo que a menudo el ecologismo moralista identifica como elecciones de los sujetos individuales no son más que decisiones forzadas. No todo el mundo puede elegir qué medio de movilidad utiliza para acudir a su centro trabajo; tampoco está en las manos de muchas personas llenar la cesta de la compra con productos agro-ecológicos. Sin tener en cuenta esta realidad, las llamadas mesiánicas a los hábitos de vida saludables y ecológicos como motor de la transformación ecosocial no son más que profecías auto-cumplidas de sujetos privilegiados.
Algo similar podría decirse de la fe depositada en la educación medioambiental como un elemento decisivo de la transición ecológica. Aunque, sin duda, cualquier iniciativa destinada a fomentar ese ámbito de conocimiento en la enseñanza reglada e informal es loable[3], con frecuencia depositamos en la educación unas esperanzas injustificadas, como si fuera una especie de bálsamo de fierabrás que pudiera erradicar de un plumazo todos los problemas sociales y, en este caso, ecológicos. Es una mala receta proyectar sobre los planes educativos, de manera a menudo paternalista, la reversión de hábitos sociales que, con frecuencia, responden a motivaciones y limitaciones que exceden con mucho el ámbito educativo, en la línea de lo que acabo de comentar en torno al transporte y la alimentación.
Finalmente, la insistencia en determinar desde el consumo el marchamo de la transición ecológica obvia que la situación que enfrentamos demanda intervenciones políticas en un sentido fuerte. Entre otras cosas, rehabilitar el viejo concepto de planificación económica, denostado por igual por los partidarios del neoliberalismo y de las comunas rurales. El ecologismo de los estilos de vida comparte con una parte del ecologismo social su carácter anti-estatista. Uno desconfía del Estado por su intrusión en la iniciativa personal; el otro por su incapacidad para plantear planes de transición ecológica más rupturistas, al encontrarse sujeto a intereses económicos espurios. Pero el hecho de que los planes de descarbonización de la economía no cumplan nuestras expectativas refleja más bien cuál es la correlación de fuerzas real en el seno de las instituciones oficiales. Y estas son mucho más representativas de la voluntad general de lo que solemos estar dispuestos a admitir. Entre otras cosas, porque eso que llamamos Estado no es solo una estructura administrativa, sino que permea ámbitos de lo social que van desde el mundo del trabajo (el Estado es el principal empleador en buena parte de las economías más avanzadas del planeta) hasta la regulación jurídica del mundo de la vida (por ejemplo, en relación con los derechos reproductivos).
Si quiere tener alguna perspectiva de éxito, la transición ecosocial ha de implicar por tanto una dialéctica virtuosa entre la reactivación ecologista de los movimientos sociales y una acción política tan pragmática como audaz desde las instituciones del Estado (y más allá de ellas).
Notas:
[1] Bruce Pobodnik, Global Energy Shifts: Fostering Sustainability in a Turbulent Age. Filadelfia: Temple University Press, 2006, citado en Ian Angus, Facing the Anthropocene. Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System. Nueva York, Monthly Review, 2016, p. 149.
[2] https://lapublica.net/es/articulo/ecologismo-monotematico/
[3] https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/ensenanza-crisis-ecologica-educacion-superior-propuesta_129_8708019.html
Sobre las dificultades de la transición ecológica
13/07/2022
Jorge Riechmann
Departamento de Filosofía de la UAM. Ecologistas en Acción Sierras
1
Un notable editorial de Nature, en marzo de este año, reivindica el estudio de 1972 The Limits to Growth (el primero de los informes al Club de Roma) y señala que “aunque ahora existe un consenso sobre los efectos irreversibles de las actividades humanas sobre el medio ambiente, los investigadores no se ponen de acuerdo sobre las soluciones, especialmente si éstas implican frenar el crecimiento económico. Este desacuerdo impide actuar. Es hora de que los investigadores pongan fin a su debate. El mundo necesita que se centren en los grandes objetivos de detener la destrucción catastrófica del medio ambiente y mejorar el bienestar”[1]. Volveré después a lo que pueda significar “mejorar el bienestar”. Ahora me interesa subrayar que el editorial de Nature continúa arguyendo que el debate hoy, una vez aceptada la existencia de límites biofísicos al crecimiento, se centra en dos posiciones principales, crecimiento verde versus decrecimiento, y que éstas deberían hacer un esfuerzo por dialogar entre ellas[2].
Un debate central, sin duda, que se modula y reitera a diferentes niveles. Por ir a lo cercano: un amigo (y compañero de militancia en Ecologistas en Acción) me decía hace algunos días que el debate sobre la transición ecológica (y la transición energética en particular) es extraordinariamente complicado. Nos divide también dentro de los mismos movimientos ecologistas. “La cuestión es si a donde queremos llegar (una sociedad que respete los límites biofísicos) se puede llegar a partir de un sistema industrializado, modificándolo y reduciéndolo, o se puede hacer directamente. Y no parece que tengamos mucho tiempo para ninguna de las dos opciones”[3]. El planteamiento es el mismo que en el editorial de Nature.
2
Las causas estructurales del declive civilizacional son diáfanas –si hay que decirlo con una sola palabra: overshoot, extralimitación ecológica–, pero muchas autoridades, muchos grupos de interés, muchas empresas y el sistema de mass-media (que nos deseduca minuciosamente: “medios de formación de masas” los llamaba Agustín García Calvo) persisten en señalar sólo causas coyunturales todo el tiempo: ahora es la pandemia, luego es la invasión de Ucrania, pero no se inquieten ustedes porque nada en el funcionamiento básico de nuestro sistema va mal.
Nuestro problema de fondo es que seguimos siendo una sociedad terraplanista. Seguimos tratando de vivir como si no hubiese límites biofísicos (en un planeta finito cuyos límites hemos traspasado ya). Y eso sitúa la transición ecológica como una misión imposible.
Pues existen límites biofísicos (frente al querer y el hacer humanos). Y por esa razón, hay formas de escasez que no son superables (ahí cabe razonar en términos de exergía, como lo hacen los físicos termodinámicos Antonio Valero y Alicia Valero)[4].
Estamos en situación de overshoot (más allá de los límites). Y por esa razón, los “estilos de vida” de la “clase media” del Norte global han de ser vistos como lo que de hecho son: modos de vida imperiales[5].
Eso nos plantea un problema político de primer orden, porque también las clases trabajadoras del Norte están presas de esos imaginarios de “clase media” (ejemplos: comer carne, volar en avión, el automóvil privado). Volveré más abajo a esta cuestión.
3
Hay un hecho al que poca gente se atreve a mirar de frente en este debate: la sobreabundancia energética que nos proporcionaron los combustibles fósiles durante el último siglo y medio es irrepetible (aunque ahora va también de caída: petróleo, carbón y gas natural proporcionan cada vez menos energía neta) y eso conlleva que cualquier transición energética que afrontemos va a ser una transición decrecentista (mejor o peor llevada: de forma igualitaria o de forma genocida). El Green Growth, aunque pueda practicarse ocasionalmente en algunos lugares, no es generalizable. Lo que en un artículo publicado hace un año yo llamaba “Plan B” (la transición energética entendida de forma convencional de simple sustitución de fuentes fósiles por renovables) es inviable[6].
Si también está claro que el “plan A” de seguir con el business as usual es inviable, y empuja hacia seguir explotando las reservas de combustibles fósiles existentes, todavía en peor posición nos sitúa la militarización mundial que ha acelerado la invasión de Ucrania por Rusia. El presidente de EEUU, Joe Biden, anuncia planes para expandir la perforación en busca de petróleo y gas en el Golfo de México y Alaska el día después de la devastadora decisión del Tribunal Supremo de EEUU sobre el clima[7], y a pesar de las claras advertencias de los científicos climáticos del mundo de que la expansión de los combustibles fósiles debe terminar de inmediato, señala el climatólogo Peter Kalmus[8]. También la UE echa mano al carbón para suplir el menguante flujo de gas natural ruso[9]. Kalmus manifiesta ingenuidad (quizá fingida) cuando sostiene que “en mi opinión, Biden ha perdido una oportunidad clara e histórica proporcionada por la invasión de Ucrania para usar su púlpito de intimidación y los considerables poderes de su cargo para alejar rápidamente nuestra economía energética de los combustibles fósiles y acercarla a las energías renovables”[10]. Pues pretender seguir manteniendo los modos de vida imperiales del Norte Global exige seguir explotando los combustibles fósiles; y todavía en mayor medida, pretender mantener la hegemonía global en un mundo bélico de “Imperios Combatientes” (Rafael Poch de Feliu) hace imperioso el recurso a todas las reservas existentes de petróleo, carbón y gas natural (desembocando en un infierno climático). La militarización de las relaciones internacionales desemboca necesariamente en el infierno climático: no habrá portaviones estadounidenses ni cazabombarderos chinos movidos por energía solar.
