Antiguamente las desigualdades se fundamentaban en un discurso y en una ideología basada en clases sociales. ¿Consecuencia? Dependiendo de en qué clase social nacieras estabas condenado a ser rico o pobre, a depender de alguien para sobrevivir o poder vivir libremente. Sin embargo, este relato que sustentaba las desigualdades en las diferencias entre clases sociales se rompe a raíz de la Revolución Francesa (1789), cuando cae el Antiguo Régimen y se abre paso la Edad Contemporánea. Este nuevo régimen no permitía hacer “lo de siempre”, por lo que había que buscar nuevos discursos e ideologías que permitieran explicar las desigualdades existentes.
Finalmente, se impuso el discurso que explicaba la existencia de la desigualdad como una derivada de un proceso voluntariamente elegido donde todas las personas tenemos las mismas oportunidades de acceder al mercado y a la propiedad. Es decir, todas las personas tenemos las mismas posibilidades gracias a una supuesta igualdad de oportunidades y, por lo tanto, se establece un relato basado en la meritocracia.
De esta manera se dibuja una sociedad donde la jerarquía entre las personas vendrá determinada según los méritos de cada una y no según la clase social a la que se pertenezca como pasaba en el Antiguo Régimen. Si te esfuerzas, llegaras lejos. Pero, ¿realmente todas las personas tenemos las mismas oportunidades? ¿Es valida la meritocracia en nuestro sistema o hay otros factores que explican la existencia de una creciente desigualdad?
Derribando los mitos de la meritocracia
Los datos muestran que desde los años 1980 las desigualdades sociales han incrementado significativamente y que existe una gran diferencia entre los idealizados discursos meritocráticos y la realidad que tiene que afrontar una cada vez más empobrecida mayoría social. Podemos apreciar este hecho a través de un pequeño análisis de lo ocurrido en Estado Unidos desde la segunda Guerra Mundial.
Desde 1946 y 1980 se vivió en Estados Unidos un crecimiento económico alto, equitativo y, sobre todo, compartido, donde la renta nacional media estadounidense se incrementaba un 2% por persona adulta. Una de las tasas de crecimiento más altas registradas a lo largo de una generación completa. Solamente el 1% de las rentas más altas no crecían al 2%, sino que lo hacían más despacio que la economía en general. A partir de 1981, tras la llegada de Reagan a la presidencia, las tornas cambian. Desde las dos reformas fiscales que éste llevara a cabo entre 1981 y 1986, la renta nacional por adulto crece un 1,4% desde 1980 y tan solo un 0,8% anual desde comienzos del siglo XXI. Pero, lo que es aún más importante, la mayoría de los grupos sociales ni siquiera se han acercado a la tasa de crecimiento promedio del 1,4%.
Solamente el 10% más rico tiene un crecimiento mínimo del 1,4%. Así, desde 1980 los ingresos del 0,1% de los estadounidenses más ricos han crecido un 320%, los del 0,01% más rico un 430% y, los del 0,001% –es decir, los 2.300 estadounidenses más ricos– más del 600%. Pero, durante esas mismas cuatro décadas, los ingresos de la clase trabajadora –la mitad de la población– solo ha tenido, en promedio, un crecimiento anual del 0,1%. Y habrá quien diga que esos 2.300 estadounidenses más ricos se han esforzado 6.000 veces más que el 50% más pobre de la población. Sin embargo, no parece sensato pensar que haya sido así.
Es más, resultaría más lógico pensar que actualmente el mérito y el esfuerzo son cada vez variables más débiles a la hora de describir la situación económica en la que se encuentra cada persona. Mucha gente dirá que es la financiarización de la economía, a través de la alteración de la composición de la economía mundial, una de las razones que impide que una persona sea rica a través del trabajo remunerado. Y seguramente estén en lo cierto.
Pero hay otra razón que, en mi opinión, tiene mayor afectación todavía: la concentración extrema de la riqueza y su traspase hereditario. Vivimos en un mundo en el que el 10% más rico de la población mundial posee el 76% de la riqueza. El 50% más pobre, por su parte, tan solo el 2%. La situación española, donde el 73% de la desigual distribución de la riqueza deriva de las herencias, no dista mucho de la realidad mundial: el 1% más rico concentra el 24,4% del total de la riqueza y el 10% más rico tiene más riqueza –el 55%– que el resto de la población. El 50% más pobre, por su parte, se tiene que repartir 7 de cada 100 euros –7%–.
“Si naces en una familia rica, morirás rico. Si naces en una familia pobre, morirás pobre”
Es una frase hecha, pero ¿dista mucho de la realidad? Lamentablemente, no. En España, el 80% de los niños y las niñas que nacen en familias pobres, mueren pobres. Además, se necesitan 120 años -cuatro generaciones- para que una familia del 10% más pobre alcance ingresos medios. Es interesante observar, por otro lado, cómo según la revista Forbes, 74 de las 100 personas más ricas españolas lo son por haber heredado. ¿Se han esforzado? Seguramente algunas sí lo habrán hecho. Pero, independientemente de su esfuerzo o mérito, hay una realidad incontestable: son ricas por haber heredado. Es decir, actualmente, nacer en una familia o en otra, algo que no es que no sea meritorio, es que ni siquiera está en nuestras manos, condiciona nuestras vidas.
El ascensor social español lleva mucho tiempo estropeado y tan solo se hacen labores mínimas de mantenimiento. Parches. Tiritas que no sirven para parchear una herida que, poco a poco, nos va desangrando. Mientras, el discurso meritocrático sigue su camino sembrando odio, juicio y rechazo hacia el pobre. Estigmatizando y culpabilizando a las personas por su situación socioeconómica, en parte, porque en el imaginario colectivo se ha asentado la creencia de que salir de la pobreza no solo es posible, sino que además es digno de elogio. El modelo meritocrático no es sino la excusa necesaria que permite legitimar la desigualdad que se da en nuestra sociedad por parte de quienes dan forma a las reglas económicas, sociales y políticas que estructuran la totalidad del sistema y que han sido beneficiadas por este injusto sistema económico.
Objetivo: avanzar en igualdad
La realidad es que vivimos en una sociedad cada vez más polarizada, donde para mantener cierta paz social es imprescindible reducir las crecientes desigualdades –consecuencia directa del fracaso del sistema político– y avanzar en igualdad. Una igualdad que, como bien dejó escrito Jean-Jacques Rousseau, “no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino en que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que nadie sea tan pobre como para verse forzado a venderse”.
Hay dos medidas imprescindibles para que nuestra sociedad dé pasos en esa dirección. En primer lugar, y para que toda persona tenga la existencia material garantizada y no sea lo suficientemente pobre como para tener que venderse –o aceptar un empleo en condiciones indignas o aguantar una relación tóxica por la dependencia económica, por ejemplo–, apostar por una renta básica sería la forma más eficaz y eficiente. Y, en segundo lugar, y con el objetivo de que nadie tenga el poder suficiente para poder comprar a otra persona –o voluntades políticas, por ejemplo–, la implantación de una renta máxima. Así y sólo así impediremos una acumulación de riqueza tan grande que permita atentar contra lo común y, por consiguiente, contra la democracia, a la vez que sentamos las bases para que toda persona tenga lo mínimo para poder elegir su camino en la vida.
El mito de la meritocracia: en búsqueda de un bien común decolonial
19/07/2023
Viviane Ogou Corbi
Investigadora de las relaciones UE-África y el Sahel
Hemos comprado un discurso invasivo que nos dice que tenemos que ser mejores unos que otros. Un sistema jerarquizado, basado en el capitalismo racial y con mucha violencia estructural a las comunidades del sur global. Es imposible que exista la meritocracia. Y aunque se diera la igualdad de condiciones, ¿para qué competir? Se trata de organizarnos para tener la mejor gestión social posible.
Es por esto que en este artículo compartiré mi opinión sobre dos temas: el racismo estructural, y como es imposible que las personas racializadas podamos desarrollarnos para competir en igualdad de condiciones. Y por qué deberíamos dejar de considerar las posiciones laborales como puestos de prestigio, sino como espacios en los que desarrollar nuestro talento y usar nuestra creatividad. Es decir, por qué no debemos usar el mérito como ascensor social.
El racismo y la colonialidad previenen la meritocracia
La meritocracia podría darse en un sistema donde no hubiera una jerarquización del poder, particularmente vinculado a no ser blanco, a ser mujer o a ser disidente sexual, entre muchas otras intersecciones. La violencia que sufren tanto en los países de origen o círculos de socialización primarios, como la discriminación, maltrato e incluso homicidios por omisión masivos, que siempre recuerdo que deberían ser investigados como un crimen contra la humanidad.
Las personas que no son blancas, con pocas excepciones, tienen menos oportunidades: cobran menos, hacen los peores trabajos, viven en los peores barrios y tienen miedo constante porque el sistema les vigila con hostilidad. Es imposible que una interna, que trabaja casi todo el día, vive en una casa que no es suya, y sufre una serie de hostilidades, por un mal salario y poco tiempo para ella misma ”no se esté esforzando”. Se esfuerza muchísimo más que aquel que trabaja de 9-5, cobra una millonada y puede coger una baja laboral sin miedo. ¿Qué ocurre, que el esfuerzo que cuenta es solo el que te pueden pagar tus padres? ¿El que haces de los 7 a los 25?
Es imposible que haya meritocracia cuando las personas indígenas de Abya Yala ven sus tierras expropiadas para servir al interés de unos pocos. La meritocracia no es más que un constructo capitalista que nos niega más allá de nuestro empleo y nos dificulta si no somos de una minoría de la población. Es imposible que haya meritocracia cuando la explotación de los recursos africanos está en manos de empresas multinacionales que poco o nada repercuten en la población local.
Solo se daría la meritocracia en un mundo donde se pudiera convivir en equidad, y eso pasa por que haya unas relaciones internacionales justas, y que todos los gobiernos miren por su pueblo de manera inclusiva y justa. Eso no se da. El sur da de comer al norte y se queda sin comida. El sur paga los caprichos del norte. Y el norte se dice a sí mismo merecedor de la dirección global porque ha conseguido “desarrollarse” e instaurar “democracias” a la vez que sostiene gobiernos de elites que poco miran por los pueblos de África y Abya Yala.
Por qué el mérito no es un buen ascensor social
Confuncio, un filosofo asiático, planteaba la noción de “harmonía”. En la justicia africana, la justicia restaurativa, no se busca castigar, sino hacer que la comunidad vuelva a la “harmonía”. La harmonía es un concepto y un valor que no está suficiente en la cosmología occidental. No hay una búsqueda del bienestar de la comunidad, y la organización para un objetivo conjunto, sino que más bien nos dividimos en objetivos individuales y que nada tienen que ver con el bienestar colectivo.
El mérito no es un buen ascensor social porque no debería existir la necesidad de escalar en la sociedad. Deberíamos de tener retos y ser productivos, pero al mismo tiempo deberíamos tener las necesidades básicas cubiertas por el simple hecho de vivir en sociedad. Y a partir de ahí que el ascensor social fuera la sensación de reconocimiento o satisfacción al desarrollar habilidades. Sí, parece utópico. Pero lo que vengo a decir es que, es importante tener un modelo productivo funcional y que satisfaga nuestras necesidades, pero nuestra posición en ese sistema debería basarse en el bien común y en cómo, con nuestras habilidades, aportamos al mejor funcionamiento.
Necesitamos la harmonía como objetivo de organización, y no el poder. Que es lo único a lo que refiere el mérito. Al poder estar por encima de los demás y sentir control sobre la vida de muchas personas. El estar en “una posición más alta” con “más privilegios”, en vez de conseguir posiciones en la sociedad que te permitan contribuir a la par que sentirte satisfecho con tu día a día.
Para ello, es importante que todas nos comprometamos con el trabajo contra todas las opresiones. Que hagamos actos de resistencia, desde nuestras capacidad en cada momento, pero actos de resistencia la final y al cabo para terminar con el sistema de capitalismo racial que no nos permite ser todos iguales, y que condena al sufrimiento a las personas del sur global.
La meritocracia no existe es solo un discurso legitimador de las desigualdades.
Meritocracia de lo social
12/06/2023
Alberto Sotillos Villalobos
Sociólogo especializado en Comunicación. Trabaja como analista en prensa escrita, radio y televisión.
Medir los méritos
En la época de la invasión de los másteres, de los postgrados, de los cursos, de los viajes y experiencias enriquecedoras por el mundo y de las innumerables prácticas en empresas, startups y horas gastadas como becarios, la meritocracia pasa a ser tan líquida como la sociedad en su conjunto.
Los méritos académicos se han igualado como nunca, hay una exagerada acumulación de títulos que rellenan currículos sin una posible aplicación práctica mientras que los conocimientos más demandados se tienen que aprender de manera autodidacta ya sea con ensayo error o teniendo que buscar vídeos y vídeos en YouTube.
Ascender o valorar la capacidad de una persona ya no es lineal. Académicamente se siguen usando los habituales parámetros y cientos de empresas se enriquecen ofreciendo cursos de cualquier materia y duración, pero los procedimientos para valorar realmente unas capacidades, cuando todas son tan altas, se han modificado por completo.
No son pocos los empresarios amigos que me cuentan que reciben currículos con mucha más y mejor formación que la que ellos mismos tienen. Personas tremendamente cualificadas buscando trabajo en una empresa creada por alguien con menos títulos. Es ahí por donde se empiezan a apreciar los cambios en la necesidad de valorar méritos.
No les preocupa la sobre cualificación, les viene bien para sus empresas, por mucho que asuman que pagarán por menos de lo que se les ofrece, pero sí manifiestan una falta de capacidad para usar esos méritos.
Saber qué hacer con los méritos
Es aquí donde ahora empieza la meritocracia. En un cuello de botella saturado de titulaciones, idiomas y experiencias (más o menos vinculadas) la única forma de destacar es mediante la capacidad para usar ese conocimiento.
Se ha crecido socialmente alentando a los jóvenes a formarse, a llenarse de conocimientos para que otros contraten esos conocimientos y se ha llegado -permítanme la boutade- a un punto de “saturación” de conocimientos.
Jóvenes que rellenan el tiempo entre un empleo precario y otro con un nuevo curso o máster para tener un título más que mostrar en la siguiente entrevista, al peso, acumulativo.
Es absolutamente esencial el estudio por el placer del estudio, el ampliar conocimientos por el deseo de hacerlo, pero laboralmente resulta innecesario acumular un máster más de perspectiva de género o de normas ISO cuando son capacidades absolutamente extendidas y nada diferenciadoras en el mercado laboral.
Por el contrario, no hay méritos suficientes en desarrollo de estos mediante emprendimiento, mediante la creación de necesidades nuevas para las empresas. No hay formación para poner en práctica los méritos adquiridos, solo para que otros los usen en un mercado de subasta cada vez más colapsado de oferta de calidad.
