Muchos se sorprenden todavía del fuerte avance de las derechas y las extremas derechas nacionalpopulistas en las últimas elecciones al Parlamento Europeo.
La perplejidad es, si cabe, mayor en la dirección de los partidos de izquierdas, que no acierta a entender las causas de esa debacle.
La mejor explicación la tiene la economista y dirigente política alemana Sahra Wagenknecht, fundadora de un nuevo partido que lleva su nombre y que fue para muchos la auténtica sorpresa de las europeas en su país.
Wagenknecht, esposa del ex dirigente socialdemócrata Oskar Lafontaine, que dejó ese partido por discrepancias con la Tercera Vía del canciller Gerhard Schroeder, es autora de un libro que es sobre todo un ajuste de cuentas con las nuevas izquierdas (1).
Hubo una época en la que los partidos de izquierda de Occidente –socialistas o socialdemócratas- aspiraban a representar los intereses de las clases trabajadoras y a garantizarles justicia y seguridad.
Aquella izquierda creía en la potencia transformadora del Estado, en su capacidad para corregir las desigualdades mediante la redistribución de la riqueza nacional.
El imaginario político de la nueva izquierda está, por el contrario, dominado por una tipología que Wagenknecht califica con un vocablo mitad inglés, mitad alemán, “lifestyle-Linke”, en referencia a la importancia que da al “estilo de vida” de sus militantes.
Es una izquierda que ya no pone en el centro de la acción política los problemas sociales o socioeconómicos, sino sobre todo los hábitos de consumo, la ecología y la defensa de las minorías sexuales: la famosa lista LGTBI+.
Una izquierda cosmopolita, que apoya decididamente la inmigración sin pararse muchas veces a pensar en las consecuencias que, traspasado cierto límite, pueda tener para la cohesión de la sociedad receptora.
Una izquierda que sus críticos de derechas llaman “globalista” y que, al mismo tiempo, es, como ocurre con la actual dirección de los Verdes alemanes, claramente atlantista.
Esa izquierda “light” defiende una sociedad abierta y tolerante. Y, sin embargo, sostiene Wagenknecht, es muchas veces inflexible en materia de derechos humanos y de medio ambiente.
Wagenknecht da en su libro un ejemplo de esto último cuando cuenta cómo en 2019, los jóvenes de Fridays for Future se manifestaron en la pequeña localidad de Lausitz (este de Alemania) para exigir el abandono de la minería del carbón.
Cuando los trabajadores y sus familiares, que temían quedarse sin su única fuente de ingresos, entonaron los viejos cánticos de los mineros, a aquellos jóvenes no se les ocurrió otra cosa que llamarlos “nazis del carbón”.
Al mismo tiempo, quienes hoy afirman en Alemania que el Gobierno del canciller de coalición del canciller socialdemócrata debería preocuparse del bienestar de la población, de los servicios públicos e infraestructuras del país antes que del rearme de Ucrania, se ven inmediatamente tachados por esa nueva izquierda de “reaccionarios” y “antieuropeos”.
Wagenknecht sitúa el origen de esa profunda transformación de la izquierda en la izquierda en la Tercera Vía de los Bill Clinton, Gerhard Schroeder y Tony Blair, quienes continuaron las reformas neoliberales acometidas en su día por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, limando sólo algunas de sus asperezas.
No parece entender esa nueva izquierda que si los trabajadores que antes votaban a los partidos socialdemócratas se inclinan hoy lo hacen muchas veces por las derechas populistas es porque sienten que el Estado no se preocupa de ellos, los ha abandonado.
Porque comprenden mejor que su clase social no está representada en esa nueva izquierda, que integran sobre todo jóvenes profesionales con títulos universitarios y que nada saben del mundo del trabajo.
Políticos que tienen lógicamente otros intereses y defienden valores que ya no son, como antes, la comunidad y la solidaridad sino el europeísmo, el cosmopolitismo y la competitividad. Y que parecen más preocupados por los derechos humanos en Afganistán o en cualquier autocracia que por los derechos sociales en su propio país.
El debate que se plantea tiene como propósito abordar las desigualdades y las deficiencias democráticas y funcionales del actual Estado de las Autonomías. Responde a la preocupación creciente que genera la persistencia del bloqueo para realizar cualquier reforma constitucional, situación que está acentuando y cronificando las deficiencias actuales.
Los déficits institucionales son evidentes: por un lado, la imposibilidad de concretar el perfil de las nacionalidades reconocidas en la Constitución en línea de una España plurinacional, por otro, el bloqueo para que el Senado asuma ser una cámara territorial. Son reformas constitucionales que previsiblemente seguirán bloqueadas, al menos, durante buena parte de la próxima década.
Ocurre que, en el «mientras tanto», se está dando una oportunidad a las inercias históricas (centralismo, caciquismo, particularismos) y a las fuerzas espontáneas del mercado (pugnas fiscales a la baja para captar capital) para que hagan su trabajo. El resultado es que crecen las diferencias territoriales en los servicios esenciales del Estado de Bienestar, con la sanidad como paradigma negativo; cada sequía nos recuerda la incapacidad de encontrar soluciones multilaterales al conflicto del agua, esencial ante el cambio climático; la solución ante el problema de la vivienda se pierde entre bloqueos institucionales y el ingreso mínimo vital se disuelve entre burocracias superpuestas.
La ausencia de programas de colaboración horizontal entre CCAA y la proliferación del unilateralismo vertical y del “qué hay de lo mío” en relación con el gobierno del Estado o la propia acumulación de poder económico en la Comunidad de Madrid… dibujan un Estado con dificultades para afrontar los grandes retos que las transiciones tecnológicas, demográficas y medioambientales nos plantean como país.
La incomodidad de las izquierdas estatales con la cuestión territorial es evidente. Atravesadas por sentimientos contrapuestos, no son capaces de madurar un referente federal consistente que supere las pulsiones centralistas y, al tiempo, complemente o sirva de contrapeso a las izquierdas confederales o soberanistas de Catalunya, Euskadi o Galicia y otras comunidades. Como resultado, pierden peso, a veces simultáneamente, en la España interior y en las nacionalidades. Afecta al PSOE, pero, sobre todo, a las fuerzas situadas a su izquierda especialmente heridas por la fragmentación territorial y los localismos que han propiciado el estado autonómico.
Para abordar esta situación, la Fundación Espacio Público y Público proponen realizar un debate en la que se propicie un balance de la situación del Estado de las Autonomías mediante la participación de expertos y expertas del ámbito político, periodístico, académico, etc.
Modera: Ignacio Muro. Director de la Fundación Espacio Público.
Intervienen:
Marina Subirats. Catedrática emérita en Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Joan Botella. Catedrático de Ciencia política (UAB) y vocal de la Asociación por una España Federal.
Amanda Meyer. Abogada y miembro de de la dirección federal de Izquierda Unida.
Alberto López Basaguren. Vicepresidente de la Asociación Por una España Federal y catedrático de Derecho constitucional de la Universidad del País Vasco.
Carme Valls. Médica y vicepresidenta de Federalistes de Esquerres.
Juan Carlos Monedero. Profesor titular en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Cofundador de Podemos.
La deriva ideològica de la societat catalana, els canvis de l’opinió pública en les últimes dècades i l’estat actual de l’esquerra són alguns dels temes que han centrat l’acte Què pot fer l’esquerra davant la dretanització de la societat?, organitzat per Espacio Público juntament amb l’Ateneu Barcelonès aquest dimarts. Jordi Muñoz, politòleg i professor del Departament de Ciència Política, Dret Constitucional i Filosofia del Dret de la Universitat de Barcelona; Sara Cuentas, investigadora feminista descolonial i coordinadora de l’escola RedMGD ; Joan Herrera, jurista especialitzat en dret de l’energia, ex secretari general d’ICV i exdiputat al Congrés i al Parlament de Catalunya ; Enric Marín, professor del Departament de Mitjans, Comunicació i Cultura de la Universitat Autònoma de Barcelona, i Montserrat Tura, política. Modera: Lídia Penelo, periodista.
Gran parte de la izquierda parece a menudo avergonzada de haber defendido en algún momento políticas igualitarias. El esfuerzo que han hecho y hacen numerosos dirigentes de izquierdas para simular que no lo han sido nunca, o que lo son en una medida no demasiado molesta para el poder económico, los ha llevado a asumir como propias las formas de intervenir en política de personas y partidos que tienen o tuvieron a su derecha.
Se pueden encontrar abundantes ejemplos en la historia contemporánea. Alguno, entre los más recientes, se ha puesto de manifiesto entre actores políticos que a principios de la pasada década participaron en la creación de más de una plataforma con voluntad de impugnar el régimen del 78 y que se reivindicaban como adalides de la “nueva política”. Hace un cierto tiempo sin embargo que muchos de ellos cierran filas con quienes habían querido desplazar del poder.
Se resistían a identificar sus nuevas formaciones como partidos políticos, pero querían entrar con fuerza en las instituciones. No tardaron lo más mínimo en dar un golpe de timón a su orientación inicialmente subversiva y no ahorraron gestos para significar que si pasaban a compartir responsabilidades de gobierno con quien habían identificado hasta aquel momento como agentes de la derecha no harían ningún estrago en el sistema.
