Decía Arizmendiarrieta, pionero del cooperativismo de Mondragón, que una cooperativa no era sólo una estructura societaria; hacían falta también trabajadores con una cultura de la cooperación. Intuyo que, en España, hay gente que entiende el federalismo como una receta, pero no como un instrumento de diagnóstico, no como una forma de acercamiento al problema territorial y al problema nacional.
En España, muchas personas que se definen de izquierdas se reivindican también federalistas. ¿Lo son? Quizá, por exclusión: porque no se sienten identificadas con la España uniforme que subyace al imaginario de la derecha, del nacionalismo español; ni tampoco con su antagónico independentista que plantean los nacionalismos periféricos. Lo conciben como un tertium genus a medio camino entre ambos.
En mi humilde opinión, un federalismo constructivo y no meramente reactivo requiere, además, una cultura federal, una actitud, una forma de aproximación al problema territorial, de naturaleza laica y alejada del dogma del Estado-nación; alejada de las dos versiones del mismo dogma, tanto de la versión del Estado-nación de la revolución francesa, que pretende que todos los territorios y personas dentro de una fronteras preexistentes, que eran titularidad de un soberano, se convierten espontáneamente en nación uniforme, como de la versión del nacionalismo romántico alemán, que reivindicaba la existencia de la nación uniforme previa al Estado y la necesidad de convertir a esa nación en Estado para garantizar su supervivencia.
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Porque, si entendemos el federalismo exclusivamente como receta o «solución», estamos empezando la casa por el tejado. El federalismo, como sucede con el ecologismo o el feminismo, son sólo palabras para quien no está dispuesto a cuestionar profundamente sus rutinas y a ensayar otra mirada, menos dogmática y más permeable a integrar la complejidad. No creo que vaya a funcionar una receta federalista que no se base en un diagnóstico federalista, en un diagnóstico de la «España inacabada» profundamente laico y pegado al terreno.
En ese sentido, creo que es importante entender que las cuestiones identitarias no obedecen sólo a elementos racionales objetivables y que, por tanto, no pueden resolverse exclusivamente en el plano de la racionalidad, relegando a la irracionalidad el universo de las vivencias y de los afectos. Y entender también, que, aunque haya elementos en común, no es lo mismo abordar la descentralización, la articulación territorial del poder, que abordar la plurinacionalidad, la pluralidad en la identificación nacional de los habitantes de un territorio. Por simplificar, el problema de «los españoles que dejaron de serlo», de las personas que viven en España y no se sienten españolas o incluso desprecian a España, no se va a solucionar de forma simple, por el mero hecho de incrementar -o de reducir- las competencias de determinadas instituciones. Incrementar o reducir competencias o recursos de determinadas instituciones puede afectar al elemento identitario, pero no hay una correlación directa y necesaria entre proceso de descentralización y sentimientos identitarios. «¿Qué más quieren los catalanes que les demos?» es un planteamiento equivalente al «no entiendo que el niño siga llorando con todo lo que le he dado». Si no lo entiendes, eres tú quien tiene el problema, porque no por ello el niño va a dejar de llorar.
Entender el federalismo como una especie de viaje de exploración por el mundo, a la búsqueda de un modelo ideal a importar, que encaje como la horma del zapato de nuestros problemas de articulación territorial y nacional, constituye un viaje a la nada. La construcción de las casas empieza por los cimientos. Y todavía no hemos empezado por el diagnóstico, como para elucubrar con recetas.
Antes de plantear recetas, es preciso, pues, cambiar la mirada. Entender que una sociedad plurinacional es un organismo profundamente complejo. Que las recetas que se le apliquen pueden generar el efecto contrario al buscado, e incluso, varios efectos contrapuestos. Que no existe ninguna ecuación directa entre más o menos competencias y/o recursos y más o menos satisfacción ciudadana. Que el cómo es tan importante como el qué. Y que un elemento que refuerza el autogobierno puede debilitar o fortalecer la integración de las partes y/o la solidaridad entre ellas.
Vamos con un ejemplo que puede romper tabúes: el concierto económico, que constituye una de las principales fortalezas del autogobierno vasco y que funciona, a la vez, y gracias a un efecto no buscado en sus orígenes, como límite frente a la tentación secesionista. En Euskadi, aunque el independentismo haya sido históricamente más fuerte que en Cataluña, no es tan viable un «procés» independentista unilateral; porque, al depender los recursos de las instituciones vascas de los ingresos recaudados por ellas mismas, y no de las aportaciones del Estado, la fuga de empresas no tendría el carácter anecdótico que tuvo en Cataluña. Sólo con que las dos principales empresas abandonaran el País Vasco, las instituciones perderían inmediatamente el 12% de sus recursos.
En resumen, creo que está condenado al fracaso cualquier intento de simplificar, bajo la etiqueta federal o bajo cualquier otra, el problema territorial y reducirlo a una ecuación según la cual más o menos autogobierno equivaldría necesariamente a más o menos integración, y a su vez, a más o menos satisfacción identitaria de los habitantes de un territorio. Puede haber instrumentos que refuercen el autogobierno y también la integración, y quizá incluso, la solidaridad y, por qué no, hasta el sentimiento de pertenencia; también puede haberlos que debiliten todos esos elementos o que refuercen algunos y debiliten otros. Así que creo que toca dedicar menos energía a las recetas y empezar por afinar el diagnóstico.
Identidades que son refugios
30/04/2024
Teresa Rodríguez
Portavoz y líder de Adelante Andalucía
La España inacabada es el título de este debate al que amablemente me invita la Fundación Espacio Público, pero ¿y si algunas queremos empezar a pensar en la “España que se acaba”? ¿Por qué hay que aceptar un marco mental en el que “salvarnos juntos” suponga necesariamente hacerlo dentro de esta España definida por expulsión de todo lo no blanco y cristiano, por inhumación de todo lo no franquista y por exclusión de amplias capas de la sociedad? ¿Acaso no podemos vivir juntos sin tener que estar encerrados juntos? ¿Solo podemos luchar juntas encerradas bajo los tres candados del escudo de España: la cruz, la corona y el modelo de estado? ¿No podemos acaso pensarnos juntas si no es bajo el mismo Estado con sus fuerzas represivas, sus tribunales de excepción, su impunidad (y ensalzamiento) del Franquismo, los privilegios de su Iglesia de pederastas y encubridores y su monarquía anacrónica y corrupta?
Me declaro abiertamente antisistema (anti este sistema). Creo que necesitamos una transformación profunda de nuestro orden de prioridades como sociedad poniendo en el centro la justicia social, la democracia más genuina que seamos capaces de organizar, la equidad y el cuidado de las personas, la naturaleza y las demás especies. Por tanto, como antisistema, no me preocupan las crisis de legitimidad de los pilares de este sistema. Más bien observo con interés cada una de sus grietas y, si puedo, intento contribuir a que se abran más y más y se cuele por ellas la gente. Como persona de izquierdas, me encantaría que el pilar más deteriorado fuera el de la legitimidad del sistema económico. Es más cómodo para nosotras y nosotros, profundamente racionalistas, trabajar con las contradicciones del capitalismo que con las cuestiones identitarias, pero siento decir que en estos momentos, no tenemos nosotras las riendas de las crisis de legitimidad del sistema.
Emilio Botín, en una cena con periodistas en Milán en 2014, poco antes de morir, declaró que sus dos principales preocupaciones eran Podemos y Cataluña. Un naciente Podemos que presentaba cifras inverosímiles de apoyo popular en las encuestas de opinión y preelectorales. Si de las dos grandes preocupaciones sísmicas de Botín, siguen en movimiento las placas tectónicas de Cataluña y Euskadi, larga vida a quienes mantienen operativa la crisis territorial del Estado en clave democrática y progresista.
