El capitalismo es la causa principal de la grave crisis ecosocial que enfrentamos en la actualidad. Y, por ello, es urgente pasar a la ofensiva de manera colectiva y canalizar, articular y coordinar las estrategias y fuerzas que permitan construir un mundo post-capitalista que fomente la igualdad social, la igualdad de género, el respeto a los límites del planeta y el impulso de la democracia política.
Sin embargo, y como señala Byung-Chul Han en su último libro, El espíritu de la esperanza (Herder, 2024), “miramos angustiados a un futuro tétrico”, “hemos perdido la esperanza”, “pasamos de una crisis a la siguiente, de una catástrofe a la siguiente, de un problema al siguiente”. En virtud de ello, “se ha difundido un clima de miedo que mata todo germen de esperanza”, que “crea un ambiente depresivo”. Y, con estas bases, es difícil imaginar que realmente podamos aspirar a superar el capitalismo. Por ello, es fundamental recuperar la esperanza, ya que ésta “despliega todo un horizonte de sentido, capaz de reanimar y alentar a la vida”. Mientras que “quien tiene miedo se somete al poder, […] en la esperanza de un mundo distinto y mejor despierta un potencial revolucionario”. La esperanza es pues “el salto, el afán que nos libera de la depresión, del futuro agotado”. La esperanza “nos regala el futuro”.
Pero pensar con esperanza no es lo mismo que ser optimista. Como apunta el propio Byung-Chul Han, el optimismo, a diferencia de la esperanza, “carece de toda negatividad”, “desconoce la duda y la desesperación”, “su naturaleza es la pura positividad”, y el optimista “está convencido de que las cosas acabarán saliendo bien”. Por el contrario, la esperanza “supone un movimiento de búsqueda”, “es un intento de encontrar asidero y rumbo”, “nos lanza hacia lo desconocido, hacia lo intransitado, hacia lo abierto, hacia lo que todavía no es, porque no se queda en lo sido ni en lo que ya es”. Mientras que el optimismo “no hace falta conquistarlo”, “se tiene sin más como algo obvio”, y el optimista “no necesita razonar su actitud”, por el contrario la esperanza “nace”, “no la hay sin más como algo obvio”, y “muchas veces hay que suscitarla y concitarla expresamente”.
Partiendo de este marco, el cooperativismo y la economía social y solidaria representan en la actualidad una de las principales esperanzas concretas para abordar la crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista[1]. Y si bien se lleva teorizando sobre el potencial transformador del cooperativismo para superar el capitalismo desde hace más de cien años (véanse Fernando Garrido, Fernando de los Ríos, Jean Jaurès, Juan B. Justo o el propio John Stuart Mill), en los últimos años se ha producido un renovado interés por destacados autores contemporáneos de diversas corrientes ideológicas que han logrado situar al cooperativismo y la economía social y solidaria como una de las principales propuestas para hacer frente a los retos de nuestro tiempo. Así puede observarse, a modo de ejemplo, en Erik Olin Wright, Richard Wolff, Mario Bunge y Alec Nove desde el socialismo democrático; en Alex Gourevitch desde el republicanismo; en Amaia Pérez Orozco desde la economía feminista; en Christophe Degryse desde el sindicalismo; y en Kate Raworth desde la economía ecológica[2].
Partiendo de dichas referencias teóricas, así como también de las normas jurídicas y las realidades prácticas del cooperativismo y la economía social y solidaria, cabrían señalarse al menos cinco motivos por los cuales dicho modelo empresarial estaría llamado a ser una de las apuestas clave para abordar la crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista.
En primer lugar, y frente al trabajo precario y alienante característico del modelo empresarial capitalista, la economía social y solidaria fomenta el desarrollo de un trabajo no sólo digno en lo que se refiere a condiciones laborales, sino también enriquecedor y emancipador. Esto favorece, por un lado, la eliminación de la dicotomía que tiene buena parte de la ciudadanía progresista entre su vida laboral en una empresa capitalista, y su vida real y su activismo anticapitalista después del trabajo. Y, por otro, canaliza las energías, fuerzas y habilidades que la ciudadanía progresista vuelca en la empresa capitalista, hacia las entidades de economía social y solidaria y, con ello, hacia la construcción de un mundo post-capitalista desde el propio lugar de trabajo.
En segundo lugar, la economía social y solidaria favorece una menor brecha salarial entre los trabajadores que la empresa capitalista, garantizando con ello la no acumulación de recursos en unas pocas manos y una mayor igualdad social. En este sentido, y como se desprende también de distintos estudios[3], la economía social y solidaria genera empleo con mayor igualdad de género que el modelo empresarial capitalista.
En tercer lugar, la economía social y solidaria garantiza la propiedad colectiva y democrática de los medios de producción, lo cual es clave por tres motivos. Por un lado, por la propia importancia de tener en nuestras manos, y no en las del capitalismo, los medios de producción en un contexto de crisis ecosocial y de potencial escasez de recursos. Por otro, porque la economía social y solidaria sitúa, no la maximización de los beneficios, sino a la persona, a la comunidad y al planeta, en el centro del modelo de producción de bienes y servicios. Y, por último, porque siguiendo las investigaciones de Elinor Ostrom (primera mujer en recibir el Premio Nobel de Economía), la autogestión favorece precisamente un modelo de producción que respeta los límites de los ecosistemas.
En cuarto lugar, las entidades de economía social y solidaria, y en especial las cooperativas de consumidores, abogan, de forma creciente, por un modelo de consumo consciente y organizado frente al modelo de consumo salvaje del capitalismo. Un consumo consciente y organizado que tendría, al menos, cinco características principales: por un lado, se considera fundamental distinguir entre necesidades y deseos. Por otro, el consumo de bienes y servicios debe estar más orientado a la satisfacción de las necesidades que a la de los deseos. Igualmente, el consumo de esos bienes y servicios debe realizarse desde la moderación para no agravar la crisis ecológica. Por su parte, dicho consumo ha de llevarse a cabo en el mayor grado posible en entidades de economía social y solidaria, favoreciendo con ello el apoyo mutuo entre consumidores y productores, y la canalización del poder económico de las empresas capitalistas hacia las entidades de economía social y solidaria. Y, por último, y además de un consumo consciente de carácter individual, es fundamental fomentar un consumo organizado en grupos de consumo, en cooperativas de consumidores, en cooperativas integrales y en grandes campañas colectivas de cambios de consumo (ej. que un millón de personas, en un corto periodo de tiempo, abandonen Iberdrola, Endesa y Naturgy, y procedan a contratar su electricidad con las cooperativas de consumidores que comercializan energía 100% renovable en su respectiva región territorial).
Y en quinto y último lugar, la economía social y solidaria estimula la democracia política frente al aumento de las plutocracias y de los autoritarismos. En relación con las primeras, la economía social y solidaria fomenta un reparto equitativo de la riqueza desde las propias empresas, lo cual contribuye a evitar las grandes concentraciones de riqueza en unas pocas manos y sus potenciales derivas plutocráticas en el ámbito político. Por su parte, y en relación con los autoritarismos, en las entidades de economía social y solidaria los trabajadores deciden democráticamente qué se produce, cómo se produce, cuánto se produce, cómo se organizan, cuánto cobran, etc., lo cual fomenta positivamente la democracia política a través de dos elementos. Por un lado, y siguiendo las investigaciones de Carole Pateman, a mayor participación en la empresa por parte de un trabajador, mayor sentido de eficacia política (es decir, mayor sentido de que sus acciones sí pueden tener un impacto político) y, con ello, mayor probabilidad de participación política por parte de ese trabajador. Y, por otro lado, para garantizar la calidad de esa participación política es necesario, como bien apuntan Cornelius Castoriadis o Martha Nussbaum, una paideia democrática; y ésta, en el caso del trabajador de una entidad de economía social y solidaria, no sólo se adquiere en la esfera política, sino también en el día a día de su propio lugar de trabajo.
En definitiva, y ante un mundo lleno de incertidumbres, el cooperativismo y la economía social y solidaria se presentan en la actualidad como una de las principales esperanzas concretas por las que apostar para lograr abordar la grave crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista. Nos va, literal, la vida en ello.
Notas:
[1] Otras esperanzas concretas en el ámbito empresarial, aunque de menor potencial transformador y con menores perspectivas de éxito, se encontrarían en la cogestión alemana y en los fondos de asalariados suecos, ambas impulsadas en el mejor momento de la socialdemocracia europea. Para observar tanto sus bondades como sus limitaciones, véase la obra colectiva ¿Una empresa de todos? La participación del trabajo en el gobierno corporativo (Catarata, 2022).
[2] En el presente año 2024, la Green European Foundation (la fundación de los verdes europeos) lanzó la publicación Enough. Thriving societies beyond growth, elaborada por Dirk Holemans, Lara Ferrante y Elze Vermaas. En ella, y partiendo de los postulados de Kate Raworth, el cooperativismo y la economía social y solidaria se presentan como una de las ocho principales propuestas para construir un mundo post-capitalista y post-crecimiento. Esta publicación es, hasta el momento, la apuesta más clara de los verdes europeos por situar el cooperativismo y la economía social y solidaria como uno de los elementos más importantes a la hora de abordar la crisis ecosocial.
[3] Véanse la encuesta mundial de la OIT Advancing gender equality: the co-operative way (2015) y el estudio “The social economy, gender equality at work and the 2030 Agenda: theory and evidence from Spain” de Rosa Belén Castro Núñez, Pablo Bandeira y Rosa Santero-Sánchez (Sustainability, vol. 12, nº 12, 2020).
El cooperativismo, una esperanza concreta para abordar la crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista
05/11/2024
Luis Esteban Rubio
Coordinador del área de economía social y solidaria de Ecooo y presidente del Mercado Social de Madrid. Doctor en Derecho por la UC3M
El capitalismo es la causa principal de la grave crisis ecosocial que enfrentamos en la actualidad. Y, por ello, es urgente pasar a la ofensiva de manera colectiva y canalizar, articular y coordinar las estrategias y fuerzas que permitan construir un mundo post-capitalista que fomente la igualdad social, la igualdad de género, el respeto a los límites del planeta y el impulso de la democracia política.
Sin embargo, y como señala Byung-Chul Han en su último libro, El espíritu de la esperanza (Herder, 2024), “miramos angustiados a un futuro tétrico”, “hemos perdido la esperanza”, “pasamos de una crisis a la siguiente, de una catástrofe a la siguiente, de un problema al siguiente”. En virtud de ello, “se ha difundido un clima de miedo que mata todo germen de esperanza”, que “crea un ambiente depresivo”. Y, con estas bases, es difícil imaginar que realmente podamos aspirar a superar el capitalismo. Por ello, es fundamental recuperar la esperanza, ya que ésta “despliega todo un horizonte de sentido, capaz de reanimar y alentar a la vida”. Mientras que “quien tiene miedo se somete al poder, […] en la esperanza de un mundo distinto y mejor despierta un potencial revolucionario”. La esperanza es pues “el salto, el afán que nos libera de la depresión, del futuro agotado”. La esperanza “nos regala el futuro”.
Pero pensar con esperanza no es lo mismo que ser optimista. Como apunta el propio Byung-Chul Han, el optimismo, a diferencia de la esperanza, “carece de toda negatividad”, “desconoce la duda y la desesperación”, “su naturaleza es la pura positividad”, y el optimista “está convencido de que las cosas acabarán saliendo bien”. Por el contrario, la esperanza “supone un movimiento de búsqueda”, “es un intento de encontrar asidero y rumbo”, “nos lanza hacia lo desconocido, hacia lo intransitado, hacia lo abierto, hacia lo que todavía no es, porque no se queda en lo sido ni en lo que ya es”. Mientras que el optimismo “no hace falta conquistarlo”, “se tiene sin más como algo obvio”, y el optimista “no necesita razonar su actitud”, por el contrario la esperanza “nace”, “no la hay sin más como algo obvio”, y “muchas veces hay que suscitarla y concitarla expresamente”.