4
¿Lo que tenemos es un problema de “falta de voluntad política”, como se dice a menudo? El afamado economista Jeffrey Sachs, apóstol del desarrollo sostenible, de visita en España (invitado por la Fundación Telefónica), sentencia: “Ya sabemos lo que hay que hacer para descarbonizar rápido y existe la tecnología para ello”[11]. Faltaría, entonces, la suficiente voluntad política.
Peter Kalmus escribe este “breve resumen del nuevo informe del IPCC: sabemos qué hay que hacer y sabemos cómo hacerlo; pero ello requiere quitarles sus juguetes a los ricos, y los líderes mundiales no lo están haciendo” [12]. Ahora bien, este populismo climático no ayuda demasiado: hay que quitarles sus juguetes a los ricos, desde luego (¿y dónde están hoy las fuerzas políticas que necesitaríamos para ello?), pero la “clase media” mundial se vería también severamente afectada por las medidas necesarias… No es un asunto del 1% frente al 99%. Como decía Paula Pita (una de nuestras estudiantes del Grado en Filosofía) en su intervención en el acto sobre crisis climática del 5 de abril en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, se trata de “una lucha ardua, porque es una lucha contra nosotros mismos”.
Nos aferramos, de forma comprensible, a nuestros modos de vida. Si me han enseñado a hacer las cosas de esta forma y es como sé hacerlas, y si todo el sistema de recompensas y castigos de mi sociedad me lleva a hacerlas de este modo, ¿por qué debería cambiar? La respuesta es breve: nuestros modos de vida –capitalistas, patriarcales, coloniales, antropocéntricos– son a la vez injustos (dañan a otros), contraproductivos (nos dañan a nosotros mismos) e inviables (destruyen el futuro). Imposibilitan las formas de vida buena coherentes con perdurar en el planeta Tierra. Y el tiempo para el enorme golpe de timón que necesitaríamos se está agotando rápidamente.
Así que hay que abordar de frente la difícil cuestión de los niveles de bienestar y los modos de vida imperiales.
5
Brexit: nadie votó para que fuésemos más pobres, dice el cartel que enarbola la manifestante británica en enero de 2019 [13]. Pero, en relación con la descarbonización, es precisamente lo que deberíamos votar… (Por más que, en un segundo momento, discurramos sobre pobreza en qué sentido, riqueza de qué, cómo concebimos una vida buena, etc.)
Me explico: mucho menos conducir (idealmente, casi ni patinetes eléctricos).
Mucho más bailar.
6
“Menos luchar contra la pobreza y más luchar contra la riqueza”, tuitea Gustavo Duch[14]. Y aporta el siguiente cuadro:
Muy significativo… si no olvidamos que el volumen de emisiones individual medio compatible globalmente con el objetivo de 1’5°C como máximo está en 1’1 toneladas de equivalente de CO2/persona/año hasta 2050[15].
Esto es: también esa mitad de nuestra población con menos ingresos cuadruplica el objetivo en emisiones (y el promedio general lo septuplica). Así que “luchar contra la riqueza” incluiría a toda la población pobre, en países sobredesarrollados como el nuestro…
Tal es el enorme desafío ético-político al que hacemos frente: ¿podemos organizarnos para perder privilegios? Después de haber gritado “sí, pero que empiecen los de arriba”, ¿qué hacemos los de abajo? Como antes señalé de pasada, no es una cuestión del 1% frente al 99%, sino más bien (a escala mundial) de 1/5 frente a 4/5, o quizá 1/4 frente a 3/4. Pero resulta que en esa cuarta o quinta parte de “los de arriba” nos hallamos incluidos casi toda la población española y europea (y eso sin considerar siquiera los intereses de las generaciones futuras de seres humanos, y los de todos los seres vivos no humanos con quienes compartimos la biosfera).
Los procesos de relocalización y reterritorialización que van de la mano con el descenso energético conceden mayor peso (potencialmente) al trabajo organizado. La desglobalización mejora, en principio, la posición relativa de las y los trabajadores frente al capital. Pero ¿nos damos cuenta de que lo que está en juego no es una mera lucha distributiva entre trabajo y capital, sino algo mucho mayor, que incluye modos de producción y formas de vida?
7
Llamar “catastrofismo” al realismo puede causarnos algún problema. Y llamar “realismo” a las fantasías tecnólatras, algún problema aún mayor.
Notas:
[1] Editoral de Nature: “¿Existen límites al crecimiento económico? Es hora de poner fin a una discusión de 50 años”, traducido en Viento Sur, 18 de junio de 2022; https://vientosur.info/existen-limites-al-crecimiento-economico-es-hora-de-poner-fin-a-una-discusion-de-50-anos/. Texto original en Nature 603, 361 (2022), 16 de marzo de 2022; https://www.nature.com/articles/d41586-022-00723-1
[2] “Investigadores como Johan Rockström, del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam (Alemania), defienden que las economías pueden crecer sin hacer inhabitable el planeta. Señalan que hay pruebas, sobre todo en los países nórdicos, de que las economías pueden seguir creciendo aunque las emisiones de carbono empiecen a bajar. Esto demuestra que lo que se necesita es una adopción mucho más rápida de la tecnología, como las energías renovables. Un movimiento de investigación paralelo, conocido como «post-crecimiento» o «decrecimiento», afirma que el mundo debe abandonar la idea de que las economías deben seguir creciendo, porque el propio crecimiento es perjudicial. Entre sus defensores se encuentra Kate Raworth, economista de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y autora del libro de 2017 Doughnut Economics, que ha inspirado su propio movimiento mundial (…). Ambas comunidades deben esforzarse más por hablar entre ellas, en lugar de hacerlo contra ellas. No será fácil, pero el aprecio por la misma literatura podría ser un punto de partida. Al fin y al cabo, los límites inspiraron tanto a la comunidad del crecimiento verde como a la del poscrecimiento, y ambas se vieron igualmente influidas por el primer estudio sobre los límites planetarios (J. Rockström et al. Nature 461, 472-475; 2009), que intentó definir los límites de los procesos biofísicos que determinan la capacidad de autorregulación de la Tierra”.
[3] Yo contesté: o si no se puede hacer de ninguna de las dos formas, querido amigo –que es, me temo, nuestra situación real. Pero quede esbozada esa reflexión aporética y aparcada para mejor ocasión.
[4] Antonio Valero y Alicia Valero, Thanatia. Los límites minerales del planeta, Icaria, Barcelona 2021.
[5] Sobre esta cuestión, Alberto Acosta y Ulrich Brand: Salidas del laberinto capitalista. Decrecimiento y postextractivismo, Icaria, Barcelona 2017.
[6] Jorge Riechmann, “Sobre las propuestas energéticas de la Comisión Europea, la necesidad de decrecimiento y los planes A, B y C”, eldiario.es, 24 de julio de 2021; https://www.eldiario.es/ultima-llamada/propuestas-energeticas-comision-europea-necesidad-decrecimiento-planes-b-c_132_8149096.html Véase también Adrián Almazán y Jorge Riechmann, “¿Cómo caminamos hacia el plan C?”, el ecologista 110, primavera de 2022; https://www.ecologistasenaccion.org/188990/como-caminamos-hacia-el-plan-c/
[7] El 30 de junio de 2022 el Tribunal Supremo de EEUU dictó una sentencia que limita el poder de la EPA (Agencia de Protección Medioambiental) para poner límites a las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero), socavando así la lucha contra la crisis climática.
[8] Véase su argumentación unas semanas antes en Peter Kalmus, “Why is Biden boasting about drilling for oil? Our planet demands we stop now”, The Guardian, 31 de marzo de 2022; https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/mar/31/why-is-biden-boasting-about-drilling-for-oil-our-planet-demands-we-stop-now
[9] I. Fariza y E.G. Sevillano: “El corte de gas ruso aboca a Europa al carbón”, El País, 26 de junio de 2022.
