Extraño aniversario el centenario de la revolución bolchevique. Envuelto en un escenario capitalista, que es justamente el que buscaban superar los compañeros de Lenin, aparece protagonizado tanto por sus más encarnizados enemigos, en un ajuste de cuentas histórico, como por sus más implacables críticos, en un intento de extraer lecciones de la implosión del estado obrero que nació de la insurrección de 1917. De esa experiencia, más de setenta años de existencia de la Unión Soviética, unos y otros, eso sí con fines opuestos, coinciden en no pocos de los análisis. Desde la ausencia de democracia, como si en algún momento de esas tensas siete décadas no hubiesen vivido bajo el acoso, al poder absoluto de Stalin, como si su personalidad fuese el demiurgo de la historia, por no hablar de los que teorizan acerca de la irrelevancia política de la clase obrera, justo cuando continúa creciendo el número de trabajadores en centenares de millones de personas. Nada más lógico que el llamado socialismo científico, del que se reclamaban todos los líderes del Octubre Rojo, haya sido sustituido por el apogeo de lo que Marx denominaba socialismo utópico.
Cuando se celebró el 50 aniversario de la Revolución de 1917, en octubre de 1967, el historiador británico E. H. Carr publicó un conjunto de ensayos sobre la experiencia bolchevique titulado “1917. Antes y después”, en el que establecía lo que entonces parecía ser un punto y aparte en el proceso histórico de emancipación de los pueblos. Por ello, me parece hoy oportuno titular estas reflexiones como un suma y sigue de la historia en el que el después es, exactamente, como el antes. El siglo XXI recuerda al XIX, el imperialismo de las grandes potencias está al orden del día, el capitalismo prusiano ha sido sustituido por el manchesteriano, el peligro de guerra se incrementa, los pueblos del tercer mundo retornan al neocolonialismo cuando no al colonialismo, el terrorismo anarquista ha sido reemplazado por el yihadista, la crisis de 2007 es peor que la de 1929 y la democracia ha sido vaciada de contenido. El destino de los bolcheviques parece una tragedia de Shakespeare: su aguda conciencia del peligro no les salvó de perecer; ni tampoco su rechazo ante el fenómeno de la corrupción política les impidió padecerla.
Ninguna clase obrera en cualquier parte del mundo, intervino con la inteligencia política, la capacidad de organización y la energía con la que los obreros rusos actuaron hace cien años en Petrogrado. La circunstancia de que su núcleo principal, alrededor de tres millones de trabajadores industriales, se concentrara en la vieja capital rusa y Moscú, les permitió concentrar toda su ofensiva contra el gobierno de Kerensky, incapaz de resistir los ataques contrarrevolucionarios del general zarista Kornilov. La revolución socialista contó con el apoyo de la clase obrera urbana; algo más de veinte millones de personas abandonaron a los mencheviques, a quienes habían seguido en febrero de1917, porque sostenían que Rusia no estaba madura para un proceso revolucionario. Seis meses después, los bolcheviques alcanzaban la mayoría en los Soviets justo con los votos de todos esos trabajadores e iniciaban una nueva experiencia histórica en condiciones especialmente adversas. Tan difíciles que el propio Lenin bailó en el patio nevado del Kremlin, existen imágenes grabadas, cuando el nuevo Gobierno obrero y campesino superó en un día los noventa que duró la Comuna de París de 1871.
Los bolcheviques, como partido revolucionario no tuvieron ninguna alternativa, a menos que hubieran optado por abdicar y ceder el poder a los enemigos que les combatían, sostenidos por la cruzada de las catorce naciones, en expresión de Churchill, que invadieron Rusia por los cuatro puntos cardinales. Los santos o los tontos, como decía Isaac Deutscher, habrían cedido, pero Lenin no era santo ni tonto. El sistema unipartidista se convirtió, malgre lui, en una necesidad ineludible. No era premeditado e iba a contrapelo de sus inclinaciones, de su lógica y de sus ideas. Pero la dialéctica de la lucha de clases pasó por encima de sus escrúpulos y el recurso provisional se convirtió en la norma. La rebelión de Kronstad, acaecida en X Congreso del Partido Comunista, terminó con la democracia interna, respetada hasta entonces, como había terminado con la democracia externa. El sistema unipartidista adquirió permanencia e impulso propios. Por un proceso de selección natural, después de la muerte de Lenin, halló su jefe en Stalin, quien, debido a su notable capacidad, a su carácter despótico y a su ausencia de escrúpulos, se convirtió en el más idóneo para ejercer el monopolio del poder. La totalidad de los dirigentes, con excepción de Trotsky, votó por su elección en el Politburó.
En realidad, lo que marcó el destino del nuevo poder revolucionario fue el fracaso de la revolución en Occidente, que tantas esperanzas había suscitado entre los bolcheviques. La derrota de Rosa Luxemburgo, asesinada, y el de Gramsci, encarcelado hasta su muerte, impidió que Rusia pudiera unirse a una soñada comunidad socialista europea en la que Francia, Alemania o la Gran Bretaña asumieran la dirección y ayudaran a Rusia a avanzar hacia el socialismo de forma racional y civilizada. Pero no sucedió así. La revolución fue derrotada en Berlín, Viena, Munich, Budapest y Varsovia, desmintiendo el pronóstico optimista que hiciera Engels en 1890: “ la alianza de las tres grandes naciones occidentales– Alemania, Francia e Inglaterra– es el requisito primordial para la emancipación política y social de toda Europa. Tengo la esperanza de llegar a ver esta alianza realizada por los proletarios de estas tres naciones”. Tras la tesis de un socialismo ruso autosuficiente se hallaba la aceptación implícita de que las perspectivas revolucionarias en Occidente se habían desvanecido definitivamente. En palabras del gran economista Eugenio Varga, se aplicó “una doctrina de consolación”.
El fracaso de Rosa Luxemburgo y de Antonio Gramsci, los dos teóricos críticos con el leninismo, determinó la derrota de lo que más tarde Walter Benjamin describiría como una anomalía histórica, al calificar a la URSS como un pez cornudo. Lenin no pudo verlo, pero sí intuirlo; Trotsky y Stalin, por el contrario, pudieron captarlo aunque no lo vieron. De la herencia de la revolución bolchevique solo sobrevive el legado de Bujarin. Sus tesis, desarrolladas exponencialmente, se mantienen hoy en la práctica económica y política de todo el viejo campo socialista. Una economía de mercado regulada por la intervención del Estado, algo así como una NEP ilimitada, es la seña de identidad tanto de China como de Rusia y los restantes países del llamado socialismo real. Ni el socialismo en un solo país de Stalin, ni la revolución permanente de Trotsky; únicamente una Nueva Política Económica del último Bujarin elevada al cubo, en aquel entonces combatida firmemente por los estalinistas y los trotskistas. Apoyar al campesino rico, sostenían, puede dar muy bien sus frutos capitalistas que en un futuro no muy lejano “conducirían al hundimiento político del poder soviético”. Así ha sido, aunque el poder político se mantiene todavía, al menos por el momento, en manos de estos bujarinistas del siglo XXI ubicados hoy, esencialmente, en Pekin.
Fue, precisamente, la necesidad de eludir este riesgo el que llevó a los bolcheviques a lo que los historiadores ya denominan como la II Revolución, que inició la colectivización de la tierra y la inmediata industrialización. Preobrajenski la teorizó, Trostky la formuló políticamente y Stalin la aplicó a rajatabla. Era cuestión de vida o muerte para el nuevo poder soviético. O la industria estatal lograba subordinar la agricultura privada, o la propiedad privada agraria empujaría a la NEP hacia la economía de mercado. La cuestión era clara: o se socializaba el campo o se privatizaba la ciudad. La denominada declaración de los 83, cuadros bolcheviques, de mayo de 1927, afines a Trotsky, advertía sobre el verdadero peligro del kulak. La socialización de 23 millones de propiedades agrícolas, agrupadas en koljoses o sovjoses, se realizó drásticamente como muy bien describe Mijail Cholojov, Premio Nobel, en su novela Tierras Roturadas. Esta revolución, sostenida por la mayoría de los dirigentes trotskistas que veían entonces concretadas sus propuestas bajo la dirección estalinista, permitió la acumulación primitiva socialista sin la cual la URSS no se hubiese transformado en una potencia industrial y militar.
Las consecuencias sociológicas de esta II Revolución de 1929, que venía a completar la inconclusa de 1917, se evidenciaron en el espectacular crecimiento de la burocracia que ya preocupaba a Lenin justo antes de su muerte en enero de 1924. Sus notas críticas sobre el funcionamiento de la Inspección Obrera y Campesina, entonces dirigida por Stalin, anticipaban lo que ya en la década de los treinta fue un problema constante de la URSS hasta su implosión de 1991. El número y peso específico de los administradores, especialistas e intelectuales aumentó enormemente y se convirtieron, rápidamente, en un sector social con sus propios intereses que no siempre coincidían con la naturaleza obrera del aparato estatal que dirigían. Sin poseer medios de producción, ni tierras, ni poder ahorrar, invertir o acumular riqueza en forma duradera, ni tampoco legar riquezas a sus descendientes, no podían perpetuarse socialmente; pero sus ingresos derivaban en parte de la plusvalía generada por los trabajadores soviéticos y ejercían un poder excepcional en lo económico, político y cultural. Necesario pero inquietante para los bolcheviques siempre conscientes de los peligros del poder en la sociedad post-capitalista.
Es bastante sintomático que dos personas tan diametralmente opuestas como Stalin y Trotsky, tanto que el primero ordenó el asesinato del segundo, coincidieran en afrontar esta amenaza con análisis y, por supuesto, metodologías muy diferentes para combatirla. La denuncia sobre el Termidor soviético fue una constante en la reflexión trotskista, al tiempo que las purgas estalinistas, en opinión del historiador trotskista Isaac Deutscher, contribuyeron bastante a reducir dicha amenaza en la misma medida que impedían que la burocracia pudiera perfilarse como clase social. Porque esta cadena periódica de ejecuciones no sólo afectó a las corrientes bolcheviques contrarias a la de Stalin sino que muchos dirigentes estalinistas fueron también víctimas de los célebres procesos de Moscú. Trotsky vaticinó en más de una ocasión que la burocracia lucharía por el derecho de legar sus bienes a sus hijos y trataría de expropiar al Estado y convertirse en propietaria accionista de empresas y trusts. Incluso el propio Stalin, en su ultimo libro, Problemas económicos del socialismo, expresaba preocupación análoga al insistir en el peligro de la agudización de la lucha de clases en la sociedad soviética más de treinta años después de dictadura soviética
La II Guerra Mundial consolidó este proceso burocrático. La necesidad de hacer frente a la invasión alemana detuvo esta lucha interna en aras de concentrar todas las energías de la nación rusa contra los nazis. La Gran Guerra Patria, tal y como fue denominada por el propio Stalin, acentuó los perfiles rusos para movilizar todo el patriotismo contra Adolf Hitler. La centralización, inherente a toda estrategia militar, incrementó el poder de la burocracia y, por consiguiente, disminuyó la vigilancia sobre los muchos vicios burocráticos. La Internacional Comunista fue disuelta, “la revolución armada” fue impuesta por Moscú en Europa Oriental, a la vez que Washington impuso “la revolución desarmada” en Europa Occidental e Inglaterra bañó en sangre la revolución griega. Justo cuando Stalin preparaba una nueva purga política, tras el final de la contienda, su muerte evitó la de los jerarcas que lo sustituyeron. Empieza entonces la edad de oro de la burocracia, de 1953 a 1983, que precede a la desintegración de la Unión Soviética que se inicia con las reformas de Gorbachov que abren el camino definitivamente a ese Termidor tan denunciado durante la década de los treinta.
Con anterioridad, la revolución china reeditaba espectacularmente las tensiones de la revolución soviética desmintiendo el pronóstico voluntarista de Trotsky que calificaba la burocracia soviética como “una recaída episódica”. Su pregunta sobre si la preponderancia burocrática era inherente o no a toda revolución socialista, quedaba afirmativamente contestada con la llamada revolución cultural, iniciada en China en 1966. La denuncia de Lin Piao contra Teng Hsiao Ping, artífice de la China actual, iba paralela a la advertencia sobre la restauración capitalista que encarnaba como principal burócrata interesado en terminar con la propiedad socialista. A diferencia de la controversia de Moscú de los años veinte, la de Pekin de los sesenta se apoyó en una amplia movilización de masas, acompañada de violencia e intimidaciones contra los llamados derechistas. Precisamente, en el mismo momento en que la existencia de dos poderes revolucionarios, en Moscú y en Pekin, parecía favorable para la gestación de una comunidad económica socialista que se extendiera desde el Mar de China hasta el Elba, es cuando surge el enfrentamiento entre chinos y soviéticos. El horizonte de una tercera parte de la humanidad planificando conjuntamente su desarrollo económico y social, sobre la base de una amplia división del trabajo y de un intercambio comercial, se perdía para siempre. Nada se había interpuesto en ese objetivo, salvo la aplastante autosuficiencia nacional de la arrogante burocracia.
A finales del siglo XX ambas burocracias, la soviética y la china, que habían nacido del impulso revolucionario que buscaba cómo pasar del capitalismo al socialismo, pugnaban sobre cómo pasar de la economía planificada a la economía de mercado. Para Gorbachov primero había que cambiar la política, en cambio para Teng Hsiao Ping el primer cambio era el económico, aunque ambos coincidían en privatizar ampliamente la propiedad estatal salvo sectores estratégicos de la economía. El sistema de privatización que se organizó en ambos países concedía prácticamente la propiedad de los sectores públicos al sector privado. Paradójicamente, todo este gran salto hacia la economía capitalista se ha efectuado bajo la sombra de la momias de Lenin y Mao Tse Tung en los mausoleos de Moscú y Pekin; y para redondear la paradoja, en China las ideas de Mao Tse Tung también se utilizaron para lo contrario, denunciar el capitalismo, por parte de los Guardias Rojos de Lin Piao. Así culminaba el viaje de ida y vuelta, iniciado en el famoso tren blindado con el que Lenin llegó a la estación de Finlandia en Petrogrado, con sus famosas tesis de Abril.
El socialismo realmente existente, tal y como se autodefinía todo el campo socialista, encabezado por la Unión Soviética, ha terminado como finalizó el comunismo primitivo que antecedió a la aparición de la propiedad privada. Los gestores de lo público, ayer como hoy, fueron los primeros propietarios apropiándose, valga la redundancia, de lo acumulado por la colectividad. Cabe entenderlo en la sociedad primitiva, no en una sociedad desarrollada. No tanto porque la revolución bolchevique fuera la precursora de un nuevo sistema de explotación, lo que hubiera tenido una cierta lógica dentro de la dialéctica histórica marxista, sino porque, finalmente, volvía tras un largo viaje de setenta años al viejo sistema de explotación que había intentado inútilmente superar. Tal vez por ello, el viejo Trotsky reflexionaba que “si el programa marxista resultara impracticable, se necesitaría un nuevo programa mínimo para defender los intereses de los esclavos del sistema”.
Se equivocan, sin embargo, los que se apresuran a concluir que esta experiencia, nacida en 1917, ha refutado el análisis marxista tal y como hoy está de moda académica teorizar, tal y como hicieron, a finales del siglo XIX, Eduard Bernstein y demás teóricos revisionistas después del fracaso de La Comuna. Apenas unos años más tarde, los bolcheviques convulsionaban el orden capitalista tras la crisis de la Guerra Mundial de 1914 y volvían a erosionarlo después de la crisis de 1929, únicamente superada por la espantosa carnicería de la II Guerra Mundial. Precisamente, porque la derecha impone hoy su política a sangre y fuego, mientras pretende convencernos de su inexistencia, resurge una nueva izquierda potente en el sur de una Europa que es el eslabón débil de esa cadena imperial de un norte de Europa revuelto y brutal. No es casual que los intelectuales orgánicos del sistema nieguen simultáneamente la existencia de la derecha e izquierda en aras de superar una lucha de clases que les supera. Porque nuevas generaciones retoman hoy las banderas de 1917 como los bolcheviques retomaron las de la Comuna de 1871.
Fulgor y muerte de la Revolución
30/11/2017
Manuel Garí
Economista ecosocialista
Pocas veces un triunfo político tan deslumbrante y esperanzador como la toma del poder por los soviets en la Rusia zarista tuvo un desenlace tan dramático y devastador para la conciencia del movimiento popular en todo el mundo. Este es el meollo de la cuestión que intentan explicar buena parte de los artículos de Espacio Público del debate titulado “Hablemos de la Revolución de Octubre”. Pero es pertinente hacerse algunas preguntas. ¿Tiene algún interés reflexionar sobre acontecimientos ocurridos en Rusia hace un siglo? ¿Por qué se han publicado más de 11.000 artículos en el mundo durante los meses de setiembre y octubre de 2017 y se han realizado centenares de seminarios y conferencias sobre la “revolución bolchevique”? ¿Podemos rescatar algo de aquel legado? ¿Acaso cabe aprender algo de la experiencia?
Miradas concurrentes en disputa
Para los autores conservadores, fieles a su “no hay alternativa”, el centenario ha servido para intentar remachar los clavos del ataúd de la idea misma de revolución social. Sólo quienes defienden la globalización capitalista en curso pueden demonizar 1917 como si de una trama conspirativa y golpista se tratara. Para muchos de los ex estalinistas -tanto en su variante “pro-soviética” como en la “pro-china”- la conmemoración es una gran ocasión para dejar claro su alejamiento del comunismo y su nueva fe liberal.
Sólo desde posiciones ahistóricas y ajenas al deseo de un cambio hoy, se puede concluir que nada hay que rescatar. Sólo espíritus creyentes, ajenos al marxismo, pueden tomar la evolución institucional rusa posterior a 1917 como un dogma incuestionable de forma acrítica y reverencial como si de un suceso sagrado y mágico se tratara. Las anteriores posiciones presentan un abanico importante de diferencias, pero al menos comparten una característica: se niegan a extraer las lecciones pertinentes para los proyectos emancipatorios.
Para los historiadores y politólogos honestos el centenario es un reto por intentar comprender mejor un momento y un acontecimiento sin precedente y únicos. Para quienes se sitúan en el espacio político del cambio, y particularmente quienes lo hacen desde la impugnación anticapitalista del sistema, es una excelente oportunidad para aprender de las dificultades, riesgos y problemas que comporta todo proyecto emancipador, todo proceso de transformación, toda lucha a favor de la mayoría social. Sacar lecciones significa aprender de los triunfos y los fracaso y hacerlo en positivo para explorar o en negativo para descartar.
Tan legítimo (y necesario) es mirar hacia atrás para entender el pasado como analizarlo para construir el futuro. El mundo globalizado actual es bien distinto al que intentaron “cambiar de base” las masas revolucionarias de Petrogrado. Pero las contradicciones por la disputa del ingreso, los conflictos políticos y la defensa bárbara de sus intereses por parte de la oligarquía sigue reglas muy similares en el marco del sistema capitalista. Aún más si se abandona la alicorta mirada eurocéntrica y se mira el mundo desde el conjunto. No se pueden hacer trasposiciones de 1917 a 2017, pero sí intentar tirar de algunos hilos rojos.
Cuestión de método: periodificar la historia, no despolitizar el relato
Lo que se gestó en 1905 y desembocó en febrero, julio y particularmente octubre de 1917, fue gravemente herido en 1921 y asesinado en los años siguientes. Por ello no se puede tratar la Revolución Rusa como un continuo que evoluciona linealmente en el periodo que va desde la toma del Palacio de invierno a la desaparición de la URSS en 1989, pasando por el terror contra revolucionario del estalinismo y los fallidos intentos posteriores de salvar los muebles (y quedarse con ellos) por parte de la burocracia estatal del “socialismo real”. Esta es la premisa para poder analizar un acontecimiento que cien años después sigue siendo objeto de deliberación y disputa ideológica entre defensores y cuestionadores del orden establecido.
Asimilar la revolución protagonizada por los soviets de trabajadores, campesinos y soldados con lo que luego se llamó “sistema soviético” es una contradicción insalvable. Hablar de sistema soviético refiriéndose al periodo estalinista que precisamente se construyó sobre la base de la eliminación del poder de los soviets, la total eliminación de la oposición, la represión sobre los bolcheviques y su sustitución por un nuevo personal de oportunistas y antiguos servidores del zar que entraron en el partido masivamente a partir de la “promoción Lenin” es calificar de soviético (consejista) a su contrario.
Lo que se produjo tras la muerte de Lenin, la marginación de Trotsky y el poder de Stalin es una derrota del proyecto socialista. El estalinismo supuso la estatización de la sociedad y no la socialización del estado. Estado, por otra parte, provisional y transitoriamente necesario para cambiar el modelo social y económico siempre y cuando vaya acompañado de su anti virus de libertad: la combinación de la democracia directa y participativa con la representativa, el pluralismo político, la libertad y autonomía sindical, la autorganización de las masas, la limitación de los mandatos de los electos… o sea las formas directas de participación popular en las decisiones que dificulten la aparición de una “casta” burocrática en el gobierno de los asuntos comunes. ¿No es esta una lección a sacar para evitar la derrota en cualquier proceso de cambio?
Tal como plantean varios artículos publicados en este debate, los bolcheviques confundieron el camino al socialismo con el comunismo de guerra, la hiper centralización de la economía y de la sociedad, asuntos que intentaron corregir al acabar la guerra con la NEP económica, pero, ese giro, no fue acompañado ni del giro político ni de una revitalización del poder de los soviets.
La guerra civil y la agresión imperialista, los años de penuria y hambre, acabaron debilitando el entusiasmo popular y, por tanto, la revolución misma. Pero no pudieron con la revolución. No fueron su sepulturero.
Pero hay que diferenciar entre medidas impelidas por el momento y la construcción de un estado basado en la negación de la libertad, del poder de los consejos, etc. Medidas que allanaron el camino de la contrarrevolución burocrática, pero que distaban un abismo del régimen del gulag. Hay un salto cuantitativo y cualitativo con Stalin.
Hoy con la perspectiva histórica podemos establecer que estalinismo y comunismo fueron (son) proyectos distintos y antagónicos. El estalinismo no fue una variante del comunismo, una posible evolución del leninismo, sino el triunfo de la contrarrevolución llevada a cabo por una casta burocrática que se construyó en antagonismo con el proyecto de emancipatorio comunista. El estalinismo fue el enterrador de la Revolución.
Por eso es un error hablar del sistema soviético en abstracto como si de un mismo proceso se tratara, nacido el 17 muerto el 89, sin tener en cuenta los hechos, los debates, las alternativas y las opciones que se confrontaron. Es un error de método garrafal no periodificar la historia, despolitizarla al defender la existencia de un continuo ajeno a los conflictos reales que se dieron, no situar los acontecimientos en el tiempo y en el espacio. Y sobre todo es necesario huir de una visión determinista de los sucesos y acontecimientos que se analizan. Frente a la concepción unilineal de la historia conviene apropiarnos de una visión plurilineal en la que individuos, clases y humanidad toman decisiones que implican desarrollos futuros diferentes.
Lenin y Stalin son dos universos ideológicos, políticos y morales contrapuestos. Revolución en Lenin, contra revolución en Stalin. Los bolcheviques tuvieron que optar, tomar caminos en las bifurcaciones, y ello supuso la existencia de respuestas diferentes y opuestas: en 1923, ante el octubre alemán, sobre la NEP y la política económica, sobre la colectivización forzada, sobre la industrialización acelerada y las formas de planificación, sobre la democracia en el país y en el partido, sobre el ascenso del fascismo, sobre la guerra de España, sobre el pacto germano-soviético.
Sobre cada una de estas pruebas, propuestas, programas, se enfrentaron diferentes orientaciones, mostrando otras opciones y otros posibles desarrollos. Hoy se abre paso la idea de que estalinismo no fue / no es el comunismo, sino su impedimenta. Un movimiento contra revolucionario no significa la vuelta a la situación anterior a la revolución en forma de restauración, sino simplemente la negación de esta, su aborto, en espera y en construcción de un poder cuya legitimidad solo se basa en el terror, el nacionalismo pan ruso y los éxitos económicos que si bien fueron reales tuvieron un coste en vidas y sufrimientos altísimos y se mostraron efímeros con el tiempo.
Un acontecimiento disruptor… persistente
Centro la atención en intentar comprender algunos rasgos de la naturaleza del proceso político que va de febrero a octubre del 17 que, muy posiblemente, junto a sus especificidades, comparta características “universales” con los procesos emancipatorios que puedan darse. Es necesario diferenciar los momentos de impulso del movimiento de masas que basados en una legitimidad antagónica con el poder político y económico de los momentos en que intentan construir una nueva arquitectura económica, social y jurídica, una nueva legalidad.
Tanto en la Rusia revolucionaria de 1917 como años antes en la Comuna de Paris, la primera cuestión a poner en valor es, lo que hoy resumiríamos en el “Sí, se puede”. Son dos hitos históricos plebeyos. Llegado a la conclusión que la institucionalidad del sistema está al servicio del mantenimiento del estatus quo a favor de las clases dominantes, las dominadas buscan salidas off shore y exploran marcos más favorables para sus aspiraciones.
La revolución, por tanto, es la irrupción abrupta, inesperada y colectiva en política de las clases subalternas. “El rasgo más característico más indiscutible de las revoluciones -en expresión de Trotsky en su Historia de la Revolución rusa- es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos (…) la historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en le gobierno de sus propios destinos.”
En su Tesis sobre la historia y otros fragmentos Walter Benjamin en 1940 reflexiona sobre el acontecimiento revolución como “salto del tigre” ante la amenaza: “La moda es un salto de tigre al pasado. Sólo que tiene lugar en una arena en donde manda la clase dominante. El mismo salto, bajo el cielo libre de la historia, es ese salto dialéctico que es la revolución, como la comprendía Marx». Ello implica que las masas plebeyas, como el tigre, desarrollan la percepción ante el peligro y son capaces de tensar toda su energía coordinada en un momento preciso.
Por primera vez, en ambos casos de la Comuna y Octubre, la parte más decidida y combativa de quienes no tenían previamente poder económico y social logró representar los intereses de la mayoría social, desarrollar formas muy avanzadas de autorganización políticamente independiente, crear una nueva legitimidad en disputa abierta con la existente e iniciar la construcción de una nueva legalidad. Las diferencias entre ambas experiencias fueron la prolongación temporal, la magnitud geográfica y la radicalidad programática.
Si la Comuna avanzó los rudimentos de la distribución del poder -incluido el militar- en la sociedad, la Revolución rusa se planteó organizar un poder basado en la democracia directa emanada de los consejos, acabar con la guerra imperialista, nacionalizar bajo control obrero el grueso de la producción industrial, las finanzas y el comercio internacional, expropiar a la Iglesia ortodoxa, repartir las tierras y reconocer el derecho a la autodeterminación de los pueblos. En ambos casos se dio también un intenso empoderamiento emancipador de las mujeres.
Como todo acontecimiento impactante en la vida social, la Revolución de Octubre, conmocionó al conjunto de la sociedad rusa, pero también hizo temblar el orden imperialista mundial. Su irrupción hizo posicionarse a las élites del poder, a las clases sociales y a todos sus voceros, gestores y representantes políticos. Generó reflexiones de pensadores, escritores, artistas y en general de todos los creadores. Ese acontecimiento tuvo carácter distorsionador en la situación política y, por tanto, supuso un cambio brusco que marcó un antes y un después en la percepción que tenía de sí misma la sociedad, el posicionamiento se convirtió en pronunciamiento y la reflexión conllevó la auto ubicación en un campo en disputa. El suceso sobrevenido alteró el estatus quo y marcó el devenir de la sociedad. Todos los intereses, emociones y opiniones se ponen en juego. Las gentes pudieron acariciar el sueño de cambiar el mundo, cambiar la vida. La disrupción revolucionaria adquirió un sentido prometeico porque el acontecimiento impactante era la revolución social y provocó una reacción masiva y creativa en el conjunto social, particularmente entre las clases plebeyas. Aspectos todos ellos que debemos -tras verificar que sucedieron- conjugar en presente y futuro cuando de proyectos transformadores se trate.
Y lo esencial de los “10 días que conmocionaron el mundo” ha resistido el paso del tiempo en el sentido que planteó en 1798 Kant en el Conflicto de las facultades:
“fenómeno [que] en la historia humana no se olvida jamás (…) aun cuando tampoco ahora se alcanzase con este acontecimiento la meta proyectada, aunque la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo acabara fracasando (…) pues no perdería nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento se halla tan estrechamente implicado con el interés de la humanidad y su influencia se ha diseminado tanto por todas partes, como para no ser rememorado por los pueblos.”
En Historia de la Revolución rusa Trotsky subraya ese aspecto kantiano de “fenómeno que no se olvida” al afirmar sobre Octubre de 1917 que “La historia no registra otro cambio de frente tan radical. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados”.
Seis cuestiones constantes
En los procesos de empoderamiento plebeyo, podemos observar que con formas diferentes hay constantes en la ecuación a resolver, tal y como se planteó en el caso ruso. En primer lugar, la aparición inmediata de resistencias descomunales de las élites económicas y sus gestores políticos; el conflicto antagónico es consustancial al cambio social en clave emancipadora.
En segundo lugar, la aparición de la dualidad de poder entre los bloques sociopolíticos que pugnan por la hegemonía. Doble poder -temporalmente también expresión de la doble impotencia en espera de quien toma la iniciativa adecuada- que es social, político y material y, con el tiempo, militar. Para Lenin y Gramsci ese doble poder expresa la iniciativa directa popular en un movimiento desde abajo. Gramsci desde sólidas posiciones programáticas entendía que la lucha por la hegemonía tenía como objetivo e instrumento a la vez, la construcción de una institucionalidad popular alternativa, la construcción pues de un nuevo marco.
En tercer lugar, como plantea en su libro Octubre China Miéville nada “estaba escrito en las estrellas”, todo dependió de la capacidad de un partido, el bolchevique, que en medio de encendidos debates, desbordado por la izquierda en los soviets por las masas en diversos momentos, supo leer la situación y se atrevió a dar expresión política y militar al movimiento de obreros, mujeres y campesinos soldados. No existía un partido “sabelotodo” como tantas veces la mitología estalinista ha presentado al partido de Lenin, bien al contrario, la dirección se basó en un continuo análisis del estado de ánimo popular y de las cambiantes correlaciones de fuerza. Pero, y hay que destacarlo frente al populismo de izquierdas presente en nuestro país, era un partido que intentó tener un plan estratégico central frente a la táctica proceso de otras formaciones y tenía una propuesta programática sólida.
En cuarto lugar, hay que huir de las fórmulas rituales y la cosificación de las propuestas estratégicas como los papistas del diablo. Cuando la revolución no se extiende al resto de Europa, cuando la vía insurreccional exprés que culmina en pocos meses como colofón de un proceso de radicalización de las masas en un contexto de máxima tensión social, política y militar se muestra imposible de “exportar”, los revolucionarios del momento europeos piensan con su propia cabeza y dejan de repetir mantras. De ahí que Gramsci abandone la idea de la “guerra de movimientos” y se prepara para una larga y compleja “guerra de posiciones”.
En quinto lugar, hay que poner en valor la capacidad bolchevique de comunicar a unas masas semi analfabetas de forma sintética y pedagógica los aspectos esenciales del programa de la revolución en el momento preciso de octubre de 1917. La simplicidad y profundidad del “Paz, pan y tierra” proclamado desde el balcón del palacio Kschessinska es un ejemplo a tener muy en cuenta.
En sexto lugar, acabar con la propiedad privada de los principales resortes económicos, no asegura la construcción de una sociedad justa e igualitaria, si no está acompañada de la democracia socialista. Y, en esto hay que tomar, sin peros las palabras de Rosa Luxemburgo en su Revolución rusa en 1919 poco antes de ser asesinada: “La libertad solo para los partidarios del Gobierno, solo para los miembros de un partido, no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa de manera diferente.”
Algo, mucho que aprender y bastante que rescatar. Para lograr asumir las tareas de hoy y ser capaces de hacer realidad la propuesta de Daniel Bensaïd entendiendo que “La política no es la gestión de lo posible sino el arte de crear una posibilidad antes inadvertida”.
La repercusión de la revolución rusa en España
29/11/2017
Pelai Pagès i Blanch
Historiador
Cuando a principios de noviembre de 1917 llegaron a España las primeras noticias sobre la revolución bolchevique en Rusia, el movimiento obrero español se encontraba en la fase de reflexión colectiva que caracteriza el período posterior a un movimiento revolucionario fracasado, como fue la huelga general revolucionaria que había tenido lugar en el mes de agosto.
Y se encontraba también en un momento de reestructuración y reorganización ante los futuros combates que se preparaban. 1918 es un año de Congresos para la Unión General de Trabajadores, para el Partido Socialista Obrero Español y para la Confederación Nacional del Trabajo. Pero es también el año del inicio del llamado «trienio bolchevique» en Andalucía, tres años de continuas revueltas campesinas durante los cuales la revolución rusa se presentaba como un hito y como un espejismo para los campesinos deseosos de tierra.
La crisis social de la posguerra llegaba a España con inusitada fuerza a finales de 1919. Era el momento en que la burguesía industrial -en Cataluña, en Euskadi o en Asturias- empezaba a dejar de acumular los fabulosos beneficios que había permitido la neutralidad de España en la Gran Guerra de 1914. Era, por tanto, el momento de las contenciones salariales y los despidos, que provocaron una respuesta obrera inusitada. De 1919 a 1921 el movimiento obrero catalán -y por extensión el español- vivió una etapa de ascenso, los efectivos de las organizaciones obreras se duplicaron, los logros de las luchas del proletariado -como la huelga general que se vivió en Cataluña en 1919- generaron numerosas expectativas revolucionarias.
Durante estos años el tema de la revolución rusa, con la nueva proyección política e ideológica que presentaba, consiguió toda su amplitud y dimensión en el seno del movimiento obrero español y catalán, en particular. Curiosamente fueron los anarquistas quienes, desde el primer momento, saludaron con entusiasmo el triunfo bolchevique, mientras en las filas socialistas las reticencias y desconfianzas predominaban sobre los entusiasmos. Y fue la CNT, el sindicato anarcosindicalista, que en diciembre de 1919, en el Congreso celebrado en el Teatro de la Comedia de Madrid, se adhirió a la Internacional Comunista, mientras el sindicato y el partido socialista no lo terminaron de hacer nunca.
Como en el resto de Europa, la revolución rusa provocó debates muy agrios y polémicas muy agudas en el seno del movimiento obrero. Dentro del socialismo la aparición de un grupo minoritario, partidario incondicional de la revolución rusa y de las nuevas ideas bolcheviques, no consiguió arrastrar a la mayoría del PSOE hacia sus posiciones y terminó escindiéndose en dos fases –en abril de 1920 las Juventudes Socialistas crearon el Partido Comunista Español y en abril de 1921 los adultos el Partido Comunista Obrero Español- para constituir finalmente el Partido Comunista de España en noviembre de 1921. Dentro del heterogéneo movimiento anarcosindicalista, las entusiásticas expectativas iniciales no acabaron de cuajar y las discrepancias ideológicas de los anarquistas con el ideario bolchevique culminaron en una ruptura de la CNT con la Internacional Comunista: únicamente una pequeña minoría sindicalista -básicamente procedente de Barcelona y de Cataluña- abrazó incondicionalmente la causa de la revolución rusa, pero su incorporación al PCE fue muy tardía.
Por otra parte, el hecho de que el PCE se constituyera cuando la combatividad obrera se encontraba en su fase recesiva explica, en parte, su incapacidad para capitalizar la ola de radicalización sufrida por el movimiento obrero a partir de 1918. Las continuas discrepancias internas del PCE y el arraigo que el socialismo y el anarquismo tenían sobre la clase obrera española y catalana fueron dos factores más que ayudan a explicar el aislamiento que sólo consiguió romper muchos años después, a partir de 1936, un momento, sin embargo, en que tanto Europa, como Rusia, como España, vivían en otra etapa, muy diferente, de su historia.
El eco inicial de la revolución
Desde el primer momento destacó la toma de posición de los sindicalistas y de los anarquistas. La primera valoración publicada en «Solidaridad Obrera», el diario de la CNT, el día 11 de noviembre de 1917, no dejaba lugar a dudas: «La revolución rusa continúa admirablemente su obra. Paso a paso va desenvolviendo su programa, pasando por encima de los intereses creados y atropellando a todos los convencionalistas y liquidando, por la voluntad del pueblo, los compromisos contraídos por el imperio»; los bolcheviques – «los maximalistas» era el concepto usado en la «Soli» – representaban «la voluntad del pueblo» y su decisión de repartir la tierra a quiénes la trabajaban «es todo un poema de libertad, es la aurora de la emancipación económica, por la cual los campesinos rusos tanto suspiraban cuando trabajaban para los grandes duques, y es una decisión que por sí sola hace simpática a la grandiosa revolución rusa «.
“La revolución rusa -acababa significativamente la editorial de la «Soli»- durará varios años, hasta que el pueblo haya conseguido el máximo de libertad o la libertad absoluta.
Los rusos nos indican el camino a seguir. El pueblo ruso triunfa: aprendamos de su actuación para triunfar a nuestra vez, arrancando a la fuerza lo que se nos niega y lo que se nos detenta”.
En los meses siguientes y en el transcurso de todo el año 1918 la adhesión de los sindicalistas de la CNT a la revolución rusa prosiguió con la misma constancia, y si bien se insistía en la falta de noticias sobre lo que estaba aconteciendo en Rusia, se valoraban como muy positivos los esfuerzos de los rusos a favor de la paz.
Este entusiasmo, que aún era mucho mayor en el caso de la publicación anarquista “Tierra y Libertad”, contrastaba abiertamente con el que manifestó el portavoz del Partido Socialista. El día 10 de noviembre de 1917 “El Socialista” publicaba el primer análisis sobre la revolución rusa, y en un artículo titulado significativamente Sería bien triste… afirmaba que “las noticias que recibimos de Rusia nos producen amargura. Creemos sinceramente, y así lo hemos dicho siempre, que la misión, de momento, de este gran país era poner su fuerza toda en la empresa de aplastar el imperialismo germánico. Han hecho los rusos una magnífica revolución, que recuerda la gloriosa del 89, en Francia. Pero ¿no ha influido en el espíritu de aquellos hombres otro recuerdo también, el de que el pensamiento primero de la democracia francesa triunfante fue llevar las libertades adquiridas a todas las naciones que sufrían la opresión? Algo semejante era lo que a Rusia estaba hoy encomendado: libertar al mundo, juntamente con otras democracias, de la terrible amenaza de los imperios del centro de Europa”.
El contraste entre las dos posturas era tan evidente que cuando en febrero de 1919 los bolcheviques decidieron crear la III Internacional (Internacional Comunista o Komintern), aunque con reticencias y debates abiertos la CNT decidió adherirse de forma provisional a ella en el Congreso que, como ya dijimos, se celebró en el Teatro de la Comedia de Madrid en diciembre de 1919, y envió una delegación para que participase en el II Congreso que la Internacional debía celebrar en julio de 1920. Fue Ángel Pestaña el único que participó en él y enseguida fue consciente de las profundas divergencias que separaban el ideario anarquista de la revolución bolchevique. Sin embargo el informe que elaboró no se conoció hasta mucho después y en 1921 una nueva delegación cenetista –formada por Joaquim Maurín, Andreu Nin, Hilario Arlandis, Jesús Ibáñez y Gastón Leval, la mayoría partidarios de la revolución- asistió en Moscú al Congreso constituyente de la Internacional Sindical Roja y al III Congreso de la III Internacional.
La CNT se mantuvo afiliada a la III Internacional hasta junio de 1922, cuando una Conferencia reunida en Zaragoza decidió finalmente su desvinculación, a partir de los informes negativos que de manera muy tardía había dado a conocer Ángel Pestaña. Sin embargo, aunque minoritario, se había consolidado el grupo sindicalista partidario de la revolución rusa –y dirigido por dos valores en alza, como eran Joaquim Maurín y Andreu Nin, que en estos momentos residía ya en Moscú- y que en diciembre de 1922 constituyó, en una conferencia celebrada en Bilbao, los denominados Comités Sindicalistas Revolucionarios, que se convirtieron en los portavoces de la III Internacional dentro de la CNT. Desde Barcelona el mismo mes de diciembre empezaron a publicar “La Batalla”.
Mientras, como ya hemos señalado, en el seno del PSOE –que definitivamente desistió de adherirse a la Internacional en un Congreso celebrado en el mes de abril de 1921- se habían producido sendas rupturas que provocaron la creación de dos partidos comunistas –el de los jóvenes y el de los adultos- que hasta su unificación, impuesta por la Internacional en noviembre de 1921, se manifestaron claramente incompatibles. Pero su unificación no sirvió para solucionar los conflictos que les habían enfrentado en la etapa anterior y hasta julio de 1923 no hubo una cierta conciliación entre las diversas tendencias, aunque muy pronto se añadió un nuevo problema que provocó que el Partido Comunista en España no consiguiese salir de la marginalidad en que se movía desde sus orígenes: la práctica del terrorismo en su polémica política con el socialismo.
La Dictadura de Primo de Rivera y la aparición del estalinismo
Por otra parte, a partir de 1923 se empezaron a intensificar las relaciones entre el grupo de «La Batalla» -como sería conocido a partir de este momento el grupo sindicalista procedente de la CNT- y el PCE, pero las reticencias que existían entre los sindicalistas hacia el PCE que no había parado de tener divergencias internas y que siempre había descuidado a la CNT, motivaron que, al menos en Cataluña, la afiliación de los miembros de este grupo en el PCE fuera mucho más tardía. De hecho la Federación Comunista Catalano-Balear, el nombre que acabó adoptando, no se organizó hasta el otoño de 1924, cuando la Dictadura militar de Primo de Rivera llevaba ya un año de existencia. Y enseguida a la intensa represión que se abatió contra el Partido y que provocó la cárcel de muchos de sus dirigentes, el exilio de muchos otros y su desestructuración interna, le siguieron las consecuencias derivadas de las pugnas que en Moscú y en la III Internacional siguieron a la muerte de Lenin, a partir de enero de 1924.
Ciertamente, el Partido Comunista Español no se libró de ellas, sobre todo a partir del momento en que, con el apoyo de los nuevos dirigentes de la Internacional, José Bullejos asumió la Secretaria General del PCE, en 1925, e inició una nueva etapa que, como escribió unos años más tarde Joaquim Maurín, estaba caracterizada por el acceso al poder del PCE de “funcionarios erigidos en dirigentes” que transportaron al partido “todos los vicios de la degeneración burocrática”. Era, efectivamente, el inicio de la burocratización del estado y del partido en la URSS, que enseguida se trasladó a los distintos partidos comunistas y que en el caso español sirvió para que se iniciase también una política de expulsiones masivas para solventar las diferencias políticas, una práctica que a partir de estos momentos se convirtió en la fórmula más utilizada para resolver diversidad de opiniones.
Cabe decir, por último, que no fue por casualidad que el grupo comunista catalán, que en su mayoría procedía del anarcosindicalismo, siempre mantuvo una actitud heterodoxa y que al iniciarse la Segunda República, ya en un momento en que en Rusia había consolidado el estalinismo, este sector terminó rompiendo con Moscú y fundando el Bloque Obrero y Campesino y más tarde el Partido Obrero de Unificación Marxista.
Sobre la Revolución Rusa: cosas que conviene no olvidar
29/11/2017
Pedro Chaves
Politólogo, investigador especializado en la UE
En el segundo centenario de la Revolución Francesa, Den Xiao-Ping, veterano dirigente de la República Popular China hasta 1997, comentó que no había transcurrido tiempo suficiente para tener una verdadera perspectiva histórica sobre el impacto de tan magno acontecimiento.
La Revolución Rusa de 1917 forma parte de esos magnos acontecimientos que igualan en trascendencia y significación a la Revolución Francesa de 1789. Subvirtió la realidad existente y creó una nueva dimensión histórica en nuestra sociedad. Desde noviembre de 1917, la victoria de los bolcheviques formó parte de lo cotidiano de nuestra existencia y el Siglo XX no puede entenderse sin su presencia. Su impacto fue, desde el comienzo, perceptible en todas las dimensiones posibles de la vida pública: la ideológica, la política, la geoestratégica, la militar, la simbólica, la económica, la artística y cultural, la de las políticas públicas.
Los historiadores siguen debatiendo hoy, cien años después, sobre las razones que hicieron posible el colapso del zarismo y la victoria de una pequeña vanguardia política con una escasa militancia y desigual implantación. Este interés histórico no ha disminuido, pero tampoco la confrontación sobre cómo interpretar y explicar lo sucedido.
Una buena parte de los debates siguen girando alrededor de la condición ineluctable de la revolución misma para unos, convertida esta condición en una suerte de destino inexcusable de la historia. La historiografía revisionista sobre la Revolución, sin embargo, enfatiza el hecho de que octubre no fue sino un “golpe de estado” y que a consecuencia de ello el terror sobrevenido sería una suerte de consecuencia inevitable de un fenómeno más militar y conspirativo que social y político.
En mi opinión, tiene mucha razón Moshe Lewin cuando señala varios errores metodológicos que han lastrado los estudios sobre la Unión Soviética (URSS) y que perduran: entre ellos pasar por alto el contexto histórico en que se desarrollan las acciones de los líderes que enfrentaron diferentes posiciones. Y un error adicional muy habitual es “sobre-estalinizar” la historia de Rusia, haciendo que el período de gobierno del dictador abrace los años anteriores y posteriores, de manera que desde 1917 hasta su desaparición, la historia de la URSS se interprete como un continuo de opresión, dictadura y gulags. Frente a esta concepción ideológica de la historia, conviene diferenciar procesos, destacar el impacto que las condiciones históricas jugaron a favor de una u otra propuesta política y señalar las diferencias entre las varias fases por las que transitó la Rusia post-revolucionaria.
Creo que puede defenderse a estas alturas que la Revolución Rusa fue un acontecimiento único y específico en el contexto de un país –la Rusia Zarista- que acumulaba contradicciones que generaron una tormenta perfecta en ese año de 1917. El dinamizador de ese acumulado de explosivos conflictos fue la Primera Guerra Mundial. En ese contexto, los actores reaccionaron de acuerdo a su ideología, implantación, relaciones sociales, historia y liderazgo. En ese juego enormemente convulso y agitado, la situación cambiaba casi cada día y ganó la organización que mejor supo interpretar las demandas de la masa de obreros, mujeres, campesinos y soldados que se movilizó durante 1917 y que, a partir de determinado momento, no estaban dispuestos a dejar pasar la ocasión de alcanzar sus objetivos.
Ni puede considerarse la Revolución Rusa como un momento singular del funcionamiento implacable de unas supuestas leyes de la historia, ni tampoco como el desenlace de una conspiración alentada desde las sombras y al margen de la dinámica política de la época.
Desde luego que el desenlace conocido de la Revolución Rusa no era el único posible. No hay ninguna teleología en la historia ni tampoco en los procesos históricos singulares como la Revolución Rusa. Sin embargo, el abanico de salidas no era infinito. La historia no es un supermercado al que acudimos para elegir, de acuerdo a criterios de maximización racional, en el estante de nuestra predilección, el precipitado histórico que nos parece más conveniente. Esa interacción creativa y abierta entre contradicciones, actores, liderazgos e instituciones, que es el conflicto social, selecciona las opciones posibles y el resultado final depende de la mayor o menor capacidad de los actores en concurso para imponer sus programas, en función de un contexto. En el caso de la Revolución Rusa el factor determinante que favoreció la movilización social y radicalizó las demandas populares fue la respuesta de las diferentes fuerzas políticas a la cuestión de la guerra y de la paz.
La centralidad de este factor es muy importante para intentar comprender los acontecimientos posteriores al momento mismo de la disolución del gobierno provisional. Observar la cadena de acontecimientos resulta, de paso, más importante a la hora de intentar extraer algunas enseñanzas útiles de este hecho histórico para otros procesos y acontecimientos que centrarse en lo que hizo posible la toma del poder por parte de los bolcheviques el 25 de octubre de 1917.
La toma del poder como tal fue, por cierto, un hecho bastante anodino, lejos de la épica romántica reflejada en la película de Einsenstein (rodada diez años después). En el acontecimiento participaron 1.600 guardias rojos, 706 marinos de Kronstadt, 47 unidades militares, 12 comités de fábrica, 5 comités de barrio y una veintena más de grupos diversos entre los cuales los anarquistas jugaron un papel relevante. Las crónicas de la época cuentan que mientras se consumaba la toma del poder, teatros, restaurantes y demás permanecían abiertos.
En términos políticos lo que ocurrió el 25 de octubre de 1917 fue una decisión que dirimía la dualidad de poderes y el empate estratégico entre el viejo régimen y los soviets, establecida en febrero. En términos técnicos, fue un golpe de estado en toda regla. Anticipado conscientemente para ofrecer al II Congreso de Soviets no una opción sino un hecho consumado.
Precisamente, entre los temas que suscitan el interés, más allá de los debates puramente históricos, y pensando en si hay algo que aprender en la ilusión de que siga siendo pensable cambiar la sociedad y que siga habiendo sociedades que merezcan ser cambiadas, está el tema de la democracia, el pluralismo y la violencia.