Cambio de paradigma
Siguiendo la inexacta pero comprensible comparación con una oferta y demanda en una lonja, los principales méritos que se han buscado adquirir durante años, tienen cada vez un valor mercado para las pujas.
Hay cientos de candidatos con cualificación más que suficiente para el 70 u 80% de los puestos laborales del mercado actual. Si necesitas, lo tienes. Eso significa que al final, la persona contratada, la persona que asciende, no lo hace por méritos “académicos” -esa época ha acabado- sino por otros méritos, las capacidades sociales.
Así, llegados a este punto, hemos vuelto atrás en lo que entendíamos como un avance laboral. El orgullo de una sociedad formada que se aleja del favoritismo, de la amistad, del familiar que te coloca y que pasaba a depender de contratar a los mejores, se extingue poco a poco por la cantidad de “mejores” que hay actualmente.
Todavía queda, claro. Todavía son muchos los sectores donde alcanzar la excelencia formativa no es fácil ni generalizado y donde cada título logrado es casi una garantía de ser contratado o valorado, pero en la zona media laboral la meritocracia académica está en peligro de extinción.
Pasó de forma similar con los productos que compramos. Los coches, los teléfonos, los electrodomésticos y un infinito etcétera. Durante décadas la diferencia estaba en la mejora de calidad de cada uno de ellos. Unos frenos mejores, una nevera que enfriaba más que la anterior o un teléfono móvil con una cámara superior a la de su predecesor. Incluso las zapatillas de deporte lograban presentar mejoras técnicas respecto a su modelo anterior.
La publicidad trabajaba en vender la calidad del producto, en que habían logrado que tuvieran un “mérito” más que el de la competencia.
Ahora se vende una marca. Los productos son en esencia igual de buenos en calidad y salvo saltos cualitativos relevantes (el primer iPhone) el consumidor tiene que elegir entre productos que son técnicamente iguales. Sólo queda diseño y marca. Es decir, marca. Sensaciones, emociones.
Como en política. Ese grito de “son todos iguales” no es únicamente despectivo, es asumir socialmente que la diferencia real entre unos y otros es muy sutil, por lo que el voto se tiene que mover en el espacio de lo irracional, de lo emocional y en la creencia de la importancia de los pequeños detalles. Con Apple y Samsung pasa algo parecido…
Marca personal
La meritocracia es ya una marca. Una marca personal. A igualdad de capacidades, de títulos, de grados y másteres, el ascenso o la contratación depende del valor personal añadido a esos méritos.
Tener un amigo que te coloca vuelve a ser relevante. Ahora ya no es nepotismo, no te elige a pesar de ser el peor, te elige sabiendo que tienes los mismos méritos que otros 200 aspirantes, pero con un mérito extra; la conexión social.
La marca personal es haber dado a conocer tus capacidades, transmitirlas de forma emocional más allá de un currículo. De la misma forma que ya no leemos los folletos con las características detalladas de cada móvil nuevo cuando vamos a comprarlo, ocurre lo mismo con las contrataciones y valoración de las capacidades de las personas.
Confirmamos que tiene lo necesario (llama, mansa mensajes y hace fotos / es licenciado, tiene experiencia y un máster específico de lo que necesito) y elegimos por valor de marca.
La meritocracia ha vuelto a ser social, a depender de la capacidad individual de mostrar una diferencia en un mercado obstinado en igualarse por arriba (bendito problema, por cierto).
Si además de la cualificación le sigo en redes porque sabe hacer albañilería, nos conocemos de debatir sobre IA en chats especializados o “tiene referencias”, sus méritos serán valorados.
La meritocracia de lo social, de las relaciones, de haber emprendido y conocer a gente y experiencias es la parte esencial hoy en día.
Es necesario presentar un valor añadido a los méritos, un valor que no se puede obtener mediante títulos o cursos y es precisamente eso lo que le da el valor al resto de capacidades.
Para muchos es injusto, para quienes piensan en un mercado de competencia perfecta estos valores son irracionales, pero generar una marca personal no es más que saber aplicar los méritos adquiridos y presentarlos en un formato “comercial” óptimo.
Casi publicidad. Marca personal, en su expresión más pura, es no tener necesidad de enviar a ninguna empresa el currículo para ser contratado.
La meritocracia del valor añadido es ahora, más que nunca, social.
¿Qué podría justificar la meritocracia (si algo pudiera hacerlo)?
30/05/2023
José A. Noguera
Profesor Titular de Sociología en la UAB y director del Grupo de Sociología Analítica y Diseño Institucional (GSADI)
La meritocracia es una de las ideas normativas que más pasiones despiertan y que más debate han generado en nuestro país durante el último año, siendo uno de sus principales detonantes el informe del Future Policy Lab publicado bajo el deliberadamente provocador rótulo de Derribando el dique de la meritocracia. La popularidad social y política de la idea, incluso en algunos ámbitos académicos, contrasta con el amplio consenso en la filosofía política rigurosa de las últimas décadas que no se toma nada en serio el “ideal meritocrático” como principio aceptable de justicia distributiva y de diseño institucional, generalizable en sociedades mínimamente complejas.
Un concepto vacío
El Nobel de economía Amartya Sen lo resumía así en un texto seminal: “la idea de meritocracia puede tener muchas virtudes, pero la claridad no es una de ellas”. En efecto, lo que constituya o no un “mérito” a efectos de justicia distributiva puede ser, a priori, cualquier cosa, y, por esa razón, la “meritocracia” sin más es un ideal informativamente vacío. El debate real se encuentra en el lugar de donde nunca salió: en qué teoría de la justicia distributiva es más sólida. No todas ellas se basan en un patrón con la forma “a cada cual según su….” (rellene la línea de puntos con su “mérito” o combinación de “méritos” preferida): de hecho, las más aceptadas, como la familia de teorías liberales igualitaristas que parten de Rawls, no lo hacen en absoluto.
Para aplicar alguna “meritocracia”, por tanto, se requeriría un muy improbable acuerdo social sobre qué “méritos” deberían ser usados para asignar dotaciones de recursos, posiciones sociales y recompensas diferenciales. Cualquiera que haya estado en una comisión o tribunal de selección sabe lo complicado que es ponerse de acuerdo en los criterios de evaluación y su ponderación, pues el diablo está en los mínimos detalles, y eso incluso en contextos donde se presume un alto grado de consenso y un elevado componente “técnico” de las decisiones.
La “meritocracia”, por tanto, solo puede ser una herramienta instrumental para conseguir algo que previamente se ha considerado como “bueno”, pero, sin especificar y justificar ese algo, es un significante vacío que puede encubrir cualquier cosa.
Incluso definiciones vagas del ideal que apelan a conceptos como “el esfuerzo”, “el talento”, “la inteligencia” o incluso “la movilidad social” son completamente vacías si no se especifica el para qué se utilizarán o en qué se aplicarán tales rasgos individuales o sociales. Obsérvese la posible paradoja: si el objetivo valorado socialmente fuese la igualdad distributiva, entonces el mérito que habría que premiar sería el de fomentar distribuciones más igualitarias, con lo cual la idea misma de “recompensas” que reintroduzcan desigualdad quedaría cortocircuitada.
Un ideal intransitable
El segundo gran problema del ideal meritocrático se resume también fácilmente: en las versiones más “aceptables” sobre cómo concretarlo, es intransitable en términos de diseño institucional. No es ya que la meritocracia no exista en las sociedades conocidas (incluso las más justas y democráticas), como admiten incluso sus más acérrimos defensores; es que no puede existir, porque implementarla nos conduce a problemas sociales e informacionales irresolubles.
En primer lugar, incluso si pudiera llegarse a un consenso al respecto, los “méritos” relevantes no serían en muchísimos casos directamente observables, a riesgo de subvertir precisamente aquello que defienden la mayoría de los creyentes en la meritocracia: no puede tratarse de recompensar cosas observables como la pigmentación de la piel, la altura o la corpulencia física, sino cosas inobservables directamente como el esfuerzo, el talento o algunas cualidades personales y/o morales.
En segundo lugar, y en consecuencia, se debería establecer un sistema de indicadores indirectos o proxies que “estimasen” esos “méritos”, así como un sistema de ponderación para determinar qué peso tendría cada uno de ellos para qué tipo de recompensas o posiciones; en algunos casos, cuando se trate de tareas que requieren cualificaciones técnicas muy precisas, esto último puede ser relativamente fácil, pero quien intentase generalizar este método al conjunto de recompensas, posiciones y dotaciones sociales acabaría naufragando en un mar de inconsistencias (algo que ya vislumbraba Marx cuando defendía su propio criterio meritocrático de “a cada cual según su trabajo”, y a lo que se enfrentaría cualquier idea de atribuir “productividad marginal” a todas las personas físicas).
En tercer lugar, se deberían también determinar de manera no arbitraria las recompensas “justas” que correspondan a las diversas combinaciones de “méritos”, cada uno en su cantidad, que puedan demostrar los individuos en este “concurso”. Como hemos dicho antes, los académicos conocemos bien la historia: jugando con la baremación y la ponderación, y con diferentes interpretaciones de lo que “cuenta como” un “mérito” mayor que otro en cada criterio de evaluación, se puede llegar a resultados absolutamente dispares, que habitualmente solo pueden encontrar justificaciones ad hoc. Imaginen esto a escala societal.
Los problemas de implementar un sistema “meritocrático” a escala social a menudo acaban llevando a muchos defensores de la “meritocracia” a argumentos completamente circulares, que en lugar de determinar recompensas en base a “méritos”, atribuyen “méritos” ad hoc en base a las recompensas socialmente existentes. Incluso algunas teorías en ciencias sociales, como de la estratificación social de K. Davis y W.E. Moore, han caído en esta falacia funcionalista: las recompensas serían como son porque son las que aseguran la eficiencia en el logro de los objetivos socialmente valorados, y eso lo sabemos… porque en caso contrario no existirían esas recompensas (¡). Las investigaciones más recientes sobre estratificación, rentas de posición, jerarquías de estatus y ventajas sociales cumulativas (que muestran el clásico “efecto Mateo”: al que más tiene, más se le dará) han derruido sin remedio esas concepciones.
Resulta por todo ello curioso que, incluso estando de acuerdo en que una sociedad auténticamente meritocrática no ha existido nunca ni probablemente pueda existir, haya personas académicamente muy formadas que sigan defendiéndola normativamente, cuando no aplicarían esa lógica a otros principios similarmente impracticables de los que dirían que, por mucho atractivo teórico que puedan tener, su carácter utópico los hace indefendibles.
Hay sin embargo una defensa que llamaría cínica de esa falsa “meritocracia”, perfectamente ejemplificada en argumentaciones como la de Estefanía Molina en “El pijerío contra la meritocracia”: aunque todo lo anterior sea cierto, es mejor no decírselo a los injustamente tratados por ese sistema, porque entonces seguro que van a “esforzarse” menos; es mejor no decirle a los corredores que la carrera está trucada, porque entonces no correrán tanto como si creyeran que es justa, o dejarán de participar en la misma. En el fondo, no se trata sino de la enésima reproducción de la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski: no le digas la verdad a la gente, porque no podrá soportarla, cuestionarán el orden establecido y sobrevendrá el caos. Un mantra conservador de todas las épocas.
Un ideal normativamente defectuoso
Pero la meritocracia se defiende a menudo no solo de forma instrumental, sino también normativa. Y, en este sentido, a los creyentes en este ideal puede importarles poco que ni exista ni pueda existir: pueden contraargumentar, y así lo hacen habitualmente, que a pesar de todo la sociedad debería ser todo lo meritocrática que fuese posible. Y no por motivos exclusivamente instrumentales (para lograr determinados objetivos socialmente valiosos), sino porque determinadas cualidades o acciones generan un “derecho” por el cual quienes poseen esas cualidades o ejecutan esas acciones “merecen” la recompensa que reciben. Nuevamente, eso nos remite a la determinación de cuáles son esas cualidades o acciones de modo justificable, concreto y observable.
Sin embargo, lo cierto es que una sociedad basada en la meritocracia tendría un aspecto bastante indeseable si pensamos con detenimiento en las consecuencias de la aplicación coherente de dicho ideal (al menos como es definido habitualmente, en términos de la ecuación del creador del término, Michael Young: mérito = esfuerzo + IQ). ¿Sería justo o equitativo recompensar y adscribir posiciones sociales en base a talentos naturales heredados por constitución genética? ¿Sería socialmente aceptable dejar de lado, estigmatizar y excluir de cualquier recompensa o recurso a quienes, por las razones que sean, no puedan reunir “méritos” suficientes tal y como hayan sido definidos socialmente? ¿Por qué son justas unas u otras recompensas, más allá de que se sostenga que son instrumentalmente adecuadas para lograr ciertos objetivos sociales? Incluso aunque esos objetivos pudieran ser consensuados y moralmente intachables, el enfoque basado en los incentivos al mérito es auto-contradictorio si se defiende como principio moral, porque presupone que la motivación del premiado es extrínseca: si el incentivo funciona, es precisamente porque la motivación no es intrínseca, y por tanto, no moralmente es “meritoria”.
Una mala teoría de la justicia distributiva
Que la meritocracia así entendida no sea una buena teoría de la justicia distributiva, por supuesto, no implica que no hayan podido existir teorías y prácticas aun peores, como, por ejemplo, un principio de asignación por adscripción, como en sociedades de castas, estamentales, aristocráticas, patriarcales, o racistas. Sin embargo, los defensores de la meritocracia aducen la comparación con estas sociedades como si eso obligase a defender la meritocracia, so pena de estar convalidando alguno de esos principios. Eso es, obviamente, una falacia tan burda como la de pretender que si sostienes que el Estado del bienestar socialdemócrata es mejor que el capitalismo del laissez faire, entonces estás convalidando el feudalismo o el esclavismo.
Creo que es obvio para quien se siente a pensar todo esto cinco minutos que la meritocracia así entendida no es un principio de asignación y distribución generalizable en una sociedad compleja. Fuera de algunos contextos muy específicos, con un fuerte componente técnico, y con una evidencia rock-solid (que rara vez existe) sobre qué recompensas funcionan mejor para obtener los resultados socialmente buscados, un principio de diseño meritocrático fracasará estrepitosamente y acabará por encubrir otro tipo de prácticas de asignación y distribución completamente arbitrarias o que responden a otros criterios ocultos bajo una apariencia “meritocrática”.
Hablemos más de políticas que de meritocracia: el Plan piloto de renta básica de Catalunya
25/05/2023
Sergi Raventós
Director de la Oficina del Plan Piloto para Implementar la Renta Básica Universal de la Generalitat de Catalunya
No hay duda de que, a día de hoy, se han aportado muchas razones y argumentos en lo que llevamos de debate en estas páginas desde el primer artículo publicado en febrero. Algunas aportaciones han sido francamente muy interesantes y creo que no hace falta seguir redundando en ellas.