[10] https://twitter.com/ClimateHuman/status/1543019663222747136
[11] Sachs, “Algo falla en el sistema de EEUU. Y en la naturaleza humana” (entrevista), El País, 22 de junio de 2022.
[12] https://twitter.com/ClimateHuman/status/1511082805849034752
[13] https://www.vanguardia.com/mundo/tension-creciente-por-votacion-del-brexit-ACVL454730
[14] https://twitter.com/gustavoduch/status/1472947125319344132
[15] Con datos del World Inequality Report 2022: https://wir2022.wid.world/ ; https://wir2022.wid.world/www-site/uploads/2022/01/WIR_2022_FullReport.pdf , p. 118. Lo que puntualiza el informe para España (p. 222) es: en España, las emisiones promedio de carbono son hoy de 8 tCO2e per cápita. Esto se encuentra entre las tasas de los países vecinos Portugal (6t) y Francia (9t). Mientras que el 50% inferior emite 4’6 t, el 10% superior emite cinco veces más (21t). Entre 1990 y 2006, con un crecimiento estable del que se beneficiaron también los grupos de población más pobres, las emisiones de carbono en España pasaron del 8’9 a 12’3 tCO2e per cápita. Y en ese período las emisiones para el 50% más pobre de la población aumentaron en más de dos toneladas, hasta 7’5. Después de la crisis financiera, en un contexto de depresión económica, las emisiones de carbono disminuyeron.
Debate sobre Transición Ecológica: un plan de salida
11/07/2022
Cristina Rois
Plataforma por un Nuevo Modelo Energético
El conocimiento acumulado en las últimas décadas sobre los impactos de las actividades humanas en el medioambiente, y la experiencia de daños y desastres ambientales que confirman las previsiones de la ciencia, han venido calando lentamente en las sociedades humanas avanzadas o enriquecidas. Se añade a todo ello el efecto de las crisis económicas del siglo, y lleva a mirar el futuro con incertidumbre e inquietud, incluso con desesperanza. Ya no basta con “arreglar la economía”, también se están acabando los recursos, el entorno natural se hace más hostil y no se ve claro como será el día de mañana… No dejan de aparecer problemas que se creían superados: más pobreza, más enfermedad, más gente necesitada y más abandono. La “máquina del desarrollo” ya no funciona. ¿Será posible hacer algo distinto? ¿Quién ofrece alguna solución?
Cuando no se ve un camino de salida, una reacción probable de buena parte de una sociedad “desarrollada” es negarse a reconocer la gravedad de los problemas. Volver la cabeza y continuar como siempre por…desconfianza del cambio y ansiedad ante la perspectiva anunciada. Se hace necesario explicar mucho sobre las diferentes causas de esta situación: sobre-explotación de recursos (en especial agua y tierra fértil), pérdida de biodiversidad, contaminación y desechos a espuertas, modificación del clima, etc, etc. También hay que hablar de la interrelación de todos los problemas, pero es esencial llegar a establecer prioridades. En definitiva, hay que ofrecer un plan de salida, eso es lo que entiendo por Transición Ecológica. No solo reflexiones sobre una lista de problemas que, naturalmente, se interrelacionan y potencian entre si, sino un análisis y separación, en lo posible, que nos permitan poder actuar sobre ellos.
En cuestión de prioridades, destaca el cambio climático. Porque sabemos que acelera el empeoramiento de problemas medioambientales (degradación del medio natural, disponibilidad de agua, contaminación de todos los tipos, desastres meteorológicos, desplazamiento de especies…); sociales (salud empeorada por olas de calor y diseminación de nuevas enfermedades, mayor desigualdad según ingresos y edad,…); y económicos (rendimiento de cultivos, declive del turismo, consumo y producción de energía,…). Hay un plazo para frenar la alteración del clima, pues la acumulación de gases de efecto invernadero no solo tiene efectos de gravedad progresiva. También se producirán cambios súbitos y a gran escala cuya probabilidad se relaciona con cierto umbral de concentración en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Evitar los peores escenarios implica reducir fuertemente emisiones en las próximas tres décadas, y si no logramos «frenar y doblar la curva» de esas emisiones para 2030, el nivel de esfuerzo socioeconómico que implicará conseguirlo después hará casi imposible evitar impactos muy graves.
Pues bien, el cambio climático va de la mano del uso de combustibles fósiles y el mundo depende abrumadoramente de ellos. Hasta un 80% de la energía que usamos se obtiene con petróleo, carbón y gas. La Transición Ecológica implica necesariamente y con urgencia una Transición Energética. Hay que librarse de las emisiones de CO2 y otros GEI cambiando las fuentes de energía. Este es un elemento principal del plan de salida. A estas alturas del siglo se dispone de soluciones tecnológicas para conseguir electricidad con muy bajas emisiones a igual o mejor precio que las fósiles y la nuclear. La cuestión del precio es importante, porque ha de cambiarse el rumbo desde las reglas que tenemos ahora, no se puede esperar a profundas transformaciones socioeconómicas. Se han perdido varias décadas y se tiene que actuar con los medios disponibles.
La cuestión de no aceptar nuclear como parte de la solución también es importante, pues supondría comprometer una enorme cantidad de recursos financieros tanto para la construcción de nuevas centrales como para el mantenimiento y vigilancia de las que prolonguen su vida, y luego para la gestión de residuos radiactivos (más de 16.000 millones € en España). Además en su operación emiten mucho más CO2 que las renovables, ya que funcionan con periódicas recargas de uranio, con la consiguiente minería y proceso de enriquecimiento; y no son complemento de las renovables porque no tienen la flexibilidad de cambio de potencia necesaria para adaptarse a las variaciones del viento o el sol. También suponen comprometer a las generaciones por venir en el mantenimiento de la seguridad de sus desechos radiactivos.
En España durante 2021 se generó un 22% de electricidad de origen nuclear y 24% eólica, pero todavía hay que sustituir un 26% generada con gas natural. Esto significa que se necesitan más instalaciones de renovables capaces de desplazar a las fuentes sucias, sin implicar un crecimiento del consumo general de energía, sólo de la producción de electricidad. Porque es el tipo de energía que, en la capacidad tecnológica actual, produce menos emisiones, y en consecuencia habrá que “electrificar” actividades que hoy utilizan combustibles fósiles. Aunque no todas, algunas deberán reducirse o desaparecer. No puede pretenderse por ejemplo, que sea sostenible todo el parque móvil de uso privado, ni tampoco todo el de mercancías. Hace ya tiempo que se reclama la necesidad de un cambio de la carretera al tren (electrificado), y de una reducción del volumen de transporte.
La conciencia social sobre los problemas de la obtención y uso de la energía, también la renovada evidencia de la dificultad de conseguirla y la peligrosa desestabilización política que conlleva, deben llevar a una mejora rápida y general de la eficiencia y la austeridad o ahorro en el uso de la energía. Se ha señalado muchas veces como un verdadero yacimiento energético y la forma más rentable de satisfacer las modernas necesidades de los servicios que requieren un consumo energético. Su despegue necesita una decidida intervención de financiación estatal, algo que no está ocurriendo, puesto que no permite los rápidos beneficios que interesan a los mercados.
En resumen, no puede haber Transición Ecológica sin Transición Energética, y la base de este cambio es “Ahorro, Eficiencia y Renovables”.
La transición, el sujeto político y los tiempos de la emergencia climática
06/07/2022
Juanjo Álvarez
Ecosocialista, militante de Anticapitalistas
La transición ecológica es una cuestión abierta que se construye durante estos años a marchas forzadas. Nadie que tenga una mirada abierta del mundo puede obviar que se está dando una transición global, y sin embargo, esto no determina lo que vaya a suceder, porque la materialización de la transición puede tener tantas variantes y en tantas claves como se puedan imaginar, aunque otras tantas, y cada vez más, aparecen por el avance de la crisis ecológica, que cierra muchas posibilidades a medida que va superando puntos de retorno. En esta aportación pretendemos examinar justamente el factor que suele quedar oculto y que, sin embargo, será el determinante en la evolución de este proceso histórico. Ese factor es el sujeto político.