La violencia política fue un hecho incontestable desde el comienzo mismo de la victoria de la revolución de febrero y que tuvo continuidad en la de octubre. La guerra mundial suministró, adicionalmente, un nutrido arsenal de horrores que aplicar a los agudos conflictos sociales que Rusia vivía desde hacía décadas. Los más de dos millones de soldados que, en diferentes momentos, desertaron del frente, volvían a sus localidades o a las ciudades cargados de una cólera adicional a la que ya acumulaban por su condición de campesinos explotados. Su politización fue un factor decisivo para explicar el giro de los acontecimientos de febrero a octubre y para entender la centralidad de la guerra en el debate político y en la resolución del conflicto entre los dos poderes en disputa.
Pero después de octubre y con el comienzo de la guerra contra la contrarrevolución de diferentes signos, esos actos violentos, no necesariamente dirigidos desde el poder, gozaron del apoyo de una parte de los bolcheviques y, desde luego, de Lenin. Desde su punto de vista, esta violencia era la expresión de una firmeza imprescindible para disuadir a la burguesía y a los contrarrevolucionarios de actuar contra el nuevo poder.
Pero esa violencia “revolucionaria” en un contexto de confrontación política explosiva, de ausencia de tradiciones democráticas, se cobró una víctima inmediata: el pluralismo entre los propios vencedores. Recordemos que el II Congreso de Soviets de toda Rusia que había aprobado por mayoría –de los presentes- la toma del poder y la disolución del Gobierno Provisional, era el resultado de una coalición de fuerzas en la que, si bien los bolcheviques eran mayoría, no eran únicos. A diferencia de otros partidos cuyas alas, derecha e izquierda, se dividieron en el proceso, los bolcheviques mantuvieron una importante unidad de acción, pese a las diferencias. Probablemente, este sea otro hecho que contribuya a explicar su victoria. Sin embargo, el primer gobierno salido de los soviets, llamado Consejo de Comisarios del Pueblo, estaba compuesto exclusivamente por bolcheviques.
La disolución de la Asamblea Constituyente fue un paso atrás en una reivindicación que había sido parte del ADN de, precisamente, los bolcheviques. Tanto Trotsky como Lenin utilizaron el argumento de que la elección ya no representaba el estado de ánimo de la sociedad ni la correlación de fuerzas real y que, por tanto, no tenía sentido la existencia misma de un parlamento burgués, toda vez la clase obrera había conseguido el poder a través de los soviets.
Frente a ese argumento, Rosa Luxemburgo, la revolucionaria alemana, argumentaba que la única respuesta democrática razonable era haber convocado nuevas elecciones: “Lenin y Trotsky no querían, y no debían, confiar el destino de la revolución a una asamblea que reflejaba la Rusia kerenkista de ayer, del período de las vacilaciones y alianzas con la burguesía. Por lo tanto, lo único que quedaba por hacer era convocar una asamblea que surgiera de la Rusia renovada que tanto había avanzado”.
Rosa Luxemburgo criticó abiertamente lo que parecía una justificación ad hoc de Trotsky y una minusvaloración de los métodos y procedimientos democráticos, cuando éste sostiene que durante una revolución, cualquier clase de representación popular surgida de elecciones universales resulta inadecuada.
Rosa Luxemburgo enfatiza la interacción entre las instituciones representativas y el cuerpo social y defiende que la capacidad de las instituciones para dar vida y cabida a los conflictos sociales existentes determina su calidad democrática. Por último, concluye con una afirmación y tesis política que, vistos los acontecimientos posteriores, mostró ser toda una premonición: “Ciertamente, toda institución democrática tiene sus límites y sus deficiencias, algo que comparte con el resto de instituciones humanas, pero el remedio de Lenin y Trotsky, la eliminación de la democracia como tal, es peor que la enfermedad que se supone que debe curar, pues seca la única fuente viva de la cual puede surgir la corrección de todas las deficiencias innatas de las instituciones sociales. Esa fuente es la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las masas más amplias del pueblo”.
A esto se acompañaba que la única vía de participación –los soviets- eran negados para amplias capas de la población a partir de una Ley electoral restrictiva que solo consideraba ciudadanos con derechos políticos a aquellos que tenían un trabajo. Por último, Rosa Luxemburgo alude “…a la destrucción de las garantías democráticas más importantes para una vida pública sana y para la actividad política de las masas trabajadoras: la libertad de prensa, los derechos de asociación y reunión, que les han sido negados a todos los opositores al régimen soviético”.
La guerra civil iniciada en diciembre de 1917 y que terminó en 1921 fue devastadora en términos económicos, políticos y morales. Su brutalidad, sobrevenida a la no menos salvaje Primera Guerra Mundial, de la que Rusia apenas acababa de salir, tuvo un efecto que no puede menospreciarse sobre la capacidad de dirección política de los bolcheviques. Mediante la lucha militar, el aparato central se fortificó y consolidó. La confrontación militar barrió la oposición externa y mutiló la oposición interna entre la coalición de fuerzas revolucionarias, primero y dentro de los propios bolcheviques durante e inmediatamente, después. Se privilegiaron métodos expeditivos y de represión para solventar diferencias y se extendió un clima de sospecha y desconfianza entre los bolcheviques frente a los que no estaban abiertamente de su lado.
Por último, los soviets, la joya más preciada del empoderamiento popular nacidos en 1905 y desarrollados por toda Rusia en 1917, fueron subordinados y sometidos a las decisiones del Partido Comunista (autodenominado así desde marzo de 1918), convertidos en órganos administrativos de legitimación de decisiones tomadas en otro lugar. Después de Octubre, nunca llegaron a ser auténticos órganos de poder popular.
Sin embargo, estos elementos no conducían de manera indefectible al terror estalinista. De hecho, antes de la muerte de Lenin –acaecida en enero de 1924- y al final de la guerra civil, se puso en marcha la que se denominó Nueva Política Económica (NEP), un prudente retorno a un camino más lento de articulación social. Sin embargo, esta combinación de NEP, cooperativas, cultura, internacionalismo, fue dramáticamente cortado por el ascenso de Stalin a la secretaría general del partido, pese a las prevenciones de Lenin. La lógica de las purgas internas devastó la vieja guardia bolchevique salida de la revolución de octubre. Entre 20.000 y 40.000 cuadros del partido fueron ajusticiados, enviados a la cárcel o a Siberia. En ese período, un nuevo tipo de militante se había hecho con los mandos del partido, y en ausencia de cualquier oposición interna o mecanismo de expresión de la misma, el terror se convirtió en el modo preferido de control político por parte del nuevo régimen.
En 1929 se pone fin a la NEP y comienza un proceso acelerado de colectivización del campo, que fue un desastre humano y económico. Su pretensión era acabar con la economía privada campesina y con los que se habían enriquecido durante el período de vigencia de la NEP. Los ricos y menos ricos en el campo, los kulaks, fueron diezmados, trasladados por miles a zonas inhóspitas o muertos de hambre durante el período de colectivización. Nada de esto hubiera ocurrido sin la existencia de ese poder centralizador y coercitivo y esa cultura política de la persecución y de la destrucción del adversario.
El legado del arcaísmo del sistema político zarista y de la ausencia de canales de participación fue doble: de un lado el país careció de tradiciones y cultura democrática que hubieran podido servir de baluarte en un momento donde la historia se aceleró de manera vertiginosa. El otro aspecto es que la confrontación política se expresó virulentamente codificada en clave de “ellos” contra “nosotros”, un contexto poco propicio para el acuerdo y el compromiso.
La disolución de la Asamblea Constituyente y el comienzo de la Guerra civil asestaron golpes definitivos a cualquier posibilidad de un decurso más pluralista e inclusivo de la revolución. El primero de los elementos fue una decisión que compitió a los bolcheviques casi en exclusiva. Como muestra el texto de Rosa Luxemburgo, entre fuerzas revolucionarias de parecido signo y calidad existían otras visiones sobre el significado de la democracia y sobre el papel de los derechos democráticos en el proceso revolucionario.
La Guerra Civil produjo efectos devastadores en la sociedad rusa, y multiplicó la desconfianza de los bolcheviques frente a los adversarios internos.
Para cuando la guerra civil terminó, no quedaba ni rastro de la vitalidad participativa y democrática expresada por las masas populares en la revolución de febrero. De ser auténticos órganos de poder popular, los soviets habían pasado a convertirse en un espacio administrativo de legitimación de la política del partido. Sin contrapesos ni oposición interna, todo el debate y las diferencias se situaron entonces al interior del partido mismo.
Aquí la cultura política de debate, confrontación y camaradería propias de la vieja guardia bolchevique comenzaron a vivirse como un estorbo en un proceso de importantes y desconocidas decisiones. En ausencia de canales públicos de expresión, de una cultura de la diferencia y la pluralidad, de un espacio público abierto al debate y al conflicto, la vida interna del partido quedó atrapada en la lógica de la conspiración y la intriga.
En ese escenario, por decirlo brevemente, Stalin jugaba con ventaja. Su habilidad consistió en comprender la capacidad de ejecución que podría tener un partido monolítico y disciplinado alrededor de un liderazgo no discutido.
En 1934, Stalin estuvo a punto de perder la Secretaría General del Partido a manos del secretario del partido en Leningrado, Kírov. Meses después, éste último fue asesinado en extrañas circunstancias y Stalin aprovechó la conmoción para lanzar una cacería que terminó con los últimos supervivientes de la vieja guardia y amplió el espacio social de la represión.
Muchos acontecimientos permanecen sujetos a debate y no dependen ya del conocimiento de archivos y documentos. La Revolución Rusa es uno de ellos. Marcó un antes y un después en la historia, pero su condición de revolución de los de “abajo” ha perdido capacidad ejemplificadora, en la medida en que el país que ayudó a poner en pie ya no existe. Sin embargo, su legado simbólico aún persiste en el tiempo: la Revolución Rusa fue un llamativo ejemplo de empoderamiento popular y expresión de una inequívoca voluntad de cambio político y social. Los y las de abajo dijeron “¡basta!” en febrero y octubre de 1917. Lo que vino después forma parte de una historia diferente.
Trotsky y la revolución rusa
29/11/2017
Javier Pastor Verdú
Editor de 'Viento Sur' y profesor en el Departamento de Ciencias Políticas en la UNED
* Prólogo de ‘Historia de la Revolución rusa’ de León Trotsky
Al igual que Tucídides, Dante, Maquiavelo, Heine, Marx, Herzen y otros pensadores y poetas, Trotsky alcanzó su plena eminencia como escritor en el exilio durante los pocos años de Prinkipo. La posteridad lo recordará como el historiador, así como el dirigente, de la Revolución de Octubre (Isaac Deutscher, 1969:206).
Así pues, sea cual sea el desfase que se observa entre las realidades que genera la Revolución de Octubre, por un lado, y, por el otro, el ideal del proyecto socialista tal como lo imaginaban los bolcheviques, la obra de Trotsky constituye sin dudala única que, en la Historia, nos lleva a una rotunda inteligibilidad de los acontecimientos que transformaron el curso de la revolución (Marc Ferro, 2007, XII).
Así valoraban el escritor polaco y el historiador italiano la excepcional relevancia de la contribución que hiciera Trotsky con esta obra que aquí presentamos. En efecto, nos encontramos ante un extraordinario trabajo historiográfico que ha tenido un creciente reconocimiento no solo por parte de muchos de sus contemporáneos, incluidos rivales políticos como Miliukov y Sujanov, sino también por un elenco muy plural de historiadores. A lo largo de sus páginas hay un relato vivido en primera persona de un proceso revolucionario triunfante, pero también un ejemplo de “historia desde abajo y desde dentro”, apoyada en el empleo en “estado práctico” (como hiciera Marx en sus escritos sobre Francia) de conceptos que pasarían luego a ser de uso corriente. Una obra que ha sido referencia para posteriores estudios sobre las revoluciones, como es el caso de los realizados por Charles Tilly, o considerada superior a otros desde el punto de vista metodológico, como los emprendidos por Theda Skocpol (Burawoy, 1977).
Lecciones del “ensayo” de 1905
Con todo, no se puede entender esta aportación de tan alta calidad sin el ensayo que ya escribió el autor a propósito de la Revolución rusa de 1905 en su obra Balance y perspectivas, publicada un año después. En ella introducía un esbozo de lo que definirá como ley del desarrollo desigual y combinado, con el fin de poder comprender la especificidad del tipo de capitalismo que se estaba conformando bajo el Imperio ruso en el marco de la nueva fase imperialista. Una tesis que suponía en cierto modo un esfuerzo por enlazar con las últimas reflexiones que hiciera Marx, gracias a la influencia de sus lecturas del populismo ruso, superando así lo que este mismo escribiera en su prólogo a la primera edición del Libro I de El Capital, según el cual “el país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro”.
Así, en su análisis del contexto histórico en que se inserta la revolución de 1905 sostenía que “el capitalismo, al imponer a todos los países su modo de economía y de comercio, ha convertido al mundo entero en un único organismo económico y político” (Trotsky,1971: 211). Será luego, en el capítulo I de esta obra que nos ocupa, cuando desarrolla esa argumentación sobre el carácter desigual pero también combinado del capitalismo “aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de las distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”, ya que “el privilegio de los países históricamente rezagados –que lo es realmente– está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilarlas antes del plazo previsto, pasando por alto toda una serie de etapas intermedias”.
Es esa nueva configuración del capitalismo en su etapa imperialista la que le lleva a analizar Rusia dentro de la economía mundial entre Europa y Asia y, por ello mismo, a sostener que la revolución que habrá que promover en ese país no puede limitarse a derrocar al zarismo y a apoyar a una burguesía “progresista” para realizar algunas tareas democráticas sin duda fundamentales, como lo serán la conquista de la paz, la reforma agraria y la libre determinación de los pueblos. Dada la debilidad de esa burguesía, esos objetivos solo podrán alcanzarse si son asumidos por el nuevo proletariado industrial en ascenso –siempre que se ganara el apoyo del campesinado– y, por tanto, exigen también emprender medidas que conduzcan a cuestionar la propiedad privada de los principales sectores de la economía.
Para Trotsky, la misma dinámica competitiva en que se inserta el Estado zarista respecto al sistema de Estados que se está configurando en Europa obliga a aquel a “acelerar artificialmente con un esfuerzo supremo el desarrollo económico natural (…). El capitalismo aparece como un hijo del Estado” (1971: 152). Es esa contradicción entre “las exigencias del progreso económico y cultural y la política gubernamental” la que explicaría que “la única salida a esta contradicción que en la mencionada situación se ofrecía a la sociedad consistía en acumular el suficiente vapor revolucionario en la marmita del absolutismo para poder hacerla volar” (1971: 152-153).
Con todo, ya en esa obra alertaba también frente a toda interpretación mecanicista del marxismo: “Pero el día y la hora en que el poder ha de pasar a manos de la clase obrera no dependen directamente de la situación de las fuerzas productivas sino de las condiciones de la lucha de clases, de la situación internacional y, finalmente, de una serie de elementos subjetivos: tradición, iniciativa, disposición para el combate…” (1971: 171).
Justamente a partir de esa experiencia de 1905 –en la que el joven Trotsky ha presidido el Sóviet de Petrogrado[2]– observa la emergencia de una nueva forma de organización y representación de los trabajadores y campesinos, los sóviets o consejos, que le permite pensar en que puede llegar a extenderse en una futura situación revolucionaria hasta el punto de convertirse en un órgano de poder alternativo al Estado zarista. Así ocurriría en 1917.
El estallido de la Gran Guerra en 1914 y la implicación del Estado zarista en ella mostrarían bien a las claras los efectos de esas particularidades rusas: las de esa “combinación de la tecnología más avanzada del mundo industrial con la monarquía más arcaica de Europa. Finalmente, por supuesto, el imperialismo, que había armado al absolutismo ruso en un primer momento, lo acabó ahogando y destruyendo: la prueba de la Primera Guerra Mundial fue demasiado para él (…). En febrero de 1917, las masas tardaron una semana en derrumbarlo” (Anderson, 1979: 367-368).
Comenzaba así una revolución en un país que, como recuerda Alexander Rabinowitch (2016: 23), era ya entonces el tercero del mundo por su dimensión, con una población de 165 millones de habitantes que ocupaban una superficie tres veces más extensa que la de Estados Unidos de América o que la de China e India juntas. Los efectos políticos, económicos y sociales de su participación en la Gran Guerra no se harían esperar.
De febrero a octubre: un proceso convulso de doble poder
El marco teórico y estratégico en el que analiza todo el proceso vivido desde febrero a octubre de 1917 parte, por tanto, de su tesis sobre el desarrollo desigual y combinado –y la que será su corolario, la revolución permanente–, así como de la apuesta por un proyecto de poder alternativo basado en los sóviets o consejos de trabajadores y trabajadoras, campesinos y soldados, ya esbozada, como hemos visto, en 1906.
Apoyándose en las enseñanzas de 1905 y 1917, desarrolla un concepto de “revolución” que ha sido posteriormente recogido por diferentes historiadores. Así, en el prólogo de esta obra nos encontramos con varias consideraciones previas sobre la misma: “El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos (…). La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”. A continuación, sin embargo, precisa: “Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja”. Es entonces cuando se puede plantear abiertamente la lucha directa por el poder, tarea en la que se resume definitivamente toda revolución.
De esas consideraciones más generales pasa a la que plasma concretamente en el capítulo XI: “El régimen de la dualidad de poderes solo surge allí donde chocan de modo irreconocible las dos clases: solo puede darse, por tanto, en épocas revolucionarias y constituye, además, uno de sus rasgos fundamentales”. Una dualidad de poderes que Trotsky recuerda que se ha dado en procesos revolucionarios vividos en el pasado, como en las revoluciones inglesa y francesa, y que aplica al periodo abierto en febrero de 1917.
Así pues, toda situación revolucionaria implica la existencia de una dualidad de poderes, la cual “atestigua que la ruptura del equilibrio social ha roto ya la superestructura del Estado”. Esa es la que se da a partir de febrero cuando “la cuestión estaba planteada así: o la burguesía se apoderaba realmente del viejo aparato del Estado, poniéndolo al servicio de sus fines, en cuyo caso los sóviets tendrían que retirarse por el foro, o estos se convierten en la base del nuevo Estado, liquidando no solo el viejo aparato político, sino el régimen de predominio de las clases a cuyo servicio se hallaba este”.
Esta cuestión, la de la resolución en un sentido u otro del doble poder que se va desarrollando en todo el país, es la que preside los conflictos que se van manifestando hasta octubre. A través de los mismos vemos sucederse pasos adelante y pasos atrás de unos y otros contendientes en liza, con distintos momentos y puntos de bifurcación en los que la relación de fuerzas se puede inclinar a favor de uno u otro contendiente. Es justamente en esas coyunturas críticas cuando se pone a prueba el papel del factor subjetivo, de los distintos actores y, en este caso, del partido bolchevique y sus dirigentes, como bien explica el autor de esta obra. Comentaremos brevemente estos momentos.
No por casualidad, Trotsky destaca en el capítulo XVI como un punto de inflexión clave el cambio de orientación que se da en el bolchevismo a partir de la presentación por Lenin de las conocidas como “Tesis de abril” en una conferencia de delegados del partido. En ellas, recién llegado del exilio, insiste en que se ha producido un cambio de fase: “La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el Poder a la burguesía por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia y de organización, a su segunda etapa, que debe poner el Poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado”. Partiendo de ese salto en el proceso, rechaza cualquier tipo de apoyo al gobierno provisional, calificado como un “gobierno de capitalistas”. Sin embargo, reconociendo que el bolchevismo está todavía en minoría dentro de los nuevos órganos de contrapoder emergente, defiende la necesidad de una explicación paciente de los errores de ese gobierno “propugnando al mismo tiempo la necesidad de que todo el poder del Estado pase a los sóviets de diputados obreros”.
Esas Tesis, como se sabe, cogieron desprevenidos a la mayoría de los delegados en esa conferencia, pero finalmente se aprobaron, no sin notables resistencias. Fueron, en cambio, vistas por Trotsky, que llegaría a Petrogrado desde Nueva York el 5 de mayo, como la comprobación de que ya no existían divergencias sustanciales entre sus ya conocidas posiciones sobre el rumbo que debía seguir la revolución y las defendidas a partir de entonces por Lenin. Por eso, en agosto, él y el Grupo Interdistritos del que formaba parte pasarán a integrarse en su partido.
El mes de junio marcaría una nueva radicalización en el seno de los sóviets frente al gobierno de coalición, el cual, pese a sus promesas, mantiene su participación en la Gran Guerra. Es entonces cuando el Primer Congreso de Diputados Obreros y Soldados empieza a asumir la consigna “Todo el poder a los Sóviets”. En cambio, posteriormente, tras la derrota en las conocidas como “jornadas de julio”, llega el reflujo e incluso la represión contra los bolcheviques, promovida por el nuevo gobierno presidido por Kerenski. Más tarde, en agosto, la sublevación de Kornílov, como constata el autor, es derrotada por un frente unido contra el intento de golpe de estado reaccionario para pasar luego a dar un nuevo impulso hacia la izquierda en los sóviets. Una radicalización que en su relato hace recordar a Trotsky el comentario de uno de los compañeros de lucha citando unas palabras de Marx: “Hay momentos en que la revolución necesita ser estimulada por la contrarrevolución”.
Efectivamente, es justamente después del fracaso de Kornílov cuando se produce un salto adelante enorme en la reactivación de una diversidad de organizaciones de base armadas (que serían a partir de entonces denominadas “guardias rojas”), así como la extensión de los sóviets con alrededor de 23 millones de miembros, según cuenta Trotsky, con una creciente hegemonía de los bolcheviques en su seno. Aun así, estaba abiertoel problema de qué organismos podían convertirse en órganos de la insurrección, ya que además de los sóviets los comités de fábrica[3] e incluso los sindicatos también estaban jugando un papel destacado bajo la dirección de los bolcheviques.
Por eso, a partir de septiembre vemos cómo se desarrolla un intenso debate entre los dirigentes bolcheviques respecto a cuál ha de ser el momento de la insurrección armada y a la necesidad de contar con la legitimidad de los sóviets para esa tarea. Una polémica en la que Lenin representó la posición más impaciente mientras que Zinoviev y Kamenev lo fueron de la más contraria. La dinámica de los acontecimientos, en la que jugaría un papel importante la creación de un “comité de defensa revolucionario”, luego convertido en “comité militar revolucionario”[4], favoreció la presión de Lenin, si bien no habría sido tan fácil si no hubiera contado con decisiones provocadoras del gobierno de Kerenski, como la de querer mandar la guarnición de Petrogrado al frente de la guerra en la segunda semana de octubre[5]. Desde entonces, la legitimación que buscaban Trotsky y otros dirigentes para el derrocamiento “técnico”[6] del gobierno provisional mediante la toma del Palacio de Invierno se lograría finalmente con el apoyo del Sóviet de Petrogrado poco tiempo después de consumarse.
Al día siguiente, el Congreso de los Sóviets asumía la nueva situación y aprobaba una declaración que proponía como tarea del nuevo gobierno “el inicio inmediato de las negociaciones para una paz justa y democrática” y, con ella, la abolición de la diplomacia secreta[7]. Una decisión inédita en la historia que fue acompañada, como recuerda Trotsky, nombrado Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, por la declaración de que el nuevo gobierno obrero y campesino dirige sus propuestas simultáneamente “a los gobiernos y a los pueblos de todos los países beligerantes (…), en particular a los obreros conscientes de las tres naciones más avanzadas”, o sea, Inglaterra, Francia y Alemania.
Porque, como ya hemos recordado más arriba y como resume Rabinowitch, “el desenlace de la revolución de 1917 en Petrogrado tiene también mucho que ver con la guerra mundial. Si el gobierno provisional no hubiera consagrado toda su energía a la obtención de una victoria militar, habría estado seguramente en mejores condiciones para hacer frente a los múltiples problemas consustanciales al hundimiento del antiguo régimen, y sobre todo para satisfacer las exigencias populares en materia de reformas fundamentales y urgentes (…). En ese contexto una de las fuentes principales del vigor y la autoridad crecientes de los bolcheviques en 1917 residía en la fuerza de atracción de su plataforma partidaria, tal como se había encarnado en los eslóganes “paz, tierra y pan” y “Todo el poder a los sóviets” (Rabinowitch, 2016: 445).
Unos eslóganes que, junto con el establecimiento del control obrero de la producción, la reforma agraria y el reconocimiento del derecho de autodeterminación y a la separación de los pueblos, tal como lo había defendido Lenin, permitirían dotar de mayor legitimidad al nuevo gobierno. Precisamente, la cuestión nacional es objeto de un capítulo, el XXXIX, de este libro. En él podemos encontrar un análisis de las características que adoptaba la opresión nacional bajo el Imperio zarista: Trotsky comparte con Lenin la tesis de que “el gran número de naciones lesionadas en sus derechos y la gravedad de su situación jurídica daban una fuerza explosiva enorme al problema nacional en la Rusia zarista”. Un pronóstico que se confirmaría cuando pudieron comprobar cómo “la lucha nacional por sí misma quebrantaba violentamente al régimen de febrero, creando para la revolución en el centro una periferia política suficientemente favorable”.
¿Revolución o golpe de estado?
Mucho se ha escrito en torno a si la toma del Palacio de Invierno en octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de estado. Existen datos incontestables, sin embargo, procedentes incluso de adversarios irreconciliables con los bolcheviques, de que fue lo primero y de que estos contaban con el apoyo de la mayoría de los sóviets cuando decidieron el asalto decisivo.
Ernest Mandel recuerda, por ejemplo, lo que escribió Sujanov, miembro de la corriente socialista revolucionaria: “Las masas vivían y respiraban de común acuerdo con los bolcheviques. Estaban en manos del partido de Lenin y Trotsky (…). Resulta totalmente absurdo hablar de una conspiración militar en lugar de una insurrección nacional, cuando el partido era seguido por la gran mayoría del pueblo y cuando, de facto, ya había conquistado el poder real y la autoridad”. O también el reconocimiento del historiador alemán Oskar Anweiler, crítico del bolchevismo: “Los bolcheviques eran mayoritarios en los consejos de diputados de casi todos los grandes centros industriales, así como en la mayor parte de los consejos de diputados de soldados de los cuarteles” (Mandel, E., 2005: 124-125).
Uno de los historiadores más documentados sobre este acontecimiento, Rabinowitch, no tiene dudas tampoco al respecto: frente a quienes consideran que aquello fue un accidente histórico o el resultado de un golpe de estado ejecutado con mano maestra y sin apoyo significativo de la población, sostiene: “Estudiando las aspiraciones de los obreros de fábrica, de los soldados y de los marineros tal como se reflejan en los documentos de la época, constato que sintonizaban ampliamente con el programa de reforma política, económica y social promovido por los bolcheviques. Justo en el momento mismo en que todos los principales partidos políticos estaban profundamente desacreditados debido a su incapacidad para promover con suficiente vigor cambios significativos y para hacer cesar inmediatamente la participación rusa en la guerra. Eso es lo que explica que en octubre los objetivos de los bolcheviques, al menos tal como las masas los entendían, gozaran de un amplio apoyo popular” (Rabinowitch, 2016: 26).
Otra cuestión que importa resaltar de todo el proceso que transcurrió desde febrero a octubre de 1917 es la que tiene que ver con la propia evolución del partido bolchevique. Lejos de la imagen de un partido monolítico y disciplinado bajo la batuta de Lenin y un hipotético plan preconcebido, lo que se puede comprobar a través de las páginas que siguen, y también de las narraciones de una gran diversidad de historiadores, es la dinámica de un partido en el que los debates, las divergencias y las tensiones internas llegan incluso hasta la víspera misma de la toma del poder, e incluso se prolongarían luego respecto al tipo de gobierno que habría que formar y a las negociaciones que se empezarían a abrir para poner fin a la participación rusa en la guerra.
Baste recordar las tensiones que se vivieron en la conferencia de abril en torno a las Tesis presentadas por Lenin, las diferencias respecto al papel de la consigna “Todo el poder a los sóviets” en sucesivos momentos del proceso o, sobre todo, las relacionadas con el cuándo, el cómo y con qué legitimidad se debía producir la insurrección de octubre. Fue esto último, ante su temor de que pasara el momento en que fuera posible, lo que llevó incluso a Lenin a presentar su dimisión en el Comité Central, decisión que obviamente no fue aceptada.
Esto demuestra también que el partido bolchevique no era una secta de fanáticos ni tampoco estaba dotado de una “ciencia” que le permitía prever la dinámica de los acontecimientos. Confirma, ciertamente, que era un partido cada vez más relacionado con el movimiento real y, por tanto, se hallaba bajo la influencia de los diferentes estados de ánimo que se producían entre los trabajadores y trabajadoras, los campesinos y los soldados rusos. Las divergencias tácticas más o menos profundas que se manifestaban en su interior tenían que ver, por tanto, con esos cambios en la conciencia y su interpretación a través de las experiencias vividas, especialmente cuando surgían esos puntos de bifurcación que hemos mencionado en abril, julio, agosto u octubre.
Llegaría luego la etapa más difícil, la de la construcción de un nuevo Estado y, con ella, surgirían los sucesivos problemas que debería afrontar el nuevo gobierno de “comisarios del pueblo”: empezando por la integración o no en él de otras fuerzas de izquierda –y, a su vez, entrando en una tendencia sustitucionista de los sóviets por “el partido”[8]– y siguiendo con la convocatoria y posterior disolución de la Asamblea Constituyente (decisión, como se sabe, muy controvertida y criticada también por alguien que se declaró firmemente solidaria con los bolcheviques como Rosa Luxemburg), la negociación de los que acabarían siendo Acuerdos de Brest-Litovsk (con posiciones diferentes en la cúpula bolchevique), y el inicio de una guerra civil –con intervención imperialista– que dejaría enormemente debilitada a la clase trabajadora rusa y llevaría a errores graves de los bolcheviques como la continuación de la política de requisición de trigo que provocó la crisis social de 1921, sin olvidar la que se produjo en Kronstadt (Mandel, E., 2005: 170 y 216).
Ya Trotsky, con su teoría de la revolución permanente, y Lenin, con su tesis sobre “el eslabón más débil de la cadena imperialista”, habían alertado frente al contraste que se podía producir entre, por un lado, las mayores posibilidades de la revolución en Rusia y, por otro, las enormes dificultades que un país atrasado tendría para dar pasos adelante en la construcción del socialismo si esa revolución no se extendía a otros países capitalistas avanzados. De ahí su esfuerzo por construir una nueva Internacional y su apoyo a los procesos revolucionarios que en los años posteriores agitarían a distintos países europeos y, en particular, a Alemania.
En más de una ocasión, Trotsky reconocería que el futuro del nuevo Estado se planteaba en términos de una disyuntiva histórica: así lo hace en la Conclusión de esta obra cuando sostiene que “o la Revolución rusa desata el torbellino de la lucha en Occidente o los capitalistas aplastan nuestra revolución”. Tampoco descartó, ya en 1919, que las nuevas revoluciones vinieran del Este, como luego se reflejaría en sus esperanzas en el proceso vivido en China hasta la derrota sufrida por las fuerzas del Partido Comunista en 1927.
Sin embargo, la derrota de la Revolución alemana, ya definitiva a partir de 1923, venía a confirmar las notables diferencias entre Rusia y Occidente que ya empezaron a reconocer tanto Lenin como Trotsky a partir del Segundo Congreso de la Internacional Comunista y que luego destacaría Antonio Gramsci con mayor rigor[9]. La entrada en un nuevo periodo de reflujo acabaría así favoreciendo a quienes dentro de Rusia se estaban convirtiendo en representantes del nuevo grupo social dominante en el seno del Estado, cuyo ascenso no era ajeno a medidas adoptadas por el propio Lenin, con el apoyo de Trotsky, como la prohibición de los partidos soviéticos o el grado de autonomía de que gozaría la nueva policía secreta, la Cheka, como recuerda Mandel (2005).
Aun así, Trotsky tardaría en abandonar su, a veces excesivo, “optimismo de la voluntad” respecto a la capacidad de la clase obrera rusa para hacer frente a la burocratización del nuevo Estado, así como sus expectativas en la clase trabajadora europea durante el periodo de entreguerras para superar sus derrotas. Con todo, pese al contexto internacional que pronto se mostraría adverso, fueron enormes las conquistas que se lograron en los primeros años de la revolución, no solo en el plano político y social (con la primera “Declaración de derechos del pueblo trabajador y explotado” de la historia), sino también en los que entonces eran frentes de lucha hasta ese momento “olvidados”, como los nuevos derechos alcanzados por las mujeres (Cirillo, 2002: 19-24; Bengoechea y Santos, 2016) o la emergencia de nuevas vanguardias culturales y artísticas (García Pintado, 2011). Poco después, sin embargo, llegaría la involución de todo este proceso, no sin provocar conflictos internos in crescendo dentro del partido bolchevique (autodenominado a partir de 1918 “comunista”). Confrontaciones cada vez más violentas que también se reflejarían en el seno de la Internacional Comunista recién formada. Finalmente, el triunfo y la consolidación del estalinismo en los años treinta vendrían a confirmar la consumación de una contrarrevolución política, denunciada también con rigor y firmeza por Trotsky en La revolución traicionada, escrita en 1936.
Cien años después de aquellos “diez días que estremecieron al mundo”, en feliz resumen de aquellas jornadas de octubre por John Reed, y pese al hundimiento de un sistema que no tenía nada de “soviético” en su sentido original, el impacto de aquella Revolución sigue siendo comparable al que tuvo la Revolución francesa, también “traicionada”. Por eso no nos cansaremos de recordar lo que escribiera Immanuel Kant a propósito de ese Acontecimiento: es “demasiado grande, está demasiado ligado a los intereses de la humanidad y tiene una influencia demasiado extendida sobre el mundo y todas sus partes, como para que no sea recordada a los pueblos en cualquier ocasión propicia y evocada para la repetición de nuevas tentativas de esta índole”. Por eso, ni nostalgia ni reivindicación acrítica sino voluntad de, como nos propone Catherine Samary (2016), “retomar el hilo de los debates más ricos del pasado” para “repensar la revolución” y el proyecto socialista y/o “común-ista”, siempre con preguntas y respuestas tentativas y abiertas en torno a lo que continúa siendo esa vieja y cada vez más necesaria aspiración a “transformar el mundo, cambiar la vida”.
Notas:
[1]Deutscher recuerda: “Cuando su Historia fue publicada, y durante muchos años después, la mayor parte de los jefes de los partidos antibolcheviques –Miliukov, Kerenski, Tsereteli, Chernov, Dan, Abramóvich y otros– vivían y estaban activos como emigrados. Sin embargo, ninguno de ellos ha revelado una falla significativa en la presentación de los hechos por Trotsky; y ninguno, con parcial excepción de Miliukov, ha intentado seriamente escribir otra obra para contradecir a la de aquel” (1969: 221).
[2] En septiembre de 1917 volvería a presidir el sóviet que se había constituido en la misma ciudad de Petrogrado a partir de febrero.
[3] Sobre la dinámica de la revolución en las empresas a partir de febrero, las sucesivas experiencias de control obrero por los comités de fábrica y los debates que generan hasta llegar a octubre, así como sobre la transición a las expropiaciones como medidas necesariamente defensivas frente al boicot empresarial: Mandel, D. (1993).
[4] Es importante recordar que, frente a lo defendido por la mayoría de historiadores occidentales, según los cuales ese organismo estaba estrechamente controlado por los bolcheviques, estos no eran los únicos activos en su seno y eran hegemónicos pero mantenían posiciones diferentes entre sí (Rabinowitch, 2016: 355).
[5] A partir de entonces se decidió poner en práctica un plan que incluía alzar un farol rojo en el mástil de la fortaleza de Pedro y Pablo como señal para que el crucero Aurora hiciera un disparo sin bala para intimidar, pero no se consiguió encontrar uno…; finalmente, la toma del Palacio se hizo sin apenas violencia.
[6] Así lo define Ernest Mandel, quien recuerda la conclusión de otro gran historiador de la Revolución rusa, E. H. Carr: “El éxito, casi sin esfuerzo, del golpe de Petrogrado del 25 de octubre de 1917 parece demostrar que detrás de él se encontraba la gran mayoría de la población. Los bolcheviques tenían razón cuando se enorgullecían de que la revolución propiamente dicha había costado muy pocas vidas humanas y de que la mayor parte de ellas se había perdido en el curso de tentativas de sus adversarios para arrancarles la victoria luego de que esta había sido conquistada” (Mandel, E., 2005: 212).
[7] Esto implicaba la publicación de todos los tratados y documentos que habían suscrito los anteriores gobiernos, no sin tener que superar las resistencias del conde Tatistxev, antiguo alto funcionario del ministerio, a darles las llaves de las cajas fuertes en donde estaban fielmente guardados. Entre ellos estaba el conocido como Acuerdo Sykes-Picot, firmado en 1916 por los ministros británico y francés, según el cual establecían un reparto de los territorios dependientes de un Imperio otomano que acabaría siendo derrotado en la Gran Guerra. Se verificaban así los fines expansionistas de la Gran Guerra, por los cuales a Rusia le habrían correspondido Galitzia, Constantinopla y los Balcanes.
[8] Uno de los análisis más detallados de la evolución de esa relación sóviets-partido bolchevique sigue siendo, en mi opinión, el de Farber (1990), si bien tienen interés las observaciones que hace Mandel respecto a su debate con John Rees (Mandel, 2005: 195-198); también, desde una mirada más crítica del bolchevismo, pero con un recorrido previo por los precedentes del “consejismo”: Anweiler (1975).
[9] Como constata Perry Anderson, “la intuición más profunda de Gramsci era correcta: después de la Revolución de Octubre, el moderno Estado capitalista de Europa occidental era todavía un objeto político nuevo para la teoría marxista y para la práctica revolucionaria” (Anderson, 1979: 368).
Referencias:
Anderson, P. (1979): El Estado absolutista, Madrid, Siglo XXI.
Anweiler, O. (1975): Los Sóviets en Rusia 1905-1921, Madrid, Biblioteca Promoción del Pueblo.
Bengoechea, S. y Santos, M. J. (2017): “Las mujeres en la Revolución rusa”, Viento Sur, 150, 18-25.
Burawoy, M. (1997): “Dos métodos en pos de la ciencia: Skocpol versus Trotski”, Zona Abierta, 80/81, 33-91.
Cirillo, L. (2002): Mejor huérfanas, Barcelona, Anthropos.
Deutscher, I. (1969): El profeta desterrado,México, Era.
Farber, S. (1990): Before stalinism. The rise and fall of sóviet democracy, Cambridge,Polity Press.
Ferro, M. (2007): “Prefacio”, en L. Trotsky, Historia de la Revolución rusa, Madrid, Veintisiete letras, I-XII.
García Pintado, A. (2011): El cadáver del padre. Artes de vanguardia y revolución, Barcelona, Los libros de la frontera.
Mandel, D. (1993): “Comités d’usine et contrôle ouvrier à Petrograd en 1917”, Cahiers d’étude et de recherche, nº 21, IIR.
Mandel, E. (2005): “Octubre de 1917: ¿Golpe de estado o revolución social?”, en Escritos de Ernest Mandel, Madrid, Los libros de la catarata-Viento Sur, 123-222.
Rabinowitch, A. (2016): Les bolcheviks prennent le pouvoir, París, La fabrique.
Samary, C. (2017): “Comunismo en movimiento”, Viento Sur, 150, 151-162.
Trotsky, L. (1971): 1905. Resultados y perspectivas, Tomo 2, París, Ruedo Ibérico.
Kronstadt
28/11/2017
Rolando Astarita
Profesor en la Universidad de Quilmes y de Buenos Aires. Fue militante del PST y la LCR.
1. El programa de Kronstadt
En los estudios y debates acerca de las causas que llevaron a la burocratización de la Revolución de Octubre, la cuestión de Kronstadt ocupa un rol prominente. Recordemos que en marzo de 1921 los marineros de la fortaleza naval del golfo de Finlandia se levantaron contra el gobierno bolchevique, y establecieron una comuna revolucionaria durante 16 días. El levantamiento fue aplastado, y los sublevados fueron duramente castigados.
Tradicionalmente, tanto los stalinistas como los trotskistas defendieron esa represión de Kronstadt afirmando que se trató de un movimiento contrarrevolucionario. Y el argumento central para demostrar ese supuesto carácter contrarrevolucionario fue que los sublevados habrían levantado la demanda de “soviets sin partido” (o incluso de “soviets sin comunistas”). En este respecto es significativo que todavía hoy el dirigente trotskista Roberto Sáenz, en una nota publicada en la página web del Nuevo MAS, escriba: “Hay que tener en cuenta que su programa [de los marineros de Kronstadt] exigía la conformación de soviets sin partido”.
Sin embargo, Paul Avrich, en su Kronstadt 1921, dice lo contrario de lo que afirma Sáenz. Con abundantes datos, Avrich demuestra que los marineros de Kronstadt no exigieron soviets sin partidos, sino soviets libres, esto es, con direcciones elegidas libremente. Una demanda que era visualizada como la concreción del programa de Octubre de “todo el poder a los soviets”. A efectos de que los lectores tengan elementos para el análisis, transcribo pasajes del escrito de Avrich (Colección Utopía Libertaria, Anarres, Buenos Aires, sin fecha).
“Como movimiento político, entonces, la revuelta de Kronstadt fue un intento que realizaron los revolucionarios desilusionados para deshacerse del “dominio obsesionante” de la dictadura comunista, tal como lo describió el diario rebelde Izvestiia, y restablecer el poder efectivo de los soviets” (p. 162). (…)
“Como los marineros se oponían al dominio exclusivo de cualquier partido en particular, trataban de quebrar el monopolio comunista en el poder garantizando la libertad de expresión, prensa y reunión para los obreros y los campesinos, y solicitando que se realizaran nuevas elecciones para integrar los soviets. Los marineros… fueron los más firmes sostenedores del sistema soviético; su grito de guerra era el lema bolchevique de 1917: “Todo el poder a los soviets”. Pero en contraste con los bolcheviques, pedían soviets libres y no encadenados, que representaran a todas las organizaciones del ala izquierda –socialistas revolucionarios, mencheviques, anarquistas, maximalistas- y reflejaran las verdaderas aspiraciones del pueblo” (p. 163). (…)
“Pero si bien los rebeldes pedían soviets libres, no eran demócratas en el sentido de que defendieran la igualdad de derechos y libertades para todos. Como los bolcheviques, a los que ellos condenaban, sostenían una rigurosa acritud de clase respecto de la sociedad rusa. Cuando hablaban de libertad, era libertad para los obreros y campesinos, no para los terratenientes o las clases medias. (…) No había ningún lugar en su programa para un Parlamento liberal según los lineamientos del oeste de Europa…” (pp. 163-4). Avrich explica que los marineros de Kronstadt rechazaban la restauración de la Asamblea Constituyente (demanda de los socialistas revolucionarios), y afirmaban que los soviets eran “el baluarte de los trabajadores”. Tampoco pedían la completa eliminación del Estado, que era uno de los puntos fundamentales de la plataforma anarquista. Más adelante, escribe Avrich:
“Pese a toda su animosidad hacia la jerarquía bolchevique, los marineros nunca requirieron la disolución del partido [Comunista] o que se lo excluyera de desempeñar un rol en el gobierno o la sociedad. “Soviets sin comunistas” no era, como sostuvieron a menudo tanto autores soviéticos como no soviéticos, un lema de Kronstadt. Tal lema existió en verdad: lo propalaron bandas campesinas en Siberia durante la Guerra Civil, y los guerrilleros de Macno en el sur también se habían declarado en favor de los soviets pero contra los comunistas. No obstante, los marineros nunca hicieron suya estas consignas. Afirmar que lo hicieron es una leyenda que parece haberse originado en el líder kadete exiliado Miliukov, que en París sintetizó los propósitos de los insurgentes en los slogans “Soviets en lugar de bolcheviques” y “Abajo los bolcheviques, larga vida a los soviets” (pp. 179-80). (…) “Sin embargo, esta era una descripción bastante inexacta del programa de Kronstadt, que rechazaba explícitamente la Asamblea Constituyente y concedía en verdad un lugar a los bolcheviques en los soviets, junto con las demás organizaciones políticas de izquierda” (p. 180).
Saénz da a entender que el libro de Avrich es uno de los principales trabajos –si no el principal- sobre el levantamiento de Kronstadt. Sin embargo, no dice palabra sobre estos datos y argumentos. Simplemente repite lo establecido desde siempre por stalinistas y trotskistas, a saber, que el programa de Kronstadt pedía soviets sin partido. Lamentablemente, este tipo de “argumentos” sucede siempre que se antepone la “verdad de partido” a la verdad científica (para una reflexión general sobre el asunto, véase aquí).
Agrego que desde el punto de vista económico el programa de Kronstadt pedía, entre otras cosas, acabar con las requisas de granos a los campesinos, y el restablecimiento de relaciones de mercado entre la ciudad y el campo. Esas medidas fueron de hecho adoptadas por el Congreso del Partido, que sesionaba al momento que estalló la sublevación. Es lo que se conoció como la Nueva Política Económica, que reemplazó al programa del Comunismo de Guerra.
2. Kronstadt tuvo antecedentes
Antes he señalado señalé que Paul Avrich (en Kronstadt 1921) presenta significativa evidencia de que los marineros de Kronstadt pedían elecciones libres en los soviets. Pero no se trató solo de Kronstadt, ya que la sublevación tuvo como antecedente inmediato las movilizaciones obreras ocurridas en Moscú y Petrogrado entre enero y febrero de 1921.
Movilizaciones obreras en Moscú y Petrogrado
Según Avrich, el primer disturbio serio se produjo en Moscú, a mediados de febrero. El detonante fue el anuncio del gobierno de que se reducía en un tercio la ración de pan acordada para las ciudades. Era una medida obligada porque grandes nevadas y la escasez de petróleo habían detenido los trenes que aprovisionaban a las ciudades. Pero los padecimientos eran inmensos, y estalló la protesta. El movimiento comenzó con reuniones espontáneas en las fábricas, en las que se exigió el fin del Comunismo de Guerra y un sistema “de trabajo libre”. Le siguieron manifestaciones que pedían el “libre comercio”, mayores raciones y acabar con las requisas de cereal. Algunos manifestantes también reclamaron la restauración de los derechos políticos, y hasta hubo pancartas pidiendo la Asamblea Constituyente. Las autoridades restablecieron el orden apelando a tropas regulares y a los cadetes de la escuela militar.
Pero la oleada se extendió a Petrogrado. La ciudad estaba al borde del hambre, había carencia de ropa de abrigo y calzado, y de combustible para calentar los hogares. La situación era tan grave que a comienzos de febrero de 1921 más del 60% de las fábricas tuvieron que cerrar por falta de petróleo. La protesta comenzó con reuniones en las fábricas y talleres. Los oradores exigían que se terminaran las requisas de granos, que se suspendieran las inspecciones campesinas, se abolieran las raciones privilegiadas (que iban a funcionarios) y se permitiera el trueque de posesiones personales por alimentos. El 24 de febrero los obreros de la fábrica Trubochny abandonaron el trabajo y convocaron a una manifestación que rápidamente reunió unas 2000 personas, provenientes de fábricas cercanas y estudiantes del Instituto de Minería. Al día siguiente el movimiento ganó fuerza. Las autoridades entonces respondieron con el toque de queda a partir de las once de la noche y la prohibición de las manifestaciones callejeras. Los bolcheviques pedían a los obreros “que no hicieran el juego a la contrarrevolución” (Avrich, p. 45). Sin embargo, el movimiento siguió difundiéndose “y una fábrica tras otra se vieron obligadas a suspender su funcionamiento” (p. 47). A esa altura “las quejas políticas habían comenzado a ocupar un lugar prominente en el movimiento huelguístico. Entre otras cosas, los trabajadores deseaban que los destacamentos especiales bolcheviques armados, que cumplían una función puramente policial, fueran retirados de las fábricas, así como pedían también que se licenciaran los ejércitos de trabajo… En un nivel más fundamental, se volvieron más insistentes y generales los requerimientos de restauración de derechos políticos y civiles…” (pp. 47-8).
Influencia menchevique
El 27 de febrero aparecieron panfletos sin firma, pero de inconfundible sello menchevique. Exigían “la liberación de todos los trabajadores socialistas y no partidarios arrestados; la abolición de la ley marcial; la libertad de expresión, prensa y reunión para todos los trabajadores; elecciones libres de comités de fábrica, sindicatos y soviets” (citado por Avrich, p. 48; énfasis agregado). Con esto se demandaba el cumplimiento de la constitución vigente, según la cual todos los partidos socialistas que reconocían la autoridad del soviet debían tener su lugar en el sistema. Escribe Avrich: “En consonancia con su rol de oposición legal, que habían desempeñado desde 1917, los mencheviques evitaron toda exhortación a derrocar al gobierno por la fuerza de las armas. Más bien… pedían a los trabajadores de Petrogrado que celebraran asambleas, aprobaran resoluciones y peticionaran a las autoridades…” (p. 49). Era un programa distinto al de los socialistas revolucionarios, quienes apostaban a un levantamiento masivo que desalojara a los bolcheviques del poder, y restableciera la Asamblea Constituyente. Tengamos presente que el octavo Congreso de Soviets de toda Rusia, en diciembre de 1920, solo admitió algunos delegados mencheviques y socialistas revolucionarios, y de algunos grupos menores, pero sin derecho a voto (Carr, p. 193). Sería la última participación de delegados de partidos de izquierda, por fuera del partido Comunista.