En este Estado se fletaron cruceros con dibujos animados llenos de antidisturbios, algunos de ellos sobre motivados, para cargar contra gente que quería depositar una papeleta en una urna. Para pegarles duro, para perseguirles, detenerles o mandarlos al exilio. Por querer depositar una papeleta en una urna, en una tierra en la que el 80% de la población era favorable a una consulta incluso para poder votar que no. Les pegaron duro. Por querer formular una pregunta. Por querer expresarse. Por ejercer la democracia más valiente: aquella que se ejerce a pesar del miedo. El tipo de valentía que invierte la pirámide de Maslow y pone los ideales por encima de la seguridad personal. La que nace de la desobediencia más digna frente a las absurdas bravuconerías de los liberticidas, despojos del Franquismo, que siguen ocupando escaños, vistiendo togas, copando tertulias matutinas y escribiendo patrañas en los medios de comunicación de España. Larga vida a ese tipo de destellos de desestabilización del sistema. Más fáciles de animar para la izquierda las huelgas feministas de 2018 y 2019, el 15M, las Mareas, la Pah y los círculos de Podemos, sí, pero el 1 de octubre, Botín se removía en su tumba y mis ojos se llenaron de esperanza, de admiración y de indignación desde la “muy española y catalanófoba” Andalucía.
Otra gesta que me parece de justicia poética es el ascenso del soberanismo vasco. Más allá del horrendo devenir de ETA, el conjunto de la izquierda soberanista vasca ha sido perseguida, encarcelada, ilegalizada y censurada hasta límites ajenos a cualquier democracia homologable. Todo era ETA y la represión volcada en Euskadi auspiciaba leyes y prácticas de excepción en comisarías, cuarteles y juzgados que acabaron afectándonos a todas las personas activistas. Y después de todo eso, de quedar en ridículo en los tribunales internacionales y en evidencia en el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas, venimos de unas elecciones en las que el PNV y EH-Bildu son primera y segunda fuerza empatadas en escaños. A mí me resulta admirable ese tipo de perseverancia.
Al final tenemos a Galicia, a Euskadi y a Cataluña donde los partidos españoles han perdido la hegemonía entre las fuerzas de izquierda, de derechas o ambas. A mí como andalucista me resulta envidiable. Me encantaría que Andalucía también aspirara a hacerse oír y poner sus asuntos en el centro de la política como lo hacen las gallegas, los vascos y las catalanas. Me encantaría que Andalucía condicionara gobiernos con su propia agenda de reivindicaciones y agravios. Sí, agravios. Por supuesto que son agravios. Porque en este Estado los maltratos y desigualdades son también territoriales. Resultado de imposiciones antidemocráticas, culturales, económicas y sociales. A nosotras en Andalucía nos tocó perder a porfía en la división internacional del trabajo. Como nos tocó perder a las mujeres por cuestiones históricas y estructurales profundamente intrincadas. Me molesta que se hable de “guerra de agravios”, cuando se hacen valer las demandas territoriales, porque sería tanto como ridiculizar los sentimientos, la crítica y la demanda feminista como “agravios de género”.
Hablamos de desestabilizar el régimen, de abrazar todas las brechas de los pilares del sistema en clave emancipatoria. Hablamos de conceptos democráticos muy básicos como el derecho a decidir (a decidir sobre todo), pero también hablamos de justicia territorial.
El reparto de tierra entre la nobleza norteña que había financiado la mal llamada “reconquista” nos dejó en Andalucía una estructura de la propiedad en la que el 2% de los propietarios tiene más del 50% de la tierra. En muchos y significativos casos, esos propietarios son nobleza rentista y absentista que dejaba morir de hambre a la gente en los pueblos, que se ha llenado los bolsillos con la PAC sin producir riqueza ni generar empleo, pero secando nuestra tierra y forrándose con la especulación. A partir de ahí todas nuestras expectativas de desarrollo endógeno se vieron lastradas sin remedio. Hasta hoy mismo, en que el reparto de fondos europeos de recuperación se hace con unos criterios con los que nos toca abrir las minas para extraer el mineral con el que otros fabricarán las baterías del vehículo eléctrico. Extractivismo de ayer y hoy en una Andalucía que la oligarquía española (y la burguesía vasca y catalana) siempre sintió como ese descampado sin alma del que echaron a los moros.
Añádele ahora los efectos de la turistificación. Capitales de fuera acaparando vivienda en ciudades históricas y pueblos de costa que nos han expulsado de nuestros barrios para convertirlos en un decorado hortera de un teatro cuya taquilla se llevan encorbatados y modernitos con acento del norte. Capitales que nunca se quedan por aquí, salvo en salarios precarios de camareras de piso y tiradores de cerveza. Canarias levantaba de forma masiva su bandera de dignidad contra la turistificación en estos días exclamando “no es turismo es colonialismo”.
En España, Madrid, que solo produce poder, acumula casi el doble del PIB de Andalucía con dos millones de habitantes menos y el tamaño de la provincia de Cádiz. Y esto es así a pesar de la agricultura intensiva de Almería y la costa tropical, del mayor olivar del mundo, de recibir en 2023 más de 34 millones de turistas frente a los 7,4 de Madrid o de tener uno de los principales puertos de Europa. Y es que hasta el Puerto de Algeciras cotiza en Madrid.
¿Agravios? Sí. Eso o es que somos muy torpes o muy vagos o las dos cosas. Pero mucho mucho. Porque añádele el déficit de “capital simbólico”. La alienación de toda nuestra cultura: Madrid como “capital mundial del flamenco” y para nosotras la fama de incultas, fanáticos irracionales, folclóricas incansables, deficientes emprendedores, dormidores de siesta y vagas redomadas. Lo que viene a ser la dinámica supremacista de caricaturización e inferiorización que sustenta “éticamente” cualquier proceso colonial. Porque, cuando tenemos un 36% de población en riesgo de exclusión (11 puntos por encima de la media del Estado), cuando estamos a la cola en esperanza de vida y a la cabeza en emigración de nuestros jóvenes, lo de ser colonia interna no me parece ninguna hipérbole.
Dijo Blas Infante: “Mi nacionalismo, antes que andaluz, es humano. Creo que, por el nacimiento, la naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella. Yo quiero trabajar por la causa del espíritu en Andalucía porque en ella nací. Si en otra parte me encontrare, me esforzaría por esta causa con igual fervor”. Este análisis vale para Andalucía, pero también para Extremadura, para Canarias, para la Mancha o para Murcia, porque la “cuestión meridional” sigue presente y reproduciéndose en cada fase del capitalismo español y europeo. Y yo estoy en eso: en la “causa meridional”.
¿Agravios? Sí, y con razón. También tuvo que escuchar el movimiento feminista como la izquierda y el movimiento obrero le acusaban de romper la “unidad de la clase trabajadora” con sus agravios particulares. Le pedían al feminismo que postergara sus reivindicaciones como si hubiera una jerarquía de opresiones que, casualmente, ponía siempre por delante las opresiones de los hombres. Esto, además de injusto, es absurdo en la vida real. Las opresiones operan a la vez, interactúan y se retroalimentan en las vidas reales de las personas concretas. Los caminos de la toma de conciencia y la activación social siempre son imprevisibles, erráticos y contradictorios.
En algunas etapas de mi propia vida identifico la interacción de mis propias opresiones y el nacimiento de mis propios brotes de conciencia. Creo que la primera cosa que me dolió, en el sentido político del término, fue la primera Guerra de Irak. Vivía a escasos metros de la base militar de Rota, el rugido de los aviones durante la noche formaba parte de mis pesadillas infantiles y auspiciaba las terribles imágenes del Telediario del día siguiente (cuando los niños y las niñas veíamos el Telediario sin alternativa posible). La deforestación de mi barrio y los excesos del pelotazo urbanístico me hicieron rebelarme contra el ecocidio.
Cuando cumplí doce años, los hombres dejaron de verme como a una niña, una cierta veda se abrió a mi alrededor y, de un día para otro, sin previo aviso, empezaron el acoso, los abusos y las agresiones cotidianas. En aquel momento la opresión de género me pesaba más que cualquier otra. A los veinte empecé a trabajar en un restaurante para pagarme los estudios. Trabajaba sin contrato por tres euros la hora, mientras el dueño vacilaba de su nuevo descapotable. La opresión de clase adelantó posiciones entre mis malestares diarios, sin eclipsar los otros. Más adelante, tuve una relación con otra chica y me molestaba sobremanera tener que esconderme bajo la capucha de mi sudadera para besarla en la calle, y un malestar más se sumó a los otros con un protagonismo especial durante un tiempo.