El cambio climático y la transformación efectiva de la sociedad
Hace ya décadas que venimos hablando de transición ecológica, pero tiene cierto interés recuperar el origen de este término. Al principio era el ecologismo militante y teórico el que usaba esa expresión, y como cada vez que se acuña un concepto, resultaba extraño; más aún, hablar de transición ecológica podía ser tildado de exagerado, catastrofista o ridículo, como ha sucedido tantas veces con las posiciones ecologistas. Sin embargo, hoy en día el término ha pasado a ser de uso común y tenemos hasta un Ministerio (cuya titular ostenta el rango de vicepresidenta tercera). La forma en la que se da esa mutación, de un término minoritario a uno que designa una de las grandes áreas de gobierno, tiene que ver con dos fenómenos: primero, con la emergencia de una conciencia social que se preocupa por la crisis climática, con un movimiento que articula socialmente esa preocupación, y segundo, con la absorción por parte del Estado de esas demandas y de los contenidos formales de esas propuestas. Que ese fenómeno sea positivo o no es precisamente lo que tenemos que discutir para poder plantear la cuestión final a la que pretendemos dirigirnos, que es la del sujeto, o dicho de otra forma: ¿quién liderará los cambios sociales necesarios para hacer efectiva la transición y de qué manera?
Es sabido que la situación es de emergencia global, que la crisis climática es sólo la más inminente de una amplia gama de fenómenos derivados de la degradación ecológica del planeta y que eso hace que estemos rodeados de amenazas. A la crisis climática la acompañan un declive energético de primer orden, una caída de la biodiversidad que está en la génesis de la pandemia de la COVID (y de otras muchas enfermedades) y un largo repertorio de desafíos. En términos generales, lo que origina estos fenómenos es que hemos superado la capacidad de la naturaleza para producir recursos y asumir residuos, y por lo tanto hemos saturado el medio en el que vivimos. A la relación entre sociedad y naturaleza la llamaba Marx metabolismo, refiriéndose a una relación de intercambio constante de flujos de energía y materia, y ese metabolismo es el que hoy está desbordado. Para volver a poner la actividad humana bajo los límites de la naturaleza tendremos que ejecutar una reducción masiva de la producción y del uso de energía y materiales. Al paso de esta sociedad actual, que consume masivamente y desborda todos los límites, a una sociedad en la que las pautas de consumo sean asumibles por la naturaleza, a esa transformación es a lo que llamamos transición ecológica.
No es poca cosa. Para empezar, como señala el texto de la ponencia inicial de este debate, la reducción no puede ser igual para todos los sectores de la sociedad, porque la responsabilidad de las emisiones está fracturada entre aquellos sectores sociales que han producido, con una actividad económica hipertrofiada, el cambio climático, y aquellos sectores que han sido sujetos pasivos de esa actividad y que o bien no se han beneficiado de ella o bien lo han hecho de forma secundaria y subalterna. Para ponerlo más claro: la necesidad de reducir la actividad y minimizar los consumos está sesgada por la clase y por el origen, porque una obrera o una limpiadora han tenido muy poca responsabilidad en la definición de la política económica y se han beneficiado sólo de forma parcial y, por supuesto, la mayor parte de la población mundial, desde Congo o Sudán hasta el triángulo norte de Centroamérica, por poner dos ejemplos, no sólo no se han beneficiado sino que han sido víctimas de ese desarrollo económico.
Por lo tanto, los cambios necesarios no sólo son de enorme calado en lo que se refiere a la estructura económica, sino también en lo político. Una transición mínimamente justa debe asumir, simultáneamente, una enorme redistribución de los recursos tanto dentro de cada país, en términos de clase, como en la economía mundial, en la división internacional del trabajo. El marco para esta redistribución es una reducción global del consumo que debe ajustarse a unos estándares de uso de materiales y de energía muy restrictivos. Sin ánimo de entrar en discusiones de ámbito técnico, en España se han dado varias polémicas sobre este asunto entre especialistas de gran nivel científico, que señalan que los estándares de reducción necesarios son elevados y exigen una planificación estricta que a veces se ha comparado con la de una economía de guerra[1].
Más recientemente, se ha lanzado la idea del Green New Deal (en adelante GND) con la idea de lanzar un gran proceso de recuperación de la economía en clave keynesiana[2]. Esta es una idea que se ha generalizado y que la propia Comisión Europea ha asumido como propia, en una línea que sin duda también puede acoger los proyectos de transición ecológica del Gobierno de España. Por supuesto, hay muchos elementos que diferencian estos proyectos, algunos de forma nítida, otros no tanto, pero en cualquier caso todos ellos comparten la centralidad del Estado en el liderazgo de la transición, algo que, por cierto, no asumían en ningún caso los protagonistas del New Deal al que hacen referencia. Pero vayamos por partes.
¿Dónde estamos? Desde el ecologismo clásico al movimiento climático y la institución
La tarea del ecologismo desde hace medio siglo ha sido la de adelantar el conflicto que estaba por llegar, y no un conflicto más, sino una lucha que se habría de dar entre los límites de la naturaleza y la expansión de las sociedades humanas. Un conflicto épico que, como cualquier lucha social adelantada, no tuvo la repercusión que aspiraba a tener, porque ninguna sociedad reacciona a partir de problemas que puedan surgir en un tiempo futuro: al fin y al cabo, hay que pagar el alquiler, y eso llega antes que el final del petróleo. Andaba el ecologismo agotado de sí mismo cuando apareció la emergencia climática, y entonces fueron otros quienes asumieron el pulso. El movimiento climático juvenil significó un cambio de ciclo frustrado por dos elementos; el primero objetivo e indiscutible, fue la aparición de la COVID y el confinamiento, los meses de distancia social que hicieron imposible la actividad de un movimiento juvenil adicto a la presencia y a la actividad de calle; el segundo fue la agenda de una serie de partidos políticos que hicieron cuentas con la actividad juvenil y el apoyo masivo que ésta despertaba y lo convirtieron en un eje de lucha política y electoral.
Hoy nos encontramos en un momento en el que el pulso del movimiento ha bajado y se ha generado, en su lugar, una amplia actividad institucional. Esto podría ser positivo, en la línea en la que resulta necesario que los gobiernos asuman las demandas populares, pero está siendo negativo, porque esas demandas están siendo más frustradas que satisfechas bajo un marco de gestión neoliberal de la crisis ecológica. Se trata de una cuestión ampliamente discutida cuya mejor aportación en sin duda la de Daniel Tanuro[3], quien explica perfectamente que no se puede ni mantener el crecimiento a base de una mera mejora de la eficiencia ni encaminarnos a una ruptura entre el crecimiento económico y la generación de residuos. Y es que el neoliberalismo, como forma contemporánea del capitalismo, se soporta sobre la necesidad de incrementar constantemente la esfera del valor, y aquí, como la navaja de Okham, la solución más sencilla es la más plausible: no hay crecimiento de la economía sin crecimiento del impacto en la naturaleza.
Pero eso es justamente lo que prevén tanto los modelos de GND como los de control del impacto climático a través de la acción institucional, entre los cuales la referencia se encuentra en las Cumbres sobre Cambio Climático. Siendo sinceros, la actividad institucional ha estado presente durante décadas sin lograr resultado alguno. Sólo ha habido dos momentos de reducción significativa de emisiones, la crisis de 2008 y la crisis de la COVID en 2020, y esto es así porque las instituciones neoliberales están atravesadas por la necesidad de crear un incremento constante del valor, lo que lleva sus políticas climáticas a meras afirmaciones discursivas. El papel, como se suele decir, lo aguanta todo: el clima, no.
Los fenómenos reales de amenaza y la situación social
Avanzamos en tiempos de penumbra, pero avanzamos, porque la historia jamás se detiene. Los impactos de la crisis ecológica, y en primera fila los del cambio climático, están apareciendo, pero no se muestran como podríamos esperar. El cambio climático no aparece como un patrón que despide o como un gobierno que lamina los derechos laborales o criminaliza la protesta. El cambio climático tiene, por supuesto, agentes responsables, pero no se puede determinar la agencia individual de cada sujeto; al fin y al cabo ¿cuántas toneladas de emisiones se deben a cada presidente estadounidense, francés, chino, o a cada responsable empresarial?