Avrich también afirma que en 1921 los mencheviques habían recuperado buena parte del apoyo de la clase obrera que perdieran en 1917. “Los agitadores mencheviques eran oídos con simpatía en las asambleas de obreros y los panfletos y manifiestos que producían pasaban por muchas manos, que los recibían con avidez” (p. 50). Todo indica que el movimiento espontáneo de los trabajadores de Petrogrado encontraba expresión en esas demandas.
La recuperación del partido menchevique entre la clase obrera también es señalada por Marcel Liebman, un autor que simpatiza con las posturas leninistas. Explica que a partir de 1919 los mencheviques reaparecieron en los soviets, desplegando una oposición en tres direcciones: la defensa de “la legalidad soviética”; la reivindicación de la liberalización económica; y el restablecimiento de la independencia sindical y los derechos de la clase obrera. Liebman anota que ya en el Congreso de los soviets en diciembre de 1919 la intervención de Martov “tuvo eco entre ciertos comunistas” (p. 64). En 1920 los mencheviques obtuvieron 46 mandatos al soviet de Moscú, 205 al de Kharkov, 120 en Iekaterinoslav, 50 en Toula. Sus publicaciones y oradores denunciaban que la fórmula “todo el poder a los soviets” significaba en la práctica “todo el poder a los bolcheviques”, y manifestaban su deseo de que los soviets “tuvieran realmente todo el poder, en lugar de sostener a la burocracia bolchevique” (p. 65). Y en el mismo sentido que Avrich, Leibman señala el “rol importante” que desempeñaron los mencheviques “en la agitación y ola de huelgas que se produjeron en febrero de 1921 en Petrogrado” (p. 66). Es de notar, sin embargo, que los mencheviques defendían una línea de oposición dentro de la legalidad soviética. Es posible que esta orientación también les haya ganado apoyo en sectores de la clase obrera. Incluso cuando se produjo la sublevación de Kronstadt, los mencheviques se negaron a aprobarla (Liebman, p. 72).
Fin del movimiento y sus repercusiones
En cuanto al movimiento huelguístico de Petrogrado, el gobierno terminó apelando a la represión para sofocarlo. Avrich señala que las unidades militares que se consideraban poco seguras fueron desarmadas y confinadas a sus cuarteles. Las autoridades movilizaron a los cadetes de la escuela de oficiales comunistas, que comenzaron a patrullar las calles. En los barrios se detenía a los peatones y se examinaban sus documentos. Se cerraron teatros y restaurantes. Muchos huelguistas fueron despedidos de sus fábricas. Además, la Cheka realizó gran cantidad de arrestos. “Se encarcelaba a los oradores que criticaban al régimen en las asambleas de fábrica y en las manifestaciones callejeras”. Unos 500 obreros y funcionarios sindicales habrían terminado en la cárcel. También “cayeron en las redadas millares de estudiantes, intelectuales y otras personas que no eran obreros, muchos de los cuales pertenecían a partidos y grupos de oposición” (Avrich, p, 52). La organización menchevique de Petrogrado fue particularmente afectada. “… se ha estimado que durante los primeros tres meses de 1921 fueron arrestados unos 5000 mencheviques, incluido el Comité Central del partido” (ibid.).
Paralelamente los agitadores bolcheviques atribuían las huelgas a conspiraciones contrarrevolucionarias de los Guardias Blancos y sus aliados mencheviques y socialistas revolucionarios. Y el gobierno dio algunas concesiones: se distribuyeron raciones extra a los soldados y obreros fabriles, se trajeron abastecimientos adicionales; también se permitió salir de la ciudad para abastecerse de comida; y se informó que se estaban elaborando planes para terminar con las requisas compulsivas de grano. Estas concesiones aliviaron la tensión y en los primeros días de marzo los obreros volvieron a las fábricas. El hambre y el frío, además de la carencia de un programa coherente, la represión y el temor de que los contrarrevolucionarios blancos aprovecharan la situación, debilitaron las protestas.
Pero los movimientos de Moscú y Petrogrado fueron importantes y constituyeron el preámbulo de Kronstadt. Liebman escribe: “Las grandes huelgas que se habían desarrollado en Petrogrado a fines del mes de febrero –y un poco antes en el mismo Moscú- mostraban que los obreros de la industria no estaban al abrigo de la agitación” (p. 71). Dice Avrich: “…las huelgas de Petrogrado estaban destinadas a una breve existencia. En verdad, terminaron casi tan repentinamente como habían comenzado, sin haber alcanzado nunca el punto de la revuelta armada contra el régimen. Sin embargo, sus consecuencias fueron inmensas. Al excitar a los marineros de la cercana Kronstadt, muy atentos a los desarrollos insurreccionales de la vieja capital, dieron marco a lo que fue, en muchos aspectos, la más seria rebelión en la historia soviética” (p. 55). También Carr: “El final de la guerra civil reveló el alcance total de las pérdidas y de la destrucción que tenía por consecuencia, y soltó los frenos que la lealtad ordinariamente impone en la guerra; el descontento con el régimen se extendió por vez primera fuera de los círculos políticos y se expresó en alta voz, alcanzando hasta a los campesinos y a los obreros de las fábricas. La sublevación de Kronstadt… fue expresión y símbolo de esta situación” (p. 193).
Por último, señalemos que, a pesar de su importancia, los stalinistas y trotskistas que escriben sobre Kronstadt acostumbran pasar por alto las huelgas y manifestaciones obreras de Moscú y Petrogrado de enero y febrero de 1921. Como botón de muestra, remito de nuevo al escrito de Roberto Sáenz. Sin embargo, el ocultamiento del hecho histórico no puede borrar el problema que plantea una demanda como “elección libre en los soviets”. Expresado en forma de pregunta, ¿la democracia soviética es válida solo si está garantizado el triunfo de “el” Partido Revolucionario?
3. El debate sobre Kronstadt es actual
Habitualmente los dirigentes y candidatos de los partidos de izquierda, anticapitalistas, reivindican el programa de la democracia soviética (o de los consejos). Sostienen que “la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, y que el poder deberá estar en manos de consejos de trabajadores, y otros organismos, en los que reine la más completa democracia. En este marco también defienden la idea de Lenin de la elección y revocabilidad de todos los funcionarios del Estado. Recordemos que en El Estado y la revolución, publicado en vísperas de la toma del poder, el líder bolchevique sostuvo que “la completa elegibilidad y movilidad en cualquier momento de todos los funcionarios, la reducción de su sueldo hasta los límites del ‘salario corriente de un obrero’, estas medidas democráticas, sencillas y comprensibles por sí mismas, al mismo tiempo que unifican en absoluto los intereses de los obreros y campesinos, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo” (p. 46).
En vista de lo anterior, la izquierda anticapitalista presenta la experiencia rusa en 1917 como la mejor demostración de aplicación exitosa de la democracia de los consejos, incluida la libre elección y revocatoria de sus direcciones. Es que los bolcheviques ganaron, a partir de septiembre de 1917, la mayoría en el soviet de Petrogrado, y en otros soviets importantes, por medio de elecciones democráticas. Y en aquellos tiempos a nadie se le ocurría que el partido revolucionario pudiera imponer su voluntad contra la mayoría de la clase obrera. A título ilustrativo, citemos el pasaje de la Historia de la revolución rusa, en el que Trotsky transcribe una declaración del partido Bolchevique, de septiembre de 1917, que, entre otras cosas, afirmaba: “Nuestro partido, que lucha por el poder en nombre de la realización de su programa, nunca ha aspirado ni aspira a adueñarse de ese poder contra la voluntad organizada de la mayoría de las masas trabajadoras del país”. Trotsky comenta: “esto significaba: tomaremos el poder como partido de la mayoría soviética. Las palabras relativas a la ‘voluntad organizada de los trabajadores’ se referían al Congreso de los Soviets, que había de realizarse en breve” (p. 374, t. 2; énfasis agregado).
Pero incluso después de la toma del poder Lenin decía: “La naturaleza verdaderamente popular de los soviets es evidente en el hecho de que cada campesino envía sus representantes al soviet y está habilitado para revocarlos. (…) A la gente se le informó que el soviet es un órgano plenipotenciario: creían en ello y actuaron de acuerdo a esa creencia. El proceso de democratización debe ser profundizado, e introducido el derecho a la revocación. El derecho a la revocatoria debería ser dado a los soviets, como la mejor encarnación de la idea del poder estatal, de coerción. La transferencia del poder de un partido a otro puede ser hecha de manera pacífica, por la mera reelección” (“Informe sobre el derecho a la revocación en una reunión del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia”, 4 de diciembre de 1917, énfasis agregado). También: “No puede haber restricciones y trabas burocráticas, ya que ellos [los soviets] se han creado por la voluntad del pueblo, y el pueblo es libre de revocar sus representantes en cualquier momento. Los soviets son superiores a cualquier parlamento, superiores a cualquier Asamblea Constituyente. El partido de los bolcheviques siempre ha declarado que el cuerpo supremo son los soviets” (“Discurso ante el Segundo Congreso de los soviets de toda Rusia de diputados campesinos”, 15 de diciembre de 1917; énfasis agregados).
La actualidad de la discusión sobre Kronstadt
Como hemos visto en las notas anteriores, en 1921 los bolcheviques rechazaron el pedido de elecciones libres en los soviets. Y muchos militantes y organizaciones de izquierda, que sostienen el programa de la democracia obrera, apoyan sin embargo lo actuado por los bolcheviques en Kronstadt, y sostienen que en circunstancias parecidas harían lo mismo. Por lo cual están diciendo, en esencia, que la democracia de los consejos es aplicable solo si está garantizado el triunfo de “el” Partido Revolucionario. Pero en ese caso, ¿qué queda del programa de democracia soviética? ¿Qué queda de la “plena elegibilidad y revocabilidad de los funcionarios”? Así, el debate sobre Kronstadt 1921 tiene efectos muy actuales. Un problema que presentan Paul Cockshott y Allin Cottrell, en un escrito relativamente reciente:
“Al igual que veía a la república parlamentaria como la forma ideal del gobierno burgués, Lenin consideraba al Estado de los Consejos, la República soviética, como la forma ideal de dictadura obrera. Sin embargo, lo fundamental de su recuperación de la consigna ‘blanquista’ de dictadura obrera fue el partido revolucionario blanquista-leninista. Así como el dominio de la Comuna de París por los blanquistas e internacionalistas fue la clave para que ganasen el poder, el dominio de los soviets por los bolcheviques fue la condición sine qua non del verdadero poder soviético. En la mayoría de las crisis revolucionarias se producen proto-Estados de los Consejos, siendo el ejemplo europeo más reciente el de Portugal en 1975. (…) Si los consejos están dominados por un partido revolucionario y se producen simultáneamente sublevaciones militares, todo ello puede conducir a una revolución socialista. Sin las sublevaciones o sin el dominio del partido revolucionario, el parlamentarismo acaba ganando”. Más adelante: “Quienes defendían un ideal Estado consejista contra el Estado soviético existente lo que hacían era intentar ocupar un terreno político que no puede existir, pues para que el Estado de los consejos exista, el partido Comunista tendría que ser abolido. Trotsky tuvo el buen sentido de ver las implicaciones de esto en Kronstadt” (p. 109-110).
El problema es que si el partido comunista impone su dominio por decreto y a la fuerza a la clase obrera, ¿cómo se puede pedir la participación activa de esa misma clase en la construcción socialista? Y sin la actividad de las masas, ¿cómo puede avanzarse al socialismo? A fin de hacer más concreto el planteo, los trabajadores que apuestan, por ejemplo, por vías alternativas de construcción del socialismo, ¿no tendrán derecho a expresar de manera organizada su programa, en caso de que este pueda convencer a la mayoría de los trabajadores? Y si se impide la libre argumentación y decisión democrática, ¿cómo se piensa que se puede involucrar a los silenciados en la administración y gestión? Pero además, ¿cómo se puede instrumentar el programa de la libre elección y revocabilidad de funcionarios sin libertad de elección? Por otra parte, ¿con qué derecho una fracción política impone su orientación al resto? Supongamos, por caso, que un partido quiere avanzar rápidamente a la socialización completa de la economía, y la supresión del mercado, y otro partido propone organizar antes cooperativas, coordinadas a través del mercado. O que un partido sostenga que los sindicatos deben estar subordinados al Estado, y otro defienda la autonomía sindical. ¿Cómo es que una parte impone a la otra su postura, si no es a través de la discusión argumentada (que puede incluir la búsqueda de consensos y vías intermedias) y el voto democrático al interior de los organismos de las masas?
Vinculado a lo anterior, también se impone la pregunta acerca de quién decide qué organización es revolucionaria. Por ejemplo, en Argentina existen muchos partidos y grupos que se reivindican socialistas y revolucionarios. ¿Cómo se resuelve en un escenario semejante la participación, o no, en los consejos? (al pasar: incluso la participación conjunta en una lista de unidad sindical o estudiantil representa hoy problemas formidables para la izquierda. ¿Por qué desaparecerían las diferencias después de la toma del poder?). Además, si se suprime la actividad de los partidos soviéticos, las corrientes sociales y políticas que estos representaban con toda probabilidad tenderán a expresarse al interior del partido Comunista. Por lo cual se abriría el camino para considerar “enemigos de clase” e “infiltrados contrarrevolucionarios” a los militantes opositores a la mayoría. Es que el argumento “si esta corriente obtiene la mayoría en los soviets, la revolución está perdida”, se transforma fácilmente en “si esta corriente obtiene la mayoría en el partido, la revolución está perdida”. Lo cual evidencia que no puede haber democracia al interior del partido si no existe democracia en todos los organismos de la clase obrera –consejos, comités de control obrero, sindicatos, etcétera.
Estas cuestiones atañen, naturalmente, a la vida misma de un proceso revolucionario. La razón es que sin intercambio libre de opiniones, sin posibilidad de contrastar líneas políticas, una revolución se asfixia, pierde contenido. No hay posibilidad de soñar siquiera con llegar a alguna forma de “democracia directa” sin democracia obrera. Menos todavía de ganar para el socialismo a las masas de pequeños propietarios, cuentapropistas, campesinos pobres y artesanos, etcétera (¿o se quiere insistir con recetas del tipo la colectivización a sangre y fuego soviética de fines de los 1920, principios de los 1930?).
Conclusión: la revolución socialista no tiene sustitutos
El problema fundamental: no es posible construir el socialismo imponiéndolo a la fuerza a la clase obrera, y a las más amplias masas empobrecidas. Tampoco hay posibilidad de que alguna vanguardia sustituya la acción de las masas. Así como es imposible tomar el poder sin el apoyo de la mayoría de la clase obrera, es imposible avanzar a la socialización sin la actividad consciente de las masas trabajadoras. La construcción del socialismo solo puede aprenderse a partir de la misma práctica, y esta debe ser de masas. Incluso formas de contabilidad basadas en el trabajo insumido en la producción y distribución no pueden ni siquiera esbozarse si no es mediante la participación democrática de las masas trabajadoras. Todo lleva a la misma conclusión: la revolución socialista no tiene sustitutos. En la historia hubo revoluciones burguesas “desde arriba”, pero una revolución socialista “desde arriba” es una contradicción en los términos. La revolución será obra de la clase obrera, o no será.
Textos citados
Avrich, P. (s/fecha): Kronstadt 1921, Buenos Aires, Utopía Libertaria.
Carr, E. H. (1973): La revolución bolchevique (1917-1923), Madrid, Alianza Editorial.
Liebman, M. (1973): Le léninisme sous Lénine. 2. L’épreuve du pouvoir, París, Seuil.
Cockshott, P. y A. Cottrell, (2017): “Argumentos para un nuevo socialismo”, en Ciber-comunismo. Planificación económica, computadoras y democracia, P. Cockshott y M. Nieto, Madrid, Trotta.
Lenin, V. I. (1975): El Estado y la revolución, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Lenin, V. I. (1977): Collected Works, Progress Publishers Moscow.
Luxemburgo, R. “Sobre la Revolución rusa”.
Trotsky, L. (1972): Historia de la Revolución Rusa, t. II, Buenos Aires, Galerna.
La revolución rusa fue un golpe de estado y Stalin era igual que Hitler. ¿O no?
23/11/2017
Marga Ferré
Presidenta de la FEC (Fundación Europa de los Ciudadanos) y miembro de la red europea de pensamiento crítico Transform!
Lecciones para el presente de la revolución de octubre:
Informe Semanal tuvo a bien dedicar un reportaje a la Revolución de Octubre en su centenario y de los 10 minutos que duró, 6 los dedicaron a describir la muerte de los Romanov y 4 a asentar la teoría del golpe de Estado dictatorial, diseñado desde el primer momento por la pérfida cabeza de Lenin. Por muy burda que sea esta representación histórica de los hechos del 17, cumple su función al reproducir la ortodoxia neoliberal sobre el siglo XX, tan reiterada y profusamente repetida por los medios y por la academia.
El uso político del pasado es algo de lo que la izquierda también sabe un rato, pero tras la caída del Muro, la narrativa capitalista necesitaba un relato que deslegitimara la importancia, la épica y, sobretodo, la posibilidad de una revolución que lo desafíe. El historiador Enzo Traverso disecciona esta manipulación histórica (y su intencionalidad política) a través de dos categorías que el descomunal sistema de reproducción ideológica del capital repite sin salirse una línea: el presentismo y la equidistancia.
El presentismo es la técnica de presentar los hechos de forma aislada, como una sucesión de acontecimientos, sin analizar sus causas ni sus consecuencias. Aplicados a la Revolución de Octubre, vemos como ésta se presenta, como mucho, favorecida por la I Guerra Mundial y como un golpe de estado de los malignos bolcheviques que no aceptaron las bondades del gobierno provisional de Kerensky. Este golpe de estado provocó una guerra civil y llevó, inexorablemente, al estalinismo y a los gulags. Una narrativa que no por falsa deja de ser tremendamente eficaz.
La equidistancia es el verdadero objetivo, como sabemos muy bien en el caso de nuestra Guerra Civil. El relato contemporáneo narra el siglo XX como una época de catástrofes y extremismos y para evitar que se repita, equipara nazismo y comunismo, Hitler y Stalin, de forma que el liberalismo nos parezca el único sistema viable que evite los desastres del siglo XX. Aplicado a la Revolución de Octubre, vemos como reiteradamente retuercen la historia para intentar demostrar que el estalinismo estaba en el origen mismo de la Revolución, de toda revolución.
Describía Stefan Sweig como uno de sus “10 momentos estelares de la humanidad”, el viaje de Lenin desde Suiza a la estación Finlandia en el tren sellado. Y lo fue, la Revolución de Octubre fue uno de los momentos más importantes de la historia de la humanidad y por eso llama la atención lo desapercibido de su centenario, que salvo la profusión editorial y este debate en Público, parece querer silenciarse. Mejor no hablar de revoluciones, no sea que…
A lo largo de la serie de artículos en esta sección publicados, pareciera haber cierto consenso sobre los elementos más positivos de los hechos de Octubre y unanimidad sobre el más negativo, que, a modo de resumen, me atrevo a sintetizar:
1. El impacto de la Revolución de Octubre fue inmediato y universal. La esperanza de los pobres y los explotados del mundo tuvo una referencia crucial en una revolución que triunfó y que demostró que es posible vencer la tiranía del capital. Una esperanza real y tangible que originó movimientos, partidos y sindicatos de protesta, resistencia y ofensiva de los explotados en todo el planeta.
2. La victoria contra el nazismo, en la que la URSS y sus 20 millones de muertos fue determinante. De hecho, estuve en Moscú para la conmemoración del centenario de la Revolución y constaté que para los rusos, la victoria en la II Guerra Mundial contra el nazismo es más importante aún que la Revolución de 1917.
3. La existencia de la URSS permitió en Europa el desarrollo del Estado de Bienestar, como concesión del capital para evitar revoluciones similares. De hecho, tras la caída del Muro, Donald Rumsfeld, a la sazón Secretario de Defensa de George W Bush, declaró sin sonrojarse: “muerto el peligro comunista, el Estado del Bienestar es un lujo innecesario”. Palabras proféticas.
4. Dejo para el final la aportación más importante del legado de Octubre: los procesos de descolonización de países y pueblos sometidos al imperialismo, que tuvieron un aliado potentísimo en la URSS y un ejemplo vivo en la Revolución.
La consecuencia negativa del 1917 es obvia para cualquier observador de los sucesos del siglo XX. El estalinismo, que determina el curso de la URSS durante casi 30 años y que aleja a la URSS de los principios fundacionales de la Revolución de Octubre (ir más allá de la dictadura del proletariado hasta la abolición del Estado) de forma autoritaria y violenta.
Sé que es pretencioso intentar sacar lecciones para el presente de la Revolución rusa, pero leyendo los artículos aquí publicados, podríamos extraer las siguientes:
– No es posible enfrentarse a los poderosos de manera inocente. La violenta respuesta a la revolución nos demuestra que los que ostentan el poder económico y político no lo cederán de forma graciosa.
– No es posible originar un cambio de gran magnitud en un solo país. Quizá la tragedia de Rusia fue que la esperada revolución en Alemania y en otros países occidentales no se produjera, quedando aislada frente a los países de la Intervención Aliada en Rusia que apoyaron al Ejercito Blanco.
– El modelo alternativo no puede parecerse al capitalismo. Stalin basa el crecimiento económico en la URSS en la utilización del excedente agrario para forzar una industrialización acelerada. Un sistema que se parece asombrosamente a la forma de acumulación originaria del capital.
Y la lección que más nos puede servir hoy de lo que aconteció en Rusia hace 100 años es que fue una revolución inesperada, en un lugar donde nadie creía que podría producirse. Una revolución en la periferia, que es, exactamente, el lugar desde el que yo escribo.
¿Podían los partidos comunistas europeos reinventarse?
22/11/2017
Jordi Borja
Geógrafo urbanista, profesor de la Universitat Oberta de Catalunya
Los partidos comunistas nacieron con la revolución rusa de 1917. Casi siempre los fundadores fueron colectivos socialistas y sindicalistas radicalizados por la guerra y por las condiciones de vida de los trabajadores. Nacieron como una esperanza, un mito movilizador, una doctrina salvadora, un afán apostólico, una vocación militante vanguardista. Con una madre protectora, la URSS. Como constaba en los principios de la Internacional comunista proclamaban: los proletarios de todo el mundo tienen dos patrias, la propia y la URSS. Los PP.CC. nacieron con el alma marxista-leninista, con el modelo de la revolución del 17 y el librito del Estado y la revolución, con la dictadura del proletariado pervertida por el estalinismo y no por la revolución democrática que preconizaban Marx, Engels y la gran mayoría y Rosa Luxenburg y los socialdemocratas de izquierda occidentales. Sin embargo los PP.CC. europeos vivían en países donde se habían iniciado procesos políticos democráticos des de los siglos XVII (Inglaterra), en el XVIII (Estados Unidos y Francia) y en el XIX (la mayoría de los Estados de Europa occidental y central. Una democracia limitada y excluyente casi siempre, con derechos sociales muy precarios, con obstáculos legales y culturales para participar en la política institucional. Pero existía el pluralismo político, elecciones, derechos de organización y de expresión, de huelga incluso en algunos países. Siempre con las limitaciones citadas. Con largos periódos autoritarios, dictatoriales, militaristas o fascistas. Pero los PP.CC. pronto entendieron que debían luchar por la democracia política y los derechos sociales y pronto renunciaron al objetivo concreto del «poder a los soviets» que aún se utilizó hasta inicio de los años 30. Los PPCC europeos se desarrollaron con una alma revolucionaria ideológica (soviética) y un cuerpo reformista combativo (lucha de clases y libertades políticas). La ambigüedad de esta dualidad fueron a la vez su fuerza y su lastre. El mito movilizador también era el principal obstáculo para llegar al poder.
Los PP.CC. occidentales si eran fuertes se mantuvieron fuertes cuando se alejaron gradualmente del PCUS. A partir de los años 60 los lazos con el bloque soviético se fueron distendiendo. Unos años antes Kruschev lanzó el órdago en el XX Congreso del PCUS que desmitificó a Stalin pero no mucho al stalinismo. Se criticaron los “excesos” pero no el sistema. Los Partidos comunistas occidentales recibieron este golpe al pasado con más miedos que esperanzas. Habían vivido de una imagen que se desdibujaba, el paraíso tenía aspectos más bien propios del infierno. Pero algunos líderes, como Togliatti, vieron la oportunidad de renovar la imagen del partido y superar la dualidad entre democracia versus socialismo. En el octavo Congreso del PCI formuló “la via italiana al socialismo”.[1] En los países occidentales una gran parte de la militancia se resistía a creérselo, otros al contrario confirmaron sus sospechas y dejaron el partido desengañados o se mantuvieron en el partido con más escepticismo que ilusión. “Je les ai cru, je les ai cru…” se lamentaba el poeta Aragon (yo los he creído…). Unos años después Kruschev fue destituido y el posible proceso democratizador que había avanzado muy poco quedó congelado por el siniestro personaje Brejnev y el ideólogo Suslov. Togliatti poco antes de morir escribió un documento en Yalta (1964) que se convirtió en testamento. Hasta entonces planteaba una política y una doctrina específica para Italia e implícitamente para los países europeos occidentales. En el Memorial de Yalta propone un comunismo policéntrico, es decir considera de facto el fin del movimiento comunista internacional. La China ya se había divorciado de la URSS.
Sin embargo los PP.CC. europeos continuaban siendo “los patos feos” de las democracias capitalistas. En parte porque estos partidos no habían superado en su conjunto su carácter dual, la aceptación de la democracia pero sin renunciar a un momento revolucionario que cambiaría las reglas del juego.[2]Y en parte también porque los intereses políticos de los otros partidos y de los poderes económicos y mediáticos deseaban tener a los comunistas a cierta distancia del poder. Apareció el eurocomunismo por iniciativa de nuevo del PCI. Y con Belringuer llegó a su cenit. Fue a partir del golpe de Estado de Chile (1973). La propuesta de Berlinguer, “el compromiso histórico”, consideraba que un proceso de cambio socializante suponía un apoyo mayoritario y pluralista, que no fue el caso de Chile. Berlinguer y Carrillo, es decir el PCI y el PCE, explicitaron claramente la vocación democrática sin renunciar a la transformación social y económica. EL PC francés se añadió al “eurocomunismo” no sin bastantes reticencias y escaso entusiasmo. La URSS existía, los PP.CC. europeos se habían ido alejando ya desde la invasión de Checoeslovaquia (1968) y más claramente cuando la URSS ocupa Afganistán y se da el golpe de Estado apoyado por la URSS en Polonia (1981), aunque es posible que los militares polacos se adelantaran a los rusos para evitar la ocupación. El bloque soviético empezó a romperse, Cheoceslovaquia, Alemania del Este, los paises bálticos. se tambaleaba hasta desmoronarse y fragmentarse hasta el infinito (1989). El ogro ni era tan filantrópico como decía ser ni tan poderoso como aparentaba serlo.
El eurocomunismo, cuando hubiera debido emergiendo con fuerza en el escenario político, se diluyó. Berlinguer murió en 1984. El PCI cambió primero de nombre y luego de naturaleza. Se desencarnó y lo que quedó se fusionó con fragmentos de la DC y de grupos varios. Y se convirtió en un partido estrictamente electoralista y socioliberal. Dejó de ser un partido sin futuro, un gran aparato integrado en las instituciones para sobrevivir. El PCE tuvo una debacle electoral (1982), Carrillo renunció y el PCE intentó volver a las esencias del pasado y olvidó el eurocomunismo. También se metarfoseó en Izquierda Unida con residuos del izquierdismo. Afortunadamente nacieron generaciones jóvenes que renovaron la política y que conectan, quizás sin saberlo, con lo mejor del PCE de los años 60 y 70. El PCF quiso mantenerse con sus siglas y su estilo, gradualmente pasó de los 20 a 25 % de votos hasta bajar incluso por debajo del 5%. Sobrevive con nostalgia acariciando su progresiva fosilización. La disolución de la URSS y el derrumbe del comunismo soviético y de sus satélites fueron la última puñalada. Los partidos comunistas no pudieron o no supieron renovarse y renacer en todas las dimensiones. Habían construido mimbres suficientes para articular movimientos y organizaciones sociales, participación en las instituciones políticas, capital intelectual potente, memoria histórica reconocida por su lucha social y nacional y por su adhesión a la democracia y rechazo explícito del modelo soviético. Pero no consiguieron armar un partido, renovado en sus ideas, organización y lenguaje, para la mayoría con propuestas de futuro y nuevos ideales. Hoy son ilustres y gloriosos fantasmas del tiempo pasado y no volverá.
La no reinvención de los partidos comunistas. Una anécdota personal. Cuando era aún reciente su paso a la reserva, sin cargos ni militancia política, cené con Santiago Carrillo. Con mucha tranquilidad y con una fría racionalidad me expuso el fin de los partidos comunistas. Tres argumentos. Uno: el fin de la sociedad industrial clásica del siglo XIX y de la clase obrera organizada en grandes empresas de producción, base principal de los PCs. Dos: el derrumbe de la URSS y el fracaso del “comunismo real”. Tres: el modelo de partido organizado para conquistar el poder a la espera de la crisis general del capitalismo y de la descomposición del Estado burgués. Un análisis claro, convincente y de sentido común. Pero él tampoco tenía respuesta a la pregunta ¿cómo reinventarse? Carrillo apostó fuerte en favor de un comunismo democrático pero su afán de mantener el partido unido, con el peso de la contradicciones expuestas, las dualidades incompatibles, el haber usado unos discursos para fuera y otros para dentro, necesariamente debía explotar. El PCE en los años 80 se desintegró, antes había ocurrido con el PSUC (en 1981), precisamente el que más recorrido eurocomunista había avanzado. Pudo haberse reinventado si primero hubiera pasado cuentas del pasado. No hubo tiempo ni se estaba preparado.[3]
Berlinguer nuevamente apuntó un inicio de reinvención, “la cuestión moral”.[4] Proclama con rotundidad “los partidos políticos hoy son ante todo máquinas de poder y de clientela…los partidos han degenerado y esto es el origen de nuestros males… la cuestión moral hoy en Italia, para nosotros los comunistas debemos denunciar la ocupación del Estado por parte de los partidos”. Denuncia a la Democracia Cristiana y rompe cualquier alianza con ella, se acabó “el compromiso histórico”. Propone que la función de los partidos es estar en el Parlamento pero no en todo lo que es Estado o para-estado. Las organizaciones sociales o culturales, las cooperativas, los sindicatos, etc pueden asumir funciones de propiedad o gestión de aquellos sectores de la producción o de los servicios de interés para todos los ciudadanos.[5] Evidentemente su partido, o por lo menos gran parte de sus dirigentes y de sus cuadros no estaban predispuestos ni preparados para estas invenciones y audacias. Simplemente se instalaron en las instituciones para sobrevivir y sin la escandalosa corrupción de otros partidos. El fracaso de Berlinguer fue el último intento de reinventar el comunismo democrático.
El comunismo no sobrevivió porque no renovó su base teórica, su proyecto político y su organización. Ni más ni menos. Marx y Engels son indispensables para entender el mundo de los siglos XIX y XX, pero no son suficientes como sustrato teórico. Menos aún en el siglo XXI. El comunismo puede renacer pero ni será “marxista” ni se llamará probablemente comunismo pues el comunismo soviético lo pervirtió y los partidos comunistas quedaron marcados por la matriz de la que nacieron. El horizonte político no puede depender de un gran momento de ruptura, el salto del capitalismo al socialismo, sino el cambio es un proceso constante de democratización de la democracia, a todos los niveles, política, economía, cultura, comunicación, organización social. La forma partido centralizado, jerárquico, casi militarizado corresponde al modelo de la fábrica y de la condición obrera. La nueva sociedad requiere descentralización, difusión en el territorio, diversidad de iniciativas y formas de acción. El elemento cohesionador no es un ideal cuasi religioso, inventar un mundo distinto que enterraría el viejo mundo. Se trata de desarrollar y hegemonizar la moral de cada día, la justicia, la compasión, la fraternidad y evidentemente la libertad individual y colectiva y la igualdad en el género, en el trabajo, en el territorio, en la cultura. Una moral que debe convertirse en fuerza social, cultural y política, que reside en las clases trabajadoras, los asalariados, los profesionales, los intelectuales, los que impulsan proyectos productivos.
Pudo haber sido un comunismo del siglo XXI, el derrumbe del comunismo del siglo XX no lo hizo posible. Pero nos queda la revolución de octubre, la audacia de un partido que quiso ante todo la paz, el pan, la tierra y el reconocimiento de los consejos de los trabajadores. Y la esperanza para los oprimidos del mundo, pareció que el ideal se hacía real. El comunismo real, con todas sus lacras, contribuyó mucho en civilizar la sociedad capitalista occidental y en introducir elementos democratizadores en la política y en el trabajo. Y forjó millones de militantes en Europa que dieron una gran parte de su vida por un ideal que fue también una lucha diaria por la dignidad del trabajo, el valor de la igualdad y las libertades para todos.
Nada se ha perdido si asumimos que todo se perdió. O quizás no.[6]
El autor ha tratado la temàtica del comunismo a lo largo de varias décadas. Citaremos algunas contribuciones relativamente extensas: ‘Socialismo i comunistas davant la democràcia’, Taula de Canvi, Barcelona 1976; ‘Socialistas y comunistas en Europa occidental’ en el libro colectivo ‘Perspectivas sociales y políticas’, Siglo XXI, 1985; ‘Los comunistas y la democracia’ en la revista Viejo Topo (nº 277, 2011); y ‘El PSUC més que un partit’ (publicado en las revistas Nous Horitzons y en L’Avenç, 2016.
[1] El octavo Congreso del PCI se celebró en 1956, el mismo año del Informe de Kruschev y la invasión de Hungría. Como se pueden ver como las contradicciones salen a la superficie. La propuesta de Togliatti era clara: en Europa occidental se avanzará al socialismo en el marco democrático. Su informe al Congreso lo reelaboró el año después y se convirtió en libro, El Partido Comunista italiano (1958). En Francia lo publicó la Editorial Maspéro, de orientación izquierdista. El PC francés no se dio por enterado.
[2] Un ejemplo de reticencia a asumir realmente la democracia política la encontramos en el PCE, adalid del “eurocomunismo”. Por primera vez se propuso que se explicitara que en el proceso hacia el socialismo habría pluralidad de partidos y alternancias por vía electoral. Fue en 1981 en una sesión de Comité Central. Una parte importante de dirigentes, incluído Santiago Carrillo (seguramente por no “provocar” a los dirigentes dogmáticos y más cercanos a los soviéticos) votaron en contra al pluralismo y la alternancia. Pero una mayoría votó a favor. Sin percibir que era una decisión muy novedosa, sin darle importancia. Unos, eurocomunistas, porque les parecía lógico, otros muy poco eurocomunistas para votar contra Carrillo.
[3] Ver el artículo de J.Borja, Los comunistas y la democracia, nº 277, 2011.
[4] El origen de La cuestión moral fue una larga entrevista de Berlinguer con Eugenio Scalfari, director del diario La Republica, en el 28 de julio de 1981. Más adelante desarrolló este texto el Informe al Congreso del PCI de 1983. Y apuntó algunos nuevos argumentos en el discurso pronunciado el 7 de junio de 1984, pocos días después moría. Posteriormente se publicó en libro, con algunos anexos citados, Aliberti Editore (2012).
[5] Algo parecido ya propuso Harold Laski, teórico liberal y militante socialista. Vinculado al Labour y más aún a los sindicatos (trade unions) y recuperador de la historia del “cartismo” y de los “levellers” (niveladores). Fue miembro del grupo de Bloomsbury en compañía de los esposos Webb, E.M.Foster, B.Russell, L.Witgenstein, J.M.Keynes y amigo de Chaplin, Roosevelt, Einstein… Muy crítico con el “comunismo soviético”. Defendía un Estado limitado en cúanto a propiedad pública. Proponía distintas formas de propiedad y gestión social por parte de las empresas básicas y de los servicios de interés general. Por ejemplo mediante los sindicatos o otras organizaciones sociales o cooperativas. Ver los tres artículos que publicó en Harper’s Monthly Magazine entre 1929-1930. Versión castellana con una excelente introducción a cargo de Antonio José Antón Fernández con el título Los peligros de la obediencia, Sequitur 2011.
[6] Enzo Traverso, en su obra reciente Mélancolie de gauche, Éditions La Découverte, 2016, desarrolla una argumentación en favor de los derrotados, son semillas para las victorias futuras.
A cien años de la Revolución rusa, ¡cuánto tiempo y cuán poco!
13/11/2017
Montserrat Galcerán
Catedrática de Filosofía y concejala de Ahora Madrid en el Ayuntamiento de Madrid
Han pasado cien años de la revolución rusa de 1917, ¡cuánto tiempo y cuán poco! A los cien años de la revolución francesa, en 1889, los socialistas marxistas conmemoraban un acontecimiento fundamental de la historia que había abierto el camino a la Comuna de París de 1871 y a la revolución socialista que se avecinaba. Lo que vino fue una revolución socialista sui generis cuyo eco se prolongó durante el siglo XX, pero cuyo impulso ya desde el 68 parece agotado. La desaparición del bloque socialista no abrió nuevas esperanzas, a pesar de que el capitalismo se haya convertido en un sistema depredador que genera precariedad, sufrimiento e insatisfacción y que amenaza la vida del planeta entero. El problema es cómo traducirlo en acción política.
Sin embargo en esa nota quería plantear otra cosa: ¿qué ocurrió realmente con el movimiento obrero ruso durante la revolución?, ¿qué ventajas sacó el obrero de a pie? y no solamente el obrero, sino fundamentalmente la obrera rusa. Para abordar esta cuestión me voy a servir fundamentalmente de la figura de Alexandra Kollontaï por su doble intervención, como Comisaria del Pueblo para la asistencia pública y como portavoz de las tesis de la Oposición obrera que fueron derrotadas en el X Congreso del Partido comunista (marzo de 1921).
La acción de gobierno de los bolcheviques, recién conquistado el poder en la insurrección de octubre, tiene consecuencias muy distintas para las dos clases que van a ser las nuevas protagonistas de la historia rusa: los campesinos y los obreros. El Decreto sobre la tierra (25 de octubre de 1917) sanciona el reparto de las tierras de los terratenientes, de la Iglesia y del Estado entre los campesinos; es una medida democratizadora y redistribuidora, no socialista, que los bolcheviques toman del programa de los socialistas revolucionarios. Lenin redacta el decreto sirviéndose de documentos aportados al Congreso de los soviets que se estaba celebrando en aquel mismo momento.
El análogo de este decreto en la producción industrial es el Decreto sobre el Control obrero promulgado el 14 de noviembre; éste tiene carácter socializante, en tanto que instaura el control obrero sobre la producción, y sindical pues son los comités de fábrica los encargados de contratar y despedir a los trabajadores. El control obrero tiene desde el principio la misión de garantizar la continuidad de la producción y se sostiene sobre los trabajadores de las escalas inferiores que simpatizan mucho más con la revolución que los de las escalas superiores.
Pues bien, lo trágico de esta historia es que los trabajadores no van a ser capaces de mantener ese poder. La guerra civil, el caos económico, el cerco al que es sometido el país, el destrozo de la clase obrera como consecuencia de ello [1], unido a las dificultades para garantizar la producción y el intercambio de un modo coordinado, darán al traste con las iniciativas de control de la producción por los propios trabajadores, ya sea a través de los Sindicatos o de los comités de fábrica.
Eso y no otra cosa reclamaba la Oposición obrera en 1921. En la plataforma de la Oposición, escrita en gran parte por A. Kollontai, explica cómo una de las primeras tareas de la revolución es garantizar buenas condiciones de vida para los trabajadores. Critica que la dirección del Partido no les preste atención a pesar de estar gobernando un “Estado obrero y campesino”. Coincide en que el objetivo es aumentar la producción pero eso será imposible si no se mejoran las condiciones de vida, tarea indisolublemente ligada al reforzamiento del papel de los Sindicatos. Estos deben proseguir su labor reivindicativa incluso en un país con un gobierno obrero ya que pueden darse conflictos entre los intereses de los obreros, algunos sin duda con aspectos corporativos, y los intereses generales. Esos conflictos no pueden solucionarse solamente por vías disciplinarias mediante la acción de los “tribunales disciplinarios de camaradas” y los “delegados para luchar contra la deserción en el trabajo”. Por consiguiente sus exigencias se centran en el papel central que los Sindicatos deben jugar en la organización de la producción y en la mejora de la vida de los trabajadores, al tiempo que critica el peso creciente de una burocracia que está inhibiendo la creatividad popular. Utilizando para ello un viejo texto de Engels, la Oposición propone que, como órgano gestor de la economía socialista, se cree un Congreso panruso de productores, cuyos órganos locales debían estar integrados por trabajadores y sindicalistas. Es evidente que esta propuesta chocaba frontalmente con la exclusividad que el Partido comunista reclamaba para sí en todas las cuestiones políticas y económicas.
Para desgracia de la Oposición obrera, Lenin y la mayoría del Comité central relacionaron esas posiciones “obreristas” con la defensa de la unidad del partido. No sólo se rechazaron las posiciones de la Oposición obrera y de las otras plataformas que habían intervenido en el debate, como el grupo liderado por Trotsky, sino que se tomó una resolución que prohibía a partir de ese momento la actividad fraccional. Rompiendo la tradición de los debates abiertos, a partir de ese momento se podrá excluir a un miembro acusado de dicha actividad. Al mismo tiempo el Comité central perdía parte de sus atribuciones que pasaron al Buró político. Los debates del X Congreso marcan así el inicio de una deriva que quita poder a los trabajadores propiamente dichos y simultáneamente aumenta la unidad, la cohesión y el poder del Partido bolchevique. Marca un momento importante en el devenir futuro de la revolución.
Pero si el episodio puede interpelarnos todavía es porque el problema de fondo es en qué condiciones y con qué herramientas puede efectivamente el movimiento obrero organizado o menos organizado, o sea comités de fábrica y sindicatos, intervenir eficaz y directamente en el control y gestión de una producción socializada; qué nivel de autonomía deben tener las diferentes instancias, qué forma de coordinación, qué forma de organización general, en fin, cómo construir un sistema de poder que garantice simultáneamente que en los centros de trabajo se produzca y que el nuevo sistema se reproduzca y se mantenga.
¿Es casualidad que una feminista como A. Kollontaï, que como Comisaria del Pueblo había propiciado las leyes de divorcio y de aborto, que había creado nuevas instituciones como las escuelas infantiles para contribuir a liberar a las mujeres de las tareas reproductivas, jugara un papel central en la defensa de esta plataforma? Creo que es una muestra de algo que empezamos a vislumbrar: cualquier revolución anti-capitalista será feminista o no será, pero no porque las mujeres tengamos que jugar un papel principal, sino porque la emancipación de las mujeres es uno de sus pre-requisitos. Pero además toda revolución tiene que atender al mantenimiento de las condiciones de vida que hacen posible que una sociedad se mantenga, y gran parte de ese trabajo recae en las mujeres. A pesar de todos sus méritos, la revolución rusa descuidó a sus protagonistas, los obreros de carne y hueso, y especialmente las mujeres obreras que, más de setenta años después, no hicieron nada por defender un sistema que las había olvidado casi desde sus comienzos.
[1] Si en 1913 había en Rusia 11 millones de trabajadores, que suponían el 14% de la población, en 1922 el número de trabajadores con empleo había descendido a 4´6 millones de los que sólo 2 trabajaban en la industria. Datos aportados por Ch. Bettelheim, Las luchas de clases en la URSS. Primer periodo (1917-1923), Madrid, s.XXI, 1976, (ed. francesa, 1974).
Cien años después: Algunas herencias difíciles de la revolución de Octubre de 1917
10/11/2017
Francisco Louça
Político y economista
En sus Notas de Prisión, Rosa Luxemburgo, que acompañaba en la distancia, pero con fervor, la revolución en Petrogrado y Moscú, consciente de los riesgos y de los peligros – tal vez con más clarividencia que cualquier dirigente revolucionario de esa segunda generación del marxismo-, apeló a la solidaridad sin abdicar de su espíritu crítico. Escribió que “Concretamente, lo que nos puede traer luz a los tesoros de la experiencia y las enseñanzas no es una apología ciega, sino una crítica penetrante y reflexiva. Porque una revolución proletaria modelo en un país aislado, agotado por la guerra mundial, estrangulado por el imperialismo, traicionado por el proletariado internacional, sería un milagro. Lo que importa es distinguir, en la política bolchevique, lo esencial de lo accesorio, lo sustancial de lo fortuito.”
Si distinguir lo esencial de lo accesorio y de lo fortuito es siempre difícil, lo es más cuando existe una distancia histórica que difumina las dificultades de las decisiones inmediatas y oculta las contradicciones y los dramas de una revolución en curso, rechazar la “apología ciega” y mantener una “crítica penetrante y reflexiva” es por lo menos indispensable.
En los siete puntos siguientes, sitúo y discuto brevemente algunos de los impactos y consecuencias de la revolución de Octubre de 1917, refiriéndome al recorrido de algunos de sus protagonistas, con la misma preocupación por evitar la apología y repensar críticamente, como se merece, el gran acontecimiento que alteró el curso del siglo XX.
Tariq Ali, en el New York Times de 3 de abril de 2017, escribió la cita de Winston Churchill sobre Lenin: “Su mente era un instrumento notable”, escribió el estadista británico, poco dado a alabanzas de los enemigos. Churchill agregó, en un tono aún más grandilocuente: “Cuando brillaba, su luz iluminaba el mundo entero, su historia, sus dificultades, sus farsas y, sobre todo, sus injusticias.”
¿Sería eso? ¿Una “luz que iluminaba las injusticias” del mundo? Lo era sin duda para Churchill, que por aquel entonces ya era un político con carrera en el Reino Unido (fue ministro de Marina durante la Guerra Mundial), uno de los líderes conservadores que después de la revolución se convertiría en el principal promotor de la invasión de Rusia por las tropas de su país. Sin embargo, lo que revela la frase es el impacto simbólico, político y social de la revolución rusa, así como la figura de Lenin.
Esa revolución fue consecuencia de la Primera Guerra Mundial, pero también por las circunstancias del imperio zarista, que desencadenó un movimiento de pánico entre las clases dominantes (que respondieron con grandes concesiones desde inicios de los años 20, pero también con la movilización de las primeras milicias fascistas). La revolución sorprendió y asustó, pues en Europa solo había pasado algo similar en las décadas anteriores y, en menor escala, con la Comuna de París.
Sin embargo, la revolución estaba anunciada. En 1905 se fundaron los soviets en las principales ciudades rusas, en 1910 comenzaba la revolución mexicana y, al año siguiente, la china. Durante los años de represión, y después durante la matanza que fue la Gran Guerra, el debate político y la recomposición del movimiento que entonces se llamaba socialdemocracia (y que hasta 1914 incluía todas las principales corrientes socialistas y revolucionarias) fue creciendo, demostrando que los pilares del viejo mundo se estaban destruyendo. De hecho, al contrario de los grandes procesos revolucionarios del pasado (Inglaterra en 1648, Estados Unidos en 1776 y después, Francia en 1789, incluso en el caso de la Comuna en 1871), la revolución rusa fue concebida estratégicamente, fue discutida y planeada, en el contexto de precipitación provocado por la caída del Zar y por los meses de transición desde la revolución de febrero de 1917. Fue la primera revolución subjetivamente preparada en la historia de la humanidad.
Cambiando los ejes de la política europea y mundial, la revolución de Octubre desencadenó o acentuó otras alteraciones sísmicas en los años 20 (Alemania, Hungría, Bulgaria, Italia) influyó después en la victoria electoral de la izquierda francesa y la revolución republicana en España, así como la transformación del mapa político de izquierdas en todo el mundo. La respuesta de las clases dominantes fue el fascismo y el nazismo, y, por tanto, la Segunda Guerra Mundial.
¿Es posible una revolución socialista en un país atrasado?
Una de las grandes discusiones entre la izquierda rusa era nada menos que la posibilidad de una revolución socialista en el país – y la mayoría de las opiniones favorecían una visión escéptica.
Los teóricos del populismo ruso (Danielson, Vorontsoy) adoptaban la postura aparentemente más a la izquierda: considerando los límites de la industria rusa y de su mercado interno, así como la debilidad de la burguesía moderna en el Estado zarista, los populistas defendían la posibilidad de una revolución que instaurase el socialismo, pero se referían a un socialismo basado en comunidades agrarias , asociaciones campesinas y pequeños propietarios, de ahí también su insistencia en las reivindicaciones de redistribución de la tierra
Los llamados “marxistas legales” (Tugan, Bulgakov) esperaban que las promesas de las reformas liberales de la monarquía hiciesen posible un crecimiento de la industria moderna y de la clase obrera, y que la lucha sindical y electoral consiguiese un nuevo espacio en el imperio zarista.