Y, después, me parecía una tortura tener que disimular mi registro, mi acento y mi forma de expresarme cada vez que subía a una reunión a Madrid. Odiaba esa mirada de condescendencia, paternalismo y exotización cada vez que usaba alguna expresión o comportamiento propio de mi cultura de nacimiento. Más allá de los acentos, sentía que no entendían para nada hasta qué punto eran limitantes sus actitudes madrileñocéntricas, urbanitas y universitarias como único prisma desde el que mirar el mundo. Tuve que parir dos hijas para ser consciente de la discriminación que sufren las madres y que dar clase a alumnado gitano para ser consciente de lo implantada que está en nuestro país la gitanofobia y de cómo condiciona las vidas gitanas.
No puedo estar enfadada todo el rato por todas las cosas, pero cada una de esas opresiones y preocupaciones me llevaron a movilizarme de forma distinta en momentos distintos de mi vida, por eso creo que es un error establecer una jerarquía de opresiones en nuestros análisis y estrategias y también creo que es importante abrazar todo lo que en cada momento pueda hacernos avanzar en clave de acumulación de conciencia y desestabilización y transformación del sistema.
Y por eso creo que, lejos de ser un obstáculo para construir nuevas subjetividades emancipatorias, la cuestión identitaria y las opresiones territoriales son un motor de transformación en este momento y no “un cúmulo de agravios” egoísta que está rompiendo la sacrosanta “unidad de la izquierda”.
Por eso, en momentos de desmovilización en torno a las cuestiones materiales (que volverán), en momentos de desactualización del eje izquierda-derecha y porque los seres humanos somos razón y pasión, a veces de forma pendular como en el arte, creo que el eje centro-periferias, la crisis territorial del Estado y las cuestiones identitarias no son un obstáculo sino un refugio. El mismo refugio que está sirviendo de antídoto a la llegada de la extrema derecha al poder en las últimas elecciones generales y que puede ayudar a alimentar identidades alternativas en clave progresista al avance de un nuevo españolismo reaccionario que ha ocupado posiciones en nuestros barrios e institutos.
La izquierda española no debe desaparecer, la cuestión social no debe desaparecer, pero tiene que dejar de mirar con recelo el crecimiento de opciones soberanistas de izquierdas que desempeñan un papel importante por abajo (y también por arriba) para enfrentar la politización de la juventud y la clase trabajadora que se estaba produciendo de forma creciente en torno a la identidad hombre, español, heterosexual, antiecologista y antifeminista en el Estado y respecto a cada una de las naciones-estado de Europa y del mundo.
Yo creo, y milito, en alimentar la politización y la conciencia andalucista, no solo para atender a mi “yo/nosotros” andaluz, discriminado, oprimido y agraviado, lo hago también porque creo que es lo más útil que puedo aportar en este momento a una lucha global contra el avance de las ideas (y pasiones) reaccionarias. E intento hacerlo, no siempre con mucho éxito, con una actitud de respeto y hermandad con el resto de las fuerzas de la izquierda española, con el resto de soberanismos de izquierda y con las demás fuerzas políticas andalucistas para que nada de lo que en este momento nos permita seguir luchando juntos y juntas por una sociedad más justa y democrática se quede fuera de la ecuación y empecemos a pensar en una nueva dimensión del confederalismo democrático más allá de la tan manida “plurinacionalidad”. Nos “salvamos juntos”, luchando juntos, cada una desde nuestra barricada, desde donde “la naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella”. Nada de lo que ponga en crisis a este sistema, en clave transformadora y libertaria, nos debe ser ajeno y, en este momento, los soberanismos (en plural) son un escudo, un refugio y una oportunidad.
Hacienda federal y cogobernanza, retos de la financiación autonómica
23/04/2024
Montserrat Colldeforns
Economista experta en financiación pública
Que nuestro sistema de financiación de las CCAA necesita una reforma en profundidad es algo sabido desde hace tiempo. La que se intentó en el 2009 es la que sobrevive, no porqué sea útil o adecuada, sino simplemente por la dificultad de acordar otra.
Para explicar esta dificultad se alude a menudo a la falta de cultura federal, tanto de las propias CCAA, que se creen en la obligación de mirar sólo por sus intereses y eludir la visión de conjunto, como del Gobierno Central que se resiste a perder parte de su preeminencia. También se alude a las crisis, la inestabilidad política y el desistimiento de la Generalitat de Catalunya.
Sin embargo, el conflicto en torno al sistema de financiación -e incluyo aquí toda España, no sólo las Comunidades de régimen común- es una parte de las tensiones y complejidades que surgen ante la organización territorial del poder. España empezó en 1978 su larga marcha desde un estado unitario y muy centralizado (dos características distintas) hacia un estado de tipo federal.
Desde una perspectiva histórica es un cambio reciente. Podemos y debemos aprender de otras experiencias mucho más antiguas que la nuestra, pero no podemos alejarnos de nuestra propia historia. Este es el contexto de fondo.
Ahora bien, el modelo territorial es uno de los pilares de la Constitución del 78, y este pilar no puede ser fuerte si no tiene una “hacienda federal” que responda a unos consensos básicos ampliamente aceptados. Y esos consensos exigen el desarrollo de un sistema de gobernanza que los promuevan y los faciliten.
También hace falta identificar claramente las cuestiones básicas y apuntar posibles caminos. En primer lugar, cómo conciliar, de manera efectiva, los dos principios que marca la Constitución: autonomía y solidaridad (artículo 2), con ausencia de privilegios (138.2) y en coordinación con el Gobierno Central (156.1). Para ello, hay que deslindar claramente el objetivo de financiación de las CCAA, con un modelo justo y equitativo, del objetivo de convergencia y cohesión territorial. Aunque éste sea imprescindible si cabe aún más en un Estado federal, no debe confundirse ni mezclarse con el primero.
La construcción de una hacienda federal
La autonomía conlleva necesariamente cierta responsabilidad en ingresos y gastos, y la solidaridad conlleva necesariamente transferencias de recursos. Ambas presuponen reconocer y aceptar diferencias.
Una posibilidad que cumple estos requisitos es recuperar la esencia del modelo del 2009, que busca un alto grado de nivelación de la capacidad fiscal de cada CA sin llegar sin embargo a su total igualdad. Significa situar el actual Fondo de Garantía de los servicios esenciales del estado del bienestar, o uno similar, en el centro del modelo, de manera efectiva y no solo formal, como es el caso ahora mismo, de modo que actúe con todo su potencial. Las Comunidades de régimen foral también deberían participar en este Fondo de Garantía. Todo ello de manera gradual y progresiva. El informe de los expertos sobre financiación de 2017 apunta en esta dirección. Los detalles, que son muchos e importantes vendrían después.
Una segunda cuestión básica es reconocer que es el conjunto de nuestro sistema fiscal – de ingresos y gastos – el que debe recomponerse, dentro del marco de la Unión Europea: obtener más ingresos, de manera más justa y repartirlos mejor, con las lecciones aprendidas desde el impacto de la pandemia, la guerra de Ucrania y las urgencias del cambio climático. Y todo ello no puede hacerse, o no debería hacerse, sin las CCAA.
Los recursos totales del sistema han menguado en términos relativos y su recuperación es imprescindible para sostener las grandes políticas de bienestar en manos de las CA. Pero hay dos maneras de hacerlo: más que apelar a una mayor aportación de recursos de la hacienda central en forma de transferencias, es necesario ceder más capacidad tributaria. Para empezar, compartiendo el fruto de los tributos de nueva creación, a los que tienen acceso casi automáticamente las haciendas forales, y aumentando la participación en alguno de los grandes impuestos compartidos.
Se trata de transitar desde un modelo basado en la financiación de los gastos de las CCAA de régimen común – que es el rasgo que han compartido todos los modelos de las CCAA de régimen común, incluido el actual – a un modelo de participación en los ingresos, verdaderamente federal, con un alto componente de nivelación y garantía del estado del bienestar. No es un juego de suma cero sino de reequilibrio y nuevas oportunidades. Requiere “sentido de Estado”, tal como reclamó la ministra de hacienda cuando en diciembre de 2023 anunció su voluntad de impulsar de nuevo una reforma del sistema de financiación.
Es este sentido de Estado, de compromiso colectivo con un proyecto común, el que debe desarrollarse y consolidarse.
