Repensar la cultura del consumo: la sinergia entre los centros urbanos y las cadenas alimentarias locales

  • Vincenzo Criscione

    Vincenzo Criscione

    Estudiante y miembro de Generazione Zero

Entrar en un supermercado, darse la vuelta apresuradamente, echar en el carrito primero un producto, luego otro, y dirigirse a las cajas; pagar, volver a casa, guardar las compras. Esta es, a grandes rasgos, la liturgia que cada uno de nosotros observa cuando va de compras. Una tarea, realizada mecánicamente, no diferente de todas las demás tareas que tenemos que hacer a diario. Sin embargo, esta tarea cotidiana tiene considerables implicaciones económicas y medioambientales. Por decirlo de la manera más ingenua y simplista, ir de compras es el momento en que el consumidor somete a los productos y a los productores a un escrutinio final; el momento en que da una indicación precisa al mercado.

No es difícil darse cuenta de que, cuando compramos alimentos, nuestras elecciones tienen un impacto tangible y cuantificable, a veces con una precisión sorprendente. No se trata aquí sólo de consideraciones, a estas alturas incluso tautológicas, sobre el impacto medioambiental que tienen determinados alimentos en comparación con otros. La cuestión es más sutil y se basa en la premisa fundamental de que la concienciación y la educación de los consumidores deben sustentar nuestro comportamiento. Un hábito alimentar consciente no implica necesaria y únicamente la adhesión a principios dietéticos radicales, aunque legítimos y virtuosos.

De hecho, unos hábitos de consumo verdaderamente virtuosos implican ante todo una cultura alimentaria, muy a menudo, más allá de lo que cualquiera de nosotros podría imaginar. También sería difícil, por no decir un verdadero caso experimental, encontrarse con alguien que por un lado o por otro no se tope de vez en cuando con algún descuido. Esto no quiere decir que entonces no intentemos, día a día, desarrollar este tipo de sensibilidad. Conceptos como la estacionalidad de los alimentos, el carácter exótico del producto, las reflexiones sobre los costes de producción y las emisiones de CO2 -por no hablar de la multitud de implicaciones éticas vinculadas a determinados mecanismos de producción- deben estar en la base de cualquier actitud que quiera pretenderse informada y consciente.

Especialmente en el contexto de una investigación sobre las relaciones de producción y consumo entre los centros urbanos y las zonas rurales vecinas, son decisivos los primeros puntos de este resumen. De hecho, ya es obvio que favorecer la compra de productos -ya sean de origen animal o vegetal- de procedencia local anula, o al menos minimiza en gran medida, el impacto medioambiental debido a las fases de transporte y comercialización de dichos productos. Del mismo modo, es evidente que basar la elección de bienes de consumo como las hortalizas en su estacionalidad garantiza el ahorro de los recursos energéticos y químicos normalmente empleados en la producción de alimentos en condiciones climáticas por lo demás adversas. Por poner sólo un ejemplo, un estudio realizado por el Instituto de Investigación Energética y Medioambiental de Heidelberg (Alemania) constató que las emisiones de CO2 derivadas de la producción y comercialización de frutas y hortalizas en conserva suelen ser más elevadas que en el caso de las hortalizas frescas.

Sin embargo, más allá de las estadísticas ecológicas, hay que destacar el aspecto económico. Optar por apoyar a las empresas agroalimentarias locales garantiza, de hecho, el sostenimiento de cadenas de suministro que no pueden competir ni estructural ni económicamente con la gran distribución; estas empresas suelen configurarse como aparatos más artesanales que industriales, por lo que no están equipadas para satisfacer la demanda a gran escala a precios competitivos. Mantener activas estas empresas, especialmente en las pequeñas ciudades, garantiza puestos de trabajo, circulación de dinero e inversiones tanto económicas como en infraestructuras.