Las dos alas de la socialdemocracia rusa, tanto los mencheviques(Plekanov) como los bolcheviques (Lenin, Bukarin, Zinoviev) consideraban que habría necesariamente una fase de desarrollo capitalista después de la caída del Zar, y que la democratización permitiría una alianza con sectores de la burguesía para alcanzar una etapa de crecimiento de las fuerzas productivas. Sin embargo, Lenin concebía ese proceso como un movimiento de conflicto y de revolución agraria, con una expropiación de la aristocracia latifundista, y, por tanto, con la nacionalización de la tierra, abandonando después esta última idea, a consecuencia de su cambio de postura y de las exigencias tácticas de la revolución de 1917 y de las alianzas inmediatamente posteriores, cuando pasó a defender la redistribución de la tierra (“la tierra para quien la trabaja”).
Trotsky fue el único dirigente revolucionario que, quedándose aislado después de varias rupturas entre mencheviques y bolcheviques a lo largo de los años siguientes a la revolución de 1905, defendió el carácter socialista de la revolución que conduciría a la caída del Zar. Los acontecimientos de 1917 acabaron por dejar solo a Lenin con su punto de vista.
La Comuna como modelo de nuevo Estado
A lo largo de 1917, los revolucionarios rusos se enfrentaron a un contexto para el que estaban mal preparados desde un punto de vista técnico e incluso conceptual: la toma del poder del Estado por los soviets, contra un gobierno provisional que incluía a los partidos de la derecha, populistas y mencheviques. Entre otros aspectos, en los que no voy a entrar en estas breves notas, estaban mal preparados porque no tenían ni la experiencia, ni siquiera una idea de cómo debería ser el funcionamiento del Estado después de llegar al poder.
Lenin había dedicado su “Estado y Revolución” a criticar a Kautsky, el filósofo marxista más destacado tras la muerte de Engels, pero que había entrado en guerra, desde 1914, con los dirigentes bolcheviques (en 1917, Kautsky había roto con el partido social demócrata alemán y se había adherido al partido socialdemócrata independiente, que se oponía a la guerra). Kautsky difería de Lenin sobre el carácter de la revolución rusa y su programa, y en 1917 esta diferencia ya era muy acusada. La obra, sin embargo, al presentar la alternativa de Lenin, se limita a esbozar lo que sería un nuevo aparato de Estado y el funcionamiento político del nuevo poder, mostrando alguna simplificación sobre lo que serían las dificultades concretas de dirigir la máquina del Estado. Los bolcheviques, simplemente, nunca se plantearon cómo gestionar, transformar, adaptar y modernizar las funciones del Estado.
El punto de partida de Lenin, como repite en el libro, y después en varios artículos y más claramente en uno de sus últimos escritos: “Marzo de 1923” en el Pravda, era la referencia de la Comuna de París. La Comuna es “la forma política por fin encontrada, por la revolución proletaria, mediante la cual se puede conseguir la emancipación económica del trabajo”, y sería un modelo para la nueva administración, para la destrucción de la máquina burocrática tradicional y para construir las nuevas fuerzas militares a través de la movilización miliciana. Igualdad de salarios, revocabilidad de cargos electos, carácter democrático y asambleario de los procesos deliberativos, esa sería la “forma política al fin encontrada”.
Era mucho, pues se trataba de la evocación de una experiencia social de movilización heroica del pueblo de París contra los ejércitos francés y alemán, pero también era muy poco, porque se trataba de una derrota y no de una victoria, de una ciudad y no un país, de clases populares muy movilizadas y no de la diversidad social como la que definía a Rusia, del corto plazo y no del largo. A pesar de eso, Lenin no podía comparar la revolución rusa con el marco político de la Comuna. Por eso, la Comuna podría ser una inspiración, pero nunca un modelo.
En ese mismo artículo de 1923, Lenin entendía como normal la superposición entre la institución soviética y el partido bolchevique, aunque en eso no pudiese aludir al ejemplo de la Comuna. Esa confusión entre la soberanía popular y la institución partidaria era el anuncio de muchas de las dificultades posteriores y la demostración de que no había un concepto de Estado y de soberanía popular que definiese claramente la estrategia de los bolcheviques.
Incluso en la preparación de la revolución de octubre, al mismo tiempo que Trotsky insistía en la necesidad de respetar la legalidad soviética – era el presidente del Soviet de Petrogrado, en el que había sido creado un Comité Militar Revolucionario, al que obedecían los soviets de soldados- Lenin prefería una simple decisión partidaria. Acabo perdiendo en este tema, siendo el Comité Militar Revolucionario, y no el partido directamente, el encargado de organizar la insurrección en la noche del 25 al 26 de octubre (o del 6 al 7 de noviembre en el calendario occidental).
Poder soviético y voto universal
A pocas semanas de la victoria de la revolución y de la caída de Kerensky, el nuevo gobierno realizó elecciones para una Asamblea Constituyente, cumpliendo su promesa.
La composición de la Asamblea Constituyente revela la dislocación de la relación de fuerzas en comparación con las elecciones del mismo año, pero también el hecho de que los bolcheviques sean minoritarios en el conjunto de Rusia: los partidarios de Lenin obtuvieron cerca de un cuarto de los votos, una notable subida, los mencheviques cayeron al 3%, los cadetes (el principal partido de la derecha) solo el 10%, los diversos partidos nacionalistas y musulmanes sumarían el 22% de los votos y el partido populista, o socialista revolucionario, alcanzó el 41% y representaba a la mayoría de las masas campesinas. La Asamblea se reunió durante dos días, en enero de 1918, y fue disuelta por el congreso de los soviets, que reclamó la única soberanía nacional.
Rosa Luxemburgo, en sus “Notas sobre la Revolución Rusa” criticó esta decisión (ella fue asesinada en enero de 1919 por lo que no vivió la evolución posterior): “Si la Asamblea ya hubiese estado elegida antes de la revolución de Octubre, y en su composición reflejase la imagen de un pasado superado y no la de una nueva situación, la conclusión evidente sería eliminar esa Asamblea caduca y convocar sin demora nuevas elecciones para una Constituyente. Los bolcheviques no querían y no debían condicionar el futuro de la revolución en una Asamblea que reflejase la Rusia de ayer, el período de las debilidades y de la alianza con la burguesía; lo único que podrían entonces hacer era convocar otra Asamblea que representase a la Rusia más avanzada y renovada”.
Y continuaba: “En vez de llegar a esta conclusión, Trotsky se centra en las deficiencias específicas de la Asamblea Constituyente reunida en noviembre y llega a generalizar sobre la inutilidad de cualquier representación popular nacida del sufragio universal durante el período de la revolución. Pero ¿qué sobraría en realidad si todo esto desapareciese? Lenin y Trotsky sustituirían las instituciones representativas, surgidas del sufragio popular universal, por los soviets, como única representación auténtica de las masas trabajadoras. Pero, al impedir la vida política en todo el país, también la vida en los soviets quedará paralizada.”
Concluía; “Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión, y sin confrontación libre de opiniones, se extingue la vida en todas las instituciones públicas, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia pasa a ser el único elemento activo. Esta es una ley suprema y objetiva, que no puede hurtar ningún partido. La vida pública se apaga poco a poco. Un error básico de la teoría de Lenin y la de Trotsky es que, exactamente, como Kautsky, contraponen dictadura a la democracia. ‘Dictadura o democracia’ es como colocan la cuestión tanto los bolcheviques como Kautsky; el último defiende lógicamente a la democracia, y concretamente a la democracia burguesa, que considera como una opción frente a la revolución socialista; Lenin y Trotsky, se pronuncian, en contraposición, por la dictadura en oposición a la democracia, es decir, por una dictadura de un puñado de personas, por la dictadura según un modelo burgués. Son dos polos opuestos, equidistantes de la verdadera política socialista.”
El tema de la soberanía y del voto popular y de la articulación entre diversas formas de democracia, de la “verdadera política socialista”, en términos de Rosa, sólo sería discutido en Rusia, a partir de finales de los años 20, y sobre todo en la década siguiente. El primer texto que trata profundamente el peligro de la burocratización solo aparece en 1928, cuando Rakovsky, que había dirigido un gobierno soviético en Ucrania, publica “Los peligros Profesionales del Poder”- ya era demasiado tarde.
El desastre de 1918
Los resultados de las elecciones para la Asamblea Constituyente prueban, entre otras cosas, que la decisión de constituir una coalición entre los bolcheviques y fracciones de los partidos mencheviques (los mencheviques internacionalistas) y socialistas- revolucionarios (los socialistas revolucionarios de izquierdas) era necesaria y adecuada. Así, ese gobierno representaba a la mayoría popular.
Los y las lectoras de “Diez días que sacudieron al Mundo”, el extraordinario reportaje de John Reed acerca de la revolución en Petrogrado, habrá notado que el libro no termina con la toma del Palacio de Invierno, por otra parte, un acontecimiento relativamente menor en el desarrollo de los acontecimientos, pero que concluye con la votación del congreso de los soviets campesinos, que aprueban la constitución del nuevo gobierno soviético. Reed nos explica cómo, después de que los dirigentes bolcheviques intentaron hacerse oír, inútilmente, por el congreso, María Spiridonova, la principal dirigente de los socialistas revolucionarios de izquierdas, sube a la tribuna para explicar la alianza que había establecido Lenin. La mayoría del congreso se reconoce en ella y apoya su decisión. La revolución había triunfado.
Esta coalición, después de formalizarse, fue aprobada por una mayoría en el Comité Central bolchevique, contra la voluntad de Lenin. Los comisarios del pueblo de los otros partidos dispusieron de margen de decisión (es famoso como Isaac Steinberg, un Comisario del Pueblo para la Justicia, socialista revolucionario, se opuso frontalmente al desahogo de Lenin cuando los bienes esenciales escaseaban en las ciudades: “Como no usemos el terror contra los especuladores, fusilándolos de inmediato, nada cambiará”. A lo que el comisario respondió que, si así fuese, su lugar no tendría sentido). Pero el acuerdo de coalición solo duró hasta Marzo de 1918.
En Marzo, el gobierno se vio obligado, a pesar de las grandes diferencias sobre ese escollo, a aceptar un acuerdo de paz con Alemania, cuyas tropas tenían invadida a Rusia y sin encontrar resistencia, dado que el ejército ruso estaba descompuesto y los soldados no querían más combates. Este acuerdo, firmado en Brest Litovsk, implicó la pérdida de un cuarto del territorio de Rusia, un tercio de la población, el 90% de las minas de carbón, la mitad de la industria, incluyendo a Ucrania que representaba el 90% de los cereales exportables y tres cuartas partes de la producción del carbón.
Esa concesión forzosa hizo reaparecer las diferencias dentro de la coalición de gobierno y provocó la salida de los mencheviques internacionalistas y socialistas revolucionarios de izquierdas ( y algunos de estos escogieron entonces volver a practicar actos terroristas como los que habían organizado contra el zarismo, pero esta vez contra los bolcheviques, como el asesinato de Volodarski, un dirigente bolchevique que también se había opuesto al tratado de Brest Litovsk, en junio de ese año en Petrogrado). Sedes abiertas y diferentes publicaciones mantuvieron la actividad de los partidos que se habían opuesto al campo de los blancos en la guerra civil, pero a partir del inicio de los años 20 esa vida pública democrática desapareció.
La guerra civil e la invasión franco-británica
En julio de 1918, el gobierno procede a la nacionalización de las industrias. Ya habían deliberado sobre el monopolio público del comercio exterior (para controlar las divisas) y el rechazo de la deuda externa contraída por los zares, pero ante la desorganización de la producción se decidió tomar el control de las fábricas.
La invasión franco-británica, a partir del otoño de 1918, alteró profundamente el marco de la guerra civil, que provocaría más muertes que la participación de Rusia en la Gran Guerra. Dos de las mayores potencias militares europeas juntaron sus ejércitos a los de las fuerzas zaristas y, como respuesta, el gobierno tomó medidas de excepción, incluyendo lo que se llamaría posteriormente “comunismo de guerra”, la movilización de todos los escasos recursos que fueran necesarios para ganar la guerra -en 1920 el ejército absorbía la mitad de la producción industrial, gran parte de los alimentos, todo el tabaco y el 60% del azúcar (y los efectos destructivos de la guerra fueron violentos: en 1920 la producción industrial era el 18% de la de 1913).
La guerra transformó igualmente la organización social. Si el proletariado industrial era de cerca de tres millones de personas en 1917 (para 25 millones de campesinos), en 1921-1922 se había reducido a la mitad, mientras el ejército movilizaba 5,5 millones de soldados. Al mismo tiempo, el aparato del Estado crecía exponencialmente: en 1920 los funcionarios públicos era casi 6 millones, cuatro veces el número de obreros.
Fue en este contexto en el que se desarrolló un intenso debate sobre el movimiento sindical en el 9º congreso del partido bolchevique (marzo-abril de 1920). Trotsky, entonces en una posición de poder, fue elegido, a propuesta de Lenin, para acumular la función del Comisario de Guerra junto con la de Comisario de los Transportes. Pero fue derrotado en su propuesta de militarización de los sindicatos de producción, que incluía la sustitución de las direcciones a favor de la sumisión de la estructura sindical al esfuerzo de guerra. Lenin criticó esta propuesta a partir de diciembre de 1920 y fue derrotada en el congreso, a pesar de ser apoyada por Bukarine, Preobajensky, Smirnov y Rakovsky. La propuesta derrotada, que representaba una solución represiva, demostraba una vez más la incomprensión de algunos dirigentes bolcheviques sobre la necesidad de un movimiento social autónomo y expresivo y también su desesperación.
A partir de 1921, llegando la guerra civil a su fin con la victoria de las fuerzas soviéticas, se decidió una nueva estrategia, la Nueva Política Económica, que procuraba crear una forma de “capitalismo de Estado” (fue el término ambiguo utilizado entonces) con apertura al mercado y a inversiones del capital, pero con control público, para reanimar la economía. La NEP fue formalmente abolida en 1928.
Democracia en el partido y en la sociedad
El debate sobre la militarización de los sindicatos no fue el primer momento de reflexión sobre la democracia social pues, como subrayé antes, no existía entonces, entre los gobernantes y dirigentes soviéticos, ni una teoría, ni una experiencia, ni una conciencia de la importancia de la autonomía de las organizaciones sociales en relación al partido y al gobierno.
Después de ser derrotada la propuesta sobre los sindicatos, las dificultades impuestas por la guerra civil serían el pretexto para otras decisiones que se demostrarían desastrosas a corto plazo. En el 10º congreso del partido bolchevique, en Marzo de 1921, fue aprobada, por iniciativa de Lenin y con el acuerdo del resto de miembros de la dirección del partido, la prohibición de tendencias y fracciones dentro del partido.
En ese congreso se expresaban dos tendencias minoritarias, la Oposición Obrera (de Kollontai, con 60 delegados de 690), y la Tendencia del Centralismo Democrático, menos representativa. La moción de Lenin prohibiendo las tendencias solo tuvo una oposición de 30 votos, a pesar de cerrar el terreno del debate interno, determinaba que los dirigentes de estas tendencias podían ser elegidos para el Comité Central (Kollontai continuaría teniendo un papel importante en el Estado Soviético, siendo después embajadora en México y Noruega). Un congreso que apoyó también la trágica represión de la revuelta de los marineros de Kronstadt.
Muchos años después, Trotsky cambió de postura y vio como estos momentos fueron giros peligrosos en la vida soviética. En su “Revolución Traicionada” de 1936, criticó las decisiones del congreso de 1921: “La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las facciones; la prohibición de las facciones llevó a prohibir otra forma de pensar que no fuese la del jefe infalible. El monolitismo policial del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que a su vez se transformó en causa de todas las variantes de desmoralización y de corrupción”. En 1938, en su texto programático esencial al final de su vida, “Programa de Transición”, Trotsky concluía que era esencial el establecimiento de una soberanía popular y una democracia electoral que definiese el lugar de los partidos en los soviets: “Es imposible una democracia de los soviets sin la legalización de los partidos soviéticos. Los obreros y campesinos deben elegir con su voto que partidos reconocen como soviéticos”.
Pero, en los años 20, la guerra, la miseria, la represión, la burocratización, la omnipotencia del partido, el control de Stalin sobre el aparato y otros factores acabarán con las últimas y tardías tentativas de democratización. Al darse cuenta, en los últimos días de 1922 y los primeros de 1923, Lenin, ya encamado, dictó a sus secretarias lo que vino a ser conocido como su “Testamento”, recomendando alejar a Stalin de todo poder partidario y elogiando a Trotsky “el hombre más capaz del Comité Central” aunque tendría una inclinación hacia procedimientos “demasiado administrativos”. En Marzo de 1923, en su artículo en el Pravda, “Antes menos, pero mejor”, ya al borde la muerte, Lenin escribía angustiado: “Nuestro aparato del Estado es tan deplorable que lo más perjudicial será creer que sabemos algo (…) No, somos ridículamente deficientes”. El problema estaba, por lo tanto, en la cabeza del partido, pero también en la organización del poder del Estado, “ridículamente deficiente”.
Ese mismo año tuvo lugar un último debate que fue publicado en la prensa del partido. Un grupo de 46 dirigentes históricos del partido bolchevique publicó en el Pravda una carta con propuestas para la reforma del partido y del poder soviético. Pelearon por sus propuestas y formaron una oposición interna, que consiguió el apoyo de dos tercios de las células del ejército y, en Moscú, 67 de las 346 células, o del 36% de los votos, siendo representativa, de apoyos importantes en otras organizaciones del partido. Pero se quedó en minoría y fueron derrotados por la troika constituida por Stalin, Bukarin y Zinoviev. Stalin llegaría después para mandar asesinar a sus dos aliados en los procesos de Moscú, a partir de 1936, y cientos de miles de comunistas y de opositores fueron encarcelados en el Gulag. La revolución había sido traicionada.
– Este trabajo es una versión realizada por el autor del aparecido en Visión Histórica, oct-nov 2017
Octubre cien años después. Un nuevo comienzo para el comunismo
08/11/2017
Eddy Sánchez
Profesor de Ciencias Políticas de la UCM y Director de la Fundación de Investigaciones Marxistas
El contexto en el que triunfa la Revolución de Octubre es el de la crisis de la primera globalización de finales del siglo XIX. Dicha crisis es sancionada con el nacimiento de los imperialismos que se dirimen en la primera guerra mundial. El coste para el capitalismo de este periodo es la Revolución socialista en Rusia y el Crack económico del 29, crisis que da lugar a la aparición del fascismo y la posterior segunda guerra mundial.
Para los bolcheviques, la reconstrucción de un proyecto socialista en aquel contexto requería de formas y sujetos nuevos, situando esa nueva referencia ahí donde antes se había negado todo potencial de cambio, es decir, en el desarticulado campesinado de la periferia.
El valor político de los bolcheviques sitúa a la periferia semicolonial como el “eslabón débil”, que aparece como el “nudo” fundamental para el cambio a escala mundial, para lo cual, ya en el marco de la Revolución de febrero de 1917, los comunistas rusos desarrollan el concepto clave de su pensamiento: la alianza obrero-campesina y el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos coloniales.
Solo así podemos comprender políticamente el significado histórico mundial de la revolución que estalla en Oriente, en un país atrasado como Rusia, y la aparición de una nueva generación de revolucionarios que rompen con la socialdemocracia impulsando un nuevo movimiento político a escala mundial -el comunismo-, centrado en la compresión del papel que juega el campesinado y el significado de la cuestión colonial como cuestión nacional.
Sin esta aportación es imposible entender todo lo que vino después, desde Gramsci y la cuestión meridional, Mao y la revolución en países semifeudales, el Che y la Revolución cubana, a la irrupción del nuevo proletariado urbano de la Europa contemporánea.
La experiencia política de la Revolución Socialista de Octubre de 1917 y su elaboración teórica nos previenen, en el contexto actual, del mecanicismo aún latente en la izquierda contemporánea, la cual sigue ligando cambio a excepcionalidad, crisis económica a crisis política terminal y transformación ligado a la lenta e interminable sucesión de etapas y acumulación de fuerzas siempre electoral y siempre hegemonizada por las clases medias.
Tras un intenso ciclo de movilizaciones, la crisis de la segunda globalización ha traído en este siglo XXI los nuevos fascismos que avanzan en Europa, la reconstrucción de proyectos reaccionarios en España, Gran Bretaña y EE UU y la respuesta proimperialista de sectores importantes de las capas medias en América Latina, tal y como vemos con Macri, Temer y la oposición venezolana.
Para pensar en el comunismo hoy, tenemos que entender que la transmisión de las relaciones de explotación contemporáneas sugieren un patrón geográfico o espacial que tiene como eje el concepto de periferia, cuya dimensión social del nuevo asalariado urbano resultante del proceso de transformación del trabajo en el marco de la globalización, trae como resultado la aparición de la figura de los trabajadores pobres, sector mayoritario entre la juventud de nuestro país.
Pensar en el comunismo contemporáneo pasa por la comprensión del valor central de lo considerado hasta ahora como marginal, del “proletariado sin conciencia” que habita en las periferias urbanas del sistema mundo y de nuestro país. En esa plebe precaria de la periferia urbana se encuentra la clave desde la que reclamar un nuevo comienzo para el comunismo.
Notas sobre el centenario de la Revolución de Octubre: La libertad no es un privilegio
03/11/2017
Walter Baier
Coordinador político de la red europea de pensamiento crítico Transform!
Creo que estoy libre de la sospecha de ser un defensor del comunismo. Sin embargo, no puedo dejar de ver algo supersticioso e infantil en el horror que siente el mundo burgués ante el comunismo, este horror del que ha vivido tanto tiempo el fascismo, es decir, la idiotez fundamental de nuestra época. Thomas Mann, 1946
La importancia de la revolución bolchevique en octubre de 1917 puede medirse por el esfuerzo que todavía se hace hoy, 100 años después, en depreciar este suceso en su magnitud. ¿Se puede decir entonces que es imposible realizar una valoración equilibrada, debido a que la inseguridad y el odio de la clase dominante son tan profundos?
No hay que ser un o una comunista o un/a compañero/a de viaje para poder aceptar hoy lo que era el sentido común democrático en 1945, que el pueblo soviético, con más de 20 millones de muertos, no sólo lideró las estadísticas de las víctimas de los crímenes nazis, sino que también asumió la principal carga militar de la liberación de Europa del fascismo.
El zar Nicolás II y el emperador Francisco José, ambos estaban poseídos por la misma idea engañosa en 1914, la de la guerra, que siempre significó la desgracia de los pueblos para salvar sus imperios. Ambos provocaron su caída. Igual que el desafortunado Alexander Fyodorovitch Kerensky, que quería asegurar su gobierno burgués con la ofensiva de un ejército hambriento y desmoralizado en junio de 1917, pero que, en cambio, aceleró la revolución. 1,8 millones rusos murieron en la Primera Guerra Mundial. El asesinato de la familia del zar en julio de 1918 aparece aquí como una lágrima en el océano.
La negativa de los trabajadores, campesinos y soldados a continuar la guerra que condujo a la Revolución de Octubre fue tan justificada como lo es y será todo levantamiento contra matanzas ordenadas.
Según una anécdota, hubo más lesiones en el rodaje de la película «Octubre», que Sergei Eisenstein rodó en el décimo aniversario de la revolución, que durante la revuelta real en el Palacio de Invierno. Entonces, ¿la revolución no fue más que el golpe de una élite aislada, político-militar? Si realmente hubiera sido así, el poder soviético habría perecido en la Guerra Civil (1918-1922), cuando la casta militar rusa, con armas y dinero recibidos del extranjero, así como las potencias victoriosas de la guerra mundial: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Japón con sus intervenciones militares masivas contra la revolución, querían derrocar al nuevo gobierno.
En un debate tenso, no es bueno contrarrestar la parcialidad de los oponentes con tu propia parcialidad. Durante décadas, la victoria de la revolución bolchevique en Rusia fue santificada como el mito fundador del comunismo, que dejó muchos puntos blancos y ángulos sombríos en el mapa mental de los comunistas.
La visión de Rosa Luxemburgo sobre la revolución estuvo marcada por la simpatía y la sobriedad. En su manuscrito de 1918 «Sobre la Revolución Rusa», publicado en 1918, se lee: «Está claro que una apología no crítica es incapaz de sacar provecho de las experiencias y las enseñanzas, eso sólo se logra con una crítica profunda y meditada»[1]. Y entonces la famosa frase que, generalmente, sólo se cita como un dicho de calendario: «La libertad que es sólo para los partidarios del gobierno y para los miembros de un partido – por numerosos que estos sean – no es libertad. No por un fanatismo por la «justicia», sino porque todo lo vital, lo salvador y lo más puro de la libertad política dependen de eso, y su efecto falla cuando la «libertad» se convierte en un privilegio.»[2]
Hay una gran diferencia entre este compromiso de Rosa Luxemburgo con la revolución y los credos que en la época de Stalin penetraron en el repertorio cultural mundial de los y las comunistas.
Más de una década después del asesinato de Rosa Luxemburgo por el gobierno socialdemócrata alemán, hizo el comunista italiano Antonio Gramsci, en las notas que escribió en la mazmorra fascista, un llamamiento a los comunistas para que abandonaran la estrategia «exitosa» en el Este de la «guerra de movimientos» para lograr una victoria a través de la insurrección armada, y en su lugar, a prepararse para una dura «guerra de posiciones» que representa la forma adecuada de la lucha en una sociedad capitalista desarrollada con estructuras parlamentarias democráticas.[3]
La crítica de Rosa Luxemburg y la tesis de Antonio Gramsci dijeron que era imposible transferir el modelo de la Revolución Rusa a las sociedades capitalistas desarrolladas. El movimiento comunista tuvo que reorientarse. La Internacional Comunista no luchó por esta idea hasta 1936 en vista de la victoria del fascismo en Alemania. Sin embargo, fue sólo un episodio, ya que después de la victoria sobre el fascismo, Stalin implantó el sistema del socialismo estatal autoritario que él concibió en Europa del Este, y así reprimió a toda resistencia dentro y fuera del partido. Sin embargo, en Occidente, en Italia, Francia y España, el VII Congreso Mundial de la Internacional Comunista dejó su huella.
Sin embargo, desde la década de 1930, ya no sólo se trataba de la insuficiencia de la estrategia revolucionaria de los bolcheviques en Occidente, sino también de los métodos que utilizaron para construir el «socialismo en un país». Werner Hofmann, un teórico en la tradición de la Escuela de Frankfurt, definió el estalinismo en 1967 como el exceso de poder ejercido en la Unión Soviética, que iba más allá de las funciones de una «dictadura educativa»[4]. Además de que debemos preguntarnos en base a Marx quién está educando a los educadores en la dictadura educativa, la debilidad de esta definición aparentemente precisa es que no hace justicia a la escala del «exceso».
Después de la usurpación del poder en el partido y la sociedad, Josef Stalin puso en marcha una monstruosa maquinaria del terror. Según el Archivo Estatal de la Federación Rusa, en el que sólo aparecen las víctimas cuya ejecución fue ordenada según procedimientos «judiciales», en los años del gran terror de 1937 y 1938, fueron fusiladas todos los días unas mil personas. Considerando las víctimas del trabajo forzado, los campamentos, la colectivización y el reasentamiento forzado, uno no puede evitar reconocer que el estalinismo es uno de los mayores crímenes políticos cometidos en la historia de la humanidad en el siglo XX.
Estos sacrificios no pueden trivializarse como inevitables en el transcurso de un desarrollo rápido y de recuperación, ni siquiera por la referencia al carácter violento con que el capitalismo se impuso en el proceso de «acumulación primitiva».
¿Fue este desarrollo la consecuencia lógica de lo implacable de la ideológica con la que Lenin logró el triunfo de la revolución? Esto sólo se puede considerar como correcto, si se ve a la gente como máquinas y a las ideologías como logaritmos, que se siguen de forma automática. De hecho, el camino hacia el estalinismo no fue unilateral: la decisión de Stalin para forzar una colectivización precipitada de la agricultura a través del terror, la vacilación de Trotsky, que no se decidió por la lucha de poder abierta contra el Secretario General, hasta que ya la había perdido, los enredos de Radek, Zinoviev y de Kamenev en las intrigas dentro del aparato del partido, que los desacreditaron y les mostraron poco fiables cuando apelaron públicamente a los y las comunistas a actuar. Todos ellos, a excepción del Secretario General, fueron víctimas de un sistema en cuya creación habían participado personalmente. Lo mismo se puede decir – aunque en menor medida – de la mentalidad conformista de los cientos de miles de cuadros superiores e intermedios del partido de gobierno y su aparato que Trotsky describió de forma tan impresionante en su libro «La revolución traicionada».
¿Fue entonces el estalinismo la consecuencia del atraso de la sociedad rusa, que ya lamentaba Lenin? ¿O fue la consecuencia de una mentalidad paranoica que se extendió entre los bolcheviques frente al entorno hostil contra el nuevo estado?
Los historiadores discutirán sobre esto durante mucho tiempo. Sin embargo, es indiscutible que el comunismo, que se propuso «anular todas las condiciones en las que el hombre es degradado, esclavizado, abandonado y despreciado»[5], no construyó salvaguardias contra su propio ejercicio del terror en el poder para defender el derecho humano más básico, es decir, fracasó al no garantizar la eliminación de la persecución y opresión.
Pero, ¿qué significa esto para el movimiento comunista y los cientos de millones de personas que lucharon contra el fascismo en las filas de los partidos comunistas, por los derechos de la clase trabajadora y por la liberación del colonialismo? ¿Pueden sus vidas, victorias y derrotas reducirse a las atrocidades cometidas por Stalin? ¿Se invalidan por ello?
El dominio durante décadas del estilo comunista soviético y de partido en la izquierda radical estaba vinculado al mito ideológico de que la división del movimiento obrero en un movimiento reformista y socialdemócrata frente al comunista y revolucionario habría sido el resultado de la revolución bolchevique de octubre de 1917. De hecho, la división vino de mucho antes y tuvo profundas raíces. En la socialdemocracia alemana los ortodoxos y los revisionistas se enfrentaron desde 1898 («disputa del revisionismo»), en Rusia los mencheviques y los bolcheviques se separaron en 1903, y ya en 1915 la disensión entre los opositores socialdemócratas a la guerra en la Conferencia de Zimmerwald anticipó la creación – cuatro años después – de la Internacional Comunista.
Lo que realmente hizo la Revolución Rusa fue otorgar un poder de persuasión, una base material y un dominio del comunismo según Lenin y Trotsky dentro de la izquierda radical, que posteriormente convirtió el estalinismo en la ideología del movimiento mundial.
Esta base llegó a su fin en el siglo XX. Ya en 1981, Enrico Berlinguer, Secretario General del Partido Comunista Italiano, declaró que el impulso creado por la Revolución de Octubre se había agotado. Cinco años más tarde llegó el final de la Unión Soviética.
Sin embargo, continúa el deseo asociado con el comunismo de la emancipación del capitalismo, el patriarcado y el racismo.
La opinión de que son los partidos comunistas los que le dieron la única expresión política es ya historia. Nuevas formaciones políticas han entrado en la escena de la lucha de clases y la política en muchos países de Europa y del mundo.
Esto también permite determinar de manera realista el lugar histórico de la Revolución de Octubre. Permitió vislumbrar una nueva era, pero no la abrió. Otras revoluciones, como la china, han continuado y han respondido a las características y desafíos del siglo XX en mayor medida. Y éstas continúan en el siglo XXI.
Rosa Luxemburg escribió acertadamente sobre la Revolución Rusa: «En Rusia, el problema solo podía plantearse. No se pudo resolver en Rusia, solo se puede resolver a nivel internacional»[6].
Durante un siglo, la Revolución de Octubre inspiró a las personas que luchaban por un mundo más justo.
No se disculparán por eso.
[1] Luxemburg, Rosa (1918) “Sobre la Revolución Rusa” en: Obras Completas, Tomo. 4 (1983), Dietz Verlag Berlín, p. 334
[2] Ibídem. p. 359
[3] Gramsci, Antonio: „Cartas desde la Cárcel Tomo. 4“, Berlín 1992, p. 874.
[4] Véase: Hofmann, Werner (1967): “Stalinismus und Antikommunismus. Zur Soziologie des Ost-West-Konflikts”, Suhrkampp, Frankfurt a.M.
[5] Marx, Karl: (1843/1844) “Introducción para la crítica de la filosofá de derecho de Hegel”, en Obras Completas, tomo 1 (1976), Dietz Verlag Berlin/DDR, p. 379
[6] Ibídem. p.365
De octubre 1917 al «socialismo del siglo XXI»
02/11/2017
Catherine Samary
Economista especializada en los Balcanes, profesora de la Universidad Paris Dauphine, pertenece al consejo científico de ATTAC Francia y miembro de la IV Internacional. http://csamary.free.fr
Todos los pasados no tienen idéntico porvenir, podemos afirmar con Daniel Bensaïd. Octubre 1917 no se dejará enterrar fácilmente. Su inmenso legado, que se debe actualizar, es haberse atrevido a poner en la agenda el cuestionamiento del orden existente –sin recetas y no sin trágicos errores-, enfrentándose a las guerras y violencias sociales de los poderosos, a escala nacional e internacional.
Sin embargo, cien años más tarde, a pesar de que la «hipótesis comunista» parece descartada, muchos puntos comunes nos acercan a los desafíos de Octubre. La hipótesis menchevique, según la cual había que esperar de un desarrollo capitalista los progresos sociales y democráticos conducentes a la llegada del socialismo, no se la cree ya nadie: la socialdemocracia ha preferido arrojarse al orden neoliberal. El capitalismo se ha mundializado de nuevo de manera aún mas orgánica que nunca, haciendo impensable «la construcción del socialismo en un solo país», aunque cada resistencia debe anclarse nacionalmente con solidez. Una «tercera guerra mundial» social, y desastrosa desde la óptica del medio ambiente, se despliega desde los años 80, excluyendo cualquier opción democrática, tal y como lo había expresado el eslogan de Margaret Thatcher: TINA «There is no alternative».
Esta afirmación la desmienten quienes sí que luchan por una alternativa. El movimiento de resistencia surgido en particular en Chiapas y organizado desde los años 1990 en las múltiples redes contra esta nueva mundialización ha podido esperar «cambiar el mundo sin tomar el poder»[1]. Y existen múltiples combates para «agrietar» el capitalismo[2]: desde redes apoderándose de software libre hasta aquellas enlazando las «ciudades rebeldes»[3]; resistencias impulsadas por Vía Campesina[4], la Comuna de Rojava inspirada en las tesis de Murray Bookchin[5]. También hemos visto el regreso a respuestas «estatistas» o «populistas de izquierda», así como el llamamiento de Hugo Chávez a pensar un «socialismo del siglo XXI[6]». Habrá que repensar cómo cambiar el mundo, sin minimizar el peligro de las pseudo-alternativas antisistema xenófobas, ni volviendo a caer en los males burocráticos del pasado. Hay pues que hacer balance de los avances y las derrotas del «siglo soviético» aprovechando una baza: la perspectiva que nos permite agrupar hoy diversas experiencias que midan no sólo las amenazas burguesas internas y externas contra los proyectos de subversión del orden capitalista, sino también los riesgos de cristalización burocrática y estatalista. Estos riesgos son intrínsecos al propio movimiento si no son combatidos a consciencia[7].
El ímpetu de la revolución de 1917[8] se alimentó de una potentísima e impresionante movilización desde «abajo» (en las empresas y en el campo) y de un embrión de poder popular por «arriba» desde el momento de la institución de los soviets, en particular en el ejército, donde se anudaba la alianza entre trabajadores y campesinos.
No fue con llamamientos abstractos a la revolución o a un «socialismo» (cuyo contenido era controvertido hasta en sus propias filas) que los bolcheviques obtuvieron la mayoría en los soviets y los comités de fábrica o que organizaron y legitimaron la toma insurreccional del poder. Lo lograron porque «presentaban el poder de los soviets como única alternativa a una contra-revolución»[9]; y porque este análisis «correspondía a la realidad» vivida. «Todo el poder a los soviets» significaba entonces, concretamente, derechos sociales, la legalización del control obrero en las fábricas y de la tierra para aquellos que la trabajaban, como mostraron los primeros decretos de Octubre.
Por ello la revolución de Febrero no era únicamente anti-zarista y «democrático burguesa»: sin afirmarse «socialista», era profundamente «democrática anti-burguesa»[10] por la movilización de los soldados y campesinos cuya alianza se anudaba en los soviets de soldados. La brecha principal entre bolcheviques y mencheviques, relacionada con la posición ante la guerra, no se refería, en esta fase, a la concepción del partido: era común la voluntad de enraizarse en las masas. La divergencia, estratégica, trataba sobre la opción de los mencheviques de aliarse con las supuestas corrientes «democráticas burguesas» contra la opción bolchevique de apoyar las movilizaciones y los soviets de trabajadores y campesinos, por la defensa de sus derechos y contra las guerras imperialistas en una perspectiva de impugnación revolucionaria del orden mundial.
Contra el boicot patronal, «los obreros respondieron poniendo en práctica en la fábrica el modelo campesino con el que estaban familiarizados», subraya Marc Ferro[11]: «la asamblea general de los obreros correspondía al `obchtchetstvo´, la gestión colectiva era una forma de `Mir´ o de `Artel´, véase el `Consejo de los Mayores´ del que deriva el `comité de fábrica´», que es una transcripción de las costumbres del pueblo o la aldea. Un colectivo de fábrica interpelaba a otro como lo hacía un pueblo a otro pueblo. Estos obreros querían ser los dueños de la fábrica de la misma manera en que juzgaban que la tierra debía pertenecer a aquellos que la trabajan». Es verdad que este «movimiento autogestionario» fue «tanto más vivo cuanto la fábrica era más pequeña» ya que las modalidades de hacerse cargo parecían al alcance de la mano y que la participación de todos estaba asegurada.
Esto no era así en las fábricas gigantes, las cuales, vista su importancia, estuvieron a la cabeza del movimiento de los comités de fábrica, sin ser sin embargo autogestionarias. Allí, los obreros juzgaban la autogestión «utópica» y privilegiaron «la noción de control obrero como un sistema operativo del cual ellos serían los guardianes. Este control sería su garantía contra los abusos; aún más: les protegería contra el desempleo y haría de ellos, en la fábrica, participantes con derechos», no sin la posibilidad de optar por la gestión o por la exigencia de nacionalización en caso de lock-out patronal.
Los bolcheviques eran populares en los comités de fábrica ya que ponían el acento en ese «control obrero» para combatir el sabotaje patronal y la orientación de los mencheviques en los sindicatos. Pero desconfiaban de la autogestión, incluso del «control obrero» si este viniese a evolucionar hacia una gestión atomizada de las fábricas. Ésta se percibía como anarquista, vector de caos y de comportamientos «egoístas»[12].
La dimensión pragmática racional de ese punto de vista se combinaba con el convencimiento teórico (muy discutible) dominante entonces en Lenin y muchos marxistas para quienes la concentración capitalista, véase incluso su «organización científica del trabajo», preparaba el «socialismo». La nacionalización suprimiría la anarquía de la propiedad privada y del mercado capitalista, ya que permitiría el «censo» técnico de los recursos.
Marc Ferro estima que «en la práctica los bolcheviques juzgaban que la asunción del control de las fábricas por un ‘Estado obrero’ era en sí misma garantía contra un sistema de explotación». Y, agrega, «tal era finalmente el sentimiento de la mayoría de los militantes, exceptuando los anarquistas». Fue esa lógica del «control obrero» anclado en los comités de fábrica la que progresivamente fue dejando a los sindicatos, organizados a escala de sector y a escala nacional, la función de «gestión» una vez establecida la toma del poder por los bolcheviques[13].
Sin embargo, la autogestión fracasó. La causa no fue tanto la desconfianza de los bolcheviques como que las propuestas de los anarquistas eran ampliamente minoritarias en los comités de fábrica, incluso antes del «comunismo de guerra», del trágico error de la represión de Kronstadt y de la prohibición de los partidos y las tendencias por el partido bolchevique[14].
La lógica de la autogestión atomizada de las empresas se dio de bruces contra la amplitud del sabotaje patronal primero y luego con la necesidad objetiva de una organización nacional de la producción. En particular del suministro de materias primas y de la organización de las redes de transporte. Por ello en 1917 muchos anarquistas se unieron a los bolcheviques y, como ellos, se dividieron sobre las dificultades del paso de una lógica «a la contra» y, alternativamente, de una lógica de construcción de una nueva sociedad[15].
El fracaso de la autogestión, mencionado por Marc Ferro, acompañaba el hundimiento de la economía: «voluntaria o forzosamente, los trabajadores aceptaron la fórmula de la nacionalización con control obrero. Esta fórmula parecía mejor adaptada a una lucha contra el Capital y como acompañaba medidas contra la patronal y muchas decisiones a favor de los trabajadores, se la sintió como una victoria de la revolución. Que en este sentido lo era.»
Pero, agrega Marc Ferro, ocurrió una conmutación del poder. No hacia la clase obrera como tal sino hacia «aquellos que, habiéndose aprovechado de su confianza, iban a hablar en su nombre». Como Rosa Luxemburgo advirtió al apoyar a Octubre, la asfixia de la democracia, supuestamente defendiendo la revolución contra sus adversarios, se volvería contra ella, con una lógica «sustituista» de los que hablan «en nombre de»[16]. Semejantes deslizamientos verticalistas pueden constatarse incluso en los «movimientos», redes o asociaciones que critican a los «partidos» pero donde los núcleos dirigentes de facto imponen sus normas y selecciones, «en nombre de…»
Los errores, los dilemas reales y los falsos dilemas, pueden discutirse colectivamente y superarse. La crisis yugoslava abierta a final de los años 60 -que no podemos tratar aquí-[17] actualizó una crítica de la alienación de la autogestión a la vez por el mercado y por un plan establecido por el partido-Estado. Hoy las propuestas de discusión colectiva buscan conciliar la democracia autogestionaria y las necesidades igualitarias de una planificación que respete los derechos sociales y los nacionales, mediante la elaboración por los propios autogestores de las grandes orientaciones de prioridades planificadas. Por ejemplo, se plantea que las «Cámaras de autogestión» se configuren en diferentes niveles territoriales para asegurar su implantación, junto a las «comunidades de interés autogestionarias» de usuarios y productores que gestionen conjuntamente bienes y servicios específicos (hospitales, transportes, etc.) en los diferentes niveles territoriales.
Lo importante es definir los derechos de autogestión no solamente a nivel de la unidad de producción (es decir de un empleo), sino sobre todo del espacio territorial donde se organiza el «trabajo asociado» y la «apropiación social» de los recursos que exigen criterios solidarios. La coordinación y la centralización no serían estatalistas (por encima de los autogestores) sino bajo su control. Y es en un espacio así en que una «economía de los trabajadores» como productores y usuarios, ciudadanos, hombres y mujeres de diferentes naciones eventualmente libremente asociadas, en el que se puede determinar «el trabajo socialmente necesario» para satisfacer las necesidades que se juzgan esenciales.
Detrás de la dualidad de poder, en 1917, yacía una dualidad de derechos –unos legales de los pudientes y aquellos, legítimos, defendidos en las luchas, con otros criterios implícitos de «eficacia»-. Lo mismo ocurre hoy en lo que podemos denominar «la economía política de los trabajadores»[18] que busca y se expresa de manera embrionaria en la exigencia de derechos y de criterios sociales y ecológicos que no son respetados por los pudientes. Una manera de hacer visible esa dualidad de derechos y criterios potenciales es la consigna y la organización práctica de un «control social» (como en 1917 con el «control obrero») sobre las empresas que despiden o cierran o sobre las deudas de los presupuestos municipales y nacionales que sirven de pretexto a los pudientes para suprimir empleos y derechos.
Y, como en 1917, frente a las crisis de despidos o a la huida de capitales, pueden nacer luchas por la vida con formas de autogestión defensivas o con exigencias de nacionalizaciones con control social. Estas luchas serán inestables y amenazadas en un entorno mercantil capitalista dominante y frente a la guerra social que conocemos. Para consolidarse y encontrar su coherencia las alternativas embrionarias necesitarán coordinarse para ganar peso. Luchando en cualquiera de las escalas en las que el Capital imponga sus reglas. Defendiendo otros derechos y criterios que apunten a la protección del medio ambiente. Poniendo en cuestión todas las relaciones cruzadas de explotación y de opresión.
Notas:
[1]. Ver la discusión (en francés) sobre este tema en Contretemps (2003), “Changer le monde sans prendre le pouvoir?” (coordinado por P. Corcuff y M. Lowy) con, en particular, una discusión de J. Holloway por Daniel Bensaïd.
[2]. J. Holloway, Crack Capitalism: 33 thèses contre le Capital, Libertalia 2012. En castellano: el último libro editado de Holloway es Agrietar el Capitalismo: El hacer contra el trabajo. 2011. Editorial Intervención Cultural ISBN: 9788415216100
[3]. D. Harvey, “Villes rebelles. Du droit à la ville à la révolution urbaine” : http://www.jssj.org/article/villes-rebelles-du-droit-a-la-ville-a-la-revolution-urbaine/
[4]. http://www.confederationpaysanne.fr/rp_article.php?id=6081 y http://www.alainet.org/fr/articulo/186917
[5]. Ver Benjamin Fernandez ,« Murray Bookchin, Ecologie ou barbarie, Aux sources du communalisme kurde », juillet 2016 https://www.monde-diplomatique.fr/2016/07/FERNANDEZ/55910 Cf. aussi http://dissidences.hypotheses.org/7721
[6]. Ver artículo de Stuart Piper de IVP, traducido al francés para la revista Inprecor de junio-julio 2007, número 528-529 http://www.inprecor.fr/article-Venezuela-Le%20d%C3%A9fi%20du%20socialisme%20au%20XXIe%20si%C3%A8cle?id=21
En castellano: Revista VientoSur número 94 de noviembre 2007. Socialismo siglo XXI.
[7]. Ver en particular la cuarta parte de mi contribución en Inprecor, agosto-septiembre 2017, número 642-643 (en francés): OCTOBRE 1917-2017 D´un communisme décolonial à la démocratie des communs: Le « siècle soviétique» dans la tourmente de la « révolution permanente »
[8]. Ver en particular Marc Ferro, La revolution de 1917, edición Albin Michel, 1997 y Alexander Rabinovitch, Les bolcheviks prennent le pouvoir, la révolution de 2017 à Pétrograd, La Fabrique Éditions 2016.
[9]. David Mandel, Les travailleurs de Pétrograd dans la révolution russe, Introducción. Syllepse 2017. Hay publicados varios textos en castellano de David Mandel sobre la revolución de 1917 en VientoSur 2017.
[10]. Ver Lars Lih, De Février à Octobre, https://www.contretemps.eu/revolution-russe-fevrier-octobre
[11]. Marc Ferro, op. citado, pág 745, de donde he sacado las siguientes citas del historiador.
[12]. Ver, aparte de Marc Ferro, a Maurice Brinton, « Les Bolcheviks et le Contrôle ouvrier » https://bataillesocialiste.files.wordpress.com/2017/07/brinton-les-bolcheviks-et-le-contrc3b4le-ouvrier.pdf .Brinton cita en abundancia el opúsculo sobre los Comités de fábrica escrito por Anna M. Pankratova, Fabzavkomy Rossii v borbe za sotsialisticheskuyu fabriku (Los Comités de fábrica rusos en su lucha por una fábrica socialista), Moscú, 1923, una parte del cual fue publicado en el número 4 (diciembre 1967) en la revista francesa Autogestion.
[13]. Ver Maurice Brinton (op. citado), Leonard Shapiro, Les Bolcheviks et l’opposition: 1917-1922, Edición Les Nuits rouges 2007 ; Michel Olivier http://www.leftcommunism.org/IMG/pdf/GR_-_Decistes_-_presentation.pdf
[14]. Ver, aparte de Marc Ferro y las obras citadas en , Victor Serge en «Trente ans après la Révolution russe », publicado en 1947 en la revista La Révolution prolétarienne et republicado en marzo 2017 por la revista electrónica A l´encontre. En castellano en: http://www.vientosur.info/spip.php?article12418
[15]. Ver en particular el site de archivos http://www.nestormakhno.info/index.htm principalmente la Plataforma del grupo DieloTruda de los anarquistas rusos del extranjero (Makhno, Mett, Archinov, Valevski, Linski) criticado por Voline por haberse «bolchevizado».
[16]. Propongo una contribución a la completa revisión y a la necesaria actualización del « siglo soviético » y de los grandes debates que ha suscitado en D’un communisme décolonial à la démocratie des communs: Le « siècle soviétique » dans la tourmente de la « révolution permanente » Inprecor n° 642-643 agostot-septiembre 2017.
[17]. La represión titista de cualquier movimiento y crítica autónomas impidieron una gestión autogestionaria solidaria de esta crisis, a pesar de la convocatoria de un congreso de los autogestionarios en 1971 en Sarajevo. Ver mi balance de esta experiencia en https://entreleslignesentrelesmots.wordpress.com/2017/10/17/1948-2018-contre-vents-et-marrees-hier-comme-aujourdhui-lactualite-dun-socialisme-autogestionnaire/
[18]. Ver Michael Lebowitz Build it Now: Socialism for the 21st Century, Monthly Reviw Press, 2006 – cuyo último capítulo se refiere a Venezuela. Ver igualmente de este autor Marx’s political Economy of the Working Class (2003) y The Contradiction of Real Socialism: the Conductor and the Conducted (2012) y el site http://links.org.au/files/pdf/Lebowitz_Dossier_3.pdf
Cien años para aprender tan poco (1917-2017)
25/10/2017
Juan Manuel Vera
Economista, Consejo editorial de Trasversales
La conmemoración del centenario de la revolución rusa plantea algunas interesantes cuestiones sobre la identidad de lo que se ha llamado izquierda a lo largo del siglo veinte. También podría servir para comprender las razones por las que la herencia del octubre soviético no forma parte del arsenal de instrumentos para desarrollar las nuevas prácticas sociales de lucha contra el capitalismo neoliberal sino, más bien, una pesada losa histórica que dificulta la construcción de una alternativa al imaginario capitalista.