Más aún, pero en la misma línea: tampoco se puede establecer la cadena causal que lleva desde el clima hasta cada desastre. Es algo que explica de forma inmejorable Andreas Malm[4] cuando analiza como el origen de la guerra de Siria se encuentra en una migración masiva que surge como consecuencia de una sequía de dimensiones bíblicas. Por supuesto, a todas las personas que lucharon contra la masacre del gobierno de al-Assad sería difícil explicarles que su lucha era en contra de los efectos de la crisis ecológica y no contra un tirano, y ese es un fenómeno que nos vamos a encontrar en muchos conflictos. Se trata de trabajar en las brechas que muestran y que nos permiten explicar de forma clara que la crisis ecológica empieza a romper nuestra forma de vida porque, simple y llanamente, esa forma de vida no es compatible con el mundo en el que se produce.
Por supuesto, esto no puede ser meramente discursivo. Cuando hablamos de trabajar en las brechas nos referimos a hacer un trabajo político real, esto es, de la mano de los sindicatos y los colectivos sociales para plantear alternativas efectivas, como se ha hecho en el conflicto de Nissan, en el de Airbus o en el de Alcoa, pero también en las oleadas de incendios que cada año devastan el territorio o en la lucha de las trabajadoras de los cuidados. Por muchos motivos, entre los cuales quizá el primero sea que la transición tiene que salir del reducto ecologista para dejar de ser un movimiento sectorial y empezar a plantear un polo popular en clave ecosocialista.
Sólo eso permitirá construir un agente colectivo con fuerza propia para llevar la transición hasta el lugar en el cual el Estado no puede llevarla, porque sus intereses se encuentran más allá de las dinámicas del sistema.
Existen, por supuesto, infinitas dificultades, pero sigue siendo cierta la hipótesis central: no se puede avanzar sin romper la subordinación de las estructuras de mando del Estado a la reproducción del capitalismo. Y existe también una coyuntura dramáticamente favorable, y es que el nivel de degradación social y ecológica del sistema actual es tan alto que hace bueno todo lo que el ecologismo ha predicado sin que nadie lo escuchara, y ahora el repertorio de propuestas alternativas empieza a ser escuchado, cada vez más, como el sentido común y la única vía que puede ser antagonista respecto a un capital que cada día se cierra más sobre sí mismo y excluye, con una violencia altísima y sistemática, a la mayoría de la población mundial.
Notas:
[1] Se puede consultar sobre este punto autores de referencia como Antonio Turiel, que tiene un artículo publicado en su blog con abundantes datos sobre este punto: https://crashoil.blogspot.com/2021/07/las-ilusiones-renovables.html
[2] Santiago, Emilio, y Tejero, Héctor. ¿Qué hacer en caso de incendio?. Madrid: Capitán Swing, 2019
[3] Tanuro. Daniel. El imposible capitalismo verde. Madrid: La oveja roja, 2011
[4] Malm, Andreas. Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas. Incluido en: Como si hubiera un mañana. Manuel Garí y Juanjo Álvarez (coordinadores). Barcelona: Sylone, 2020.
Transición Ecológica: Compromisos y acuerdos postergados ¿Seguiremos procrastinando?
05/07/2022
Carmen Molina Cañadas
Coordinadora de Alianza Verde Andalucía
Hay unos cuantos hitos del siglo XX que nos advirtieron de que la evolución del sistema económico empezaba a mostrar claros síntomas de impactar sobre la funcionalidad sistémica de la biosfera. Se hacía evidente la responsabilidad de la actividad económica y su crecimiento permanente en la superación de límites planetarios y deterioro de múltiples servicios ecosistémicos “gratuitos”, y se ha ido elevando el nivel de preocupación al respecto. Las señales que nos alertaban entonces, nos deberían haber puesto en marcha hacia la Transición de que trata este debate. Algunos de estos hitos fueron:
1- La publicación del Informe del Club de Roma llamado “Los límites del Crecimiento” en 1.972, en el que el grupo de científicos al que se le encargó, analizaba las tendencias de la economía usando la dinámica de sistemas, y mostrando la insostenibilidad que conduciría a un colapso en el presente siglo de no actuar para cambiar esas tendencias. La conclusión fue la siguiente: si el incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantenía sin variación, se sobrepasarían los límites de la Tierra en los siguientes 100 años.
2- La publicación previa, del libro de la bióloga estadounidense Rachel Carson “Primavera silenciosa” en 1.962, una exhaustiva investigación de los efectos negativos del uso generalizado de pesticidas, denunciando que los venenos utilizados, se acumulaban en la cadena alimentaria, con enormes riesgos para la salud humana y terribles efectos para flora y fauna. Con este libro consiguió que mucha gente se preocupase por la ética ambiental y ayudó a sentar las bases de una conciencia ecológica de masas, estableciendo la conexión entre la actividad humana, lo que sucede en la naturaleza y la salud pública. Tras su muerte, y gracias a su trabajo de investigación se creó la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), a la que precisamente, acaba de limitar en su capacidad de actuación el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Un paso atrás inadmisible.
3- El Informe Brundtland publicado en 1987 para las Naciones Unidas, que contraponía el problema de la degradación ambiental que acompaña el crecimiento económico con la necesidad de ese crecimiento para aliviar la pobreza. Y reconocía que el avance social y económico estaba suponiendo un coste ambiental y social muy alto. Este Informe llamado “Nuestro Futuro Común” estaba liderado por la primera ministra noruega Gro Brundtland. Aunque la cooptación posterior del concepto de desarrollo sostenible, acuñado entonces, y su mala aplicación, haya contribuido a perpetuar la preponderancia del crecimiento económico, sobre los componentes sociales y ambientales que incorpora el concepto. Nunca se ha aplicado realmente a las políticas la perspectiva intergeneracional, incluyéndola en la intersección de estas tres esferas (económica, social y ambiental).
Hay más, pero estos tres hitos son ejemplos de advertencias que tuvimos en la segunda mitad del siglo pasado que no consiguieron cambiar las tendencias de una economía disfuncional que nos está colocando en situación de enorme riesgo y que puede conducirnos a un colapso ambiental y socioeconómico. Ha resultado que el modelo crecentista, -donde la extracción de recursos naturales y los dictados del mercado son la única base que rige-, no solo es antiecológico sino también antieconómico porque ataca las bases sobre las que se asienta. Y es que, los aumentos de producción se efectúan a expensas de recursos y bienestar que tienen un valor superior al de los servicios producidos a nivel global. De ellos cada vez se benefician menos personas y sociedades, por lo que la inequidad no para de crecer. Hemos llegado al punto en que habrá que reconocer que el crecimiento económico, ese concepto totémico para gobiernos y economistas es el gran error neoliberal que nos acerca al precipicio.
Sin embargo, llegados a la situación actual, comprobamos que el modelo de acumulación de riqueza en que se basa el capitalismo, ha impedido que hayamos sido capaces de iniciar el tránsito que necesitamos hacia otro modelo. Uno que adapte la actividad económica a los límites y funcionalidad planetaria. De haberlo iniciado hace 50-60 años, ahora estaríamos en mejores condiciones y aún nos mantendríamos como civilización en lo que sería una zona de confort en la que la funcionalidad del planeta mantendría el equilibrio. Es decir, seguiríamos disfrutando, y la siguiente generación también, de un clima predecible, la diversidad biológica estaría menos amenazada y contaríamos con una disponibilidad de agua, suelo y alimentos aceptable. Aunque muchos no lo sepan, es lo que hemos disfrutado en la era geológica en que nos hemos desarrollado como la civilización que somos, el Holoceno, -que era nuestro jardín del Edén- y que bastantes geólogos ya dan por hecho que hemos cambiado por el Antropoceno, o más recientemente Capitaloceno, dado que nuestra incesante y siempre creciente actividad ha actuado como una potente fuerza geológica. Son cada vez más las voces que nos advierten que toca frenar porque las curvas que viene son muy cerradas.
Mi primera conclusión, es que una transición hacia un modelo socioecómico nuevo y con perspectiva intergeneracional debe basarse, SÍ o SÍ, en el respeto a los límites planetarios y su funcionalidad.