Hablaron sobre la inutilidad de distinguir entre izquierdas y derechas y se autocensuraron en la utilización de simbología roja y/o republicana. Les parecía, así lo decían, que la tricolor, la roja y lo que representan podían poner la “nueva política” del lado de los “perdedores”. Sobreactuaron con la asunción del concepto “patriotismo” español, con un contenido muy difuso, para no dejarlo como patrimonio de la derecha. Con esta misma intención se solidarizaron significativamente con las aspiraciones corporativas de estamentos militares y funcionariales y elogiaron reiteradamente la tarea de los cuerpos policiales. Aspiraban a “ganar” y pretendían hacerlo con la complicidad de los votantes tradicionales de la izquierda pero también con gestos de comprensión y de asunción de sentimientos reaccionarios. Se trataba, así lo explicaban, de construir “una máquina de guerra electoral”, con una dirección homogénea, basada en liderazgos incuestionables y en la transmisión de mensajes sencillos, alejados de referencias a ideas socialistas y de líneas estratégicas emancipatorias.
Lucha contra «la casta»
Pusieron mucho énfasis sin embargo, durante bastante tiempo, en su voluntad de acabar con las prebendas de unos no muy definidos sectores o estamentos sociales privilegiados. No articulaban discurso sin hablar de la necesidad de luchar contra “la casta”.
En muy poco tiempo obtuvieron resultados espectaculares en las urnas e insistieron en su voluntad de gobernar. Celebraron la ruptura del bipartidismo, porque eso debía servir, dijeron, para aplicar correctamente la Constitución.
Los cargos que consiguieron en algunas instituciones, después de algunas contiendas electorales y de varias disputas, llamaron la atención. Vicepresidencias, en el gobierno del Estado y en algún gobierno autonómico; ministerios, alcaldías en ayuntamientos de las principales capitales, cargos en las mesas y comisiones de los parlamentos… pero el precio para obtenerlos fue el del pacto con fuerzas de la izquierda moderada o socioliberal que inicialmente habían descalificado rotundamente, además de los tratos para conseguir apoyo de algunos actores centristas o directamente derechistas. La “casta” desapareció de su lenguaje, se instalaron en el posibilismo y se esforzaron al demostrar que desde las instituciones, aunque fuera en posiciones subordinadas, se podían conseguir mejoras sustanciales “para la gente”.
Especialmente significativos fueron unos aplausos a la familia real en el Congreso de los Diputados, justificados precipitadamente en nombre de una mejora en el salario mínimo. Hicieron daño a los ojos de no pocos demócratas, pero sirvieron para dejar clara, ‘de facto’, la lealtad al régimen del 78 y la aceptación de la autoridad de una institución hereditaria como la Corona.
Progresismo, ¿en qué sentido?
La aspiración al logro de algún tipo de sociedad socialista, que las izquierdas habían mantenido de diferentes maneras durante muchas décadas, hacía tiempo que había quedado abandonada y cerrada en el armario de las ideas obsoletas. ¿Quién se acuerda de ese anhelo? Los dirigentes y seguidores del partido que se denomina socialista hace mucho tiempo que arrinconaron la idea del cambio social y que dieron por consagrado el libre juego de la oferta y la demanda como «la mano invisible», reguladora incuestionable de las relaciones sociales y económicas. Comparten con la derecha neoliberal la consideración del crecimiento económico y del mercado como axiomas inmutables.
Últimamente, al hablar de sí mismos, a los portavoces “socialistas”, poscomunistas y de las formaciones que habían anunciado la llegada de la “nueva política”, cuando construyen discurso, les gusta identificarse todos juntos como “progresistas”, defensores de proyectos políticos «amplios», de ideas “modernizadoras”, «diferentes» y «nuevas», como si estas expresiones sirvieran para marcar alguna línea estratégica alternativa a las de las fuerzas de la derecha y para generar algún tipo de esperanza colectiva en un futuro socialmente justo.
Cuando hablan de “progresismo”, y lo hacen reiterada y constantemente, convendría que explicaran qué sentido otorgan a esa palabra, porque en las últimas décadas hemos conocido un progreso tecnológico extraordinario y un crecimiento económico casi permanente, acompañado de enormes destrozos en la naturaleza, irreversibles, que atentan contra la supervivencia de gran parte de la humanidad. Predican incansablemente, impúdicamente, en favor del crecimiento económico indefinido, como si los recursos materiales fueran infinitos, como si nuestro planeta lo pudiera aguantar todo.
Sería buena cosa que los “progresistas” se pronunciaran algún día sobre sí es progresista o no el cuestionamiento del derecho ilimitado a la propiedad privada; sobre cómo se puede avanzar hacia la democracia económica, como se puede evitar la concentración progresiva de la riqueza en pocas manos y el empobrecimiento extremo de más y más gente, sobre si hay que cambiar la titularidad de los medios de producción de bienes y servicios esenciales, sobre las garantías públicas de asistencia sanitaria universal igualitaria y de calidad, independiente de los intereses de la industria farmacéutica, de mutuas, hospitales y residencias privadas; sobre cómo hacer efectivo el derecho a la vivienda y a los servicios públicos en condiciones dignas para todo el mundo; sobre si tienen o no voluntad de implantar en algún momento un sistema de enseñanza totalmente pública, para toda la población escolar, separado de cualquier posibilidad de negocio; sobre la manera de garantizar a todas las personas unos ingresos suficientes para poder vivir tranquila y dignamente, sin la angustia de no poder pagar lo que es esencial en cada casa, sobre el derecho efectivo al trabajo estable, no precario y justamente remunerado, sobre el derecho al descanso y al ocio; sobre los derechos de las personas migrantes y refugiadas, sobre si piensan derogar algún día la ley de extranjería. Haría falta que hicieran explícita la voluntad de romper con cualquier sistema de explotación capitalista y/o patriarcal.
El lector ya sabe que podríamos seguir y seguir, y concretar mucho más, pero no se trata de exponer desde aquí, en un pequeño artículo, las líneas de ningún programa político para fuerzas de izquierdas que no tengan vergüenza de serlo, sino de advertir a través de estas notas sobre un fenómeno: el olvido del pensamiento igualitario, el desplazamiento progresivo hacia el neoliberalismo de casi todo el abanico de fuerzas políticas y la adaptación constante de quien había defendido ideas socialistas a los deseos de los acumuladores de poder económico y administrativo.
Crecimiento de la extrema derecha
Los partidos que hoy se autorreconocen como componentes de un bloque “progresista” hacen llamamientos de vez en cuando en favor de la creación de un “cordón sanitario”, para proteger a la sociedad ante el progreso de los extremistas de derechas, aunque a veces algunos de ellos prefieren no confrontar mucho con esta realidad. Atribuyen a menudo este engorde de los ultras a los medios de comunicación y, ocasionalmente, a los directores y jefes de edición de los programas de radio y televisión.
No hay duda de que los medios tienen un papel importante, pero la abundancia de líneas editoriales ultrasesgadas y reaccionarias debe considerarse más como la consecuencia que como la causa. Si la extrema derecha tiene oportunidad de crecer es, sobre todo, porque ante una crisis que parece indefinida la izquierda antigua y nueva se muestra incapaz de ofrecer un horizonte de esperanza y justicia social, unas expectativas de convivencia entre iguales, unas garantías de lucha efectiva contra el machismo en todos los ámbitos públicos y privados, cierta confianza en que nuestros niños y niñas pueden tener en el futuro una vida tranquila y segura, en una sociedad solidaria. Si la ultraderecha gana terreno es porque la izquierda se adapta a un sistema injusto, porque renuncia a su impugnación, por sus deslealtades a la clase trabajadora, a los sectores sociales que dan sentido a la existencia de un tejido asociativo, vecinal, sindical y partidario útil para la defensa de los derechos de las mujeres, de las personas migrantes, de la gente que sufre enfermedades, de las personas mayores, de la infancia.
Nos encontramos de nuevo en tiempos de cálculos y de expectativas electorales y los “progresistas” se ven obligados a pintar un poco de rojo, verde y lila sus discursos. Vuelven a hablar en contra de los ricos, todos se reivindican feministas, algunos recuerdan incluso, alguna vez, que existe lucha entre clases sociales y que las privatizaciones se hicieron en contra del bienestar de la inmensa mayoría de la gente. Evocan la existencia del sector público de la economía y los derechos de las trabajadoras y trabajadores, en una confusa mezcla con los de “las clases medias”. También se expresan alguna vez en contra de la represión, sin atreverse a reconocer, a pesar de la experiencia y las evidencias, que una vez pasen las citas a las urnas seguirán igual de indiferentes ante los atentados contra los derechos fundamentales y las libertades, el empobrecimiento progresivo de la población, las injusticias más flagrantes, la destrucción del medio ambiente… Poca cosa dicen ya sobre los compromisos adquiridos en sus campañas anteriores, casi nada sobre la ley mordaza, ni sobre la mayor parte de la legislación laboral que prometieron derogar, ni sobre la pobreza energética, los impuestos, la banca, los desahucios…
Siguen, además, imperturbablemente insensibles ante un sistema judicial corrupto, que hace la vista gorda ante episodios corrupción pero que robó años de vida en libertad a dirigentes y activistas, que cometieron “el delito” de impulsar el crecimiento de entidades soberanistas o la convocatoria de un referéndum de autodeterminación en Catalunya. Fueron indultados pero nunca amnistiados, como tampoco lo han sido el resto de encausados y exiliados por sus ideas y actividades en defensa de la soberanía de los pueblos.