Quiero traer aquí a colación un par de ejemplos que tal vez pueden ilustrar esta falsa idea preconcebida de la meritocracia de que las recompensas económicas y la asignación de responsabilidades y cargos en nuestras sociedades capitalistas se asignan en función de los méritos individuales.
Un ejemplo reciente, de hace unas pocas semanas, fue protagonizado por Beatriz Fanjul, presidenta de Nuevas Generaciones del PP. Esta mujer se despachó con unas declaraciones que vienen a cuento de lo que se está debatiendo en este foro. Concretamente, llegó a decir en una entrevista que “la cultura del esfuerzo trae progreso y futuro” y “los jóvenes no queremos paguitas”. Pero sus palabras tuvieron varias respuestas y no se fue de rositas.
Una de las mejores respuestas fue a cargo de Julen Bollaín, participante en este mismo espacio de debate el pasado abril, recordándole que “habla de cultura de esfuerzo una persona de 31 años, que no terminó la carrera de Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Deusto, y que cobra 88.175,64 euros al año (7.347 euros brutos al mes).” Luego Bollaín también apuntó que “no estoy diciendo que haya que tener un título universitario para tomar parte activa en política. Ni mucho menos. Lo que quiero criticar es ese discurso rancio de la cultura del esfuerzo cuando no existe una igualdad de oportunidades real entre la ciudadanía”.
Creo que en esta impecable respuesta de Bollaín, aunque limitada por los espacios de Twitter, nos está recordando lo que ya dejó escrito hace unas semanas: “En España, el 80% de los niños y las niñas que nacen en familias pobres, mueren pobres. Además, se necesitan 120 años -cuatro generaciones- para que una familia del 10% más pobre alcance ingresos medios. Es interesante observar, por otro lado, cómo según la revista Forbes, 74 de las 100 personas más ricas españolas lo son por haber heredado. ¿Se han esforzado? Seguramente algunas sí lo habrán hecho. Pero, independientemente de su esfuerzo o mérito, hay una realidad incontestable: son ricas por haber heredado. Es decir, actualmente, nacer en una familia o en otra, algo que no es que no sea meritorio, es que ni siquiera está en nuestras manos, condiciona nuestras vidas”.
Un ejemplo muy diferente, en todos los sentidos, al de la dirigente de Nuevas Generaciones, es el de Pep Guardiola, entrenador del Manchester City y que recientemente nos ha dado una vez más otra lección de buen fútbol, esta vez a costa del Real Madrid, en las semifinales de la Champions League.
Guardiola pronunció en septiembre de 2011, con motivo del recibimiento de la medalla de honor de oro del Parlamento de Catalunya, un discurso del que la mayoría de gente sólo recuerda una frase que ya es un clásico en Catalunya. Se trata de aquella ya famosa intervención que decía que “si nos levantamos muy temprano, muy temprano, muy temprano y sin reproches y nos ponemos a trabajar… seremos un país imparable”. Esto de levantarse “muy temprano” ya se ha convertido en una expresión humorística en Catalunya para decirle a uno, en cachondeo, que si le pone mucha voluntad y esfuerzo lo conseguirá. Esta es tal vez la única parte que seguramente recuerda la gente de ese discurso, pero dijo también algo más suculento, en relación a lo que estamos tratando: “Yo fui escogido. Cualquier otro hubiera podido estar aquí y el mérito es de la gente que me escogió a mí. Ésta es la mejor manera de tomarme mi profesión. Los conocimientos, los que sé, no me pertenecen a mí. Son de los entrenadores que he tenido. Y de los jugadores que he tenido la suerte de dirigir”. Un caso curioso y no muy frecuente de reconocimiento al azar y a los demás de sus éxitos profesionales.
Tiene su interés esta constatación, pues, como bien es sabido, en el Reino de España el mercado del deporte valora el fútbol por encima de otros deportes y de otras gestas, como por ejemplo el alpinismo. Un ejemplo evidente lo tenemos en el atleta catalán Kilian Jornet. En cuanto a esfuerzo y méritos deportivos hay muy poca gente que se le pueda comparar, pero la atención mediática y el mercado valora mucho más el fútbol o el tenis que las carreras o el esquí de montaña. Un caso evidente donde el mérito no está basado en el esfuerzo, sino en la suerte social.
Nos decía acertadamente hace unas semanas Juan Carlos Monedero en este mismo foro que “en una sociedad de desigualdades múltiples, la posibilidad de que el esfuerzo personal se transforme en una mejora personal está sometida a otros muchos elementos que invalidan el propio principio meritocrático: la familia, el apoyo, los idiomas, el estatus social, la apariencia, el barrio, el sexo, la raza, el credo, lo agotador del trabajo, el mejor o peor acceso a salud, la existencia de servicios sociales en donde vives… Siete de cada diez ricos lo son por herencia”. Poca cosa más a añadir.
Es por ello que creo que más vale seguir el consejo de Carlos Gil que inauguraba este debate y que no es otro que nos tenemos que esforzar por debatir más de políticas que de meritocracia. Coincido con él en que, en estos momentos hablar de meritocracia sin aportar propuestas políticas que nos acerquen o aproximen a una igualdad de oportunidades, desvía la atención de las políticas para diseñar sociedades más justas.
En este sentido, para dar pasos hacia la construcción de sociedades más justas, redistributivas y menos desiguales, y para avanzar en el conocimiento y la evaluación de una política de ingresos universal que supondría garantizar que todo el mundo tuviese acceso a unos recursos básicos que permitiesen vivir y prosperar partiendo de la independencia y la libertad de cada persona, en Cataluña se inició en esta legislatura la puesta en marcha desde el Govern de la Generalitat de un Plan piloto de renta básica universal (RBU).
La RBU es una propuesta política que en los últimos años de pandemia y de postpandemia está teniendo una repercusión importante, pues desde ámbitos muy diversos se ha visto como una solución a una parte de los problemas existentes en nuestras sociedades. En Cataluña la propuesta de la renta básica ha tenido cierto recorrido y aceptación desde los primeros escritos y el trabajo realizado por la Red Renta Básica desde su constitución en el año 2001.
La RBU es una asignación monetaria de cuantía suficiente, pagada por el Estado o una administración pública, que se otorga al conjunto de la ciudadanía de un territorio universal, individual e incondicional.
La RBU tiene cinco características principales:
Aunque la RBU ha ido ganando terreno en los últimos años, la idea no es nueva: sus precedentes históricos están bien documentados y existe desde hace décadas una extensa investigación académica sobre su justificación ética y viabilidad económica, con el apoyo de la Red Global de la Renta Básica (Basic Income Earth Network, BIEN), creada en 1986. Desde los primeros planes piloto de RBU en EEUU, pasando por Manitoba (Canadá) en los setenta, se han realizado decenas de proyectos similares en EEUU, Canadá, Brasil, Países Bajos, Namibia, Kenia, India, Corea del Sur, Irlanda, Gales o Barcelona, entre otros.
El Plan piloto catalán puede aportar mucha información sobre el impacto de una RBU en ámbitos tan diversos como los sistemas de protección social, la salud, la educación o las relaciones de género. Se prevé observar efectos en la reducción de la pobreza, la salud mental y la autonomía personal, y cambios en la redistribución del trabajo doméstico y de cuidados, así como cambios en el uso y funcionamiento de algunos servicios públicos. Se le ha llamado el «plan piloto más grande de Europa», ya que involucraría a unas 10.000 personas, de las cuales 5.000 recibirían la asignación monetaria.
Hay algunos aspectos diferenciales de plan piloto catalán respecto a la mayoría que se han realizado anteriormente. Ha querido centrarse en concreto en dos características de la RBU menos estudiadas: la universalidad y la suficiencia de la cuantía. A diferencia de otros planes centrados en observar los efectos de la renta básica en colectivos determinados (personas vulnerables, desempleadas, jóvenes extutelados, etc.), el catalán no contempla ningún tipo de focalización: solo se establece un criterio económico para excluir la participación al 10% más rico de la población catalana. El carácter suficiente de la asignación también es un rasgo diferenciador de este piloto, ya que la cuantía de 800 euros por adulto y de 300 euros por menor de edad se ha hecho teniendo en cuenta el umbral de pobreza en Cataluña, para garantizar que esta cuantía sea realmente básica.
A diferencia de la mayoría de prestaciones actuales, cabe destacar la individualidad de la asignación monetaria del Plan piloto, lo que fomenta relaciones de equilibrio de poder en el seno del hogar y reconoce a las personas menores como miembros relevantes y activos de la sociedad.
Los resultados y conclusiones del Plan piloto que se obtengan aportarán valor y conocimiento no solo aplicable y relevante para Cataluña sino también a nivel internacional y permitirán centrar el debate de la implementación de la RBU en Cataluña.
Uno de los principios que debe guiar la actuación de las administraciones públicas es el de la planificación y evaluación de las políticas públicas. El Plan piloto se ha diseñado desde el inicio para garantizar su evaluabilidad, en el marco de las buenas prácticas de diseñar políticas públicas. La Oficina del Plan Piloto e Iválua – Instituto Catalán de Evaluación de Políticas Públicas – han trabajado en el diseño de un plan piloto que permitirá recopilar la máxima información posible para analizar los efectos a nivel individual, familiar y comunitario.
Todo lo anterior ha llevado a la Oficina del Plan Piloto a decantarse por un doble diseño, en el que se combina la aleatorización de domicilios por toda Cataluña (asegurando la igualdad, no discriminación y que toda la población de Cataluña tenga las mismas posibilidades de ser seleccionada para participar y recibir la asignación monetaria) y la saturación de dos municipios. Esto permite estudiar de forma pionera en Europa la característica de universalidad y acercarse lo máximo posible a una RBU genuina. Este doble diseño ha sido reconocido y elogiado tanto a nivel nacional como internacional.
Una reciente encuesta ha revelado que la RBU, como propuesta, tiene un amplio apoyo social, independientemente del nivel de estudios, de la edad, del sexo, e incluso del partido por el que se simpatiza. Los simpatizantes de los tres partidos principales del Parlament de Catalunya aprueban la implantación de la RBU, y lo hacen con un grado de acuerdo (7,1 sobre 10 los simpatizantes de ERC y 6,7 los de Junts y del PSC) que se sitúa por encima de la media de la población (6,6).
El apoyo al despliegue de una prueba piloto antes de implementar la renta básica universal en Cataluña es aún más transversal: no hay ningún partido en el que sus simpatizantes no lo apoyen por mayoría. Los partidos donde menos porcentaje de simpatizantes apoyan son Vox y el PP, con un 56% y 60% de simpatizantes, respectivamente. El resto de partidos tienen una base muy amplia de personas a favor. Concretamente, el grueso de los simpatizantes de ERC (82%), Junts (80%), el PSC (79%), En Comú Podem (78%), la CUP (76%) y Ciutadans (64%).
En definitiva, el Plan piloto catalán, por las innovaciones metodológicas y de contenido, dará respuestas que no se han podido dar antes a muchos niveles. Además, los datos muestran que existe una clara mayoría social y refuerzan la necesidad de realizar el Plan piloto.
Este plan piloto de Catalunya es una oportunidad importante para avanzar en el conocimiento de políticas de ingresos incondicionales y universales. Pero también para no tener que seguir soportando un sistema asistencialista y focalizado en el que ya se deje de hablar de “paguitas para jóvenes” “desempleados” o “pobres” y podamos hablar de derechos humanos universales y de ciudadanía, y, así, dar pasos hacia una sociedad más justa y más redistributiva de la riqueza, para poder disponer, en definitiva, de una seguridad económica para todo el mundo, cada vez más necesaria e imprescindible en un mundo lleno de incertidumbres y crisis.
La promesa meritocrática
22/05/2023
Daniel Gabaldón Estevan
Profesor Titular Dep. de Sociología y Antropología Social (Universitat de València)
La promesa meritocrática hace referencia al discurso según el cual la distribución de las posiciones y responsabilidades sociales, y muy especialmente del empleo, se hace en función del mérito y de la capacidad de los individuos. Siendo el mérito una combinación de inteligencia y esfuerzo tal y como ya indicara Young “Intelligence and effort together make up merit (I+E=M). The lazy genius is not one”. Este discurso racionalista, que surge en occidente conforme avanza la Edad Contemporánea, se asienta en el imaginario colectivo a medida que va consolidándose la organización de tipo burocrático basada en la especialización en responsabilidades, funciones y tareas; la jerarquía de un claro sistema de mando; el establecimiento de normas y reglas escritas de carácter impersonal; y el reclutamiento de efectivos en base al mérito y la capacidad.
En este modelo, la institución educativa y la educación formal juegan un papel fundamental al ser la vía mediante la cual los individuos obtienen mérito y cualificación. Así, la distribución de las posiciones sociales se realizaría a través de competencias sancionadas por un complejo sistema de certificaciones, titulaciones y credenciales. Mecanismo que se institucionaliza a través de la educación generalizada, gratuita y obligatoria que “garantiza” la igualdad de oportunidades a toda la población y que pivota entorno al mérito (entendido como capacidad, inteligencia, esfuerzo, disciplina, sacrificio) y la cualificación (certificaciones, titulaciones y credenciales), siendo la educación formal el medio para obtenerlas, distribuyéndose las capacidades al azar y estando las posibilidades en función de las preferencias y capacidades de los individuos. El desarrollo de los sistemas educativos de masas y su progresiva expansión durante los siglos XIX y XX, y el énfasis en las reformas comprensivas en la segunda mitad del siglo XX reforzarán el modelo y su promesa meritocrática inherente.
En definitiva el modelo meritocrático imperante en los discursos que justifican la estratificación social en las sociedades desarrolladas, entiende que la relación entre la esfera educativa y el mundo del trabajo y la distribución de posiciones que esta relación genera, responden al mérito y capacidad de las personas (factores adquiridos), sustentándose, por tanto, en la racionalidad y no por causa de herencia o filiación (factores adscritos). Desde el punto de vista meritocrático por tanto, la educación y la transición del sistema educativo al laboral es la vía mediante la que las sociedades industriales mantienen una jerarquía de clases o posiciones ocupacionales.
La evidencia científica muestra, no obstante, que las fracturas en torno a las que se articulan las desigualdades sociales, en especial la de clase, tienen un efecto distorsionador del modelo meritocrático en tanto que el acceso a efectivo a las diferentes vías educativas y en especial a los estudios universitarios, tiende a reproducir el modelo de estratificación existente. Y se ha argumentado también que la percepción sobre el valor que los individuos otorgan a la educación difiere en función de la clase social de procedencia, de este modo el menor rendimiento educativo de las hijas e hijos de las clases trabajadoras podría tener parte de su explicación en una peor percepción de la educación en tanto que valor (menor) e inversión (de mayor riesgo).
