Identidades que son refugios

  • Teresa Rodríguez

    Teresa Rodríguez

    Portavoz y líder de Adelante Andalucía

30.04.2024

Debate principal: España inacabada

La España inacabada es el título de este debate al que amablemente me invita la Fundación Espacio Público, pero ¿y si algunas queremos empezar a pensar en la “España que se acaba”? ¿Por qué hay que aceptar un marco mental en el que “salvarnos juntos” suponga necesariamente hacerlo dentro de esta España definida por expulsión de todo lo no blanco y cristiano, por inhumación de todo lo no franquista y por exclusión de amplias capas de la sociedad? ¿Acaso no podemos vivir juntos sin tener que estar encerrados juntos? ¿Solo podemos luchar juntas encerradas bajo los tres candados del escudo de España: la cruz, la corona y el modelo de estado? ¿No podemos acaso pensarnos juntas si no es bajo el mismo Estado con sus fuerzas represivas, sus tribunales de excepción, su impunidad (y ensalzamiento) del Franquismo, los privilegios de su Iglesia de pederastas y encubridores y su monarquía anacrónica y corrupta?

Me declaro abiertamente antisistema (anti este sistema). Creo que necesitamos una transformación profunda de nuestro orden de prioridades como sociedad poniendo en el centro la justicia social, la democracia más genuina que seamos capaces de organizar, la equidad y el cuidado de las personas, la naturaleza y las demás especies. Por tanto, como antisistema, no me preocupan las crisis de legitimidad de los pilares de este sistema. Más bien observo con interés cada una de sus grietas y, si puedo, intento contribuir a que se abran más y más y se cuele por ellas la gente. Como persona de izquierdas, me encantaría que el pilar más deteriorado fuera el de la legitimidad del sistema económico. Es más cómodo para nosotras y nosotros, profundamente racionalistas, trabajar con las contradicciones del capitalismo que con las cuestiones identitarias, pero siento decir que en estos momentos, no tenemos nosotras las riendas de las crisis de legitimidad del sistema.

Emilio Botín, en una cena con periodistas en Milán en 2014, poco antes de morir, declaró que sus dos principales preocupaciones eran Podemos y Cataluña. Un naciente Podemos que presentaba cifras inverosímiles de apoyo popular en las encuestas de opinión y preelectorales. Si de las dos grandes preocupaciones sísmicas de Botín, siguen en movimiento las placas tectónicas de Cataluña y Euskadi, larga vida a quienes mantienen operativa la crisis territorial del Estado en clave democrática y progresista.

En este Estado se fletaron cruceros con dibujos animados llenos de antidisturbios, algunos de ellos sobre motivados, para cargar contra gente que quería depositar una papeleta en una urna. Para pegarles duro, para perseguirles, detenerles o mandarlos al exilio. Por querer depositar una papeleta en una urna, en una tierra en la que el 80% de la población era favorable a una consulta incluso para poder votar que no. Les pegaron duro. Por querer formular una pregunta. Por querer expresarse. Por ejercer la democracia más valiente: aquella que se ejerce a pesar del miedo. El tipo de valentía que invierte la pirámide de Maslow y pone los ideales por encima de la seguridad personal. La que nace de la desobediencia más digna frente a las absurdas bravuconerías de los liberticidas, despojos del Franquismo, que siguen ocupando escaños, vistiendo togas, copando tertulias matutinas y escribiendo patrañas en los medios de comunicación de España. Larga vida a ese tipo de destellos de desestabilización del sistema. Más fáciles de animar para la izquierda las huelgas feministas de 2018 y 2019, el 15M, las Mareas, la Pah y los círculos de Podemos, sí, pero el 1 de octubre, Botín se removía en su tumba y mis ojos se llenaron de esperanza, de admiración y de indignación desde la “muy española y catalanófoba” Andalucía.

Otra gesta que me parece de justicia poética es el ascenso del soberanismo vasco. Más allá del horrendo devenir de ETA, el conjunto de la izquierda soberanista vasca ha sido perseguida, encarcelada, ilegalizada y censurada hasta límites ajenos a cualquier democracia homologable. Todo era ETA y la represión volcada en Euskadi auspiciaba leyes y prácticas de excepción en comisarías, cuarteles y juzgados que acabaron afectándonos a todas las personas activistas. Y después de todo eso, de quedar en ridículo en los tribunales internacionales y en evidencia en el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas, venimos de unas elecciones en las que el PNV y EH-Bildu son primera y segunda fuerza empatadas en escaños. A mí me resulta admirable ese tipo de perseverancia.

Al final tenemos a Galicia, a Euskadi y a Cataluña donde los partidos españoles han perdido la hegemonía entre las fuerzas de izquierda, de derechas o ambas. A mí como andalucista me resulta envidiable. Me encantaría que Andalucía también aspirara a hacerse oír y poner sus asuntos en el centro de la política como lo hacen las gallegas, los vascos y las catalanas. Me encantaría que Andalucía condicionara gobiernos con su propia agenda de reivindicaciones y agravios. Sí, agravios. Por supuesto que son agravios. Porque en este Estado los maltratos y desigualdades son también territoriales. Resultado de imposiciones antidemocráticas, culturales, económicas y sociales. A nosotras en Andalucía nos tocó perder a porfía en la división internacional del trabajo. Como nos tocó perder a las mujeres por cuestiones históricas y estructurales profundamente intrincadas. Me molesta que se hable de “guerra de agravios”, cuando se hacen valer las demandas territoriales, porque sería tanto como ridiculizar los sentimientos, la crítica y la demanda feminista como “agravios de género”.

