¿Es posible en España un nuevo proyecto común?

  • Marina Subirats

    Marina Subirats

    Socióloga, política y filósofa

02.04.2024

Debate principal: España inacabada

Por suerte, el poder centralizador no ha conseguido, en España, convertirnos en un país culturalmente homogéneo, como ocurrió en Francia después de la Revolución Francesa. La centralización supuso que París brilló unos años como capital del mundo, absorbiendo todo el potencial creativo del resto de Francia; pero ello creó el vacío cultural del entorno, la gravitación sobre un único punto, la pérdida de culturas y lenguas diversas. Que, cuando París fue destronada, no pudieron ya ser revividas, a pesar de diversos intentos en algunas de sus regiones.    

España tuvo otro desarrollo que permitió mantener la diversidad; la revolución industrial no se produjo en el centrosino en zonas periféricas. Ello fue debido al predominio, en la zona central, de unas élites conservadoras que trataron de mantener su poder imponiendo su dominio a las burguesías periféricas nacientes, que en aquel momento representaban el progreso. La historia de nuestro siglo XIX es en gran parte el resultado de estos enfrentamientos; la II República, la guerra y la postguerra marcan la culminación de los conflictos, que ya no eran leídos únicamente como un enfrentamiento de clases sino también como un choque entre culturas y regiones diversas. El resultado es conocido, y ha pesado como una losa sobre el siglo XX español: el triunfo de la élite centralista apoyada en un entorno campesino empobrecido, esquilmado también de sus recursos humanos más innovadores, impidió durante años la modernización económica y cultural de nuestro país.  

Las consecuencias de la modernización neoliberal 

Sin embargo, durante los últimos años del franquismo y sobre todo primeros de la democracia, muchas cosas fueron cambiando; Madrid ya no es la capital provinciana dominada por unas élites retrogradas apoyadas en la Iglesia y el funcionariado. Se ha convertido en una ciudad europea potente, con un desarrollo económico notable; el PIB de Madrid sobrepasa al de Cataluña desde 2018; lo mismo sucede con la renta per cápita, con una brecha creciente entre ambas comunidades. Es decir, Madrid es ahora el motor económico de España, aprovechando las ventajas de la capitalidad y el predominio de la economía financiera sobre la industrial propio de los procesos de globalización. Y ello ha supuesto también un cambio en la composición social de la población y en las mentalidades.  

Todo ello implica que los enfrentamientos entre regiones no corresponden ya a un conflicto entre élites retrógradas y élites objetivamente «progresistas»; aunque existan diferentes condiciones económicas entre regiones, las oportunidades en el acceso a la educación, a la sanidad, al trabajo incluso, están mucho más generalizadas en todo el país.  Y por lo tanto, si los avances en el desarrollo nos han convertido en más homogéneos, ¿qué sentido tienen los planteamientos nacionalistas que seguimos observando, desde el nacionalismo españolista, el más generalizado, hasta los nacionalismos periféricos, tan presentes y vivos en Cataluña y en Euskadi? 

La razón de los enfrentamientos entre centro y zonas de la periferia, estoy convencida de ello, no se debe hoy a diferencias estructurales, sino, por así decir, a motivaciones superestructurales, de tipo cultural y político, incluso partidista, para conseguir y aglutinar votantes.

Por una parte, la reivindicación de un poder centralizado, desde una derecha que usa el recuerdo de la España imperial y su cortejo de fantasmas para seguir invocando el pasado glorioso y la predominancia del poder fuerte y arrogante; y que intenta arrastrar, con ello, a la población que gravita sobre el centro, cuyos habitantes más audaces siguen viendo Madrid como el escenario propicio al ascensor social. Una reivindicación que se traduce periódicamente en intentos de recorte de los presupuestos, de las libertades y de las culturas de las regiones que han conservado sus lenguas y sus peculiaridades.

Y ello ha dado fuerza, por otra parte, a las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos, presentadas, cada vez más, como emancipatorias de un poder que pretende ser, otra vez, absoluto, e intenta recuperar lo perdido con el desarrollo del Estado de las Autonomías, tratando de restringir poderes y rasgos culturales para presentar la homogeneidad como un imperativo. Creando, en ambos casos, la ilusión de una «causa» trascendente y heroica, casi exigida por la historia, y que a menudo genera entusiasmo en los adictos a ambos nacionalismos, en una sociedad de la que ha desaparecido toda posibilidad de epopeya.  