Sin embargo, los datos científicos nos dicen que vamos precipitadamente en la dirección opuesta. Ya en el año 2009, el Instituto de Resiliencia de la Universidad de Estocolmo, liderado en aquél momento por Rockström[1], estableció 9 límites planetarios, sobre los que se estimaron unos umbrales de determinadas variables de control, por encima de los cuales los cambios que se produjeran nos ponían en zona de riesgo y de posible colapso funcional. Estos son: el CO2 en la atmósfera, las nuevas sustancias químicas (Xenobióticos), la concentración de Ozono [O3] estratosférico, la carga de aerosoles y contaminación química, la acidificación de los océanos, los ciclos biogeoquímicos del Nitrógeno (N) y del Fósforo (P), la disponibilidad de agua dulce, los usos del suelo (Proporción de tierras cultivadas), y la pérdida de diversidad biológica. Todos estos límites son interdependientes por lo que sobrepasar uno de ellos puede llevar a rebasar otros. Así que hay que establecer un marco de seguridad para NO traspasarlos. Y, en el caso de haberlos superado, actuar sin dilación para llevarlos a la zona de confort y seguridad. Desde ese estudio inicial, la situación se ha ido revisando en el tiempo como se observa en la figura que muestro a continuación. Puede verse la dinámica en la que estábamos en 2015[2] y cómo ha cambiado en 2022[3].
En 2015, a nivel planetario, teníamos en situación de alto riesgo: La diversidad biológica y los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo, lo que está muy relacionado con los usos del suelo y la producción de alimentos. A pesar de que el cambio climático ya estaba fuera de zona de confort y en un nivel de riesgo creciente, éste no era tan alto como el de los tres primeros. También estaba ya en situación de riesgo los usos del suelo y los servicios que provee. En buena medida, esto está determinado por la apropiación de suelo por parte del sistema agroalimentario global. Más de un tercio de la superficie de la tierra y más de un 70% del recurso agua se dedican a esta actividad. Parte de la pérdida de diversidad y sus consecuencias (zoonosis) también están relacionadas con ello. Este sistema agroalimentario global fuertemente deslocalizado es muy dependiente de la energía fósil y contribuye significativamente al cambio climático. Además, esta deslocalización y alta dependencia de energía para el transporte lo hace tremendamente frágil a nivel geoestratégico, como estamos viviendo con la guerra de Ucrania.
Segunda conclusión: para revertir parte de la situación de riesgo deberíamos estar ya transitando hacia sistemas agroalimentarios más diversos y localizados. Esto implica reterritorializar la producción de los alimentos que sea posible con las condiciones agroclimáticas características de cada lugar, relocalizar el consumo, así como revegetarianizar y reestacionalizar la dieta. También hay que evitar las pérdidas de alimentos en el tránsito que va desde dónde se producen hasta la mesa. Hay que incrementar la eficiencia en el uso de los recursos, aprovechar mejor la información sobre el estado de los cultivos con la que contamos y potenciar prácticas agroecológicas que optimicen el cierre de los ciclos de materia y un uso más eficiente de la energía solar, minimizando la dependencia de insumos sintéticos en lo posible.
Sin embargo, como vemos en la figura, los datos publicados en 2022, siete años después, muestran que los límites traspasados en 2015 no han mejorado, y que ya contamos con datos suficientes para poner en evidencia la situación de riesgo debida a la ingente cantidad de productos sintéticos, especialmente plásticos que llevamos liberando en la biosfera desde hace más de 100 años. De ahí el elevado riesgo que muestra la figura correspondiente a este año.
Tercera conclusión: debemos transitar hacia una economía que no esté basada en la producción de bienes con vidas cortas y que buscan fomentar el consumo y no el dar respuesta a una necesidad real. La economía circular es mejor que la lineal, pero se debe limitar también el ansia de consumir por consumir. Transitemos pues hacia un sistema productivo centrado en proveer y mejorar bienes útiles, reparables, con vidas medias altas y con diseños que permitan la reutilización de algunos de sus componentes. Hay que cerrar ciclos de materia y energía e incrementar la eficiencia y circularidad en todos los procesos socioeconómicos.
El exceso en el consumo de recursos y el destrozo que causa su extracción, con la consiguiente generación de residuos, convierte el actual modelo económico en insostenible. Y desde el protocolo de Kioto hasta el Acuerdo de Paris, las cumbres climáticas que han intentado llegar a acuerdos globales para disminuir las emisiones y el deterioro, no acaban de lograr su objetivo. Es un hecho que, en los últimos años, los procesos se aceleran. La economía que funcionaba a golpe de crisis periódicas, acorta los tiempos entre crisis. Los incuestionados crecimientos, que exigen la aceleración permanente de los procesos productivos, generan una degradación ambiental acelerada y retroalimentaciones que empeoran el panorama general.
Cada año, el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra se adelanta. Y nos recuerda que gastamos recursos naturales, a MUCHA velocidad. El consumo ininterrumpido y por encima de la capacidad de renovación natural, provoca agotamiento de los recursos. Nuestro planeta entró en números rojos en 2022, en fecha tan temprana como el 12 de mayo. A partir de ese día, todos los recursos que consumimos se suman al déficit en la cuenta de resultados del planeta. En un intento de advertir sobre lo que estamos provocando con nuestra hiperactividad productiva, también se estableció el Día de la Deuda Ecológica, (Earth Overshoot Day) que viene a significar lo mismo que el de la sobrecapacidad. Es el día en que la humanidad ha agotado el presupuesto de la naturaleza para el año. Durante el resto del año, la sociedad opera en un exceso ecológico al reducir las reservas de recursos y acumular CO2 en la atmósfera y otros residuos por todo el planeta.
Estamos viendo el deterioro progresivo y, a veces brusco, de recursos vitales como la diversidad, el aire, el agua o el suelo. Y por justicia intergeneracional deberíamos trabajar para que dentro de 50 años nuestras hijas y nietas tengan, como mínimo, un acceso a los recursos similar al que nosotros disfrutamos.
Hagamos lo que hagamos, nuestra civilización en el corto plazo tendrá que desacelerar su consumo de recursos ya sea porque lo decidamos, ya sea porque las circunstancias lo impongan. El más determinante, para bien y para mal en el corto plazo es el recurso energético. Europa occidental es un ejemplo de dependencia de este recurso, a la vez que derroche del mismo, y las consecuencias de esa dependencia son muy patentes por la guerra de Ucrania. Además, la limitación es global y lo será cada vez más. Incluso Macron y Biden, asumen que ni Arabia Saudí puede incrementar la producción de energía fósil para paliar la limitada oferta que existe. Por tanto, estaremos de acuerdo que la transición a renovables es inaplazable y eso supone que habría que dedicar preferentemente los recursos fósiles que todavía disponemos a realizarla de forma ordenada. Y, añadiría, de manera participada, con red distribuida, con autoconsumo y comunidades energéticas locales, evitando reproducir los defectos del modelo oligopólico que cede todo el poder y control a las multinacionales eléctricas que todas conocemos.
Cuarta conclusión: hay que transitar hacia sociedades descarbonizadas y resilientes de forma ordenada. La ciencia, con cada informe del IPCC nos va avisando de los niveles de degradación y las amenazas sobre las que actuar, llamando a una transformación económica y social sin precedentes, para lo que necesitamos una sociedad informada, un cambio en los modelos de producción y consumo, en los comportamientos de los agentes económicos y en los hábitos de las personas.
Hay que medir muy bien en qué y dónde invertimos esfuerzo. Hay esfuerzos en desarrollos tecnológicos que muy pronto dejarán de tener sentido. Un ejemplo de política de transición necesaria y urgente es la movilidad. Debemos pasar de una movilidad centrada en el vehículo privado, total o parcialmente fósil, hacia una movilidad colectiva, pública y electrificada. Esto supone derivar recursos limitados como el cobre preferentemente a este fin, y abandonar la idea de sustituir el parque de automóviles actual, por uno similar con baterías que requieren un litio del que no disponemos.
Estamos sufriendo conflictos bélicos sangrientos como consecuencia de problemas geopolíticos que tienen que ver con la disponibilidad decreciente de combustibles, agua dulce, suelo fértil o minerales esenciales para mantener la industria tecnológica y agraria. Nos estamos adentrando en escenarios socio-ambientales bastante impredecibles y muy preocupantes.