Por supuesto, el punto de partida deberían ser los hechos históricos con su singularidad. Sin embargo, no es posible hablar de febrero y octubre de 1917 sin, al mismo tiempo, inscribir esa memoria histórica en lo que sabemos del poder bolchevique, del régimen de Stalin y sus sucesores y de la descomposición y hundimiento del bloque soviético entre 1989 y 1991.
El examen de los hechos debería facilitar evitar la retórica y la teleología tan frecuentemente asociadas a octubre de 1917, acontecimiento casi olvidado como realidad histórica y que ha sido sustituido por una leyenda consolidada a lo largo del tiempo.
El poder bolchevique
La revolución rusa, la de febrero de 1917, supuso la caída del régimen zarista. Fue considerada como un gran acontecimiento liberador en la Europa devastada por la guerra entre las potencias dominantes del orden decimonónico. La caída del zarismo por una revolución democrática iluminó las esperanzas de millones de hombres y mujeres que habían sufrido la barbarie tan de cerca. La creación de consejos, soviets de obreros, campesinos, vecinos y soldados, como expresión de la auto-organización social revolucionaria, que ya habían aparecido embrionariamente en la revolución de 1905, marcaba una forma de afrontar desde abajo la debacle del orden político que había lleva a la Gran Guerra. Grandes sectores del movimiento obrero occidental vivieron con gran atracción ese momento histórico.
En esa perspectiva ilusionante fue, también, contemplada la toma del poder por los bolcheviques en octubre de 1917, que aparecía como una culminación del proceso revolucionario iniciado en febrero. Sus aspectos centrales eran la lucha por la paz, la reforma agraria y el establecimiento de un poder democrático basado en el poder de los soviets. Esa posibilidad de conquista del poder por los de abajo suscitó una conmoción universal y una gran corriente de simpatía entre las corrientes tanto socialistas como anarquistas del movimiento obrero. También alimentaría en los años siguientes amplios movimientos revolucionarios basados en consejos o soviets en muchos países europeos desde Baviera a Hungría, desde Finlandia al norte de Italia).
Pero aquí nos encontramos con la primera antinomia de la revolución rusa, el primer equívoco que persiste hasta nuestros días. La conquista del poder por los bolcheviques fue identificada con el establecimiento de un poder de los soviets. Pero esa equiparación fue una trampa desde el primer momento. Octubre no fue el triunfo de los soviets sino el triunfo de los bolcheviques, lo cual es radicalmente diferente.
La insurrección bolchevique, previa al Congreso de los Soviets, pretendía situar a éste ante un hecho consumado. La concepción de Lenin y los bolcheviques sobre los soviets era instrumental, como lo era su consigna de Todo el poder a los soviets. No consideraban realmente que fuera una forma instituyente de gobierno democrático desde abajo sino un mero medio en la estrategia insurreccional. Por ello, como señalaba Castoriadis, existió una única revolución, la de febrero, porque octubre no fue una revolución, en el profundo sentido del concepto, sino la toma del poder por un partido.
Nada más ajeno a la concepción bolchevique que una alternancia en un poder soviético con otras fuerzas políticas. Lenin consideró la conquista del poder como un triunfo definitivo y no concebía una institucionalidad que pudiera conllevar a su desalojo si no era por la fuerza. Por ello hicieron todo lo que consideraron necesario para conservarlo.
El poder bolchevique se orientó ab initio a una dictadura de partido. En los primeros meses, se produjo la eliminación de la libertad de expresión (salvo, todavía, dentro del partido), la ilegalización de partidos soviéticos, la disolución de la Asamblea Constituyente, la conversión de los soviets en meros instrumentos de gestión administrativa controlados por el partido, etc. Todos esos fueron pasos decididos y ejecutados desde el principio.
La creación de la Checa fue otra decisión inicial decisiva para la instauración de un poder no sometido a ningún control ni a ningún límite. Víctor Serge describió ese momento como un punto de inflexión en la evolución del poder bolchevique, y creo que le asistía toda la razón.
Rosa Luxemburgo contempló muy críticamente esos primeros pasos del poder bolchevique. Su excepcional opúsculo La revolución rusa, escrito en 1918, constituye un documento imprescindible para comprender como el bolchevismo se separaba en su práctica de cualquier forma de ejercicio concreto de la soberanía nacional por el pueblo o los trabajadores, algo completamente ajeno a lo que la socialdemocracia revolucionaria había sostenido.
Para los bolcheviques el poder instituyente no residía en el conjunto de la nación, ya que contemplaban a la gran masa campesina como el terreno baldío que había permitido a la persistencia del zarismo. Pero tampoco atribuían el poder instituyente a los órganos de poder nacidos desde abajo.
Lenin concebía al partido como un apoderado plenipotenciario no de unos trabajadores concretos sino de los intereses de una clase obrera universal. El determinismo histórico constituye un elemento central de la concepción marxista básica tal y como fue asimilada por la dirección bolchevique. La sacralización del partido como vehículo histórico de los intereses de una clase confería a sus dirigentes la soberanía última no sólo para efectuar una insurrección sino, también, para el ejercicio de un poder sin límites. El nuevo Estado se legitima porque tiene una misión histórica y de esa misión se deriva la posibilidad de un ejercicio sin límites del poder del Estado porque hay una élite (la vanguardia revolucionaria, el partido leninista) que posee una ciencia del poder.
El sistema estalinista
La intervención extranjera y la guerra civil dieron lugar a un creciente aislamiento del poder bolchevique. En respuesta al terror blanco aplicó el terror rojo frente a sus adversarios. Lo aplicó alejado de cualquier límite o control, incluyendo las represalias colectivas por origen social, étnico o relación familiar.
La prohibición de las tendencias en el X Congreso del Partido Comunista acabó con el debate dentro del partido único y la represión despiadada de los insurrectos de Kronstadt y contra los mencheviques y anarquistas, acabo de sellar la naturaleza autoritaria del poder bolchevique.
Indudablemente, la creación de la checa, la dinámica monolítica del partido y la utilización del terror generaron desde los primeros años veinte una maquinaria infernal que allanó el camino sobre el cual Stalin consiguió implantar su régimen. Desde el punto de vista social Stalin apoyó su conquista del poder en una estructura burocrática expandida aceleradamente, con la incorporación de decenas de miles de nuevos bolcheviques, muchos de origen obrero, con una cultura de sometimiento completo a los jefes.
En poco tiempo se produjo la transición del poder autoritario bolchevique a una forma de totalitarismo que sometió, durante décadas, a millones de personas a un régimen de dominación total y que fue exportado con éxito a otros países tras la toma del poder por los partidos estalinistas.
El régimen de Stalin fue durante más tres décadas un régimen de terror de masas aplicado en frío. La colectivización forzosa supuso en el período 1930-1933 una experiencia monstruosa de ingeniería social destructiva que ocasionó la muerte de millones de personas a través de la hambruna generada, casi programada, en Ucrania y otras regiones de la URSS. El año 1937, el año del gran terror, supuso más de 700.000 ejecuciones sin juicio. En esas décadas, la deportación y los trabajos forzados en el sistema concentracionario del Gulag afectaron a muchos millones de personas.
El estalinismo constituyó una novedad histórica capaz de consolidar durante un largo período una forma totalitaria de comunismo-capitalismo de Estado, gobernado por una burocracia estratificada que utilizaba como retórica de su dominio apelaciones al socialismo y a la clase obrera. El triunfo de Stalin no puede considerarse un mero accidente. Tampoco puede entenderse como tal la implantación de un sistema totalitario que consiguió expandirse después de 1945 al Este de Europa y que constituyó el ejemplo para el establecimiento del régimen maoísta en China, así como de los regímenes estalinistas de Vietnam, Corea del Norte y Camboya. La creación totalitaria estalinista ha marcado el, siglo veinte tanto o más que los totalitarismos fascistas.
Tras la muerte de Stalin, el sistema soviético abandonó el terror de masas, propio de la fase de delirio totalitario, para establecer una forma de poder tutelada por una potente casta militar, un régimen estratocrático, con fuertes componentes totalitarios, que, como sabemos, fue incapaz de soportar el paso del tiempo y su aislamiento social y se derrumbó para dar paso a la conversión de la burocracia estatal en el germen de la nueva clase capitalista neoliberal del actual régimen autoritario de Putin.
Después del hundimiento del sistema soviético
En el centenario de la revolución rusa es extraño llegar a leer alguna legitimación directa del estalinismo. En cambio, resulta frecuente encontrarse con legitimaciones indirectas, asociándole a una forma de modernización de un país atrasado, al antifascismo que permitió la derrota del Eje en 1945, al anticolonialismo e, incluso, a la aparición del Estado del Bienestar en Europa Occidental. Esos argumentos, un tanto sofísticos, se basan en una serie de olvidos clamorosos y, en bastantes casos, en la renuncia a contraponer debe y haber, costes y resultados. Olvidan que la modernización soviética debe ponerse frente a frente con el brutal coste humano, social y ecológico que produjo, y en comparación con otras vía de “modernización” menos brutales. Olvidan, por ejemplo, que 1945 supuso el fin de un totalitarismo, pero también, la expansión de otro, los regímenes estalinianos. Olvidan que las fuentes auténticas del anticolonialismo residen en las movilizaciones masivas de los pueblos y que la influencia del estalinismo lo que favoreció fue, precisamente, la afloración de movimientos autoritarios y la articulación de los estados nacientes mediante modelos orientados, en muchos casos, al partido único y a formas despóticas que han dado lugar a muchos Estados fallidos. Olvidan que el pacto social que hizo posible lo que se ha dado en llamar Estado de Bienestar fue posible por la fuerza del movimiento sindical y como un claro contra-modelo al despotismo de los regímenes soviéticos.
En mi opinión, la herencia de estos cien años del Octubre soviético deja pocos aspectos positivos para la reconstrucción de un proyecto emancipatorio. En primer y fundamental lugar, porque el balance de sufrimiento humano ocasionado por los regímenes que se reclamaban soviéticos es atroz.
Por otra parte, la herencia, la sombra del pasado también se puede reconocer en unas formas de concebir la izquierda con una sorprendente fascinación por el poder y la violencia, por el verticalismo y el autoritarismo, incluyendo el apoyo a dictaduras “progresistas”. El culto a los líderes, el instinto oligárquico y una gran desconfianza por la auto-organización de la sociedad son los corolarios de unas concepciones que, aunque en crisis, aún están presentes en las formas de organización y en la cosmovisión vital de la izquierda, incluso en las nuevas formaciones nacidas en los últimos años.
La vacuna contra esos rasgos no consiste en un indefinido regreso a ninguna fuente original y, mucho menos, a la leyenda de un Octubre ruso malinterpretado en su génesis y en sus consecuencias.
La fuente viva se encuentra en la impregnación de la necesidad democrática más completa, en la confianza en la auto-organización social y en el aprendizaje de los movimientos sociales que en las últimas décadas han cuestionado el orden neoliberal y el absurdo camino a ninguna parte del productivismo capitalista.
No hay que mirar hacia el pasado ni hacia arriba. Miremos hacia el futuro desde abajo.
Un siglo después (1917-2017): Un legado entre escombros
20/10/2017
José Luis Mateos
Sociólogo, sindicalista, miembro de la Fundación Andreu Nin
Nadie consideraría razonable condenar la Revolución francesa por la evolución de la sociedad capitalista. En cambio, sí es habitual desacreditar la Revolución rusa desde los escombros dejados por el socialismo real, esa construcción política recreada por el estalinismo.
Se trata de la Revolución rusa y no solo de Octubre, de un complejo e inaudito proceso revolucionario del que Octubre fue su culminación. Una culminación que conviene recordar se podría llenar de matices, pues ese mismo proceso supera y se proyecta por encima del mítico mes. Respetando el calendario gregoriano, nos encontramos con profundas convulsiones sociales y políticas: Revolución de Febrero, Jornadas de Julio, Jornadas de Agosto contra la “korniloviada” y por fin, con la Revolución de Octubre. Aunque Octubre sea un desenlace repleto de simbolismo, hubo que transitar por febrero, julio y agosto, sin olvidar que los otros meses no dejaron de ser ricos en acontecimientos y en agudos conflictos sociales.
Entre el sueño de los de “abajo” y la hostilidad de las “élites”
Bien se puede considerar que la Revolución rusa condensó, en el espacio de 10 meses de 1917, cuatro revoluciones: febrero, julio, agosto y octubre. La caída de Nicolás II y de la dinastía de los Romanov, tras una inmensa insurrección obrera, en febrero. En el Petrogrado de julio de 1917, el proletariado ruso y las masas de soldados exasperadas por la continuidad de la guerra, descubren, con irritación (tras la fracasada ofensiva militar de junio), los vínculos de su gobierno “democrático” con los intereses imperialistas franco-británicos. El grito de ¡Fuera del Gobierno los ministros capitalistas! sintetiza, políticamente, las aspiraciones democráticas de la mayoría, apuntando directamente al gobierno de coalición. La insurrección proletaria de julio fue aplastada, los bolcheviques y otras organizaciones de izquierda ilegalizadas, los soviets arrinconados… Un mes después y tras la derrota de julio, la derecha se decide a ahogar en sangre el proceso revolucionario. El general Kornílov es el depositario de esas inquietudes, pero no contaban con la formidable respuesta del proletariado ruso. Kornílov, fracasa abandonado por sus propios soldados y por la huelga general que paraliza e impide los desplazamientos de tropas. Reacciones en principio defensivas se transforman en respuestas revolucionarias incontenibles. Es el momento del ¡Todo el poder para los soviets! Simultáneamente se comienzan a operar cambios en los propios soviets: mencheviques y eseristas dejan de ser mayoría en favor de los bolcheviques. La situación de doble poder, en octubre, se resuelve en favor de los soviets de delegados obreros, campesinos y soldados. El Gobierno Provisional había dejado de existir.
Como quiera que sobre Febrero y Octubre existe una profusa literatura (en ambos casos implicaron cambios de régimen), llama la atención, por su especial significado, las Jornadas de Julio y Agosto. En estos meses no se trataba de cambios de régimen y sin embargo, son los momentos culminantes de la estrategia bolchevique. Una maestría estratégica que sobre todo, logró poner en armonía la ética, el compromiso con los intereses de la clase obrera y los objetivos políticos.
En Julio, la clase obrera se lanza a una lucha desesperada contra los desastres de la Gran Guerra. El mes anterior el Gobierno Provisional había decretado una ofensiva militar en todos los frentes, lo que culminó en una derrota repleta de calamidades. El partido bolchevique, acertadamente, concluyó que la insurrección obrera contra el Gobierno no podía triunfar (éste controlaba todavía una parte del Ejército y además, el campesinado ruso permanecía pasivo). No obstante y estando en desacuerdo, se puso al frente de la movilización a fin de reducir los costes humanos y buscar una retirada ordenada que evitara una derrota de consecuencias fatales. Un magnífico ejemplo de identidad de clase…, los bolcheviques pensaron que si la clase obrera era derrotada, ellos correrían la misma suerte.
Un mes después, en agosto, el general Kornílov auxiliado por toda la reacción, decide acabar con la inestabilidad y con un golpe de Estado restaurar el viejo régimen o cuando menos, poner fin a la revolución. Los bolcheviques ilegalizados tras las Jornadas de Julio, con sus dirigentes escondidos o detenidos, se aprestan a salvar al Gobierno Provisional y defender Petrogrado contra el golpe contrarrevolucionario. Así lo hicieron, sabiendo distinguir entre el enemigo principal, Kornílov (de haber triunfado liquidaría al Gobierno y por supuesto a los bolcheviques), del enemigo secundario (el Gobierno Kerensky). Es decir, aliarse con Kerensky para combatir a Kornílov. El comportamiento ejemplar de los bolcheviques incrementó la fuerza del partido hasta niveles impensables meses antes.
El recuerdo de la Revolución rusa supone una pesadilla para los grupos sociales dominantes, cuando la hegemonía del pensamiento neo-liberal ya ha mostrado su capacidad destructiva. No pretenden polemizar, se trata de descalificar o desalentar la posibilidad de construcción de cualquier proyecto emancipatorio. Los fantasmas no asustan cuando se contempla el pasado, sino cuando se recrean en el presente. Y para impedir su recreación, el neo-liberalismo tiene que reescribir el pasado.
Por tanto, no sorprende la hostilidad de estos grupos, fundamentalmente preocupados por la posibilidad de reencuentro con el “hilo rojo”, ese que une las justas y dignas luchas de diferentes generaciones por una sociedad mejor.
Otro mundo era posible
En su momento y en los años venideros la revolución disfrutó de un inmenso prestigio social e internacional. Incluso tras la despiadada guerra civil (1918-20) el mundo entendió que gracias a la revolución se precipitó el final de la Gran Guerra, la mayor matanza de seres humanos hasta entonces efectuada por el sistema capitalista. También los Imperios centrales, Hohenzollern y Habsburgo desaparecieron para siempre, les precedió la dinastía de los Romanov, baluarte de una autocracia de rasgos medievales. Se expandió la convicción de que la humanidad debía poner fin a todo aquello que había creado las condiciones para que los pueblos se despedazarán entre sí en beneficio de sus oligarquías respectivas. El capitalismo, el imperialismo, el militarismo fueron reconocidos como fenómenos aborrecibles. Generó tantas simpatías que tanto la socialdemocracia como el anarquismo fueron tentados a superar sus diferencias con el bolchevismo. En España tanto en el PSOE-UGT como en la CNT fue difícil sustraerse a las corrientes de simpatía hacia la revolución.
La revolución no fue obra de minorías audaces sino de mayorías sociales conscientes, capaces de aprender y asociar su suerte al desenlace del conflicto en curso, meses de grandes acontecimientos, de profundos virajes en la relación de fuerzas entre las diferentes clases sociales, un examen permanente para todos los grupos políticos, constituyendo una especie de selección natural en que se podía pasar del apogeo a la decadencia en breves días… Masivo y popular fue febrero y julio y agosto y así hasta octubre (siempre bajo el protagonismo y hegemonía de la clase obrera). Reducir Octubre a la pericia de un Comité Militar Revolucionario dependiente del Soviet de Petrogrado es un grave error que deforma la realidad que vivieron millones de seres humanos. Sin ese empuje masivo de las clases trabajadoras, sin su voluntad de vencer, la audacia del partido bolchevique no hubiese sido más que una quimera. Fue la fiesta de los pobres, de los excluidos (en cierto sentido la fiesta se prolongó durante semanas, hay que recordar que el nuevo gobierno de Comisarios del Pueblo se las vio y deseó para poner fin a las consiguientes fiestas callejeras).
Además, la revolución tuvo un innegable y contundente carácter democrático. Sin esa naturaleza nada hubiese sido posible: Poner fin a la Gran Guerra, sin anexiones ni indemnizaciones, reconocer el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas por los estados ruso, alemán y austro-húngaro, expropiación de los terratenientes y entrega de la tierra al campesinado pobre, nacionalización de la industria y control obrero de la producción y distribución de bienes, obligatoriedad de la enseñanza pública, repudio de la deuda externa, reconocimiento sin límite de derechos y libertades por igual para mujeres y hombres, separación absoluta entre la Iglesia y el Estado, convocatoria de una Asamblea Constituyente… En fin, todas ellas tareas propias de cualquier revolución burguesa, pero que, obviamente, ya no se podían hacer con la burguesía, sino contra ella. Conviene resaltar que este cuantioso programa de transformaciones sociales no era el programa de los bolcheviques sino la demanda permanente de la mayoría social organizada en los soviets, compartido, en gran medida por las otras fuerzas progresistas (mencheviques, eseristas y anarquistas).
Sin embargo, lo más importante es que la revolución demostró que otra sociedad era posible y en consecuencia que otro mundo también. Atrás deberían quedar las guerras, la ignorancia, la miseria y la exclusión social, la explotación del hombre por el hombre, cualquier forma de desigualdad, de opresión… En definitiva algo así como que la tierra será el paraíso, patria de la humanidad.
Elementos endógenos de una degeneración no prevista
Si la revolución social en un país atrasado con sus características específicas, con sus conflictos y sus fuerzas sociales fue elevada a la categoría de modelo universal indica, cuando menos, que los atractivos del bolchevismo fueron, en su momento, desbordantes. La posterior degeneración estalinista no anula su fulgor contagioso aunque sí la invalida como referencia transformadora en el mundo en que vivimos…
Sin embargo, no es justo considerar que el proceso degenerativo sea achacable al encumbramiento de una personalidad detestable (Stalin). Tras la revolución, la guerra civil, la invasión extranjera y las calamidades subsiguientes vienen a producirse cambios profundos en la estructura social que acentuarán el viraje hacia lo que ya sería irreconocible. Pero antes, hay elementos en el bolchevismo que facilitarán esa evolución, probablemente contra la voluntad y las ideas del propio partido bolchevique. Así, la teoría leninista del partido, la teoría del Estado y la misma concepción estratégica del proceso revolucionario, terminaron por dar cobertura a la posterior degeneración. No hay que desechar, por tanto, la existencia de elementos endógenos en el bolchevismo favorecedores de ese proceso:
La consideración del partido como factor necesario de la conciencia revolucionaria, como depositario y conocedor de los intereses estratégicos de clase, parece ser que inaccesibles a una clase obrera que, supuestamente, solo es capaz de conocer sus intereses económicos inmediatos. La separación deliberada entre una vanguardia omnisciente y unas masas moldeables terminarán alimentando la futura concepción autocrática del estalinismo. ¿Cuántas veces habremos escuchado aquello de que una clase es lo que su dirección política quiere que sea? o, ¿sin partido revolucionario una “clase en sí” podría elevarse a la condición de “clase para sí”?. Un partido revolucionario ¿puede excluir a otro partido que también organiza a la misma clase? Solo desde un subjetivismo trascendente pueden establecerse ideas que en la práctica, niegan cualquier coexistencia con el pluralismo de clase.
No es verdad que la clase obrera para elevarse a la categoría de sujeto político necesite identificarse con un partido director (revolucionario, claro). Si así fuera, podría ser sujeto en sentido histórico pero no sujeto político- más bien sería objeto político- el sujeto sería el partido y no la clase. ¿Por qué un partido y no dos? ¿Por qué un partido jerarquizado y no democrático? Siempre se ha afirmado que en las condiciones en que se desenvolvía la sociedad durante el zarismo, cualquier posibilidad de desarrollo democrático de un partido de masas era inviable. Esa amputación democrática debiera haber sido susceptible de eliminarse a la primera posibilidad.
Pero el Estado que aspiraban construir los bolcheviques se vio sometido a pruebas indeseables. No iba a poder ser un Estado dirigido por una cocinera, ni a transitar, cómodamente, del dominio sobre las personas a la administración de las cosas. En su inicio la Dictadura del proletariado se asociaba a lo que se entiende por “Tipo de Estado” y no como forma de régimen político. No olvidemos que la teoría marxista considera que todo Estado es, en última instancia, una dictadura de unas clases sobre otras, aunque esa dictadura pueda adoptar la forma de diferentes clases de régimen (siempre es preferible la democracia parlamentaria a la dictadura fascista), aunque ambos modelos constituyan diferentes formas de ejercer una dominación de clase. Pues bien, el régimen soviético terminó asociando, sin diferenciación alguna, el tipo de Estado y la clase de régimen, alejándose de cualquier evolución democrática.
La propia práctica política desarrollada por los bolcheviques, ya en el poder, terminaría creando las condiciones de su propia aniquilación futura: disolución de la Asamblea Constituyente, negativa al gobierno de coalición de los diferentes partidos obreros (particularmente mencheviques internacionalistas y eseristas de izquierda), prohibición del resto de partidos políticos, eliminación de la autonomía e independencia de los soviets, subordinación de los sindicatos al poder del Estado, supresión de la libertad de opinión en el propio partido, el terror sobre propios y extraños, Kronstadt…
Las justificaciones para este viraje se centraron en la situación de extrema dificultad para salvaguardar la revolución. La guerra civil, la invasión de las potencias extranjeras, la destrucción de las fuerzas productivas, una economía desquiciada, todo ello hizo aproximarse a Rusia y a las otras naciones soviéticas a la barbarie. Una fortaleza asediada que habría de defenderse sin que la revolución europea acudiese en su ayuda. Poderosas condiciones objetivas apuntaban hacia una degeneración que parecía inevitable y que las medidas adoptadas por el poder soviético acentuaban en grado sumo.
El hecho de que lo excepcional se convirtiera en estructural iba a dilucidarse en los seis años del interregno (1923-29). Después nada quedaría de la llamarada que conmovió al mundo. Un régimen despótico y policiaco ocuparía el lugar de las ilusiones desvanecidas. La clase obrera no era sujeto ni protagonista en la construcción del socialismo sino objeto y víctima de un nuevo régimen político desconocido en la historia. Obviamente, no se construía el socialismo.
El triunfo de la degeneración estalinista
El aislamiento de la revolución rusa acentuó sus rasgos nacionales y éstos, a su vez, favorecieron dicho aislamiento. No obstante, este recorrido no se efectúa sin contradicciones y mucho menos sin resistencias. Si hasta 1923 los pasos atrás (NEP, limitación de la democracia soviética y partidaria…) eran reconocidos como lo que fueron, a partir de ese año ya forman parte del cuadro completo y dejan de ser retrocesos inevitables para convertirse en virtudes (Bujarin: ¡Enriqueceos!, el socialismo a paso de tortuga).
La resistencia a este proceso no podía proceder de una clase obrera débil y agotada, desprovista de protagonismo y con sus organizaciones integradas en el Estado. Solo desde el interior del partido bolchevique habría de producirse. Asuntos como el régimen de partido, la política de la Internacional Comunista (IC), la continuidad de la NEP y la construcción del socialismo, además de la interpretación del pasado revolucionario y el legado leninista. Pero en estos debates solo la élite del partido pudo participar mientras la masa de afiliados y la clase obrera fueron espectadores pasivos de los virajes que se producían, permaneciendo ajenos al desenlace. Oposición de izquierda, oposición conjunta y oposición de derecha protagonizaron las diferentes etapas, pero por encima de todo, dos ideas: “revolución permanente” o “socialismo en un solo país”. En ellas se sintetizaba el presente pero también el futuro del comunismo.
En el llamado Interregno (1923-1929) se resolvió lo que había de ser el futuro. La Unión Soviética va a vivir una formidable contrarrevolución en que todo aquello que fue derrotado en 1917-20 va a renacer con fuerza incontenible. Un país sin industria y con la vieja clase obrera incorporada a la dirección del Estado, con las viejas clases dominantes antes derrotadas, pero que ahora, veían al partido como cauce para la expresión de sus intereses, daban un conjunto en que las condiciones materiales no ofrecían posibilidad alguna para la recuperación de un proletariado revolucionario. Los veteranos bolcheviques debían batirse en retirada y una nueva hornada de burócratas y arribistas abrazaban las nuevas teorías que ponían fin a la inquietud revolucionaria. “El socialismo en solo país” colmaba sus aspiraciones, otorgaba seguridades y eliminaba rebeldías que resultaban incomodas para una sociedad agotada por la miseria y el sufrimiento. Poco importaba que esa misma teoría reprodujese, en un interminable bucle, las miserias y el sufrimiento en los cuales se apoyaba su hegemonía.
La Oposición de Izquierda (trotskysta) primero y la Oposición Conjunta (Trotsky-Zinoviev-Kámenev) después, defendieron la restitución de la democracia interna en el partido bolchevique en contra del nuevo credo monolítico (Stalin-Bujarin-Rykov), aunque no pusieran ningún entusiasmo en la legalización del resto de organizaciones obreras. Abogaron por los planes de urgente industrialización, en el marco de la NEP, como instrumento para la modernización social y para la recuperación del proletariado, mientras el grupo dominante eternizaba la NEP y amenazaba con la expansión de la economía capitalista. Cuestionaron la política de la IC reconvertida en fuerza complementaria de la diplomacia soviética: el fracaso de la huelga general en Gran Bretaña, auspiciada por el llamado Comité Anglo-Ruso (laborista-comunista) y el fracaso de la revolución china en 1927 (la IC presionó al PC Chino para su incorporación al Kuomintang) resultarían elocuentes. Después de derrotada la Oposición Conjunta Stalin se revolvería contra sus aliados del ala derecha (Bujarin-Rykov-Tomski), dando comienzo a la colectivización forzosa y a una brutal industrialización, indisociable de una represión que en nada envidiaría a la del zarismo. Todo lo que recordaba al Octubre victorioso quedaba proscrito hasta culminar en el exterminio de la “vieja guardia”. No debían quedar testigos de Octubre. Mientras, una especie de nueva inquisición se apoderaba del partido, falsificando la historia, alentando la delación… En fin, un nuevo régimen se elevaba como sinónimo de la construcción del “hombre nuevo”.
Independientemente del carácter caprichoso del dirigente, el estalinismo no podía describir una linealidad histórica. Representa la supremacía de un nuevo grupo social parasitario, la burocracia, la que en definitiva, motiva sus caminos y sus ritmos. Así se explica su viraje ultraizquierdista cuando de combatir al ala derecha del partido se trata, el “socialfascismo”, teoría oficial vigente hasta 1934 y que contribuyó al éxito de Hitler y al hundimiento del PC alemán, el mayor partido comunista de occidente. Después el “frentepopulismo” en que el antifascismo se convertía en la negación de la revolución social (en España se experimentó su fracaso). En ambos casos, no era la defensa de la revolución social la que impulsaba las iniciativas sino la supervivencia de la burocracia como grupo dominante.
No es objeto de este trabajo el análisis de las posiciones de Trotsky, de sus numerosos errores ni de su compromiso con la revolución socialista. Las ideas de la teoría de la “revolución permanente” así lo reflejan: a) la revolución democrático-burguesa en los países dependientes es una tarea que corresponde al proletariado, la lucha democrática no se hace con la burguesía sino contra ella, bajo la dirección del proletariado. La revolución democrática va indisolublemente unida a la revolución socialista. b) la revolución en un determinado país está vinculada a la revolución internacional. c) el proceso de construcción del socialismo es imposible en un solo país, siendo el capitalismo la economía dominante a escala universal, solo la revolución internacional permitiría dar avances en esa dirección.
Pero Trotsky y la vieja guardia bolchevique no pudieron vencer. Como todos los derrotados hubieron de afrontar la ignominia de la mentira y la difamación. Como revolucionarios incorruptibles acabaron sus días en las consiguientes purgas, sin comprender, muchos de ellos, como la revolución más grandiosa de la historia era devorada por una contrarrevolución gestada en el partido más revolucionario de la historia. Por el contrario, Trotsky (expulsado de la URSS en 1928) quiso rescatar la tradición bolchevique de la perversión estalinista. Siguió creyendo que en la URSS solo era necesaria una revolución política que restaurase la democracia proletaria puesto que, la revolución social de 1917, había echado raíces indestructibles.
El caso es que en la década de los 80 cuando el llamado ”socialismo real” entra en fase de descomposición, no habrá nadie dispuesto a defenderlo. El comunismo correrá la suerte del estalinismo, fundidos ambos en una idea común. Carece de sentido reivindicar el comunismo auténtico contra la degeneración que engulló todo su componente subversivo y revolucionario. La construcción de un nuevo proyecto emancipatorio no puede efectuarse con sus presupuestos ni con sus tradiciones. La generosidad de sus militantes y de las clases obreras que lucharon por aproximarse al socialismo se hicieron acreedores a mejor suerte.
Recuperando el “hilo rojo”
El fracaso de la Revolución rusa y del comunismo no hace bueno al capitalismo ni a sus manifestaciones destructivas. Hoy como ayer sigue siendo necesario responder a los dramas humanos y a los conflictos sociales huyendo de la equidistancia y optando por todo aquello que contribuya a la protección de los derechos humanos y a la ampliación de la democracia. Buena receta esa que nos dice –más allá de toda duda o confusión- que no podemos ser neutrales, que cualquier compromiso tiene el sentido de hacer que los seres humanos sean más iguales y más libres. Y para esto, el comunismo, el “hilo” que la historia de los conflicto de clase nos legó, terminó entre escombros de esperanzas defraudadas. La humanidad tuvo que soportar una nueva guerra mundial devastadora, infinidad de nuevas guerras locales, fascismos, militarismo, racismo, montañas de sufrimiento, pobreza, opresiones de clase, de género… y en estas seguimos hasta comprometer, incluso, la supervivencia del propio planeta. Este balance es la prueba más esclarecedora de la derrota histórica de lo que fue un proyecto colectivo de emancipación humana, eso que denominamos “comunismo”.
De las enseñanzas que nos proporciona su trágica trayectoria, se podría concluir que la construcción de un proyecto emancipador no puede abordarse bajo las ideas, estrategias y programas de aquel fracaso histórico. No solo las condiciones sociales, la evolución del capitalismo y hasta los actores sociales, antiguos y actuales, requieren de nuevos objetivos, estrategias y programas.
La idea de “revolución democrática” podría sintetizar las aspiraciones de una nueva “mayoría social”, en que los intereses de las clases subalternas y demás grupos sociales excluidos de la toma de decisiones, sean protagonistas del futuro próximo de la humanidad. La “revolución democrática” expresaría el intento de trasladar a las relaciones sociales, a la economía, a la relación entre la actividad económica y la naturaleza, los componentes democráticos que no deben limitarse a la esfera de lo institucional. La democracia y los derechos humanos deben perder toda consideración instrumental, a la que tan proclive, en otros tiempos, ha sido la izquierda.
Otro error al uso es el antagonismo arbitrario entre la democracia directa y la democracia representativa. ¿Es posible la coexistencia? Sí, además de deseable. ¿Son incompatibles? No necesariamente. Recordemos que ha sido frecuente entre la izquierda clásica calificar a los procesos de reacción burguesa u oligárquica como “contrarrevolución democrática”, una contrarrevolución que en ningún caso tuvo nada de “democrática” y sí de restauración autoritaria o criminal de los privilegios de determinadas minorías. El adjetivar esos procesos como democráticos y situarlos enfrente de los procesos revolucionarios, constituyó un inmenso e inmerecido regalo a los grupos sociales dominantes.
Cuando en una sociedad determinada existen desigualdades entre los diferentes grupos sociales, se entiende que unos disponen de un acceso preferente o privilegiado a los bienes y servicios producidos por el conjunto social, siendo, dichos bienes y servicios resultantes del factor trabajo. Cuando una minoría disfruta de una capacidad económica superior, puede decidir los límites de la redistribución de la riqueza, de las decisiones gubernamentales que afectan a la economía, de la política fiscal, de la amplitud de los servicios públicos. De la misma forma, las instituciones políticas y las normas jurídicas se adecúan a sus intereses, incluso en aquellos sistemas considerados más democráticos. Pero toda dominación necesita de un determinado nivel de consentimiento de los grupos considerados subalternos, de una cierta legitimación y aceptación social, condiciones todas ellas que aseguran la invulnerabilidad, en este caso, de las élites dominantes.
Pero la dominación se ejerce de forma diversificada, abarcando, en consecuencia, todas las esferas de las relaciones sociales. Así, se puede hablar de dominación política, económica, social, cultural, nacional, ideológica, familiar… La forma de ejercicio de la dominación no es independiente de los objetivos de la dominación misma.
Bajo las circunstancias actuales de crisis global de la economía capitalista, los grupos sociales dominantes persiguen objetivos cuyas consecuencias implican la modificación profunda y radical del capitalismo conocido hasta el presente. El pensamiento neo-liberal no entiende de pactos ni de compromisos, el poder económico, ideológico y político no puede ser compartido y la necesidad de su concentración obedece a la naturaleza propia del capitalismo en época de crisis. En ese sentido, la democracia no deja de ser una superestructura incómoda, el Estado de Bienestar una rémora para la globalización absoluta y el medio ambiente el escenario al cual depredar sin límite alguno. Podría ser de otra forma pero esas poderosas fuerzas están imponiendo sus soluciones, las que aproximan a la humanidad hacia la barbarie… Pero el desenlace depende de nosotros y no tanto de ellos.
Contra esa “alianza de las élites” se hace necesario un “bloque social” que represente a la otra parte de los intereses en conflicto. En este sentido el conflicto entre trabajo y capital sigue siendo central pero no es el exclusivo. El feminismo y la lucha por una economía sostenible y respetuosa con el medio, constituyen las fuerzas motrices de cualquier aspiración de cambio radical.
En nuestro país y junto a esas fuerzas, el conflicto por los derechos nacionales de las naciones que el Estado no reconoce como tales, es otro de los factores que, indudablemente, hay que tomar en consideración. A grandes rasgos, la transformación democrática en nuestro país, avanza en la dirección ya descubierta por el 15-M en su momento: la lucha por un nuevo proceso constituyente, la democratización de la economía y la defensa del Estado de Bienestar; nuevos poderes, nuevas condiciones de vida y nuevos derechos.
De eso se trata, de que la “mayoría social” devenga en “mayoría política”. Un gobierno de la “mayoría social” que habría de poner en marcha –apoyándose en el “Boque social” y en la movilización-, cauces hacia el nuevo proceso constituyente, medidas que modifiquen las condiciones de vida de los de “abajo” y la recuperación del estado de bienestar.
Al menos, es un intento de que el “hilo rojo” del pasado pueda ser rescatado de los escombros dejados por el estalinismo. Su valor subversivo y transformador así lo requiere. El futuro del socialismo, también.
Madrid, octubre 2017.
El despertar de las esperanzas
18/10/2017
Fabrizio Burattini
Sindicalista, exdirigente de la CGIL de la enseñanza y de la USB, y miembro de Sinistra Anticapitalista
El año 1917 supuso una verdadera línea divisoria en la historia del movimiento socialista. Desde luego el factor determinante fue la Revolución Rusa, pero, igualmente decisivos fueron los acontecimientos, las elaboraciones y las elecciones que diversos actores colectivos e individuales protagonizaron en ese periodo en otros muchos países.
Toda Europa fue golpeada por fuertes contradicciones entre, por una parte, un desarrollo económico impetuoso y, por otro, unas deprimidas y bloqueadas condiciones de vida de las masas populares. Una contradicción evidente para todos trabajadores y ciudadanos que veían las riquezas nacionales crecer muy deprisa y las condiciones de vidas de sus familias y de su clase social paradas o empeorándose continuamente.
Este fenómeno involucró también a Italia que, partiendo de la condición de país muy atrasado y fundamentalmente agrícola, experimentó un desarrollo industrial importante; pero todo ello solo benefició a una pequeñísima élite.
El país fue golpeado por numerosos episodios insurreccionales, como reacción a la pobreza y a la feroz represión de la monarquía de Saboya. El más importante fue la “Settimana rossa” (Semana roja) del junio 1914. La ciudad de Ancona conoció un gran levantamiento insurreccional, guiado por dirigentes socialistas, anarquistas y republicanos, que rápidamente se propagó en todo el centro de Italia, rozando también a Roma, y que se apagó solamente cuando la dirección reformista de la Confederación General del Trabajo desconvocó la huelga general que estaba paralizando desde hacía varios días todo el país.
Unos pocos días después, como es sabido, con la excusa del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Ferdinando, estalló la Primera guerra mundial, que pareció bloquear todos los fermentos populares, facilitando el espacio a la derecha y dejando vía libre a los dirigentes más reformistas para practicar aún más explícitamente una política de la colaboración de clases.
Pero la resaca nacionalista no consiguió ahogar durante demasiado tiempo la rabia de los pueblos ante una guerra que duraba ya varios años. En Turín, la ciudad más industrializada en aquella época, en el agosto del 1917, las mujeres de la clase obrera, desesperadas por la persistente falta de pan, saquearon las tiendas, los cuarteles de los militares, las iglesias, tomando los suministros acaparados por las clases privilegiadas. La ciudad quedó bloqueada por la huelga general varios días. Durante un mitin dos mencheviques rusos, invitados a hablar por unos dirigentes sindicales, fueron interrumpidos por la multitud al grito de “¡Viva Lenin! ¡Viva la Revolución Rusa!”. Todo acabó cuando la represión “devolvió el orden” en la ciudad con un saldo de más de cincuenta muertos.
Es en un contexto como el descrito, con muchos acontecimientos análogos en muchos más países del continente, en el que el 8 de marzo estalla en la capital rusa de Petrogrado la revuelta del pueblo que dará inicio a aquella fase extraordinaria que acabó ocho meses después en la toma del Palacio de Invierno. Una sublevación iniciada también en ese momento por las mujeres y que se propagó en pocas horas en todas las capas populares. Una revolución que, como todas las revoluciones, a diferencia de las reconstrucciones policiales, no fue diseñada en la mesa por ningún conspirador fanático, sino que nació por el acuerdo y entendimiento popular que hizo vibrar simultáneamente la indignación, el enfado y las esperanzas que invadieron los corazones de miles de personas.
Entre otras cosas, los conspiradores potenciales estaban todos muy lejos de Petrogrado: Lenin en Suiza, Trotsky en América, el mismo Stalin en Siberia, como estaban lejos también los principales dirigentes de otras formaciones políticas revolucionarias, mencheviques o populistas. Es más, estos dirigentes se sorprendieron por el carácter inesperado y profundo de la Revolución de Febrero.
Las masas de Petrogrado y de otras ciudades rusas que rápidamente se juntaron a la revuelta fueron más allá de las mismas esperanzas de los revolucionarios más comprometidos, que tuvieron organizar muy de prisa y entre muchas dificultades su vuelta en patria.
Pero la Revolución Rusa, que tan eficazmente demuestra el poder de la dinámica específica de las masas, a menudo bastante sorprendente también para los militantes más fuertemente comprometidos en actividades políticas y sociales, no se puede describir en absoluto como un himno a la espontaneidad. En los meses que pasan entre marzo y octubre, es muy decisivo el papel subjetivo de las fuerzas políticas y, en particular, del partido bolchevique. No sólo eso, podemos decir que es completamente decisivo el papel subjetivo de ciertas personalidades. Absolutamente crucial es el papel de Lenin, con su batalla muy difícil en el partido contra cualquier intento de colaborar con el gobierno liberal y la aún más delicada lucha por convencer a la mayoría de los bolcheviques elegir el camino de la sublevación.
Más decisiva aún fue la inesperada colaboración entre Lenin y Trotsky, entre los cuales en los años anteriores hubo sólo discrepancias. Es extraño que el liderazgo del levantamiento fuese confiado por Lenin a un «bolchevique recién llegado». Pero ese giro y confianza son la consecuencia de la aceptación por parte del partido de Lenin de lo que había sido desde hace una quincena de años la tesis de Trotsky, que, con una frase que pedimos prestada al Che Guevara, podríamos sintetizar en la consigna: «O revolución socialista o caricatura de la revolución».
Elegir el eslogan «Todo el Poder a los Soviets», además, no sólo rompió la colaboración de los mencheviques, sino que derrotó todas las teorías mecanicistas y economicistas que también dominaban en todo el movimiento socialista mundial, incluyendo la mayoría de sus alas más radicales y particularmente de aquellos que fueron considerados universalmente como «los herederos de Marx». La idea de que la historia non facit saltus («la historia no da saltos») rechazaba radicalmente la posibilidad de que el proletariado organizado y su partido pudieran tomar el poder en el país europeo más atrasado, desde el punto de vista económico, social, cultural, político. Sin embargo, esto fue así, gracias a la acción voluntaria y subjetiva de un partido y sus principales dirigentes.
La revolución no sólo entregó el poder a esa formidable herramienta de autoorganización social que fueron los soviets, sino que comenzó una transformación de la sociedad rusa, a nivel económico, social, cultural, de los derechos civiles y de las reivindicaciones de las mujeres sin igual en la historia, además de practicar una política sin precedentes de una «paz unilateral incondicional” para poner fin a la matanza que ensangrentaba el continente. Lenin había podido anticipar y sintetizar esta política en su escrito «La catástrofe inminente y cómo luchar contra ella», que sigue siendo un inigualable ejemplo de un programa revolucionario.
La elección del poder soviético rompe otro elemento estratégico crucial asumido por la mayoría del movimiento marxista después de Marx según el cual la revolución consistía en un cambio de las fuerzas dominantes dentro del aparato estatal. Un Estado que de burgués se convertiría en proletario sin una drástica destrucción de sus aparatos de poder y represión y de sus formas de organización, de su ser «excrecencia parasitaria» de la sociedad. Una estrategia que sustenta el «cretinismo parlamentario» que ya marcó desde entonces a la mayoría de los socialdemócratas y que determinó también una involución de sus epígonos.
Por el contrario, la línea elegida por Lenin -definida en su obra maestra política y teórica, que fue “El Estado y la Revolución” escrita en la clandestinidad en agosto de 1917 ante la urgencia de las de los acontecimientos que se precipitaban en Petrogrado- se entronca con las elaboraciones de Marx en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, “La Guerra Civil en Francia”, “Crítica del programa de Gotha”, y se enlaza también con los escritos de los años previos a la Primera Guerra Mundial del socialista holandés Anton Pannekoek, en polémica explícita con el marxismo oficial.
Por supuesto, lo que sucedió en la Rusia Soviética en los años siguientes, y más aún después de la muerte de Lenin, contaminó indeleblemente la memoria del 1917, dando voz a los más feroces detractores del socialismo y de la izquierda. Por supuesto, este argumento, el de la degeneración del sueño del octubre de 1917 hasta el colapso de la URSS en 1989, no puede obviarse, aunque no puede ser tratado en este artículo.
Es un hecho que las elecciones hechas por los líderes bolcheviques en 1917 tenían muy pocas alternativas. A todos los defensores tardíos de la idea según la cual hubiese sido mejor dejar con vida el gobierno liberal de Kerensky, hay que recordarles que no era una posibilidad incluida en los acontecimientos concretos y reales. La alternativa estaba limitada a la revolución socialista o a la imposición de las peores medidas reaccionarias de aquellos que más tarde se convirtieron, no por casualidad, en los cabecillas de las bandas contrarrevolucionarias que ensangrentaron ese inmenso país hasta 1921. Realmente el dilema era escoger entre el poder de los soviets o la imposición, en un territorio ilimitado, de un poder proto fascista que se habría combinado unos años más tarde con los fascismos que estaban surgiendo en otros países del continente. Una combinación venenosa que habría marcado dramáticamente la evolución del siglo XX en un sentido aún más trágico de lo que fue.
Nuestra revolución rusa
11/10/2017
François Sabado
Ex dirigente de la Liga Comunista Revolucionaria de Francia y de la IV Internacional
El punto de vista que defiendo es que la Revolución rusa fue gran acontecimiento en la historia de la emancipación de los pueblos. Un momento extraordinario en el cual las clases dominantes pierden el dominio que les parecía asegurado por los siglos de los siglos. Y en el cual las masas populares desbaratan todo para tomar el destino en sus manos.
Ante la pregunta histórica y teórica decisiva: ¿Había que tomar el poder en las condiciones precisas de Octubre de 1917?, seguimos convencidos de que la respuesta es positiva. El ímpetu de esta movilización antes, durante y después de Octubre 1917, el entusiasmo que suscitó y el terremoto que provocó en el mundo entero reflejan la amplitud de esta revolución.
En ese evento se mostraron las potencialidades, pero también los límites del proceso revolucionario: una revolución proletaria en un océano campesino, una guerra civil de una crueldad infinita, el agotamiento de las fuerzas productivas y de toda la sociedad, el aislamiento internacional, la propia historia del país y su ausencia de tradiciones democráticas.
Pero estas circunstancias no explican todo. Los bolcheviques y, en su dirección, los más eminentes entre ellos, Lenin y Trotsky, hicieron de la necesidad virtud y transformaron las medidas de excepción de la guerra en leyes y reglas de funcionamiento del Estado y la sociedad. Las oposiciones y la vida democrática del país fueron progresivamente -pero rápidamente en pocos años- ahogadas.
Hace falta pues reevaluar la política de Lenin y Trotsky desde los primeros años de la revolución. Ya que es sobre este semillero que la contra-revolución estalinista, una vez la revolución fue “congelada” [1], pudo acabar con lo que aún quedaba de la herencia viva de Octubre.
Revolución e insurrección
¿Podemos calificarla de golpe de Estado? La insurrección fue al mismo tiempo resultado de la revolución iniciada en febrero y punto de partida de una nueva situación revolucionaria. En cualquier caso, de golpe de Estado, ¡nada! Preparada y discutida abiertamente, la insurrección fue el punto culminante de un proceso de radicalización de las masas y de su representación en los soviets que llevó a los bolcheviques al poder. En todo el proceso revolucionario Lenin ve en los soviets una máquina de destrucción del zarismo. Les da un lugar central en su libro El Estado y la revolución, escrito en medio de la crisis revolucionaria. Pero, enfrentado a los problemas tácticos y estratégicos de la toma y del ejercicio del poder, Lenin pone la auto organización en un segundo plano y sólo se fía de la dirección militar bolchevique. Los soviets ya no son concebidos como el verdadero locus del poder, sino como el instrumento, incluso como la “coartada” del poder bolchevique.