En nuestro análisis de la muestra española de los datos procedentes del International Social Survey Program [ISSP 2009, Social Inequality IV] concluíamos que si bien el conjunto de las clases sociales coincide en que el contenido o los principios que rigen la promesa meritocrática son justos, la clases bajas considera en mayor medida que las otras que ésta no se da, y que, por tanto, la realidad no es meritocrática; en el otro extremo la clase media alta tergiversa el modelo meritocrático al hacer pasar como justa la valoración de aquello que favorece el estatus adscrito frente al adquirido. Estas conclusiones casan bien con un modelo como el español caracterizado por un desarrollo limitado del estado del bienestar, que incluye una cobertura limitada de los costes educativos, incluyendo los costes de oportunidad, y que sostiene un sistema escolar que el recurso a la doble (y triple) red de centros escolares responde a una estrategia de enclasamiento y diferenciación de aquellos segmentos de la población con más recursos, y que sitúa el modelo educativo lejos de los referentes europeos en modelos meritocráticos como el finlandés.
Notas:
Extracto de: Gabaldón Estevan, D. La promesa meritocrática: Percepciones sobre el papel de la educación (terciaria) y su acceso, en Moisés Domingos Sobrinho, Ridha Ennafaa, Elisa Chaleta (coords.) (2016) La educación Superior, el estudiantado y la cultura universitaria. Neopàtria, 137-159.
La meritocracia educativa, el rearme ideológico neoliberal
19/05/2023
Pedro Mellado
Doctor en Educación, profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y miembro del colectivo DIME
Al comienzo de la película Puñales por la espalda (2019), un policía interroga a la hija de un multimillonario acerca de la reciente muerte de su padre. En un momento del interrogatorio, la hija espeta al policía «fundé mi empresa desde la nada», a lo que este le responde «igual que su padre». El diálogo condensa en pocos segundos el discurso ideológico neoliberal de la meritocracia, atribuyendo en exclusiva al mérito, la capacidad, el talento y el esfuerzo de los individuos la desigual distribución de la riqueza; olvidando convenientemente las condiciones de partida que han respaldado su éxito.
La meritocracia se ha convertido en uno de los elementos centrales del tablero de lo que se ha bautizado como «batalla cultural» que, desde el punto de vista conservador y neoliberal, implica aceptar que la ideología dominante se encuentra en peligro y debe ser discutida ante el avance del progresismo. Esta meritocracia, no solamente justifica el reparto de riqueza, sino también el fracaso académico, que al igual que la riqueza, se atribuye su resultado al esfuerzo personal.
Pero este debate, lejos de ser una novedad, tiene un amplio recorrido histórico y no siempre ha sido patrimonio exclusivo de los más privilegiados. La meritocracia es una idea que también ha seducido en ocasiones a los sectores progresistas de la sociedad. Formaba parte de los anhelos de los movimientos obreros e incluso de los pactos de la Transición en nuestro país. Se partía de la idea, que luego se revelaría como ingenua, de que el éxito en una sociedad libre ya no estaría determinado por el origen familiar, que el éxito no sería un espacio reservado a quienes vienen de noble cuna, sino que todo el mundo tendría las mismas oportunidades y que, al fin, los hijos e hijas de las familias trabajadoras conquistarían los más altos estamentos de la sociedad a través de su esfuerzo.
Al fin y al cabo, la idea resulta muy seductora porque de lo único que han estado sobradas las familias trabajadoras es de esfuerzo. Si jamás se ha escatimado en esfuerzos para trabajar desde temprana edad en el campo, en la obra, en la mina, en la fábrica, faenando o con las tareas domésticas, tampoco se escatimaría en esfuerzos en el terreno académico en el momento en que hubiera igualdad de oportunidades.
Y no cabe duda de que amplias capas de la población española han salido de la pobreza en los últimos cincuenta años, de manera paralela a la expansión del sistema educativo, de su universalización y de la ampliación de la obligatoriedad. De igual manera, también hay consenso en que el nivel educativo se ha convertido en un factor decisivo en las posibilidades de obtención de un estándar de vida deseable.
Podemos pensar, por tanto, que el discurso de la meritocracia es correcto y que la sociedad recompensa el esfuerzo académico con un futuro bienestar, ordenando de manera armónica y proporcional la pirámide social en función del nivel de cualificación alcanzado. Si bien se puede afirmar que hay correlación entre el nivel de cualificación y el nivel de renta alcanzado, cabe preguntarse si existe correlación entre el esfuerzo desempeñado y nivel de cualificación alcanzado, que es lo que realmente daría autoridad al discurso de la meritocracia.
Sin embargo, nos encontramos con un problema importante: no es posible medir el esfuerzo. No existe una magnitud que lo gradúe. Es necesario realizar un constructo, una construcción teórica que nos diga qué variables realmente medibles conforman eso que llamamos esfuerzo.
Si para ello se decidiera escoger el tiempo de trabajo, podríamos deducir que todo el alumnado debe obtener la misma nota al dedicarle el mismo tiempo de trabajo en su jornada escolar. Algo que sería inútil y no aportaría ninguna información de valor. Si se decide escoger lo diferencial, el tiempo dedicado al estudio fuera de la jornada escolar, no se disponen de instrumentos para poder medir el tiempo que cada estudiante dedica realmente a tareas académicas en su hogar.
De nuevo, nos vemos abocados a buscar otra variable que nos ayude a medir la cantidad de esfuerzo de cada estudiante, y para ello generalmente se asume que el esfuerzo realizado se manifiesta en las producciones escolares: proyectos, resolución de problemas, exámenes, etc. Si bien podemos asumir que para realizar producciones escolares adecuadas es necesario que el estudiante aplique una determinada cantidad de trabajo o de esfuerzo, de nuevo, es imposible conocer el grado de trabajo que ha conllevado cada producción. Es por ello que no se puede inferir que unos resultados académicos determinados (por ejemplo, un expediente con nota media de 8,5) implique un determinado volumen de esfuerzo (por ejemplo, una media de 2,5 horas diarias de trabajo fuera de la jornada escolar).
De esta manera, dentro del constructo «mérito educativo» no se encuentra solamente la variable esfuerzo o trabajo, hay más elementos que deben ser considerados y que pueden explicar ciertos fenómenos educativos con alta relevancia social. Así que, si nuestros resultados educativos no dependen solamente de nuestro esfuerzo, ¿de qué otros factores depende?
La igualdad de oportunidades, si es que existe tal cosa, está viciada desde el momento en que no existe igualdad en las condiciones de partida. Esa desigualdad social de partida es responsable de que unos individuos tengan mayor tendencia que otros a aprovechar las oportunidades que le son ofrecidas. Podemos ver cómo las tasas de mayor abandono escolar en la Comunidades Autónomas (datos EPA) tienen una correlación significativa con las tasas de pobreza (datos INE).
Los datos indican que si tu origen socioeconómico influye de manera significativa en las posibilidades de abandono escolar, entonces no hay igualdad de oportunidades. Y si no hay igualdad de oportunidades, no se puede hablar de meritocracia.
Pero la meritocracia tiene un problema mayor, un problema de concepto: es una idea que continúa entendiendo la sociedad de manera piramidal, algo que desde una posición de inclusión social debería ser rechazada. El problema no es solamente que se perpetúen en el éxito las personas de una misma procedencia social, entendiendo éxito como el alcance de unas condiciones de vida excelentes, sino también que se asuma que es justo que una minoría más o menos capaz se sitúe en la cúspide.
Por eso también es rechazable la idea de la escuela como «ascensor social». Un término que, de nuevo, implica que hay un arriba y un abajo. Una escuela democrática e inclusiva debe apostar por un modelo más horizontal y solidario, donde se garantice el acceso a un saber y una cultura suficientemente amplia al conjunto de la sociedad. Como indica Michael Sandel en «La tiranía del mérito», para quienes están atrapados en el fondo, la retórica del ascensor social es más un escarnio que una promesa.
La meritocracia apela al esfuerzo y, con él, a la valía personal: como si ese fuera el único factor que determinara nuestro destino, como si la gente que ocupa los lugares menos ventajosos de la sociedad no trabajara sin descanso, como si el alumnado con menos éxito fuera, inevitablemente, un conjunto de gandules. La gran trampa del esfuerzo y de la meritocracia es que no deja de ser una manera de hacer eso tan censurable que es gritar viva quien vence. El esfuerzo y el mérito son conceptos de los que cuesta recelar, pero, más que un requisito, son un marchamo otorgado por quienes están en las mejores posiciones de la sociedad.
Antes de apelar al valor casi taumatúrgico del esfuerzo, antes de pensar que existe tal cosa como la excelencia, deberíamos preocuparnos por que en las aulas se trabaje con entusiasmo, tesón, cariño, gracia y rigor normativo. Pretender que todo esto se resuma en una destemplada reivindicación del esfuerzo y una apelación a la meritocracia parece, paradójicamente, un flagrante caso de pereza intelectual.
Por todo esto, el «rearme ideológico» o la «batalla cultural» emprendida por los sectores neoliberales se esfuerza en identificar las políticas igualitarias y contrarias a la segregación escolar como un sistema que pierde excelencia y devalúa la calidad educativa. Pero lo que hay detrás es una ofensiva que pretende hacer del sistema educativo un espacio exclusivo para las clases más favorecidas, y que, como hacía el personaje de Puñales por la espalda, puedan continuar justificando sus privilegios en un esfuerzo que, sin el respaldo de su origen social, podría no haber llegado nunca.
Resulta vital que defendamos el sistema educativo público que nos ha traído hasta aquí, así como las políticas educativas que nos permitan seguir reduciendo el abandono escolar y que sea capaz de procurar educación y cultura a todos y todas.
Meritocracia: falacias y magia
17/05/2023
José Saturnino Martínez García
Profesor Titular de Sociología en la Universidad de Laguna, especializado en educación y desigualdad. Desde 2020 es Director de la Agencia Canaria de Calidad Universitaria y Evaluación Educativa
La idea de meritocracia está firmemente asentada como una condición para una sociedad justa. Las personas con capacidad que se esfuerzan deben ser recompensadas. ¿Vivimos en una sociedad meritocrática? Desde hace tiempo, sabemos que el mejor indicador de éxito educativo de un estudiante es el origen socioeconómico y cultural de la familia. Bien pudiera ser que el talento y la inclinación al esfuerzo se transmitan vía genética, y, por tanto, lejos de preocuparnos por esta reproducción biológica de la desigualdad social, más bien cabría congratularse de lo sabia que es la naturaleza y el buen orden social en el que vivimos.
Pero tenemos datos que invitan a desechar esta feliz hipótesis de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Por ejemplo, una estudiante de clase social alta de bajo cociente intelectual saca tan buenos resultados educativos como una estudiante de inteligencia normal de clases populares. Es lo que se conoce como efecto compensación. Este efecto de compensación se nota incluso en procesos más libres de la interferencia humana que el desarrollo de la inteligencia: el mes de nacimiento. Es una característica sin relación con la posición social, pero que está relacionada con el éxito en el deporte o en la escuela. No se debe a que quienes nacen en enero sean más listos o dotados para el deporte que los nacidos en diciembre, sino que tienen un año más, y, por tanto, están más desarrollados. En la medida que agrupamos a las personas por año de nacimiento, generamos una desigualdad arbitraria por mes de nacimiento. Pues este efecto, de edad relativa, sobre el resultado educativo se diluye entre el alumnado de clase alta, pero no en el de los sectores populares. Una vez más, el efecto compensación “salva” al alumnado de clase social alta.
Posiblemente dos sean los grupos que más insisten en que sí vivimos en una meritocracia. Por un lado, aquellos que deben esforzarse por mantener la posición social de su familia de origen. Los títulos educativos necesitan de esfuerzo y capacidad para lograrse. Dos personas de la misma procedencia social, si una se esfuerza y la otra no, será la primera la que tenga éxito educativo. La gente de clase alta, sí vive en una sociedad meritocrática. Dados los buenos recursos y oportunidades por ser de tal condición, les irá en la vida según su talento y esfuerzo. No “dependen” de las circunstancias familiares, pues las circunstancias familiares de las clases altas son óptimas para que las personas se desarrollen según su esfuerzo, capacidad y preferencias.
Ahora bien, cuando hablamos de estudiantes que viven en condiciones precarias, en familias de bajo nivel educativo, tendrán que esforzarse mucho más para lograr el mismo mérito que los de las clases altas (igual que si nacen en diciembre). Entre ellos, habrá personas con un nivel de talento o esfuerzo mucho mayor, que sí conseguirán éxitos educativos y profesionales. Estas personas se ven a sí mismas como ejemplo de que la meritocracia funciona, y a su vez, son puestas como ejemplos por el resto del éxito del modelo meritocrático. Pero su inteligencia no les evita caer en la falacia del sesgo del superviviente. En vez de denunciar que han transitado por el sistema educativo y laboral con la mochila cargada de piedras en comparación con los de clase alta, se limitan a congratularse de haber cruzado la frontera entre los hundidos y los salvados. Es más, si denuncian esta injusticia se les dirá que la justicia social es cosa de resentidos y envidiosos.
Sin caer en la falacia ad hitlerum, podemos ilustrar lo erróneo de este razonamiento con Auschwitz: como sobrevivió un pequeño porcentaje de los allí condenados, cabe argumentar que aquello no era un campo de exterminio. Esto es una falacia, pues la existencia de supervivientes no altera la naturaleza de tan infausto lugar. De la misma forma, que un pequeño porcentaje de las personas de origen social bajo logren el éxito educativo y profesional, no altera la naturaleza de que vivimos en un mundo en el que hay reproducción de clases sociales. Una gavilla de anécdotas de historias de superación no conforma un conjunto de datos que impugne que existe desigualdad de oportunidades debidas al origen social.
Ante esta crítica, los defensores de la meritocracia cuentan con otra defensa persuasiva e igualmente falaz: la gente que se esfuerza tiene éxito, y la gente que no tiene éxito, es porque no se ha esforzado lo suficiente. Al igual que los creyentes en la meritocracia, los creyentes en la religión consideran que, si te va mal en la vida, es debido a que no te esfuerzas lo suficiente en cumplir los preceptos de tu religión. Una tautología. La defensa de la meritocracia, por tanto, no solo confunde anécdotas con datos, sino que abandona el pensamiento racional para entregarse al pensamiento mágico.
En resumen, se da la paradoja de que los defensores de la meritocracia suelen verse a sí mismos como grandes defensores de los valores ilustrados, la ciencia y la razón, pero para defender que vivimos en una meritocracia se transforma en anti-ilustrados, contrarios a la razón e ignorando lo que sugiere la evidencia empírica disponible, argumentando con falacias o pensamiento mágico. Pero si la defensa de que vivimos en un sistema meritocrático no cumple unos estándares científicos mínimos, ¿por qué es tan popular?