El PP ha usado el conflicto con los nacionalismos periféricos hasta la saciedad; primero en relación al vasco, luego al catalán. Sique siendo su baza más fuerte, corregida y aumentada, por supuesto, por Vox. La situación del PSOE es hoy la más incierta. Durante años, apoyo moderado al centralismo, granero de votos aun en tantas regiones. Pero, en la medida en que esta causa va convirtiéndose en obsoleta ante la realidad de la descentralización, son las zonas más conservadoras las que más la sustentan. El PSOE, como partido progresista y modernizador, ya no aglutina la mayoría en ellas. Sus únicos socios posibles son las fuerzas periféricas; con dificultades crecientes: también en las periferias hay una derecha, rompedora en lo nacional, pero no en lo económico. 

¿Qué tareas debería asumir un nuevo bloque progresista? 

La pregunta hoy es: ¿Es posible, en este escenario, configurar un nuevo bloque histórico, que pueda proyectar, para un horizonte temporal razonable, un nuevo proyecto de país? ¿Y que tenga como ejes la igualdad real en los derechos de las personas y la diversidad en las culturas de los pueblos? 

Mi impresión es que es posible, pero no fácil ni evidente. Por el momento, el soporte diverso al gobierno del PSOE no parte de un proyecto común, sino del temor a una alternativa devastadora. El PSOE tiene muchos dilemas para poder construir ese tipo de bloque, ¿hasta dónde puede suponerle la pérdida de apoyo de la clase trabajadora castellanoparlante en las zonas nacionalistas periféricas? ¿O incluso perder el apoyo restante en el centro, basado justamente hasta hace poco en la defensa del centralismo? ¿O dividirse en la medida en que su vieja guardia siga manteniendo una fuerte ideología españolista, como estamos viendo a menudo?   

Pero, más allá de los movimientos tácticos de cada coyuntura, hay algo todavía más importante. ¿Cuál sería el contenido de tal proyecto? ¿Sobre qué bases podría gravitar para ser realmente motivador y aglutinar a una mayoría de la población que lo haga suyo? 

Desde mi punto de vista, los objetivos están claros, si analizamos la situación del mundo y la actual coyuntura. Pero no son sencillos: la creciente desigualdad, la acumulación mundial de la riqueza en un grupo reducido de personas y el empobrecimiento de la mayoría, están llevando a una inmensa desafección en relación a la política y a las instituciones públicas; una desafección que conduce a franjas inmensas a apoyar una nueva forma de fascismo. Entendámonos: hay que partir de la base que, cuando las cosas empeoran, la tendencia política natural es añorar el pasado, que, teóricamente, fue mejor. Son progresistas quienes han sido beneficiados por los progresos. Y hoy, por supuesto, ya no pueden prometerse progresos materiales, hay que anunciar contención en nuestro uso y abuso de los recursos terrestres. 

Diseñar políticas que tiendan a ello y al mismo tiempo tengan en cuenta las desigualdades existentes a la hora de enfrentar limitaciones en el consumo, es, a mi modo de ver, el objetivo necesario que debe plantearse la izquierda. Este sería un progreso real, porque de otro modo estamos abocados a un fracaso colectivo. Pero, ¿cómo convencer de ello a la población, cuando hemos situado la satisfacción individual como la legítima ambición indiscutible? Ello exige un nuevo pacto social, un giro cultural, a partir del cual la mayoría pueda arrastrar a quienes se oponen

Este es hoy, creo, el dilema real que debe plantearse la izquierda; durante demasiado tiempo ha hecho la vista gorda, probablemente por impotencia, ante la acumulación extrema de riqueza, y ha centrado sus objetivos en la liberalización de las costumbres, en esta «libertad» que la derecha le disputa, y que ha servido para causas nobles, pero también para aberraciones notables, como estamos viendo ahora mismo en algunos asuntos. Pero ya no está el horno para bollos: o nos ponemos en serio a tratar de recuperar las riendas de la distribución de riqueza, limitando el poder financiero supranacional y recuperando el poder de los Estados para imponer las políticas adecuadas, o la desafección de la población más desfavorecida seguirá aumentando, empujada por el negacionismo y por promesas ilusorias. O llegamos a una redistribución que permita frenar el deterioro de la tierra sin perjudicar a los de siempre, o no podremos frenar este deterioro con su correlato, que es la escasez de recursos y los enfrentamientos para disponer de ellos. 

Una situación de extrema complejidad que exige un esfuerzo conjunto de todas las fuerzas responsables, más allá de los nacionalismos antiguos que han acabado convirtiéndose en munición electoralista basada en agravios comparativos. Porque, no nos engañemos, ante la dimensión del desafío, o nos salvamos juntos o nadie se salvará. Pero para ello es necesario que todas y cada una de las personas y de las culturas sienta que forma parte de esta salvación colectiva y acepten trabajar para conseguirla respetando la igualdad y la diversidad. 

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Intervenciones
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