Partiendo de este marco, el cooperativismo y la economía social y solidaria representan en la actualidad una de las principales esperanzas concretas para abordar la crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista[1]. Y si bien se lleva teorizando sobre el potencial transformador del cooperativismo para superar el capitalismo desde hace más de cien años (véanse Fernando Garrido, Fernando de los Ríos, Jean Jaurès, Juan B. Justo o el propio John Stuart Mill), en los últimos años se ha producido un renovado interés por destacados autores contemporáneos de diversas corrientes ideológicas que han logrado situar al cooperativismo y la economía social y solidaria como una de las principales propuestas para hacer frente a los retos de nuestro tiempo. Así puede observarse, a modo de ejemplo, en Erik Olin Wright, Richard Wolff, Mario Bunge y Alec Nove desde el socialismo democrático; en Alex Gourevitch desde el republicanismo; en Amaia Pérez Orozco desde la economía feminista; en Christophe Degryse desde el sindicalismo; y en Kate Raworth desde la economía ecológica[2].
Partiendo de dichas referencias teóricas, así como también de las normas jurídicas y las realidades prácticas del cooperativismo y la economía social y solidaria, cabrían señalarse al menos cinco motivos por los cuales dicho modelo empresarial estaría llamado a ser una de las apuestas clave para abordar la crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista.
En primer lugar, y frente al trabajo precario y alienante característico del modelo empresarial capitalista, la economía social y solidaria fomenta el desarrollo de un trabajo no sólo digno en lo que se refiere a condiciones laborales, sino también enriquecedor y emancipador. Esto favorece, por un lado, la eliminación de la dicotomía que tiene buena parte de la ciudadanía progresista entre su vida laboral en una empresa capitalista, y su vida real y su activismo anticapitalista después del trabajo. Y, por otro, canaliza las energías, fuerzas y habilidades que la ciudadanía progresista vuelca en la empresa capitalista, hacia las entidades de economía social y solidaria y, con ello, hacia la construcción de un mundo post-capitalista desde el propio lugar de trabajo.
En segundo lugar, la economía social y solidaria favorece una menor brecha salarial entre los trabajadores que la empresa capitalista, garantizando con ello la no acumulación de recursos en unas pocas manos y una mayor igualdad social. En este sentido, y como se desprende también de distintos estudios[3], la economía social y solidaria genera empleo con mayor igualdad de género que el modelo empresarial capitalista.
En tercer lugar, la economía social y solidaria garantiza la propiedad colectiva y democrática de los medios de producción, lo cual es clave por tres motivos. Por un lado, por la propia importancia de tener en nuestras manos, y no en las del capitalismo, los medios de producción en un contexto de crisis ecosocial y de potencial escasez de recursos. Por otro, porque la economía social y solidaria sitúa, no la maximización de los beneficios, sino a la persona, a la comunidad y al planeta, en el centro del modelo de producción de bienes y servicios. Y, por último, porque siguiendo las investigaciones de Elinor Ostrom (primera mujer en recibir el Premio Nobel de Economía), la autogestión favorece precisamente un modelo de producción que respeta los límites de los ecosistemas.
En cuarto lugar, las entidades de economía social y solidaria, y en especial las cooperativas de consumidores, abogan, de forma creciente, por un modelo de consumo consciente y organizado frente al modelo de consumo salvaje del capitalismo. Un consumo consciente y organizado que tendría, al menos, cinco características principales: por un lado, se considera fundamental distinguir entre necesidades y deseos. Por otro, el consumo de bienes y servicios debe estar más orientado a la satisfacción de las necesidades que a la de los deseos. Igualmente, el consumo de esos bienes y servicios debe realizarse desde la moderación para no agravar la crisis ecológica. Por su parte, dicho consumo ha de llevarse a cabo en el mayor grado posible en entidades de economía social y solidaria, favoreciendo con ello el apoyo mutuo entre consumidores y productores, y la canalización del poder económico de las empresas capitalistas hacia las entidades de economía social y solidaria. Y, por último, y además de un consumo consciente de carácter individual, es fundamental fomentar un consumo organizado en grupos de consumo, en cooperativas de consumidores, en cooperativas integrales y en grandes campañas colectivas de cambios de consumo (ej. que un millón de personas, en un corto periodo de tiempo, abandonen Iberdrola, Endesa y Naturgy, y procedan a contratar su electricidad con las cooperativas de consumidores que comercializan energía 100% renovable en su respectiva región territorial).
Y en quinto y último lugar, la economía social y solidaria estimula la democracia política frente al aumento de las plutocracias y de los autoritarismos. En relación con las primeras, la economía social y solidaria fomenta un reparto equitativo de la riqueza desde las propias empresas, lo cual contribuye a evitar las grandes concentraciones de riqueza en unas pocas manos y sus potenciales derivas plutocráticas en el ámbito político. Por su parte, y en relación con los autoritarismos, en las entidades de economía social y solidaria los trabajadores deciden democráticamente qué se produce, cómo se produce, cuánto se produce, cómo se organizan, cuánto cobran, etc., lo cual fomenta positivamente la democracia política a través de dos elementos. Por un lado, y siguiendo las investigaciones de Carole Pateman, a mayor participación en la empresa por parte de un trabajador, mayor sentido de eficacia política (es decir, mayor sentido de que sus acciones sí pueden tener un impacto político) y, con ello, mayor probabilidad de participación política por parte de ese trabajador. Y, por otro lado, para garantizar la calidad de esa participación política es necesario, como bien apuntan Cornelius Castoriadis o Martha Nussbaum, una paideia democrática; y ésta, en el caso del trabajador de una entidad de economía social y solidaria, no sólo se adquiere en la esfera política, sino también en el día a día de su propio lugar de trabajo.
En definitiva, y ante un mundo lleno de incertidumbres, el cooperativismo y la economía social y solidaria se presentan en la actualidad como una de las principales esperanzas concretas por las que apostar para lograr abordar la grave crisis ecosocial y construir un mundo post-capitalista. Nos va, literal, la vida en ello.
Notas:
[1] Otras esperanzas concretas en el ámbito empresarial, aunque de menor potencial transformador y con menores perspectivas de éxito, se encontrarían en la cogestión alemana y en los fondos de asalariados suecos, ambas impulsadas en el mejor momento de la socialdemocracia europea. Para observar tanto sus bondades como sus limitaciones, véase la obra colectiva ¿Una empresa de todos? La participación del trabajo en el gobierno corporativo (Catarata, 2022).
[2] En el presente año 2024, la Green European Foundation (la fundación de los verdes europeos) lanzó la publicación Enough. Thriving societies beyond growth, elaborada por Dirk Holemans, Lara Ferrante y Elze Vermaas. En ella, y partiendo de los postulados de Kate Raworth, el cooperativismo y la economía social y solidaria se presentan como una de las ocho principales propuestas para construir un mundo post-capitalista y post-crecimiento. Esta publicación es, hasta el momento, la apuesta más clara de los verdes europeos por situar el cooperativismo y la economía social y solidaria como uno de los elementos más importantes a la hora de abordar la crisis ecosocial.
[3] Véanse la encuesta mundial de la OIT Advancing gender equality: the co-operative way (2015) y el estudio “The social economy, gender equality at work and the 2030 Agenda: theory and evidence from Spain” de Rosa Belén Castro Núñez, Pablo Bandeira y Rosa Santero-Sánchez (Sustainability, vol. 12, nº 12, 2020).
Dumping Ecológico y Social: Nuestras sociedades se sustentan en el expolio neocolonial
29/10/2024
Luna Lagos
Temporera agrícola. Militante de Futuro Vegetal
Llamamos dumping ecológico y social al traslado de prácticas económicas e industriales generalmente prohibidas en el estado sede de la corporación, por sus impactos ambientales (dumping ecológico) o en poblaciones humanas (dumping social), hacia territorios con regulaciones más laxas. Esta estrategia permite a multinacionales y estados enriquecidos mantener su producción sin enfrentar las consecuencias directas, a costa de la explotación de regiones empobrecidas o “zonas de sacrificio”. Esta práctica perpetúa sistemas de opresión basados en la dominación mientras expone las limitaciones en la aplicación de una legislación insuficiente.
El dumping ecológico tiene profundas raíces en la lógica colonialista y racista del orden económico global. Los territorios colonizados se han considerado históricamente como fuentes de recursos y vertederos de los desechos del desarrollo industrial de los países enriquecidos. Esta lógica persiste hoy bajo el neocolonialismo, que legitima la explotación ambiental y humana para mantener las jerarquías globales.
Las grandes corporaciones y potencias económicas se valen de su poder e influencia para externalizar esta destrucción ambiental a países empobrecidos, cuyas leyes ambientales son menos estrictas por la cultura colonial. Mientras los pueblos originarios viven en primera línea la devastación ecosistémica, empeora la Crisis Ecosocial Global, siendo que las emisiones y desequilibrios ecosistémicos no entienden de fronteras políticas. Es por este principio que la industria ganadera ha deforestado un 80% de la selva amazónica para cultivo de soja, que alimenta a la “granja de Europa” en el estado español, otorgando beneficios multimillonarios a corporaciones como elPozo o Incarlopsa que no habrían sido posibles sin las hectáreas arrasadas de selva tropical.
Para que este expolio se produzca, es necesaria la mano de obra y, en un sistema capitalista globalizado, es más rentable trasladar la producción a regiones donde poder imponer condiciones laborales precarias que violan derechos laborales fundamentales. El dumping social consiste en la explotación de la fuerza de trabajo aprovechando el estado de necesidad de poblaciones a las que se les niega el acceso a la tierra, que sufren el expolio de los recursos naturales, la violencia de regímenes autoritarios apoyados por los estados expoliadores que reprimen la protesta social y sindical, donde las mujeres y la infancia son especialmente vulnerables dada la opresión interseccional del patriarcado, el racismo y el capitalismo. Esta forma de esclavitud moderna, disfrazada de “desarrollo económico”, perpetúa la dependencia de las regiones empobrecidas a un sistema que las subyuga para el beneficio de una minoría privilegiada. Un ejemplo es el oleoducto EACOP que ha supuesto el desplazamiento forzoso de comunidades en Uganda y Tanzania. Una vez arrasada la fuente de autonomía de la comunidad (tierras fértiles y agua), la petrolera francesa TotalEnergies ofrece puestos de trabajo imponiendo cualquier condición.
Es esencial comprender que el dumping ecológico y social son manifestaciones de un mismo sistema capitalista, patriarcal, racista y neocolonial que busca el mantenimiento de privilegios ante los cada vez más evidentes límites biofísicos del planeta, bajo la máxima de entender a todo lo ajeno, las mujeres, las personas racializadas, el resto de especies no humanas y el entorno natural, como bienes de consumo bajo su dominio. La lógica de la acumulación capitalista ignora las necesidades de los ecosistemas y de los seres vivos que dependemos de su equilibrio, promoviendo un modelo insostenible tanto para el planeta como para las comunidades humanas.
El dumping no es solo un fenómeno global. Es cada vez más evidente a nivel local, como en el estado español. La apropiación de tierras fértiles para macroparques solares y eólicos que abastecen a la capital, la explotación ganadera que contamina los acuíferos, la esclavitud de las temporeras de la fresa mientras se exprime hasta la última gota de Doñana o la devastación del Mar Menor por la agroindustria son ejemplos del sacrificio de regiones rurales para beneficio de una minoría, siendo evidente el impacto del secuestro de la toma de decisiones por personas ajenas al territorio explotado.