En resumen, la redefinición de nuestros hábitos de consumo, vinculada a la cuestión de la relación entre los centros urbanos y las cadenas agroalimentarias que se desarrollan en torno a ellos, es un tema de absoluta actualidad. Tanto es así que a lo largo de los años también han surgido asociaciones, a menudo a escala supranacional, con el objetivo de promover iniciativas de sensibilización en favor de una nueva cultura del consumo. Un caso emblemático es el de Slow Food, una organización fundada en Italia en 1986 cuyos objetivos -como puede verse en la página web de la organización– son «la defensa de la biodiversidad y la difusión de métodos agroecológicos a través de la educación del gusto y la abogacía, fomentando el diálogo entre la sociedad civil y las instituciones». A lo largo de su historia, ha llevado a cabo más de 10.000 proyectos en 160 países y cuenta con un millón de activistas.

Por lo tanto, no podemos dejar de subrayar cómo el cambio de nuestros hábitos debe pasar en primer lugar por una confrontación con los procesos agroindustriales que ponen en nuestras mesas los alimentos que consumimos. Esto no significa necesariamente dedicarnos a estilos de vida austeros y pauperísticos, ni fijarnos como objetivo el hundimiento de sectores industriales y puestos de trabajo enteros: cualquier advertencia de este tipo no es más que terrorismo mediático. Por el contrario, una buena educación del consumidor debe tener como fin primordial la promoción de productos de calidad que exploten virtuosamente los recursos primarios que ofrece un territorio, de modo que puedan actuar como embajadores de marca de cadenas de suministro enteras: al fin y al cabo, institutos como los diversos sellos de origen controlado y protegido, ¿qué finalidad tienen sino ésta?

La necesidad de campañas de inversión mediática, social y económica es absolutamente acuciante, sobre todo en un país como Italia, cuya clase política se declara extremadamente atenta a la defensa y promoción de la marca «Made in Italy», hasta el punto de dedicarle el nombre de un ministerio.


Versión original en italiano

Ripensare la cultura del consumo: la sinergia fra centri urbani e filiere agroalimentari locali

Entrare in un supermercato, girarsi frettolosamente, gettare dentro il carrello prima un prodotto, poi un altro e dirigersi alle casse; pagare, tornare a casa, riporre gli acquisti. Questa è, grossomodo, la liturgia che ognuno di noi osserva quando si reca a fare la spesa. Un compito, meccanicamente eseguito, non diverso da tutte le altre faccende che quotidianamente ci capita di dover sbrigare. Eppure, questa incombenza quotidiana ha implicazioni economiche e ambientali notevoli. Per porre la questione nel più ingenuo e semplicistico dei modi, la spesa è il momento in cui il consumatore sottopone all’esame finale prodotti e produttori; il momento in cui dà un’indicazione precisa al mercato. 

Non è, del resto, difficile rendersi conto che, quando acquistiamo del cibo, le nostre scelte hanno un impatto tangibile e quantificabile, alle volte con sorprendente precisione. Non si tratta qui solo di considerazioni, ormai anche tautologiche, sull’impatto ambientale che certi cibi hanno rispetto ad altri. La questione è più sottile e si basa sulla premessa fondamentale che la consapevolezza e l’educazione al consumo devono essere alla base dei nostri comportamenti. Una condotta alimentare consapevole non implica inderogabilmente e soltanto l’adesione a principi dietetici radicali, pure legittima e virtuosa. 

Infatti, le abitudini di consumo veramente virtuose implicano anzitutto una cultura alimentare molto spesso superiore a quanto ognuno di noi potrebbe immaginare. Sarebbe anche difficile, anzi un vero e proprio caso sperimentale, imbattersi in qualcuno che da una parte o dall’altra non incappi in qualche sciatteria di tanto in tanto. Ciò non significa che allora tanto vale infischiarsene senza provare, giorno per giorno, a sviluppare questo tipo di sensibilità. Concetti come la stagionalità degli alimenti, l’esoticità del prodotto, le riflessioni su costi di produzione ed emissioni di CO2 – senza considerare poi la moltitudine implicazioni etiche connesse a certi meccanismi di produzione – devono essere alla base di ogni atteggiamento che voglia dirsi informato e consapevole. 