Avanzar en la cogobernanza
Aunque en la situación actual de confrontación alcanzar este consenso básico pueda parecer una quimera creo que se puede, y debe, avanzar con decisión en el desarrollo de las instituciones formales, e informales, de lo que hemos convenido en llamar “cogobernanza”: Conferencia de Presidentes, conferencias sectoriales, consejos consultivos u otros, con recursos y apoyo normativo, jurídico y técnico. Y con reglas para alcanzar decisiones que incluyan a las CCAA.
Ya se ha avanzado en este campo. Su desarrollo pediría cambios en la Ley 40/2015 de régimen jurídico del Sector Público, que promuevan relaciones intergubernamentales basadas en la cooperación y el respeto a las respectivas competencias – que precisan mayor delimitación – y al reconocimiento de las interdependencias entre CCAA, y entre éstas con el Gobierno Central, en relaciones bilaterales y multilaterales según corresponda. Estas instituciones son imprescindibles para que todos los actores puedan defender sus intereses y formar mayorías con transparencia y lealtad.
Ampliar el marco de discusión, negociación y pactos puede reforzar, aunque parezca paradójico, la estabilidad del conjunto del sistema.
Un ejemplo en el ámbito de la hacienda es la reforma del “Consejo de Política Fiscal y Financiera”, creado ya en 1980, con la ampliación de los temas a tratar. Desde luego, deberían incluirse los resultados de las conferencias sectoriales con implicaciones financieras importantes (políticas activas de empleo, planes de vivienda, por ejemplo), las reglas fiscales sobre déficit y deuda o el impacto de los fondos Next Generation u otros de la Unión Europea.
Pero también debería reformarse el sistema de votación. El actual reparto de votos en el que el Gobierno Central dispone del 50 % de ellos, no fomenta precisamente la búsqueda del consenso y la participación activa. Una buena fórmula, podría ser una aprobación por mayoría cualificada.
La cooperación necesaria debe encontrar donde practicarse y aplicarse, y solo en este marco puede una sociedad, y todo un Estado como el nuestro, adaptarse a los cambios que inevitablemente se suceden y hacerlo del modo más satisfactorio posible para la mayoría. Como señaló Juan José Solozábal “el orden autonómico es un orden complejo, pero no puede ser un orden confuso”.
¿ESPAÑA INACABADA?
18/04/2024
Javier Pérez Royo
Catedrático de Derecho constitucional en la Universidad de Sevilla.
El Estado Constitucional es el resultado de la combinación de un principio de legitimidad y un principio de legalidad. El principio de legitimidad está en la Constitución y nada más que en la Constitución. El principio de legalidad está en las demás normas que integran el ordenamiento jurídico. En el principio de legitimidad descansa tanto el sistema político como el ordenamiento jurídico del Estado.
Principios de legitimidad propios del Estado Constitucional reconocidos como tales hay tres: el principio de soberanía parlamentaria, el principio de soberanía nacional y el principio de soberanía popular. Los dos primeros son de origen europeo, inglés y francés respectivamente. El tercero es de origen estadounidense.
EEUU: de la condeferación a la federación
Los dos principios europeos no guardan relación alguna en su génesis con la distribución territorial del poder en la Constitución. Son principios que se imponen frente a la soberanía de origen divino del monarca, principio de legitimidad propio de la Monarquía Absoluta. Su forma de expresión será el Estado unitario.
El principio estadounidense se inventa para resolver un problema constitucional de naturaleza territorial. El principio de soberanía parlamentaria era el principio con base en el cuál se argumentó la independencia de las trece colonias de la metrópolis inglesa. Inglaterra habría vulnerado su propia Constitución al imponer en las colonias normas tributarias y comerciales sin contar con la aprobación de los Parlamentos de las mismas. En esta vulneración del principio de soberanía parlamentaria se fundamentó originariamente la Revolución Americana. Las trece Colonias se convirtieron en Estados independientes reivindicando la soberanía parlamentaria propia atropellada por el Parlamento de Westminster.
Con base en dicho principio de legitimidad se aprobaron los Artículos de la Confederación, primer documento constitucional de la historia de los Estados Unidos. Cada Estado era soberano y el Parlamento de cada uno de ellos era el lugar de residenciación de la soberanía. El horizonte constitucional no era un horizonte propio, sino que era el horizonte inglés. Con tal horizonte no se podía ir más allá de la Confederación.
La insuficiencia de la fórmula confederal para garantizar la supervivencia de los trece Estados se pondrá rápidamente de manifiesto. Tanto que el debate sobre la reforma de los Artículos de la Confederación cobraría una notable intensidad en los años inmediatamente posteriores a su entrada en vigor. Tanta que desembocaría en la convocatoria de una Convención en Filadelfia con la finalidad de encontrar una salida constitucional que garantizara la supervivencia de los trece Estados.
En dicha Convención se “inventaría” un nuevo principio de legitimidad: el principio de soberanía popular. Sin trasladar la soberanía del Parlamento a otro lugar, no era posible organizar técnicamente un Estado a partir de los trece que habían constituido la Confederación.
“Nosotros, el pueblo”
Esto es lo que se produciría en Filadelfia. Edmund S. Morgan, “Inventing the People”, ha descrito de manera luminosa el tránsito de la soberanía de origen divino a la soberanía parlamentaria en la Inglaterra del siglo XVII y la transformación de la soberanía parlamentaria a la soberanía popular en la Convención de Filadelfia. James Wilson, profesor de la Universidad de Harvard, que sería posteriormente juez de la primera Corte Suprema, sería el inventor de la fórmula.
El tránsito de la soberanía de origen divino a la soberanía parlamentaria fue un paso gigantesco en la historia de la humanidad. “Nosotros- añadiría- hemos perfeccionado dicho principio de legitimidad en la medida en que nuestras elecciones parlamentarias eran genuinas y no corruptas, como eran las inglesas. Pero aún con dicho perfeccionamiento, el principio no es adecuado. La soberanía no tiene que residir en los representantes del pueblo, sino que tiene que residir directamente en el pueblo”. Y con dicha residenciación no hay obstáculo alguno para que el titular de la soberanía distribuya el poder entre la Federación y los Estados Miembros.
Así nació el principio de legitimación democrática, que acabaría convirtiéndose en un principio universalmente reconocido. De dicho principio derivaría la afirmación de la Constitución como norma jurídica, la reforma de la Constitución como única vía para la renovación del principio de legitimidad y la justicia constitucional como forma de garantizar la supremacía de la Constitución sobre todas las demás normas que existen en el ordenamiento jurídico.
Dicho en pocas palabras: únicamente con base en el principio de soberanía popular se pueda dar una respuesta constitucional a la distribución territorial del poder en el Estado. Con ello no quiero decir que el principio de soberanía popular conduzca inexorablemente a un Estado políticamente descentralizado, pero sí que no hay Estado políticamente descentralizado que no tenga su origen en el principio de soberanía popular.
España: distribución territorial del poder no constitucionalizada
La historia constitucional de nuestro país es un buen ejemplo. Las tensiones territoriales no han dejado de estar presentes en ningún momento de nuestra historia política, pero únicamente alcanzan dimensión constitucional a partir de la Segunda República. Antes tuvieron dimensión infraconstitucional. Ahí está la historia de la elaboración del Código Civil. Pero no se llegó a plantear como problema de naturaleza constitucional. Con la excepción de la Primera República, obviamente.
La distribución territorial del poder ha sido el problema más importante de los dos procesos constituyentes del siglo XX y continúa siendo el más importante en el siglo XXI. Así fue reconocido de manera expresa en ambos casos en sus ponencias constitucionales de forma casi exactamente igual.
“Materia primera de nuestra preocupación fue la referente a la estructuración de España en régimen unitario o federal…No obstante, la Comisión ha entendido preferible no teorizar sobre tema tan grave, sino apoyarse en la innegable realidad de hoy y abrir camino a la posible realidad de mañana”. Son prácticamente las primeras palabras del Anteproyecto de la Constitución de la República española de la Comisión Jurídica Asesora.
La definición de la estructura del Estado no debe hacerse en la Constitución, sino que ésta debe limitarse a posibilitar una estructura políticamente descentralizada y remitir la concreción de la misma a las iniciativas que se fueran adoptando en las distintas regiones. La estructura del Estado es un problema constituyente capital, pero no tiene por qué ser resuelto en la propia Constitución.