¿Es posible solucionar el dumping ecológico y social desde la política institucional?
La política institucional se sustenta en este marco capitalista, patriarcal, racista y neocolonial. Aunque podrían pactarse regulaciones globales que garanticen derechos laborales y ambientales, estas tienen unas limitaciones sustanciales evidentes como el conflicto de intereses entre la clase gobernante y las gobernadas; y es que las instituciones nunca van a diseñar herramientas que permitan acabar con los pilares sobre los que ellas mismas se sustentan.
Por tanto, el abordaje real del dumping requiere un cambio radical en el sistema económico, político y social, con propuestas que incluyan:
1) Soberanía territorial y autogestión comunitaria. Las comunidades deben recuperar la gestión de los territorios que habitan, legitimando la toma de decisiones colectiva basada en el bien común.
2) Superación del capitalismo: Necesitamos modelos económicos que pongan la vida en el centro, basados en la satisfacción de necesidades y la cooperación, no en la acumulación de riquezas.
3) Marco global de derechos fundamentales que respete la vida en todas sus formas: Su aplicación real no es posible sin un cambio de cosmovisión desde abajo que rechace la dominación y entienda a la humanidad como parte de la naturaleza.
Un mundo libre de explotación y expolio es posible. Existen ejemplos de sociedades que, al margen del capitalismo, ponen la vida en el centro. Solo necesitamos voluntad colectiva para hacerlos realidad aquí y ahora. ¿Empezamos?
“Cuando escapar de la ciudad es imposible: turistificación y masificación rural”
22/10/2024
Jorge Moral
Coordinador del Área de planificación ecológica de Ideas en Guerra
La conversación pública en torno a los procesos de turistificación nos remite implícitamente a espacios urbanos. Cuando pensamos en cómo la masificación nos afecta, visualizamos calles abarrotadas por personas que, con suerte, saben decir hola y adiós en nuestros idiomas. Son viajeros perpetuamente de paso por grandes avenidas; Airbnb’s en bloques de muchísimas plantas sin espacio para, en definitiva, quien conoce el nombre de sus vecinos y vecinas. Empujados a estudiar y trabajar lejos de sus precarias viviendas en alquiler, cientos de miles de personas se ven obligadas a desplazarse a la fuerza para acomodar el consumo de quien solo viene de visita. Como resultado indirecto de estos procesos de desplazamiento, los espacios rurales sufren el igualmente de esta gentrificación, pese a no contar en muchas ocasiones con el altavoz ni el poder humano para poder organizar su resistencia.
A sólo cincuenta minutos en coche de Madrid
Es comprensible que una de las respuestas sea buscar la calma, lejos del ruido y los ritmos insoportables de las ciudades. Así, siguiendo estas lógicas urbanas, muchos espacios rurales se están convirtiendo sin mucho revuelo en lugares-dormitorio, siendo su principal reclamo no sólo su escaso precio, sino su ubicación relativa con respecto a una gran urbe que, casi siempre, merma sus servicios y hace imposible una vida sostenible tanto en el plano ecológico como en el social y humano.
Con todo, mientras a simple vista sería positivo que estos espacios contasen con más población -no en vano, Bruselas recalca que el 90% de la población reside en el 30% del territorio– realmente conviene reflexionar sobre en qué beneficia a las poblaciones rurales que sus aldeas, villas y pueblos reciban nuevos pobladores si estos solo vienen a trabajar desde casa, pasar fines de semana y vacaciones o vivir de espaldas a las comunidades donde viven. Más allá de aumentar el número del padrón municipal, ¿se abrirán más escuelas? ¿Habrá más servicios y más cerca? ¿Serán parte del tejido local y participarán de sus decisiones y problemas del día a día?
La pesadilla de un chivatazo por Tiktok
Cuando en 1963 la socióloga británica Ruth Glass acuñó el término “gentrificación” lo hizo pensando en las calles de Londres, y cómo en sus distritos centrales la población local fue paulatinamente sustituida por población de clase media. Los recién llegados contaban no solo con niveles económicos diferentes, sino con trasfondos socioculturales radicalmente diferentes a los de las personas que hasta entonces allí vivían. Se trata de procesos largos que inicialmente concebían cambios de vivienda permanente, aunque en nuestros días esta problemática va mucho más allá, acelerándose exponencialmente.
Hoy en día basta con un vídeo de unos pocos segundos en una red social como Tiktok alertando de un “paraíso escondido” para que espacios naturales hasta el momento “desconocidos” pasen a recibir miles de visitantes al mes. Por el camino, el impacto ecológico del paso de estos “planes de tarde” o “experiencias de fin de semana” es soportado por esos mismos ecosistemas naturales cuyo mantenimiento -lejos de caer en instituciones públicas que les provean con planes de dinamización, cuidado y conservación- recae en los habitantes del territorio, cuando no queda directamente olvidado.
Airbnb, ahora también en tu aldea más cercana
Allá donde hay más infraestructura -y quizá, el capital necesario para poder invertir en el aprovechamiento turístico de las casas en las que hay quien dice que nadie quiere vivir- aflora una oferta habitacional que promete descanso y silencio por una fracción de lo que cuesta ir a un hotel. Reconectar, aire puro, tranquilidad; son solo algunos de los términos con los que se promocionan apartamentos turísticos en zonas rurales.
Se trata de un tema no exento de polémica, pues al tiempo que supone una forma de revitalizar económicamente estos espacios rurales, su impacto es mucho inferior al de otras actividades que, en el fondo, generan un verdadero valor en estas comunidades al tiempo que demuestran que es posible trazar modos de vida sostenibles en la España vaciada. ¿Qué es más deseable, un alojamiento de temporada en frente de tu casa, o nuevos comercios de proximidad? ¿Qué animará a más gente a vivir cerca, un hotel-paraíso-rural o un nuevo proyecto de emprendimiento social?
Todo para lo rural, pero sin lo rural
Podría parecer contradictorio alertar de una supuesta “masificación” de los espacios rurales cuando estos vienen enfrentando procesos de despoblación. Con todo, más allá de desear contar con más chimeneas encendidas cada invierno, los espacios rurales requieren de proyectos de vida compatibles con los territorios que pretenden habitar. No se trata de una cuestión meramente cuantitativa, sino de incorporar de forma sostenible -sin replicar lógicas urbanas- a quien ha decidido no vivir en las ciudades. Esto pasa, a su vez, por acercarse a las comunidades rurales, a compartir sus realidades y luchas, y a replantearse cómo nos relacionamos con el entorno social en el que vivimos.
Repensar la cultura del consumo: la sinergia entre los centros urbanos y las cadenas alimentarias locales
15/10/2024
Vincenzo Criscione
Estudiante y miembro de Generazione Zero
Entrar en un supermercado, darse la vuelta apresuradamente, echar en el carrito primero un producto, luego otro, y dirigirse a las cajas; pagar, volver a casa, guardar las compras. Esta es, a grandes rasgos, la liturgia que cada uno de nosotros observa cuando va de compras. Una tarea, realizada mecánicamente, no diferente de todas las demás tareas que tenemos que hacer a diario. Sin embargo, esta tarea cotidiana tiene considerables implicaciones económicas y medioambientales. Por decirlo de la manera más ingenua y simplista, ir de compras es el momento en que el consumidor somete a los productos y a los productores a un escrutinio final; el momento en que da una indicación precisa al mercado.
No es difícil darse cuenta de que, cuando compramos alimentos, nuestras elecciones tienen un impacto tangible y cuantificable, a veces con una precisión sorprendente. No se trata aquí sólo de consideraciones, a estas alturas incluso tautológicas, sobre el impacto medioambiental que tienen determinados alimentos en comparación con otros. La cuestión es más sutil y se basa en la premisa fundamental de que la concienciación y la educación de los consumidores deben sustentar nuestro comportamiento. Un hábito alimentar consciente no implica necesaria y únicamente la adhesión a principios dietéticos radicales, aunque legítimos y virtuosos.
De hecho, unos hábitos de consumo verdaderamente virtuosos implican ante todo una cultura alimentaria, muy a menudo, más allá de lo que cualquiera de nosotros podría imaginar. También sería difícil, por no decir un verdadero caso experimental, encontrarse con alguien que por un lado o por otro no se tope de vez en cuando con algún descuido. Esto no quiere decir que entonces no intentemos, día a día, desarrollar este tipo de sensibilidad. Conceptos como la estacionalidad de los alimentos, el carácter exótico del producto, las reflexiones sobre los costes de producción y las emisiones de CO2 -por no hablar de la multitud de implicaciones éticas vinculadas a determinados mecanismos de producción- deben estar en la base de cualquier actitud que quiera pretenderse informada y consciente.
Especialmente en el contexto de una investigación sobre las relaciones de producción y consumo entre los centros urbanos y las zonas rurales vecinas, son decisivos los primeros puntos de este resumen. De hecho, ya es obvio que favorecer la compra de productos -ya sean de origen animal o vegetal- de procedencia local anula, o al menos minimiza en gran medida, el impacto medioambiental debido a las fases de transporte y comercialización de dichos productos. Del mismo modo, es evidente que basar la elección de bienes de consumo como las hortalizas en su estacionalidad garantiza el ahorro de los recursos energéticos y químicos normalmente empleados en la producción de alimentos en condiciones climáticas por lo demás adversas. Por poner sólo un ejemplo, un estudio realizado por el Instituto de Investigación Energética y Medioambiental de Heidelberg (Alemania) constató que las emisiones de CO2 derivadas de la producción y comercialización de frutas y hortalizas en conserva suelen ser más elevadas que en el caso de las hortalizas frescas.
Sin embargo, más allá de las estadísticas ecológicas, hay que destacar el aspecto económico. Optar por apoyar a las empresas agroalimentarias locales garantiza, de hecho, el sostenimiento de cadenas de suministro que no pueden competir ni estructural ni económicamente con la gran distribución; estas empresas suelen configurarse como aparatos más artesanales que industriales, por lo que no están equipadas para satisfacer la demanda a gran escala a precios competitivos. Mantener activas estas empresas, especialmente en las pequeñas ciudades, garantiza puestos de trabajo, circulación de dinero e inversiones tanto económicas como en infraestructuras.
En resumen, la redefinición de nuestros hábitos de consumo, vinculada a la cuestión de la relación entre los centros urbanos y las cadenas agroalimentarias que se desarrollan en torno a ellos, es un tema de absoluta actualidad. Tanto es así que a lo largo de los años también han surgido asociaciones, a menudo a escala supranacional, con el objetivo de promover iniciativas de sensibilización en favor de una nueva cultura del consumo. Un caso emblemático es el de Slow Food, una organización fundada en Italia en 1986 cuyos objetivos -como puede verse en la página web de la organización– son «la defensa de la biodiversidad y la difusión de métodos agroecológicos a través de la educación del gusto y la abogacía, fomentando el diálogo entre la sociedad civil y las instituciones». A lo largo de su historia, ha llevado a cabo más de 10.000 proyectos en 160 países y cuenta con un millón de activistas.
Por lo tanto, no podemos dejar de subrayar cómo el cambio de nuestros hábitos debe pasar en primer lugar por una confrontación con los procesos agroindustriales que ponen en nuestras mesas los alimentos que consumimos. Esto no significa necesariamente dedicarnos a estilos de vida austeros y pauperísticos, ni fijarnos como objetivo el hundimiento de sectores industriales y puestos de trabajo enteros: cualquier advertencia de este tipo no es más que terrorismo mediático. Por el contrario, una buena educación del consumidor debe tener como fin primordial la promoción de productos de calidad que exploten virtuosamente los recursos primarios que ofrece un territorio, de modo que puedan actuar como embajadores de marca de cadenas de suministro enteras: al fin y al cabo, institutos como los diversos sellos de origen controlado y protegido, ¿qué finalidad tienen sino ésta?