La «nueva política» ante la matanza de Melilla
La “nueva política” envejeció a gran velocidad. Las personas que entraron en las instituciones en su nombre derrocharon la ilusión que se había generado en las plazas, en las marchas por la dignidad, las manifestaciones de apoyo a los refugiados, las mareas, y particularmente en las extraordinarias movilizaciones del proceso soberanista catalán. No son pocas las que pusieron sus proyectos personales por encima de los de la ciudadanía, que presentan algunas reformas y mejoras como conquistas históricas, que dan por acabada la precariedad laboral en contra de toda evidencia, menosprecian las tremendas cifras de personas socialmente excluidas y cierran los ojos ante la ruptura de los sistemas de protección.
La deriva política y social hacia la derecha se ha puesto de manifiesto últimamente de forma especialmente dolorosa. La matanza de decenas de personas migrantes a manos de policías marroquíes y españoles en la valla melillense ha sido abiertamente justificada y reiteradamente elogiada por el presidente del Ejecutivo “progresista”, sin que la vicepresidenta y los ministros más izquierdistas de la coalición gubernamental levantaran la voz con claridad para denunciar los asesinatos cometidos como consecuencia del racismo institucional.
Una sociedad políticamente sana se encontraría conmocionada por este atentado, más grave que el del 17A del 2017 en las Rambles de Barcelona, no solo por el número de víctimas sino por la autoría. Las personas con sentimientos humanitarios tendrían que estar exigiendo la dimisión de los gobernantes involucrados, por su incapacidad de controlar fuerzas policiales propias y las relaciones con el régimen del Marruecos.
Las palabras abiertamente xenófobas del presidente del Gobierno español de apoyo a los responsables y autores de la matanza resultan más que preocupantes, pero la reacción tibia y tardía de gobernantes y dirigentes políticos de su izquierda también provoca angustia y desazón. Su ausencia en los actos populares de protesta es sintomática de la deriva «progresista», del mismo modo que resulta relevante en sentido contrario la asistencia y participación de algunos representantes públicos consecuentes con su pensamiento y trayectoria.
Durante la pasada década parecía que los movimientos sociales ponían de moda la democracia, el respeto por las libertades y el valor de la solidaridad, pero la ambición de ocupar espacio dentro de las instituciones modificaron conciencias. Algunas personas sufrieron una auténtica metamorfosis que las llevó a recuperar prácticas que por un tiempo parecía que desaparecían. Fanáticos del posibilismo se obsesionan con el poder administrativo logrado, con los despachos, las subvenciones y el aumento del número de subordinados. Excluyen a discrepantes, expulsan disidentes y como hemos visto recientemente en Andalucía, intentan incluso que quienes habían tenido como compañeros no puedan expresarse en los medios de comunicación y en las calles.
Vuelven las prácticas autoritarias que en algún momento parecía que desaparecían. Vuelven a calumniar y a acusar a quién presenta alternativas en complicidad con la ultraderecha.
Con quién y cuándo hay que enfadarse
Lamentablemente se olvida demasiado a menudo la realidad que hay que confrontar, que es la de la riqueza concentrada cada vez en menos manos, la de la desigualdad social creciente y la de una crisis económica cronificada que siguen pagando quienes no la provocaron.
Para intentar aligerar el sufrimiento de los perdedores de siempre, desde el “progresismo” blando, pero también desde el feminismo anticapitalista y de formaciones revolucionarias, se reivindica con insistencia la ética de las curas, pero no puede ser la única receta. Tal como explicaba Marina Garcés no hace mucho, su aceptación se puede interpretar como que el daño es irreparable. “Nos quieren enfermeras del mundo mientras otros hacen daño. ¿Hasta qué punto nos tenemos que cuidar? ¿Cuándo llegará el momento de enfadarse?”, preguntó la filósofa con enorme pertinencia.
Todavía se pueden detectar entre gente de todas las edades los restos de aquella indignación que nació ante una democracia que no lo es, gente que no quiere saber nada de burócratas ni de luchas intestinas, asqueada ante el caciquismo, las puertas giratorias, las exclusiones, depuraciones, expulsiones, censuras, condenas, amenazas, la represión, las órdenes de guardar silencio…
“Que no nos representan, que no”, se gritó en las plazas y manifestaciones, en tiempos de movilizaciones que llegaron a contar con un gran apoyo popular. Aquella fuerza ya no existe, pero todavía vemos gente que sale a la calle para gritar contra el racismo institucional, para defender el derecho a tener derechos de las personas migrantes, para oponerse al aumento del gasto militar, reclamar la disolución de la OTAN y manifestar su disgusto ante quien revitaliza el atlantismo desde «la nueva política» y afirma que su reunión en la capital del Estado representa un “orgullo y un placer”.
“La política es así” afirman a menudo personas adaptadas al establishment. Las prácticas antidemocráticas y los intercambios de favores “no desaparecerán nunca”, admiten. La respuesta es obvia. Si “es así”, hay que buscar otras maneras de hacerla, para poner los proyectos colectivos y la vida asociativa de los barrios, pueblos y centros de trabajo por encima de cualquier ambición económica, interés burocrático o liderazgo individual. Hay gente que no se resigna y que todavía piensa que otro mundo es posible.
Espacio Público reunió el jueves 31 de marzo en la sala Ecooo a líderes de los partidos madrileños Más Madrid, PSOE, Unidas Podemos, Izquierda Unida y Anticapitalistas en el debate Cómo ganar Madrid: la izquierda ante el espejo. Fue un encuentro para fomentar el diálogo en torno a la situación de la izquierda y preguntarse cómo desarrollar estrategias para recuperar el poder para las fuerzas progresistas en el Ayuntamiento y la Comunidad. Participaron Manuela Bergerot (Más Madrid), Pilar Sánchez Acera (PSOE Madrid), Jesús Santos (Podemos Madrid), Álvaro Aguilera (IU Madrid) y Lorena Cabrerizo (Anticapitalistas Madrid) y fue moderado por Ana Pardo de Vera, Directora Corporativa y de Relaciones Institucionales de Público. Se centró en los elementos clave para entender fenómenos como como la deriva hacia la ultraderecha, el caso Isabel Díaz Ayuso, la influencia de Vox en los gobiernos del PP, la tolerancia institucional hacia la corrupción, la privatización de lo público, la hostilidad hacia el feminismo de fuerzas que apoyan al gobierno regional, la aporofobia, la xenofobia, o el crecimiento de la propaganda reaccionaria.
Lo sospechábamos. Al menos desde la época aquella de tanto ex abrupto, codo con codo con lo más granado del entonces existente Partido Popular del País Vasco, en contra del Lehendakari Ibarretxe y de su malograda propuesta soberanista. Éramos muchos los que sospechábamos desde hacía tiempo que el filósofo vasco era, en realidad, de derechas. Muy de derechas. Aunque le está pasando al profesor un poco como al cómico ese que cambia de partido con más frecuencia de lo que exigirían la coherencia y el recato. Cada día era más difícil saber dónde estaba Savater, pero ahora ya lo sabemos: está en el PP. Él mismo lo dice con inusitado entusiasmo.
No es que tenga nada de malo estar con el PP, aunque en España, la verdad, un poco de malo sí tiene alinearse con una derecha como la española que no ha sido capaz de condenar con firmeza los crímenes del franquismo o de rendir el debido tributo a sus centenares de miles de víctimas y a sus deudos. Nuestra todavía mediocre democracia les debe mucho a todos aquellos luchadores antifascistas de las más diversas persuasiones ideológicas. Está un poco feo y no es, que se diga, muy patriota no reconocerlo.
Es cierto que si miramos en la otra dirección, hacia el “centro izquierda”, tampoco lo que asoma por el horizonte tiene mejor pinta. Tiene gracia escuchar a los de la generación que ha monopolizado el poder político y la influencia durante los últimos cuarenta años: ahora quieren pagarles el primer mes de alquiler a los menores de treinta. Aunque es posible que en este momento estén pensando en sus propios hijitos, la verdad es que hace más de cuarenta años que conocían los problemas de la juventud para acceder a la vivienda, y nunca se les había ocurrido mover un dedo y hacer algo para remediarlos. Al contrario, en su partido las hubo incluso partidarias de “agilizar los desahucios”.
Unos y otros tienen mucho en común. En seguida han adoptado ese gesto tan característico de una oligarquía que lleva decenios creyendo que el país es suyo y que quienes no comulgamos con sus planteamientos no tenemos derecho a existir o se nos puede insultar impunemente. Los del “centro izquierda” nos llaman cabezones; los del “centro-derecha” nos dicen cosas mucho peores. Y ahora el filósofo vasco de derechas llama “cráneos privilegiados” a los que hemos firmado un manifiesto que, entre otras cosas, dice que el último cuarto de siglo de hegemonía electoral del Partido Popular en Madrid ha sido una “época infernal”.
Pero fue, en efecto, una época infernal: regalos fiscales a los ricos, dumping fiscal frente a otros territorios, privatizaciones fraudulentas, recortes y corrupción. Y cuando han llegado los que no se llevaban su quiñón del botín de los fondos públicos en forma de propiedades inmobiliarias, o los que no dejan que las tramas universitarias corruptas les expidan títulos académicos sin haber estudiado, o simplemente cuando han llegado los que no roban en los supermercados, entonces ha llegado Ayuso. Es la expresión perfecta de esa especie de ley de hierro de la sociología de la corrupción: como los negocios exigen cierto pragmatismo y no principios, los corruptos no suelen ser muy fanáticos; de manera recíproca, los muy fanáticos tampoco suelen dejarse corromper. Es lo que tienen las convicciones.
