Por una alimentación pública y sostenible

  • Jaume Sánchez López

    Jaume Sánchez López

    Trabajador del campo y activista del grupo de Ecolojóvenes en Ecologistas en Acción

Nuestro sistema alimentario funciona mediante empresas privadas que operan en una economía de mercado. La comida, por lo tanto, es una mercancía como cualquier otra y las personas con mayor poder adquisitivo pueden comprar más alimentos y de mejor calidad que las personas con ingresos más bajos. De hecho, el informe Alimentando un futuro sostenible: estudio sobre la inseguridad alimentaria en hogares españoles antes y durante la COVID-19, publicado por la Universidad de Barcelona el año 2022 en colaboración con la Fundación Daniel y Nina Carasso, muestra que entre julio de 2020 y julio de 2021 alrededor de 6.235.900 personas sufrieron inseguridad alimentaria en el Estado español, lo que equivale al 13,3% de los hogares del país. Antes de la COVID-19 este porcentaje era de un 11,9%, lo que significa que el problema es estructural. Según el citado estudio, la inseguridad alimentaria está en parte paliada por prestaciones y ayudas de la Administración Pública, bancos de alimentos, familiares y amigos. El informe concluye que ‘en España no se garantiza el derecho a la alimentación adecuada’.

Para poder asegurar una buena nutrición a toda la población es necesario desmercantilizar la comida y convertir la alimentación en un servicio público, como lo son la sanidad y la educación. Pero, ¿cuánto dinero público costaría satisfacer las necesidades totales de comida y bebida de la población española? Según el Informe del Consumo Alimentario en España 2023, del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, el consumo de alimentos y bebidas ha generado un gasto total en el Estado español de 115.917 millones de €. Por su parte, el gasto sanitario público en el Estado español fue de 94.694 millones de € en el año 2021, según el Ministerio de Sanidad. De lo anterior se podría deducir que un hipotético servicio público de alimentación sería más caro que el actual servicio público de sanidad. Pero esto solo sería cierto si con dinero público se pretendiera comprar el total de la comida y la bebida que demanda la población española actualmente y, además, en los mismos establecimientos comerciales. Sin embargo, un hipotético servicio público de alimentación haría las compras al por mayor y, por tanto, con menor coste. Asimismo, hay que tener en cuenta que el gasto total en el consumo de alimentos y bebidas que aparece en el informe del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación incluye el desembolso de los españoles en restaurantes y en productos no básicos, generalmente más caros. Por último, es importante apuntar que si el Estado controlara los medios de producción y distribución de alimentos éstos se podrían suministrar a la población con un coste menor respecto a si se compraran en el mercado, gracias a la eliminación del lucro de las empresas proveedoras y al efecto de la economía de escala conseguido mediante la nacionalización del sector, con la creación de grandes empresas públicas. 

Es razonable pensar, con lo expuesto en el párrafo anterior, que un servicio público de alimentación implicaría, como mucho, un gasto para las arcas del Estado parecido al de la sanidad pública. Así pues, su implantación en el marco del Estado del bienestar actual, inserto en una economía capitalista, tendría que ir acompañada de una importante subida de impuestos. Y aquí está la clave. Si queremos mejorar los servicios públicos en el marco legal del sistema capitalista actual (es decir, aplicando medidas reformistas en vez de revolucionarias) y ampliarlos para cubrir todas nuestras necesidades básicas (agua, alimentación, vestido, vivienda, sanidad, educación, energía, transporte, comunicaciones, etc.) es menester socializar la riqueza mediante una fiscalidad progresiva que haga pagar muchos más impuestos a los más enriquecidos de la sociedad para lograr un mínimo de bienestar para todos y todas.

Un servicio público de alimentación difícilmente es algo que se pueda conseguir de la noche a la mañana. Su implantación, probablemente, sería un proceso gradual. Las medidas más urgentes tendrían que ir dirigidas a garantizar una ingesta adecuada de alimentos a las personas que, por su nivel de renta, no pueden acceder a ellos. Progresivamente habría que ir extendiendo el servicio público de alimentación al conjunto de la población hasta hacerlo universal. No obstante, esto no significaría, necesariamente, que la alimentación fuese “gratis” para todo el mundo. Por el contrario, sería razonable el establecimiento de algún tipo de tarifación social tal y como ocurre hoy en día en el servicio de comedor escolar, por ejemplo. El servicio alimentario, por lo tanto, podría estar más o menos subvencionado en función del nivel de renta de cada uno. La titularidad del servicio público alimentario podría ser municipal, regional o del gobierno central del Estado, según se decidiera, y podría ofrecerse bajo distintas fórmulas: cesta básica, tarjeta monedero, comedor público, etc. Tal vez, la fórmula más eficiente y atractiva sea la de las cocinas y comedores público-comunitarios, ya que supone un ahorro importante de energía y de tiempo al no tener que hacerse cada familia su comida.