La necesidad de campañas de inversión mediática, social y económica es absolutamente acuciante, sobre todo en un país como Italia, cuya clase política se declara extremadamente atenta a la defensa y promoción de la marca «Made in Italy», hasta el punto de dedicarle el nombre de un ministerio.
Versión original en italiano
Ripensare la cultura del consumo: la sinergia fra centri urbani e filiere agroalimentari locali
Entrare in un supermercato, girarsi frettolosamente, gettare dentro il carrello prima un prodotto, poi un altro e dirigersi alle casse; pagare, tornare a casa, riporre gli acquisti. Questa è, grossomodo, la liturgia che ognuno di noi osserva quando si reca a fare la spesa. Un compito, meccanicamente eseguito, non diverso da tutte le altre faccende che quotidianamente ci capita di dover sbrigare. Eppure, questa incombenza quotidiana ha implicazioni economiche e ambientali notevoli. Per porre la questione nel più ingenuo e semplicistico dei modi, la spesa è il momento in cui il consumatore sottopone all’esame finale prodotti e produttori; il momento in cui dà un’indicazione precisa al mercato.
Non è, del resto, difficile rendersi conto che, quando acquistiamo del cibo, le nostre scelte hanno un impatto tangibile e quantificabile, alle volte con sorprendente precisione. Non si tratta qui solo di considerazioni, ormai anche tautologiche, sull’impatto ambientale che certi cibi hanno rispetto ad altri. La questione è più sottile e si basa sulla premessa fondamentale che la consapevolezza e l’educazione al consumo devono essere alla base dei nostri comportamenti. Una condotta alimentare consapevole non implica inderogabilmente e soltanto l’adesione a principi dietetici radicali, pure legittima e virtuosa.
Infatti, le abitudini di consumo veramente virtuose implicano anzitutto una cultura alimentare molto spesso superiore a quanto ognuno di noi potrebbe immaginare. Sarebbe anche difficile, anzi un vero e proprio caso sperimentale, imbattersi in qualcuno che da una parte o dall’altra non incappi in qualche sciatteria di tanto in tanto. Ciò non significa che allora tanto vale infischiarsene senza provare, giorno per giorno, a sviluppare questo tipo di sensibilità. Concetti come la stagionalità degli alimenti, l’esoticità del prodotto, le riflessioni su costi di produzione ed emissioni di CO2 – senza considerare poi la moltitudine implicazioni etiche connesse a certi meccanismi di produzione – devono essere alla base di ogni atteggiamento che voglia dirsi informato e consapevole.
In particolar modo, nel contesto di un’indagine sui rapporti di produzione e consumo tra centri urbani e aree rurali limitrofe, sono le prime voci di questo sommario a risultare determinanti. È già ovvio, infatti, che prediligere l’acquisto di prodotti – di origine animale o vegetale che sia – di provenienza locale nullifica, o comunque minimizza molto, l’impatto ambientale dovuto alle fasi di trasporto e commercializzazione di quei prodotti. Allo stesso modo è chiaro che basare la scelta di generi di consumo come gli ortaggi sulla loro stagionalità garantisce che vengano risparmiate quelle risorse energetiche e chimiche normalmente impiegate nella produzione di alimenti in condizioni climatiche altrimenti avverse. Per limitarsi a un solo esempio, uno studio condotto dall’Istituto per l’energia e la ricerca ambientale di Heidelberg, in Germania, ha rilevato come l’emissione di CO2 per la produzione e commercializzazione di frutta e verdura in scatola risulti generalmente più alta di quanto non avvenga per gli ortaggi freschi.
Tuttavia, al di là delle statistiche ecologiche, è il risvolto economico a dover essere sottolineato. Scegliere di sostenere le imprese agroalimentari locali garantisce, infatti, il sostentamento di filiere che non possono competere strutturalmente o economicamente con la grande distribuzione; queste aziende si configurano spesso come apparati più artigianali che industriali, pertanto non attrezzati per soddisfare una domanda su ampia scala a prezzi competitivi. Il mantenimento in salute di queste imprese, soprattutto nei piccoli centri urbani, garantisce posti di lavoro, ricircolo di denaro e investimenti sia economici che infrastrutturali.
Insomma, la ridefinizione delle nostre abitudini di consumo, connessa al tema dei rapporti tra i centri urbani e le filiere agroalimentare che si sviluppano attorno a essi, è una questione assolutamente saliente. A tal punto che negli anni, sono nate anche associazioni, spesso su scala sovranazionale, con lo scopo di promuovere iniziative di sensibilizzazione per una nuova cultura del consumo. Un caso emblematico è quello di Slow Food, organizzazione nata in Italia nel 1986 i cui scopi – come si può osservare sul sito dell’organizzazione – sono <<la difesa della biodiversità e la diffusione di metodi agroecologici attraverso l’educazione del gusto e l’attività di advocacy, favorendo il dialogo tra la società civile e le istituzioni. Nel corso della sua storia, ha realizzato oltre 10.000 progetti in 160 Paesi e può contare su un milione di attivisti>>.
Pertanto, non possiamo fare a meno di sottolineare come il cambiamento delle nostre abitudini debba passare, prima di tutto, attraverso il confronto coi processi agroindustriali che mettono sulla nostra tavola il cibo che consumiamo. questo non significa necessariamente votarsi a stili di vita austeri e pauperistici e non vuol dire nemmeno porsi come obbiettivo il collasso di interi comparti industriali e posti di lavori: ogni avviso di questo tipo è solo terrorismo mediatico. Al contrario una buona educazione al consumo deve avere come scopo primario la valorizzazione di prodotti di qualità, che sfruttino virtuosamente le risorse primarie offerte da un territorio, in modo tale che possano arrivare a fungere da Brand ambassador per intere filiere: del resto, istituti come i vari siglari d’origine controllata e protetta che scopo hanno, se non questo?
La necessità di campagne d’investimento mediatiche, sociali ed economiche è assolutamente stringente, soprattutto in un paese come l’Italia, il cui establishment politico si professa estremamente attento alla difesa e promozione del marchio Made in Italy, tanto da dedicarvi la denominazione di un ministero.
Impulsar una nueva ruralidad frente a la emergencia climática y ambiental
11/10/2024
Adrián García Abenza
Meteorólogo de la AEMET y miembro de Alianza Verde
En el actual contexto de colapso ecológico y emergencia climática, la reconceptualización de la ruralidad se perfila como una pieza fundamental en el conjunto de transformaciones que nuestras sociedades deben abordar. Históricamente, el mundo rural ha sido percibido como un espacio de producción agrícola, desconectado de la modernidad y relegado a un papel subsidiario frente a la urbanización desenfrenada. Sin embargo, este enfoque simplista ignora que las zonas rurales no son meros proveedores de recursos, sino que resultan esenciales para garantizar la sustentabilidad y resiliencia de nuestras sociedades. El mundo rural atesora una enorme biodiversidad y ofrece el potencial para liderar la transición hacia modelos de vida más sostenibles. Solo desde el mundo rural será posible iniciar las transformaciones que superen el actual sistema capitalista de producción industrial, consumo insaciable y explotación desmedida de los recursos que impera en el mundo urbano y que extiende su influencia hasta cada rincón del planeta.
Pero la nueva ruralidad que necesitamos no puede ser una simple vía de escape para las élites privilegiadas o una nostálgica idealización de formas de vida pasadas y anacrónicas que sufren de sus propios problemas de insostenibilidad. La nueva ruralidad debe representar, ante todo, la posibilidad de subvertir los paradigmas antropocéntricos que nos han llevado al borde de la catástrofe. A pesar de sus promesas de modernidad y progreso imparable, las ciudades, con su insaciable demanda de recursos y su huella ambiental desproporcionada, han fracasado en sostener un modelo de desarrollo viable. Ante esta realidad, las áreas rurales se convierten en el único terreno apto para ensayar modos de vida que escapen al círculo vicioso de la explotación y el consumo, recuperando una visión más humilde de nuestra existencia en la biosfera.
Debemos acabar con el error de considerar que mundo rural y mundo urbano son dos entes separados cuya interrelación se reduce a un flujo unidireccional de recursos expoliados de las zonas rurales para abastecer las insaciables demandas urbanas. Ese mundo rural que la modernidad ha concebido como un espacio separado y subalterno es, en realidad, el corazón del sistema socioecológico que sostiene la vida urbana. La alimentación, el agua, la energía y el equilibrio climático dependen de la salud de los ecosistemas rurales. Pero la relación extractivista, impuesta por el sistema económico capitalista, no ha hecho más que erosionar tanto la capacidad productiva como la biodiversidad de esas zonas rurales que sustentan al mundo urbano.
Bajo la amenaza de que la crisis climática y ambiental termine por hacer totalmente insostenible esta relación de dependencia y dominación, es imprescindible redescubrir una relación de reciprocidad entre lo urbano y lo rural, donde ambos mundos se fortalezcan mutuamente y reconozcan su interdependencia tanto material como cultural. Debemos repensar una nueva ruralidad cuyas identidades y formas de vida estén ligadas a la revitalización de los ecosistemas y la convivencia respetuosa tanto con el resto de personas como con los demás seres vivos del entorno natural. Solo así, esta nueva ruralidad será capaz de articularse como el eje vertebrador de una transformación ecosocial que integre los territorios, desborde la división con el mundo urbano y plante cara de manera efectiva a esa crisis climática y ambiental que avanza implacable ante la inacción de las élites políticas y económicas.
Sin embargo, reconfigurar de este modo la ruralidad choca frontalmente contra la lógica hegemónica del capital, basada en la explotación intensiva de todos los recursos disponibles y en el crecimiento ilimitado de la acaparación privada y el consumo. La industrialización de la agricultura y la expansión urbanística absorben a un ritmo exponencial los recursos naturales de las zonas rurales, los espacios y hasta los tiempos y motivaciones de sus habitantes. Así, están despojando al mundo rural de su potencial transformador y regenerativo y sustituyéndolo por una lógica extractivista que prioriza la rentabilidad a corto plazo sobre la resiliencia a largo plazo. De esta forma, el actual modelo económico no solo origina la crisis climática y ambiental, sino que condena al fracaso cualquier intento personal o iniciativa local de construir una nueva ruralidad y establecer modos de vida sostenibles en las áreas rurales.
Teniendo en cuenta la férrea oposición del sistema hegemónico, resulta esencial que se impulsen políticas públicas capaces de implementar los cambios estructurales necesarios y generar un contexto más adecuado para que puedan prosperar esas iniciativas locales que permeen los territorios hasta configurar una nueva ruralidad transformadora y resiliente. Pero esas políticas públicas no las van a poner en práctica ni quienes están directamente al servicio de esos mismos poderes económicos que quieren perpetuar el sistema actual, ni quienes se rinden sumisamente ante las presiones que estos ejercen.
Necesitamos fuerzas políticas valientes y decididas que tengan claro que implementar las políticas necesarias para construir la nueva ruralidad y afrontar la crisis ecológica y climática requerirá confrontar duramente con unas élites que no dudaran en usar todo su poder para conservar hasta el último de sus privilegios. Pero estas fuerzas políticas no serán el resultado de la llegada de un líder carismático o del encarnizado y superfluo debate en las redes sociales. Estas fuerzas políticas debemos conformarlas entre todos y todas, aunando las fuerzas y la inteligencia colectiva de las mayorías sociales para afrontar con éxito este tremendo desafío.