In particolar modo, nel contesto di un’indagine sui rapporti di produzione e consumo tra centri urbani e aree rurali limitrofe, sono le prime voci di questo sommario a risultare determinanti. È già ovvio, infatti, che prediligere l’acquisto di prodotti – di origine animale o vegetale che sia – di provenienza locale nullifica, o comunque minimizza molto, l’impatto ambientale dovuto alle fasi di trasporto e commercializzazione di quei prodotti. Allo stesso modo è chiaro che basare la scelta di generi di consumo come gli ortaggi sulla loro stagionalità garantisce che vengano risparmiate quelle risorse energetiche e chimiche normalmente impiegate nella produzione di alimenti in condizioni climatiche altrimenti avverse. Per limitarsi a un solo esempio, uno studio condotto dall’Istituto per l’energia e la ricerca ambientale di Heidelberg, in Germania, ha rilevato come l’emissione di CO per la produzione e commercializzazione di frutta e verdura in scatola risulti generalmente più alta di quanto non avvenga per gli ortaggi freschi. 

Tuttavia, al di là delle statistiche ecologiche, è il risvolto economico a dover essere sottolineato. Scegliere di sostenere le imprese agroalimentari locali garantisce, infatti, il sostentamento di filiere che non possono competere strutturalmente o economicamente con la grande distribuzione; queste aziende si configurano spesso come apparati più artigianali che industriali, pertanto non attrezzati per soddisfare una domanda su ampia scala a prezzi competitivi. Il mantenimento in salute di queste imprese, soprattutto nei piccoli centri urbani, garantisce posti di lavoro, ricircolo di denaro e investimenti sia economici che infrastrutturali.  

Insomma, la ridefinizione delle nostre abitudini di consumo, connessa al tema dei rapporti tra i centri urbani e le filiere agroalimentare che si sviluppano attorno a essi, è una questione assolutamente saliente. A tal punto che negli anni, sono nate anche associazioni, spesso su scala sovranazionale, con lo scopo di promuovere iniziative di sensibilizzazione per una nuova cultura del consumo. Un caso emblematico è quello di Slow Food, organizzazione nata in Italia nel 1986 i cui scopi – come si può osservare sul sito dell’organizzazione – sono <<la difesa della biodiversità e la diffusione di metodi agroecologici attraverso l’educazione del gusto e l’attività di advocacy, favorendo il dialogo tra la società civile e le istituzioni. Nel corso della sua storia, ha realizzato oltre 10.000 progetti in 160 Paesi e può contare su un milione di attivisti>>. 

Pertanto, non possiamo fare a meno di sottolineare come il cambiamento delle nostre abitudini debba passare, prima di tutto, attraverso il confronto coi processi agroindustriali che mettono sulla nostra tavola il cibo che consumiamo. questo non significa necessariamente votarsi a stili di vita austeri e pauperistici e non vuol dire nemmeno porsi come obbiettivo il collasso di interi comparti industriali e posti di lavori: ogni avviso di questo tipo è solo terrorismo mediatico. Al contrario una buona educazione al consumo deve avere come scopo primario la valorizzazione di prodotti di qualità, che sfruttino virtuosamente le risorse primarie offerte da un territorio, in modo tale che possano arrivare a fungere da Brand ambassador per intere filiere: del resto, istituti come i vari siglari d’origine controllata e protetta che scopo hanno, se non questo?  

La necessità di campagne d’investimento mediatiche, sociali ed economiche è assolutamente stringente, soprattutto in un paese come l’Italia, il cui establishment politico si professa estremamente attento alla difesa e promozione del marchio Made in Italy, tanto da dedicarvi la denominazione di un ministero. 

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