La autonomía de Catalunya sí. De manera inmediata. Después ya se irá viendo. El resultado ya sabemos cuál fue: un debate de suma importancia sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya; la aprobación de los Estatutos de Autonomía de País Vasco y Galicia con la guerra civil ya iniciada. Y varias regiones elaborando proyectos de estatutos para su remisión a las Cortes.
Qué hubiera pasado con la estructura del Estado sin la Guerra Civil es el supuesto típico de futurible. Pero nos deja la enseñanza de que, una vez puesta en marcha el proceso de descentralización política, la tendencia a extenderse a todo el territorio del Estado se produce rápidamente.
La ponencia de la Constitucion de 1978. Lo que pudo ser y no fue
En el debate constituyente del 31, como acabamos de ver no se intento siquiera explorar la vía de definir la estructura del Estado. No ocurrió lo mismo inicialmente en el debate de la Constitución del 78. El primer Anteproyecto de Constitución elaborado por la Ponencia elegida en el seno de la Comisión Constitucional, que se publicó en el Boletín Oficial de las Cortes el 5 de enero de 1978, (ver aquí) había el punto de partida de un proyecto razonable de un Estado políticamente descentralizado. Después de la Constitución Federal de la Primera República, ha sido la opción de alcance federal más importante de nuestra historia constitucional.
Arrancaba de una decisión política constitucionalmente conformadora de la estructura del Estado en el artículo 2 en unos términos nada alambicados. “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”.
Distinguía a continuación la autonomía de los Territorios autónomos a los que dedicaba en exclusiva el Título VIII, de la autonomía de los municipios y provincias que figuraban en el Capítulo Segundo del Título V, “De la Administración”. Se admitía, además, la posibilidad de que las provincias fueran sustituidas por las “circunscripciones que los Estatutos de Autonomía establezcan mediante la agrupación de municipios”.
En el Título VIII, “De los Territorios Autónomos”, se contemplaba una única forma de iniciativa del proceso autonómico, una misma forma para la elaboración y aprobación de los Estatutos de Autonomía, que es la que está prevista en el artículo 151 de la Constitución, una misma arquitectura institucional con Asamblea Legislativa y Presidente y Consejo de Gobierno, aunque sin referencia al Tribunal Superior de Justicia, un sistema de distribución de competencias entre el Estado y los Territorios Autónomos con base en una lista única de competencias del Estado, pudiendo los Territorios Autónomas asumir las competencias en todas las materias no incluidas en dicha lista, un mismo sistema de control de los actos de los Territorios Autónomos y un mismo sistema de financiación.
Por último, el Senado se compondría de representantes de los distintos Territorios Autónomos, elegidos por las Asambleas Legislativas de los mismos a razón de diez por cada Territorio más uno por cada 500.000 habitantes o fracción superior a 250.000. El Congreso al comienzo de cada legislatura por mayoría de tres quintos podría designar hasta veinte senadores entre personas que hubieran prestado servicios eminentes”
Se trata de la opción federal más acabada de nuestra historia. Con base en dicho Anteproyecto se hubiera podido constituir a lo largo del proceso constituyente una estructura del Estado, que no dejara la tarea a los Estatutos de Autonomía. La estructura del Estado podría haber quedado abierta pero razonablemente definida en la Constitución. Pero no fue así.
Los caminos se llenaron de obstáculos. La experiencia de estos veinticinco primeros años del siglo XXI es una muestra suficientemente elocuente. De modo, que mientras no seamos capaces de enfrentarnos a los límites impuestos a la estructura del Estado, el problema de la insuficiente descentralización política seguirá pendiente.
España no está inacabada. Simplemente tiene sin resolver en la Constitución el más importante de sus problemas constituyentes.
¿Recetas federalistas sin diagnóstico federalista?
17/04/2024
Roberto Uriarte Torrealday
Profesor de Derecho constitucional en la Universidad del País Vasco.
Decía Arizmendiarrieta, pionero del cooperativismo de Mondragón, que una cooperativa no era sólo una estructura societaria; hacían falta también trabajadores con una cultura de la cooperación. Intuyo que, en España, hay gente que entiende el federalismo como una receta, pero no como un instrumento de diagnóstico, no como una forma de acercamiento al problema territorial y al problema nacional.
En España, muchas personas que se definen de izquierdas se reivindican también federalistas. ¿Lo son? Quizá, por exclusión: porque no se sienten identificadas con la España uniforme que subyace al imaginario de la derecha, del nacionalismo español; ni tampoco con su antagónico independentista que plantean los nacionalismos periféricos. Lo conciben como un tertium genus a medio camino entre ambos.
En mi humilde opinión, un federalismo constructivo y no meramente reactivo requiere, además, una cultura federal, una actitud, una forma de aproximación al problema territorial, de naturaleza laica y alejada del dogma del Estado-nación; alejada de las dos versiones del mismo dogma, tanto de la versión del Estado-nación de la revolución francesa, que pretende que todos los territorios y personas dentro de una fronteras preexistentes, que eran titularidad de un soberano, se convierten espontáneamente en nación uniforme, como de la versión del nacionalismo romántico alemán, que reivindicaba la existencia de la nación uniforme previa al Estado y la necesidad de convertir a esa nación en Estado para garantizar su supervivencia.
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Porque, si entendemos el federalismo exclusivamente como receta o «solución», estamos empezando la casa por el tejado. El federalismo, como sucede con el ecologismo o el feminismo, son sólo palabras para quien no está dispuesto a cuestionar profundamente sus rutinas y a ensayar otra mirada, menos dogmática y más permeable a integrar la complejidad. No creo que vaya a funcionar una receta federalista que no se base en un diagnóstico federalista, en un diagnóstico de la «España inacabada» profundamente laico y pegado al terreno.
En ese sentido, creo que es importante entender que las cuestiones identitarias no obedecen sólo a elementos racionales objetivables y que, por tanto, no pueden resolverse exclusivamente en el plano de la racionalidad, relegando a la irracionalidad el universo de las vivencias y de los afectos. Y entender también, que, aunque haya elementos en común, no es lo mismo abordar la descentralización, la articulación territorial del poder, que abordar la plurinacionalidad, la pluralidad en la identificación nacional de los habitantes de un territorio. Por simplificar, el problema de «los españoles que dejaron de serlo», de las personas que viven en España y no se sienten españolas o incluso desprecian a España, no se va a solucionar de forma simple, por el mero hecho de incrementar -o de reducir- las competencias de determinadas instituciones. Incrementar o reducir competencias o recursos de determinadas instituciones puede afectar al elemento identitario, pero no hay una correlación directa y necesaria entre proceso de descentralización y sentimientos identitarios. «¿Qué más quieren los catalanes que les demos?» es un planteamiento equivalente al «no entiendo que el niño siga llorando con todo lo que le he dado». Si no lo entiendes, eres tú quien tiene el problema, porque no por ello el niño va a dejar de llorar.
Entender el federalismo como una especie de viaje de exploración por el mundo, a la búsqueda de un modelo ideal a importar, que encaje como la horma del zapato de nuestros problemas de articulación territorial y nacional, constituye un viaje a la nada. La construcción de las casas empieza por los cimientos. Y todavía no hemos empezado por el diagnóstico, como para elucubrar con recetas.
Antes de plantear recetas, es preciso, pues, cambiar la mirada. Entender que una sociedad plurinacional es un organismo profundamente complejo. Que las recetas que se le apliquen pueden generar el efecto contrario al buscado, e incluso, varios efectos contrapuestos. Que no existe ninguna ecuación directa entre más o menos competencias y/o recursos y más o menos satisfacción ciudadana. Que el cómo es tan importante como el qué. Y que un elemento que refuerza el autogobierno puede debilitar o fortalecer la integración de las partes y/o la solidaridad entre ellas.
Vamos con un ejemplo que puede romper tabúes: el concierto económico, que constituye una de las principales fortalezas del autogobierno vasco y que funciona, a la vez, y gracias a un efecto no buscado en sus orígenes, como límite frente a la tentación secesionista. En Euskadi, aunque el independentismo haya sido históricamente más fuerte que en Cataluña, no es tan viable un «procés» independentista unilateral; porque, al depender los recursos de las instituciones vascas de los ingresos recaudados por ellas mismas, y no de las aportaciones del Estado, la fuga de empresas no tendría el carácter anecdótico que tuvo en Cataluña. Sólo con que las dos principales empresas abandonaran el País Vasco, las instituciones perderían inmediatamente el 12% de sus recursos.