Por un lado, es la fuente de legitimidad de quienes ocupan posiciones de mando: “hemos llegado hasta aquí porque somos los mejores”, según nos cuentan insistentemente. “No te mereces mis privilegios porque no eres tan bueno como yo”. Esta argumentación está tan naturalizada como fuente de legitimación que se termina por aplicar con efectos cómicos. Al fallecer Emilio Botín, en ese momento dueño del Banco de Santander, se nos dijo que era un hombre hecho a sí mismo, obviando el pequeño detalle de que había heredado un banco, que ya le venía desde el bisabuelo. Sí, puede ser que, entre todos los herederos de bancos, Don Emilio fuese el más talentoso… Al sucederle su hija, Doña Patricia, se insistía en la calidad de las instituciones educativas por las que había pasado, así como en su carrera laboral en el banco. Se obviaba que se pudo pagar el acceso a esas instituciones gracias a la fortuna familiar, y que si heredó el banco no fue por sus grandes méritos académicos y laborales, sino simplemente, por ser la hija de un banquero. Bien está que haya gente como Paris Hilton o Froilán (cuarto en la línea de sucesión del Reino de España) pues su existencia es corrosiva a tanta hagiografía del mérito.
La creencia irracional de que vivimos en una meritocracia se refuerza gracias a otra “virtud”: cabe achacar al pobre la culpa de su pobreza, y no a las reglas de juego, que favorecen a las clases altas y perjudican a las populares. Se pide mérito escolar, un mérito en el que el esfuerzo y la capacidad demostrada por los sectores populares deben ser mucho más altos que el de las clases acomodadas, para sobreponerse a su peor condición de partida. Es más fácil culpa a la víctima que transformar las reglas de juego. Y esas nuevas reglas de juego, ¿deben asumir la bondad de la meritocracia como orden social? Cuestión para reflexionar en otro momento.
¿Somos desiguales?
11/05/2023
José Luis Barba
Catedrático de Biología y Geología, recién jubilado pero con vinculación oficial al centro educativo como profesor de apoyo
Me ha parecido muy interesante la reflexión sobre la segregación escolar como motor de desigualdades. Quizá ha faltado un planteamiento inicial: ¿somos desiguales? ¿necesita la sociedad que todos hagamos lo mismo o necesita una gran diversidad para ser eficaz?
En el instituto compruebo con frecuencia que gran parte del profesorado tiene en la boca la palabra inclusión, igualdad o términos similares pero luego no le ponen a todos la misma nota, se quejan que algunas familias no son como las otras, que hay alumnado que es muy bueno como delegado o delegada y en cambio otros son eficaces como organizadores y ayudantes en una acción colectiva.
Y a eso se suma que hay quejas con bastante frecuencia sobre la atención médica que reciben: este médico no sabe, me ha hecho un destrozo, pero este otro es buenísimo. Y comentarios similares aplicados a fontaneros, albañiles, arquitectos etc, etc.
Concluyo que la sociedad tiene individuos muy desiguales y la propuesta que todos somos iguales no solo es mala para la sociedad sino es injusta obligando a todos y a todas a tener un bajo nivel académico. O un alto nivel académico.
Las funciones en un ecosistema humano son similares a los ecosistemas acuáticos, terrestres, etc. Cada uno cumple su función. Y eso hay que aceptarlo. Y el mensaje que se da en los últimos debates es que todos podemos ser todo lo que queramos, creando muchas frustraciones. No estamos siendo capaces de transmitir felicidad aceptando la función o la situación que nos ha tocado o que hemos querido aceptar en la sociedad. O nos ha tocado porque vivimos donde vivimos o hemos querido esforzarnos hasta la extenuación por conseguir un objetivo que no corresponde con nuestras capacidades, tiempos, etc.
Mi propuesta es cambiar la dirección de la educación: todo el mundo debe tener la oportunidad de llegar al máximo. Creo que eso lo hemos conseguido en nuestro país. He sido responsable de la Olimpiada Española de Biología durante 9 años y muchos años han conseguido los primeros puestos chicas y chicos de centros públicos. Y han hecho un buen papel en las Internacionales. Eso quiere decir que el sistema funciona. El responsable la Olimpiada en la India, me comentó que eso es lo que hacen allí. Si hay una persona con ganas de llegar a ser premio Nobel, consigue toda la ayuda para conseguirlo. Aunque sea de un pueblo perdido del Himalaya.
Por tanto creo que, al menos en nuestro país, hay que disminuir la obsesión por la igualdad o igualitarismo. Hay que ofrecer a todos y a todas las posibilidades para ser felices, sabiendo que los objetivos serán distintos para cada persona. Unas llegarán a ser muy buenas médicas porque tienen esa capacidad y han querido trabajarla. Y otros serán buenos fontaneros, o buenos ayudantes de fontaneros. Porque no han querido o no tienen más capacidad. Pero serán buenos ayudantes de fontaneros. Pero estarán felices porque les habremos transmitido que somos distintos.
Que la Naturaleza no produce ejemplares de una especie idénticos porque eso es muy negativo evolutivamente hablando. Y muy negativo para el funcionamiento del ecosistema. Hay que segregar lo que haya que segregar. Pero más bien, hay que ayudar a que ser diferentes con distintas cualidades no es malo. Lo que es malo es no estar feliz con las cualidades, lugar, condiciones, que tenemos, aunque siempre intentemos mejorarlas. Pero no con histerismos y provocando estreses innecesarios que entonces nos pueden acabar dando un mismo título, pero una gran enfermedad mental.
El desafío del mérito y las trampas de la meritocracia
08/05/2023
Juan Carlos Monedero
Profesor titular en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Cofundador de Podemos.
Introducción: ¿de qué hablamos cuando hablamos de meritocracia?
La discusión sobre el mérito pivota acerca de su poder social real para dos cosas: acabar o reducir las desigualdades y para reconocer la valía individual. En el desarrollo evolutivo la cooperación y, por tanto, la igualdad ha sido condición de supervivencia; del mismo modo, uno de los deseos más fervientes de los seres humanos es el reconocimiento de los demás.
El debate sobre la meritocracia es una discusión principalmente normativa ya que nace del liberalismo (y la confronta el socialismo -entendido como amplia familia de la izquierda-) y tiene una condición performativa, es decir, hablar de meritocracia tiene efectos en el comportamiento personal y también en la acción política.
No hay una teoría cerrada sobre lo que sea la “meritocracia”, sino multitud de miradas, unas a favor (desde Adam Smith a Jason Brennan y Philippe Magness) y otras en contra (de George Sandel a César Rendueles). En última instancia, la discusión sobre la meritocracia es una discusión acerca de la justicia social, de manera que hablar de meritocracia permite repasar toda la realidad social e interrogar a las principales causas de la desigualdad: la clase, el género y la raza.
La trampa del liberalismo
El liberalismo es una teoría normativa de la sociedad, no una teoría positiva. No se trata de una descripción empírica de cómo funciona el mundo, sino de “cómo” debiera funcionar en un momento en donde la burguesía era una clase en ascenso en lucha contra el Antiguo Régimen. Por eso hoy, en la crisis del neoliberalismo y en “Estados de partidos”, chirría tanto. Habla de un mundo que ya no es.
En el siglo XVIII, cuando se sientan las bases del liberalismo, alguien como Edmund Burke podía decir sin que se le moviera un músculo de la cara, que “el Parlamento representa a la nación”, aunque la mitad de la “nación”, las mujeres, no votaran, y otro tanto le pasaba a los que carecieran de renta.
El liberalismo brindó a la burguesía como clase el sustento ideológico a su lucha contra el antiguo régimen y el mundo vetado de la aristocracia. Tenían el dinero pero no tenían el poder. Querían ser como reyes pero no podían justificarlo. Nada gustaba más a un burgués que colgar un cuadro con el paisaje que se veía desde el palacio de los emperadores. “Merecer” lo que les pasaba, lo que tenían, lo que deseaban, era una justificación de sus intereses de clase.
Cuando emergió la clase obrera, los argumentos que hacían valer contra los reyes pasaron a podérseles aplicar a ellos. Para que no les reventara el tinglado de esa antigua farsa tenían que mentir. El liberalismo es una teoría política que se la pasa podando todo lo que no le encaja. ¿O acaso no es cierto que la Constitución de los EEUU está consagrada a la libertad y escrita por propietarios de esclavos?
Hoy, en un mundo “desencantado” (como ya apuntó hace un siglo Weber, asustado por el desarrollo tecnológico y la “pérdida” del alma de las sociedades capitalistas), sin un orden moral objetivo, la vida social se convierte en un sálvese quien pueda, que se convierte en un consume cuanto puedas.
La clase obrera salvó el expediente -más los hombres que las mujeres- al triunfar en la Segunda Guerra Mundial sobre una derecha que se había hecho nazi o fascista. Tuvo los “gloriosos treinta años”, hasta los ochentas, cuando eso que llamamos “neoliberalismo” vino a mandar al basurero de la historia a los grandes acuerdos keynesianos y desmercantilizadores (el capitalismo con un proveedor -con el padre de familia se proveía a toda la familia-, como lo llama Nancy Fraser). Si el Estado ponía la escalera, tu mérito era subir por ella. Pero el neoliberalismo, de Hayek a Blair, pasando por Thatcher, Reagan, Miguel de la Madrid o Felipe González, ha dinamitado la escalera.
En esa arena de gladiadores infinita donde peleas por la vida, tu posición vuelve a legitimar el discurso de que tienes derecho a disfrutar lo que posees porque la prueba de que te lo has ganado es precisamente eso: que lo tienes. Por tanto, te lo mereces. Un argumento circular que vale para no tener compromisos cuando ganas y para que no busques alguna salida colectiva en el caso extendido de que pierdas. Exportar argumentos a lo largo de los siglos, como si las justificaciones de ayer valieran hoy, es un ejercicio tramposo. Esa pelea es el pulso que se mantiene ahora mismo en todas las democracias occidentales. Y en donde la derecha agita el mito de la meritocracia.
La meritocracia en una sociedad no meritocrática
La reflexión de François Dudet en La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor es una magnífica manera de expresar la inutilidad hoy de la meritocracia al no existir ya la sociedad que la justificaba.
La desaparición de la “conciencia de clase” en el siglo XXI, dinamita la idea de la meritocracia tal y como ha funcionado durante la última mitad del siglo XX. La generalización de que en nuestras sociedades existe “igualdad de oportunidades” -un logro indirecto de la clase obrera al lograr desmercantilizar parte de los bienes básicos, tales como educación, sanidad, vivienda, transporte…- va en paralelo al debilitamiento de la conciencia de clase. Lo que la conciencia de clase ganó, lo empieza a perder con su paulatina desaparición.
Al no leerse ya las desigualdades propias como vinculadas a la clase social a la que se pertenece -lo que permitiría una respuesta colectiva política- sino como desigualdades individualizadas -“desigualdades múltiples” las llama Dubet-, la frustración ya no se lee en términos de soy desigual por mi posición en la división del trabajo, sino “en calidad” de. El giro es relevante. Esa “en calidad de” nos convierte en puro fragmento: soy desigual “en calidad de mi salario”, “de mis condiciones laborales”, “mi sexo”, “mi edad”, “mi condición sexual”, “mis calificaciones”, “mi barrio”, “mi educación”, “el valor de mi título universitario”, “mi raza”, “mi credo”, “mi estatus ciudadano”… Todos elementos ajenos a un sentimiento comunitario, a unos “intereses comunes e identidades compartidas que superen la atomización de esas frustraciones” (p. 60-61). Las luchas se multiplican, pero no se coordinan.
Es el intento de Laclau de sumarlas a través de una cadena de equivalencia pidiendo a todas las demandas insatisfechas que se sientan identificadas con un significante vacío, que, por lo general, es un liderazgo. Algo que vale en la fase destituyente (cuando la ira se expresa contra una élite sin detenerse mucho en el análisis) pero que no funciona en la fase de creación institucional (la fase constituyente). La fase de confrontación es un momento donde se siente a los demás indignados como tus iguales. Sin embargo, a la hora de convertir la ira en políticas públicas, lo que estalla es precisamente lo contrario: la frustración ante tu igual, que es con quien te comparas. Es la gente deteniendo en Navidades en Alicante en la calle a una persona que había robado de un supermercado Lidl una caja de gambas (Pieter Schwarz, dueño del Lidl, es la persona más rica de Alemania).
El mérito y los monstruos de los que no habló Rawls
La disolución de la conciencia de clase, y mientras no llegue lo que lo sustituya desde una perspectiva emancipadora, deja abierta la puerta a los monstruos. La falta de convergencia social aumenta la incertidumbre, salvo cuando viene la extrema derecha y solventa esta complejidad de manera simple: tú eres de aquí, la culpa de tus frustraciones la tienen los inmigrantes o los malos patriotas y tienes derecho a desatar violentamente tu ira y tu egoísmo. Entonces se hace cierta la frase de Wendy Brown cuando dice que “la frustración de clase sin resentimiento de clase conduce al fascismo”. El mérito tiene ahí poco que decir.
Las tesis de Rawls en Una teoría de la justicia son las propias de un mundo que ya no existe. En este libro, que ha marcado una época, se plantea la existencia de un “velo de la ignorancia” como presupuesto de justicia (si no sabes qué te va a tocar ser en la vida, no querrás que ninguna condición -de género, raza, clase, de salud, religiosa, etc.- sea relevante). De manera que el colectivo debe cuidar de que esas condiciones diferentes no sean generadoras de desigualdades. Igualmente defiende que las desigualdades que benefician al conjunto -pagarle más a Messi que al resto del equipo porque el éxito de la figura es el éxito de los demás futbolistas- son justas en la medida en que, según Rawls no perjudican a nadie aunque beneficien a algunos (aunque sea evidente que las desigualdades rompen las costuras igualitarias de la sociedad y crean grupos con la tentación siempre de controlar el poder).
El trasunto de estas tesis de Rawls lo podemos definir de manera popular: yo puedo mejorar, de manera que me parece bien cómo están las cosas, aunque haya desigualdades, porque me parecen tolerables ya que vamos solventándolas y soy el vivo ejemplo de que prosperamos.
Un mundo donde el mérito contaba -el esfuerzo, el talento, las capacidades propias innatas o aprendidas, lo que se demanda en una sociedad de cada uno- y se respetaba porque la igualdad de oportunidades parecía bien engrasada -era evidente que los sectores populares mejoraban- y los más desfavorecidos merecían atención. Es el momento de auge del Estado social y había una voluntad de buscar lo que Rawls llamaba los “consensos entrecruzados” (overlapping consensus), esto es, que la concepción de lo político pudiera ser defendida desde varios puntos de vista filosóficos o ideológicos, de manera que el resultado pudiera ser estable y duradero, desterrando puntos de vista de justicia que sólo fueran asumibles desde puntos de vista cerrados y excluyentes.
En la “edad de oro” del Estado social (con un matiz: en los países en donde se desarrolló), hasta los inmigrantes mejoraban en su viaje a otros países. El Mediterráneo no era todavía un cementerio y en Europa y EEUU se recibía a los trabajadores con un ánimo diferente al de hoy.
