Una nota a pie de página sobre Cataluña y España

  • Juan Carlos Monedero

    Juan Carlos Monedero

    Profesor titular en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Cofundador de Podemos.

16.07.2024

Debate principal: España inacabada

“Tot está per fer i tot és posible” [1]

¿Dios mío, qué es España?
José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote

Enfriar las naciones

España tiene un enorme problema: está mal enseñada y mal aprendida. No es verdad que el tema de las competencias autonómicas sea un absoluto. Si las Comunidades Autónomas tuvieran las competencias que tienen los territorios en los Estados Unidos, no es que muchos pensarían que España es una y no 51, sino que darían por muerta la nación. Sin embargo, esas dudas sobre América no existen en el país de las barras, las estrellas y las intervenciones militares. La nación es un relato, una comunidad imaginada y deseada. El complejo de España nunca ha sido con el País Vasco, aunque ETA pegara tiros, sino con Catalunya, porque es una nación grande y consolidada. Si en Catalunya se obrara como hace la presidenta madrileña Díaz Ayuso -por ejemplo, dando premios a políticos internacionales al margen del gobierno central-, no pocos pedirían que se aplicase de nuevo el artículo 155 o que se mandase a los militares. Si los jueces persiguieran a los políticos del PP como han perseguido a los independentistas catalanes, se multiplicarían los chat hablando de un necesario golpe de Estado.

Parece que si una nación es más vieja tiene más fuerza, pero eso es, en realidad, accesorio. Yendo hacia atrás en la historia, ¿cuándo tienes que parar para encontrar tu identidad? ¿Eran acaso los neandertales nacionales de algún sitio? Un libro de la reconstrucción histórica de la era Aznar se llamó España: de Atapuerca al euro. Como si los neandertales pudieran haberse sentido catalanes (o español alguien de la mesnada del Cid o, incluso, de los Reyes Católicos). De hecho, alguien inteligente como Menéndez Pidal escribió en 1949 que alguien de la corte de Don Pelayo tenía la misma idiosincrasia que alguien de Madrid de mediados del siglo XX. Si repitiéramos en términos hispánicos aquel ejercicio de Mark Twain de trasladar a un caballero norteamericano del siglo XIX a la Corte del rey Arturo, nos llevaríamos sin duda grandes sorpresas. Un dirigente del Partido Popular o de VOX tendría dificultades para explicar a Don Pelayo la idea de España de Franco, de José María Aznar, de Feijóo y de Abascal.

España es una nación joven que se cree vieja. Su relato está entremezclado con el refajo asfixiante de un Estado que, por el contrario, es muy antiguo. Un Estado marcado desde el inicio por una aristocracia absolutista que apagó el fuego municipalista de las germanías y de las comunidades castellanas. Y por una religión enemiga del diálogo que se alió con el poder político expulsando a los otros credos -judíos y musulmanes- desde los inicios de la modernidad (1492). Solo Amadeo de Saboya empezó a ser Rey de España (y no de las Españas, como todavía lo era Isabel II). Y en la guerra de la independencia, contra un invasor que hablaba otro idioma, el género musical de la jota -recuerda Álvarez Junco (2001)- que sirvió de himno recitaba que “la Virgen del Pilar dice/ que no quiere ser fran- cesa/ que quiere ser capitana/ de la tropa aragonesa”. Aragonesa, no española.

Históricamente ha sido el poder público quien ha sido capaz de hacer valer ese relato compartido que se llama “nación”. Pero en España, Castilla, encargada de esa tarea por haber liderado la “Reconquista”, se dedicó a otros menesteres. El catolicismo y el protestantismo fueron esenciales en la construcción de ese relato en Europa. Pero no siempre el Estado tiene éxito a la hora de solventar en un territorio las diferencias étnicas y las diferencias religiosas. Castilla se entregó a la conversión de herejes. Las órdenes religiosas, militarizadas como brazo armado de la Santa Inquisición, tenían a menudo más fuerza que el poder público castellano. España, siguiendo la tesis de Antonio Elorza, es una yuxtaposición de territorios que surge del fracaso de Castilla para construir la nación española.