En resumen, creo que está condenado al fracaso cualquier intento de simplificar, bajo la etiqueta federal o bajo cualquier otra, el problema territorial y reducirlo a una ecuación según la cual más o menos autogobierno equivaldría necesariamente a más o menos integración, y a su vez, a más o menos satisfacción identitaria de los habitantes de un territorio. Puede haber instrumentos que refuercen el autogobierno y también la integración, y quizá incluso, la solidaridad y, por qué no, hasta el sentimiento de pertenencia; también puede haberlos que debiliten todos esos elementos o que refuercen algunos y debiliten otros. Así que creo que toca dedicar menos energía a las recetas y empezar por afinar el diagnóstico.
España y sus naciones
11/04/2024
Joan Romero
Catedrático emérito en la Universitat de València y autor de España inacabada
Si nos aproximarnos a la compleja realidad política e institucional española, deberíamos asumir que España es un Estado plurinacional que hasta ahora ha sido incapaz de entender y gestionar esa realidad. Y, de otra parte, que responde al modelo de Estado compuesto que no ha explorado todas las posibilidades que ofrece el Título VIII de la Constitución de 1978 sin necesidad de modificarla.
El resultado, a día de hoy, es que nos encontramos ante un conflicto político profundo, consecuencia de la confrontación entre nacionalismos, un modelo de gobernanza incompleto y disfuncional que dificulta la formulación de políticas públicas coherentes y un progresivo alejamiento de la Unión Europea si atendemos a los indicadores de PIB regional. En definitiva, ante un riesgo de bloqueo político e institucional como nunca antes hemos afrontado desde la aprobación de la Constitución de 1978 y un cierto ensimismamiento ante una realidad europea y global que no espera.
Parafraseando a Joseph Nye, asistimos a dos partidas simultáneas de ajedrez que se dirimen en tableros superpuestos: en el primero, tiene lugar el enfrentamiento entre nacionalismos, más la presencia de identidades regionales fuertes. En el segundo tiene lugar el despliegue de políticas propias de un Estado compuesto, con tres niveles de gobierno que son Estado, con parlamentos regionales con poderes legislativos, y con una distribución de competencias que, de hecho, no son propiamente exclusivas de ninguno de esos niveles, sino que obligan a la coordinación y cooperación entre ellos.
Mi hipótesis es que el actual atasco político, que condiciona de forma muy importante la gobernabilidad, se debe en gran medida al hecho de que la confrontación que tiene lugar en el primer tablero se proyecta sobre el segundo, hasta el punto de devaluar, desactivar o convertir en irrelevantes dispositivos institucionales fundamentales en un Estado con textura federal. Podría decirse que el artículo 2 de la Constitución de 1978 se proyecta sobre todo el Título VIII hasta el punto de condicionar profundamente la gobernabilidad.
Más allá de visiones esencialistas, de historias y geografías más o menos fabuladas y de referencias a “fechas de nacimiento” de las respectivas naciones, la nuestra es la historia del fracaso de las élites en la construcción de un Estado-nación a imagen de otros países de nuestro entorno. La realidad española no cabía en patrones como el francés, aunque se haya intentado incluso por la fuerza, y tampoco ha alcanzado el patrón de estados federales plurinacionales. Es una historia de desencuentros.
El único momento en el que puede hablarse de voluntad política de acuerdo es el que se inicia años antes de la aprobación de la Constitución de 1978 y que se prologa hasta mitad de los años noventa del siglo pasado. Los pactos de la Moncloa de 15 de octubre de 1977 y la restitución de la Generalitat de Catalunya el 23 de octubre del mismo año, serían el precedente del pacto político de 1978. Un pacto que, visto en perspectiva, puso el acento más en la construcción de un Estado de nueva planta que en la nación. Esto es, resolvió el desencuentro histórico, el debate inacabado de las reformas estatutarias de 1932 y el traumático paréntesis del franquismo (aunque, como diría Pi i Margall, siguió durmiendo el fuego bajo las cenizas con Galeuzca en el exilio), con un artículo 2 de la Constitución que postponía el debate sobre las naciones para centrase en la nueva organización territorial. Porque todos sabían de dónde querían salir, aunque persistiera el desacuerdo sobre la estación término a la que llegar y los caminos por los que transitar.
De ahí, que otro gran acierto, a mi juicio, del texto constitucional fuera el de dejarla voluntariamente abierta, inacabada. Prefigurando distintas vías para ir dando forma a una nueva organización territorial que, fruto de distintos pactos políticos, han ido configurando un modelo de Estado que con el mismo texto constitucional hoy podría ser muy distinto. De hecho, la idea inicial de desarrollo era distinta de la que finalmente se adoptó. El resultado es el de un Estado en el que se ha avanzado mucho en el plano del autogobierno y muy poco en el de gobierno compartido. Se ha ido dando forma a un Estado funcionalmente federal, pero sin cultura política federal.
Pero, como diría Monterroso, el artículo 2 todavía sigue ahí. Y la referencia a nación española, nacionalidades y regiones también. Juan Linz ya advirtió en 1973 que avanzar en el reconocimiento de la diversidad profunda a partir de la distinción conceptual entre Estado y naciones no sería tarea sencilla. Él afirmaba ya entonces que “para la mayoría de los españoles España es un Estado-nación, para importantes minorías España es su Estado, pero no su nación y por lo tanto no su Estado-nación. Puede que esas minorías que se identifican con una nación catalana o, especialmente vasca, sean pequeñas, pero demuestran el fracaso de España y sus elites a la hora de construir una nación, sea cual sea el éxito en la construcción del Estado”. Y ahí seguimos. Si acaso, cabría añadir ahora que, para una parte indeterminada de esas comunidades, España no solo no es su nación, sino que aspira a que tampoco sea su Estado. Sea como fuere, las naciones seguirán ahí. Los sentimientos de pertenencia no remitirán, y eludirlo, negarlo o combatirlo, de nada servirá. Si bien, la existencia de esas naciones no necesariamente ha de canalizarse por la vía de la secesión, sino que pueden encontrarse formas que contribuyan a acordar un tipo de Estado que les proporcione el «techo» del que hablaba Juan Linz, y así sea reconocido por una mayoría suficiente.
Desgraciadamente, hemos regresado a la estación de salida. Tal vez incluso con menos perspectivas de alcanzar acuerdos que hace medio siglo. Un recurso político y una sentencia política sobre el Estatuto de Catalunya en 2010 contribuyeron mucho a degradar el diálogo entre naciones. Pero el proceso es muy anterior y el desencuentro entre nacionalismos se agudiza desde mediada la década de los noventa. Debilitando no solo la cultura de la negociación y el pacto permanentes, que había sido elemento esencial hasta el momento, sino deteriorando el pilar fundamental del pacto político: la lealtad institucional. La discusión sobre el artículo 2 ocupa ahora casi todo el espacio y es argumento fundamental en la estrategia de polarización que ha desbordado el ámbito de la política para politizar gran parte de las instituciones del Estado. Y es el mayor obstáculo para la formulación de políticas que se ocupen de los problemas concretos de una ciudadanía atrapada en un presente continuo, afectada por la inseguridad y en gran parte por la pobreza en un contexto de creciente complejidad e incertidumbre.
Casi mediada la tercera década del siglo XXI, como afirma Núñez Seixas, idea que comparto, se mantiene un delicado equilibrio entre un nacionalismo español que no es hegemónico y unas naciones internas que tampoco lo son en sus respectivos territorios de referencia. Y resulta aventurado sugerir posibles escenarios. Porque la tentación recentralizadora o la obstrucción por la vía judicial de la existencia de esa diversidad profunda no son una opción; las soluciones asimétricas para reconocer determinadas identidades nacionales ya no son aceptables por actores políticos que han conformado identidades regionales fuertes y que quieren ocupar el lugar que les corresponde, sin privilegios, pero sin agravios; la vía de la secesión o la tentación confederalizante no parece que sean fácilmente transitables.
Esta es nuestra ecuación histórica ahora. Más compleja que en 1978. Unos consideran excesivo el actual desarrollo del Estado Autonómico, y otros hace mucho tiempo que ya no están ahí y apuestan por el reconocimiento de un “estatus” diferente.