La defunción del mérito
Sin embargo, esa sociedad de clases medias se ha disipado. Los hijos han prosperado respecto de los padres en algunas categorías, pero en otras claramente siguen estancados o en retroceso. Por ejemplo, tienen más estudios que sus padres pero no tienen mejores trabajos que sus padres. ¿Qué fue entonces del mérito?
En una sociedad de desigualdades múltiples, la posibilidad de que el esfuerzo personal se transforme en una mejora personal está sometido a otros muchos elementos que invalidan el propio principio meritocrático: la familia, el apoyo, los idiomas, el estatus social, la apariencia, el barrio, el sexo, la raza, el credo, lo agotador del trabajo, el mejor o peor acceso a salud, la existencia de servicios sociales en donde vives… Siete de cada diez ricos lo son por herencia.
No se trata, por tanto, que el mérito no sea relevante. Lo es. Pero el mérito en el siglo XXI, con el auge y posterior crisis del neoliberalismo y su correlato de mercantilización del mundo, hace que las culpas recaigan más sobre los perdedores que sobre los que se han encargado de que incluso países enteros estén en el bando de los perdedores. La conciencia de clase señala a los grandes culpables -que son los grandes beneficiarios-, mientras que la meritocracia te expulsa hacia abajo en la escala social. Puedes ir descendiendo en silencio en calidad, cercanía, cantidad en tus compras semanales de comida, vivienda, salud, ocio. O puedes señalar a los grandes supermercadoslas eléctricas o los bancos que han aumentado los márgenes de beneficio irresponsablemente y se enfadan cuando se les señala con nombres y apellidos. Si en nuestras sociedades todos pensamos que debemos tener las mismas oportunidades para entrar de botones en el banco y terminar como Director General de la entidad, el hecho de que no sea así se achaca a esa frustración personal, a esa percepción particular de las desigualdades que Dubet llama “desigualdades en calidad de». Esto es, a esas condiciones mías propias que, en cualquier caso, me hacen especial y diferente.
El mérito y la evolución del homo sapiens: derechas, izquierdas y el cuento de la Cenicienta
También hay algo de “humano” en todo esto. La meritocracia conecta con la “ley del karma”, esto es, nuestra opinión innata que a cada cual hay que darle, salvo accidente, lo que le corresponde en virtud de su compromiso con la sociedad. Los sapiens estamos dotados de “módulos morales” (Jonathan Haidt) que se activan inmediatamente ante cualquier información. Estos módulos están regidos por el cerebro más primitivo y se activan instintivamente antes de que el cerebro quiera poner orden (el instinto, dice Haidt, es el elefante, mientras que el razonamiento sería el jinete, siempre al servicio del imponente paquidermo).
Uno de esos módulos es el de engaño/ equidad, que se encarga de repartir “justicia” a cada uno de los miembros de una comunidad. La equidad, la justicia y la integridad son virtudes acompañadas de este módulo y tienen a la idea de cooperación (y su contrario, el engaño, el comportamiento aprovechado del gorrón) como “activadores originales” que en el desarrollo evolutivo nos han permitido llegar hasta aquí. De ahí que el cumplimiento o el incumplimiento de este principio genere ira, gratitud o culpa. Aunque no nos engañemos: en esa “ley del karma”, los hombres blancos, ricos y “justos” nunca se preguntaron ni se ofendieron por la falta de reconocimiento de los pobres, las mujeres o los inmigrantes (no digamos de los negros o los indígenas que, además, provienen de un pasado esclavizado).
La derecha y la izquierda gestionan de manera diferente este módulo. La derecha aplica la ley del karma, que es algo así como que “recoges lo que siembras”, de manera que si siembras vientos, recoges tempestades. Mientras que la izquierda entiende que hay que tratar a la gente como lo necesita, no como se lo haya ganado. Por eso la izquierda habla de fraternidad/sororidad mientras que la derecha habla de parásitos y paniaguados. Por eso las luchas de clase, de género o la decolonización suelen ubicarse en la izquierda.
Pero no nos engañemos: a cualquiera le molestan los gorrones, le enfada la máquina que no te da el producto y se queda con el dinero, nos irrita el que no hace su trabajo y se lo pasa a los demás, el que recibe un beneficio que nosotros no recibimos o el que siempre pone de menos cuando hay que pagar en el grupo. Nos molesta hasta la cola que va más rápida que la nuestra. También lo seres humanos somos susceptibles de recompensar lo bien hecho, de castigar lo que puede imputarse como negligencia o egoísmo y, también, de engañarnos acerca de las responsabilidades que nos corresponden por algo que hemos hecho mal o que nos ha salido mal.
La meritocracia se cruza de una manera entrometida con la suerte. No deja de ser curioso -podríamos decir que es “estúpido”- que los mismos que expresan en las encuestas su enfado con las desigualdades están ampliamente en contra -7 de cada 10- de que se suba el impuesto de patrimonio a los ricos. Por si alguna vez a ti te toca. La Cenicienta que espera su golpe de suerte.
Más lógico parece que los hijos de los inmigrantes, que han vivido mucho mejor que sus padres, se sientan más discriminados que ellos, ya que sus expectativas son mayores. Aunque ellos lo pasaron realmente duro. La idea de lo que uno se merece es una percepción subjetiva que no siempre va a poder ser comunicada y entendida. La meritocracia podría existir si en cada prueba social existiera la absoluta certeza de que la igualdad de capacidades (Amartya Sen y Martha Nussbaum) es real y esa prueba se hiciera, como las audiciones de música, con un biombo para no saber quién está ejecutando la partitura.
En ausencia de valores cívicos bien implantados, es común que nos moleste más el bienestar de nuestros iguales que la riqueza insultante de los megárricos. La meritocracia siempre ha tenido sus límites y nunca ha dejado de funcionar como un dispositivo ideológico de legitimación de las desigualdades (de constructor, junto con la “igualdad de oportunidades” de “desigualdades justas” fruto de la “competición meritocrática” (Dudet, 2020: 64)). Es decir, constructora de desigualdades desactivadas para la lucha política.
La meritocracia y las desigualdades
La medición de las desigualdades en un país como Francia incorpora hasta 20 categorías, muchas de ellas antes incorporadas en la idea de clase. Sin embargo, la idea de clase implicaba también algo que se ha dejado de lado: el presupuesto de fondo de que todos los trabajadores y trabajadoras compartían un mismo derecho a la dignidad, lo que reinventaba la idea de fraternidad que es de donde viene la familia de la izquierda. Las leyes nunca van a poder solventar los problemas sociales cotidianos y complejos que solventa el compartir un horizonte de transformación donde nada de lo humano nos es ajeno. No se tratan igual las desigualdades -que son grupales y tienen soluciones políticas- que las discriminaciones -que son individuales y se solventan administrativamente-.
Incluso cuando se le da más de lo que corresponde a alguna persona o a algún colectivo especialmente marginados o problemáticos ¿no se está así acercando la posibilidad de que sus hijos y nietos pasen a formar parte de las filas de la “normalidad” social? Las ventajas de la vida social no deben verse con la misma vertiginosidad con la que los fondos buitre buscan el beneficio para sus inversiones.
El mérito debe ser un acuerdo social acerca de la dignidad humana, de lo que merece la pena y del reconocimiento que merece el tiempo y el esfuerzo de los demás. Pero un mérito que se ve como una discriminación porque no se han sentado las bases sociales para que esté al alcance de todos, genera victimismo y el victimismo, otra vez, invita a la violencia.
Estudiar una carrera es indudablemente un esfuerzo, pero también lo ha hecho la persona que ha estado todos esos años planchando, conduciendo un vehículo, limpiando las calles o extrayendo minerales. No en vano, uno de los sentimientos más generalizados en las sociedades de las desigualdades múltiples es la emoción de ser despreciado, que, además, tiene la rara virtud de poner en marcha el mecanismo generalizado de despreciar a los que se supone que están por debajo (aquí la mujeres tienen un papel de suelo terrible). La fragmentación genera una incomunicación donde todos sospechan de todos, todos usan a todos, todos son en algún momento el mayordomo o el chofer de todos. Al final, todo el mundo siente su honor mancillado y el honor es una identidad profunda que al verse mancillada genera una enorme ira porque genera una enorme vergüenza. De ahí que la violencia sea una salida que hace creer que se salvaguarda la honra. El problema está en cómo se canaliza esa frustración.
Sería un error confundir el mérito con algún tipo de criterio universal que anula las diferencias (ese error que va de Descartes a Habermas). Toda persona es sujeto de dignidad y puede reclamar justicia social, pero no toda persona puede reclamar igual reconocimiento. Los reconocimientos son plurales y suelen tener que ver, salvo por condiciones innatas excepcionales, con la voluntad de los actores. Por eso no son iguales las madres de la Plaza de Mayo que los torturadores de la Escuela Mecánica de la Armada en Argentina. No pinta igual Velázquez que la autora del Ecce homo. No suena igual Mark Knopfler que Sid Vicious. No cuidan igual las madres que hacen ollas populares en las barriadas pobres que las bandas de sicarios. No es lo mismo una cooperativa de agricultores que Monsanto.
Solo en sociedades con un suelo económico igual para todas, todos (y todes), bien sea a través de una renta básica universal o de una red de servicios comunes eficaz que haga real la idea de igualdad de capacidades, podría asumirse que diferentes desempeños pueden tener diferentes remuneraciones, siempre dentro de un pequeño arco que aliente el esfuerzo pero que no reconstruya el flagelo de las desigualdades. La remuneración puede ser simbólica, en forma de prestigio, y no necesariamente en forma de privilegio de ningún tipo.
Una nota sobre el mérito y algunas teorías de la justicia
Someramente, hay en las sociedades occidentales tres grandes principios de justicia: el marxista, el liberal y el que podríamos llamar “socialista”. Sólo en el socialista el mérito podría recomponerse como un elemento virtuoso. La idea de “a cada cual según sus necesidades y de cada cual según sus capacidades”, propio del marxismo, es autoritario y no deja espacio alguno a la libertad individual, algo lejano de a lo que nos hemos acostumbrado en el siglo XXI.
La idea liberal de la “igualdad de oportunidades” es radicalmente falsa pues, pese a estar incorporada como veíamos incluso en nuestras constituciones, estamos en el momento de mayores desigualdades de la historia de la humanidad. Es decir, no funciona.
La idea de “igualdad de capacidades” desarrollada por Amartya Sen y Marta Nussbaum y que, entre otras cosas, desembocó en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, le deja un interesante hueco al mérito. En una sociedad donde se brindaran institucionalmente -bien a través del Estado o en forma de bienes comunes- capacidades iguales a toda la ciudadanía -educación, sanidad, vivienda, ocio, transporte…-, serían los individuos quienes decidieran, en virtud de su libertad, cómo organizar su vida, qué merecer o qué disfrutar. Terminada, por ejemplo, la escolarización obligatoria, los adultos debieran decidir cómo organizar su tiempo -continuar la introspección en un viaje a la India, estudiar una carrera, trabajar- de manera que lo justo estaría indudablemente vinculado al reconocimiento de ese esfuerzo.
Es algo similar a lo que tendríamos en el caso de existir una renta básica universal, de manera que sería desde ahí -con esa igualación social mínima-, donde el mérito, indudablemente junto a otros elementos (destreza, inteligencia, simpatía, inteligencia emocional, belleza, compasión…)- decidiera las desigualdades que en cada sociedad se consideraran tolerables.
Conclusión: meritocracia, justicia social e inteligencia artificial
Cuenta Rodrigo Llopis en La batalla del lenguaje que la mayoría de sus alumnos del último año contestan afirmativamente a la pregunta de si “serían capaces en sus vidas profesionales, de hacer algo ilegal por orden de la empresa”.
La explicación la encuentra Lopis en que el sistema ha trasladado la idea de competitividad, rankings, clasificaciones, palmarés y clasificaciones desde la edad más temprana, siempre en nombre del “mito de la excelencia y la meritocracia”, donde los privilegiados “se lo merecen” y los fracasados “se lo han buscado”. Es decir, eres víctima o verdugo (p. 64-65).
Yo añadiría: la primera tentación de los estudiantes es apostar por “vender el alma”, pero después de la discusión en el aula, ese grupo queda claramente en minoría. Es decir, ese comportamiento egoísta se da en ausencia de una gran discusión social sobre el tema. En otras palabras, en una reflexión individual en el siglo XXI es más fácil que salga el individualista, porque es el corazón de la discusión desde hace más de medio siglo.
Hemos visto que en un contexto de aislamiento (donde la pandemia diezmó la acción colectiva) la gente protesta menos por la justicia social y más por problemas personales al estar la conciencia de clase quebrada.
Este fallecimiento es una muerte de éxito, pues hemos creado sociedades donde la lucha contra las desigualdades es una realidad constitucional. Pero que tiene sus trampas. Al cambiarse la lucha por la justicia social por lucha contra las discriminaciones individualizamos los dolores. Esto dificulta converger. Nos unimos en lo destituyente (cuando estamos enfadados, como en el 15M) pero no en lo constituyente (por ejemplo, cuando toda la izquierda tiene que unirse para plantear el “postneoliberalismo” o el “postcapitalismo”). Al generalizarse el modelo consumista, queremos ser tratados mejor, no superar el sistema. Ahí, el principio meritocrático obra su magia: ya no eres pobre, eres un loser, un perdedor.
La individualización, que la posmodernidad presentó como una superación de las jaulas de la modernidad y que iba a liberar al AntiEdipo en nombre del deseo y la quiebra de la autoridad, trajo al homo oeconomicus egoísta, cuando no depredador, a quien la promesa de consumo infinito le alienó de casi cualquier otra discusión. Las redes sociales y la multiplicación del deseo -principal objetivo de Silicon Valley para tener a la población enganchada en la cultura de los likes– ha ayudado a construir una sociedad entretenida, distraída, ansiosa y desconcentrada que tiene dificultades para salir de las trampas del relato que le culpan de lo que le pasa.
Tiene razón Martínez-Celorrio en estas páginas cuando dice que: “Cabría matizar que el trilema que funcionó durante la modernidad industrial fue “meritocracia, riqueza heredada y reparto de la riqueza”. Todo un marco de estabilización y cohesión social que elevó los niveles de bienestar, extendió la educación pública y equitativa y multiplicó el ascensor social hacia empleos de clase media en los servicios públicos de bienestar y en la industria en expansión. Cuando el exceso neoliberal elimina el reparto de la riqueza del trilema, supone vaciar de sentido el ideal meritocrático y mutarlo en parentocracia hereditaria de la nueva casta señorial a riesgo de que los jóvenes despierten de su Matrix artificial (como está pasando) y entablen una lucha de clases a través de pantallas, memes y twitter.