Nos encontramos ante una encrucijada civilizatoria: continuar en un camino de explotación y devastación o replantear radicalmente nuestras formas de cohabitar el planeta… y está en nuestras manos decidir qué camino vamos a seguir.
Gentrificación y crisis de las megaurbes
07/10/2024
Luna Lagos
Temporera agrícola. Militante de Futuro Vegetal
La gentrificación, intensificada en las últimas décadas, es el resultado directo de la lógica neoliberal del capitalismo. Históricamente, las comunidades marginadas por cuestión de clase o raza han sido segregadas en los centros históricos de las ciudades, donde el acceso a servicios e infraestructura básica ha sido limitado. Hoy, la gentrificación transforma estos barrios populares en zonas de lujo, inaccesibles para quienes han vivido en ellos durante generaciones, que son expulsadas a medida que el capital inmobiliario los revaloriza y rentistas ocupan sus viviendas.
Más allá de imponer un reemplazo de la clase social, transforma el tejido comunitario y la infraestructura del barrio para satisfacer las demandas de las nuevas propietarias. La frutera del barrio es sustituida por cadenas comerciales que conquistan cada esquina. Donde antes había una fábrica abandonada convertida en centro social autogestionado, ahora hay hoteles y casas de apuestas. La gentrificación amenaza el entramado comunitario, la organización vecinal orquestada durante décadas para dar respuesta a las necesidades colectivas ignoradas por los “servicios públicos” que no llegaban al barrio. Estas redes de apoyo mutuo, asambleas de jubiladas, crianza compartida, organización sindical, transporte en común, gimnasios y comedores populares, que impedían que nadie enfrentara sola las injusticias, se resquebrajan con la expulsión de quienes la componen.
La gentrificación está fuertemente atravesada por una sociedad clasista y racista que excluye a las personas racializadas y a las trabajadoras empobrecidas, desechándolas en zonas marginales cuando no están explotando su mano de obra.
En este contexto, el patriarcado juega un papel crucial: durante siglos, la mujer ha sido relegada al ámbito doméstico y la “vida privada”. Si bien ha habido avances y conseguimos incorporarnos a la explotación asalariada, culturalmente la gestión de la vivienda, procuración de alimentos, crianza y otras prácticas vinculadas a los cuidados, siguen recayendo principalmente en la mujer, tras su jornada laboral dentro o fuera de casa. Por otro lado, cada vez son más los hogares monomarentales encabezados por mujeres, obligadas a afrontar la subida del precio de la vida con un único salario y personas a su cargo. No es de extrañar que, al asumir las responsabilidades ligadas al sostenimiento de la vida, sean las mujeres quienes se ven más afectadas y, despojándose de la pasividad y complacencia inculcadas, lideren los sindicatos de vivienda y ocupen la primera fila en la defensa política de sus barrios.
Si bien los rentistas, inmobiliarias y fondos buitre son los mayores beneficiarios de esta situación; la política institucional juega un papel clave, facilitando el desplazamiento forzoso a través de la privatización del espacio público, la eliminación de viviendas sociales o la ejecución de desahucios. Así, el estado, lejos de proteger los derechos humanos, actúa como cómplice del capital en la creación de ciudades para el consumo.
¿Crisis de megaurbes?
Las megaurbes son aglomeraciones urbanas de más de 10 millones de habitantes. Una fugaz búsqueda en la web te mostrará los desafíos sociales y ecológicos que enfrentan. ¿Qué podíamos esperar de la magnificación de un modelo totalmente insostenible?
La ciudad no solo contribuye a la Crisis Climática por la concentración de emisiones y dependencia del expolio de regiones rurales, sino que es un sumidero de recursos inafrontable ante la escasez de materias primas disponibles. Si bien en un marco capitalista la concentración de obreras en urbes de hormigón tiene su origen práctico en la proximidad a la fábrica, su sostenimiento es tremendamente ineficiente. Su incapacidad de autoabastecimiento condena al territorio periférico a ser explotado al servicio de la metrópolis, que requiere cantidades ingentes de alimentos, energía, agua y vertederos cuya obtención y transporte al lugar de consumo depende de combustibles fósiles. En el plano humano, los estudios muestran el aumento de depresión, soledad y aislamiento en núcleos que, paradójicamente, concentran a miles de personas. Como seres biopsicosociales, tendemos a organizarnos en pequeñas tribus y establecer relaciones de calidad, lo que choca con las dinámicas individualistas favorecidas por la planificación urbanística y los tiempos acelerados de las ciudades.
En el contexto de crisis multisistémica, necesitamos tender hacia comunidades autosuficientes, cuya supervivencia no dependa del expolio de recursos a miles de kilómetros.
¿Cómo enfrentar el avance neoliberal?
No hay que inventar el fuego, sino prestar atención a nuestro alrededor. Siendo que es primordial recuperar modelos resilientes ante la Crisis Climática como los numerosos ejemplos en el estado español de comunidades autogestionadas al margen de las urbes, existen formas de resistencia dentro de las ciudades. Mediante la acción colectiva, este entramado comunitario de vecinas organizadas en torno a sindicatos de vivienda o centros sociales, son capaces de recuperar viviendas arrebatadas, parar desahucios u organizar acciones multitudinarias que frenan la devastadora industria turística como hemos visto este verano, entre otras cosas. Está claro que la solución pasa por recuperar la soberanía popular que pone la vida en el centro.
Mientras escribo estas palabras, otra vecina es desalojada de su hogar, convertido en una urbanización de lujo. Mientras lees este artículo, un barrio organiza su resistencia frente al evento anual de los magnates inmobiliarios, TheDistrict. ¿Te preocupa la gentrificación? Deja de leer y reúnete con tus vecinas.
“El ecosistema que perdimos: cómo caminar hacia la Ciudad sostenible y de todas”
03/10/2024
Sonsoles García
Coordinadora del Área de planificación ecológica de Ideas en Guerra
Un pastel heredado
La España del asfalto y del cemento, que se retrotrae a los oscuros años del Instituto Nacional de Vivienda, y cuyas bases ideológicas heredaron los especuladores del ladrillo a principios de los 2000, nos ha condenado a varias generaciones a habitar sistemas urbanos radicalmente deshumanizados. Una lógica post-neoliberal que ha generado una situación habitacional dramática.
El pasado mes de agosto, los más de sesenta grados registrados por las cámaras de Greenpeace[1] en la Plaza de Callao de Madrid materializaron lo poco habitables y humanas que son nuestras ciudades. Una situación de alarma que los colectivos ecologistas llevan advirtiendo años pero que no parece calar hondo en los planificadores urbanistas y gobernantes.
Las prospectivas de este sistema urbanístico y habitacional gripado tampoco son muy esperanzadoras. El cambio climático amenaza con destruir cualquier atisbo de bienestar urbano y social en nuestras ciudades. Para volver a recuperar todos los espacios impuestos tras cada especulación inmobiliaria, tras cada petardazo urbanístico, las y los jóvenes debemos consensuar nuevas bases constituyentes de nuestra ciudad ideal. Tenemos que pensar juntas cómo ocupar y reordenar el espacio bajo la máxima de priorizar su conservación, y prolongar su (buena) salud el mayor tiempo posible.
De no hacerlo, cuando exijamos vivir bien, ya no quedará hueco donde hacerlo de forma digna. Nuestro futuro ha sido comprometido a un entorno urbano que no nos pertenece. En diálogo con el resto de sectores poblacionales, debemos desarrollar nuestro propio arquetipo de modelo de ciudad.
Sentar las bases de una buena vida en la ciudad
Esta distopía urbana, donde una lluvia puede provocar el colapso del metro, con niveles de contaminación tóxicos para cualquier forma de vida, o donde el calor condena a miles de personas durante varios meses del año a mal vivir; nos ha condenado a habitar la gran ciudad de forma pasiva, intentando esquivar sus malos tratos, sobreviviendo a sus calamidades.
Los jóvenes debemos tener claro lo que no nos merecemos y a lo que aspiramos. En primer lugar, tenemos que asumir que las lógicas del poder se imprimen a través de cada calle. Es decir, las desigualdades también se reproducen por todo el territorio. Además de estar infradotadas en recursos y servicios, los barrios desfavorecidos cuentan con menos zonas verdes, sus edificios han sido construidos con materiales más baratos y tienen poca capacidad de aislamiento térmico. Por todo esto, estas áreas sufrirán mucho más las altas y bajas temperaturas, y todos los efectos perniciosos del cambio climático[2].
Por eso, así como es importante ser conscientes de que nuestra situación habitacional y urbana no es nuestra culpa, regenerar nuestras sociedades pasa por entender la herencia histórica de estas zonas infradotadas y vulnerables. La lucha urbana, como la eco-social, no puede dejar a nadie atrás.
Por otro lado, debemos de acordar los nuevos cimientos de nuestro sistema urbano, abandonando la resignación propia de la distopía para pasar a la euforia utópica.
De la ciudad postindustrial y de los servicios a la ciudad ecosistema
A lo largo de la historia se ha entendido la ciudad de muchas formas. Este artículo defiende la reivindicación de la ciudad como ecosistema y como espacio de dialéctica social (de confrontación y de lucha constante). Entenderla así, nos permite aspirar a la cohabitación ideal de todas sus partes. Para que la ciudad funcione como un ecosistema, todos sus organismos deben estar vivos, retroalimentarse y ser circulares en su funcionamiento.
Una buena práctica para mimetizar a la naturaleza en el desarrollo de nuestros espacios urbanos, es observar la lógica ecosistémica[3] que siguen los espacios naturales como durante muchos años -y aún ahora- hicieron las zonas rurales. Empecemos por retomar el espacio que le pertenece a las personas y pongámonos en el centro del sistema.
Conquistemos la idea de ciudad de los peatones, donde sea un derecho disponer de zonas verdes cerca de tu residencia. O, permitámonos aspirar al famoso modelo de ciudad de los quince minutos[4], o a la ciudad de los niños[5]. También, por supuesto, será necesario llenar nuestro arquetipo de ciudad de ideas como la colectividad, la autogestión de los barrios, o la participación ciudadana para ser parte de la toma de decisiones de construcción y regeneración de espacios.
A exigir a nuestros gobernantes: El compromiso de desarrollar planes urbanísticos consensuados, asegurando que se escuche a la ciudadanía, en procesos guiados por la voz de expertos en la materia y con representantes de todos los ámbitos y sectores. Además, requerir el impulso de planes de vivienda pública de calidad, junto con la garantía de asegurar una representación colectiva de inquilinos. También, demandar la descentralización de servicios públicos a las zonas rurales y de la periferia, conectados a través de una red de transporte público de calidad. Para escapar de la lógica de mercado en materia urbanística, como en materia de vivienda, es vital entender toda actividad constructiva y de rehabilitación como actividad de servicio público. Por ello, será pertinente recubrir todos estos procesos de mecanismos de rendición de cuentas para el sector público y privado.
Una cita pendiente
Este artículo no podría concluir sin mencionar la importancia del componente de habitabilidad en todo este debate. El derecho a una vivienda digna es una de las piedras angulares sobre las que construir un nuevo modelo de ciudad, y debe de formar parte de la lucha urbana ecosocial.
Queda como tarea pendiente poner la ciudad patas arriba. Aprovechemos cada oportunidad para tomar impulso y revisar juntas el derecho a la ciudad junto con el de la vivienda. De fallar en esta encomienda, este legado urbanístico costará superarlo tanto como nos está costando sobrevivirlo.