Ayuso marca un cambio de época. Es verdad que presenta un fuerte parecido de familia con el resto de los liberales españoles: les parecen mal las subvenciones y el crédito público barato excepto si son para las personas y empresas de su entorno. Pero al menos está claro que esta luminaria del liberalismo español no trafica con apartamentos en la costa del sol, ni guarda un millón de euros en el altillo de la casa de sus suegros, ni obtiene títulos universitarios por la cara. Tampoco, por lo que parece, roba en los supermercados. Ha traído aviones con material sanitario, y está apoyando a los hosteleros de Madrid, o eso dicen ellos.
Convendrá no olvidar que Ayuso también ha dejado extraviar remesas de material sanitario, o fondos públicos contra la pandemia que no se sabe bien dónde han ido a parar, ha sobre-financiado la construcción de un centro de reclusión de infectados que parece una granja de pollos, y que no habría hecho falta hacer funcionar si se hubieran dotado las plantas vacías, las camas sin ocupar y los contratos del personal sanitario necesario dentro de la red asistencial ya existente. Ha abandonado a su suerte a los mayores que no disponían de un seguro médico privado, y los ha dejado morir sin cuidados dignos en residencias no medicalizadas convertidas en auténticos morideros. Ha dejado marchar a sus consejeros de salud más coherentes y ha nombrado en su lugar a consejeros y vice-consejeros de salud tan necios que ni siquiera han entendido que no son las relaciones sociales voluntarias (familiares) sino las forzosas (transporte hacinado, prestaciones laborales presenciales, etc.) las responsables de los contagios. Esos políticos mediocres y técnicos ineptos han tenido la desfachatez de contar al pueblo de Madrid la fábula idiota de que el virus se origina espontáneamente en nuestros cuartitos de estar, y que por eso es mucho mejor —¡dónde va a parar!— ir a ver a la abuela en una cafetería. Y lo peor: se ha servido de la tragedia sanitaria que vivimos para enfrentar a los ciudadanos de Madrid con el gobierno de la nación y está dispuesta a gobernar con esa escisión del Partido Popular que es actualmente el mejor remedo del viejo fascismo made in Spain.
Por todas estas cosas, francamente —y de cráneo a cráneo— querría volver a decirle al profesor vasco —no a Gabilondo, sino al otro— que el dilema no es comunismo o libertad, sino democracia o fascismo. Eso es justo lo que hay que recordar, porque algunos estamos hartos de tanta brocha gorda: ni a todos los comunistas les falta compromiso con la democracia, ni todos los campeones de las libertades privadas están libres de connivencia con el fascismo. Lo que socava la fuerza de nuestras democracias son los discursos de odio contra las mujeres, contra el colectivo LGTBI, contra las minorías racializadas o contra los pobres. Si eso no es el fascismo, la verdad es que se le parece mucho. Y esa, la del fascismo, sí que era una mala idea.
Llegados a este punto cabría preguntarnos qué podemos hacer con las convicciones. Si no las tenemos, podemos sentirnos huérfanos de principios y buscarlas. Es posible que algunos (generalmente los que menos presumen de ello) incluso las tengan, pero lo que no podemos hacer con ellas es emplearlas para arrojárselas a nadie a la cara. Si principio es lo que va primero, nuestros principios han de ser la premisa de la acción. De ningún modo pueden ser su objetivo. Estaríamos frente a una cruzada moral y las cruzadas morales sólo conducen hacia esas sociedades fanáticas y rotas en las que todos acaban haciendo lo contrario de lo que dicen y diciendo lo contrario de lo que piensan. Si queremos vivir con principios necesitamos lazos de solidaridad. Es difícil imaginar el entusiasmo sin la fraternidad. Por eso es poco creíble el entusiasmo de un liberalismo que en lugar de la solidaridad prescribe la competencia a degüello entre los seres humanos.
Me parece que fue el poeta William Butler Yeats quien escribió aquello de que mientras los mejores pierden toda convicción, los peores se hinchan de ardor apasionado. Nada más peligroso que un cretino convencido de tener razón. Por ello deberíamos andar con cuidado de tanto lobo solitario del entusiasmo: el método del entusiasmo, que es la esperanza, no puede estar suspendido de la nada, sino que ha de encontrarse radicado en una acción mancomunada. De lo contrario, lo más probable es que lo que tenemos enfrente seguramente no sea un entusiasta sino un exaltado idiota.
En las notas que siguen me aproximo a tres temas, con el deseo de fomentar o facilitar la discusión con las lectoras y los lectores de «Público». En primer lugar, recordar las predicciones para el 2016 y como confirmaron casi todo lo peor de lo que podría suceder. En segundo lugar, describo brevemente la post-crisis y efectos de alto riesgo en Europa. Por último, y antes de algunas conclusiones sobre lo que puede cambiar en Europa, una nota sobre los mayores riesgos inmediatos.
Lo que podía ser peor en 2016
A finales de 2015, varias instituciones publicaron sus listas de pesadillas acerca de todo lo peor que podría suceder en el nuevo año. En resumen, tenían tres tipos de riesgos, lo que llaman «cisnes negros» o aquello que es improbable y que, a pesar de serlo, puede incluso ocurrir: el Brexit y la crisis europea; la crisis financiera y degradación económica; y la elección de Trump y crisis de la globalización. Se suponía entonces que estos serían escenarios extremos y poco probables.
La agencia Bloomberg, basándose en encuestas de los principales empresarios, confeccionó entonces un ranking de pesadillas y presentó un cuadro para calcular sus efectos. Las tres peores serían un ataque de Daesh a los oleoductos en Oriente Medio, que empujaría hacia arriba el precio del petróleo, el Brexit y un ciberataque destructivo contra la banca internacional.
La elección de Trump, por el contrario, que pensaban que sólo era posible si Clinton desistía, apenas aparecía en las pesadillas de Bloomberg para 2016. Se consideró que formaba parte de lo casi imposible, pero se suponía que podría provocar una gran incertidumbre que favorecería a la industria militar, un acuerdo con Rusia para una nueva Guerra Fría desplazada hacia el Pacífico y efectos impredecibles sobre el orden internacional. Para la Unión Europea, la pesadilla sería la salida del Reino Unido, el debilitamiento de Merkel y la marcha atrás del Banco Central Europeo en la política de expansión monetaria. En economía, el peor escenario sería un crecimiento débil de China o la aceleración del calentamiento global con efectos peligrosos para la agricultura y el acceso al agua. Otras fuentes de tensión podrían encontrarse en Brasil si Rousseff fuera apartada del poder y en Venezuela si se prolongara la crisis.
Tal como se puede ver, casi todas estas pesadillas se hicieron realidad.
Otra institución que planteó posibles escenarios fue The Economist: el peor, aunque con baja probabilidad, sería la elección de Trump, que desestabilizaría la economía global. La Unión Europea podría fracturarse si el Reino Unido la abandonara, si la crisis de refugiados creara nuevas tensiones internas que afectaran a Merkel y si Grecia fuera empujada a abandonar el euro.
De todo eso ya tenemos bastante, pero podía ser peor. En primer lugar, la crisis europea: muros contra los refugiados y aumento de la xenofobia, la aventura de Cameron con el referéndum británico, la sangría de Grecia… Pero luego vinieron más acontecimientos: el referéndum en Italia con la derrota de Renzi y las elecciones en Austria, que confirmaron la fuerza de la extrema derecha y el desvanecimiento de los partidos tradicionales. Y en 2017 tenemos elecciones francesas, holandesas y alemanas (y quizás italianas). Cada uno de estos procesos sólo puede acentuar la crisis europea.
En segundo lugar, la victoria de Trump. Amenaza inmediata, el repudio del Acuerdo de París sobre el cambio climático. Pero también hay que mirar hacia el gobierno que se perfila, con el peso de los tiburones de Wall Street y de la industria petrolera, los militares belicistas y la resurrección de los profetas ultraconservadores. Podemos ver lo que se nos viene encima: maná de los dioses para las finanzas y el neoliberalismo emparejado con el autoritarismo, como en sus peores momentos.
Pero existe todavía otra pesadilla que está por llegar: una nueva crisis financiera. La pregunta, por cierto, no es si esta crisis se producirá, sino cuándo se va a producir. El aumento de la volatilidad de los mercados financieros y la acumulación de la deuda son las consecuencias de una política amenazadora: el BCE puso dinero en circulación que revalorizó las acciones pero no impulsó la demanda y en particular la inversión, mientras que las tasas de interés negativas estrecharon los márgenes bancarios y estimularon nuevas operaciones financieras de riesgo, de las que el Deutsche Bank es un ejemplo (el valor nocional de los derivados es superior al valor del PIB mundial). Es decir, nuestro problema mundial son las soluciones al problema.
Al finalizar el año pasado, nos encontramos con una crisis de la demanda mundial y con una escasa capacidad para responder a una recesión, porque los bancos centrales no pueden hacer mucho.
Tomen nota, por favor: el centro del peligro está en Europa, que acumuló los mayores errores durante toda la década y lo pagará ahora con la ‘trumpificaçión’ de su política en Francia y Alemania.