Los territorios anexionados en la Reconquista nunca encontraron ventaja alguna en formar parte de una nación común. Mientras tanto, Cataluña, que no tenía Estado, iba construyendo su nación (ese entramado simbólico compartido que entremezcla lecturas participadas del pasado y del presente). Italia y Alemania (es la tesis clásica de Helmut Pläsner) son naciones tardías. Y Villacañas insiste con razón: no menos que España. Cuando el poder político debía crear una nación, renunció a ello y prefirió pensar en la cristiandad, pues estaba impelida por la conversión de judíos y moriscos y la influencia de la Inquisición.

Nunca buscamos crear una sociedad nacional. No hemos tenido nunca, antes del siglo XIX, una “nación existencial” compartida con consensos básicos comunes, de manera que los mandatos del centro eran vistos como imposiciones. La unión de las coronas de Castilla y de Aragón nunca cuajó y ambas mantuvieron instituciones diferentes. Los siglos XVI, XVII y XVIII son de una negociación constante entre los reinos de Castilla y Aragón y la especificidad catalana que, a su vez, era plural (es evidente que durante la guerra de sucesión había Cataluñas enfrentadas). Azaña pensó en 1932 que la unión de los españoles iba a hacerse por vez primera gracias a la Segunda República. Esa unión aún está pendiente. Y el primer paso para lograrla -o desistir del intento- pasa por reconocerlo. Pero la identidad catalana en el siglo XIX, a menudo entremezclada de reclamaciones de clase, podía haber brindado un Estado propio a ese territorio. No fue y ahora es más complicado que pueda serlo.

El federalismo o la nevera de las naciones

No erraremos mucho el tiro si decimos hoy que “España ha dejado de ser España”. No porque no exista, pese a todos sus problemas, sino porque los españoles están teniendo dificultades para existir identificándose como tales. Dicho de otra manera, los españoles están en dificultades si existen varias naciones políticas que no se consideran parte del poder constituyente que representa el régimen de 1978. Expresado de manera más clara: España tiene un problema con España si es cierta la existencia de varias naciones políticas que reclaman su condición de poder constituyente propio. A no ser que se reencuentre como país de países. La Transición arrancó con esta idea, pero fue disolviéndola.

Los Reyes Católicos empezaron a consolidar el Estado español, pero la nación española tuvo que esperar hasta el siglo XIX para verse reflejada en el espejo. España, que podía haber funcionado como un referente integrador siempre y cuando no se cerrasen sus contornos, empezó a mezclarse con las leyes de Castilla y a dificultar la posibilidad de ser “españoles” entendidos como parte de esa identidad nacional plural. El referente portugués por excelencia, Luís de Camões, afirmaba en el siglo XVI: “Hablad de castellanos y portugueses, porque españoles somos todos” (Baños, 2014).

Por el contrario, Cataluña, que fracasó en el siglo XVII a la hora de hacerse un Estado independiente de la corona (en el momento en el que Portugal lo estaba logrando), es, como veíamos, una nación más vieja que la española (podríamos afirmar que esto sitúa en mayores dificultades al País Vasco, articulado por Sabino Arana como una identidad nacional a finales del siglo XIX. Pero no es así, ya que una identidad, para existir, no necesita que le apliquen el carbono 14: basta con que un grupo de gente así lo quiera).

Las nacionalidades históricas en el Estado español comparten una identidad común, unas tradiciones, lengua, hábitos y manera de estar mucho antes que en el conjunto de España lo hicieran de manera homogénea sus habitantes. Una identidad compuesta de otras identidades solo puede sobrevivir si la parte pequeña puede desarrollar su doble identidad o si la elimina. Los estados nacionales han sido buenos laminando lenguas, culturas y pueblos y homogeneizando territorios (si en Argentina no hay un problema nacional es porque en el siglo XIX exterminaron a los indígenas que estaban allí mucho antes que los colonizadores).