Decía Jesús Ibáñez que la antesala de toda revolución es una gran conversación. La meritocracia sin conversación es como la ecología sin política (que se convierte en jardinería). Porque todo lo que señala Sandel como riesgos del discurso meritocrático se convierten en peligros reales: los que vienen “ameritados” de casa (de familia y que, por tanto y en términos de Bourdieu, tienen capital material, capital cultural y capital social) tienen más ventajas; se valoran más los méritos individuales que los sociales; conduce al aislamiento y rompe el cemento social; construye desigualdades en términos de poder que ponen en riesgo la democracia; reducen lo que se valora a lo que se puede cuantificar, ahondándose en la pérdida de calidez -y calidad- de la vida.
Pretender la “igualdad total” es un sueño de la modernidad que conduce a la catástrofe, una herencia platónica, pasada por el tamiz cristiano que dice que la verdad está en la mente y el pecado y la mentira en el cuerpo, y que hay un mundo perfecto de las ideas -o de la revolución- y otro imperfecto que es en el que vivimos. Y que, por tanto, olvida que el mundo real es con el que contamos y sobre el que convendría actuar. Pensar que activando la palanca de la lucha revolucionaria advendrá el mundo perfecto del socialismo es un error que produce mucho dolor y, además, da argumentos a los enemigos de la democracia.
El mérito es expresión de la pluralidad humana. La diferente valoración de los méritos, tanto los naturales como los construidos, tanto los innatos como los aprendidos, forma parte de la pluralidad de la vida. El problema está en convertirlos en mercancías, en ponerlos a competir entre ellos y, sobre todo, defenderlos para sostener una desigualdad social que imponga un modelo con jerarquías que rompe el principio de igual dignidad de todos los seres humanos. Es estupendo que te opere el mejor médico, que arregle el coche el mejor mecánico, que te corte el pelo el peluquero que te gusta, que dirija la orquesta quien lo haga mejor… Es decir, que todos los seres humanos puedan desarrollar su trabajo con dignidad y excelencia (para lo que tendrá que ser mejor remunerado, con menores jornadas laborales y con mayor reconocimiento social). Una sociedad que ignore por qué las ciudades están limpias, por qué sale agua del grifo, cómo llegan los productos a las estanterías, porque funciona la luz al encender el interruptor o conectar el cable o de dónde sale la leche es una sociedad condenada a desaparecer. Como está pasando con el calentamiento global. Lo que no vemos lo depredamos.
Queremos convivir con quienes sean responsables, dediquen tiempo a los demás, sonrían, cuiden, quieran, ayuden, acompañen y se dejen acompañar. Ese “mérito” fraterno lo ha tenido durante un par de siglos la clase obrera. Hoy hay que ampliarlo y entender que el mérito debe estar en reconocernos en nuestras diferencias. Se prometió que el desarrollo tecnológico iba a reducir la jornada laboral, pero es mentira. ¿Será ahora capaz de la Inteligencia Artificial de romper las barreras de las diferencias? Nunca ha sido así, de manera que, de no mediar algún cambio, las desigualdades se multiplicarán. Nos alfabetizamos para leer y escribir, pero no nos hemos alfabetizado ni en lo audiovisual y mucho menos en las redes sociales. Solo la democratización previa de la IA podría ponerla al servicio de una sociedad democrática. La Inteligencia Artificial, igual que la posesión de un teléfono móvil, nos convierte en guerreros dotados de equipo para ir a la batalla. La IA puede prestarnos el mérito que ahora no tenemos. Pero, insisto, si se democratiza antes y se controla públicamente.
Si la IA es más lista que nosotros -o al menos bastante más leída-, bastaría repartir ese talento para que su mérito fuera de todos. Expresado de otra manera, bastaría si la IA nos ayudara en esa gran conversación que es la antesala de los grandes cambios que están esperando respuesta: los retos globales del calentamiento, la robotización de la economía, las migraciones, los cambios geopolíticos, las guerras, las enfermedades mentales y tantas otras. Sin embargo, ya estamos viendo cómo grandes empresas como IBM han empezado a despedir a personal y sustituirlo por IA. El desarrollo tecnológico sin tensión de clase, de raza y de género ahondará las desigualdades.
El mérito y la mercantilización del mundo van de la mano y ambos se convierten en enemigos de la democracia. Se trata de reconvertir el mérito y el mercado para que sirvan socialmente y no sean el caballo de troya de nuestra destrucción como sociedades democráticas.
Bibliografía
Adam Smith (2012), La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, [1776]
Jason Brennan y Philipp Magness (2019), Cracks in the Ivory Tower: The Moral Mess of Higher Education, Oxford, Oxford University Press, 2019)
George Sandel (2020): La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Barcelona, Debate, 2020;
César Rendueles (2018): ): Contra la igualdad de oportunidades, Madrid, Anagrama)
Jonathan Haidt (2019), La mente de los justos, Barcelona, Deusto.
Rodrigo Llopis (2022), La batalla del lenguaje, Gijón, Trea.
John Rawls (1998), Una teoría de la justicia, México, FCE [1971]
François Dudet (2020), La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor, Buenos Aires, Siglo XXI
La desilusión igualitarista de la meritocracia
04/05/2023
Angel Puyol
Catedrático de Ética en la Universitat Autònoma de Barcelona
“La meritocracia no es un ideal igualitario. Mientras que la igualdad enfatiza que todos somos iguales, la meritocracia consiste en encontrar al mejor. Su finalidad no es reducir las desigualdades sociales, el espacio que separa a los de arriba de los de abajo, sino encontrar un modo diferente de legitimarlas, un modo nuevo y moderno de acceder a la jerarquía social que sustituya el nacimiento por la capacidad.
Se atribuye a Napoleón la sentencia de que “todo soldado francés lleva en su mochila los galones de un mariscal de Francia” para referirse a la posibilidad de que cualquier soldado raso, independientemente de su origen social, podía alcanzar en su época los más altos cargos del ejército, sin duda una de las posiciones sociales de mayor poder y prestigio. La promesa que Napoleón lanzó a sus conciudadanos se suele interpretar como el origen del ideal de igualdad de oportunidades, pero el que llegó a ser emperador de Francia no concibió su proclama como una forma de nivelación social, sino como una aspiración a la promoción individual que abandonaba el procedimiento hereditario por el del talento.
Algunos igualitaristas sienten, sin embargo, que la igualdad también puede ser, a pesar de todo, un atributo de la meritocracia. Entienden que, si la meritocracia presupone alguna forma de competición social, la igualdad tiene el encargo de equiparar las condiciones de salida de dicha competición, o incluso de igualar las posibilidades iniciales de alcanzar el éxito social. El problema para los igualitaristas del mérito es que la meritocracia no necesita a la igualdad para lograr su propósito. Le basta con la eficiencia. Si queremos ser eficientes, nos preocuparemos de crear las mejores condiciones para que los más aptos consigan los puestos sociales relevantes. No hace falta invocar a la igualdad para ser meritocrático.
Además, la meritocracia no encarna por sí misma un ideal de justicia si no aceptamos al mismo tiempo que los talentos naturales otorgan a sus propietarios un derecho a conseguir un determinado resultado social, algo que es filosóficamente discutible y que no casa bien con los propósitos de una sociedad comprometida con el valor de la igualdad. A todo esto hay que añadir, por una parte, que la meritocracia no se ha hecho realidad en ningún lugar del mundo, ni siquiera en los países más aparentemente meritocráticos, como los Estados Unidos o Gran Bretaña; y, por otra, que el mérito no está libre de valores tanto en su definición como en su identificación, valores que a menudo acaban coincidiendo con las ideologías dominantes de la sociedad, lo que separa a la meritocracia todavía más, si cabe, del objetivo de reducir la desigualdad social.
Meritocracia al margen, la otra gran concepción de la igualdad de oportunidades, la emancipadora, queda recogida en la prohibición de discriminación y sobre todo en lo que se conoce como la nivelación del terreno de juego de la competición social. Si todos los aspirantes parten de la misma línea de salida, con independencia de su sexo, color de piel, origen social y otras características moralmente irrelevantes, siguiendo la imagen olímpica que todos tenemos de una competición atlética, entonces podremos decir que efectivamente la competición es justa, y las desigualdades que crea también. El problema es que la nivelación del terreno de juego es imposible, sobre todo por la presencia de la familia, la principal fuente de desigualdad social, de modo que las políticas de igualdad de oportunidades educativas son insuficientes para compensar la enorme influencia de la desigual socialización familiar.
Esto enreda a la igualdad de oportunidades en un dilema sin solución. Si no queremos que el destino social de los individuos dependa de una inicial desigualdad de circunstancias, pero tampoco deseamos separar a los hijos de sus familias desde la más tierna infancia, donde ya se producen los primeros y definitivos factores de la desigualdad, tenemos entonces que sacrificar el principio del mérito en el acceso a las posiciones sociales. Puesto que la desigual influencia familiar determina el desarrollo de las capacidades de los competidores sociales, y puesto que esa influencia es contraria a la nivelación del terreno de juego, no hay más remedio que ignorar tales capacidades en el acceso a los empleos, la educación superior o cualquier otra posición social relevante. Es decir, si queremos impedir que la competición social sea injusta, tenemos que dejar de ser meritocráticos, algo que, a todas luces, es contrario a los beneficios de la meritocracia en aquellos ámbitos sociales en que buscamos la excelencia, así como un contrasentido para la concepción de la igualdad de oportunidades que busca armonizar igualdad y meritocracia.
Y lo que es peor: a medida que la igualdad de oportunidades se aleja de la meritocracia, se aproxima peligrosamente a la igualdad de resultados. Un ejemplo lo ilustra con claridad. Imaginemos a una empresa anclada en valores tradicionales, acostumbrada a seleccionar a sus directivos únicamente entre hombres de clase social media y alta. Un equipo asesor con vocación progresista recomienda a los propietarios de la empresa que se adapten a los nuevos tiempos aplicando una moderna política de contratación basada en la igualdad de oportunidades. La empresa, dispuesta a renovar sus viejos valores, acepta de buen grado la recomendación.
En un primer momento, se decide que también las mujeres y, en general, cualquier candidato -incluso los que provienen de clases sociales más bajas- que demuestre que, además de aptitud, posee la imagen de empresa adecuada, podrá acceder a los puestos de dirección. Los asesores están contentos con dicha medida, pero advierten de que todavía hay que dar más pasos para lograr la igualdad de oportunidades.
En un segundo momento, se permite que cualquier aspirante que demuestre el talento necesario para realizar eficazmente el trabajo, independientemente de su imagen personal (su aspecto y su acento), pueda ocupar los puestos de mayor responsabilidad. Aun así, resulta que muchos de los candidatos potenciales no pueden mostrar su verdadero talento debido a que no han tenido la posibilidad de acceder a una formación previa de calidad por diversas razones, entre ellas la falta de oportunidades sociales y educativas. La empresa, entonces, comprometida de lleno con la nueva política de igualdad de oportunidades, decide ofrecer unos cursillos previos de preparación para todo el que desee realizarlos con el fin de que el día de la selección nadie pueda decir que no ha disfrutado de las mismas oportunidades formativas para demostrar su verdadero talento.
No obstante, los promotores de la nueva política recuerdan que no se alcanza una verdadera igualdad de oportunidades hasta que no se igualan o se compensan convenientemente las diferencias genéticas o naturales de los candidatos, ya que tales desigualdades son tan arbitrarias desde un punto de vista moral como las desigualdades sociales. Si nadie merece nacer con Síndrome de Down, tampoco merece nacer con una inteligencia o una salud mayor que los demás. Eso incluye buena parte de las diferencias en el esfuerzo y el trabajo duro de los aspirantes para conseguir el trabajo, ya que dicho esfuerzo depende de algún modo de aspectos biológicos como, por ejemplo, la predisposición natural a una mayor o menor segregación de adrenalina.
En definitiva, la auténtica igualdad de oportunidades, aquella que desea borrar cualquier obstáculo inmerecido de la competición social, acaba exigiendo que se abran las puertas a todos los candidatos sin excepción, independientemente de sus diferencias sociales y naturales, lo que sin duda resulta claramente contradictorio con la idea inicial de seleccionar a los mejores aspirantes o a los más aptos. La igualdad de oportunidades se ha convertido, de esa guisa, en igualdad de resultados, ya que resulta prácticamente imposible justificar cualquier diferencia moralmente legítima que desiguale las oportunidades de acceso entre los individuos. Si la concepción meritocrática produce enormes desigualdades y si la concepción emancipadora o bien resulta incompatible con la autonomía de la familia o bien se acaba confundiendo con la igualdad de resultados, no se puede sino certificar el fiasco de la igualdad liberal de oportunidades. (…)
En conclusión: la igualdad liberal de oportunidades es un ideal fracasado. En su sentido meritocrático, permite más desigualdades de las que en realidad quiere eliminar. El sueño americano del hombre que se hace a sí mismo o la promesa napoleónica de que todos pueden alcanzar la elite social no representan un compromiso con la igualdad, sino con la jerarquía, sólo que ahora se sustituye el inmovilismo social por la ley del más apto. Y, en su versión emancipadora, la igualdad de oportunidades es víctima de una contradicción insuperable: cuanto más se compromete con la nivelación del terreno de juego, más se confunde con la igualdad de resultados.
Llegados a este punto, lo mejor sería llamar a las cosas por su verdadero nombre. No deseamos igualdad de oportunidades si lo que ambicionamos es meritocracia. Y cuando imploramos igualdad de oportunidades como nivelación del terreno de juego, lo que en realidad buscamos es igualdad de resultados. Ahora bien, existe una igualdad de resultados moralmente atractiva que no tiene nada que ver con la igualdad de renta o con que todo el mundo vaya a la universidad. Esto último sería volver al igualitarismo ciego y uniformador del lecho de Procrustes, además de ignorar los indudables beneficios sociales de la eficiencia en el trabajo y en el ejercicio de las profesiones.
La igualdad de resultados que buscamos, en cambio, debe aplicarse a aquellos resultados sociales cuya desigualdad es, en sí misma, la prueba de que no ha habido oportunidades equitativas. Si no existe paridad de sexos en el ejercicio del poder, si la desigualdad de salud y de esperanza de vida se explica fundamentalmente por razones socioeconómicas, si los jóvenes no alcanzan el máximo nivel formativo adecuado a sus capacidades, si persiste el fracaso escolar, si la pobreza y las víctimas de la violencia tienen mayoritariamente nombre de mujer, si los discapacitados no alcanzan parecidas cotas de bienestar material y social que el resto de la población, si no se producen resultados iguales en esos ámbitos sociales y otros similares, la igualdad de oportunidades es, y seguirá siendo, un sueño.”
Notas:
Extracto de la “Introducción” en A. Puyol, El sueño de la igualdad de oportunidades. Crítica de la ideología meritocrática, Barcelona: Gedisa, 2010.