Europa en el torbellino
La anterior crisis financiera, desencadenada por el colapso de las subprime a partir de verano de 2007, fue una oportunidad para cambiar la brújula. En el caso de la Unión Europea, el crash y la prolongada recesión fueron el contexto, la justificación y el motor para realizar mas cambios en los sistemas sociales, sometiendo la disputa social por los salarios a un nuevo mecanismo de control y transferencia de ingresos para el capital.
En crisis anteriores, el mecanismo de ajuste fue la depreciaciación de los salarios a través de la inflación o los aumentos de impuestos, reforzada mediante la depreciación de la moneda. Las políticas fiscales y monetarias se utilizaron para devaluar una parte del capital y sobre todo para devaluar el trabajo, ajustando de esta manera el proceso de acumulación.
En las condiciones actuales, ninguno de estos instrumentos se encuentra disponible, al menos en la zona euro. Así que para este cambio gradual de régimen, el aumento del desempleo estructural se ha convertido en el instrumento más importante para reducir los salarios directos, y el aumento de los impuestos para reducir el salario indirecto. La Figura 1 muestra el aumento del desempleo en la zona euro durante los primeros años de la recesión, y conviene señalar que el resultado agregado oculta los extremos, especialmente el crecimiento exponencial del paro en España, Portugal y Grecia.
Gráfico 1
Este gráfico, como los siguientes, muestra la evolución durante los años inmediatamente posteriores a la crisis financiera, para dejar claros los factores agravantes de las contradicciones y la posibilidad de haber optado por una alternativa. La verdad es que esto es la historia de un fracaso (o del suceso de la destrucción): ante la crisis que el desempleo pone de manifiesto, se elige la solución de la austeridad, que agrava la crisis. La austeridad siempre fue una «idea peligrosa», tal como señaló Blyth.
Para este análisis, el indicador del desempleo es preferible al del PIB, ya que es más representativo de la evolución de la situación social y no tanto de un efecto de combinación de señales posiblemente contradictorias. Y este indicador describe el proceso de desintegración de las sociedades europeas, en particular de protectorados bajo la política de austeridad: en promedio, en la zona del euro, desde el tiempo de las subprime hasta ahora, el desempleo se ha duplicado.
La justificación para esta corrección ‘austeritária’, que condujo a un aumento del desempleo, fue la insostenibilidad de las deudas soberanas (deudas públicas), alimentadas por un gasto público excesivo e ineficiente. Sin embargo, como se puede ver en los gráficos de Mark Blyth, este es un caso en el que la causa parece ser consecuencia de la consecuencia o en al que la consecuencia parece ser causa de la causa: el aumento del gasto público se produce después de la crisis y no antes crisis.
El Gráfico 2 muestra como creció el peso de las deudas soberanas a lo largo de cuatro décadas, siendo evidente que se estabilizó durante los primeros años del nuevo siglo, para dispararse a continuación con la recesión.
Gráfico 2
Evolución del peso de las deudas soberanas hasta los programas de ajuste en Grecia, Irlanda y Portugal, 1970-2011
Lo mismo ocurrió en cada uno de los países, si se toman por separado. Ocurrió incluso en Alemania: se produjo un aumento del gasto público como respuesta a la depresión y, en consecuencia, el peso de la deuda en el Producto creció significativamente, pasando de cerca del 65% en 2008 al 80% en 2011.
Gráfico 3
¿El buen ejemplo de Alemania?
La política del gobierno alemán era la misma que la que crítica o impide que se aplique en otros países: amplió la política presupuestaria para estimular la demanda, como respuesta a la crisis. Pero no permite que esto se lleve a cabo en otros países, a los que impone condiciones de austeridad, es decir, de política recesiva para responder a la recesión. En consecuencia, en los países sometidos a rescate y que, no siendo centros financieros, están obligados a pagar un interés excesivo por la financiación en los mercados internacionales, el déficit y la deuda se agravan por efecto de la recesión, al tiempo que aumenta el desempleo y las economías pierden capacidad de producción, o sea, que pierden la capacidad de resolver la crisis recesiva.
Saturno y sus hijos
¿Así que todo lo peor que podía pasar en 2016 llegó a pasar? Calma. Los pronósticos apocalípticos eran un poco exagerados y todavía hemos de ver lo peor. Estas predicciones vinieron de todas partes, es cierto: los adversarios de Brexit anunciaron la catástrofe si el Reino Unido optaba por salir de la Unión Europea, muchas gentes del continente continental suspiraban para que llegara un momento clarificador que iluminara sobre los errores de la institución europea. Y, sin embargo, «los mercados», el termómetro de nuestros días, no dijeron ni mu. No hay recesión en el Reino Unido, ni los capitales huyeron, ni la Unión desbancó..
Lo mismo en Italia. El referéndum se volvió en contra de Renzi y de sus planes de concentración de poder, forzando los resultados de las elecciones (él el primer ministro sin haberse presentado a las elecciones), pero «los mercados» se mantuvieron en lo suyo. En resumen, el Brexit todavía necesitará su tiempo y en Italia no hay aun un tipo de Brexit.
El problema empieza a partir de ahora, porque, como nos dicen, calma, Italia no está por el Brexit, no hay que asustarse, y luego Francia tampoco está por el Brexit, como Italia, Austria es un lugar tranquilo, Holanda no es Francia, Alemania no es Holanda, todos los casos son diferentes y todos tienen el mismo problema. Eso significa que tenemos el peor de los problemas: la Unión, como Saturno, quiere devorar a sus hijos. Calma, por lo tanto, pero atención, porque hay que tener en cuenta que la cosa está peor incluso de lo que parece.
Se fue Cameron y se fue Renzi. Hay que tener en cuenta la coincidencia: ambos tenían amplia mayoría parlamentaria. No les fallaron las instituciones, fue el pueblo, hasta el punto de que, confundidos en el intento cesarista de un referéndum, se embarcaron en ambos casos en juegos políticos que precipitaron su caída. Hollande también se va y probablemente Dijsselbloem también se irá, o quien lo sostiene, y vamos a ver quién más. Saturno va tras todos sus hijos, metódico y voraz, mientras los creadores de las normas europeas y sus líderes van creando vacíos a su alrededor.
De hecho, la UE no tiene un liderazgo convincente. Tiene una jefatura autoritaria, pero renuente y postrada, Merkel, que, tras el fracaso del acuerdo con Turquía sobre los refugiados, se retiró para estar pendiente de sus elecciones (tal como se ha recordado, en Europa no se hará nada hasta octubre de 2017, cuando en Alemania vayan a las urnas y poca cosa se hará de manera diferente a partir de entonces, ya que la correlación de fuerzas será todavía peor). La UE también tiene también bomberos pirómanos en los países del Este, celebra cumbres «refundadoras» cada semestre, genera discursos inconexos y, en ausencia de cualquier otra cosa, elabora llamamientos a los «valores» para conmover a los creyentes. En esencia, no sabe qué hacer y no hace nada.
En esta parálisis, el peligro es Saturno, que devora a los gobernantes, les conduce a la irrelevancia y deja pasar el tiempo. Perdida la capacidad de responder a escala nacional a la crisis económica, se vuelven rehenes de las agencias de calificación; renunciando a la democracia parlamentaria para votar los presupuestos, resuelven con reglas sin legitimidad; reducen la política al arte de la espera de un milagro y quedan reducidos a espectáculo. Y el espectáculo no es suficiente para entretener durante todo el día.
Es por eso por lo que debe asustarnos la calma de los «mercados» en Italia y en el Reino Unido. La prolongación de la agonía de una recuperación mediocre que deja a los jóvenes en el desempleo, hacer la vista gorda a las guerras del petróleo y los muros contra sus refugiados, son las opciones que agravan las divisiones, la desconfianza y la corrosión social, es decir, esto si que es el trabajo de Saturno.
La Unión se destruye por dentro, porque es divergencia y no es Unión. En otras palabras, la calma Europea es solamente miedo. Miedo a que se necesite inyectar rápidamente varios miles de millones en el banco Monte dei Paschi di Siena (Nota: esto fue escrito a mediados de diciembre, antes de la decisión sobre el Monte), miedo de que venga después Unicredit, miedo lo que pueda dar de sí el Deutsche Bank, el miedo al dominó.
Pero, sobre todo, Europa tiene miedo de todas las elecciones. Es esto lo que se viene abajo. La diferencia es la siguiente: ya estuvieron Berlusconi y Sarkozy en el Consejo Europeo, como Trumps avant la lettre, la cosa iba bien desde los tratados si pusieran en pie para hacer cumplir las reglas del euro; ahora el virus de la desconfianza rompe esquemas, descompone a los partidos de la postguerra, se convierte en un calvario de desmantelamiento. Es la obra de Saturno.
Conclusiones para la política
Esto me permite presentar seis conclusiones, mediante revisando los argumentos aquí compilados y sugiriendo otros para el debate.
La primera es que las crisis forman parte del pulso del capitalismo, aunque en las últimas dos décadas las burbujas especulativas hayan tenido mayor volumen e impacto como resultado de la globalización y la liberalización financiera.
La segunda es que esta combinación de acumulación de dificultades por medio de la extracción de los ingresos financieros ha creado un proceso de endeudamiento insostenible, que condujo a la crisis de las subprime de 2007 y a la recesión de 2008, después de un largo período recesivo.