El federalismo vino a intentar buscar un camino intermedio, especialmente cuando los estados iban acumulando responsabilidades y exigencias. Pero para que el federalismo sea real, haría falta que en Córdoba, Madrid o Albacete no molestara que el Tribunal Constitucional estuviera en Barcelona o Donostia, que la Comisión Nacional de la Energía estuviera en Jaén o Coruña o que la sede central de RTVE estuviera en Bilbao o Tarragona. Muy al contrario, en Telemadrid, bajo el Gobierno del PP, han creído que los catalanes hablan catalán por molestar, y Esperanza Aguirre prefirió que una empresa de electricidad fuera de capital italiano antes que catalán. Otros creen que hablar euskera, gallego o catalán es ladrar. Con esa lectura propia de un pueblo sin ilustración, ¿cómo no te vas a marchar de esa casa en cuanto puedas?

España: mal enseñada y mal aprendida

Si Cánovas afirmó, con motivo de la discusión sobre la Constitución de 1876, que “Español es el que no puede ser otra cosa”, vemos que los españoles que no han sabido serlo son los responsables de que los que pueden ser otra cosa se hayan puesto en marcha.

Si España hubiera logrado mantener la República, es bastante probable que no existiera esa necesidad de construir marcos estatales propios que ahora expresan una parte nada despreciable de Cataluña y del País Vasco. Una república no delega sus responsabilidades. Tendría su identidad desarrollada y se encontraría dentro y construyendo esa identidad plural e integradora que debiera ser la España federal y republicana, integrada a su vez en un ámbito superior que es la Unión Europea. No se nos escapa que para algunos esto sería la peor de las traiciones, pues Cataluña o el País Vasco también serían España y eso lo vivirían como una derrota. Pero podemos intuir que hubiera sido una solución integradora. Que hubiera solventado las tensiones integrándolas, no anulándolas ni separándolas.

Ese bachillerato que otorga identidad se haría con Camba y Cunqueiro, Con Rodoreda y Zambrabno, con Lorca y Unamuno, con Neville y Berlanga, con Martirio, Miguel Poveda, Lluis Llach, Bonet y Labordeta, junto a la memoria de Padilla, Bravo y Maldonado. Conclusión: la España republicana hubiera sido una solución mejor, por abrir vías de diálogo y por incorporar la complejidad, que la independencia. Sobre todo porque no daría vergüenza ser de esa España plural, culta y tolerante, bien lejos de la España de Feijóo, Rajoy, Aznar y la Gürtel, de las astracanadas de VOX, de esa inagotable pacatería llena de mala conciencia del PSOE, del miedo a un contenedor ardiendo y la indiferencia ante compatriotas -o extranjeros- buscando en esos mismos contenedores de basura algo para alimentarse. Cuando celebraron como un héroe al embajador mexicano Gilberto Bosque por haber salvado a miles de personas del holocausto en Francia, él contestó: “No he sido yo, ha sido México”. Un México que se reclamaba de ese sueño republicano y al que no le daba vergüenza sentirse un ánimo común. ¿Ciencia ficción?

¿La propuesta confederal serviría? No es fácil que termine de encarnarse. Antonio Baños apostaba en esa dirección y la izquierda no socialista llamaba a su espacio parlamentario “confederal”: “Una España formada por varios estados independientes (donde estarían Cataluña y Portugal) como lo es Latinoamérica, que es conocida como unidad cultural, pero como una diversidad estatal”. La realidad latinoamericana no permite tanta cercanía (aunque la UNASUR y la CELAC quieren construirla). Los chilenos no dejan a los bolivianos tener acceso al mar; hace pocos años estuvo a punto de materializarse un conflicto armado entre Colombia, Ecuador y Venezuela; Brasil actúa como un subimperio; y hubo golpes de Estado en Bolivia, Honduras y Paraguay sin que el resto pudiera frenarlo. Reducir la identidad a una mera relación administrativa no sirve, pues las identidades políticas tienen consecuencias en la convivencia que no se zanjan con ese leve aire de familia que tendría el continente latinoamericano. No basta con decir “plurinacional”: hace falta levantar la convivencia sobre esa realidad y hacerla viable.