El giro de los años 20 y la asfixia democrática
Después de la revolución, la economía estaba ampliamente desorganizada tanto en la ciudad como en el campo. El ejército estaba en gran parte descompuesto por la movilización de la tropa. Rápidamente la situación tomó un giro dramático. La primera cuestión espinosa fue acabar la guerra sin obstaculizar el desarrollo de la revolución que se esperaba se produjera en Alemania y Europa. Una furiosa discusión sobre el tema desgarró al Partido bolchevique e incluso a las otras corrientes presentes en los soviets: mencheviques, socialistas revolucionarios y los anarquistas. Lenin impuso una transacción. El tratado de Brest-Litovsk, firmado en marzo 1918, aprobó la amputación de la cuarta parte del territorio ruso y de su población, así como la pérdida de 70% de los recursos agrícolas y de acero.
Pero tan pronto como el tratado fue firmado, y para denunciarlo, los mencheviques internacionalistas y los socialistas revolucionarios de izquierda abandonan los organismos soviéticos. Ciertos sectores de los socialistas revolucionarios añaden su regreso al terrorismo contra los dirigentes bolcheviques (Volodarski es asesinado en Petrogrado en junio 1918). A partir de entonces, ya no se daban las condiciones para la unidad de los bolcheviques con los otros partidos.
Pero, en vez de conservar una orientación que permitiese una representación pluralista tan pronto la situación lo posibilitase, los bolcheviques deciden gobernar solos. Lenin pudo decir en mayo 1918: “Ahora con el poder conquistado, conservado, consolidado en las manos de un solo partido, compartir el poder está fuera de discusión”.
Obviamente, se debía combatir a aquellos que tomaban las armas contra la revolución. Pero ese rechazo a una representación política pluralista iba no solamente a aislar a los bolcheviques sino a conducirles a utilizar cada vez más métodos administrativos, represión y finalmente terror con respecto a los otros partidos y corrientes políticas.
En esta tormenta, los bolcheviques teorizarán una transición al socialismo identificada con el comunismo de guerra. La política, la economía y la sociedad debían estar hiper-centralizadas. Una vez la guerra ganada, se planteó la cuestión del abandono del “comunismo de guerra”. Los bolcheviques optaron por una apertura económica con la NEP. Pero en vez de acompañarla de una apertura política, con una “NEP política” para todos los partidarios de la revolución, después de la victoria sobre la contra-revolución interna y externa, se implantó lo contrario. Primero, por la terrible represión contra los marinos y los obreros de Cronstadt. Esta represión era injustificable. Luego por un “proceso de represión molecular” que se extiende por el país como lo escribe Boris Souvarine. Finalmente, por las decisiones del X Congreso bolchevique que van a ahogar la discusión política en el partido y en el país.
La prohibición de tendencias y fracciones en el seno del Partido, ahora denominado comunista, respondía sin duda al miedo a un desgarro o a una explosión tras las crisis que lo habían atravesado. El remedio fue peor que la enfermedad. El problema se convierte entonces en hacer la distinción entre medidas de excepción desgraciadamente necesarias y la utilización de tales medidas como medio perenne de gobierno. Sin embargo, el uso del terror y de la represión chequista se convirtió en el modo operativo del poder.
En 1936, en su libro La revolución traicionada, Trotsky escribe a propósito de las medidas del X Congreso de 1921: “La prohibición de los partidos de oposición causó la prohibición de las fracciones en el seno del Partido bolchevique; la prohibición de las fracciones dio lugar a la prohibición de pensar otra cosa que lo que hiciese el jefe infalible. El monolitismo policiaco del partido tuvo como consecuencia la impunidad burocrática que a su vez se tornó la causa de todas las variantes de desmoralización y de corrupción”.
Esas medidas fueron la expresión de todo un proceso de asfixia democrática, por medio de una desvitalización progresiva de los soviets, en los cuales las decisiones de estos eran sustituidas por las del partido. Además, por medio de la disolución de la Asamblea constituyente, en enero de 1918, y su no-sustitución por una nueva asamblea nacional, parece como si los bolcheviques juzgasen superflua, a partir de ese momento, después de la insurrección victoriosa y la toma del poder, cualquier manifestación electoral general.
En contraposición, Rosa Luxemburgo, en sus Notas sobre la Revolución rusa, apunta hacia otra perspectiva: “Dado que la Asamblea constituyente había sido elegida mucho tiempo antes del giro decisivo de Octubre y que reflejaba en su composición la imagen de un pasado caduco y no la nueva situación, la conclusión caía de su propio peso: había que disolver esta Constituyente obsoleta, nacida muerta, y ¡convocar sin más tardar nuevas elecciones para una nueva Constituyente! … En vez de ello, Trotsky generalizó la particular insuficiencia de la Asamblea constituyente reunida en octubre a la inutilidad absoluta de cualquier Asamblea constituyente, en general, y llegó incluso a negar el valor a cualquier representación popular emanada de elecciones generales en período revolucionario … Sin elecciones generales, sin libertad ilimitada de prensa y de reunión, sin confrontación libre entre las opiniones, la vida muere en todas las instituciones públicas, se vuelve una apariencia de vida en la cual la burocracia queda como único elemento activo”. El aviso de Rosa Luxemburgo resplandece.
Continuidad, discontinuidad, ruptura
Hay pues que revisar, desde un punto de vista crítico, “la gloriosa historia” de aquellos años. Pero no hay equivalencia entre la represión de los años 1918-1924 y la degeneración estalinista. No sólo en su dimensión, también en sus motivaciones más profundas. La represión bolchevique se situaba en la excepcionalidad del violento choque de la guerra civil, pero a final de los años 20 y con la colectivización forzosa de 1928 se produce una ruptura histórica. Primero por la derrota de todas las oposiciones, por la “normalización” del partido bolchevique, por la difusión de un poder de represión totalitario político y social en toda la sociedad rusa, por las deportaciones y las liquidaciones masivas. Es una contra-revolución en la revolución.
[1] “Revolución congelada” es una expresión acuñada por Louis de Saint-Just, amigo y colaborador de Robespierre durante la Revolución Francesa. Ambos fueron guillotinados en el Termidor francés de 1794.
1917, después como antes
29/09/2017
Fernando López Agudín
Periodista
Extraño aniversario el centenario de la revolución bolchevique. Envuelto en un escenario capitalista, que es justamente el que buscaban superar los compañeros de Lenin, aparece protagonizado tanto por sus más encarnizados enemigos, en un ajuste de cuentas histórico, como por sus más implacables críticos, en un intento de extraer lecciones de la implosión del estado obrero que nació de la insurrección de 1917. De esa experiencia, más de setenta años de existencia de la Unión Soviética, unos y otros, eso sí con fines opuestos, coinciden en no pocos de los análisis. Desde la ausencia de democracia, como si en algún momento de esas tensas siete décadas no hubiesen vivido bajo el acoso, al poder absoluto de Stalin, como si su personalidad fuese el demiurgo de la historia, por no hablar de los que teorizan acerca de la irrelevancia política de la clase obrera, justo cuando continúa creciendo el número de trabajadores en centenares de millones de personas. Nada más lógico que el llamado socialismo científico, del que se reclamaban todos los líderes del Octubre Rojo, haya sido sustituido por el apogeo de lo que Marx denominaba socialismo utópico.
Cuando se celebró el 50 aniversario de la Revolución de 1917, en octubre de 1967, el historiador británico E. H. Carr publicó un conjunto de ensayos sobre la experiencia bolchevique titulado “1917. Antes y después”, en el que establecía lo que entonces parecía ser un punto y aparte en el proceso histórico de emancipación de los pueblos. Por ello, me parece hoy oportuno titular estas reflexiones como un suma y sigue de la historia en el que el después es, exactamente, como el antes. El siglo XXI recuerda al XIX, el imperialismo de las grandes potencias está al orden del día, el capitalismo prusiano ha sido sustituido por el manchesteriano, el peligro de guerra se incrementa, los pueblos del tercer mundo retornan al neocolonialismo cuando no al colonialismo, el terrorismo anarquista ha sido reemplazado por el yihadista, la crisis de 2007 es peor que la de 1929 y la democracia ha sido vaciada de contenido. El destino de los bolcheviques parece una tragedia de Shakespeare: su aguda conciencia del peligro no les salvó de perecer; ni tampoco su rechazo ante el fenómeno de la corrupción política les impidió padecerla.
Ninguna clase obrera en cualquier parte del mundo, intervino con la inteligencia política, la capacidad de organización y la energía con la que los obreros rusos actuaron hace cien años en Petrogrado. La circunstancia de que su núcleo principal, alrededor de tres millones de trabajadores industriales, se concentrara en la vieja capital rusa y Moscú, les permitió concentrar toda su ofensiva contra el gobierno de Kerensky, incapaz de resistir los ataques contrarrevolucionarios del general zarista Kornilov. La revolución socialista contó con el apoyo de la clase obrera urbana; algo más de veinte millones de personas abandonaron a los mencheviques, a quienes habían seguido en febrero de1917, porque sostenían que Rusia no estaba madura para un proceso revolucionario. Seis meses después, los bolcheviques alcanzaban la mayoría en los Soviets justo con los votos de todos esos trabajadores e iniciaban una nueva experiencia histórica en condiciones especialmente adversas. Tan difíciles que el propio Lenin bailó en el patio nevado del Kremlin, existen imágenes grabadas, cuando el nuevo Gobierno obrero y campesino superó en un día los noventa que duró la Comuna de París de 1871.
Los bolcheviques, como partido revolucionario no tuvieron ninguna alternativa, a menos que hubieran optado por abdicar y ceder el poder a los enemigos que les combatían, sostenidos por la cruzada de las catorce naciones, en expresión de Churchill, que invadieron Rusia por los cuatro puntos cardinales. Los santos o los tontos, como decía Isaac Deutscher, habrían cedido, pero Lenin no era santo ni tonto. El sistema unipartidista se convirtió, malgre lui, en una necesidad ineludible. No era premeditado e iba a contrapelo de sus inclinaciones, de su lógica y de sus ideas. Pero la dialéctica de la lucha de clases pasó por encima de sus escrúpulos y el recurso provisional se convirtió en la norma. La rebelión de Kronstad, acaecida en X Congreso del Partido Comunista, terminó con la democracia interna, respetada hasta entonces, como había terminado con la democracia externa. El sistema unipartidista adquirió permanencia e impulso propios. Por un proceso de selección natural, después de la muerte de Lenin, halló su jefe en Stalin, quien, debido a su notable capacidad, a su carácter despótico y a su ausencia de escrúpulos, se convirtió en el más idóneo para ejercer el monopolio del poder. La totalidad de los dirigentes, con excepción de Trotsky, votó por su elección en el Politburó.
En realidad, lo que marcó el destino del nuevo poder revolucionario fue el fracaso de la revolución en Occidente, que tantas esperanzas había suscitado entre los bolcheviques. La derrota de Rosa Luxemburgo, asesinada, y el de Gramsci, encarcelado hasta su muerte, impidió que Rusia pudiera unirse a una soñada comunidad socialista europea en la que Francia, Alemania o la Gran Bretaña asumieran la dirección y ayudaran a Rusia a avanzar hacia el socialismo de forma racional y civilizada. Pero no sucedió así. La revolución fue derrotada en Berlín, Viena, Munich, Budapest y Varsovia, desmintiendo el pronóstico optimista que hiciera Engels en 1890: “ la alianza de las tres grandes naciones occidentales– Alemania, Francia e Inglaterra– es el requisito primordial para la emancipación política y social de toda Europa. Tengo la esperanza de llegar a ver esta alianza realizada por los proletarios de estas tres naciones”. Tras la tesis de un socialismo ruso autosuficiente se hallaba la aceptación implícita de que las perspectivas revolucionarias en Occidente se habían desvanecido definitivamente. En palabras del gran economista Eugenio Varga, se aplicó “una doctrina de consolación”.
El fracaso de Rosa Luxemburgo y de Antonio Gramsci, los dos teóricos críticos con el leninismo, determinó la derrota de lo que más tarde Walter Benjamin describiría como una anomalía histórica, al calificar a la URSS como un pez cornudo. Lenin no pudo verlo, pero sí intuirlo; Trotsky y Stalin, por el contrario, pudieron captarlo aunque no lo vieron. De la herencia de la revolución bolchevique solo sobrevive el legado de Bujarin. Sus tesis, desarrolladas exponencialmente, se mantienen hoy en la práctica económica y política de todo el viejo campo socialista. Una economía de mercado regulada por la intervención del Estado, algo así como una NEP ilimitada, es la seña de identidad tanto de China como de Rusia y los restantes países del llamado socialismo real. Ni el socialismo en un solo país de Stalin, ni la revolución permanente de Trotsky; únicamente una Nueva Política Económica del último Bujarin elevada al cubo, en aquel entonces combatida firmemente por los estalinistas y los trotskistas. Apoyar al campesino rico, sostenían, puede dar muy bien sus frutos capitalistas que en un futuro no muy lejano “conducirían al hundimiento político del poder soviético”. Así ha sido, aunque el poder político se mantiene todavía, al menos por el momento, en manos de estos bujarinistas del siglo XXI ubicados hoy, esencialmente, en Pekin.
Fue, precisamente, la necesidad de eludir este riesgo el que llevó a los bolcheviques a lo que los historiadores ya denominan como la II Revolución, que inició la colectivización de la tierra y la inmediata industrialización. Preobrajenski la teorizó, Trostky la formuló políticamente y Stalin la aplicó a rajatabla. Era cuestión de vida o muerte para el nuevo poder soviético. O la industria estatal lograba subordinar la agricultura privada, o la propiedad privada agraria empujaría a la NEP hacia la economía de mercado. La cuestión era clara: o se socializaba el campo o se privatizaba la ciudad. La denominada declaración de los 83, cuadros bolcheviques, de mayo de 1927, afines a Trotsky, advertía sobre el verdadero peligro del kulak. La socialización de 23 millones de propiedades agrícolas, agrupadas en koljoses o sovjoses, se realizó drásticamente como muy bien describe Mijail Cholojov, Premio Nobel, en su novela Tierras Roturadas. Esta revolución, sostenida por la mayoría de los dirigentes trotskistas que veían entonces concretadas sus propuestas bajo la dirección estalinista, permitió la acumulación primitiva socialista sin la cual la URSS no se hubiese transformado en una potencia industrial y militar.
Las consecuencias sociológicas de esta II Revolución de 1929, que venía a completar la inconclusa de 1917, se evidenciaron en el espectacular crecimiento de la burocracia que ya preocupaba a Lenin justo antes de su muerte en enero de 1924. Sus notas críticas sobre el funcionamiento de la Inspección Obrera y Campesina, entonces dirigida por Stalin, anticipaban lo que ya en la década de los treinta fue un problema constante de la URSS hasta su implosión de 1991. El número y peso específico de los administradores, especialistas e intelectuales aumentó enormemente y se convirtieron, rápidamente, en un sector social con sus propios intereses que no siempre coincidían con la naturaleza obrera del aparato estatal que dirigían. Sin poseer medios de producción, ni tierras, ni poder ahorrar, invertir o acumular riqueza en forma duradera, ni tampoco legar riquezas a sus descendientes, no podían perpetuarse socialmente; pero sus ingresos derivaban en parte de la plusvalía generada por los trabajadores soviéticos y ejercían un poder excepcional en lo económico, político y cultural. Necesario pero inquietante para los bolcheviques siempre conscientes de los peligros del poder en la sociedad post-capitalista.
Es bastante sintomático que dos personas tan diametralmente opuestas como Stalin y Trotsky, tanto que el primero ordenó el asesinato del segundo, coincidieran en afrontar esta amenaza con análisis y, por supuesto, metodologías muy diferentes para combatirla. La denuncia sobre el Termidor soviético fue una constante en la reflexión trotskista, al tiempo que las purgas estalinistas, en opinión del historiador trotskista Isaac Deutscher, contribuyeron bastante a reducir dicha amenaza en la misma medida que impedían que la burocracia pudiera perfilarse como clase social. Porque esta cadena periódica de ejecuciones no sólo afectó a las corrientes bolcheviques contrarias a la de Stalin sino que muchos dirigentes estalinistas fueron también víctimas de los célebres procesos de Moscú. Trotsky vaticinó en más de una ocasión que la burocracia lucharía por el derecho de legar sus bienes a sus hijos y trataría de expropiar al Estado y convertirse en propietaria accionista de empresas y trusts. Incluso el propio Stalin, en su ultimo libro, Problemas económicos del socialismo, expresaba preocupación análoga al insistir en el peligro de la agudización de la lucha de clases en la sociedad soviética más de treinta años después de dictadura soviética
La II Guerra Mundial consolidó este proceso burocrático. La necesidad de hacer frente a la invasión alemana detuvo esta lucha interna en aras de concentrar todas las energías de la nación rusa contra los nazis. La Gran Guerra Patria, tal y como fue denominada por el propio Stalin, acentuó los perfiles rusos para movilizar todo el patriotismo contra Adolf Hitler. La centralización, inherente a toda estrategia militar, incrementó el poder de la burocracia y, por consiguiente, disminuyó la vigilancia sobre los muchos vicios burocráticos. La Internacional Comunista fue disuelta, “la revolución armada” fue impuesta por Moscú en Europa Oriental, a la vez que Washington impuso “la revolución desarmada” en Europa Occidental e Inglaterra bañó en sangre la revolución griega. Justo cuando Stalin preparaba una nueva purga política, tras el final de la contienda, su muerte evitó la de los jerarcas que lo sustituyeron. Empieza entonces la edad de oro de la burocracia, de 1953 a 1983, que precede a la desintegración de la Unión Soviética que se inicia con las reformas de Gorbachov que abren el camino definitivamente a ese Termidor tan denunciado durante la década de los treinta.
Con anterioridad, la revolución china reeditaba espectacularmente las tensiones de la revolución soviética desmintiendo el pronóstico voluntarista de Trotsky que calificaba la burocracia soviética como “una recaída episódica”. Su pregunta sobre si la preponderancia burocrática era inherente o no a toda revolución socialista, quedaba afirmativamente contestada con la llamada revolución cultural, iniciada en China en 1966. La denuncia de Lin Piao contra Teng Hsiao Ping, artífice de la China actual, iba paralela a la advertencia sobre la restauración capitalista que encarnaba como principal burócrata interesado en terminar con la propiedad socialista. A diferencia de la controversia de Moscú de los años veinte, la de Pekin de los sesenta se apoyó en una amplia movilización de masas, acompañada de violencia e intimidaciones contra los llamados derechistas. Precisamente, en el mismo momento en que la existencia de dos poderes revolucionarios, en Moscú y en Pekin, parecía favorable para la gestación de una comunidad económica socialista que se extendiera desde el Mar de China hasta el Elba, es cuando surge el enfrentamiento entre chinos y soviéticos. El horizonte de una tercera parte de la humanidad planificando conjuntamente su desarrollo económico y social, sobre la base de una amplia división del trabajo y de un intercambio comercial, se perdía para siempre. Nada se había interpuesto en ese objetivo, salvo la aplastante autosuficiencia nacional de la arrogante burocracia.
A finales del siglo XX ambas burocracias, la soviética y la china, que habían nacido del impulso revolucionario que buscaba cómo pasar del capitalismo al socialismo, pugnaban sobre cómo pasar de la economía planificada a la economía de mercado. Para Gorbachov primero había que cambiar la política, en cambio para Teng Hsiao Ping el primer cambio era el económico, aunque ambos coincidían en privatizar ampliamente la propiedad estatal salvo sectores estratégicos de la economía. El sistema de privatización que se organizó en ambos países concedía prácticamente la propiedad de los sectores públicos al sector privado. Paradójicamente, todo este gran salto hacia la economía capitalista se ha efectuado bajo la sombra de la momias de Lenin y Mao Tse Tung en los mausoleos de Moscú y Pekin; y para redondear la paradoja, en China las ideas de Mao Tse Tung también se utilizaron para lo contrario, denunciar el capitalismo, por parte de los Guardias Rojos de Lin Piao. Así culminaba el viaje de ida y vuelta, iniciado en el famoso tren blindado con el que Lenin llegó a la estación de Finlandia en Petrogrado, con sus famosas tesis de Abril.
El socialismo realmente existente, tal y como se autodefinía todo el campo socialista, encabezado por la Unión Soviética, ha terminado como finalizó el comunismo primitivo que antecedió a la aparición de la propiedad privada. Los gestores de lo público, ayer como hoy, fueron los primeros propietarios apropiándose, valga la redundancia, de lo acumulado por la colectividad. Cabe entenderlo en la sociedad primitiva, no en una sociedad desarrollada. No tanto porque la revolución bolchevique fuera la precursora de un nuevo sistema de explotación, lo que hubiera tenido una cierta lógica dentro de la dialéctica histórica marxista, sino porque, finalmente, volvía tras un largo viaje de setenta años al viejo sistema de explotación que había intentado inútilmente superar. Tal vez por ello, el viejo Trotsky reflexionaba que “si el programa marxista resultara impracticable, se necesitaría un nuevo programa mínimo para defender los intereses de los esclavos del sistema”.
Se equivocan, sin embargo, los que se apresuran a concluir que esta experiencia, nacida en 1917, ha refutado el análisis marxista tal y como hoy está de moda académica teorizar, tal y como hicieron, a finales del siglo XIX, Eduard Bernstein y demás teóricos revisionistas después del fracaso de La Comuna. Apenas unos años más tarde, los bolcheviques convulsionaban el orden capitalista tras la crisis de la Guerra Mundial de 1914 y volvían a erosionarlo después de la crisis de 1929, únicamente superada por la espantosa carnicería de la II Guerra Mundial. Precisamente, porque la derecha impone hoy su política a sangre y fuego, mientras pretende convencernos de su inexistencia, resurge una nueva izquierda potente en el sur de una Europa que es el eslabón débil de esa cadena imperial de un norte de Europa revuelto y brutal. No es casual que los intelectuales orgánicos del sistema nieguen simultáneamente la existencia de la derecha e izquierda en aras de superar una lucha de clases que les supera. Porque nuevas generaciones retoman hoy las banderas de 1917 como los bolcheviques retomaron las de la Comuna de 1871.
La celebración del primer centenario de la revolución soviética sin […]
29/09/2017
Constantino Bértolo
crítico cultural
La celebración del primer centenario de la revolución soviética sin duda debería y podría ser la ocasión propicia para deconstruir al menos algunas secuencias , interpretaciones y lugares comunes que recaen sobre aquel acontecimiento y sus protagonistas. Ni la revolución es la toma del Palacio de Invierno ni el partido bolchevique es una secta uniforme y dogmática en donde Lenin recibe obediencia y ejerce su autoridad sin discusión alguna. Todo lo contrario. La revolución es la culminación de un largo y complejo proceso, el partido bolchevique es una inteligencia crítica, autocrítica y activa y Lenin es un revolucionario que sabe “no tener razón”, cualidad esta poco usual entre los dirigentes políticos de su tiempo.
Pasado un siglo desde aquel entonces, la revolución aparece hoy como la fase final de un proceso político y social, repleto de dinamismo y cambios a lo largo de su desarrollo, que hunde sus raíces en dos acontecimientos que atraviesan y dan sentido a este tiempo: por un lado la revolución soviética meta y punto de llegada de lo que bien podemos llamar la larga marcha del proletariado hacia su emancipación, por otro final final del trayecto de luchas contra el absolutismo zarista que tienen lugar dentro de la propia Rusia. Diríamos que esos dos líneas, esos dos ejes históricos son los que van a confluir en el escenario revolucionario que se abre, en el marco de la primera guerra mundial, en febrero de 1917 con el triunfo de las revueltas y levantamientos que generan el profundo descontento popular hacia la política interior y exterior del absolutismo zarista.
Cuando a principios del mes de Abril Lenin llega a Petrogrado y declara públicamente que la revolución de febrero no había resuelto los problemas fundamentales del proletariado en ruso y que en consecuencia la clase obrera de Rusia no podía ni debía pararse a medio camino y si no que, aliada con las masas de los soldados, se daban las condiciones necesarias para poder transformar la revolución democrática burguesa en revolución socialista proletaria, numerosos dirigentes del partido bolchevique, no solo se mostraron refractarios a sus propuestas – recogidas en las Tesis de Abril- sino que expresaron y mantuvieron desde puntos de vista muy diferentes discrepando de manera radical de sus planteamientos tácticos y oponiéndose de manera casi sistemática a todas las hipótesis estratégicas y teóricas fundamentales de Lenin. El portavoz más conocido y el más coherente de esta línea era Kamenev, miembro del partido desde 1903, no aceptaba la idea de que la revolución democrática burguesa que se inicia en febrero estuviese acabada, estimando al contrario de Lenin que la clase obrera rusa era relativamente débil, negando que en Europa hubiera condiciones para la puesta en marcha de una oleada revolucionaria y afirmando que ni el campesinado ruso ni la burguesía extranjera permitirían len cualquier caso la victoria del socialismo en Rusia. Esta tendencia en el interior del partido, personalizada en figuras con prestigio y peso político como Kamenev y Zinoviev apoyaba una línea estratégica que pasaba más por conceder al partido una mera función de vigilancia y control del gobierno provisional que por trabajar en busca de su erosión y caída aun defendiendo la formación de un gobierno exclusivamente socialista que profundizase la revolución democrática, negociase una paz digna y pusiese en marcha la convocatoria del proceso electoral para la elección de una Asamblea Constituyente.
Lenin sin embargo había llegado a la conclusión de que si bien los trabajadores con el apoyo de los soldados amotinados habían sido la vanguardia de la lucha durante las jornadas de febrero, la burguesía había sido la gran beneficiada de la situación consolidando su propio poder político, logrando que los líderes socialistas de Petrogrado – mencheviques, socialrevolucionarios y en parte los bolcheviques- cooperasen o apoyasen la formación de un gobierno provisional. De ahí su insistencia en abandonar cualquier apoyo al gobierno provisional y en la necesidad de armar y de organizar las masas en vista de la siguiente etapa inminente de la Revolución la que haría caer el gobierno de los capitalistas y de los grandes terratenientes. Lograr que este entendimiento de la situación fuera asumido por la mayoría del partido no fue una tarea fácil y requirió el despliegue por parte de Lenin de toda su fuerza argumentativa. Este trabajo y esfuerzo que el ala leninista del partido bolchevique lleva a cabo desde el mes de abril y que consolidaría la línea de acción que se resume en la consigna de “Todo el poder para los soviets”, es uno de esos muchos momentos dentro de la historia del partido bolchevique que muestran, frente a esa imagen del partido como una máquina rígida, inflexible, estricta y ultradisciplinada, que la toma de decisiones y la elaboración de tácticas y estrategias se realizaba a través de un funcionamiento democrático en el que la autoridad y el crédito había que ganárselos mediante argumentos.
Pero quizá nada mejor que detenerse en “los hechos de Julio” para poner en evidencia el interesado tópico, hoy todavía existente, que interesadamente presentan a los partidos de raíz leninista como una especie de Deus ex máquina totalitaria y dictatorial.
Como es bien sabido la revolución demócrata liberal rusa de febrero dio lugar a una situación de doble poder que institucionalmente se expresa a través de un Gobierno Provisional, que se establece y presenta como emanación “legítima” de la Duma parlamentaria, y de la existencia de un Comité Ejecutivo del Soviets de obreros y soldados de San Petersburgo creado al calor de las revueltas y enfrentamientos, y que cuenta con la legitimidad que le concede su propia fuerza protagonista y el hecho, especialmente relevante, de que los acontecimientos les ha concedido una cualidad bien significativa: la posesión de armas. Formando parte tanto del Gobierno, en calidad de Ministro de Justicia, como del Soviet, por su condición de vicepresidente, se encuentra el abogado Alexander Kerenski, diputado destacado de la oposición en la antigua Duma zarista, especie de Juno con dos caras, mediador entre uno y otro poder, que encarna mejor que nada y nadie ese tiempo de inestabilidad entre una y otra revolución. Y no deja de ser curioso que este personaje, llamado a ocupar la presidencia del gobierno meses más tarde, insiste en sus memorias en negar la existencia de esa situación de doble poder que inevitablemente indicaba la debilidad de aquel gobierno provisional en el que participaba: “Considerábamos de gran importancia eliminar la falsa impresión de que las fuerzas democráticas rusas estaban escindidas en dos campos: El “revolucionario” y el “burgués”. Los líderes del Soviet de Petrogrado habían logrado crear dicha impresión, de acuerdo con sus ideologías, más bien, que respondiendo a la actitud popular.”
Pero la realidad era otra y esa situación de doble poder, o doble impotencia, en palabras de Trotsky determinaba una situación política y social altamente inestable que Lenin y la mayoría del partido bolchevique interpretaban como la base para su política encaminada a incrementar su influencia en unos soviets controlados por una mayoría de mencheviques y social revolucionarios, organizaciones socialistas de línea reformistas por cuanto entendían, a partir de una lectura mecanicista del marxismo, que la sociedad rusa, con un peso abrumador del campesinado en su población, no reunía las condiciones necesarias para llevar a cabo una revolución socialista. Frente a esta estrategia de los socialismos moderados Lenin y los bolcheviques entendían que existían las condiciones necesarias para que los soviets los soviets pudieran llegar a desalojar del poder a la burguesía demócrata liberal. En el entretanto, el Gobierno Provisional va a tratar de recuperar ese poder real del que ahora, diga lo que diga Kerenski, no dispone aunque siga contando, al menos en teoría, con la fuerza que le otorga la existencia de un ejército gubernamental que se resiste también en lo posible al poder que emana de los soviets. De facto lo que realmente existe, más que un doble poder, es una guerra civil latente. El gobierno lo tiene claro: desarmar a los soviets, rearmar el ejército y ganar popularidad con algún buen resultado en el frente de guerra. Con ese fin el gobierno donde Kerenski copa el ministerio de Guerra y Marina, se remodela dando entrada a más ministros del socialismo moderado, promete reformas en el campo y pone en marcha una ofensiva. Los bolcheviques también se mueven y hacen especial esfuerzo para reforzar su influencia en el personal militar y en los obreros fabriles, construyen una organización militar propia, crean los comités del barrio y de Distrito y se introducen el movimiento sindical, en los comités de fábrica y en otras organizaciones de masas a fin de ganar peso en el Soviet y ganar voluntades para su causa organizando una serie interminable de mitin políticos y distribuyendo sus publicaciones para difundir su programa . Un esfuerzo que no tardaría en darle sus frutos pues si en febrero apenas se contaba con 2,000 bolcheviques en Petrogrado, en abril el número de adherentes ya era de 6,000 y a finales de junio la cifra se le va a 32,000.
En ese contexto los bolchevique deciden organizar una manifestación masiva de protesta contra la guerra y el gobierno durante una sesión del Primer Congreso Panruso de los Soviets de diputados de obreros y de soldados que debía reunirse en Petrogrado a mediados de junio. La idea tocaba una cuerda sensible para el Soviet en la medida en el que el mensaje central de esta manifestación era la oposición al inicio de la ofensiva programada por Kerenski y una llamada a otorgar el poder real al Soviet controlado en esos momentos por el bloque social revolucionario y menchevique comprometiéndoles cuando justamente acababan de votar una resolución proclamando el apoyo total al gobierno y su clara voluntad de cooperar con él. El Consejo de los soviets reacciona y hace todo lo posible para impedir la manifestación prohibiendo por decreto reuniones en los espacios públicos y movilizando a sus militantes de los barrios obreros, fábricas y acuartelamientos para obligar a los dirigentes bolcheviques a revisar sus planes acusándoles de fomentar la división de las fuerzas sobre las que se apoya la revolución, logrando crear una opinión general en contra de la propuesta bolchevique que lleva al Comité Central bolchevique a renunciar a la manifestación. A la vista de este “triunfo” sobre las fuerzas bolchevique el Soviet intenta capitalizar el momento y aprovecha para convocar para unos días después su propia movilización en apoyo de su política de colaboración con el gobierno. Pero sucede lo inesperado: los más de 400,000 manifestantes enarbolan de manera mayoritaria banderolas Rojas y pancartas exhibiendo slogans y consignas propias de los bolchevique: Abajo los ministros capitalistas, Abajo la política de la ofensiva militar, o Todo el poder para los soviets y este vuelco en sus expectativas que ponen de manifiesto la separación creciente entre la opinión de las masas y la dirección del Soviet no solo va a reforzar a los bolchevique si no que va a originar tensiones en las filas de los socialistas moderados comenzando a emerger en los mencheviques y entre los socialrevolucionarios fracciones de izquierda. A sensu contrario la inesperado apoyo de las masas a las tesis bolchevique va a generar en sus filas un peligroso estado de euforia que lleva a Lenin a dedicar sus fuerzas a calmar el entusiasmo de aquellos de sus partidarios que querían desencadenar una acción inmediata. Lenin agotado necesita descanso y queriendo además dedicar su tiempo a la preparación del próximo congreso del partido viaja en compañía de su hermana hasta Finlandia. Pero el reposo le durara poco: el 4 de junio le llegan noticias de una insurrección masiva que se ha declarada en la capital y en la que al parecer el partido está profundamente implicado. Sin esperar más noticias toma un tren para Petrogrado.
De manera al parecer espontánea y por iniciativa propia de los soldados del Primer Regimiento de Ametralladoras, millares de soldados en armas y obreros habían descendido hacia la calles del centro de la ciudad haciendo un llamamiento a la insurrección que fue acogido con entusiasmo en los barrios obreros y en los acuartelamientos de la guarnición. Insurgentes subidos a borde de coches y de camiones militares erizados de banderas rojas habían circulado en la ciudad y habían tomado el control de la fortaleza Pedro y Pablo dando lugar a enfrentamientos con los cosacos de la guarnición leales al gobierno sin que el número de posibles víctimas estuviera claro. Las masas de manifestantes se habían dirigido a las sedes respectivas del gobierno provisional y del Soviet de Petrogrado exigiendo la transferencia del poder a las manos de este último para, más tarde, desfilar en los alrededores de la sede del Partido bolchevique lo que, según interpretarían los periódicos, demostraba la implicación de este último en la preparación del levantamiento. Sin embargo los acontecimientos parecen coger absolutamente desprevenidos a los dirigentes que permanecían en Petrogrado y que, ante el avance de las revueltas, se reúnen mientras los manifestantes gritan todo el poder a los soviets y acaban por acordar el apoyo a las movilizaciones y a ponerse a la cabeza del movimiento. Cuando llega a la capital Lenin ,sin apenas tiempo para conocer y analizar los acontecimientos en curso, se ve interpelado por una representación de los amotinados marinos de Kronstadt y ,aún sin manifestar su rechazo claro del levantamiento, les invita a dar pruebas de determinación y prudencia procurando evitar todo tipo de violencia. Reunido al fin con los dirigentes del partido Lenin expone que si bien los acontecimientos no habían hecho más que confirmar que el gobierno provisional no gozaba prácticamente de ningún apoyo entre los obreros y los soldados de la capital, la dirección bolchevique debe resistir la presión de las masas en cuanto que ni en las provincias ni entre as tropas movilizadas en el frente se contaba con los apoyos suficientes para poder llevar a cabo en esos momentos el paso de todo el poder para unos soviets que justamente en esos momentos ha defendido las actitudes del gobierno provisional. Puestos en el dilema de optar por inclinarse hacia la toma del poder sin apenas condiciones favorables dada la postura contraria del propio Soviet de Petrogrado o por tratar de refrenar las movilizaciones en marcha, Lenin y la mayoría de los dirigentes se deciden por la segunda opción a pesar de las discrepancia de algunos miembros de organización militar bolchevique de Petrogrado que acusan al partido y en especial a Lenin de asumir el papel de apagafuegos. Finalmente y antes de que la decisión de los bolcheviques se pusiese en marcha, la llegada desde el frente de tropas, llamadas tanto por el Gobierno como por el Comité del Soviet, despejarían con violencia las calles reafirmando, al menos por el momento, la autoridad de ambas instancias de poder. Los sorprendente, o no tanto, es que aquel levantamiento sería la ocasión propicia que tanto el gobierno como los soviets controlados por mencheviques y socialrevolucionarios, estaban esperando para tratar de deshacerse de los bolcheviques acusando a Lenin de haber lanzado el levantamiento siguiendo órdenes del enemigo germánico.
No era la primera vez que se le acusaba de ser un agente al servicio del Kaiser. Desde su vuelta a Rusia en el famoso tren alemán la prensa conservadora le venía acusando de ello aprovechando que la oposición de Lenin al esfuerzo de guerra le volvía muy vulnerable a ese tipo de acusaciones. Más sorprendente es el hecho de que estas acusaciones contra los bolcheviques y contra el Lenin en concreto crearon desconcierto entre buena parte de las tropas de la Guarnición y también, aunque con menor intensidad, desasosiego y desánimo en los soviets. En cualquier caso los bolcheviques se vieron obligados a tomar posturas defensivas y a tener que dar explicaciones sobre su actuación un tanto ambivalente respecto al levantamiento debiendo además defenderse de las acusaciones de traición.
Da comienzo entonces una verdadera campaña de persecución de los bolcheviques que son acusados de haber recibido dinero de los alemanes e impulsado las revueltas de julio para perturbar la ofensiva al favorecer la actuación del ejército del Kaiser. Lenin escribió varios artículos incendiarios negando de manera de vehemente las acusaciones pero sus enemigos aprovecharon el momento para arrojar dudas, cizaña y calumnias sobre él y el partido bolchevique. El gobierno provisional trata de justificar el desastre final de la anunciada ofensiva militar acusando a los bolchevique de espionaje, connivencia y traición y emite orden de detención contra los principales dirigentes bolchevique. El propio partido se plantea las posibles respuestas a estas acusaciones y hasta Lenin duda sobre si debe o no debe entregarse a las autoridades y utilizar el posible juicio como plataforma de denuncia y defensa. Afortunadamente acabarán tomando la decisión de que Lenin pase a la clandestinidad más absoluta en tanto que otros dirigentes como Trotsky o Kamenev entran en prisión. Sin duda el partido bolchevique padece uno de los momento más críticos de su historia y, confundiendo deseos con realidad, muchos de sus enemigos dan su causa por perdida. No será así, pero no vamos a hora a abordar aquí los cambios de situación que acabarán por conducir a los bolcheviques hasta la toma del poder. Lo que si pretendemos es mostrar como, y aun en ese contexto de persecución, Lenin y el partido van a dar muestras fehaciente de su capacidad para “leer la realidad” y sacar las conclusiones pertinentes a pesar de estas pongan en cuestión aquellas otras que con anterioridad hubieran sido defendidas.
Porque Lenin, con ocasión de los episodios de julio va a entender y proponer al partido la necesidad de retirar la táctica del Todo el poder para los soviets: “Ocurre con harta frecuencia, escribe desde la clandestinidad, que, cuando la historia da un viraje brusco, hasta los partidos avanzados necesitan de un período más o menos largo para habituarse a la nueva situación y repiten consignas que, si bien ayer eran justas, hoy han perdido ya toda razón de ser, han perdido su sentido tan “súbitamente” como “súbito” es el brusco viraje de la historia.
Algo semejante puede ocurrir, a lo que parece, con la consigna del paso de todo el poder a los Soviets. Durante un período ya para siempre fenecido de nuestra revolución, desde el 27 de febrero hasta el 4 de julio, pongamos por caso, esta consigna era acertada. Pero hoy, evidentemente, ha dejado de serlo. Sin comprender esto, tampoco podremos comprender ninguno de los problemas esenciales de la actualidad. Cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de peculiaridades de una determinada situación política. Y hoy, después del 4 de julio, la situación política de Rusia es radicalmente distinta de la que imperó desde el 27 de febrero hasta esa fecha.
Entonces, durante aquel período ya fenecido de la revolución, en el Estado predominaba la llamada “dualidad de poderes”, fenómeno que expresaba, material y formalmente, el carácter indefinido y de transición del poder público. No olvidemos que el problema del poder es el problema fundamental de toda revolución”.
A partir de Julio Lenin modifica el mapa de los caminos que deben llevar a la toma del poder. Pone en duda que aun logrando obtener la mayoría bolchevique en los soviets, tarea en cualquier caso indispensable, esta estrategia permita por sí sola al proletariado llevar a cabo su propia revolución. Lenin, que ha visto cómo el gobierno ha movilizado las tropas en cuanto ve amenazado su poder, asume la necesidad de prepararse para la insurrección armada ya no como mecanismo de defensa de las posiciones ganadas por el proletariado desde el mes de febrero sino como estrategia revolucionaria en la que el apoyo de las masas debe ser organizado desde perspectivas de enfrentamiento armado que lleven al derrocamiento del gobierno provisional. Son los acontecimientos de Julio los que ponen en marcha la insurrección bolchevique que habrá de culminar en el Octubre de la revolución. Cierto que en el mientras tanto la propia mala lectura que las fuerzas conservadoras realizan de la situación va a dar lugar al fracasado golpe militar del General Kornilov con todo lo que eso va a suponer de impulso para los bolchevique, pero será la nueva línea que Lenin introduce en el partido, no sin profundas resistencias, discrepancias y polémicas, la que permita trazar los movimientos necesarios para llegar hasta el Palacio de Invierno y hasta “el día después” en el que la revolución realmente comienza. Prueba una vez más de que el partido de Lenin fue ante todo una inteligencia en marcha, flexible, sagaz, sutil y al mismo tiempo fuerte, firme y resistente.
Cien años de bombardeo
29/09/2017
Elena Cabezalí García
Historiadora
La importancia de la Revolución de Octubre de 1917 cuyo centenario conmemoramos, puede medirse por la magnitud del bombardeo ideológico desencadenado contra ella, que dura también cien años. Un siglo de ataques desde la derecha y la izquierda, para presentar la primera revolución obrera triunfante como un gran error, que trajo al pueblo muchas calamidades y lo entregó a las garras de despiadados dictadores.
El discurso contrarrevolucionario se construyó para justificar la intervención de las potencias desde el año 1918, se amplió al calor de la represión estalinista y se fortaleció durante la Guerra Fría, mientras los países capitalistas en occidente emprendían el camino de un pacto social llamado “Estado de Bienestar”. Ese pacto era imprescindible para atajar la influencia del comunismo porque, acabada la Segunda Guerra Mundial, la frontera entre países capitalistas y socialistas pasaba por el centro de Alemania, La URSS había encabezado la victoria sobre el nazismo y los comunistas habían sido la espina dorsal de la resistencia armada antifascista.
Durante la Guerra Fría el autodenominado “mundo libre” utilizó la lucha sin cuartel contra el comunismo para encubrir un combate contra las reivindicaciones, protestas y luchas que las potencias capitalistas juzgaban peligrosas para sus intereses. Así se justificó tanto la expulsión de los comunistas de los gobiernos europeos, como persecuciones, guerras, genocidios y golpes de estado por todo el mundo. La ideología anticomunista ha contribuido decisivamente a la cohesión del bloque occidental y ha sido compartida por la derecha y por gran parte de una izquierda ideológicamente desarmada, que no parece concebir más horizonte que la socialdemocracia.
En el corazón de ese discurso ideológico, hay un análisis de la Revolución de Octubre plagado de falsedades, ocultaciones e interpretaciones que no se sostienen a la vista de los hechos y del análisis histórico. Aquella revolución tuvo graves errores y grandes aciertos y suscitó problemas que aún están sin resolver y que siguen afectando a los partidos y movimientos progresistas.
Debido a su gran influencia, tiene importancia desarmar pacientemente ese entramado propagandístico contra la Revolución de Octubre. Empecemos por considerar tres aspectos: la guerra, la democracia y el partido.
El primer tema central es que la Revolución de Octubre paró la guerra imperialista. La Revolución Rusa estalló en medio de la Gran Guerra, en condiciones insostenibles para los pueblos de los países beligerantes desesperados por el hambre, las masacres, las mortandades, una represión atroz y una explotación exacerbada.
En 1917 las huelgas y otras formas de protesta contra la guerra se extendían por Alemania, Francia, Reino Unido e Italia. En los frentes del este y el oeste se multiplicaban los motines, deserciones y sabotajes y los pacifistas, anarquistas, socialistas y otros revolucionarios eran sometidos a juicios sumarísimos, fusilamientos, batallones de castigo y misiones suicidas.
Aquella terrible guerra que asolaba también el suelo ruso, se había declarado con el apoyo de los partidos socialdemócratas, como el Partido Socialista francés y SPD alemán.
En Rusia, el Gobierno Provisional que desde mayo ya sólo estaba compuesto por eseristas y mencheviques, quiso seguir la guerra a toda costa, igual que las potencias imperialistas y los socialdemócratas occidentales. Un acierto fundamental de los bolcheviques fue su oposición frontal a la guerra imperialista y al defensismo de los socialdemócratas, su radical apuesta por la paz inmediata, que hizo crecer su apoyo popular y su representación en los soviets. El movimiento popular encabezado por los bolcheviques y organizado democráticamente en los soviets, paró la Guerra Mundial en Rusia, lo que es un gran hito histórico.
Este aspecto de Octubre, casi invisible en el discurso contrarrevolucionario, debería ser fundamental en el debate sobre la política ante las guerras imperialistas. Es una cuestión de la mayor importancia hoy, cuando muchos partidos socialdemócratas y organizaciones progresistas mantienen posiciones confusas y a veces colaboracionistas con las guerras de rapiña y de reparto que las potencias emprenden en nombre de los derechos humanos.
Otro tema central de la guerra ideológica contra Octubre, es que presenta la disolución de la Asamblea Constituyente en enero de 1918 , como un golpe de estado en el que los demócratas (que serían los eseristas y mencheviques) fueron arrollados por los bolcheviques , que acabaron implantando una dictadura [1].
Sin embargo sucedió que, a pesar del sufrimiento de su pueblo en campos, ciudades y frentes, el Gobierno Provisional intentó hasta el final seguir la guerra y aplazar las reformas. En las jornadas de julio, acuciados por el hambre y los desastres militares, decenas de miles de soldados y trabajadores de las fábricas comenzaron en Petrogrado una manifestación armada, no organizada por los bolcheviques, al grito de “todo el poder a los soviets”. El congreso de los soviets de Rusia, en el que tenían mayoría socialrevolucionarios y mencheviques, se negó a aceptar el poder, ante la desesperación de los manifestantes. La reacción del gobierno, para entonces ya sólo compuesto por socialistas moderados, fue la represión y el encarcelamiento de los líderes bolcheviques, con el fin de continuar la guerra.
Añádase a esto que fueron los soviets los que evitaron en agosto el golpe de estado de Kornilov, un general contrarrevolucionario a quien el gobierno había entregado el alto mando militar y con quien negociaba si debía restablecerse la pena de muerte y controlar el poder de los soviets en el ejército.
Reunida la Asamblea Constituyente, bolcheviques, anarquistas y eseristas de izquierdas plantearon el reconocimiento de los soviets y de sus primeros decretos (derecho de autodeterminación, expropiación a la Iglesia ortodoxa, nacionalizaciones, firma de la paz…). La asamblea de mayoría eserista se negó, con el apoyo de la derecha y los mencheviques.
Hacía tiempo que los soviets tenían el poder real en sus manos, pues el gobierno era incapaz de poner en práctica sus propias políticas. El dilema era seguir con la legalidad de la Transición o alumbrar unas instituciones, unas leyes y un estado nuevos. Los soviets decidieron asumir el poder, lo que no puede tacharse de antidemocrático, pues recordaremos que eran consejos de representantes democráticamente elegidos en el campo, en la ciudad y en los frentes. Era una revolución, lo que supone de suyo la ruptura con el orden establecido.
Nunca sabremos qué hubiera sucedido en Rusia si los soviets le hubieran entregado el poder a la Asamblea Constituyente. Pero sí sabemos qué sucedió en Alemania en circunstancias semejantes poco tiempo después, cuando la revolución estaba intentando reproducir el modelo soviético. En diciembre del 1918, constituido el Gobierno socialdemócrata tras la abdicación del Káiser, se reunieron los representantes de los consejos de obreros y soldados y decidieron apoyar la convocatoria de Asamblea Constituyente, tomando así una dirección diferente a la revolución soviética. Con las manos libres, el gobierno socialdemócrata del SPD en colaboración con el ejército prusiano, legalizó los Freikorps, con lo que desencadenó y alentó una sangrienta represión contra el Partido Comunista, los consejos de trabajadores y soldados, la república socialista de Baviera y los judíos y subversivos en general.
Tiene mucho interés la comparación, porque las acusaciones sobre el autoritarismo bolchevique en el caso de la Constituyente, ocultan sistemáticamente lo ocurrido al otro lado de la frontera, lo que ha permitido a la socialdemocracia llegar hasta hoy sin haber hecho revisión ni autocrítica por hechos tan graves.
El debate sobre la disolución de la Asamblea Constituyente, está abierto todavía hoy y alude a una cuestión medular en las organizaciones progresistas y de izquierdas, a la cuestión misma de qué es y cómo debe organizarse la democracia. Un asunto de interés general, en un mundo en que las democracias han sido prostituidas y recortadas hasta hacerlas irreconocibles.
Otro asunto cardinal del discurso contra Octubre, alude a la naturaleza dictatorial del partido bolchevique. Pero lo cierto es que desde su aparición hasta 1921, aunque durante la guerra civil centralizaron fuertemente ejército y gobierno, los bolcheviques siempre colaboraron y se aliaron con anarquistas, eseristas, mencheviques de izquierda y muchos otros que hicieron frente a la contrarrevolución.