Recientemente el Gobierno de España aprobó la emisión de tarjetas monedero con un monto mensual para la adquisición de productos alimenticios e higiénicos en supermercados. Esta iniciativa forma parte del programa del Fondo Social Europeo Plus destinado a proporcionar asistencia material básica a familias con hijos en situación de pobreza severa y sustituye al sistema de ayudas anterior de distribución directa de alimentos. Para llevarlo a cabo, el Gobierno aprobó la concesión de una subvención a Cruz Roja Española por valor de 100 millones de €. Lamentablemente, medidas como esta son temporales y no llegan a todas las personas que lo necesitan, ya que se estima que este programa beneficiará a 70.000 familias, lejos de los más de 6 millones de españoles y españolas que sufren inseguridad alimentaria según el estudio de la Universidad de Barcelona que hemos citado en el primer párrafo de este artículo. El problema de la inseguridad alimentaria no se puede resolver con medidas paliativas claramente insuficientes como la que ha aprobado el Gobierno ni mediante la entrega de comida recogida por parte de asociaciones de voluntarios y voluntarias a través de donaciones, comida casi siempre procesada y envasada. Tampoco se puede resolver a través de los escasos comedores sociales que hay actualmente. El suministro de comida no debería ser un acto de asistencialismo sino que debiera ser un derecho básico, igual que lo es la atención médica o la enseñanza.

Pero para hacer efectivo el derecho a una alimentación adecuada para todos y todas por igual es imprescindible avanzar hacia el control público del sistema alimentario. Esto quiere decir controlar democráticamente los procesos de producción y distribución de alimentos. Habría que acabar con el oligopolio que representan empresas como Mercadona, Carrefour y Lidl en el ámbito de la distribución (solo estas tres acaparan el 43% de la distribución de alimentos en el Estado español según datos de la consultora Kantar Worldpannel) o el que representan empresas como las de la asociación Promarca (Idilia Foods, Danone, Coca-cola, El Pozo, etc.) en el ámbito de la industria alimentaria. También en el ámbito de la producción agrícola y ganadera habría que evitar la concentración de las tierras y de las granjas en pocas manos, y de los barcos en el caso de la pesca. Sería positivo avanzar hacia un mayor control público de todas las empresas estratégicas, no solo de las del sector alimentario sino de las de todos los sectores de la economía, ya que todas están conectadas entre sí.

El servicio público alimentario, como ya se ha dicho, podría empezar solo para las familias con menos poder adquisitivo e ir gradualmente ampliándose al resto de la población. En una primera fase, la producción y la distribución de alimentos no sufrirían grandes cambios y el abastecimiento seguiría haciéndose a través de intermediarios privados. Es decir, que las administraciones públicas se verían obligadas a comprar la comida a empresas privadas o a transferir dinero a los ciudadanos y ciudadanas para que fueran ellos los que la compraran a través de los comercios existentes. Sin embargo, en una segunda fase, los distintos gobiernos responsables del servicio alimentario deberían asumir el control de la producción y de la distribución para eliminar el ánimo de lucro en toda la cadena alimentaria y poder ofrecer dicho servicio con una mayor garantía. 

El control de la distribución conllevaría la existencia de empresas públicas encargadas de la adquisición en origen de los alimentos, de su transporte, de su almacenamiento y, finalmente, de su suministro a la población. Si la producción todavía estuviese en manos de empresas privadas, las administraciones públicas firmarían acuerdos con distintos agricultores y fabricantes que actuarían como proveedores de productos frescos y elaborados, respectivamente. Esta compra pública de alimentos a gran escala permitiría una mayor planificación económica y podría ser muy beneficiosa para los agricultores y agricultoras, ya que se beneficiarían de una mayor estabilidad y de unos precios más justos. A cambio, los gobiernos podrían establecer exigencias en materia social y ambiental a los productores colaboradores del sistema público de alimentación con el objetivo de avanzar hacia una agricultura más sostenible.