La tercera es que este proceso de endeudamiento se vio alimentado por la creciente desigualdad que, al igual que en la década anterior a la primera depresión (1929), estimuló la transferencia de ingresos de los trabajadores y pensionistas hacia las finanzas, primero a través de la deuda privada y luego de la deuda pública.
La cuarta es que la política de austeridad orientada hacia el aumento del desempleo tiene un efecto estratégico: debilitar el poder de negociación de los trabajadores y de los movimientos sociales y obtener la privatización los bienes públicos esenciales, y se diferencia así de las políticas de respuesta a la primera gran depresión, con las que se procuraba aumentar la inversión para crear puestos de trabajo.
La quinta conclusión es que la recesión y austeridad generan el espiral de la deuda, por lo que la austeridad es la causa más que la cura de la depresión. La austeridad es además una idea peligrosa. Para responder a la depresión es preciso poner fin a la austeridad y, por lo tanto, la reestructuración de las deudas.
La sexta conclusión es que para reestructurar las deudas es preciso abandonar el euro e imponer y reconvertir la deuda en la nueva moneda nacional, devaluada para promover la sustitución de importaciones y mejorar los saldos comerciales y, sobre todo, permitindo asi la emisión monetaria y, por tanto, dejar de depender de la financiación a través de los mercados financieros, recuperando un banco central nacional. Después de la experiencia del gobierno griego, no es posible que la izquierda siga fomentando la ilusión de que la Unión Europea permite una negociación amable para un acuerdo que salve las economías endeudadas. Si Grecia ha enseñado algo ha sido que el castigo político y la destrucción de un país serán los instrumentos de la Comisión y del BCE para garantizar la protección de los acreedores y las rentas perpetuas para apoyar la financiación.
El centro y la izquierda en la evolución europea
Con la actual correlación de fuerzas y con la polarización política que la victoria de Trump acentúa, la pregunta más difícil de responder es si las izquierdas pueden protagonizar la alternativa. Deben hacerlo, en todo caso. Como que la Unión es la divergencia, caminará hacia la descomposición o recomposición y, si los movimientos populares no tienen la capacidad de determinar las políticas, estos serán los primeros objetivos del populismo y de las instituciones que lo instigan. Así, la recuperación de la iniciativa por parte de los movimientos populares significa la movilización de las mayorías que, en este contexto de desintegración, puede levantar al mismo tiempo la legitimidad democrática (y por lo tanto las identidades de los estados-nación, que son el único sostén de la democracia) y un proyecto de lucha por el pleno empleo (y, por tanto, la reestructuración de la deuda con la salida del euro y la nacionalización de los bancos).
¿Puede esta mayoría hacerse con el centro? No puede, o al menos no se puede hacer de forma estable de tal manera que responda a la crisis europea. El centro está desapareciendo, porque los partidos socialistas, al igual que otras formaciones, fueron absorbidos por la doble idea del predominio de las finanzas (que es el modo de reproducción social de la élite) y la idolatría del neoliberalismo (que es la ideología autoidentificadora y constitucional de la UE). En casi todos los países, empezando por Alemania, los líderes del PS forman parte de los engranajes de la máquina de justificación de la austeridad, la privatización y la desregulación. El discurso sobre los «valores» de Europa se ha convertido en el mantra que unifica a las élites gobernantes y que preside su educación y reproducción, sin admitir excepciones ni disensiones.
La doctrina y las reglas de la libertad de circulación de capitales, que destruye la posibilidad de que las políticas de expansión de la demanda o de reorganización de la oferta y de los sistemas de producción, es el dogma que se escribe en los tratados europeos, blindados a alteraciones que puedan favorecer políticas anti-cíclicas. En otras palabras, la Unión Europea sólo reconoce las políticas destructivas para responder a una recesión y sólo se reconoce en el discurso que las ensalza.
Es cierto que ha habido algunas excepciones en el campo de los partidos socialistas en los últimos tiempos: la revuelta de las bases del Partidos Laborista contra Blairismo con la elección y reelección de Corbyn, y la aceptación por parte del PS portugués de un acuerdo con la izquierda, en contra de toda su historia. Estos casos muestran que las políticas de izquierdas tienen que encontrar caminos unitarios, siempre que se puedan medir en logros sociales importantes, que se contrapongan a la cultura de sumisión a la austeridad. Si el nuevo gobierno portugués aumenta el salario mínimo a pesar de la ira de la patronal y de la presión europea, si se compromete a no privatizar y a dar marcha atrás todo lo posible en esa política a pesar de las presiones internacionales, a reducir los impuestos sobre el trabajo y a reequilibrar el sistema fiscal en detrimento de los grandes patrimonios, si se incrementan las pensiones y se recupera los salarios recortados durante el período de la troika, entonces eso ayudaría a recomponer la correlación de fuerzas. Así que hay que poner mucha atención en el contenido específico de la política y la responsabilidad de luchar por nuestra gente.
Pero éstas son excepciones creadas por las circunstancias. En Alemania, el SPD es parte de la mayoría Merkel; y tanto Gabriel como Schauble se alinean en el ataque contra Grecia. En España o en Francia, el centro se va fragmentando por haber seguido la orientación que criticó y contra la que prometía ofrecer una alternativa.
El centro vive bajo una amenaza. La amenaza es su propia ortodoxia neoliberal y, en particular, el riesgo de una próxima crisis financiera que acentúa la agresión económica neoliberal, es decir, la trumpificación de la política europea. Mediante la adopción de políticas neoliberales, el centro ha dado la victoria a la derecha en casi todos los países y, después de diez años de recesión y estancamiento, la situación social y la capacidad de respuesta es disminuida por la austeridad. Europa está menos preparada para responder a una nueva crisis: los bancos centrales no pueden actuar con impacto rápido (los tipos de interés ya no pueden bajar), el desempleo es mayor que en cualquier período anterior a las recesiones pasadas, y la vulnerabilidad social es más pronunciada. La desigualdad, que es el nombre de la explotación en la sociedad de clases, es ahora mayor que antes de la crisis de 2007-2008. Conclusión: una nueva crisis financiera provocará políticas sociales más duras y continuará destruyendo el centro.
Europa está cambiando, sí, pero sus instituciones forman parte de esta deriva hacia la derecha. La UE se ha convertido en una máquina para la hegemonía de la derecha, su agenda se reduce a la política neoliberal y aplica únicamente la vieja solución: búsqueda de más valor absoluto, más tiempo de trabajo, con menores salarios y pensiones más bajas, menor salario indirecto (escuela, salud, políticas sociales) y más sumisión.
A los analistas y lectores, una nota: no hay que olvidar nunca lo esencial. Todo lo que está en juego es la distribución de lo que se produce.
A los militantes de izquierda, sólo un consejo: no piensen que la música que sonará será la misma de siempre. La historia comienza como farsa puede terminar como tragedia. Todo depende de quién esté y de lo que hagamos.
moderado por:
Eddy Sánchez
Profesor de Ciencias Políticas de la UCM y Director de la Fundación de Investigaciones Marxistas
Ana Barba
Edafóloga, activista social y política por la democracia participativa, el feminismo y la ecología.
El pasado noviembre de 2016 Espacio Púbico y CTXT iniciaron un debate inédito en los medios de comunicación, no solo españoles, sino europeos. A una década del comienzo de una de las crisis económicas más profundas desde el crack de 1929, los debates, cuando se han tenido, han girado sobre la idea de reformar el capitalismo; sin embargo, desde Espacio Público hemos decidido preguntarnos sobre el socialismo.
Conscientes de que el verdadero poder consiste en lograr que no se hable de lo que no interesa a quienes lo detentan, el economista y sindicalista Bruno Estrada elaboró el guión sobre el que se desarrolló el debate, moderado por Ana Barba, Portavoz de Ganemos Madrid y por Eddy Sánchez, Profesor de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM.
Durante tres meses y a través de treinta intervenciones, académicos, militantes de todas las izquierdas, activistas de movimientos sociales, sindicalistas y periodistas desarrollaron uno de los debates políticos más intensos dirigidos a responder a una pregunta: qué entendemos por socialismo hoy.
El socialismo hoy nace ante la evidencia de pensar en términos estratégicos, atendiendo a la necesidad de poner la mirada en las dinámicas de fondo que recorren nuestras sociedades y la incertidumbre de encontrarnos, ante una gran transición geopolítica y de los modos en que se ha organizado nuestra sociedad y formas de trabajar.
Movimientos de fondo que se profundizarán ante los escenarios que se mueven, entre el énfasis en una economía global en que el capital cada vez tendrá menos impedimentos para circular por el mundo y las reacciones y resistencias que genera.
La expansión de la globalización económica ha resucitado no solo expresiones de identidades étnicas y locales, sino que ha resucitado al gran sujeto a través del cual el socialismo ha desarrollado sus estrategias a lo largo del siglo XX: el poder del Estado.
Durante esta década de crisis han surgido movimientos sociales que han ido construyendo dinámicas de movilización con el objetivo de enfrentarse a los expolios originados por la movilidad del capital, que ven en el Estado la principal estructura de oportunidad para las formas de actividad política de dichos movimientos.
El objetivo de democratizar la economía aparece de nuevo como la estrategia más adecuada para emprender planes de cambios sociales radicales, algo que fue compartido por las estrategias socialistas y socialdemócratas del pasado siglo.