Cómo hacerlo
Como no podemos abandonarnos al derrotismo, hay que intentar que el tránsito que, de todos modos haremos, sea lo más manejable posible.
Para emprender todos estos retos, se deben abordar multidisciplinarmente y desde todos los ámbitos de actuación posibles, académico, empresarial, con organizaciones de todo tipo, y a todos los niveles institucionales: europeo, estatal, autonómico y local. Y por supuesto, con la complicidad e implicación de toda la ciudadanía. Es un cambio de paradigma tan grande que nadie puede quedar al margen.
La educación ambiental de niñas y niños, adaptando el currículo educativo para reforzar el conocimiento de nuestro entorno natural y de las consecuencias de no cuidarlo, junto al aprendizaje de valores éticos fundamentales que induzcan a comportarse como ciudadanos responsables y exigentes con empresas y gobiernos, va a ser una de las mejores herramientas.
Dado que la limitación de energía disponible y barata es un hecho ya, hay que priorizar muy bien en que esfuerzos tecnológicos se invierte prioritariamente. Uno de ellos será en el de la energía renovable. Racionalicemos lo que nos queda de combustibles baratos y condensados. Porque, además sabemos, que lo que se produce con la tecnología es un efecto rebote, la llamada paradoja de Jevons: a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, es más probable un aumento del consumo de dicho recurso que su preservación o ahorro.
Un tema importante es el de la relevancia y centralidad que se dé a las instituciones con responsabilidad en materia de transición ecológica. Para avanzar de forma coherente en la transición ecológica se debe conseguir coordinación y entendimiento en las políticas sectoriales energética, agroalimentaria, ecológica, o en la muy relevante gestión hídrica y evitar interferencias entre estos sectores.
Los ciudadanos y ciudadanas podemos, con nuestras decisiones sobre lo que consumimos, cómo nos movemos o cómo nos relacionamos con el entorno y con la comunidad, influir significativamente en empresas y en gobiernos. Pero eso es solo una parte y no la mayor precisamente. La mayor responsabilidad recae, sin duda, sobre gobiernos y parlamentos, porque son los que legislan y gobiernan oponiéndose o plegándose a los potentes lobbies de corporaciones que acumulan un inmenso poder económico.
Por ello una herramienta muy interesante que en nuestro país ha generado propuestas en relación a la emergencia climática, es la que planteó la Ley de Cambio Climático al proponer y constituir una Asamblea Ciudadana para el Clima[4], que no hace mucho emitió las primeras recomendaciones sobre la pregunta que se les planteaba: Una España más segura y justa ante el cambio climático ¿Cómo lo hacemos? Es importante que existan estas Asambleas Ciudadanas, que sean operativas y que las instituciones atiendan sus recomendaciones. Es decir, son una herramienta que debe emplearse en las otras transiciones para discutir soluciones con urgencia, y sus propuestas debieran convertirse en itinerarios a poner en prácticas por los gobiernos de turno.
Algunas propuestas
Para seguir analizando el cómo hacer la Transición, me gusta hablar de la propuesta que Kate Raworth planteó en un Informe que le encargó Intermón-Oxfam en 2012: “Un espacio seguro y justo para la humanidad”. Donde se preguntaba si todas podríamos vivir dentro de un hipotético donut[5], entre el techo planetario que marca las condiciones de habitabilidad de nuestro entorno y un suelo social, que es el que permite una vida mínimamente digna.
La rosquilla que propone Raworth, no es una guía de políticas concretas, sino más bien una manera de analizar la situación para orientar las decisiones. Su modelo se basa en una imagen muy sencilla: la humanidad debe vivir dentro de un donut o rosquilla. En el interior de la rosquilla se encuentran las necesidades básicas para el bienestar: Alimentación sana, accesos al agua potable, vivienda, energía, sanidad, educación, igualdad de género y libertad política, entre otros. El límite exterior de la rosquilla representa el techo ecológico. En medio, está lo que necesitamos para disfrutar vidas dignas y saludables sin poner en peligro nuestra casa común que es la biosfera.
Para lograrlo, tenemos que construir entre todas el bien común; establecer medidas, marcos normativos, políticas, que hagan más probable traer a las personas al interior de ese espacio seguro y justo que decía Raworth. El momento histórico que nos ha tocado es de verdadera emergencia. Y a todas nos toca, aunque en distinta medida, la responsabilidad de abordarlo y resolverlo.
Por tanto, hay que tomar decisiones y actuar, tanto a nivel de gobernanza global como local.
Hay unas cuantas recetas planteadas por economistas heterodoxos, investigadores, pensadores, activistas, que contribuyen a enriquecer el debate sobre el modo en que tomar las riendas y generar la transformación, implicando en el debate a toda la sociedad. Hay que abordar un plan global de acción.
Desde mi punto de vista, una medida imprescindible sobre la que plantear debate tiene que ver con repensar el reparto del trabajo remunerado y el no remunerado (el de cuidados), la jornada laboral, la redistribución de la riqueza, y la renta básica. Como la “ingente” explotación de recursos materiales debe revertirse, y reducir la producción total (menos presión sobre la naturaleza) se requerirá menos tiempo de trabajo humano global, y un mayor y mejor reparto del mismo entre toda la población activa. Así reduciremos el uso de ingentes cantidades de energía para la extracción de cantidades ingentes de materias primas de territorios colonizados y evitaremos la generación de cantidades ingentes de residuos. Porque somos, ante todo, personas y ciudadanas, no engranajes de un sistema productivo, ni consumidores.
Por otro lado, hay economistas heterodoxos trabajando distintas propuestas:
Herman Daly (economista ecológico estadounidense) propone alcanzar un estado estacionario, asumiendo que la economía es un subsistema dentro de otro más amplio, la ecosfera, que es finita, no se expande y esta materialmente cerrada. Y distingue entre crecimiento y desarrollo. El crecimiento es un concepto físico, cuando algo crece se hace más grande. El desarrollo es un concepto cualitativo, algo mejora. Y el planeta Tierra en su conjunto no está creciendo, pero está evolucionando, ya sea de manera positiva o negativa. El progreso debe ir por el camino de la mejora, no del aumento.
André Gorz (filósofo, periodista y teórico de la ecología política) plantea determinadas cuestiones que deben necesariamente desmercantilizarse.
Troy Vettese (investigador sobre la historia de las arenas bituminosas de Canadá) habla de la necesidad de reducir el consumo de energía y de su preocupación (que es la de muchas) por la actual hemorragia de especies de flora y fauna que se está produciendo a un ritmo entre mil y diez mil veces superior al normal; una velocidad solo comparable a la última gran extinción, siendo la principal causa de la extinción, la pérdida de hábitats. Por ello plantea actuar sobre tres objetivos fundamentales, geoingeniería natural, biodiversidad y sistemas de energías renovables.
Robert Pollin (profesor, escritor y economista estadounidense) opina que se necesita un new deal verde en el que es imperativo que crezcan masivamente algunas categorías de actividad económica, las asociadas con la producción y distribución de energía limpia. Por supuesto para que se reduzca drásticamente y sin demora el consumo de petróleo, carbón y gas natural, que genera el 70% de las emisiones responsables del cambio climático. Entendiendo que construir una economía verde supone más actividades intensivas en trabajo que mantener la actual infraestructura energética mundial basada en los combustibles fósiles. Es decir, lograr una transición justa creando empleo en actividades que aumenten nuestra resiliencia.
Hay otros pensadores e investigadores que contribuyen a enriquecer el debate. Lo hizo Lynn Margulis, ofreciéndonos una lección sobre las ventajas y beneficio mutuo que se consiguen con la cooperación, más que con la competencia, y que podemos aplicar a nuestras sociedades. Lo hizo Susan George, explicándonos magistralmente las amenazas de los mecanismos perversos del capitalismo ultraliberal, que ha usado el FMI, el Banco Mundial o la OCM como herramientas, también la premio nobel de economía Elinor Ostrom analizando cómo se gestionan los Bienes Comunes…
Sea como proponen unos, sea como proponen otras, o en combinación, no tenemos otra opción que actuar rápido frente a las múltiples crisis que se solapan. Estamos, como dicen algunos, en el siglo de la Gran Prueba. Así que hay que moverse rápido, porque tenemos un grave problema, pero no la solución, al menos no una que sea clara e inocua.