También dentro del partido convivían tendencias con numerosos partidarios, tales como los sindicalistas y la Oposición Obrera. Había disidencias que defendían el control obrero en la industria y criticaban la política laboral del partido y eran muchos los que reivindicaban que los soviets se ocuparan de la administración y el partido se limitara a supervisar.
En 1921 se cambió el rumbo. Había terminado la guerra civil, quedaba establecido el cerco de las potencias de y la esperanza en la revolución mundial se había esfumado. El miedo a que la revolución fuera derrotada impulsó en el partido las posiciones autoritarias y la centralización extrema, se eliminó la democracia de base de los soviets, el control de la producción por los sindicatos y se persiguió toda disidencia externa e interna. Se prohibió la Oposición Obrera y se respondió con una represión sangrienta a la rebelión de los marineros de Kronstadt, los heroicos aliados de los bolcheviques, que caían ahora por pedir libertad para las distintas ideologías , elecciones a los soviets y amnistía para los presos políticos.
El Congreso del Partido dio muerte al concepto de dictadura del proletariado vigente hasta entonces, elaborando una teoría nueva en el marxismo: “La dictadura del proletariado sólo puede afianzarse bajo la forma de dictadura de su vanguardia dirigente, es decir, del Partido Comunista”.
Se aplazaba definitivamente la sociedad sin clases y la abolición del estado y el partido leninista abandonaba los objetivos revolucionarios de Octubre para irse convirtiendo en instrumento de una nueva oligarquía burocrática con un poder absoluto. Los soviets fueron intervenidos a cada nivel por el correspondiente comité del partido y todo el estado quedó controlado desde el Politburó y el Comité Central. La industrialización a ultranza y la economía centralizada, impuestas contra la mayoría de la población, pondrían más tarde las condiciones para la feroz represión estalinista.
Así pues el autoritarismo, la falta de democracia y la persecución de los disidentes en el partido bolchevique fue algo advenido en la batalla revolucionaria y se podrían sacar enseñanzas muy útiles examinando cómo se dio ese cambio. Sería importante porque todavía hoy los partidos y organizaciones de izquierda, incluso aquellos con representación parlamentaria, siguen sin resolver la contradicción entre la afiliación libre y los políticos profesionales. La mayoría defiende la democracia interna, pero raramente consigue que las decisiones se tomen democráticamente y es muy frecuente que la acción política se lleve a cabo mediante la dictadura de la dirección y la neutralización o persecución de los disidentes.
La mayoría de la izquierda europea, acunada en su momento por el estado del bienestar y sacudida en su conciencia por los crímenes de la represión estalinista, hace tiempo que ha suscrito que la revolución de Octubre fue un golpe de mano contra la democracia, encabezado por un partido dictatorial. Así se rechaza esa revolución como un mal sueño y sin entrar en el análisis, se hace imposible aprender nada de sus aciertos y errores ni, como nos propone Fontana, “sacar lecciones útiles para un presente de desconcierto e incertidumbre”.
Y sin embargo, en estos momentos en que el cambio social y político es imprescindible para la supervivencia de millones de personas y del propio planeta, no parece razonable afirmar que no hay nada que aprender de la mayor experiencia revolucionaria de la Historia.
[1] El discurso anticomunista atribuye a la naturaleza dictatorial de los bolcheviques el que la revolución implantara un régimen autoritario. Ese autoritarismo provendría de que, como marxistas, eran partidarios de la dictadura del proletariado y enemigos de una revolución democrática, representada por eseristas y mencheviques, el Gobierno Provisional y la Asamblea Constituyente. Desde luego, el relato no entra en sutilezas sobre la concepción que de la dictadura del proletariado tenían Marx y Lenin, como período transitorio que debía servir para la abolición del estado.
Las mujeres y la Revolución rusa. Cambiar el mundo, revolucionar la vida
28/09/2017
Josefina Luzuriaga Martínez
Historiadora
El 8 de marzo de 1917, en el día internacional de las mujeres, daba comienzo la Revolución rusa. Las obreras de las fábricas textiles de Petrogrado salieron a la huelga y agitaron en las fábricas vecinas: “¡Abajo la guerra!”, “¡Pan para los obreros!”. Poco después se vivó una inmensa huelga general, que terminó con el Imperio de los Zares.
Los censos de 1897-1914 muestran que había 20 millones de mujeres trabajadoras en el Imperio ruso. Cerca de la mitad estaban ocupadas en tareas domésticas, mientras un quinto eran obreras industriales. Hacia 1917, la cifra de trabajadoras industriales alcanzó 7,5 millones. La escasez de pan y las penurias de la guerra encendieron la energía revolucionaria de las obreras, las campesinas y las viudas de los soldados.
El libro de la historiadora Barbara Evans Clemens sobre las mujeres bolcheviques muestra que, entre febrero y octubre, la participación de las mujeres fue en aumento. Eugenia Bosh, Inessa Armand y Aleksandra Kollontai fueron tan solo las figuras más conocidas entre miles de militantes bolcheviques que en esos meses se dejaron la piel organizando la revolución. En 1917 volvió a editarse el Rabotnitsa, un periódico de las bolcheviques dirigido especialmente a las trabajadoras. Sus editoras denunciaban la opresión de las mujeres por las tradiciones patriarcales y por el capitalismo.
La Revolución abrió un mundo nuevo para las mujeres
Las mujeres hicieron la revolución, y la revolución transformó sus vidas radicalmente. La toma del poder en octubre permitió conquistar grandes derechos para las mujeres. El Código soviético de 1918 estableció la igualdad ante la ley, el divorcio sin condiciones e iguales derechos para los hijos nacidos fuera del matrimonio. En agosto de 1919, las militantes bolcheviques crearon el Zhenotdel, integrado por trabajadoras, campesinas y amas de casa, para abordar las dificultades de la guerra civil. En noviembre de 1920, se legalizó el aborto, mucho antes que en las democracias capitalistas occidentales.
«Si una mujer es capaz de subirse a un andamio y luchar en las barricadas», escribió la bolchevique Samoilova, «entonces es capaz de ser una igual en la familia obrera y en las organizaciones obreras».
Eran años de debates avanzados y experimentación: la emancipación de las mujeres, la liberación sexual y la trasformación de las relaciones personales se concebía como parte de la misma lucha por el socialismo. Pero para llegar a ese punto, había que conquistar para las mujeres la igualdad plena, no solo ante la ley, sino, sobre todo, ante la vida.
La historiadora Wendy Goldman señala que la concepción bolchevique sobre la emancipación femenina se asentaba en cuatro pilares fundamentales: “la unión libre, la liberación femenina a través del trabajo asalariado, la socialización de la labor doméstica y la extinción de la familia”. Respecto a la cuestión del trabajo doméstico, no proponían simplemente una división igualitaria del trabajo del hogar entre hombres y mujeres, sino transferir esas labores al ámbito público, socializando el trabajo doméstico. La familia, como unidad de reproducción y consumo, perdería así sus fundamentos.
Respecto a la Unión libre, la primera medida elemental era el derecho al divorcio, sin condiciones. Pero también había debates avanzados sobre la libertad sexual. Por ejemplo, Kollontai tenía posiciones críticas de la idea del amor romántico, y promovía que las mujeres pudieran tener múltiples experiencias sexuales a lo largo de su vida, sin tener que estar atadas al matrimonio, etc.
La creación de guarderías, Casas cuna, comedores, centros de alfabetización y otras iniciativas eran un primer paso, según los bolcheviques, pero en medio de las dificultades de la guerra civil y de la NEP resultaban completamente insuficientes. La lucha por la emancipación femenina se enfrentaba también a prejuicios milenarios y el peso de la religión. Para Lenin, “el demonio más difícil de combatir” era la influencia de los curas en el campo, por lo cual había que atacar las condiciones de miseria, pobreza y falta de educación.
Entre 1920 y 1922 la socialista revolucionaria alemana Clara Zetkin se encuentra a conversar con Lenin en Petrogrado. En estos encuentros debaten sobre la cuestión femenina en la URSS y la organización de las mujeres en la Internacional. En sus Recuerdos sobre Lenin, Zetkin registra las opiniones de aquel, quien rechaza con desprecio las actitudes patriarcales dentro de las filas comunistas:
“Desgraciadamente, también de muchos de nuestros camaradas se puede decir aquello de ‘escarbad en el comunista y aparecerá el filisteo’. Escarbando, naturalmente, en el punto sensible, en su mentalidad acerca de la mujer. ¿Se quiere prueba más palmaria de esto que la tranquilidad con que los hombres contemplan cómo la mujer degenera en ese trabajo mezquino, monótono, de la casa, trabajo que dispersa y consume sus fuerzas y su tiempo, y sumisión al hombre?” Una gran tarea de la revolución era justamente arrancar a las mujeres de la “esclavitud doméstica”.
La posición Lenin en esta cuestión se puede ver claramente en el artículo “El poder soviético y la posición de la mujer”, de noviembre 1919: “La democracia burguesa promete de palabra la libertad y la igualdad. Pero en la práctica ni una sola república burguesa, ni la más avanzada, ha otorgado a la mujer (la mitad del género humano) plena igualdad de derechos con los hombres, ante la ley, ni ha liberado a la mujer de la dependencia y opresión de los hombres.”
León Trotsky a afirmaba también en el mismo sentido, que en cuanto el “lavado estuviera hecho por una lavandería pública, la alimentación por un restaurante público, la costura por un taller público”, “el lazo entre marido y mujer sería liberado de todo factor externo y accidental”. Se desarrollarían relaciones nuevas, “obligatorias para nadie”, sobre la base de los sentimientos mutuos.
De la esperanza al largo retroceso
Sin embargo, después de un primer momento de grandes esperanzas, experimentación y conquistas, se vivió un importante retroceso. Las enormes dificultades de la revolución -aislada internacionalmente- y la destrucción provocada por la guerra civil fueron bases materiales para la emergencia de una burocracia en el Estado y en el partido dirigente. La consolidación del estalinismo como burocracia a la cabeza del Estado fue acompañada de una restitución de los valores patriarcales. En junio de 1936, se decretó ilegal el aborto, como parte de una campaña para promover la “vuelta al hogar”. La burocracia pretendía una “jerarquía estable de las relaciones sociales”, por lo que en 1930 disolvió la sección femenina del partido, el Zhenotdel, penalizó la homosexualidad y criminalizó la prostitución. Este proceso fue a la par de una ofensiva represiva desde el Estado. Como documenta Josep Fontana en su libro El siglo de la revolución, entre 1936 y 1939, fueron fusiladas 700.000 personas, acusadas de oposición al régimen. El abandono de la perspectiva de la revolución internacional y su reemplazo por el “socialismo en un solo país”, la suplantación de la democracia soviética por el régimen de partido único y la dictadura de la burocracia se produjo al mismo tiempo que el retroceso de las conquistas de las mujeres y los sectores más oprimidos. En ese contexto el horizonte del comunismo, como sociedad sin clases, sin estado y sin opresiones, se transformó en una brutal hipertrofia del Estado y el regreso de las mujeres al resguardo de la “familia”.
El devenir trágico en las décadas siguientes fue el desarrollo de una progresiva separación de las demandas de las mujeres contra la opresión respecto a la lucha revolucionaria por el socialismo. La segunda ola del feminismo radical en los años ’60 y ‘70 tendió a identificar “comunismo” con “estalinismo”, rechazando por igual a ambos, y limitando la lucha de las mujeres a rebeliones culturales en los marcos del capitalismo existente, movimientos para “ampliar la igualdad en la democracia” o luchas por la “identidad” sin proponerse subvertir al capitalismo con las fuerzas de las trabajadoras y los trabajadores. Las condiciones actuales, donde el patriarcado y el capitalismo siguen entrelazándose y reforzándose, con millones de mujeres padeciendo dobles cadenas de explotación y opresión en todo el mundo, muestran los límites de esa propuesta.
Cien años después del inicio de aquella Revolución que cambió la historia del siglo, la lucha de las mujeres contra la opresión patriarcal, el machismo, el racismo y la explotación, siguen siendo tareas pendientes y necesarias. Por eso es clave recuperar el hilo rojo de la historia de aquellas mujeres, trabajadoras y campesinas, que se atrevieron a revolucionar el mundo y sus propias vidas hace un siglo atrás. Recuperar la potencialidad revolucionaria abierta en momentos en que la clase trabajadora se transforma en sujeto hegemónico, tomando como propia la lucha contra las opresiones de género, contra la opresión racial y las demandas democráticas.
Una de las reflexiones tal vez más interesantes que podemos retomar, es que la lucha por la emancipación de las mujeres necesita unirse firmemente con la lucha por terminar con esta sociedad de opresión y explotación que es el capitalismo. Porque como dijo la socialista norteamericana Louise Kneeland en 1914: “Quien es socialista y no es feminista carece de amplitud. Quien es feminista y no es socialista carece de estrategia.”
Octubre 100 años después. Un nuevo comienzo para el comunismo
13/09/2017
Eddy Sánchez
Profesor de Ciencias Políticas de la UCM y Director de la Fundación de Investigaciones Marxistas
En la última década se ha sucedido un ciclo de movilizaciones de carácter global, fruto de un contexto de indignación social consecuencia de la crisis, contexto en el que surge de nuevo el debate de las nuevas formas de comunismo hoy.
Para el historiador Juan Andrade, el debate del comunismo en la actualidad se diferencia respecto al de décadas anteriores, en el hecho que se desarrolla sobre todo en el campo de la Filosofía y los estudios culturales, más que en el de las ciencias sociales.
En España, dicho debate es conocido por la publicación del libro colectivo editado por el filósofo esloveno Slavoj Žižek y publicado bajo el nombre de La Idea del comunismo (2013), publicación que recoge el congreso celebrado en la Universidad de Cooper Union de New York entre el 14 y 16 de octubre de 2011.
Este congreso fue el colofón a otros dos, uno celebrado en Londres en 2009 y otro en Berlín en 2010, encuentros que abogaron un “nuevo comienzo para el comunismo” y que han tenido continuidad en España en los debates organizados por la FIM sobre “El comunismo hoy”, cuyo primer acto tuvo lugar ante 1.400 estudiantes y profesores en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) en noviembre de 2016, y que han continuado durante el presente curso en más de diez universidades españolas, dónde la implicación de jóvenes dirigentes de la izquierda como Alberto Garzón, ha sido significativa.
Continuando con lo planteado por Juan Andrade, “lo sorprendente de estos eventos fue la coincidencia de tres hechos. Primero, que situaran en el epígrafe y en centro del debate, con una voluntad crítica a la par que reivindicativa, la idea y el proyecto político del comunismo. La segunda, que los congresos se hicieran en las grandes capitales de mundo occidental y contaran con varias figuras ya muy destacadas o emergentes en el ámbito del pensamiento. La tercera, que la asistencia se desbordase tanto en cantidad como en entusiasmo”.
Los planteamientos defendidos en dichos congresos tienen en la figura del filósofo francés Éntienne Balibar (2011), una de sus referencias. Balibar entiende que en este contexto social e intelectual surgen una serie de líneas de pensamiento muy marcadas en el “nuevo comunismo”, dentro de las que destaca a Slavoj Žižek y Toni Negri, a la que cabría añadir una tercera línea, influida por una visión renovada de la teoría marxista del estado.
Según Balibar, para Žižek, esa “imaginación comunista debe proyectarse en un acto político sublime y decisionista basado en la pérdida del miedo”, voluntad basada en la “dimensión emancipadora de la subjetividad” que lleva al filósofo esloveno a la reivindicación de Lenin. Para Negri, según Balibar, esa idea de comunismo tiene su “anticipación” en el “empuje de las fuerzas productivas que rompen con las formas actuales de propiedad y control, abriendo espacios autónomos de producción cooperativa que anticipan ya la futura sociedad de los comunes”. A estos habría que sumar una tercera línea, influida en especial por el pensamiento de Antonio Gramsci y lo que para Cesar Rendueles, supone “su innovador análisis dentro de la tradición marxista en torno a la concepción de la autonomía y la capacidad de maniobra del Estado y distintas instituciones sociales respecto de las estructuras económicas”, cuya influencia alcanza a las actuales lecturas renovadas de Gramsci como las del profesor Bob Jessop.
En este contexto ¿cuál sería el núcleo básico qué la Revolución de Octubre de 1917 aporta al debate del cambio en la sociedad contemporánea?
La respuesta a la pregunta debe hacerse desde la compresión del clima social e intelectual del marxismo posterior a la Revolución rusa, dónde la interpretación de la conciencia revolucionaria ocupa un lugar central.
Esta reivindicación de la conciencia revolucionaria es propia de la generación de comunistas que rompen, como Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo o Gramsci, con el determinismo predominante en el movimiento socialista posterior a la derrota de la Comuna de Paris de 1871, lo cual les hace confrontar con la actitud determinista, inspirada en la visión “etapista” del marxismo de la II Intencional.
Hasta la Revolución de 1917, la socialdemocracia planteaba como prioridad alcanzar la revolución democrática burguesa como etapa previa al socialismo, el cual era visto como un resultado natural de una evolución lineal de la sociedad europea. Frente a la fórmula de Berstein de “el movimiento es todo, el objetivo es nada”, la generación de revolucionarios que protagonizaron la Revolución soviética, defendían la recuperación de aquella dimensión del socialismo que había sido abandonada por la vieja socialdemocracia, lo que EP Thompson definía como “la dimensión emancipadora de la subjetividad”.
De esta forma, el análisis teórico para Lenin y demás revolucionarios del 17, se pone al servicio de la acción política concreta que permita captar, en cada momento, el problema central y actuar en consecuencia. Esto nos ayuda a entender cómo Octubre de 1917 supone la ruptura con el economicismo mecanicista, desde la osadía de pensar la revolución allí donde las “condiciones objetivas” no estaban dadas.
La heterodoxia de Octubre del 17 explica como la Revolución en un país agrario y autocrático no era visto como una imposibilidad histórica, sino que los Bolcheviques concluyen lo contrario, que el cambio político del momento histórico que le toca vivir, solo es posible tomando en cuenta a actores que la tradición socialista consideraba como marginales, como el campesinado, así como el valor antagonista que adquieren los países semiperiféricos como Rusia o coloniales como los asiáticos, realidades desde las que articular un nuevo bloque histórico: el obrero campesino.
El campesinado cuyo valor, menos para el anarquismo, era negado por todos, se convierte en el sector de la sociedad clave desde el que construir la hegemonía política y cultural de las clases subalternas en la Rusia de inicios de siglo XX; y la periferia colonial –principalmente asiática-, aparece como el marco geográfico central desde el que impulsar la revolución, abandonando de esta forma la centralidad europea hasta aquel momento predominante.
Con la Revolución de Octubre, los grupos marginales se convierten en las realidades centrales de la nueva Rusia soviética y al igual que Lenin y los revolucionarios de su generación, cabría preguntarse hoy: ¿cuáles son los actores que irrumpen como condición necesaria para el cambio socialista en las sociedades contemporáneas?
Capitalismo flexible, periferia y nuevo asalariado urbano: las nuevas formas de comunismo
En el marco de la crisis de la segunda globalización iniciada en 2007, el cambio político debe ser entendido, no como una respuesta a la crisis del fordismo y la socialdemocracia, sino como mantiene Bob Jesoop “una alternativa a la crisis del posfordismo y el neoliberalismo”.
La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la UE y la elección como presidente de EE UU de Donald Trump, deben ser interpretadas como la reacción de las clases dominantes del centro capitalista ante las consecuencias no deseadas de la globalización que ellas mismas impulsaron.
Tras los reveses políticos propiciados por los movimientos y gobiernos populares en América Latina y las consecuencias de la irrupción de la semiperiferia en el sistema mundo -en especial de China-, el escenario que se abre en la actualidad parte de la reconfiguración del viejo centro euroatlántico desde un proyecto que parece poner fin a la globalización como el relato central de nuestro tiempo.
La visión de “largo plazo” con la que Wallerstein propone situar el análisis de la crisis de la globalización actual, implica un proceso de cambio tecnológico acelerado que condiciona sustancialmente la expansión de las fuerzas productivas y la forma que adopten las mismas en el futuro, lo que su vez, significa que en situación de crisis los cambios en la división internacional del trabajo se intensifican, y en el contexto de una economía global fuertemente transnacionalizada, se generalizan y acentúan las diferencias internacionales. De este proceso se desprende el potencial transformador que juega la periferia en el sistema mundo y la aparición del nuevo asalariado urbano, como el sujeto que condicionará las sociedades resultado de la actual crisis.
Este modelo de paro-precariedad-flexibilidad está en la base de la aparición y consolidación de una nueva clase trabajadora de servicios, con características distintas a la clase obrera industrial o la conformada por los trabajadores de servicios públicos y capas profesionales urbanas. Estamos ante algo nuevo, el “proletariado sin conciencia” del que habla Diego Fusaro, que al igual que el campesinado de inicios del siglo pasado, se erige como un actor central, como el nuevo asalariado urbano que acabará convirtiéndose en un actor fundamental del conflicto social futuro.
Conclusiones
El contexto en el que triunfa la Revolución de Octubre es el de la crisis de la primera globalización de finales del siglo XIX. Dicha crisis es sancionada con el nacimiento de los imperialismos que se dirimen en la primera guerra mundial. El coste para el capitalismo de este periodo es la Revolución socialista en Rusia y el Crack económico del 29, crisis que da lugar a la aparición del fascismo y la posterior segunda guerra mundial.
Para los bolcheviques, la reconstrucción de un proyecto socialista en aquel contexto requería de formas y sujetos nuevos, situando esa nueva referencia ahí donde antes se había negado todo potencial de cambio, es decir, en el desarticulado campesinado de la periferia.
El valor político de los bolcheviques sitúa a la periferia semicolonial como el “eslabón débil”, que aparece como el “nudo” fundamental para el cambio a escala mundial, para lo cual, ya en el marco de la Revolución de febrero de 1917, los comunistas rusos desarrollan el concepto clave de su pensamiento: la alianza obrero-campesina y el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos coloniales.
Solo así podemos comprender políticamente el significado histórico mundial de la revolución que estalla en Oriente, en un país atrasado como Rusia, y la aparición de una nueva generación de revolucionarios que rompen con la socialdemocracia impulsando un nuevo movimiento político a escala mundial -el comunismo-, centrado en la compresión del papel que juega el campesinado y el significado de la cuestión colonial como cuestión nacional.
Sin esta aportación es imposible entender todo lo que vino después, desde Gramsci y la cuestión meridional, Mao y la revolución en países semifeudales, el Che y la Revolución cubana, a la irrupción del nuevo proletariado urbano de la Europa contemporánea.
La experiencia política de la Revolución Socialista de Octubre de 1917 y su elaboración teórica nos previenen, en el contexto actual, del mecanicismo aún latente en la izquierda contemporánea, la cual sigue ligando cambio a excepcionalidad y crisis económica a crisis política terminal. Tras un intenso ciclo de movilizaciones, la crisis de la segunda globalización ha traído los nuevos fascismos que avanzan en Europa, la reconstrucción de proyectos reaccionarios en Gran Bretaña y EE UU y la respuesta proimperialista de sectores importantes de las capas medias en América Latina, tal y como vemos con Macri, Temer y la oposición venezolana.
La transmisión de las relaciones de explotación contemporáneas sugieren un patrón geográfico o espacial que tiene como eje el concepto de periferia, cuya dimensión social del nuevo asalariado urbano resultante del proceso de transformación del trabajo en el marco de la globalización, trae como resultado la aparición de la figura de los trabajadores pobres, sector mayoritario entre la juventud de nuestro país.
Pensar el cambio social contemporáneo pasa por la comprensión del valor central de lo considerado hasta ahora como marginal, del “proletariado sin conciencia” que habita en las periferias urbanas del sistema mundo. En esa plebe precaria de la periferia urbana se encuentra la clave desde la que reclamar un nuevo comienzo para el comunismo.
Sin embargo, el peso social de esta nueva clase trabajadora no corresponde con su peso político y cultural, lo que la convierte en un actor infravalorado y nada representado en el marco político, al menos en Europa. Una izquierda que si no reacciona, puede ser responsable de provocar una neutralización decepcionada de un sector popular, que quedará a disposición de sucumbir a demagogos fascistas de última generación.
El Lenin asiático, el Gramsci cabecita negra de Ales o la polaca Rosa Luxemburgo, nos ofrecen un valioso patrimonio para pensar las nuevas formas de comunismo desde las que construir el cambio social contemporáneo.
Madrid, 11 de septiembre 2017
El legado de Octubre. Interrogantes y objeciones
29/08/2017
Gabriel Flores
Economista
El colapso de los sistemas de tipo soviético existentes en Europa central y oriental conformó un inédito acontecimiento revolucionario que se llevó por delante con extraordinaria rapidez el viejo orden administrativo. Entre 1989 y 1991 se desbarató un bloque de países que tenía sus señas de identidad enraizadas en la Revolución de Octubre que estaba en su origen. La disolución formal de la URSS en diciembre de 1991 fue el acto final, el resultado del evidente agotamiento histórico de un movimiento revolucionario a escala mundial que se fundó y tomó impulso en la insurrección bolchevique de octubre de 1917.
Comienzo estas notas por el final, por el cierre de la Revolución de Octubre en Europa, para intentar entender algo más de su contenido, significado y alcance. Octubre era para los bolcheviques el comienzo de la revolución mundial. No lo fue, se quedó en un largo callejón sin salida por el que discurrió durante algo más de siete décadas buena parte del movimiento real y las esperanzas revolucionarias que atizaron la lucha contra el sistema capitalista en el tablero mundial. Un siglo después el capitalismo sigue vivo, generando y afrontando crisis recurrentes, como siempre, pero mejor asentado y más poderoso que entonces, tras incorporar al mercado mundial a los países europeos que ensayaron con los sistemas de tipo soviético otra vía de modernización y desarrollo.
El hundimiento de los sistemas de tipo soviético en Europa supuso un cambio de enorme significado, fue el último eslabón de una extraordinaria cadena de sucesos que permitieron al Estado soviético jugar un papel protagonista en la Historia: acabó definitivamente con el régimen zarista, puso en jaque el nuevo orden imperialista surgido de la Primera Guerra Mundial, tuvo un papel protagonista en la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, impulsó la descolonización, transformó la faz de Europa y Asia y dejó una profunda huella en las agónicas relaciones mundiales de poder durante el corto siglo XX.
Especialmente palpable desde principios de los años sesenta del pasado siglo, la incapacidad de los sistemas de tipo soviético para convertir la modernización en mayores niveles de bienestar y libertad fue el principal escollo que intentaron remover, sin conseguirlo, todas las reformas emprendidas por las propias autoridades comunistas.
A diferencia de la de octubre de 1917, que inauguró un nuevo sistema, distinto a todos los conocidos o imaginados, las revoluciones iniciadas en 1989 supusieron la reincorporación al orden capitalista de buena parte de los países europeos que pasaron a formar parte del bloque soviético tras la Segunda Guerra Mundial. En cambio, en los Estados surgidos de la implosión de la URSS, con la excepción de los países bálticos (que también acabaron integrándose en la Unión Europea), surgieron nuevos regímenes autoritarios y nuevas formas de regulación económica mercantil tuteladas por un nuevo poder político surgido directamente de sectores del viejo aparato estatal soviético. Nuevos sistemas no asimilables a los capitalistas que volvieron a confirmar la especificidad de una singular trayectoria histórica que desembocó el pasado siglo en hechos tan extraordinarios como la demolición del viejo imperio zarista, su sustitución por un nuevo régimen que se presentaba como una dictadura del proletariado y el hundimiento y la desaparición de la URSS tras un agotador y agotado esfuerzo modernizador.
Las rupturas sistémicas que se produjeron a partir de 1989 en Europa central y oriental fueron curiosas revoluciones en las que los aparatos estatales de los regímenes de tipo soviético no mostraron, salvo alguna excepción, una especial resistencia. Fueron revoluciones de terciopelo, con muy pocos casos de represión sangrienta o de alta intensidad contra los partidarios del anterior régimen. Y como contrapartida se encontraron con claudicaciones de terciopelo por parte de las elites políticas, económicas y culturales que se habían beneficiado durante décadas de la existencia del viejo y anquilosado sistema. En general, la depuración de las viejas estructuras de poder soviético afectó exclusivamente a una parte de la alta dirección de los partidos comunistas. El resto, junto a la mayoría de los cuadros de los densos aparatos estatales y partidistas improvisaron una rápida reconversión en autoridades de los incipientes nuevos regímenes o, con algo más de tiempo, legalizaron las bases económicas privadas que provocaron su conversión en nuevas clases dominantes, propietarias de una parte de las grandes empresas estatales privatizadas y gestoras no exclusivas de un nuevo poder político que, progresivamente, fue adoptando los criterios y las formas de carácter democrático de sus vecinos occidentales.
El estallido del mundo soviético que simboliza la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y sus consecuencias cerraron, creo que de forma definitiva, el periodo histórico en el que la revolución inspirada en el modelo soviético se convirtió en una tarea práctica de los partidos comunistas y los frentes anti-imperialistas de todo el mundo. Contaron para esa tarea, en la mayoría de los casos, con un Estado que les ofrecía apoyo, retaguardia y refugio. Ya no existen en Europa sistemas de tipo soviético. Son cosa del pasado, no de un futuro previsible.
Resulta muy difícil separar el análisis de la Revolución de Octubre y la consolidación del sistema soviético, con su posterior expansión mundial, del mediocre final y rápido desmantelamiento a partir de 1989. El hundimiento del llamado socialismo real en Europa permite observar la incapacidad absoluta de los sistemas de tipo soviético para realizar reformas a la altura de las fallas demostradas y de las aspiraciones económicas, culturales y democráticas de su ciudadanía. Finalmente, la incapacidad de reformarse se alió con el hartazgo y la falta de apoyos sociales para provocar la implosión y desaparición en todo el territorio europeo de los sistemas herederos de aquella lejana revolución de 1917.
La Revolución de Octubre como objeto de análisis
El profesor Fontana, en el sintético y reflexivo texto inicial con el que nos incita a debatir sobre la Revolución de Octubre, hace un equilibrado balance de aciertos y errores de aquel extraordinario acontecimiento con el objetivo de extraer lecciones que puedan ser útiles en el presente, tratando de rescatar lo que pueda seguir siendo válido y dificultar la repetición de errores parecidos.
No me parece que tal objetivo, el de iluminar las tareas políticas de las fuerzas progresistas y de izquierdas que en Europa pugnan ahora por mejorar la vida y el bienestar de la mayoría social, sea posible. Creo que los fines y afanes de este debate deberían ser otros: colocar a la Revolución de Octubre en su lugar histórico, en el contexto que la hizo posible, y rescatarla del olvido o de la agitación simplista, excesivamente volcada en el rechazo o la admiración en bloque.
Octubre de 1917 fue el fruto de unas condiciones históricas excepcionales y de la acción férrea de un puñado de revolucionarios profesionales que, todo voluntarismo, entendieron que la destrucción del imperio zarista era el primer paso para la superación mundial de un sistema capitalista al que consideraban ya maduro, enmarañado en múltiples contradicciones que provocaban colisiones bélicas entre los grandes bloques imperialistas, para caer bajo el envite de la nueva clase revolucionaria que había engendrado.
Ese es el terreno que intentaré abordar en este apartado, consciente de la resbaladiza tarea de comprimir en unos pocos párrafos algunas de las características más relevantes de un hecho histórico tan descomunal y visitado como tergiversado.
Si la expansión europea de los sistemas de tipo soviético se asentó en el poder militar que la URSS había demostrado en la aniquilación del loco y criminal delirio del nazismo, la Revolución de Octubre fue consecuencia directa de la audacia de Lenin y su partido al valorar las posibilidades de una insurrección organizada por los bolcheviques y las debilidades de la revolución democrática que en febrero había logrado desbancar del poder al dictatorial régimen zarista. El frágil y provisional poder surgido en febrero heredó la gran guerra mundial con sus calamidades y una estructura económica en la que imperaban el gran latifundio, terratenientes y relaciones semifeudales (feudales, asiáticas, patriarcales… el nombre y la caracterización son aquí lo de menos) que extendían la miseria y la opresión entre una población en la que predominaban de forma absoluta los pequeños campesinos pobres.
La revolución democrática de febrero de 1917 liquidó al régimen zarista, pero no tenía ninguna posibilidad de lograr la victoria en la guerra contra Alemania y sus aliados ni ofrecía propuesta alguna para lograr la paz. Tampoco mostró, en los pocos meses que ejerció un poder limitado, acosado desde múltiples frentes, una voluntad clara de proporcionar a los pequeños campesinos la tierra que reclamaban ni planes para lograr un mayor grado de autonomía respecto al capital extranjero y un desarrollo económico basado en el capital nacional y el mercado doméstico o en cualquier sistema alternativo.
Los bolcheviques ofrecían soluciones para esos dos grandes problemas, conectaron con las aspiraciones de amplios sectores populares, triunfaron y se aprestaron, cada vez más solos y aislados, a intentar llevarlas a cabo y tratar de institucionalizar el bloque de obreros y campesinos que organizados en soviets habían llevado a cabo la insurrección de octubre bajo la dirección bolchevique. La intención inicial era construir un gobierno sustentado en una alianza obrera y campesina bajo la hegemonía y la dictadura del proletariado y desarrollar con urgencia un capitalismo de Estado que lograra rápidamente elevar la productividad del trabajo, impulsar la gran industria mecanizada y modernizar las relaciones de propiedad de la tierra. Tuvieron tantos éxitos como fracasos en esas tareas y lograron mantener su poder en circunstancias muy difíciles, pero buena parte de sus esquemas previos fracasó.
En medio de la hostilidad y el boicot internacional y de una sangrienta guerra civil alentada por las grandes potencias imperialistas, el nuevo Estado, en manos exclusivas del Partido Comunista, ejerció el terror para preservar la revolución y superar la hambruna en la que se concretó la guerra civil y el maltrato dado por el poder soviético a la mayoría campesina en los primeros años. A partir de ahí, tuvieron que improvisar otros caminos. Con la vieja guardia bolchevique profundamente dividida en torno a los objetivos inmediatos, las alianzas, las medidas a tomar y el ritmo de su implantación. Y, muy pronto, sin la autoridad de Lenin para gestionar la división interna.
Después de los ríos de tinta vertidos por los revolucionarios rusos desde antes de la derrotada revolución democrática de 1905 y de las múltiples controversias en el seno de los diferentes grupos de la socialdemocracia revolucionaria rusa, los bolcheviques demostraron en 1917 su capacidad para entender la revolución de febrero, aprovechar su impulso y acabar con ella en octubre, en aras de una revolución en nombre del proletariado que sólo podía asentarse contando con una situación de paz y con el apoyo de la mayoría campesina. No consiguieron mantener la paz ni el apoyo de la mayoría campesina. Tuvieron que afrontar situaciones inesperadas que no entraban en sus esquemas.
Los esfuerzos analíticos de Lenin y otros teóricos revolucionarios rusos se habían encaminado a demostrar “científicamente” (en consonancia con las concepciones del marxismo de la época) que la madurez del sistema capitalista mundial y el propio desarrollo del capitalismo en la agricultura y la economía rusas hacían posible una revolución socialista que debería pasar por una etapa democrático-burguesa y que esa etapa también podía ser dirigida por la clase obrera revolucionaria y su partido. Rusia era entonces un imperio muy atrasado que no había contado nunca con un movimiento democrático de cierta entidad y en el que predominaba una estructura agraria semifeudal en descomposición, como consecuencia de la reciente penetración de relaciones mercantiles. Con un incipiente capitalismo muy vinculado a la inversión extranjera y una clase obrera débil y poco numerosa, aunque muy concentrada en unas pocas localizaciones fabriles que constituían pequeños islotes, desconectados entre sí, en un intrincado y extremadamente complejo océano de relaciones precapitalistas y pequeños campesinos muy pobres. Así, en 1922, de una población de 136 millones de personas, de las que la mitad tenía edad de trabajar, tan solo 2 millones eran obreros relacionados con las actividades industriales y poco más de 1 millón, trabajadores agrícolas.
Los bolcheviques consiguieron llevar al terreno de sus expectativas la revolución de febrero de 1917. En palabras de Lenin, llevaron a su término la revolución democrático-burguesa e intentaron empujarla más allá, iniciando la transición hacia una etapa socialista que solo el tiempo les diría si era posible. Y la llevaron muy lejos, aunque no en la dirección inicialmente prevista o deseada.
Ya en 1921, “Con motivo del cuarto aniversario de la Revolución de Octubre”, Lenin se ufanaba de haber barrido la barbarie medieval que sufría Rusia con “más rapidez, audacia, éxito, amplitud y profundidad” que lo había hecho la Gran Revolución Francesa. Y a esa gesta añadía que habían dado pasos gigantescos en la transformación socialista de Rusia. Excesivo optimismo, demasiado ceguera.
La Revolución de Octubre gestó, si nos atenemos a la caracterización e intenciones expresas de sus líderes, un nuevo orden político y social que bajo la dictadura del proletariado y en alianza con el campesinado inició la construcción del socialismo. En realidad, si consideramos sus estructuras, funcionamiento y expresiones prácticas, dio a luz tras muchas vueltas y revueltas a un sistema de características originales y formas inesperadas. Inédito en el terreno económico, con predominio absoluto de la propiedad estatal y una planificación central concentrada en una rápida expansión de la industria pesada, que tras alcanzar un nivel crítico de desarrollo y complejidad estructural se mostró crecientemente ineficiente. E inclasificable en el terreno político, con una dictadura de partido único que alejó a la nomenklatura de la clase obrera y de la mayoría social a las que pretendía representar. Y que terminó por aislar a los partidos comunistas y las elites gobernantes de los nuevos problemas y deseos que el crecimiento económico y el desarrollo tecnológico y cultural alentaban en la sociedad.
El sistema surgido de la Revolución de Octubre se convirtió con extrema rapidez en modelo a seguir y defender para una parte significativa de las fuerzas que en todo el mundo pugnaban por la revolución socialista y anticolonial. Sin embargo, de forma paulatina, los apoyos a la URSS se fueron reduciendo hasta quedar limitados a los partidos comunistas que tenían como principio la estricta obediencia a las directrices emanadas desde Moscú. Principio que no impidió el surgimiento de conflictos de mayor o menor intensidad en el seno del movimiento comunista internacional y entre países del bloque soviético. En última instancia, los conflictos con los países de Europa central y oriental pertenecientes al mundo soviético que alcanzaron mayor gravedad fueron reprimidos implacablemente por la URSS.
¿Algo que rescatar de la Revolución de Octubre?
Entiendo que el historiador haga, está en la base de su disciplina, un balance lo más objetivo posible de las aportaciones y los errores de la revolución bolchevique de octubre de 1917. El texto de Fontana señala explícitamente que el poder soviético acabó erigiendo un Estado opresor que ejerció una oleada de violencia. Creo que es muy importante al hablar del catálogo de errores mencionar la coerción y los abusos cometidos, desde fechas bien tempranas, por el Estado soviético. Porque una parte considerable de la izquierda ha tendido a sortear esa realidad, a considerarla inevitable o a entender como un asunto menor la utilización plenamente consciente y sistemática del terror como arma política del Estado.
Terror para acabar con la terrorífica contrarrevolución que pretendía la reinstauración del viejo régimen zarista, pero que también se utilizó contra el campesinado ruso, disidentes políticos, partidarios de restaurar las libertades surgidas de la revolución de febrero, personas consideradas asociales por no ajustarse al estrecho modelo de ciudadano soviético impuesto y contra heterodoxos, tibios o vacilantes de todo tipo. Al principio, en el punto de mira estaban exclusivamente las fuerzas contrarrevolucionarias y sus partidarios, pero rápidamente la represión afectó a partidos políticos democráticos y de izquierdas y terminó golpeando a miembros y corrientes del partido bolchevique que manifestaban críticas o discrepancias. Y no solo en los momentos álgidos de las purgas alentadas y amparadas por Stalin. En diciembre de 1919, a propósito de las intervenciones en el VII Congreso de los Soviets de toda Rusia de líderes tan significados de los mencheviques como Dan (preconizando un frente único y revolucionario) o Martov (defendiendo la vuelta a un funcionamiento democrático y constitucional, con libertad de prensa, asociación y reunión), Lenin llegó a afirmar, “cuando oímos tales declaraciones en gentes que afirman estar de nuestro lado, nos decimos: ambos, terror y Checa, son indispensables”.
Hay un desvarío que afecta durante décadas a una parte notable de la intelectualidad progresista europea, no sólo la comunista, que en aras de la lucha contra el fascismo y la defensa de un Estado obrero sacrificó su capacidad crítica y se volvió, literalmente, sorda, ciega y muda ante la brutalidad ejercida en nombre del proletariado y el ideal comunista contra pueblos de la URSS y contra toda disidencia. ¿No tuvieron noticias de la coerción y el terror y su utilización sistemática para aniquilar toda oposición? Es imposible. Resulta más creíble pensar que los consideraban hechos insignificantes o daños colaterales inevitables. Consideración que no puede ser esgrimida como eximente de su responsabilidad por tanta ceguera y silencio.
La Revolución de Octubre y el régimen que terminó asentándose en la URSS no mostraron sus límites como proyecto revolucionario en 1968. Digamos que la percepción en el tiempo de esos límites fue muy dispar. No fueron pocos los que denunciaron los abusos desde fases muy tempranas del poder soviético, aunque efectivamente, para una parte del entramado político y organizativo de los partidos comunistas que gravitaba en torno al poder soviético, sólo se hizo patente en 1968. Otra parte significativa, en cambio, siguió asumiendo fielmente la propaganda soviética al respecto, apoyó la intervención de los tanques soviéticos en Praga y criticó con dureza la “revuelta pequeño-burguesa” de la airada juventud parisina. No escasearon los grupos políticos, intelectuales y personas de izquierdas que esperaron al colapso de la URSS para darse cuenta. Algunos, aún no lo han hecho y han reconvertido la fidelidad a la URSS en simpatías hacia herederos tan siniestros de la vieja burocracia soviética como Putin y el régimen autoritario que encabeza.
¿Se puede rescatar algo del proceso histórico que inició la Revolución de Octubre? Creo que nada hay rescatable, en el sentido de aplicable por la izquierda actual, de tiempos, circunstancias, condiciones y valores que poco o nada tienen que ver con los de las sociedades actuales. O de forma más precisa, sólo se puede rescatar un catálogo de ideas y actuaciones a no repetir por las actuales fuerzas de izquierdas. Democracia y derechos humanos son eslabones indisociables de cualquier proyecto transformador.
La ideología, los principios y la práctica política que alentaron la Revolución de Octubre forman parte del pasado. No pueden ser acogidos ni integrados por las organizaciones, corrientes de pensamiento o personas que aspiren a contribuir a una transformación emancipadora que beneficie a la mayoría social, sin que ello deba convertirse en un obstáculo para realizar un análisis objetivo de los logros de Octubre.
Sobre valores y valoraciones a propósito del legado de Octubre
En otro orden de cosas, en el que inevitablemente domina la disparidad de opiniones, parece necesario pergeñar una valoración sobre el legado del fenómeno revolucionario iniciado con la insurrección de octubre de 1917, huyendo de todo imaginario justificativo o condenatorio construido por ideólogos.
¿Hubo algo positivo en el legado de la Revolución de Octubre? En mi opinión, sí, sin duda, muchas cosas. ¿Cómo no reconocer aspectos positivos en una revolución que enterró definitivamente al régimen zarista y fue capaza de fascinar a una parte notable de la izquierda y conseguir simpatías en todo el mundo? Capaz de producir declaraciones luminosas que aún hoy resultan atractivas. Baste de muestra el botón de las palabras finales de Lenin en la clausura del III Congreso de los Soviets de diputados, obreros, soldados y campesinos de toda Rusia en enero de 1918: “… todas las maravillas de la ciencia, todas las conquistas de la cultura se convertirán en patrimonio del pueblo, y en adelante nunca jamás la inteligencia y el genio del hombre serán convertidos en instrumentos de violencia y explotación”.
¿Hubo también errores? Sin duda. No pocos, reconocidos por los propios dirigentes comunistas; otros, se ocultaron y así permanecieron hasta el hundimiento de la URSS; algunos, se elevaron a la categoría de lecciones universales de la nueva “ciencia marxista-leninista”. Todo ese legado debe ser reconsiderado de nuevo, a la luz de los valores que predominan en las actuales sociedades democráticas. El problema no reside en la inevitable existencia de errores en un proyecto revolucionario tan descomunal y con enemigos tan encarnizados. Lo destacable es la existencia de crímenes que no deben ser amparados tras el concepto de errores. Tan general, tan neutro, tan cínico.
¿Podrían haberse evitado el terror y los crímenes? Creo que sí. Me inclino a pensar que incluso en una ideología tan invasiva, segura y cerrada como la leninista había márgenes para prevenir y desechar la institucionalización del terror político. Por mucho que el leninismo defendiera fórmulas de concepción y organización del Estado soviético y del propio partido que favorecieron la transformación de las decisiones de sus dirigentes en verdades de obligado cumplimiento, inapelables e indiscutibles.
Los márgenes para aceptar errores propios y críticas internas o externas fueron reduciéndose en la URSS con extraordinaria rapidez porque, al cabo, ponían en peligro el ejercicio de un poder absoluto que, por definición, al margen de lo que realmente ocurriera, se consideraba poder del proletariado al servicio de la revolución socialista. Aun así, en los principios y valores que desde sus primero pasos acompañaron a las múltiples corrientes del movimiento socialista internacional siempre hubo un espacio reservado para la defensa de la libertad y los derechos humanos. La crítica, la discrepancia y el debate abierto fueron también consustanciales a la marcha de las diferentes corrientes revolucionarias rusas. Incluso durante los abundantes episodios de escisiones y luchas de ideas tremebundas que marcaron los antecedentes, el nacimiento y discurrir del partido bolchevique. Por lo menos hasta su afirmación en el poder como partido único.
Naturalmente, Lenin y sus camaradas fueron hijos de su tiempo y de su entorno. Hay muchos factores que explican sus ideas, escala de valores y actuaciones, pero nada permite justificar los crímenes cometidos por el régimen soviético. Ni en el periodo de su asentamiento ni una vez consolidado. El ejercicio represivo del poder perduró a lo largo de toda la trayectoria del régimen soviético, más allá de los periodos excepcionales condicionados por agudos conflictos militares o por la existencia de una disidencia interna con capacidad para cuestionar el ejercicio del poder.
Desde las propias filas comunistas y desde muy diferentes posiciones progresistas, tanto en la propia URSS, hasta que toda crítica fue aniquilada, como en todo el mundo hubo personas y grupos que alzaron su voz para denunciar la represión y las prácticas antidemocráticas que llevó a cabo el Estado soviético. No basta con apelar al momento o a las duras condiciones históricas de hostilidad y cerco, tanto económico como militar, tanto en el ámbito internacional como en el interno, para explicar lo ocurrido en la utilización de la represión y el terror. Esa es una de las cuestiones centrales que conviene rescatar de la experiencia de la Revolución de Octubre. No hay revolución o procesos emancipadores dignos de tal nombre sin democracia y sin un respeto escrupuloso por los derechos humanos.
Dicho esto, no se pueden olvidar las aportaciones positivas realizadas por la URSS que merecen un especial respeto y admiración por su decisivo y positivo impacto en la historia mundial. El profesor Fontana menciona dos ejemplos, la construcción del Estado de bienestar en los países europeos capitalistas y la descolonización. Creo que ambos temas, reconociendo cierta contribución más o menos relevante de la URSS, merecen un debate aparte en el que se otorgue el protagonismo debido a las fuerzas políticas y sociales que en el mundo capitalista desarrollado o en la periferia oprimida y explotada lograron dichos avances, fueron capaces de maniobrar entre los pliegues de la Guerra Fría y aprovechar las posibilidades que ofrecía el enfrentamiento entre el mundo soviético y el mundo capitalista. Fueron esas fuerzas, no la URSS, las que negociaron e impusieron fórmulas de independencia nacional en los países sojuzgados por el imperialismo y las que construyeron, en los países capitalistas más desarrollados de Europa occidental, una oferta de bienes públicos que ampliaron la protección social, las oportunidades y el bienestar de amplios sectores populares.
Prefiero destacar otro ejemplo, en mi opinión incuestionable. El sacrificio del pueblo y del ejército soviético en la guerra contra el nazismo y, más concretamente, en la decisiva batalla de Stalingrado. Resistieron, vencieron y desbarataron el criminal propósito nazi de dominar Eurasia y establecer el Reich de los mil años que soñaba Hitler. Prestaron un servicio impagable a Europa y a la humanidad que no caerá en el olvido.
No se trata de velar mediante hechos heroicos o logros históricos los abusos cometidos por el régimen soviético. Se trata de ser ecuánimes y examinar con objetividad todo el legado de Octubre. Se trata de distinguir y combinar la admiración hacia lo indiscutiblemente admirable con el rechazo de lo indiscutiblemente rechazable. No tanto con la finalidad de rescatar sus éxitos y evitar sus errores como de conocer y comprender mejor aquel complejo fenómeno revolucionario y su decisivo impacto histórico.