La idea sobre el declive de los Estados territoriales y su necesaria recuperación o no, la necesidad de elaborar estrategias globales que superen el “repliegue” hacia el Estado-nación, la participación de los trabajadores en la gestión y el capital de las empresas, la cuestión del trabajo y del sujeto de cambio sustentado sobre el trabajo o la concepción del cambio social sobre la idea del desarrollo en términos de atraso-modernidad o la constatación de su necesaria superación, son parte de los ejes de un debate al que invitamos a profundizar.
Finalizamos este debate con un acto el próximo martes 21 de febrero a las 12h en la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la Universidad Complutense.
El verdadero poder consiste en lograr que no se hable de lo que no interesa a quienes lo detentan. Hace nueve años estalló la mayor crisis financiera, económica y social de los últimos ochenta años, ocasionada por una creciente desregulación de los mercados financieros a escala global y por la creciente concentración de capital vivida en las últimas décadas en muy pocas manos, como nos muestra Piketty, una crisis que por su magnitud solo es comparable con el Crac de 1929 y, sin embargo, la palabra socialismo está ausente del debate político. Curioso.
Desde tiempos inmemoriales se han producido movimientos de protesta contra los privilegiados. Los bagaudas eran tropas de campesinos sin tierra que lucharon contra los latifundistas patricios y las legiones que los protegían en las postrimerías del Bajo Imperio romano. La rebelión armada de más de trescientos mil campesinos alemanes que se inició en 1525, la movilización social más importante de Europa antes de la Revolución Francesa, ponía en cuestión la gran concentración de tierras y riqueza de la que gozaban los príncipes de la Iglesia católica. Thomas Müntzer, uno de sus principales líderes, incluso pregonaba que todos los cristianos debían tener las mismas propiedades y que, por tanto, se debía abolir la propiedad privada y repartir todos los bienes de la Iglesia entre los integrantes de la comunidad cristiana.
Pero el concepto político del socialismo no surgió hasta el desarrollo del capitalismo en las sociedades europeas, bastante avanzado ya el siglo XIX, tras las profundas transformaciones que experimentaron esos países. En menos de un siglo atrasadas sociedades agrarias se convirtieron en modernas sociedades industriales con un alto grado de urbanización, con una gran concentración de trabajadores en inmensas fábricas y en las que el capital sustituyó a la religión como principal herramienta de cooperación social.
Pero el capital, a diferencia de la religión, no crea sentimiento de pertenencia a una comunidad, ya que los valores predominantes en una sociedad basada en la libertad de creación y acumulación de capital son esencialmente insolidarios y egoístas. A partir del siglo XVIII los nuevos grupos sociales emergentes, la burguesía industrial y financiera, necesitaron un cambio de paradigma moral que definiera lo que estaba bien y mal en las nuevas sociedades capitalistas. Se trataba de dotar de una superioridad moral al individualismo egoísta que fomentaba el incipiente capitalismo industrial inglés, imprescindible para lograr hegemonía cultural. No hay que olvidar que los pobres eran abandonados a su suerte en las grandes ciudades industriales inglesas. El capitalismo industrial inglés no solo tenía que “vencer” comercial y/o militarmente al del resto del planeta, también tenía que “convencer”. El individualismo insolidario debía ser moralmente superior al comunitarismo sumiso que imponía la religión, por eso el “darwinismo social” de Spencer impregnó la ideología de las clases dirigentes capitalistas en el siglo XIX.
El socialismo surge, antes que como una ideología, como un grito desesperado de quienes eran explotados con salarios de miseria en trabajos rutinarios, mecánicos y alienantes. Bertolt Brecht contaba que, en los años veinte, en las reuniones de los intelectuales alemanes comprometidos con la Revolución con los obreros se suscitaba a menudo una pregunta: ¿Qué es el socialismo? No como un sistema definido por conceptos más o menos abstractos, sino como algo concreto, comprensible para los obreros analfabetos, embrutecidos por un trabajo duro y repetitivo. En una de esas reuniones nocturnas, robando unas horas al descanso imprescindible para recuperar fuerzas después de un agotador día de trabajo, un corpulento minero con su cara tiznada por los restos el carbón respondió: “Socialismo son patatas”. Durante gran parte del siglo XIX, el socialismo, en una sociedad capitalista que era tremendamente depredadora para la inmensa mayoría de los trabajadores, significaba en primer lugar lograr un sistema económico que garantizara condiciones de materiales de vida dignas y que pusiera freno a la explotación.
Hay que esperar hasta el siglo XIX para que emerja una elaboración ideológica, de la mano de intelectuales burgueses como Carlos Marx y Friedrich Engels, capaz de ofrecer no solo una crítica global a las desigualdades sino también la formulación de valores sobre los que debiera erigirse una sociedad, que superara los valores de supervivencia propios de Sociedades de la Necesidad. El socialismo, desde sus orígenes, está profundamente imbricado con la democracia, ya que es un instrumento de cooperación social horizontal, en el que todos pueden participar en la determinación de los fines por los que se coopera, a diferencia de la religión y el capital. El sufragio universal era para Bernstein el gran arma del proletariado, donde este se implantaba los trabajadores lograban grandes avances sociales.
Hay que recordar que a principios del siglo XX, en la mayor parte de los países europeos la democracia tan sólo podían ejercerla quienes tenían un cierto patrimonio, la llamada democracia censitaria. La lucha por el sufragio universal formó parte de las reivindicaciones y luchas obreras casi desde sus inicios. Ya en 1836 la Asociación de Trabajadores de Inglaterra elaboró la Carta del Pueblo en la que exigía el voto universal y secreto. La extensión de la democracia para todos los ciudadanos suponía que las organizaciones obreras no solo defendían los intereses materiales de un grupo social explotado, sino también unos valores de libertad e igualdad social que implicaban al conjunto de la sociedad. Ensanchando la base de la democracia, construyendo comunidad entre trabajadores, es como ganaron hegemonía cultural las ideas socialistas.
Las luchas que se englobaron bajo el paraguas ideológico del socialismo tenían la idea de construir sociedades más justas y libres, por eso plantearon actuaciones en tres ámbitos: en el económico, buscando la mejora del bienestar material de los trabajadores; en el político, impulsando la democratización de la sociedad para que cada trabajador-ciudadano fuera libre para decidir sobre su futuro; y en el cultural creando, gracias al concepto de clase, la percepción emocional de que los excluidos pertenecían a una comunidad.
En Rusia, tras la Revolución de 1917, se produjo una alteración sustancial de los principales valores que conformaban el socialismo. A la igualdad se la consideró preeminente sobre la libertad, como un fin en sí mismo, no como un medio para conseguir “mas libertad para más personas”, en términos de Stuart Mill. Lenin, en 1920 durante el VIII Congreso de los Soviets, apenas transcurridos tres años desde el inicio de Revolución Rusa lanzó un epigrama, una consigna, lo que hoy sería un mensaje de Twitter, que intentaba sintetizar para las masas de obreros y campesinos iletrados qué era el socialismo: “el poder de los soviets más la electrificación”. La electrificación a principios del siglo XX representaba la modernización, los avances técnicos logrados por el capitalismo, que distribuidos a través de un sistema dirigido por los soviets, permitiría garantizar condiciones de vida dignas para todos. Las “patatas” demandadas por el minero alemán.
Sin embargo, los soviets, los organismos democráticos de los que se dotaron los trabajadores rusos para hacer oír su voz en las fábricas y en la política, fueron esclerotizados poco a poco por los bolcheviques. Quienes entendieron el socialismo como la estatalización de la mayor parte del aparato productivo intentaron competir con el capitalismo en su capacidad de proveer bienes materiales, pero esa carrera la ganó el capitalismo y finalmente significó el fin de la Unión Soviética. La estatalización del aparato productivo se acompañó de un proceso de restricción de las libertades y de la participación política que estaba en contra de las bases mismas que habían dado lugar al concepto político del socialismo. Los regímenes del autodenominado “socialismo real” terminaron ofreciendo pocas patatas, a la vez que secuestraban la democracia y la libertad. Mal negocio.
Alguien tan poco sospechoso de ser socialista, como Joseph Schumpeter, intuyó que la verdadera amenaza del capitalismo eran los cambios sociológicos que se iban a producir en las Sociedades de la Abundancia creadas por el propio capitalismo. En su libro “Capitalismo, Socialismo y Democracia”, escrito en 1941, ya dijo que son los éxitos del capitalismo los que le condenan. Percibió que las democracias liberales de principios del siglo XX, por presión de los partidos y los sindicatos, estaban mutando hacia estructuras sociales más inclusivas, desarrollando la democracia industrial y sólidas instituciones públicas con capacidad regulatoria sobre la actividad económica.
Hoy se puede comprobar cuánta razón tenía. Los países del planeta más ricos, inclusivos y democráticos, los países nórdicos, son aquellos que han sido capaces de crear grandes cantidades de capital y de distribuirlo con relativa equidad entre toda su población gracias a la profundización de la democracia. Es decir, en estas inclusivas Sociedades de la Abundancia se ha producido una cierta agonía del homo economicus que ya predijo Schumpeter y se observa un crecimiento de valores altruistas, de libertad, postmateriales, laicos y solidarios, según nos indica la World Value Survey, una hegemonía cultural del “universo de los valores socialistas”. Ello ha sido posible porque una gran mayoría de la población de esos países tiene sus necesidades materiales básicas cubiertas, garantizadas por un marco de relaciones laborales que protege los derechos de los trabajadores y por un Estado del Bienestar que les provee de vivienda, educación y sanidad.