Las tensiones soberanistas en España pueden servir para avanzar democráticamente y solventar las cuatro grandes heridas que arrastramos desde, al menos, el siglo XIX. No estaría mal aprovechar esa tensión para ahondar en el derecho a decidir, porque cuando alguien no quiere no se le puede convencer a la fuerza. Pero ¿cómo hacer valer la solución federal si no se ha sido capaz de construirla como una alternativa válida? ¿No tienen acaso razón los que dicen que solo va a despertar el federalismo en “España” cuando los que reclaman la independencia lleven su propuesta hasta el extremo?

Las causas de la desafección de Cataluña con España las ha resumido Vidal-Folch (2015): una situación histórica previa que va acumulando encono; la sentencia del Tribunal Constitucional (donde jueces con poco prestigio tumbaron un Estatut pactado en las Cortes y aprobado por la ciudadanía catalana. Sin contar con que algunos de los artículos que rechazaron están en los estatutos de Andalucía o de la Comunidad Valenciana); la recentralización del PP (incumplimiento de las inversiones públicas centrales; filibusterismo administrativo sobre el corredor ferroviario mediterráneo; privatización del aeropuerto del Prat; cesión de hospitales a la Generalitat; obstrucción al cobro de impuestos; reforma educativa que busca “españolizar a los niños catalanes”); la crisis económica utilizada para encubrir la mala gestión del Gobierno de CiU; la ausencia de debate sobre el paro y la crisis y la insistencia en la balanza fiscal negativa con España; la continuidad o no en la UE; la convocatoria del referéndum; las presiones a los empresarios; el referéndum escocés. Muchos temas y poca voluntad de diálogo. Que algunos jueces han querido solventar como si fueran jueces de la horca.

El régimen del 78 da claras señales de agotamiento. En Cataluña se juntaron la necesidad racional de superar la crisis con la sentimental de la nación. Pueden citar a Martí i Pol y decir que “todo está por hacer y todo es posible”. De ahí su fuerza. Convertida en sentido común. Cataluña tiene autoconciencia como pueblo, más allá de estar a favor o en contra de la independencia, y acompaña la recuperación de la política nacida como efecto contra el modelo neoliberal. Por eso afirman en ese nuevo sentido común: ¿cómo que el pueblo no puede decidir sobre todo lo que quiera decidir? El resto de España sigue mirando. Pero no es cierto que así se solvente ningún problema. Por eso la amnistía a los políticos catalanes era una obligación, además de que la parte más conservadora del Estado español, la justicia, fue injusta con el referéndum (como ha seguido siéndolo después).

Solventar el problema de España: más allá del régimen de 78

España no ha gustado de la diferencia. Un país católico que ha querido solamente una verdad, un rey, una lengua, una religión, un pueblo. En nombre de esa estigmatización de la diferencia se han expulsado o eliminado a moriscos, judíos, gitanos, erasmistas, afrancesados, liberales, republicanos y, ahora, a los que creen que el régimen del 78, en cualquiera de sus aristas -incluida la territorial- está agotado. La idea de España de algunos jueces está poniendo en peligro la democracia. Y una parte del PSOE comparte esa mirada con el PP. En algún momento hay que dejar de poner parches. Es tiempo de un proceso constituyente que nos reencuentre.

Notas:

[1] Estas reflexiones las he discutido en Juan Carlos Monedero, La Transición contada a nuestros padres, Madrid, Catarata, 2017 (6ª edición).

Otras intervenciones en el debate

Intervenciones
  • Juan Carlos Monedero

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