Aunque el debate continúe, la emergencia nos urge a dejar de procrastinar.
Notas:
[1] Rockström, J., Steffen, W., Noone, K., Persson, Å., Chapin, F. S., Lambin, E. F., … & Foley, J. A. (2009). A safe operating space for humanity. Nature, 461(7263), 472-475.
[2] Steffen, W., Richardson, K., Rockström, J., Cornell, S. E., Fetzer, I., Bennett, E. M., … & Sörlin, S. (2015). Planetary boundaries: Guiding human development on a changing planet. Science, 347(6223), 1259855.
[3] Persson, L., Carney Almroth, B. M., Collins, C. D., Cornell, S., de Wit, C. A., Diamond, M. L., … & Hauschild, M. Z. (2022). Outside the safe operating space of the planetary boundary for novel entities. Environmental science & technology, 56(3), 1510-1521.
[4] https://asambleaciudadanadelcambioclimatico.es/
[5]https://www.oxfamintermon.org/es/publicacion/Un_espacio_seguro_y_justo_para_la_humanidad_Podemos_vivir_dentro_del_donut
La Transacción ecológica
04/07/2022
José Mansilla
Antropólogo, miembro del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà (OACU)
Decía el ex dirigente de Izquierda Unida (IU) ya fallecido, Julio Anguita, que la tan vanagloriada Transición política en España, el paso de la ley a la ley del régimen franquista a la democracia liberal, fue, más bien, una Transacción, «un apañito para que el poder económico del franquismo siguiera mandando»[1]. A día de hoy, muchas de las afirmaciones que realizó el político cordobés durante sus años en primera línea se han confirmado. Las características de la democracia española se encuentran sobredeterminadas, no solo por el poder que aun mantienen las élites económicas sostenedoras y conformadas en torno a la Dictadura fascista de Franco, sino también por un poder judicial heredero, fisiológica y socioculturalmente, de aquella época, un Ejército que aun en parte considera que venció al peligro rojo y un apartado de seguridad del Estado con grandes espacios oscuros y poco transparentes.
En lo referente al cambio climático nos hallamos ante una disyuntiva similar. La Transición ecológica, el paso de una economía apoyada fundamentalmente en el uso y abuso de combustibles fósiles, así como en la consideración del consumo y el crecimiento infinita como única forma de creación, gestión y distribución de bienes y servicios, a otra, más o menos alejada de ella, que no nos conduzca inexorablemente al fin de la presencia de la humanidad en el planeta, se encuentra en una encrucijada. De nuevo, tal y como pasó en la Transición española, la rápida sucesión de eventos históricos, la necesidad de mantener el equilibrio y la paz social, los límites de la política y el poder de las fuerzas económicas herederas del periodo anterior, siempre con la inestimable ayuda de los medios de comunicación (¿acaso no son los mismos?), nos impiden llevar a cabo un proceso de transformación más radical, en el sentido clásico de ir a las raíces, de las estructuras productivas; algo que nos transporte, no solo a transaccionar, sino a establecer los pilares de una solución más duradera, a la vez que mejoramos las políticas de redistribución y solidaridad intra e intergeneracional.
Debemos a Ulrich Beck la aparición del concepto sociedad del miedo. En su libro del mismo nombre, aunque acompañado del subtítulo Hacia una nueva modernidad, este sociólogo alemán señalaba que «la sociedad del riesgo es la sociedad de la catástrofe. El estado de excepción amenaza con convertirse en el estado normal»[2]. De esta forma, las sociedades liberales occidentales han cedido a las presiones y las alertas de los poderes internacionales en aras de sobrevivir, de mantener a raya al máximo las desastrosas perspectivas de futuro que se nos ofrecen, en aspectos y ámbitos tan dispares como la seguridad -solo hay que recordar el recorte de libertades que supuso, a nivel internacional, el 11 de Septiembre en Estados Unidos (EEUU), algunos elementos de los cuales todavía no se han marchado-, la economía o, claro está, el medio ambiente. La ciencia y la tozuda realidad nos advierten sobre el fin del mundo tal y lo conocemos desde un punto de vista ecológico y climático. Son estas verdades como puños que dejan en evidencia a los negacionistas más histriónicos. Sin embargo, en manos de la ya mencionada alianza económico-mediática nos conduce de manera inexorable hacia lo que se ha venido en denominar «desarrollo sostenible»; un desarrollo que nos sugiere que es necesario cambiar nuestro modo de vida pero que, tal y como nos recuerda el también sociólogo Jean Pierre Garnier, sobre todo nos empuja «a no emprenderla con el modo de producción capitalista»[3], verdadero pal de paller, del insostenible sistema económico mundial.
Porque es ahí donde se encuentra el verdadero enemigo a las puertas[4], en la conformación, desde hace más de doscientos años, de un modelo económico que considera los recursos naturales y humanos como meros factores al servicio de la producción. La popularización discursiva del término desarrollo sostenible cumple, de nuevo siguiendo a Garnier, un doble propósito. Por un lado, garantizar, frente a la opinión pública, un modelo de crecimiento nuevo, un desarrollo no solo alternativo al actual sino, además, éticamente deseable, ya que se presenta como inherentemente positivo, bueno. En él, juega un papel esencial toda una neolengua en la que aparece un vocabulario dotado de poderes casi místicos, de consideraciones mágicas. Conceptos como la sostenibilidad, la resiliencia o lo circular. Lo maravilloso de este tipo de solución no es únicamente que nos permitirá seguir viviendo como lo hacemos hoy en día -factor que nos muestra su sesgo clasemedista-, sino que, además, lo hará sin socavar los principios fundaciones del capitalismo: la búsqueda del lucro personal, el individualismo y la racionalidad meramente económica. Por otro lado, en el plano más político, lo sostenible otorga un arma insuperable frente a la sociedad del riesgo; ofrece tranquilidad, elimina el miedo y mantiene los pilares de funcionamiento de nuestra actual democracia liberal.
Lo más maravilloso de todo es que para que tal milagro ocurra solo hacen falta dos elementos principales: Primero, confiar plenamente en la élite económico-mediática: ellos se lucrarán, sí, pero bajo estos magníficos principios este lucro individual será en beneficio de todos y todas, porque será verde, eco y, sobre todo, sostenido. Y en segundo lugar, tenemos que comportarnos como ciudadanos responsables, cívicos, con visión de futuro. Y, para ello, desde la política, tal y como es su deber, se promoverán campañas de concienciación y sensibilización, se nos educará en la sostenibilidad, en el uso de productos y tecnologías de bajo impacto, en el reciclaje, etc. Da igual que Repsol tenga una fuga de miles de toneladas de petróleo frente a las costas de Perú mientras nosotros reciclemos nuestros tetra-briks correctamente. Es en la aceptación de estos dos principios donde se halla el peligro de una nueva Transacción.
Si durante la Transición política de hace ahora más de cuatro décadas, los poderes económicos, la judicatura y los servicios de seguridad del Estado, entre otros, permanecieron sin cambiar afectando sobremanera a la calidad de la democracia española, todo en un clima de miedo y cierto sobrecogimiento por la fragilidad del momento histórico y el desequilibrio de fuerzas, aquello que Vázquez Montalbán denomino «correlación de debilidades» ironizando sobre el concepto gramsciano, en la actualidad corremos el peligro, debido a la misma correlación, de encontrarnos en una situación similar. La solución es mucho más compleja, pero también más duradera y, sobre todo, mucho más justa: hemos de sustituir resiliencia por organización, sostenibilidad por decrecimiento y circular por anticapitalismo y, sobre todo, hemos de evitar que los poderes económico-mediáticos continúen al frente del sistema económico si queremos, no ya que nuestra democracia, sino que nuestro planeta nos siga manteniendo en las próximas cuatro generaciones.
Notas:
[1] «Jordi, ¡tocan a muertos!». El Periódico. https://www.elperiodico.com/es/videos/tele/jordi-tocan-muertos/2053908.shtml
[2] Beck, U. (1986). La sociedad del miedo. Hacia una nueva modernidad. Paidós.
[3] Tello, R. (ed.) (2016). Jean Pierre Garnier, un sociólogo contracorriente. Ed. Icària.
[4] Enemigo a las puertas(2001). Jean-Jacques Annaud.
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