El control de la producción implicaría que fuera pública la propiedad de las tierras, de las granjas, de las embarcaciones de pesca, de las fábricas y de los obradores. Progresivamente habría que ir socializando la industria transformadora y elaboradora de alimentos, que es fundamental para hacer pan, aceites, bebidas, conservas y todo tipo de productos básicos. Y en paralelo habría que ir socializando progresivamente también la agricultura, la ganadería y la pesca. Por ejemplo, en el ámbito agropecuario, se tendría que llevar a cabo una reforma agraria con el fin de socializar la tierra y de crear empresas públicas de producción agrícola y ganadera que serían de titularidad municipal o estatal según si se orientaran para satisfacer un consumo más local o menos, respectivamente. La municipalización o nacionalización del sector agropecuario, que se opone tanto a la concentración del capital en grandes corporaciones privadas como al minifundismo, sería una política estratégica para el buen funcionamiento de un sistema alimentario público porque aseguraría una producción eficiente sujeta al interés general y unas mejores condiciones laborales para los trabajadores y trabajadoras del campo.  

Un sistema alimentario público facilitaría enormemente la transición agroecológica porque la desmercantilización haría desaparecer la principal causa que hoy en día impide realizar dicha transición, que no es otra que la competencia económica que arrastra a la mayoría de los agricultores y ganaderos hacia prácticas insostenibles para poder sobrevivir. Una vez eliminado el ánimo de lucro dentro del sistema alimentario, éste sería controlado democráticamente y serviría a los intereses de la mayoría de la población, haciendo realidad el tan reivindicado derecho a la soberanía alimentaria. Por lo tanto, es de esperar que, democráticamente, se decidiera asegurar una alimentación saludable para todo el mundo y que, en consecuencia, se apostara por una mayor ingesta de productos frescos de proximidad y por unas prácticas agrícolas y ganaderas más ecológicas. También cabría esperar una notable reducción de la producción y del consumo de carne, así como de la importación y exportación de alimentos. Si así fuera, se conseguiría un sistema alimentario menos contaminante, más resiliente, más justo, más sostenible y que, además, mejoraría la salud y el bienestar de todos y todas. En el sentido de mejorar el bienestar y la salud de la población tendrían gran importancia disciplinas como la nutrición y la dietética.

Últimamente, se han dado a conocer, por parte de algunos movimientos sociales, propuestas a favor de convertir la alimentación en un servicio público. Uno de los mejores ejemplos es el de la Seguridad Social de la Alimentación, en Francia. Mientras, en el Estado español, algunos partidos políticos con presencia parlamentaria han defendido la creación de supermercados públicos. Quizás ha llegado el momento de que la gente progresista de este país hagamos nuestra la reivindicación de una alimentación pública y sostenible y que la insertemos en la lucha por conseguir un mundo mejor.

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Intervenciones
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    Xuan Cadenas

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    Hablar de territorio nunca había sido tan urgente. Luchar por el territorio nunca había sido tan urgente. La degradación cada vez es mayor y no sólo suben las temperaturas, sino también el número de desastres urbanísticos, de parajes naturales desaparecidos y de visitantes bajo un modelo turístico extractivo. La memoria y la identidad están ligadas a la tierra, a su naturaleza. Desde el calor andaluz hasta la lluvia gallega, nuestro paisaje nos moldea como personas y, sin embargo, estos paisajes y su biodiversidad están hoy más en peligro que nunca. El 20 de septiembre la ciudadanía organizada se movilizará por todo el territorio español para reivindicar la importancia de afrontar la crisis climática, que amenaza nuestras vidas y el territorio que habitamos. Este año 2024, las movilizaciones en España por la preservación de un territorio sano y habitable han explotado a lo largo de todo el país. España es el país de la UE con mayor superficie de espacios naturales protegidos y con mayor biodiversidad. Hay 1843 espacios naturales protegidos, áreas fundamentales para los ecosistemas tanto peninsulares como insulares. Sin embargo, la explotación, acabará con ellas. Por una parte, como nos indican los científicos, la crisis climática amenaza con la desertificación de...
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