De forma paralela se ha producido una fuerte penetración de la ideología neoliberal entre las élites económicas y políticas, incluidas las vinculadas a los partidos socialdemócratas. Con la Tercera Vía la mayor parte de sus líderes participaron de esa hegemonía cultural neoliberal, adoptando una posición de sumisión al marco político, económico y social definido por los intereses de la oligarquía financiera: la globalización financiera y comercial.
A finales de los años noventa y principios del S. XXI se produjo una situación paradójica. La tecnoestructura política de la socialdemocracia compró la agenda política neoliberal, y en ese sentido la hegemonía cultural cambió de manos. Por primera vez la vieja socialdemocracia se situó por detrás del cambio social, en muchas ocasiones incluso frenándolo. Por ello, sus partidos, cómplices activos de las políticas neoliberales, pierden el apoyo de su base electoral en muchos países europeos, en Alemania, en Francia, en España, en Grecia, en Austria.
Lo que ignoraron los líderes de la Tercera Vía es que una elevada desigualdad social no es solo una consecuencia no deseada del actual sistema económico dominante, sino parte consustancial de él. De ahí que el concepto de igualdad de oportunidades resulte vacío en términos políticos. La desigualdad es funcional para las élites del capitalismo, tal como expresaba Mandeville, ya que permite que los valores de supervivencia, predominantemente egoístas y de escasa sociabilidad, tengan un importante peso en las sociedades ricas.
En las Sociedades de la Abundancia, en las que se enquista una elevada desigualdad durante un largo periodo de tiempo, se termina erosionando la propia democracia, y eso lo aprovechan algunos grandes latifundistas de capital para privatizar la política, como ha ocurrido con Trump en EEUU, en la Italia de Berlusconi, o en la España del Partido Popular y su financiación corrupta.
El concepto político de socialismo ha ido cambiando en función de las transformaciones sociales que se han venido produciendo, por eso el gran reto del socialismo en este siglo es su capacidad de representar, en términos de intereses pero también en términos emocionales, de valores, a un universo de trabajadores mucho más amplio: a un creciente volumen de jóvenes trabajadores de actividades de servicios, de alta y baja cualificación, con escasa capacidad de negociación de sus condiciones individuales y colectivas de trabajo, a caballo entre una creciente explotación laboral y unas relaciones contractuales que suponen una mercantilización de las relaciones laborales (economía colaborativa, externalización productiva, trabajadores autónomos); representar a una menguante clase obrera industrial pero en la que un gran número de trabajadores aun conserva una notable capacidad de negociación colectiva, gracias a la actuación de los sindicatos; a un número creciente de trabajadores de alta cualificación, formados gracias a un sólido sistema de educación pública, con un elevado poder de negociación individual o colectivo de sus condiciones de trabajo, lo que en términos de consumo les ha permitido ser considerados como clase media. Este es el grupo social en el cual es más patente la agonía del “homo economicus”.
En la actualidad la vieja socialdemocracia esta en una terrible encrucijada: apenas encarna al primer grupo social; representa porciones cada vez menores de una decreciente clase obrera en competencia no solo con movimientos políticos más a la izquierda, sino también más a la derecha (fenómeno Berlusconi, Le Pen o Trump); y el fracasado experimento de la Tercera Vía le ha desconectado del profundo cambio de valores que ha experimentado el tercer grupo social. En los países desarrollados hemos asistido al aumento de los trabajadores pobres, en mayor medida tras la Gran Recesión de 2007, y de forma paralela a la creciente utilización demagógica por parte de la derecha política populista de sentimientos comunitarios arcaicos y excluyentes, la pertenencia a una religión, raza o nación. Asimismo, en la medida que las trabajadoras y trabajadores se han hecho más diversos, resulta evidente que el concepto marxista de clase es incapaz de ofrecer una identidad colectiva muy amplia, con capacidad de construir hegemonía.
El socialismo del siglo XXI debe seguir siendo capaz de ofrecer una mejora del bienestar material, “patatas”, para los dos primeros grupos sociales, por eso no debe despreocuparse por el crecimiento económico y por lograr un reparto más igualitario de la riqueza generada. Pero debe ofrecer bastante más. El socialismo debe identificarse como una organización social en la que todos los ciudadanos puedan disfrutar de altos grados libertad en todos los campos de la vida personal y social, no solo los más ricos ni los que han accedido a una mayor cualificación y formación. Por eso las fuerzas que se reclamen socialistas deben avanzar en la democratización de la economía, el lugar donde se quedó varada la vieja socialdemocracia a finales del siglo XX.
Un socialismo de este siglo debe integrar, como elementos complementarios, al Estado y al mercado. Lo más relevante para generar sociedades más igualitarias y más libres no es la forma de distribuir los bienes y servicios producidos, sino la propiedad de las empresas. Socialismo debe ser sinónimo de una democratización de la economía que debe entrar en la empresa, creando sólidos espacios de capital “colectivo”, como planteó la ley de cogestión alemana de 1976, los Fondos Colectivos de Inversión de los Trabajadores que se instauraron en Suecia en 1984, el Fondo de Solidaridad creado por la Federación de Trabajadores de Quebec en 1983, o el fondo del petróleo de Noruega de los años noventa.
A lo largo de su historia la democracia ha sido el mejor instrumento que ha encontrado el ser humano para aunar colectivamente los vectores de libertad, conocimiento y cooperación, que son los que modernizan las sociedades, no solo tecnológicamente sino también en términos de valores morales. La ampliación de la base de la democracia exige democratizar la globalización, profundizar en la democratización de los Estados-nación, democratizar las empresas y, cómo no, democratizar el futuro, esto es, tener en consideración que nuestros actos de hoy van a condicionar la vida de cientos de millones de personas mañana, por ejemplo en relación al cambio climático.
Las recientes elecciones de EEUU han puesto en evidencia que el centro del conflicto económico, político y social sigue situado entre dos polos: la democratización de la economía o la privatización de la política. Es evidente que la democratización de la economía tiene una gran potencialidad redistribuidora, pero el reto del socialismo de este siglo también debe ser el reconstruir para millones de trabajadores una percepción emocional colectiva vinculada a la ciudadanía democrática: “pertenecen a una misma comunidad todos los individuos que libremente participan en la toma de decisiones sobre su futuro colectivo”. La democracia es el instrumento de transformación colectiva mediante el cual las trabajadoras y trabajadores deben reconquistar la hegemonía cultural perdida frente a los latifundistas de capital.
Tras dos meses de interesante discusión en nuestra web, y cuando están a punto de abrirse las urnas y votar en elecciones generales, damos por finalizado un debate que ha resultado rico y plural, tanto por el nivel de sus intervenciones como por los puntos de vista aportados. La ponencia inicial de José Luis de Zárraga proponía delimitar qué tipo de cambio queremos para este país, quiénes pueden confluir para protagonizarlo y cómo habría que realizar esa confluencia.
Moderado por Orencio Osuna y Teresa Gómez, los autores de las aportaciones han oscilado entre quienes consideran que el cambio es muy difícil y quienes piensan justo lo contrario. La opinión más generalizada es que las cosas no van a ser nunca como hasta ahora tras las elecciones del domingo 20 de diciembre para elegir los miembros del nuevo Congreso de Diputados. Hay quienes consideran que el proceso de transformación tiene que ser urgente y quienes apuestan por la prudencia. De uno u otro modo, se ha puesto en marcha un proceso irreversible que hace muy pertinente que hayamos estado debatiendo en nuestro foro hasta qué punto la oportunidad de cambio existe o no.
Plantea Zárraga que, dada “la improbabilidad de una mayoría absoluta, cualquier gobierno precisará el apoyo de varias fuerzas, y que la cuestión de la confluencia de movimientos y partidos que propugnan el cambio se encuentra esta vez en primer plano y adquiere una importancia decisiva”.
En su misma línea, o discrepando de su planteamiento, han intervenido con aportaciones políticos como Sabino Cuadra, economistas como Fernando Prieto o abogados como Héctor Maravall. Para el sociólogo Enrique del Olmo “vamos a un período donde las fórmulas de acción van a ser diversas y los instrumentos también, y donde las decisiones que se tomen van a tener un impacto real”, El historiador Pablo Sánchez León, por su parte, sostiene que
“la clave no está tanto en los resultados en sí cuanto en la manera en que sean introyectados por los ciudadanos que llevan desde el comienzo de la crisis aumentando su conciencia política y su sensibilidad social”
La tesis de Dolors Comas, catedrática de Antropología, es que “las fisuras y los agujeros del sistema político español han dejado al descubierto sus insuficiencias y podredumbre. No es extraño, añade, que mucha gente aspire a que las cosas cambien, pero este deseo de cambio se proyecta hacia actores múltiples dispersándose en el camino”.
Invitamos a repasar tanto estas intervenciones como las de Jaime Pastor, José Antonio Errejón, Eddy Sánchez, Jordi Guillot y las del resto de autores que han tenido a bien honrarnos con sus aportaciones.
A todos ellos muchas gracias, así como a quienes intervinieron en el debate presencial que tuvo lugar en la madrileña sala cultural Galileo el 3 de diciembre y en el que intervinieron, moderados por Ana Pardo de Vera, Alfonso García Vicente (PP); Rafael Simancas (PSOE); Rafael Mayoral (Podemos); Carolina Punset (Ciudadanos) y Víctor Alonso Rocafort (Unidad Popular)