Notas
[1] Fuente: Greenpeace, 2024
[2] Para más información consultar: Aznarez, C., Kumar, S., Marquez-Torres, A., Pascual, U., & Baró, F. (2024). Ecosystem service mismatches evidence inequalities in urban heat vulnerability. Science of the Total Environment, 922, 171215.
[3] Esta idea la expone Esther Higueras García en su libro: “El reto de la ciudad habitable y sostenible” (2009). Puedes acceder a un resumen de las principales ideas en: E. Higueras García, Esther (2013). La ciudad como ecosistema urbano. Monografía (Artículo de Discusión). E.T.S. Arquitectura (UPM), Madrid.
[4] La ciudad de los quince minutos es un término acuñado por Carlos Moreno. Para más información sobre su despliegue o aplicación
[5] Una perspectiva urbanística ligada a la promoción de la participación pública de todos los sectores. Uno de sus desarrolladores conceptuales es Francesco Tonucci en: “La ciudad de los niños”.
El conflicto por el agua entre el mundo urbano y rural
01/10/2024
Alba Ramos Solano
Educadora ambiental. Investigadora predoctoral en la Universidad de Málaga. Activista política en Alianza Verde.
El agua es un recurso indispensable que se ha convertido en el centro de un conflicto cada vez más agudo entre el mundo urbano y el mundo rural. Siendo esencial para todas las formas de vida que habitan nuestro planeta, lo es también, por supuesto, para los seres humanos y nuestras complejas sociedades. Somos absolutamente dependientes del agua. Por eso, no es de extrañar que la escasez, la desigual distribución de los recursos hídricos y las irreconciliables demandas y usos de estos hayan sido, a lo largo de toda nuestra historia, una continua fuente de confrontación y disputa.
Hoy en día, resulta alarmante como el enorme crecimiento de las ciudades, la sobreexplotación agroindustrial y los efectos del cambio climático han exacerbado las tensiones, haciendo inviable satisfacer simultáneamente la escalada en la exigencia de agua tanto en las zonas rurales como en las urbanas.
El aumento imparable de la población y el desarrollo exponencial de la industria y los servicios en las ciudades han disparado su demanda de agua. En muchas regiones, la única solución explorada por las instituciones para suplir esta mayor demanda ha sido la construcción de enormes y costosas infraestructuras, como las presas, que desvían agua de ríos y lagos cercanos para abastecer a las urbes, o las desaladoras, que utilizan grandes cantidades de energía para obtener agua potable a un precio muy elevado.
Sin embargo, la prioridad política que se otorga a las ciudades, que concentran tanto población como poder económico, ha provocado que la mayoría de estas infraestructuras no solo no hayan ayudado a mejorar la disponibilidad de agua en las zonas rurales, sino que hayan repercutido en importantes reducciones de los recursos hídricos de su entorno.
Por otra parte, aunque el mundo rural suele idealizarse como un modelo de gestión sostenible del agua, en la actualidad es el mayor consumidor de recursos hídricos. Su demanda no para de crecer debido a la industrialización agrícola y la extensión de la superficie de regadío que, siguiendo las lógicas del capital, persiguen maximizar el beneficio económico. A su vez, la agricultura tradicional, que permite la subsistencia económica de muchas zonas rurales, se ve incapaz de competir con las grandes explotaciones agroindustriales que acaparan los recursos hídricos.
Además, las comunidades rurales, a menudo marginadas políticamente, tienen menos capacidad de influir en las decisiones sobre la gestión del agua y no solo ven amenazadas sus actividades económicas, sino también sus identidades culturales y formas de vida profundamente ligadas al agua.
Este escenario es crítico desde el punto de vista humano. Sin embargo, resulta aún más dramático cómo se está mermando la disponibilidad del agua que requieren los ecosistemas para sustentar la vida. El agua es un recurso finito y, aunque renovable, está sujeto a ciclos naturales cuyos ritmos han sido ampliamente sobrepasados por el frenético consumo del actual sistema económico capitalista y extractivista. Un consumo que no deja espacio para el mantenimiento de los caudales ecológicos ni para la persistencia de las aguas superficiales y subterráneas que alimentan esos mismos ecosistemas que, a su vez, juegan un papel clave en la regeneración de este imprescindible recurso natural.
A lo anterior hay que añadir que la crisis climática, con el consecuente aumento de temperaturas y modificación de los patrones de precipitación, está provocando una drástica disminución en los recursos hídricos disponibles en regiones como la cuenca mediterránea.
En este contexto, el litoral sur y este de España es un ejemplo paradigmático de los crecientes conflictos por el agua entre el mundo rural y urbano. Estos conflictos se agravan por una “tormenta perfecta” que combina la especial vulnerabilidad de la región al cambio climático, el aumento de la demanda urbana impulsado por el crecimiento de las ciudades costeras y el turismo, y un intenso consumo agrícola, como el de los frutos rojos en Huelva, los cultivos subtropicales en Málaga, los invernaderos en Almería y los cítricos en Murcia
Para encauzar estos conflictos no es suficiente con un proceso de negociación, entre las élites económicas urbanas y las de la agroindustria, con el objetivo de repartirse los recursos hídricos según sus propios intereses. Es urgente repensar el modelo de gestión del agua desde una visión menos antropocéntrica, que asuma que su uso debe estar condicionado por la capacidad de regeneración de los sistemas naturales, y no dictado por las exigencias de la actividad económica.
Desde esta lógica, abordar de manera efectiva el conflicto por el agua entre el mundo urbano y rural requiere replantear las bases de la planificación y gestión de este recurso vital. En lugar de adoptar enfoques centralizados y basados exclusivamente en intereses urbanos o económicos, se debe avanzar hacia un modelo que utilice las biorregiones, definidas por sus características naturales y no por fronteras políticas o administrativas, como unidad central para la planificación, gestión y toma de decisiones sobre el agua.
Pero además, el acceso al agua no es solo una cuestión de distribución física, sino también de derechos, justicia social y salud ambiental que nos afecta a todos y todas. Por tanto, debemos avanzar en una transición justa hacia la soberanía hídrica, garantizando una planificación participativa y colaborativa que incluya a todas las personas y comunidades, tanto urbanas como rurales, que dependen de los recursos hídricos de cada región.
En consecuencia, como ciudadanos y ciudadanas responsables, la principal pregunta que debemos plantearnos ante el conflicto por el agua entre el mundo rural y urbano no es a qué cantidad de agua tiene derecho cada uno. La pregunta que debemos plantearnos es si vamos a seguir permitiendo que las grandes decisiones sobre el agua estén dominadas por grandes corporaciones e intereses políticos centralizados, o si, por el contrario, vamos a empoderarnos y exigir que estas decisiones reflejen realmente tanto las necesidades ecosistémicas de cada territorio como las necesidades sociales de todas las comunidades humanas afectadas.
El Nuevo Pacto Verde Europeo
26/09/2024
Sandro Tumino
Especialista administrativo. Miembro de Generazione Zero
Entre las nuevas esperanzas europeas y las características específicas regionales
El Nuevo Pacto Verde Europeo representa uno de los proyectos más ambiciosos de la Unión Europea para hacer frente a la crisis climática y medioambiental.
Desde su presentación en 2019, se propone convertir a Europa en el primer continente de impacto climático cero para 2050, implicando a sectores clave como la energía, la industria, la movilidad y, evidentemente, la agricultura.
Pero, ¿qué significa todo esto para los agricultores? especialmente en una región como Sicilia, y ¿cómo puede evolucionar el diálogo entre agricultores y ecologistas en un contexto tan particular?
En el corazón del Pacto Verde está la estrategia «Del productor al consumidor», cuyo objetivo es reducir el impacto ambiental del sistema agroalimentario europeo. Uno de sus principales objetivos, desde ahora hasta 2030, es reducir en las granjas el 50% del uso de pesticidas, el 20% de los fertilizantes y el 50% de los antibióticos. Otro punto destacado es destinar al menos el 25% de las tierras cultivadas a la agricultura ecológica.
Para muchos agricultores sicilianos, estas directivas pueden parecer especialmente difíciles de aplicar. Sicilia, con su clima árido y una agricultura adaptada a condiciones extremas desde hace siglos, se encuentra con que tiene que enfrentarse a retos adicionales en comparación con otras regiones europeas.
Los agricultores italianos, sobre todo los de regiones más expuestas a la sequía como Sicilia, se enfrentan a retos relacionados con la gestión de los recursos naturales, y la transición a técnicas más ecológicas, como se refleja en los debates más amplios sobre el uso de pesticidas y fertilizantes en Europa.
La preocupación de muchos agricultores sicilianos es que la normativa europea no tenga en cuenta las peculiaridades locales y que los cambios impuestos desde arriba puedan tener consecuencias devastadoras para la producción y la renta agraria.
En cambio, desde el punto de vista de los ecologistas, el Pacto Verde se ve como una oportunidad única para replantear el sistema agrícola en Sicilia, haciéndolo más resistente y sostenible.
Uno de los puntos cruciales del plan es la agricultura, con objetivos que aspiran a reducir el uso de pesticidas y fertilizantes y a incentivar prácticas agrícolas sostenibles. Este plan se considera una oportunidad para regiones como Sicilia, que conservan una rica biodiversidad, pero que también están amenazadas por la agricultura intensiva y el cambio climático.
Según los ecologistas, unas prácticas agrícolas más sostenibles no solo podrían preservar el medio ambiente, sino también impulsar el turismo verde y la economía local, revalorizando los productos típicos sicilianos gracias a un mayor cuidado de la calidad y el medio ambiente.
Organizaciones como la FAO e iniciativas como el programa AGRIcoltura100, promovido por Confagricoltura, destacan la importancia de la formación y el apoyo financiero para que los agricultores puedan adaptarse al cambio climático y reducir el impacto medioambiental de sus actividades.
A pesar de las dificultades, el Pacto Verde puede representar una oportunidad para promover un diálogo más profundo entre agricultores y ecologistas. En Sicilia ya han surgido proyectos innovadores de agricultura regenerativa que están demostrando que es posible combinar productividad y sostenibilidad. Algunas explotaciones están experimentando con métodos que implican menos labranza del suelo, el uso de abono natural en lugar de fertilizantes químicos y la rotación de cultivos para mejorar la salud del suelo.
Pero, por supuesto, hay muchos retos pendientes. En primer lugar, el coste de la transición a prácticas más sostenibles suele ser elevado. A muchos agricultores sicilianos les gustaría hacer más por el medio ambiente, pero lo ecológico es caro. El cambio a estas nuevas técnicas exige inversiones que muchos pequeños agricultores no pueden permitirse por sí solos. Por esta razón, es crucial la financiación europea en el marco del Pacto Verde. Pero es fundamental que estos recursos lleguen rápida y eficazmente, adaptándose a las especificidades locales, para apoyar la transición verde y promover una agricultura más sostenible.
Precisamente, lo que pretende el Pacto Verde Europeo es facilitar esta transición destinando fondos tanto para la sostenibilidad como para el apoyo económico a los sectores más afectados, como la agricultura. El plan ofrece incentivos y un entorno normativo favorable para facilitar las inversiones, con especial atención a los pequeños agricultores y a las zonas rurales.
En Sicilia, el reto de la sostenibilidad se complica aún más por unas condiciones meteorológicas cada vez más extremas. Con el aumento de las temperaturas y la creciente escasez de agua, la agricultura de la isla se enfrenta a una crisis que va más allá de la simple sostenibilidad económica y medioambiental. Es una cuestión de supervivencia. Si no se actúa ahora, muchas zonas agrícolas podrían convertirse en incultivables.