Para terminar, no puedo dejar de mencionar que la Revolución de Octubre formó parte del acervo político y cultural de distintas organizaciones comunistas que en el Estado español contribuimos a organizar la resistencia contra la dictadura franquista y fortalecer la lucha por la democracia, sin que nos pareciera contradictoria la defensa de Octubre con la lucha democrática y la tarea prioritaria de acabar con la dictadura. La Revolución de Octubre era un símbolo y un referente teórico. En la práctica, al margen de las elucubraciones particulares de cada organización, actuó sobre todo como acicate militante en la lucha para intentar llevar lo más lejos posible las libertades democráticas y debilitar todo lo posible a las muy diferentes formas de opresión y explotación que amparaba el régimen franquista. Creo que este debate también puede servir para reflexionar sobre las ideas de entonces a propósito de la Revolución de Octubre y su peculiar encaje en los afanes por acabar con la dictadura. Quizás sea un buen momento, si no se ha hecho antes, de ajustar algunas de aquellas ideas o cambiarlas. Sería una buena manera de celebrar el primer centenario de Octubre.
“Fui, soy, seré”
01/08/2017
Marina Albiol
Diputada en el Parlamento Europeo y responsable de relaciones internacionales de Izquierda Unida
Revolución es una palabra que escuchamos muchas veces, pero que adquiere su significado más profundo y esperanzador para las clases y los pueblos oprimidos cuando nos referimos a la Rusia del 17. No encuentro mejores ejemplos que la Revolución Francesa de 1789 y el alzamiento bolchevique para demostrar que, lejos de ser un sueño irrealizable, podemos cambiar el mundo desde sus cimientos para que los que hoy no son nada, lleguen a serlo todo.
Por eso, cien años después, las clases dominantes de todo el planeta se unen para mentir y arrojar confusión sobre aquellos acontecimientos y, también por eso, quienes creemos que al fin triunfará la razón en marcha tenemos la obligación de reivindicar aquellos hechos y afirmar que pueden volver a darse, puesto que la revolución que la humanidad necesita para dejar atrás el camino emprendido hacia la aniquilación de la Tierra es una revolución posible y necesaria para el género humano a escala internacional.
¿Por qué se dio la Revolución y por qué triunfó?
Todas las revoluciones incluida la Revolución Rusa, no son hechos puntuales o estallidos espontáneos, sino que se enmarcan dentro de procesos históricos que conducen hacia ellas. Por supuesto que en toda revolución se da un cambio cualitativo sustancial,“la toma del poder”, pero este no sería explicable sin tener en cuenta un proceso previo del que surge. Sin una preparación previa, consciente y detallada, no puede mantenerse en el poder y consolidar el cambio revolucionario de la sociedad.
Una revolución es un hecho excepcional en la historia, pero eso no impide que sea también un hecho periódico, incluso cíclico, ya que cuando un sistema “nuevo” pasa de la madurez a la decadencia es cuando surgen las revoluciones. Las nuevas fuerzas creadas por esa sociedad pugnan por surgir a la superficie y sustituir a las instituciones y relaciones sociales caducas. Es la dialéctica de la historia: las fuerzas engendradas por un sistema social quieren, ahora, acabar con ese sistema social que muestra síntomas claros de agotamiento y así poder crecer.
Toda sociedad humana, en la historia de la sociedad de clases, establece mecanismos de protección de los privilegios de la clase que domina la sociedad. El Estado en manos de la clase dominante de turno, tiene sobre todo el papel de proteger los intereses de los poderosos, de frenar cualquier intento de cambio, pero no puede evitar que nuevas fuerzas crezcan en su seno, lo que acaba llevando a un choque irreconciliable entre la clase decadente y la clase ascendente.
Una revolución rompe las resistencias y abre el camino a los cambios sociales, económicos y políticos que se han hecho imprescindibles para que la sociedad siga evolucionando. ¡He aquí la clave, tantas veces repetida y tan poco comprendida, del marxismo!: “La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”: ese es el motor interno. De ahí el enfrentamiento constante entre dos tendencias en el interior de la clase oprimida, mayoritaria, trabajadora: las tendencias conciliadoras con el sistema de explotación, y las tendencias revolucionarias. Un proceso que, por sí mismo, ocuparía un extenso estudio de la Revolución de Octubre.
Frente a una clase propietaria de la riqueza y los medios de producción, la clase que trabaja, la que sólo tiene para vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, encierra un enorme potencial de transformación de la sociedad que se va gestando bajo la superficie y que, bajo determinadas condiciones históricas, surge a la superficie e intenta expresarse y transformar, no sólo la estructura de la sociedad, sino también la mentalidad humana.
Una verdadera revolución es creativa, supera cualquier plan o previsión, libera el genio humano, cambia el comportamiento y genera un nuevo clima en la sociedad. Así, los soviets, la creación más genial de la revolución rusa, no estaban en el programa de ningún partido, ni siquiera de los bolcheviques y, sin embargo, sin soviets no es imaginable el triunfo de octubre.
Esta es otra gran lección de la revolución rusa. Los bolcheviques tuvieron que luchar por ganar la mayoría entre los explotados al tiempo que luchaban contra los explotadores y fue a través de la lucha en los soviets como ganaron esa mayoría. Vemos pues como en una revolución se produce una profunda transformación de la conciencia social que lleva a pasar de confiar en un sistema social a respaldar a la fuerza política que propone su destrucción pero, ¿qué permite ese terremoto social?
A este respecto, Lenin extrae unas conclusiones: “Para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en una conjuración, no en un partido, sino en la clase más avanzada. Esto en primer lugar. La insurrección debe apoyarse en el auge revolucionario del pueblo. Esto en segundo lugar. La insurrección debe apoyarse en aquel momento de viraje en la historia de la revolución ascensional en que la actividad de la vanguardia del pueblo sea mayor, en que mayores sean las vacilaciones en las filas de los enemigos y en las filas de los amigos débiles, a medias, indecisos, de la revolución. Esto en tercer lugar.”
A estas tres condiciones, Lenin añade la necesidad de contar con un partido, un programa claro y cuadros forjados en las ideas y en la lucha capaces de expresar las aspiraciones de su clase y la organización más amplia posible del pueblo, que en el caso de Octubre, fueron los soviets.
Todas estas condiciones se dieron en la Rusia del 17 que, a pesar de ser un país poco desarrollado, tenía una clase obrera agrupada en grandes concentraciones fabriles y, además, la lucha de la clase obrera dio inspiración a una guerra campesina contra la estructura de semi servidumbre del campo en el imperio ruso. Las consignas de pan, paz y tierra fueron capaces de agrupar las fuerzas necesarias y en unos meses llevar a grandes sectores de la población a pedir “todo el poder a los soviets”, no para sustituir al Zar por una democracia burguesa, sino para abrir el paso al primer Estado socialista de la historia.
Nada hay más contagioso que los ejemplos exitosos y el éxito de la revolución de Octubre cambió la faz de la tierra e hizo del siglo XX el siglo de las revoluciones. Hubo muchos procesos revolucionarios que fueron derrotados y aquí aún sufrimos las consecuencias de una de estas derrotas en el 39, pero otras muchas como China, Cuba, Vietnam, Angola, Mozambique, etc. triunfaron. No podemos hablar, pues, de cien años de distancia puesto que las revoluciones nunca han dejado de producirse, ni las contrarrevoluciones de actuar, mostrando la validez de la teoría marxista del Estado.
La revolución en el siglo XXI
Frente al centenario de la revolución socialista de la que nacería la URSS, algunas se plantean la duda de si hoy sería posible una nueva revolución. Francamente, creemos que hoy día no sólo es posible, sino que es imprescindible si queremos evitar la destrucción y el avance de la barbarie. Además, para ser efectiva, su ámbito debe ser internacionalista. Pero como ya hemos dicho, no surgirá por “generación espontánea”, sino que necesitan darse unas determinadas condiciones. Es imprescindible que superemos la crisis histórica que ha venido padeciendo la izquierda y que, comprendiendo la sociedad en que vivimos, seamos capaces de entender y explicar que el socialismo no es una opción sino una necesidad histórica. Eso debe reflejarse en nuestra actitud cotidiana, dando ejemplo, generalizando las luchas a partir de los problemas particulares y reivindicando reformas que no nos conduzcan a maquillar la sociedad en que vivimos, sino que muestren su incapacidad de satisfacer las necesidades humanas si no es a través de un cambio revolucionario.
Nunca en la historia de la humanidad ha existido una clase obrera tan numerosa como la actual y en ella reside un gigantesco potencial transformador.
Pero al tiempo hay que ser consciente de que las organizaciones, partidos y sindicatos deben ser superados por una revolución que creará sus propias formas de expresión. Y seamos humildes: no podemos sustituir a la revolución, pero si podemos prepararnos para ayudar a que sea posible. Lo que ha sucedido una vez puede volver a suceder si persisten las causas que lo hicieron necesario. Ese es el miedo de las clases dominantes de todo el mundo, esa es la esperanza de quienes de una u otra forma sufren injusticia y desigualdad. El miedo de unos y la esperanza de todas nosotras es porque no hablamos de un sueño, sino de una realidad que transformó la historia de la humanidad, que provocó un siglo de revoluciones y que como toda transformación que afecta al conjunto de la humanidad, necesita de tiempo y nuevos intentos para llegar a realizarse.
En el 17, el socialismo era la única alternativa a la explotación, la guerra y la miseria. Hoy es, además, la única alternativa a la degradación del Planeta y la barbarie y cómo nos recordó Rosa Luxemburgo, la revolución social se alzará de nuevo exclamando: “Fui, soy, seré”.
Tácticas y estrategias de la Revolución
27/07/2017
Antonio Rubira León
Como señala el Profesor Fontana, el centenario de la Revolución Rusa de octubre de 1917, debe servir para “sacar lecciones útiles para un presente de desconcierto e incertidumbre”. Yo añadiría, además, para comprender mejor las derrotas revolucionarias desde entonces.
Aunque la lucha de clases se expresa siempre de forma concreta y todas las revoluciones bajo el capitalismo industrial son distintas, todas tienen fundamentos políticos similares. No todas las situaciones revolucionarias terminan en revolución, de la misma manera que no toda revolución culmina en victoria. De hecho, la mayor parte de las revoluciones del siglo XX han sido derrotadas. La excepcionalidad histórica de Rusia en 1917 es que se producen las tres circunstancias. Las dos primeras como hechos objetivos desde la Revolución de Febrero: explosión revolucionaria de las masas obreras sin dirección política en Petrogrado, con repercusión en el medio rural y sobre todo en los campos de batalla, fruto de las contradicciones económicas, sociales y políticas, que los desastres de la guerra agudizan exponencialmente. Pero al mismo tiempo, un elemento subjetivo: una organización con influencia de masas que a través de una táctica y estrategia definida, conquista el poder político derribando el sistema capitalista para construir el socialismo.
La estrategia del Partido Bolchevique desde Las Tesis de abril de Lenin se basa en su objetivo político: la toma del poder por parte de la clase obrera, para evitar que los trabajadores vuelvan a ser derrotados por la contrarrevolución como en 1905 y la Comuna de París de 1871. Y al mismo tiempo, una táctica de intervención en los Soviets para ganar la mayoría de los trabajadores -que inicialmente respaldan a mencheviques y eseristas en objetivos democrático-burgueses en Febrero-, para luchar por la revolución socialista en Octubre. De esta forma, además de ser la primera revolución obrera que triunfa, tiene la particularidad de ser la más importante, no solo por significar la mayor transformación económica, política y social de un país en la Edad Contemporánea, sino por la connotación táctica y estratégica que se lleva a cabo.
Aunque la Revolución de Febrero la hacen los trabajadores de Petrogrado con repercusión en los soldados de su guarnición militar -obreros y sobre todo campesinos “uniformados”- que impiden su derrota por las fuerzas policiales del zarismo, el Gobierno Provisional resultante es de la burguesía, que se ha puesto a sí misma tras la caída del Zar. Los liberales se ven obligados a “compartir” un doble poder con los Soviets de obreros y soldados, que les aleja cada vez más de las masas trabajadoras, al continuar la guerra y las precarias condiciones laborales y salariales en las fábricas. La lucha de clases en esta situación mantiene una tensión permanente entre los obreros que convocan manifestaciones y huelgas a través de los Soviets, y el Gobierno burgués que mantiene el capitalismo y la guerra. Como resultado, los liberales precisan la participación de las organizaciones obreras reformistas en su gobierno para tratar de calmar los comportamientos revolucionarios de la clase trabajadora. Sin embargo, la entrada de mencheviques y eseristas en el Gobierno Provisional en mayo, que no cuestiona ni la continuación de la guerra ni la propiedad de las fábricas y las tierras, deja a los bolcheviques ante los ojos de las capas más activas de los Soviets, como los únicos que defienden la lucha por transformar la sociedad –pan, paz y tierra-, a través de su consigna principal: ¡Todo el poder a los Soviets!
Esta idea adquiere tal influencia ante la realidad social, que los obreros y soldados de Petrogrado intentan tomar el poder en julio sin la suficiente preparación en el resto del país, motivo por el cual los bolcheviques no lo plantean en ese momento. Esta consideración táctica de los bolcheviques en julio, valorando prematuro la lucha por el poder en el proceso de toma de conciencia -determinación de lucha y organización- que es insuficiente fuera de la capital, se combina dialécticamente con las prisas de Lenin a finales de septiembre para luchar por él. Una vez la contrarrevolución avanza en julio con el encarcelamiento de bolcheviques y el cierre de sus locales y periódicos, así como la intentona de Kornilov de tomar Petrogrado a finales de agosto, espolea la revolución no solo en la capital que le derrota. Por primera vez, tanto en Petrogrado como en Moscú los bolcheviques son ahora mayoría en los Soviets. De esta forma, el proceso paralelo entre el movimiento de las masas que sacan sus propias conclusiones revolucionarias en base a su experiencia, con la autoridad ganada por una organización que aglutina a los sectores más combativos dentro de la expresión de lucha común de todas las capas obreras en los Soviets, es lo que permite el 24 de octubre la toma del poder. La insurrección de Octubre es la culminación del proceso revolucionario de manera consciente y organizada por el Partido Bolchevique, cuyo protagonista es la clase obrera a través de los Soviets. Durante toda la jornada, las agrupaciones armadas de obreros y soldados toman casi sin resistencia el control de las instituciones del Estado y organismos públicos, no solo por tener el poder real el Comité Militar Revolucionario del Soviet, sino por carecer de poder alternativo para contrarrestarlo el Gobierno Provisional y el Ejército fuera de Petrogrado.
Por lo tanto, se puede establecer una primera diferenciación cualitativa en el proceder bolchevique en 1917 en los órganos de poder obrero de los Soviets, de la posterior realidad de la URSS bajo control estalinista, que se basa en la anulación de los mismos. El estudio de la revolución rusa de 1917 –de febrero a octubre- merece un análisis específico y diferenciado de la posterior guerra civil provocada por la burguesía rusa e internacional, que da lugar a errores en el Comunismo de guerra, la NEP y el partido único, ante una coyuntura de aislamiento internacional y desastre económico no previsto. Por el contrario, la diferenciación con el estalinismo a partir de 1925 puede hacerse sobre los parámetros políticos de 1917. Mientras el Partido Bolchevique basa su autoridad a través de la intervención revolucionaria en el funcionamiento democrático de los Soviets donde los trabajadores ejercen su poder, el estalinismo establece su control político eliminando el poder de los Soviets. También por la política llevada a cabo en el Comintern, con una táctica y estrategia en las luchas revolucionarias a nivel internacional, que es exactamente la contraria de los bolcheviques en 1917. Mientras el frente único es abandonado desde su VI Congreso en 1928 equiparando socialistas y fascistas –anulando la lucha conjunta con mencheviques y eseristas en los soviets a través de huelgas, manifestaciones y evitar el triunfo de Kornilov-, desde el VII Congreso de 1935 con el frente popular propone unirse a la burguesía liberal contra la reacción –anulando su negativa a colaborar con el Gobierno Provisional-. La resultante empírica de ello es que bajo influencia de la URSS durante el siglo XX, solo hay derrotas revolucionarias sin victoria alguna y aquellas que se producen -China y Cuba-, lo son sin su orientación previa. La experiencia histórica del movimiento obrero sirve de inspiración para aplicar los aciertos no de forma mecánica tratando de copiarlos, sino para adaptarlos. Mientras estalinismo los anula, los bolcheviques en 1917 los aplicaron.
Lecciones de octubre rojo: comunismo es democracia
27/07/2017
Javier Segura
Profesor de Historia
Cuando a mediados del siglo XIX los jóvenes revolucionarios Karl Marx y Friedrich Engels iniciaron su obra, orientaron su trabajo hacia la resolución de un “enigma histórico”, el planteado por la continuidad en el tiempo de las desigualdades entre minorías acaudaladas y mayorías empobrecidas, al tiempo que la creciente productividad del trabajo humano permite erradicarlas. Para ello, partieron de una cuestión clave: ¿De qué manera debería reorganizarse el mundo para construir un nuevo orden basado en la justicia? ¿Quién debería ser el agente impulsor de esta transformación?
La respuesta estableció los fundamentos del marxismo: que sintetizo a continuación: 1) Todo sistema social se define por la manera en que establece la distribución de la riqueza y el poder. 2) El antagonismo y la competencia entre fuerzas sociales actúan como el motor que propicia la evolución histórica. 3) La injusticia social es inherente al capitalismo ya que deriva de la propiedad burguesa de los medios de producción y de la explotación de la fuerza laboral, sometida a la lógica de la acumulación de capital. 4) Por tanto, el reparto equitativo del poder y la riqueza requiere la conversión de la propiedad burguesa en propiedad social mediante la acción revolucionaria de las clases trabajadoras, en particular, del proletariado, única clase social que, por su situación en la división del trabajo, puede disponer del control colectivo de la economía. 5) La revolución proletaria deberá ser internacional, apoyada en la unidad de los pueblos del mundo, para así enfrentar con éxito el expansionismo capitalista. Es el sentido del llamamiento: “Proletarios de todos los países, uníos”. 6) El trabajo teórico, en medio de la lucha de clases, consiste en entender esta realidad de modo que la intervención humana pueda ser eficaz en la práctica. 7) La instauración del socialismo debe conducir a la sociedad comunista, basada en el reparto igualitario del poder y los recursos y la consiguiente extinción del aparato dominador del Estado.
Lenin tomó las ideas de Marx y Engels y las desarrolló a partir de la realidad concreta de Rusia: un país gobernado por un estado autocrático y militarizado, con 100 millones de campesinos sometidos a 100 mil terratenientes, un modelo de industrialización impulsado por el Estado y financiado con fuertes inversiones extranjeras, generadoras de de una deuda pública astronómica, y una posición en la geopolítica mundial que explica su participación en la Gran Guerra de 1914-1918.
En el contexto de matanzas masivas y privaciones generalizadas de la Gran Guerra, en la que ésta se manifestó en toda su crudeza como una guerra entre potencias imperialistas en la que el pueblo sólo contaba como carne de cañón, se gestó la Revolución Rusa, dando lugar a la mayor oleada revolucionaria de la historia protagonizada por la clase obrera, entre 1917 y 1923, .
Cuando el corresponsal estado-unidense Jhon Reed llegó a Rusia y vivió la efervescencia de las jornadas revolucionarias de Octubre y Noviembre de 1917, magistralmente plasmadas en su obra “Diez días que estremecieron el mundo”, se dio cuenta de que estaba siendo testigo y partícipe del acontecimiento político mundial más importante del siglo XX. No le faltaba razón. Estaba asistiendo al primer gran desafío histórico que supuso para la propiedad burguesa, sacrosanto pilar del orden capitalista, la constitución del primer Estado obrero de la historia.
Es, precisamente, la conflictividad derivada de este desafío y de las resistencias al mismo, el núcleo que, a partir de la Revolución Rusa, explica la historia contemporánea. Y es, precisamente, el interés “burgués” en camuflar este aspecto el que sustenta falacias interpretativas, como la que convierte la Revolución de Octubre en un golpe de estado leninista para imponer una dictadura, la que hace del stalinismo la consecuencia inevitable del Estado proletario de 1917 o la que alimentó durante décadas la imagen de la URSS como una amenaza para el “mundo libre”. De ahí, la necesidad de situarse en la historia real de la revolución y de la idea de comunismo como un ejercicio de memoria histórica, en beneficio de la ciudadanía.
En esta línea, se inscriben las siguientes consideraciones:
1) La Revolución Rusa fue un movimiento de masas, del que los soviets de obreros, soldados y campesinos, formados por delegados elegidos en las fábricas, los cuarteles, o las aldeas campesinas, fueron los órganos de representación popular y constituyeron, en toda Rusia, el núcleo del poder popular.
2) Para Lenin y, en general, para los bolcheviques, la democracia era el requisito necesario para que el socialismo establecido tras el triunfo revolucionario conservase su victoria y condujera a la extinción del Estado como instrumento de dominación. Lenin representó el espíritu de los activistas bolcheviques y éstos, a su vez, el de las masas organizadas en soviets. De ahí, el llamamiento expresado en las famosas “Tesis de Abril”: “Todo el poder a los soviets”.
3) La Revolución Rusa fue pacífica. La toma del Palacio de Invierno fue la culminación de un proceso social en el que el Gobierno Provisional había perdido toda capacidad de acción. La visión cinematográfica del acontecimiento, inmortalizada por Eisenstein, como una gesta heroica del pueblo en armas nada tiene que ver con la realidad. En toda Rusia el poder fue pasando de las manos de una clase a las de otra a medida que los poderes locales delegaban en los soviets el control de la situación. En este contexto, la disolución de la Asamblea Constituyente por el Partido Bolchevique en 1918, algo que ha hecho correr ríos de tinta liberal-anticomunista, no obedeció al deseo malévolo de imponer dictadura alguna (la democracia real estaba en los soviets), sino a la situación de emergencia que vivía el país.
4) La legislación adoptada por el Consejo de Comisarios del Pueblo en Octubre de 1917 (retirada de la guerra, expropiación de las grandes haciendas para distribuirlas en parcelas campesinas, nacionalización de la banca, establecimiento del control obrero en las fábricas, reconocimiento de los derechos universales a la salud, la educación y a la igualdad entre hombres y mujeres…) supuso la abolición del feudalismo agrario y del capitalismo industrial y financiero, dependiente de la inversión extranjera, y prefiguró la sociedad socialista en su intrínseca relación con la democracia y los derechos humanos. Que el nuevo régimen pudiera mantenerse en un contexto de escasez generalizada dependía en gran parte de la solidaridad internacional, es decir, de la revolución mundial. Éste fue el punto de partida de la fundación en 1919 de la III Internacional. Sin embargo, la derrota de la oleada revolucionaria en Europa, que había forzado el fin de la Gran Guerra, frustró toda posibilidad de romper el aislamiento del régimen. La aceptación de la paz Brest Litovsk impuesta por Alemania en 1918, que significó paz a cambio de territorio y recursos, es decir, de ruina, se debió a la malograda esperanza bolchevique en la revolución alemana.
5) La violencia y el terror no fueron desatados por la revolución sino por la contrarrevolución armada encarnada en el Movimiento Blanco y la vergonzosa intervención de las potencias aliadas, tan olvidada en la historiografía occidental como recordada en Rusia, donde costó la vida a millones de personas y provocó el derrumbe económico, la desintegración de la clase obrera y el despoblamiento de las ciudades por la huida al campo de la población urbana.
6) Tras la guerra de 1918-1921, la capacidad de los trabajadores rusos para actuar colectivamente como clase había quedado aplastada. Venció el Ejército Rojo, pero la revolución quedó derrotada. De ahí que, tras la debacle, la única fuerza social organizada para operar en el plano nacional fuera la de los nuevos aparatos del partido y el Estado, nutridos por militares y burócratas que no habían participado en la revolución.
7) Joseph Stalin, que había venido acumulando poder durante años, se convirtió en el delegado natural de la nueva burocracia dominante: la nomenklatura. La teoría del socialismo en un sólo país, elaborada en 1925, legitimó al nuevo poder. El fortalecimiento y consolidación en el poder de la nomenklatura se cimentó en el crimen político, perpetrado contra los veteranos de la insurreción de Octubre, y en el sacrifico social derivado de la implantación forzosa de un modelo de economía centralizada, cuyo objetivo era la equiparación militar con Occidente. Este modelo se basó en la uso de los excedentes procedentes del campesinado, sometido al proceso criminal de la colectivización forzosa, para financiar un ritmo vertiginoso de industrialización en bienes de equipo, infraestructuras y armamento, a expensas de los bienes de consumo. En realidad, un modelo asimilable a la acumulación primitiva de capital, denunciado por el propio Marx en su análisis del capitalismo, pero implantado por una burocracia estatal. ¿Socialismo o capitalismo de Estado?
8) El poder de esta “burguesía de Estado” explica su supervivencia como oligarquía dirigente, directamente beneficiada por el salvaje proceso de privatizaciones que conllevó la restauración del capitalismo neoliberal tras la conmoción política provocada por la caída de la URSS.
9) Por tanto, el stalinismo supuso la abolición de los principios que inspiraron la Revolución Rusa. El mecanismo ideológico para proclamarse, paradójicamente, heredero de los mismos fue la reorientación de las fórmulas verbales del marxismo con el fin de justificar las políticas públicas de la nomenklatura, la clase dominante durante toda la historia de la URSS.
10) Es indudable el impacto mundial de la Revolución rusa y la URSS, convertida en superpotencia político-militar, con un papel decisivo en la derrota del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y un poder de fascinación suficiente para conservar su aureola como testimonio revolucionario. La idea de comunismo se expandió por medio mundo como una llamada a la emancipación popular por la que valía la pena luchar y hasta dar la vida y tuvo su propio eco en el mundo occidental en la forma de lo que Joseph Fontana llama el “reformismo del miedo”, es decir, el reformismo social que dio lugar al Estado del Bienestar entendido como pantalla para neutralizar la influencia del “comunismo” en las clases populares. En esta linea, conviene también recordar que los partidos comunistas que dominaron la resistencia contra el nazismo en países como Francia, Italia, Yugoslavia y Grecia, cuyo potencial revolucionario fue aplastado tanto por Londres y Washington como por Moscú, también contribuyeron al nacimiento del Estado del Bienestar, que los partidos comunistas occidentales continuaron su lucha en espacios como el sindicalismo, la gestión municipal o las asociaciones de base, que, en el caso de España, Grecia y Portugal, lideraron la lucha contra la dictadura y por la democracia y que, en lo que respecta a la Europa Oriental, fueron en gran parte comunistas quienes se levantaron contra el modelo dictatorial soviético en nombre del “socialismo de rostro humano”.
11) La intolerancia occidental a la existencia de la URRS, que dio origen a la Guerra fría, no fue por el carácter dictatorial del Estado soviético, sino por ser una construcción política desconectada del yugo imperialista occidental. La teoría de la amenaza soviética fue la manipulación criminal que sirvió para justificar la carrera armamentística. La URSS era una dictadura, sí, pero no la que pinta la propaganda occidental. El poder soviético nunca pretendió exportar la revolución y su apuesta geopolítica fue siempre la coexistencia pacífica. El objetivo real de la URSS en el diseño de la postguerra tras la Segunda Guerra Mundial no era la expansión territorial sino el establecimiento de garantías mínimas para su supervivencia como Estado.
¿Qué podemos recuperar hoy en día de todo lo dicho?
La caída de la URSS y de los regímenes de Europa Oriental sirvió a la ideología anticomunista para proclamar el triunfo definitivo de la “pax americana”, el mercado libre universal y la democracia liberal, “lo natural”, frente a los monstruos de la escasez y la tiranía generados por la utopía revolucionaria, “lo ideológico”. Sin embargo, la crisis actual del capitalismo ha puesto en evidencia a todos los que habían criminalizado las predicciones marxistas del aumento exponencial de las desigualdades por la concentración progresiva de la propiedad capitalista en pocas manos.
Hoy, las realidades en las que se gestó el marxismo y la revolución están a flor de piel. Los anhelos emancipatorios se han reactivado y se han proyectado en un sinfín de movimientos sociales y organizaciones políticas que siguen apuntando a la acumulación de capital y al secuestro de la democracia por los patronos, gestores y gendarmes del gran capital como la piedra angular que explica la explotación de la fuerza laboral, el saqueo de los recursos del planeta y la represión política. De ahí que las viejas fobias destructivas del anticomunismo continúen en su pretensión de usurpar a la ciudadanía el lenguaje propicio para interpretar el mundo, interpretarse en él y participar en la construcción de alternativas basadas en la democracia, la igualdad y la cooperación.
Desde esta perspectiva, hay que tener en cuenta la lección básica de la Revolución Rusa: la abolición directa de la propiedad privada y del intercambio regulado por el mercado, en ausencia de formas concretas de participación popular, resucita las relaciones de servidumbre y dominación. Sin embargo, ¿quién puede decir que esta constatación conlleve la condena en bloque de las aportaciones humanitarias del marxismo y el comunismo?
La idea de comunismo no entraña el sacrificio de la individualidad a la colectividad anónima, como pretenden hacer creer sus enemigos, sino la plena realización humana en su inmersión en la solidaridad social. Exactamente, la antítesis del capitalismo liberal y del capitalismo de Estado. Lo dijo Marx: “El libre desarrollo de cada uno es condición para el libre desarrollo de todos”. En otras palabras, comunismo es bien común, en la teoría y la práctica.
Octubre es del siglo XX
18/07/2017
José Antonio Errejón
Licenciado en Ciencias Políticas y Economista
El centenario de la Revolución de Octubre y el balance de este siglo de historia en buena medida determinada por ella nos colocan ante lo que, creo, es la cuestión más importante, saber si y en qué medida Octubre sigue operando como el gran foco de aliento y esperanza para millones de personas que en diversas zonas del mundo sufren la injusticia y la opresión y aspiran a una vida distinta.
Hace casi treinta años que vinieron abajo con una imprevista facilidad la mayor parte de los regímenes políticos que se declaraban herederos del Octubre del 17 y los que se mantienen o bien lo hacen en situación más que precaria como Cuba o alimentan, como China, una modalidad de capitalismo de Estado imprescindible para la continuidad del sistema global.
Ello podría hacer pensar que Octubre y su legado son un fenómeno limitado al siglo XX, que nacieron y murieron con él. Esta limitación temporal vendría así a unirse a otras limitaciones ya señaladas por sus propios coetáneos: Pannekoek, Rosa, Gramsci y las izquierdas italianas y holandesas que, entre otros, señalaron las limitaciones de la experiencia bolchevique; en la medida misma en que lo fue, es decir, en la medida en la que el original impulso consejista y socialista, cedía el paso a las tareas de construcción del Estados Soviético.
Sea como fuere, parece evidente que el aliento libertario presente en él “Estado y la Revolución” no pudo sobrevivir a la dura experiencia de la construcción y defensa del Estado bajo Stalin y sus sucesores. A partir del 53 en Berlín, del 56 en Budapest y del 68 en Praga quedó claro que Octubre ya solo servía como litúrgica invocación para la gerontocracia soviética y que el movimiento obrero que, siquiera parcialmente, obedecía sus consignas lo fue paulatinamente abandonando.
Que esta tendencia de abandono coincidiera con la del debilitamiento del propio movimiento obrero y su acorralamiento por la triunfante revolución neoliberal, ha llevado a algunos a certificar el fin y la imposibilidad misma del movimiento obrero y a añorar los viejos y buenos tiempos de la URSS y sus efectos atemorizantes de la burguesía y del imperialismo.
Creo, sin embargo, que los límites de Octubre y del leninismo no son tan distintos de los que han aquejado a la socialdemocracia y tienen que ver con que su crítica del capitalismo se ha reducido en la injusta distribución del valor producido y no en el hecho mismo del trabajo abstracto, la lógica que ha llevado al sistema a los efectos devastadores de la vida social y natural que hoy padecemos.
La asfixia de la vida política y ciudadana, la construcción de Estados burocráticos y opresores y el sometimiento de pueblos enteros en nombre del socialismo y del comunismo, han sido sólo avatares de la consolidación, en la periferia del sistema, de un Estado encargado de las tareas que los capitalismos del centro habían construido un siglo antes.
Son varios los rasgos de Octubre y el leninismo que desaparecen con el siglo XX : la concepción militar del partido y la militancia, la clase como portadora de una misión histórica cuya verdad es revelada por los conocedores de la “Ciencia de la Revolución”, una concepción del capital financiero y del imperialismo que hoy todo lo más puede suscitar ternura por su ingenuidad, su valoración positiva de fenómenos como el capitalismo de estado los monopolios o el taylorismo, etc. etc.
En el transcurso de este siglo y especialmente en las cuatro últimas décadas hemos asistido a fenómenos que cuestionan el leninismo e incluso algunas previsiones marxianas. Por no alargar en exceso estos comentarios citaré uno: la reducción del peso del factor trabajo por unidad de producto, la creciente expulsión del trabajo de los circuitos productivos que ni siquiera la mercantilización y salarización de los cuidados consiguen contrarrestar, haciendo crecer la bolsa de los excluidos. Una sociedad del trabajo sin trabajadores o, mejor, la salida de la sociedad del trabajo en el interior mismo del salariado y de las relaciones sociales capitalistas. La extensión del asalariado, incluso el fenómeno de la nueva pauperización no han abocado a una nueva proletarización (en todo caso a una lumpenproletarización).
La desaparición del proletariado como sujeto histórico destinado a la construcción del socialismo no ha sido sustituida por sujeto alternativo alguno, a pesar de su incesante búsqueda en la segunda mitad del pasado siglo.
Pero, además, la dialéctica histórica del capital a través de la lucha de clase no ha producido alternativa alguna a partir de su antagonismo. Ha desaparecido de la escena el que debía ser enterrador del capitalismo y el funcionamiento de este no genera contradicción alguna que resulte irresoluble dentro de su lógica de funcionamiento.
El déficit de Octubre y su herencia, lo que a estas alturas yo le puedo “criticar, es la insuficiencia de su anticapitalismo, el grado en el que ha podido compartir elementos nucleares de esta civilización. Esta civilización que parece haber perdido toda noción de límite y parece abocada a alguna o varias modalidades de catástrofe: el agotamiento de las reservas energéticas, el agua dulce y las materias primas, la extinción de buena parte del patrimonio biológico o el acelerado proceso de calentamiento global parecen ser los únicos frenos a esta civilización desbocada, los límites que en su lógica interna ha sido imposible encontrar.
¿Podían Octubre y sus protagonistas descubrir la verdadera faz del capitalismo, el núcleo profundamente inhumano y ecocida que hemos conocido ya en la segunda mitad del siglo XX?. Es más que probable que no; aun cuando para entonces el capitalismo había mostrado ya la terrible cara del colonialismo, el imperialismo y la guerra (contra los que Lenin y sus compañeros, al contrario que la socialdemocracia internacional, supieron levantar la indignación de los más desposeídos), las taras del movimiento obrero y la naciente Internacional estaban vinculadas a lo que parecía el objetivo inmediato, el derrocamiento de los regímenes capitalistas y la apertura de regímenes de transición socialista.
Que tales regímenes se legitimaran desde el punto de vista de la pretendida teoría marxista, como dictaduras del proletariado, utilizando un pasaje circunstancial de la obra de Marx y, sobre todo, que tal período histórico transitorio, fuera interpretado en la particular cosmogonía staliniana, como las terribles dictaduras que hemos conocido en Europa y en otras latitudes, es otra de las tragedias que la historia ha deparado a un movimiento nacido para la procura de la libertad, la dignidad y la emancipación de los pobres de la Tierra.
No podemos saber cómo hubiera sido esta historia sin la Revolución de Octubre. Pero si sabemos qué hace cien años millones de obreros y campesinos imaginaron que la vida podría ser algo distinto de la explotación brutalidad y sufrimiento que les había acompañado desde su nacimiento.
Y a esa esperanza la llamaron Lenin.
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1. Es inevitable la asociación Octubre/leninismo, por más que haya coincidencia entre los historiadores acerca del papel de Trotsky. La posterior historia del trotskismo le ha convertido en el depositario por excelencia del legado de Lenin
2. Esta condición de fenómeno del siglo XX se manifiesta en los actuales epígonos del leninismo. La persistencia de sus posiciones en situaciones de mayor complejidad que la que caracterizaba la época en que se alumbró, no hace sino prolongar el siglo XX en todo lo que de bloqueo para la democracia y la mejora de las capas subalternas ha podido suponer.
Reflexiones sobre las revoluciones de 1917
14/07/2017
Cesar Roa
La mirada del triunfador no suele conducir a una comprensión más cabal de la historia. Para quien se encuentra poseído por la creencia de que los individuos, clases sociales o naciones más merecedores del éxito han ganado la partida, el pasado aparece exclusivamente como el escenario en el que los vencedores van perfilándose y derrotando progresivamente a sus rivales hasta la apoteosis final del presente. La historia queda degradada al relato de la marcha victoriosa de las actuales clases dominantes sobre los obstáculos que ocasionalmente han intentado frenarla.
Dentro de esta perspectiva, las revoluciones sociales que una vez se alzaron contra el orden social ganador se ven caracterizadas como esfuerzos vanos condenados al fracaso que sólo han logrado detener una evolución que ya venía dictada por las leyes inapelables de la historia. Para un mundo en el que reina indiscutida la hegemonía del capitalismo más depredador, las revoluciones rusas de 1917 sólo sirven como recordatorio de las catástrofes que acechan cuando se pretende violentar el veredicto de la marcha de la historia.
Sin embargo, las revoluciones de 1917 siguen allí y su presencia sigue despertando el interrogante de por qué se produjeron, qué es lo que llevó a masas humanas a rebelarse contra un estado de cosas y a imaginar unos futuros distintos a los que estamos viviendo. La óptica triunfalista tiende a responder a esta pregunta de una manera tajante: porque un puñado de conspiradores imbuidos de una ideología fanática supieron apoderarse del aparato del Estado, lavar el cerebro de la población y apartar a Rusia de la senda del progreso a la que iba destinada. Así, las revoluciones de 1917 no merecen ser recordadas, ni mucho menos conmemoradas, salvo como advertencia de los riesgos que anidan en todo cambio brusco de las condiciones actuales de dominación.
El punto ciego de esta interpretación es que para explicar los acontecimientos sólo puede limitarse a los pensamientos y acciones de los grandes personajes, es decir, a una visión de la historia “desde arriba”. En otras palabras, en esta interpretación no hay cabida para revoluciones surgidas “desde abajo”, para cuestionamientos del orden vigente a partir de las acciones y proyectos de la gente común.
Y en efecto, de eso se trataron las revoluciones de 1917 de un cuestionamiento generalizado del imperialismo y de la guerra, del trabajo y de la disciplina en las fábricas y cuarteles, de la privatización de las tierras comunales y de los procesos de proletarización de los campesinos, de la negación de los derechos políticos y culturales de las minorías nacionales y étnicas y del predominio del nacionalismo ruso, en suma, de un cuestionamiento radical de la legitimidad de los poderes tradicionales, fueran estos políticos, culturales, religiosos o familiares. Entre marzo y noviembre de 1917 mujeres, campesinos, obreros y soldados se rebelaron contra las jerarquías vigentes, no porque renunciasen a su capacidad de entendimiento y de acción, sino, por el contrario, porque las pusieron en práctica, ya que no podían dejar de constatar que lo prometido por los poderes tradicionales se daba de bruces con la cruda realidad cotidiana.
Al partido bolchevique le tocó el papel de pilotar unos procesos revolucionarios que ya se habían desatado desde antes de la toma del Palacio de Invierno. En cierto sentido, el partido bolchevique fue instigador y tribuno y a la vez liquidador y sepulturero de las esperanzas revolucionarias. Derrotados los ejércitos blancos, el nuevo Estado tendría que reconstruir una economía destrozada y al mismo tiempo disponer de un potencial militar con el que disuadir y llegado el caso repeler agresiones externas de los países vecinos. Así, la industrialización de la Unión soviética tomó prioridad frente a proyectos más utópicos que habían eclosionado en los años revolucionarios. Para ello, las nuevas autoridades soviéticas dirigieron la vista a los modelos económicos, organizativos y tecnológicos que supuestamente auguraban un rápido desarrollo industrial.
Siendo la URSS un territorio principalmente agrario de pequeñas explotaciones tendentes al autoconsumo, de métodos de cultivo rudimentarios y de gestión y propiedad comunitaria de la tierra, el liderato soviético de finales de la década de 1920 creyó encontrar la panacea para la modernización de la agricultura (y a la postre del resto de la economía) en las grandes explotaciones de Estados Unidos, en concreto en las fincas del empresario Thomas Campbell de Montana, unas fincas de grandes dimensiones que aplicaban métodos de cultivo, recolección y trilla estandarizados y altamente tecnificados. En 1928, Stalin decidió trasladar los esquemas de Campbell al campo soviético porque prometían un extraordinario aumento de la producción de trigo, con el que generar excedentes para la exportación y para el abastecimiento de unas ciudades en rápida expansión.
Paradójicamente, el modelo de grandes explotaciones agrarias acarreaba también unos problemas graves (como iban a padecer los propios Estados Unidos durante la década de 1930) que sus deslumbrados defensores no querían percibir. Uno básico era que a mayor extensión del terreno, mayor la variabilidad de la calidad de los suelos y menor la idoneidad de la aplicación de los mismos métodos estandarizados sobre un mismo territorio. La brutal transformación del campo soviético durante el primer plan quinquenal, la resistencia de los propios campesinos a abandonar sus modos de vida tradicionales, el sacrificio del ganado como medio de protesta, la insuficiente dotación de tractores, la apresurada (y deficiente) formación de los cuadros técnicos, la rígida fijación de objetivos cuantitativos y el desconcierto ante su persistente incumplimiento, las sequías de 1931 y 1932 y, no menos importante, la obcecación en que los métodos de producción industriales eran perfectamente trasladables a la agricultura y que su fracaso sólo podía deberse a la mala fe o al sabotaje se conjugaron en crear una tragedia humana de terribles dimensiones.
Pero las catástrofes de la industrialización de la agricultura no son atribuibles a los sueños y esperanzas revolucionarias de 1917, sino más bien a su olvido y a su reemplazamiento por una fe ciega y acrítica en el poder de las tecnologías industriales más sofisticadas como solución a todas las contradicciones políticas y sociales que atraviesan los pueblos que buscan su propia senda en un mundo inmerso en una despiadada lucha darwiniana entre países y empresas.
Madrid, 11 de julio de 2017
El Estado y la Revolución de Octubre
07/07/2017
José Luis Zárraga
Sociólogo
Fontana abre un abanico muy amplio de temas sobre la revolución rusa y el desarrollo de la sociedad soviética. En este centenario tendremos ocasiones para discutir todos esos temas, que no son cuestiones históricas que se agotan en sí mismas sino punto de partida fundamental para reflexionar y debatir sobre la construcción del socialismo. Pero para empezar, sería bueno fijar la atención en el acontecimiento que ahora se conmemora: la revolución soviética de octubre de 1917 y su desarrollo inicial en los años críticos de 1917 a 1923, el periodo que va desde la toma del poder hasta la desaparición de Lenin, en el que se consolida el poder de los bolcheviques en medio de la catástrofe, primero, de la guerra civil y las intervenciones extranjeras y, luego, del hambre y la crisis económica.
Volver la vista sobre algo sucedido ya hace un siglo no es una desviación inútil de los problemas actuales. En 1917 se inicia un movimiento que, a través de ciclos de luchas muy distintas en su naturaleza, continúa hoy en el rechazo de la sociedad de dominación y explotación, y en el intento de encontrar vías para construir una sociedad distinta, otro mundo. Es necesario volver la vista sobre la revolución de 1917 porque la batalla sobre la historia, sobre su memoria y su interpretación, es fundamental: es un objetivo estratégico de las clases dominantes borrar la memoria de las luchas emancipatorias e implantar de ellas y de sus vicisitudes y fracasos una interpretación que las descarte como alternativa viable; y, frente a ello, ha de ser tarea fundamental de las clases dominadas la recuperación de la memoria y la interpretación justa y el aprendizaje de las luchas emancipatorias históricas.
En este caso, además, hay que evitar el error, en el que se ha caído tanto desde la derecha como desde la izquierda, de una interpretación del curso de la revolución bolchevique que sitúe la clave de sus problemas en la personalidad maligna de Stalin: si el stalinismo fue posible no es porque Stalin se hiciera con todo el poder, sino que Stalin se hizo con todo el poder y se desarrolló el stalinismo por errores y circunstancias que hunden sus raíces políticas, ideológicas y socioeconómicas mucho más allá de su personalidad y que hay que analizar correctamente si se desea extraer lecciones de la experiencia de la revolución soviética.
La primera ‘lección’, que se repetirá infinitas veces luego hasta hoy mismo, es que ante un movimiento revolucionario, las clases dominantes responderán siempre con una guerra sin cuartel, que utilizarán todos los medios –pacíficos y violentos, legítimos e ilegítimos- para abortarlo. El primer objetivo, si el movimiento revolucionario llega a acceder al poder, será su aniquilación, aun a costa de la destrucción de toda la infraestructura económica y de los millones de muertos que sean necesarios para ello. Así, en Rusia, entre 1918 y 1920, con la guerra civil y con las intervenciones militares tanto de las potencias aliadas como de germanos y polacos.
Una vez fracasados todos los intentos de derrocar por la fuerza el poder soviético, el objetivo estratégico de sus enemigos será hacer fracasar la revolución, impedir que pudiera alcanzar sus objetivos mínimos, con boicots y bloqueos que se inician ya en 1918 y que continuarán a través de guerras frías y calientes tanto tiempo y con tanto coste como fue necesario.
Por la continuidad entre la Revolución ‘democrática’ de Febrero y la de los Soviets de Octubre, fue una cuestión política central de aquel proceso en sus años iniciales la de la relación entre los objetivos democráticos y los socialistas, con lo que se venía a plantear por primera vez en la práctica la cuestión de la relación entre Democracia y Socialismo. Dejando a un lado los condicionantes concretos de aquella coyuntura y considerando la cuestión desde nuestra perspectiva, este es sin duda el punto en el que la elaboración teórica y la práctica bolchevique durante aquellos primeros años son más discutibles, de las que se derivarán luego graves errores teóricos y desviaciones ideológicas fatales en los años del stalinismo. La cuestión no son las prácticas autoritarias y centralistas de aquel primer periodo –que no tenían probablemente alternativa práctica viable, en las condiciones de emergencia en las que se adoptaron-, sino su conversión en principios teóricos e ideológicos de la construcción del socialismo, convirtiendo un mal necesario en bien deseable, la necesidad viciosa en virtud.
Otra cuestión sobre la que la revolución soviética ofrece materia fundamental de análisis –que se mantendrá viva desde entonces hasta ahora, aunque en diversas formas- es la subsistencia de relaciones sociales capitalistas –económicas e ideológicas- en el marco de transformaciones políticas revolucionarias y coexistiendo con ellas, y la necesidad –y la dificultad- de sustituir las relaciones de explotación y dominación por nuevas relaciones sociales.
Hay que decir, sin embargo, que, si nos centramos en el periodo revolucionario hasta la muerte de Lenin en 1924, la revolución soviética, con todos sus errores, realizó en muy pocos años la mayor y más profunda transformación social que ha visto la historia. No puede decirse –como Fontana dice- que “en el verano de 1918… se estancó el programa de transformación social iniciado en 1917”. Por el contrario, ese programa, aunque con las modificaciones impuestas por las condiciones de la coyuntura, se concretó y se aceleró al máximo. Entre 1917 y 1920, forzados por las circunstancias, las transformaciones sociales en Rusia fueron más extensas y profundas de lo que nunca se había pensado que pudieran ser.
Dice también Fontana que la revolución rusa renunció al ideal leninista de abolición gradual de todos los mecanismo de poder del estado; pero hay que decir que, al menos en esos primeros años, Lenin y los bolcheviques hicieron muchos esfuerzos por no renunciar a ese ideal, manteniéndolo y defendiéndolo pese a lo utópico e irreal que patentemente era, aunque se viesen forzados por las circunstancias a aplazarlo. Y no es que los bolcheviques se escudasen para ello en la necesidad de defender la revolución de sus enemigos, sino que no les quedaba otro remedio que ese, les gustara o no, para defender la revolución.
Una cuestión más general y abstracta, aunque no menos importante, que la experiencia de la revolución rusa plantea es la de la relación entre teoría y práctica, entre posiciones ideológicas y posicionamientos pragmáticos. Es esta una cuestión fundamental porque en la base de la crítica a la sociedad capitalista y de la construcción de una sociedad socialista está un análisis teórico de sus estructuras políticas y económicas y una ideología de rechazo de aquella sociedad. La articulación entre estos análisis y esa ideología, por una parte, y, por otra, las políticas y la estrategia del cambio hacia una sociedad socialista en las condiciones objetivas en que haya de producirse plantea unos problemas extremadamente complejos que, por primera vez (y en las peores condiciones) se enfrentan en Rusia en 1917. Pero, simplificando al máximo, mi opinión es que los bolcheviques, entre 1917 y 1923, en las condiciones a las que se enfrentaron hicieron todo lo posible por orientar su estrategia y sus acciones de acuerdo con el análisis teórico marxista y, sobre todo, por ser fieles a su ideología revolucionaria. Y que, a diferencia de sus críticos social-revolucionarios, mencheviques y de la oposición obrera, comprendieron que los conceptos teóricos han de aplicarse a las condiciones de la realidad y no ignorarlas, y la ideología ha de guiar la acción, no inhibirla.
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