Queda muy poco espacio para el acuerdo entre las distintas visiones de las Españas. Pero, aunque sean acuerdos precarios, siempre será mejor opción que la quiebra de lealtad institucional, la ausencia de negociación y la confrontación permanente. Tal vez sea el momento de volver a revisitar el artículo 2 de la Constitución y explorar vías normalizadoras para este tiempo. Eso el tiempo lo dirá, aunque el actual contexto no lo permite. Nuestro desafío colectivo ahora debería empezar por definir, entender y asumir el momento histórico presente, recuperar la cultura del pacto y de los “consensos superpuestos”, en palabras de John Rawls, y mejorar la vida a una mayoría ciudadana que hoy asiste entre perpleja, irritada y desafecta al espectáculo de la crispación y la corrupción y que percibe la política como un problema. Combustible ideal para la abstención o para canalizar ese malestar difuso hacia posiciones extremas.
La cuestión territorial: del «mientras tanto» a los «senderos de deseo»
10/04/2024
Mertxe Aizpurua
Diputada en el Congreso por EH Bildu
Lo pensé en cuanto me llegó la propuesta de escribir este artículo sobre la cuestión territorial, formulada como qué se puede hacer mientras no se alcance la solución. Se me pedía que me situara en el «mientras tanto».
Pensé que era un buen concepto. No es de extrañar que esta alocución haya adquirido sentido como figura urbanística en lo que se ha dado en llamar urbanismo adaptativo o urbanismo del mientras tanto. Esencialmente se traduce en que, conociendo el pasado y también el futuro como lugar al que llegar, podemos ser parte activa en la construcción de su presente.
Los llamados «senderos de deseo» son esos caminos en parques y lugares al aire libre, no proyectados en los diseños urbanísticos que la ciudadanía crea por necesidad práctica y como mejor alternativa a las rutas establecidas. Son rutas que no han sido diseñadas por las autoridades municipales ni por los equipos de arquitectos, que no vieron o no quisieron ver su necesidad, y que aparecen de forma espontánea por el uso repetido. Senderos de deseo abiertos por muchas personas que coincidieron en que vale la pena transitarlas, que se mantienen porque miles de pasos eligen el mismo camino. Y que no se borran, porque la gente cree que ese es el camino que se debiera haber trazado.
Desde esa enseñanza, si algo nos muestra el pasado es que la cuestión territorial en el Estado español es sobre todo la gran cuestión pendiente para la democratización de este Estado. Un problema irresuelto, que hunde raíces en la historia, que siguió latente tras una dictadura que no pudo hacerla desaparecer, que se mantiene tras la Transición y que si viene de tan lejos es porque la realidad diferenciada del pueblo vasco perdura desde hace siglos. Ni es algo inventado ni es algo nuevo.
Y ahora mismo, la situación actual proviene de una decisión que el Estado español adoptó en 1978 y que no es otro que un modelo errado. De hecho, el modelo constitucional, heredero de aquel «café para todos», está más cuestionado que nunca tanto en Euskal Herria como en Cataluña, y también en sectores de la izquierda española.
Se dice que estamos ante el debate político eterno. Y sí, así será mientras no se resuelva. Y además ahondará sin duda en la crisis del régimen del 78 que hoy tenemos ante nuestros ojos. La fotografía que el hemiciclo del Congreso de los Diputados ofrece desde las últimas convocatorias electorales es el mejor reflejo de esa realidad en la que la plurinacionalidad está presente como nunca antes lo había estado.
El gran argumento para oponerse al derecho a decidir de vascos o catalanes es la desaparición de España, y no deja de sorprender que un Estado, con todos sus instrumentos y sus capacidades, sea en realidad tan débil. Tan débil como para no poder abordar y asumir lo que parte de la ciudadanía que en ella convive quiere, sin que ese Estado colapse. Y llegados a ese punto, cabría preguntarse por la escasa grandeza de un Estado que no puede siquiera gestionar las diferencias que en ese mismo Estado existen o por la escasa fortaleza y solidez de un estado que no es capaz de habilitar ninguna otra fórmula que no sea la de la imposición.
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Esta es la actitud que debe cambiar, cerrar la fase de la imposición para abrir la del respeto a las naciones del Estado y los deseos de sus sociedades. Esta es la pedagogía que se necesita, la pedagogía democrática que alude a la construcción de nuevos consensos, basados en valores solidarios y respetuosos con la diversidad plurinacional.
Y este es el reto que deberíamos abordar en este «mientras tanto»: abrir una nueva fase histórica hacia un modelo de democracia avanzada, que reconozca y respete los sentimientos y aspiraciones nacionales, un objetivo que redunde en beneficio de todos y todas, de todos y cada uno de los ciudadanos de este Estado y sus pueblos.
Por ello repetimos que esta debe ser la legislatura de la plurinacionalidad, la legislatura para abrir nuevos caminos que otros Estados, como Reino Unido o naciones como Escocia, ya están recorriendo, el de la democracia; sin prisas, sin ansiedades, y con visión y con paciencia estratégica.
Nos enfrentamos a un futuro cambiante, más que nunca, en el que se cobijan más incertidumbres que certezas. Y por ello, precisamente, necesitamos más que nunca el derecho a la libre decisión. Porque el debate ya no es qué es posible dentro de la Constitución española -este debate ha pasado ya- sino qué nivel de soberanía necesitamos para dar una respuesta positiva a esta nueva era.
Para ello, y por lo que respecta a Euskal Herria, necesitamos nuevos estatus políticos, tanto en la Comunidad Autónoma Vasca como en la Comunidad Foral de Navarra, para hacer frente a los complejos retos que tenemos delante con las suficientes garantías y poder seguir avanzando como pueblo.
Sabemos lo que queremos. Tal como se recoge en la propuesta «De la autonomía a la soberanía, bases para un nuevo estatus político» presentado en 2018, los nuevos estatus políticos deberían dotar a ambas comunidades de poder con capacidad de decidir sobre todas aquellas cuestiones que afecten directamente a la sociedad vasca, de acuerdo al principio de proximidad; posibilitar la articulación institucional entre los territorios de Euskal Herria sobre un modelo confederal, de modo que cualquier espacio de acción común sea consecuencia de la libre voluntad de la ciudadanía de cada ámbito territorial; y arbitrar sistemas de garantías que aseguren una bilateralidad efectiva de tipo confederal con el Estado español.
Abrir el debate. Este es nuestro «mientras tanto». Con la mente abierta y contraponiendo la lógica política a esa visión falsaria de la derecha que cuando reivindica la igualdad territorial a lo que aspira es a la uniformización por abajo: es decir, al manido café para todos. Una igualdad que se basa en tratar igual a los desiguales nunca será la solución política.
En este mientras tanto, la política progresista española tiene una oportunidad magnífica para repensar su Estado; y creo que harían bien si no la desaprovecharan. Corresponde a los agentes políticos e institucionales dar con la fórmula. Pero lo perentorio es abrir ese debate, afrontarlo con serenidad y profundidad, sin plantear dinámicas abruptas ni con una intensidad que no se pueda regular.
Porque hay una cuestión que enlaza directamente con la política entendida como debiera entenderse: en su intrínseca vocación de servicio al mandato de la ciudadanía. La nuestra, la que da el voto a Euskal Herria Bildu pide una sociedad más justa y más soberana. A ese mandato nos debemos.
Y como en el urbanismo, a las instituciones y a la política corresponde respetar y dar oficialidad a esos senderos de deseo abiertos por la gente.
¿Es posible en España un nuevo proyecto común?
02/04/2024
Marina Subirats
Socióloga, política y filósofa
Por suerte, el poder centralizador no ha conseguido, en España, convertirnos en un país culturalmente homogéneo, como ocurrió en Francia después de la Revolución Francesa. La centralización supuso que París brilló unos años como capital del mundo, absorbiendo todo el potencial creativo del resto de Francia; pero ello creó el vacío cultural del entorno, la gravitación sobre un único punto, la pérdida de culturas y lenguas diversas. Que, cuando París fue destronada, no pudieron ya ser revividas, a pesar de diversos intentos en algunas de sus regiones.