Hablamos de desestabilizar el régimen, de abrazar todas las brechas de los pilares del sistema en clave emancipatoria. Hablamos de conceptos democráticos muy básicos como el derecho a decidir (a decidir sobre todo), pero también hablamos de justicia territorial.

El reparto de tierra entre la nobleza norteña que había financiado la mal llamada “reconquista” nos dejó en Andalucía una estructura de la propiedad en la que el 2% de los propietarios tiene más del 50% de la tierra. En muchos y significativos casos, esos propietarios son nobleza rentista y absentista que dejaba morir de hambre a la gente en los pueblos, que se ha llenado los bolsillos con la PAC sin producir riqueza ni generar empleo, pero secando nuestra tierra y forrándose con la especulación. A partir de ahí todas nuestras expectativas de desarrollo endógeno se vieron lastradas sin remedio. Hasta hoy mismo, en que el reparto de fondos europeos de recuperación se hace con unos criterios con los que nos toca abrir las minas para extraer el mineral con el que otros fabricarán las baterías del vehículo eléctrico. Extractivismo de ayer y hoy en una Andalucía que la oligarquía española (y la burguesía vasca y catalana) siempre sintió como ese descampado sin alma del que echaron a los moros.

Añádele ahora los efectos de la turistificación. Capitales de fuera acaparando vivienda en ciudades históricas y pueblos de costa que nos han expulsado de nuestros barrios para convertirlos en un decorado hortera de un teatro cuya taquilla se llevan encorbatados y modernitos con acento del norte. Capitales que nunca se quedan por aquí, salvo en salarios precarios de camareras de piso y tiradores de cerveza. Canarias levantaba de forma masiva su bandera de dignidad contra la turistificación en estos días exclamando “no es turismo es colonialismo”.

En España, Madrid, que solo produce poder, acumula casi el doble del PIB de Andalucía con dos millones de habitantes menos y el tamaño de la provincia de Cádiz. Y esto es así a pesar de la agricultura intensiva de Almería y la costa tropical, del mayor olivar del mundo, de recibir en 2023 más de 34 millones de turistas frente a los 7,4 de Madrid o de tener uno de los principales puertos de Europa. Y es que hasta el Puerto de Algeciras cotiza en Madrid.

¿Agravios? Sí. Eso o es que somos muy torpes o muy vagos o las dos cosas. Pero mucho mucho. Porque añádele el déficit de “capital simbólico”. La alienación de toda nuestra cultura: Madrid como “capital mundial del flamenco” y para nosotras la fama de incultas, fanáticos irracionales, folclóricas incansables, deficientes emprendedores, dormidores de siesta y vagas redomadas. Lo que viene a ser la dinámica supremacista de caricaturización e inferiorización que sustenta “éticamente” cualquier proceso colonial. Porque, cuando tenemos un 36% de población en riesgo de exclusión (11 puntos por encima de la media del Estado), cuando estamos a la cola en esperanza de vida y a la cabeza en emigración de nuestros jóvenes, lo de ser colonia interna no me parece ninguna hipérbole.

Dijo Blas Infante: “Mi nacionalismo, antes que andaluz, es humano. Creo que, por el nacimiento, la naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella. Yo quiero trabajar por la causa del espíritu en Andalucía porque en ella nací. Si en otra parte me encontrare, me esforzaría por esta causa con igual fervor”. Este análisis vale para Andalucía, pero también para Extremadura, para Canarias, para la Mancha o para Murcia, porque la “cuestión meridional” sigue presente y reproduciéndose en cada fase del capitalismo español y europeo. Y yo estoy en eso: en la “causa meridional”.

¿Agravios? Sí, y con razón. También tuvo que escuchar el movimiento feminista como la izquierda y el movimiento obrero le acusaban de romper la “unidad de la clase trabajadora” con sus agravios particulares. Le pedían al feminismo que postergara sus reivindicaciones como si hubiera una jerarquía de opresiones que, casualmente, ponía siempre por delante las opresiones de los hombres. Esto, además de injusto, es absurdo en la vida real. Las opresiones operan a la vez, interactúan y se retroalimentan en las vidas reales de las personas concretas. Los caminos de la toma de conciencia y la activación social siempre son imprevisibles, erráticos y contradictorios.

En algunas etapas de mi propia vida identifico la interacción de mis propias opresiones y el nacimiento de mis propios brotes de conciencia. Creo que la primera cosa que me dolió, en el sentido político del término, fue la primera Guerra de Irak. Vivía a escasos metros de la base militar de Rota, el rugido de los aviones durante la noche formaba parte de mis pesadillas infantiles y auspiciaba las terribles imágenes del Telediario del día siguiente (cuando los niños y las niñas veíamos el Telediario sin alternativa posible). La deforestación de mi barrio y los excesos del pelotazo urbanístico me hicieron rebelarme contra el ecocidio.