A pesar de estas preocupaciones, el Pacto Verde Europeo ofrece una visión positiva del futuro. Si se implementa bien, puede ser un catalizador de la innovación y el crecimiento sostenible, no solo en el sector agrícola, sino en toda la economía siciliana. Una agricultura más respetuosa con el medio ambiente podría revalorizar los productos típicos de la isla, como el vino, el aceite y los cítricos, haciéndolos aún más competitivos a nivel internacional. Además, el turismo vinculado a la sostenibilidad podría recibir un nuevo impulso, creando puestos de trabajo y oportunidades de desarrollo económico.
El Pacto Verde representa un reto complejo para Sicilia, pero también una oportunidad para iniciar un diálogo profundo y constructivo entre agricultores y ecologistas. Si se logra encontrar un equilibrio entre las necesidades medioambientales y económicas, el futuro de la agricultura siciliana podría ser no solo más ecológico, sino también más próspero.
Versión original en italiano
Tra nuove speranze europee e specificità regionali
Il Green Deal europeo rappresenta uno dei progetti più ambiziosi dell’Unione Europea per affrontare la crisi climatica e ambientale.
Dalla sua presentazione, avvenuta nel 2019, punta a rendere l’Europa il primo continente a impatto climatico zero entro il 2050, coinvolgendo settori chiave come l’energia, l’industria, la mobilità e, ovviamente, l’agricoltura.
Ma cosa significa tutto questo per gli agricoltori? Soprattutto in una regione come la Sicilia, e come può evolvere il dialogo tra agricoltori ed ecologisti in un contesto così particolare?
Al cuore del Green Deal c’è la strategia «Dal produttore al consumatore«, che mira a ridurre l’impatto ambientale del sistema agroalimentare europeo. Tra gli obiettivi principali rintracciamo la riduzione del 50% dell’uso di pesticidi, del 20% dei fertilizzanti e del 50% degli antibiotici negli allevamenti entro il 2030. Altro punto saliente riguarda il destinare almeno il 25% delle terre coltivate all’agricoltura biologica.
Per molti agricoltori siciliani, queste direttive possono sembrare particolarmente difficili da attuare. La Sicilia, con il suo clima arido e un’agricoltura che si è adattata per secoli a condizioni estreme, si trova a dover fare i conti con sfide aggiuntive rispetto ad altre regioni europee.
Gli agricoltori in Italia, in particolare nelle regioni più esposte alla siccità come la Sicilia, affrontano infatti sfide legate alla gestione delle risorse naturali e al passaggio a tecniche più ecologiche, come emerge da discussioni più ampie sull’uso di pesticidi e fertilizzanti in Europa.
La preoccupazione di molti agricoltori siciliani è che le normative europee non tengano conto delle peculiarità locali e che i cambiamenti imposti dall’alto possano avere conseguenze devastanti per la produzione e il reddito agricolo.
Dal lato degli ecologisti, invece, il Green Deal è visto come un’opportunità irripetibile per ripensare il sistema agricolo in Sicilia, rendendolo più resiliente e sostenibile.
Uno dei punti cruciali del piano è proprio l’agricoltura, con obiettivi per ridurre l’uso di pesticidi e fertilizzanti e per incentivare pratiche agricole sostenibili. Questo piano è visto come un’opportunità per regioni come la Sicilia, che custodiscono una ricca biodiversità, ma che sono anche minacciate dall’agricoltura intensiva e dal cambiamento climatico.
Secondo gli ecologisti, pratiche agricole più sostenibili potrebbero non solo preservare l’ambiente, ma anche rilanciare il turismo verde e l’economia locale, valorizzando i prodotti tipici siciliani attraverso una maggiore attenzione alla qualità e all’ambiente.
Organizzazioni come la FAO e iniziative come il programma AGRIcoltura100, promosso da Confagricoltura, evidenziano l’importanza della formazione e del supporto finanziario per gli agricoltori, affinché possano adattarsi ai cambiamenti climatici e ridurre l’impatto ambientale delle loro attività.
Nonostante le difficoltà, il Green Deal può rappresentare un’opportunità per promuovere un dialogo più profondo tra agricoltori ed ecologisti. In Sicilia, sono già emersi progetti innovativi di agricoltura rigenerativa, che stanno dimostrando come sia possibile coniugare produttività e sostenibilità. Alcune aziende stanno sperimentando metodi che prevedono una minore lavorazione del suolo, l’uso di compost naturale al posto dei fertilizzanti chimici e la rotazione delle colture per migliorare la salute del suolo.
Ma, naturalmente, ci sono ancora molte sfide. In primo luogo, il costo della transizione verso pratiche più sostenibili è spesso alto. Molti agricoltori siciliani vorrebbero fare di più per l’ambiente, ma il biologico è costoso. Per passare a queste nuove tecniche servono investimenti che molti piccoli agricoltori non possono permettersi da soli. Per questo motivo, i finanziamenti europei previsti dal Green Deal rivestono un’importanza cruciale. Tuttavia, è essenziale che tali risorse arrivino rapidamente e in modo efficiente, adattandosi alle specificità locali, per sostenere la transizione verde e promuovere un’agricoltura più sostenibile.
Il Green Deal europeo mira proprio a facilitare questa transizione, destinando fondi sia per la sostenibilità che per il supporto economico ai settori più colpiti, come quello agricolo. Il piano prevede incentivi e un contesto normativo favorevole per facilitare gli investimenti, con un focus particolare sui piccoli agricoltori e le aree rurali.
In Sicilia, la sfida della sostenibilità è ulteriormente complicata dalle condizioni climatiche sempre più estreme. Con l’aumento delle temperature e la crescente scarsità d’acqua, l’agricoltura dell’isola deve affrontare una crisi che va oltre la semplice sostenibilità economica e ambientale. È una questione di sopravvivenza. Se non si intervenisse ora, molte aree agricole potrebbero diventare incoltivabili.
Nonostante queste preoccupazioni, il Green Deal europeo offre anche una visione positiva del futuro. Se ben implementato, può essere un catalizzatore per l’innovazione e la crescita sostenibile, non solo nel settore agricolo, ma nell’intera economia siciliana. Un’agricoltura più attenta all’ambiente potrebbe valorizzare i prodotti tipici dell’isola, come il vino, l’olio e gli agrumi, rendendoli ancora più competitivi a livello internazionale. Inoltre, il turismo legato alla sostenibilità potrebbe ricevere un nuovo impulso, creando posti di lavoro e opportunità di sviluppo economico.
Il Green Deal rappresenta una sfida complessa per la Sicilia, ma anche un’opportunità per avviare un dialogo profondo e costruttivo tra agricoltori ed ecologisti. Se si riuscirà a trovare un equilibrio tra le esigenze ambientali e quelle economiche, il futuro dell’agricoltura siciliana potrebbe essere non solo più verde, ma anche più prospero.
Por una alimentación pública y sostenible
24/09/2024
Jaume Sánchez López
Trabajador del campo y activista del grupo de Ecolojóvenes en Ecologistas en Acción
Nuestro sistema alimentario funciona mediante empresas privadas que operan en una economía de mercado. La comida, por lo tanto, es una mercancía como cualquier otra y las personas con mayor poder adquisitivo pueden comprar más alimentos y de mejor calidad que las personas con ingresos más bajos. De hecho, el informe Alimentando un futuro sostenible: estudio sobre la inseguridad alimentaria en hogares españoles antes y durante la COVID-19, publicado por la Universidad de Barcelona el año 2022 en colaboración con la Fundación Daniel y Nina Carasso, muestra que entre julio de 2020 y julio de 2021 alrededor de 6.235.900 personas sufrieron inseguridad alimentaria en el Estado español, lo que equivale al 13,3% de los hogares del país. Antes de la COVID-19 este porcentaje era de un 11,9%, lo que significa que el problema es estructural. Según el citado estudio, la inseguridad alimentaria está en parte paliada por prestaciones y ayudas de la Administración Pública, bancos de alimentos, familiares y amigos. El informe concluye que ‘en España no se garantiza el derecho a la alimentación adecuada’.
Para poder asegurar una buena nutrición a toda la población es necesario desmercantilizar la comida y convertir la alimentación en un servicio público, como lo son la sanidad y la educación. Pero, ¿cuánto dinero público costaría satisfacer las necesidades totales de comida y bebida de la población española? Según el Informe del Consumo Alimentario en España 2023, del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, el consumo de alimentos y bebidas ha generado un gasto total en el Estado español de 115.917 millones de €. Por su parte, el gasto sanitario público en el Estado español fue de 94.694 millones de € en el año 2021, según el Ministerio de Sanidad. De lo anterior se podría deducir que un hipotético servicio público de alimentación sería más caro que el actual servicio público de sanidad. Pero esto solo sería cierto si con dinero público se pretendiera comprar el total de la comida y la bebida que demanda la población española actualmente y, además, en los mismos establecimientos comerciales. Sin embargo, un hipotético servicio público de alimentación haría las compras al por mayor y, por tanto, con menor coste. Asimismo, hay que tener en cuenta que el gasto total en el consumo de alimentos y bebidas que aparece en el informe del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación incluye el desembolso de los españoles en restaurantes y en productos no básicos, generalmente más caros. Por último, es importante apuntar que si el Estado controlara los medios de producción y distribución de alimentos éstos se podrían suministrar a la población con un coste menor respecto a si se compraran en el mercado, gracias a la eliminación del lucro de las empresas proveedoras y al efecto de la economía de escala conseguido mediante la nacionalización del sector, con la creación de grandes empresas públicas.
Es razonable pensar, con lo expuesto en el párrafo anterior, que un servicio público de alimentación implicaría, como mucho, un gasto para las arcas del Estado parecido al de la sanidad pública. Así pues, su implantación en el marco del Estado del bienestar actual, inserto en una economía capitalista, tendría que ir acompañada de una importante subida de impuestos. Y aquí está la clave. Si queremos mejorar los servicios públicos en el marco legal del sistema capitalista actual (es decir, aplicando medidas reformistas en vez de revolucionarias) y ampliarlos para cubrir todas nuestras necesidades básicas (agua, alimentación, vestido, vivienda, sanidad, educación, energía, transporte, comunicaciones, etc.) es menester socializar la riqueza mediante una fiscalidad progresiva que haga pagar muchos más impuestos a los más enriquecidos de la sociedad para lograr un mínimo de bienestar para todos y todas.
Un servicio público de alimentación difícilmente es algo que se pueda conseguir de la noche a la mañana. Su implantación, probablemente, sería un proceso gradual. Las medidas más urgentes tendrían que ir dirigidas a garantizar una ingesta adecuada de alimentos a las personas que, por su nivel de renta, no pueden acceder a ellos. Progresivamente habría que ir extendiendo el servicio público de alimentación al conjunto de la población hasta hacerlo universal. No obstante, esto no significaría, necesariamente, que la alimentación fuese “gratis” para todo el mundo. Por el contrario, sería razonable el establecimiento de algún tipo de tarifación social tal y como ocurre hoy en día en el servicio de comedor escolar, por ejemplo. El servicio alimentario, por lo tanto, podría estar más o menos subvencionado en función del nivel de renta de cada uno. La titularidad del servicio público alimentario podría ser municipal, regional o del gobierno central del Estado, según se decidiera, y podría ofrecerse bajo distintas fórmulas: cesta básica, tarjeta monedero, comedor público, etc. Tal vez, la fórmula más eficiente y atractiva sea la de las cocinas y comedores público-comunitarios, ya que supone un ahorro importante de energía y de tiempo al no tener que hacerse cada familia su comida.