España tuvo otro desarrollo que permitió mantener la diversidad; la revolución industrial no se produjo en el centro, sino en zonas periféricas. Ello fue debido al predominio, en la zona central, de unas élites conservadoras que trataron de mantener su poder imponiendo su dominio a las burguesías periféricas nacientes, que en aquel momento representaban el progreso. La historia de nuestro siglo XIX es en gran parte el resultado de estos enfrentamientos; la II República, la guerra y la postguerra marcan la culminación de los conflictos, que ya no eran leídos únicamente como un enfrentamiento de clases sino también como un choque entre culturas y regiones diversas. El resultado es conocido, y ha pesado como una losa sobre el siglo XX español: el triunfo de la élite centralista apoyada en un entorno campesino empobrecido, esquilmado también de sus recursos humanos más innovadores, impidió durante años la modernización económica y cultural de nuestro país.
Las consecuencias de la modernización neoliberal
Sin embargo, durante los últimos años del franquismo y sobre todo primeros de la democracia, muchas cosas fueron cambiando; Madrid ya no es la capital provinciana dominada por unas élites retrogradas apoyadas en la Iglesia y el funcionariado. Se ha convertido en una ciudad europea potente, con un desarrollo económico notable; el PIB de Madrid sobrepasa al de Cataluña desde 2018; lo mismo sucede con la renta per cápita, con una brecha creciente entre ambas comunidades. Es decir, Madrid es ahora el motor económico de España, aprovechando las ventajas de la capitalidad y el predominio de la economía financiera sobre la industrial propio de los procesos de globalización. Y ello ha supuesto también un cambio en la composición social de la población y en las mentalidades.
Todo ello implica que los enfrentamientos entre regiones no corresponden ya a un conflicto entre élites retrógradas y élites objetivamente «progresistas»; aunque existan diferentes condiciones económicas entre regiones, las oportunidades en el acceso a la educación, a la sanidad, al trabajo incluso, están mucho más generalizadas en todo el país. Y por lo tanto, si los avances en el desarrollo nos han convertido en más homogéneos, ¿qué sentido tienen los planteamientos nacionalistas que seguimos observando, desde el nacionalismo españolista, el más generalizado, hasta los nacionalismos periféricos, tan presentes y vivos en Cataluña y en Euskadi?
La razón de los enfrentamientos entre centro y zonas de la periferia, estoy convencida de ello, no se debe hoy a diferencias estructurales, sino, por así decir, a motivaciones superestructurales, de tipo cultural y político, incluso partidista, para conseguir y aglutinar votantes.
Por una parte, la reivindicación de un poder centralizado, desde una derecha que usa el recuerdo de la España imperial y su cortejo de fantasmas para seguir invocando el pasado glorioso y la predominancia del poder fuerte y arrogante; y que intenta arrastrar, con ello, a la población que gravita sobre el centro, cuyos habitantes más audaces siguen viendo Madrid como el escenario propicio al ascensor social. Una reivindicación que se traduce periódicamente en intentos de recorte de los presupuestos, de las libertades y de las culturas de las regiones que han conservado sus lenguas y sus peculiaridades.
Y ello ha dado fuerza, por otra parte, a las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos, presentadas, cada vez más, como emancipatorias de un poder que pretende ser, otra vez, absoluto, e intenta recuperar lo perdido con el desarrollo del Estado de las Autonomías, tratando de restringir poderes y rasgos culturales para presentar la homogeneidad como un imperativo. Creando, en ambos casos, la ilusión de una «causa» trascendente y heroica, casi exigida por la historia, y que a menudo genera entusiasmo en los adictos a ambos nacionalismos, en una sociedad de la que ha desaparecido toda posibilidad de epopeya.
El PP ha usado el conflicto con los nacionalismos periféricos hasta la saciedad; primero en relación al vasco, luego al catalán. Sique siendo su baza más fuerte, corregida y aumentada, por supuesto, por Vox. La situación del PSOE es hoy la más incierta. Durante años, apoyo moderado al centralismo, granero de votos aun en tantas regiones. Pero, en la medida en que esta causa va convirtiéndose en obsoleta ante la realidad de la descentralización, son las zonas más conservadoras las que más la sustentan. El PSOE, como partido progresista y modernizador, ya no aglutina la mayoría en ellas. Sus únicos socios posibles son las fuerzas periféricas; con dificultades crecientes: también en las periferias hay una derecha, rompedora en lo nacional, pero no en lo económico.
¿Qué tareas debería asumir un nuevo bloque progresista?
La pregunta hoy es: ¿Es posible, en este escenario, configurar un nuevo bloque histórico, que pueda proyectar, para un horizonte temporal razonable, un nuevo proyecto de país? ¿Y que tenga como ejes la igualdad real en los derechos de las personas y la diversidad en las culturas de los pueblos?
Mi impresión es que es posible, pero no fácil ni evidente. Por el momento, el soporte diverso al gobierno del PSOE no parte de un proyecto común, sino del temor a una alternativa devastadora. El PSOE tiene muchos dilemas para poder construir ese tipo de bloque, ¿hasta dónde puede suponerle la pérdida de apoyo de la clase trabajadora castellanoparlante en las zonas nacionalistas periféricas? ¿O incluso perder el apoyo restante en el centro, basado justamente hasta hace poco en la defensa del centralismo? ¿O dividirse en la medida en que su vieja guardia siga manteniendo una fuerte ideología españolista, como estamos viendo a menudo?
Pero, más allá de los movimientos tácticos de cada coyuntura, hay algo todavía más importante. ¿Cuál sería el contenido de tal proyecto? ¿Sobre qué bases podría gravitar para ser realmente motivador y aglutinar a una mayoría de la población que lo haga suyo?
Desde mi punto de vista, los objetivos están claros, si analizamos la situación del mundo y la actual coyuntura. Pero no son sencillos: la creciente desigualdad, la acumulación mundial de la riqueza en un grupo reducido de personas y el empobrecimiento de la mayoría, están llevando a una inmensa desafección en relación a la política y a las instituciones públicas; una desafección que conduce a franjas inmensas a apoyar una nueva forma de fascismo. Entendámonos: hay que partir de la base que, cuando las cosas empeoran, la tendencia política natural es añorar el pasado, que, teóricamente, fue mejor. Son progresistas quienes han sido beneficiados por los progresos. Y hoy, por supuesto, ya no pueden prometerse progresos materiales, hay que anunciar contención en nuestro uso y abuso de los recursos terrestres.
Diseñar políticas que tiendan a ello y al mismo tiempo tengan en cuenta las desigualdades existentes a la hora de enfrentar limitaciones en el consumo, es, a mi modo de ver, el objetivo necesario que debe plantearse la izquierda. Este sería un progreso real, porque de otro modo estamos abocados a un fracaso colectivo. Pero, ¿cómo convencer de ello a la población, cuando hemos situado la satisfacción individual como la legítima ambición indiscutible? Ello exige un nuevo pacto social, un giro cultural, a partir del cual la mayoría pueda arrastrar a quienes se oponen.
Este es hoy, creo, el dilema real que debe plantearse la izquierda; durante demasiado tiempo ha hecho la vista gorda, probablemente por impotencia, ante la acumulación extrema de riqueza, y ha centrado sus objetivos en la liberalización de las costumbres, en esta «libertad» que la derecha le disputa, y que ha servido para causas nobles, pero también para aberraciones notables, como estamos viendo ahora mismo en algunos asuntos. Pero ya no está el horno para bollos: o nos ponemos en serio a tratar de recuperar las riendas de la distribución de riqueza, limitando el poder financiero supranacional y recuperando el poder de los Estados para imponer las políticas adecuadas, o la desafección de la población más desfavorecida seguirá aumentando, empujada por el negacionismo y por promesas ilusorias. O llegamos a una redistribución que permita frenar el deterioro de la tierra sin perjudicar a los de siempre, o no podremos frenar este deterioro con su correlato, que es la escasez de recursos y los enfrentamientos para disponer de ellos.
Una situación de extrema complejidad que exige un esfuerzo conjunto de todas las fuerzas responsables, más allá de los nacionalismos antiguos que han acabado convirtiéndose en munición electoralista basada en agravios comparativos. Porque, no nos engañemos, ante la dimensión del desafío, o nos salvamos juntos o nadie se salvará. Pero para ello es necesario que todas y cada una de las personas y de las culturas sienta que forma parte de esta salvación colectiva y acepten trabajar para conseguirla respetando la igualdad y la diversidad.
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