Cuando cumplí doce años, los hombres dejaron de verme como a una niña, una cierta veda se abrió a mi alrededor y, de un día para otro, sin previo aviso, empezaron el acoso, los abusos y las agresiones cotidianas. En aquel momento la opresión de género me pesaba más que cualquier otra. A los veinte empecé a trabajar en un restaurante para pagarme los estudios. Trabajaba sin contrato por tres euros la hora, mientras el dueño vacilaba de su nuevo descapotable. La opresión de clase adelantó posiciones entre mis malestares diarios, sin eclipsar los otros. Más adelante, tuve una relación con otra chica y me molestaba sobremanera tener que esconderme bajo la capucha de mi sudadera para besarla en la calle, y un malestar más se sumó a los otros con un protagonismo especial durante un tiempo.

Y, después, me parecía una tortura tener que disimular mi registro, mi acento y mi forma de expresarme cada vez que subía a una reunión a Madrid. Odiaba esa mirada de condescendencia, paternalismo y exotización cada vez que usaba alguna expresión o comportamiento propio de mi cultura de nacimiento. Más allá de los acentos, sentía que no entendían para nada hasta qué punto eran limitantes sus actitudes madrileñocéntricas, urbanitas y universitarias como único prisma desde el que mirar el mundo. Tuve que parir dos hijas para ser consciente de la discriminación que sufren las madres y que dar clase a alumnado gitano para ser consciente de lo implantada que está en nuestro país la gitanofobia y de cómo condiciona las vidas gitanas.

No puedo estar enfadada todo el rato por todas las cosas, pero cada una de esas opresiones y preocupaciones me llevaron a movilizarme de forma distinta en momentos distintos de mi vida, por eso creo que es un error establecer una jerarquía de opresiones en nuestros análisis y estrategias y también creo que es importante abrazar todo lo que en cada momento pueda hacernos avanzar en clave de acumulación de conciencia y desestabilización y transformación del sistema.

Y por eso creo que, lejos de ser un obstáculo para construir nuevas subjetividades emancipatorias, la cuestión identitaria y las opresiones territoriales son un motor de transformación en este momento y no “un cúmulo de agravios” egoísta que está rompiendo la sacrosanta “unidad de la izquierda”.

Por eso, en momentos de desmovilización en torno a las cuestiones materiales (que volverán), en momentos de desactualización del eje izquierda-derecha y porque los seres humanos somos razón y pasión, a veces de forma pendular como en el arte, creo que el eje centro-periferias, la crisis territorial del Estado y las cuestiones identitarias no son un obstáculo sino un refugio. El mismo refugio que está sirviendo de antídoto a la llegada de la extrema derecha al poder en las últimas elecciones generales y que puede ayudar a alimentar identidades alternativas en clave progresista al avance de un nuevo españolismo reaccionario que ha ocupado posiciones en nuestros barrios e institutos.

La izquierda española no debe desaparecer, la cuestión social no debe desaparecer, pero tiene que dejar de mirar con recelo el crecimiento de opciones soberanistas de izquierdas que desempeñan un papel importante por abajo (y también por arriba) para enfrentar la politización de la juventud y la clase trabajadora que se estaba produciendo de forma creciente en torno a la identidad hombre, español, heterosexual, antiecologista y antifeminista en el Estado y respecto a cada una de las naciones-estado de Europa y del mundo.

Yo creo, y milito, en alimentar la politización y la conciencia andalucista, no solo para atender a mi “yo/nosotros” andaluz, discriminado, oprimido y agraviado, lo hago también porque creo que es lo más útil que puedo aportar en este momento a una lucha global contra el avance de las ideas (y pasiones) reaccionarias. E intento hacerlo, no siempre con mucho éxito, con una actitud de respeto y hermandad con el resto de las fuerzas de la izquierda española, con el resto de soberanismos de izquierda y con las demás fuerzas políticas andalucistas para que nada de lo que en este momento nos permita seguir luchando juntos y juntas por una sociedad más justa y democrática se quede fuera de la ecuación y empecemos a pensar en una nueva dimensión del confederalismo democrático más allá de la tan manida “plurinacionalidad”. Nos “salvamos juntos”, luchando juntos, cada una desde nuestra barricada, desde donde “la naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella”. Nada de lo que ponga en crisis a este sistema, en clave transformadora y libertaria, nos debe ser ajeno y, en este momento, los soberanismos (en plural) son un escudo, un refugio y una oportunidad.     

Otras intervenciones en el debate

Intervenciones
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  • Javier Pérez Royo

    Catedrático de Derecho constitucional en la Universidad de Sevilla.

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  • Roberto Uriarte Torrealday

    Profesor de Derecho constitucional en la Universidad del País Vasco.

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  • Joan Romero

    Catedrático emérito en la Universitat de València y autor de España inacabada

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