Recientemente el Gobierno de España aprobó la emisión de tarjetas monedero con un monto mensual para la adquisición de productos alimenticios e higiénicos en supermercados. Esta iniciativa forma parte del programa del Fondo Social Europeo Plus destinado a proporcionar asistencia material básica a familias con hijos en situación de pobreza severa y sustituye al sistema de ayudas anterior de distribución directa de alimentos. Para llevarlo a cabo, el Gobierno aprobó la concesión de una subvención a Cruz Roja Española por valor de 100 millones de €. Lamentablemente, medidas como esta son temporales y no llegan a todas las personas que lo necesitan, ya que se estima que este programa beneficiará a 70.000 familias, lejos de los más de 6 millones de españoles y españolas que sufren inseguridad alimentaria según el estudio de la Universidad de Barcelona que hemos citado en el primer párrafo de este artículo. El problema de la inseguridad alimentaria no se puede resolver con medidas paliativas claramente insuficientes como la que ha aprobado el Gobierno ni mediante la entrega de comida recogida por parte de asociaciones de voluntarios y voluntarias a través de donaciones, comida casi siempre procesada y envasada. Tampoco se puede resolver a través de los escasos comedores sociales que hay actualmente. El suministro de comida no debería ser un acto de asistencialismo sino que debiera ser un derecho básico, igual que lo es la atención médica o la enseñanza.
Pero para hacer efectivo el derecho a una alimentación adecuada para todos y todas por igual es imprescindible avanzar hacia el control público del sistema alimentario. Esto quiere decir controlar democráticamente los procesos de producción y distribución de alimentos. Habría que acabar con el oligopolio que representan empresas como Mercadona, Carrefour y Lidl en el ámbito de la distribución (solo estas tres acaparan el 43% de la distribución de alimentos en el Estado español según datos de la consultora Kantar Worldpannel) o el que representan empresas como las de la asociación Promarca (Idilia Foods, Danone, Coca-cola, El Pozo, etc.) en el ámbito de la industria alimentaria. También en el ámbito de la producción agrícola y ganadera habría que evitar la concentración de las tierras y de las granjas en pocas manos, y de los barcos en el caso de la pesca. Sería positivo avanzar hacia un mayor control público de todas las empresas estratégicas, no solo de las del sector alimentario sino de las de todos los sectores de la economía, ya que todas están conectadas entre sí.
El servicio público alimentario, como ya se ha dicho, podría empezar solo para las familias con menos poder adquisitivo e ir gradualmente ampliándose al resto de la población. En una primera fase, la producción y la distribución de alimentos no sufrirían grandes cambios y el abastecimiento seguiría haciéndose a través de intermediarios privados. Es decir, que las administraciones públicas se verían obligadas a comprar la comida a empresas privadas o a transferir dinero a los ciudadanos y ciudadanas para que fueran ellos los que la compraran a través de los comercios existentes. Sin embargo, en una segunda fase, los distintos gobiernos responsables del servicio alimentario deberían asumir el control de la producción y de la distribución para eliminar el ánimo de lucro en toda la cadena alimentaria y poder ofrecer dicho servicio con una mayor garantía.
El control de la distribución conllevaría la existencia de empresas públicas encargadas de la adquisición en origen de los alimentos, de su transporte, de su almacenamiento y, finalmente, de su suministro a la población. Si la producción todavía estuviese en manos de empresas privadas, las administraciones públicas firmarían acuerdos con distintos agricultores y fabricantes que actuarían como proveedores de productos frescos y elaborados, respectivamente. Esta compra pública de alimentos a gran escala permitiría una mayor planificación económica y podría ser muy beneficiosa para los agricultores y agricultoras, ya que se beneficiarían de una mayor estabilidad y de unos precios más justos. A cambio, los gobiernos podrían establecer exigencias en materia social y ambiental a los productores colaboradores del sistema público de alimentación con el objetivo de avanzar hacia una agricultura más sostenible.
El control de la producción implicaría que fuera pública la propiedad de las tierras, de las granjas, de las embarcaciones de pesca, de las fábricas y de los obradores. Progresivamente habría que ir socializando la industria transformadora y elaboradora de alimentos, que es fundamental para hacer pan, aceites, bebidas, conservas y todo tipo de productos básicos. Y en paralelo habría que ir socializando progresivamente también la agricultura, la ganadería y la pesca. Por ejemplo, en el ámbito agropecuario, se tendría que llevar a cabo una reforma agraria con el fin de socializar la tierra y de crear empresas públicas de producción agrícola y ganadera que serían de titularidad municipal o estatal según si se orientaran para satisfacer un consumo más local o menos, respectivamente. La municipalización o nacionalización del sector agropecuario, que se opone tanto a la concentración del capital en grandes corporaciones privadas como al minifundismo, sería una política estratégica para el buen funcionamiento de un sistema alimentario público porque aseguraría una producción eficiente sujeta al interés general y unas mejores condiciones laborales para los trabajadores y trabajadoras del campo.
Un sistema alimentario público facilitaría enormemente la transición agroecológica porque la desmercantilización haría desaparecer la principal causa que hoy en día impide realizar dicha transición, que no es otra que la competencia económica que arrastra a la mayoría de los agricultores y ganaderos hacia prácticas insostenibles para poder sobrevivir. Una vez eliminado el ánimo de lucro dentro del sistema alimentario, éste sería controlado democráticamente y serviría a los intereses de la mayoría de la población, haciendo realidad el tan reivindicado derecho a la soberanía alimentaria. Por lo tanto, es de esperar que, democráticamente, se decidiera asegurar una alimentación saludable para todo el mundo y que, en consecuencia, se apostara por una mayor ingesta de productos frescos de proximidad y por unas prácticas agrícolas y ganaderas más ecológicas. También cabría esperar una notable reducción de la producción y del consumo de carne, así como de la importación y exportación de alimentos. Si así fuera, se conseguiría un sistema alimentario menos contaminante, más resiliente, más justo, más sostenible y que, además, mejoraría la salud y el bienestar de todos y todas. En el sentido de mejorar el bienestar y la salud de la población tendrían gran importancia disciplinas como la nutrición y la dietética.
Últimamente, se han dado a conocer, por parte de algunos movimientos sociales, propuestas a favor de convertir la alimentación en un servicio público. Uno de los mejores ejemplos es el de la Seguridad Social de la Alimentación, en Francia. Mientras, en el Estado español, algunos partidos políticos con presencia parlamentaria han defendido la creación de supermercados públicos. Quizás ha llegado el momento de que la gente progresista de este país hagamos nuestra la reivindicación de una alimentación pública y sostenible y que la insertemos en la lucha por conseguir un mundo mejor.
¿Qué tierra se defiende?
18/09/2024
Martina Di Paula
Activista de Juventud por el Clima - FFF
Xuan Cadenas
Activista de Juventud por el Clima - FFF
Hablar de territorio nunca había sido tan urgente. Luchar por el territorio nunca había sido tan urgente. La degradación cada vez es mayor y no sólo suben las temperaturas, sino también el número de desastres urbanísticos, de parajes naturales desaparecidos y de visitantes bajo un modelo turístico extractivo.
La memoria y la identidad están ligadas a la tierra, a su naturaleza. Desde el calor andaluz hasta la lluvia gallega, nuestro paisaje nos moldea como personas y, sin embargo, estos paisajes y su biodiversidad están hoy más en peligro que nunca. El 20 de septiembre la ciudadanía organizada se movilizará por todo el territorio español para reivindicar la importancia de afrontar la crisis climática, que amenaza nuestras vidas y el territorio que habitamos.
Este año 2024, las movilizaciones en España por la preservación de un territorio sano y habitable han explotado a lo largo de todo el país. España es el país de la UE con mayor superficie de espacios naturales protegidos y con mayor biodiversidad. Hay 1843 espacios naturales protegidos, áreas fundamentales para los ecosistemas tanto peninsulares como insulares. Sin embargo, la explotación, acabará con ellas.
Por una parte, como nos indican los científicos, la crisis climática amenaza con la desertificación de dos tercios del territorio, un incremento de la frecuencia e intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos y los grandes incendios forestales, la desaparición de muchas de nuestras playas por la subida del nivel del mar o las olas de calor marinas. Por otra parte, el crecimiento sin límites de la actividad humana va en detrimento de nuestros paisajes. La explotación de estos, por la agricultura de regadío intensivo, el turismo de masas, el urbanismo descontrolado o macroproyectos de infraestructuras como aeropuertos o museos, amenazan nuestro bienestar y nuestro territorio.
La identidad de nuestro territorio es Doñana, pero la irresponsabilidad política respecto al uso del suelo forestal para agricultura o el robo de agua por pozos ilegales está acabando con el humedal. También lo es el Mar Menor, pero la mala práctica de los fertilizantes eutrofizó la laguna salada, acabando con las especies que allí vivían. Las costas atlánticas y mediterráneas han sufrido la destrucción sin límite, como vemos con el desastre almeriense del Algarróbico. En Madrid, se aprueban leyes ómnibus (2022 y 2024) que modifican las ordenanzas de suelo, para facilitar la inversión privada a costa de la destrucción del territorio, o facilitar la tala de árboles a costa de la calidad de vida de las ciudadanas. Nuestro Pirineo Aragonés cada día está más en jaque debido a las ampliaciones de las pistas de esquí. Los paisajes naturales de la España vaciada son destruidos por macroproyectos que acumulan riqueza y tierras sin producir beneficios para la población.
El modelo turístico actual está acabando con la identidad territorial a base de mercantilizar nuestra cultura y nuestro paisaje. A esto se le suma una presión hídrica y humana insostenible para un territorio con un 75% de desertificación y con una población que ya sufre cortes de agua en periodos de sequía. A pesar de la escasez de agua, un bien tan fundamental, los gobernantes no dan respuestas a la altura de la emergencia hídrica. Un ejemplo de esto es lo que pretenden hacer en la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, considerada, entre otros, Zona de Especial Conservación para las Aves en la Red Natura 2000 europea. La Fundación Solomon R. Guggenheim, con el apoyo y financiación de las instituciones, pretende construir una ampliación del emblemático museo de Bilbao dentro de la propia reserva. Esto impediría la conservación del hábitat para las especies que allí habitan y establecería un modelo turístico que solo aumentaría la presión hídrica sobre la zona.
¿A quién beneficia toda esta destrucción? Como suele ocurrir en el modelo económico actual, no es a las personas que aquí habitan. Es al sector privado y a las grandes empresas. La misma gente que extrae y destroza sin mirar quién está siendo afectado. Son las mismas empresas que no solo explotan a nuestro territorio, sino que también llevan sus prácticas destructivas a las comunidades y pueblos más vulnerables. Pueblos que están sufriendo en primera línea los impactos del cambio climático y que luchan por la protección de sus derechos y su territorio. Estas prácticas no serían posibles sin todo un sistema financiero que las apoya, del cual España forma parte.
Las movilizaciones convocadas invitan a plantearnos este modelo de expansión y acumulación. El impacto que tiene el territorio en las personas así como el impacto de las personas en el territorio es parte de las dinámicas de dependencia -interdependencia y ecodependencia-. Es necesario hacer una reflexión profunda sobre las mismas, pues han entrado en una espiral de toxicidad envenenada por el sistema depredador del que formamos parte. Busquemos la sintonía y el equilibrio que la propia naturaleza establece para seguir construyendo juntas esa memoria e identidad. Así trataremos de reencontrarnos en nuevos modelos adaptados a cada realidad, fuera del crecimiento económico a todo coste y la mercantilización de nuestra existencia.
Nos han intentado desligar de la naturaleza para aprovecharse de ella. Si somos capaces de escapar de dichas dinámicas, podremos salvaguardarla para que siga construyendo, moldeando y creando belleza y verdadera riqueza natural junto a una sociedad que estamos a punto de perder. Por ello, sigamos luchando y alzando la voz, es nuestra mejor pero también única oportunidad.
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