El mérito es un concepto parásito
02/05/2023
Rosa Almansa
Profesora de Historia Contemporánea en la Universidad de Córdoba y miembro de la asociación Aletheia (https://www.asociacionaletheia.eu/)
¿Quién no recuerda los magníficos bajorrelieves asirios de escenas de caza que alberga el Museo Británico? Muestran con elocuencia las grandes habilidades cinegéticas —tan vinculadas a las guerreras— de su temible nobleza. El arte refleja como pocos espejos los considerados méritos propios de las clases dominantes que por la historia han transitado. Pero, oh paradoja, estas cualidades supuestamente superiores y excepcionales han variado con el tiempo. Es cierto que el prestigio de algunas actividades se ha mantenido durante siglos —las militares son un buen ejemplo de ello—, pero a la postre las mutaciones se han ido imponiendo. El mayor de los contrastes lo encontramos con la contemporaneidad.
Si a lo largo de centurias perseguir el propio interés se contempló como algo vergonzante, hoy el “talento” —invocado a todas horas— se relaciona casi indefectiblemente con la capacidad de hacer negocio; y si en el pasado había aún cosas sobre las que ni se concebía obtener un rédito, Benjamin Franklin, contemplado por Sombart como una figura prototípica del burgués del XVIII, anotaría en sus papeles que “Ni siquiera en el jardín deben cultivarse flores de las que no pueda obtenerse ningún beneficio material (…). La belleza del jardín del Edén llevó a la perdición a Adán y a todos nosotros”. A esta actitud la denominamos hoy “emprendimiento” y se erige, con pocas dudas, en la cualidad estrella de todo aquel o aquella que haya ingresado en la nómina de los “triunfadores”.
¿Por qué decimos todo esto? Sencillamente porque el de mérito es un concepto históricamente condicionado: sus contenidos cambian con el tiempo; es decir, son relativos. Y a través de sucesivas agitaciones sociales y procesos revolucionarios, hemos podido llegar a comprender que las dotes que esgrimían unos pocos como exclusivas son accesibles a los y las integrantes de las capas sociales hasta entonces despreciadas. Es, pues, cuestión de ejercicio, de entrenamiento, de acceso a ciertos saberes, incluyendo el de las propias capacidades. En definitiva, el mérito se ha revelado una y otra vez como el principal mecanismo de legitimación de una posición superior en una jerarquía clasista. Resulta muy probable, por tanto, que a categorías como ‘esfuerzo individual’, ‘competencia’ o ‘iniciativa’ les pase lo mismo: que en el futuro sean vistas como las formas preferentes de representación clasista de las sociedades liberales y democráticas.
A este argumento (pocas veces blandido) es muy fácil que pueda oponérsele otro (que sí se repite hasta la saciedad): que las sociedades que pretenden fundamentarse en el mérito individual son superiores (o sea, más justas y eficientes) a aquellas basadas en el mérito heredado, esto es, en el linaje o la clase. Pero esta idea escamotea que el llamado “mérito individual” es una concepción social (que como tal nos conforma, en el doble sentido de la palabra) y por supuesto de clase: ¿qué si no significa el atributo de “estar hecho (o hecha) a sí mismo/a” al que apelan todos los obtienen el tan anhelado éxito social? En este debate que mantenemos aquí se ha llegado a sostener incluso que el mérito (individual), aunque en buena medida heredado (en tanto que debe mucho al patrimonio material e inmaterial de la familia y entorno social propio), es siempre mejor que el privilegio heredado. Como si el mérito “individual heredado” no fuera una contradicción en sus propios términos, y como si además no fuese un privilegio (o no se convierta en tal aunque no se “herede”).
Lo que no puede negarse es que en nuestras sociedades el mérito se ha democratizado como nunca. Formalmente (o sea, sin que ningún principio o norma establecida pueda impedirlo a priori), todo el mundo puede aspirar a acumular méritos. Esto, como también se ha dicho en este espacio de debate, se considera un principio de justicia; pero el mero hecho de extender un derecho no significa que este sea justo. Como afirma Francisco Almansa en su Economía de la vida: en el “clasismo democrático” lo que se hace universal es “el derecho a utilizar el trabajo ajeno para el lucro personal (…). O sea: todos somos iguales ante la ley si decidimos la aventura de hacernos ‘emprendedores’.” Este derecho responde a una determinada forma de especialización social, la capitalista, e implica la aspiración común a un estilo de vida que es, por definición, no generalizable. Y no solo porque sería insostenible materialmente, dado que está fundamentado en el derroche, sino porque está concebido, precisamente, para distinguirse o diferenciarse frente a los otros: los fracasados, los carentes de méritos suficientes.
Así pues, la cuestión crucial radica en si esto puede ser o no de otro modo, ya que los seres humanos, en tanto que supuestamente carentes de una identidad común que nos configure como tales (como fehacientemente sostiene toda la tradición posmoderna), tomaríamos identidades relativas que irían modificándose con el tiempo. En otras palabras: la obtención de “méritos individuales” (aun cuando no puedan ser “puros”, pues parece inevitable que se “hereden” en buena medida) sería legítima, como también sería legítima la situación de “carecer” de ellos, puesto que para el ser humano no existiría una identidad o ser propio, sino que adquiriría identidades cambiantes según las circunstancias sociales y personales. Y como, según esta concepción, convertida ya casi en un a priori de toda consideración, el ser humano no es nada en sí mismo, resulta que puede convertirse, sin demasiado problema, en cualquier cosa. Justo como un instrumento y justo como lo necesita el capital: plenamente disponible.
El planteamiento contrario, combatido a muerte por “esencialista” (y por tanto postulado a menudo como indefectiblemente opresor), es que el ser humano posee una identidad (por ejemplo, la de realizarse en un trabajo con sentido) que va descubriendo históricamente. Esto es, los sucesivos y distintos límites históricos no nos habrían permitido desplegar por completo nuestra humanidad, que se hallaría, en consecuencia, reprimida. En el caso de que sea así, mujeres y hombres no tendríamos que ir “más allá” de nosotros y nosotras mismos, sino realizar la plenitud de lo que ya, de alguna manera, somos. Y en eso consistiría la libertad. Es justo lo que vemos en el actuar espontáneo de niñas y niños, que desde luego no requieren de estímulos o incentivos externos para dar de sí: imaginar, preguntar, descubrir, afanarse en sus juegos. Hasta que, con nuestro sistema de compensaciones y recompensas, les matamos su curiosidad intrínseca y los volvemos interesados. O desganados.
En efecto, si hay otro presupuesto clave del sistema meritocrático es una concepción determinada (pasmosamente pobre, por cierto) de lo humano: que necesitamos del incentivo para asumir el esfuerzo o la responsabilidad. Pero como todos aquellos prejuicios sólidamente arraigados, pasan por alto hechos clamorosos. Porque cualquier teoría que mínimamente se precie debe explicar también las “excepciones”. O sea, cómo es posible que personas que, precisamente, nos han mostrado nuevos caminos, e incluso han constituido pilares de lo que seguimos llamando humanidad, no solo no hayan requerido de tales incentivos, sino que, por el contrario, hayan trabajado con energías y tenacidad denodadas en las condiciones más difíciles, soportando sacrificios de todo tipo y, en muchas ocasiones, sin esperanzas de reconocimiento futuro. A veces incluso al precio de caer bajo el pesado manto del descrédito o la difamación. Los ejemplos son numerosos, por lo que nos limitaremos a citar algunos: Marie Curie, Maria Montessori, Karl Marx, las hermanas Brönte, Giambattista Vico, Rosa Luxemburgo, Buenaventura Durruti, Louis Auguste Blanqui… Por ello, como afirma el citado Francisco Almansa, “solo cuando la virtud es débil necesita estímulos; pero esto no es sino inmadurez. (…) Si a las máximas y más justas manifestaciones de poder de la vida se les da más de lo que necesitan para que puedan realizar sus potencialidades, se les acaba inexorablemente corrompiendo”.
De lo que se deduce que la categoría meritocrática es relativa a las clases dominantes, que la requieren indefectiblemente para afirmar su dominio —material e ideológico—; una noción que se ha hecho universal justamente porque con ella vuelve a cumplirse aquel acertado principio de que “la ideología dominante es la de la clase dominante”. Los nuevos “méritos” nacen casi siempre de la mano de un grupo de poder emergente, y el mérito en su versión individualista contemporánea es obra de la burguesía enriquecida que, frente al obstáculo del privilegio de sangre, aspiraba a ver su poder económico también reconocido en términos políticos y de puestos en la administración.
Resulta lamentable que la que podemos llamar izquierda del sistema continúe apelando al liberal Rawls y su principio de “justicia como equidad”, en torno al cual el autor estadounidense se preguntaba: “¿Es posible que personas libres e iguales no consideren un infortunio (y menos aún una injusticia) que algunos estén por naturaleza mejor dotados que otros?” Pregunta de la que deduce su “principio de diferencia”, a saber: “Son justas todas aquellas desigualdades que permitan maximizar la posición social y económica de los menos aventajados”. Para Rawls (como para otros muchos, por desgracia) los seres más dotados no son aquellos que pueden dar más necesitando menos recursos que los demás, sino, por el contrario, los que exigen tomar mucho para poder dar algo (y cuanto más valorado esté ese “algo”, menos dan). Según la lógica anterior, un cuerpo sano estaría menos dotado que uno enfermo, por ejemplo. Pero es que, además, siguiendo el mencionado principio de diferencia rawlsiano, un rango de desigualdad de 10/8 sería menos justo que uno de 15/10, ya que, en el segundo caso, el “menos dotado” habría mejorado su situación en términos absolutos.
Todavía cabe hacer más objeciones al encumbradísimo Rawls. Según él (como para Friedman), a aquellos supuestamente más dotados debe recompensárseles por ese mismo hecho. Como si no fuera suficiente fortuna (casi siempre obtenida sin proponérselo) tener (supuestamente) más inteligencia, belleza, habilidad, salud, voluntad o iniciativa que otros. O tener trabajos más creativos y estimulantes, que a su vez permiten mejorar las propias cualidades. Eso sin contar con que muchos patrimonios y reputaciones se construyen y acumulan por obra y gracia del mercado, de la relación entre oferta y demanda en un momento dado, esto es, también por azar. De esta forma, resulta que antes, cuando escaseaban, un ingeniero o ingeniera tenía mucho más mérito que hoy, cuando numerosos de ellos y ellas tienen que trabajar de camareros o recepcionistas. A lo que hay que añadir que el límite de satisfacción de los “más dotados” es puramente subjetivo (normalmente tiende a infinito). ¿Qué ocurre si en lugar de la relación 15/10 de antes esta es de 1000/12, como se hace frecuente apreciar? Es realmente sorprendente contemplar cómo crecen algunos “méritos”.
La voluntad, el esfuerzo, son virtudes relativas a un tipo o especialización humana determinada, como también se ha subrayado en este medio al recordar la famosa obra de Max Weber, por ejemplo. Especializaciones humanas que son producto, a su vez, de sociedades particulares, esto es, de clase, puesto que impiden el desarrollo de una vocación humana universal (tendencia a la universalidad que, sin embargo, se entrevé ya con la contemporaneidad en la defensa de unos derechos humanos universales, cosa impensable en el pasado). Así, la voluntad, tantas veces invocada, ha llegado a convertirse en una especie de principio religioso (en el sentido desfavorable de la palabra) de bien y mal por el cual se salva y se condena conforme a un sistema de representación humana, que se encuentra a su vez en función de un proyecto colectivo: el del mantenimiento del orden jerárquico existente. Muchas veces interesadamente, se olvida que la voluntad también se educa, se alimenta, crece vigorosa o raquítica según la riqueza afectiva, cultural o de proyectos personales y colectivos en la que nazca y se desarrolle un ser humano. Ni que decir tiene que esto, asimismo, guarda una estrecha relación con el medio o estrato social de referencia.
Ante situaciones que coartan más o menos las posibilidades humanas que nos son propias, apelar al “ascensor social”, que nos permitiría subir o bajar en esa escala de “oportunidades”, resulta sencillamente vergonzoso. Son semejantes formas colectivas de sentir y (des)valorizarnos las que deberían hacer descollar una pregunta muy clara: ¿cómo es posible que sintamos tan poco la solidaridad fraternal? Cuando verdaderamente nos percibimos unidos/as, embarcados en un destino común, aunque nuestros quehaceres sean diferentes, resultan insultantes tales gradaciones de valor, así como que se nos impela permanentemente a competir. Un ejemplo sencillo es la familia, al menos mientras vive unida. Tanto en las pudientes como en las que no lo son, no suele consentirse que uno o varios de sus componentes se alimenten peor, o que pasen más frío o calor que los demás. Muchas veces se tiene una paciencia y prodigalidad con los “descarriados” inconcebibles a otros niveles. El supuesto mérito no cuenta en estos casos: todos son iguales en lo esencial, sencillamente porque hay amor. ¿Por qué es entonces tan difícil experimentarnos como una gran familia humana? ¿Es la nuestra, en consecuencia, una sociabilidad sana, cuando se encuentra carente de empatía y sobrada de extrañamiento y desconfianza?
Por otra parte, apelar a medidas y políticas públicas que compensen a aquellos/as que no llegan, que no merecen lo que otros, es, como poco, una actitud paternalista, muy propia, por cierto, de quienes tienen de sobra. Y, por supuesto, humilla. ¿Quiénes somos para disponer con qué nivel es preceptivo que vivan otros, cuánto tienen derecho a percibir, cuando nosotros/as vamos a vivir con más? En cambio, no discutimos, para quien se esfuerza (¡!), el derecho a instalarse en un estilo de vida insostenible, que no es otro que el de las clases medias y altas, que nos disputamos —al estilo puramente burgués— como un bien escaso.
Hace ya mucho tiempo que sabemos (aunque nos cueste tanto trabajo reconocerlo) que somos felices cuando lo que hacemos tiene sentido. Cuando lo logramos, no necesitamos que se nos recompense por ello, y vivimos con perfecta naturalidad con lo que verdaderamente nos es preciso, que no es mucho. Además, la existencia sin estar permanentemente comparándonos con otros es un completo alivio, y nunca como ahora hemos tenido tanta ansiedad, justo en nuestra encomiada sociedad meritocrática. Por ello, en la medida en que reprime nuestra genuina humanidad, podemos afirmar que el mérito es un concepto parásito.
Meritocracia contra la casta señorial
27/04/2023
Xavier Martínez-Celorrio
Profesor de Sociología en la Universidad de Barcelona y autor de Educación y movilidad social en España (2012) / @xaviermcelorrio
La meritocracia es un concepto polémico y anfibio de largo recorrido histórico variando mucho sus significados y apropiaciones en cada momento. Al margen de los antecedentes de la meritocracia como método de selección de altos funcionarios en las cortes europeas y en el mandarinato chino, su sentido moderno nace en 1792 en plena Revolución Francesa cuando el Marqués de Condorcet se dirigió a la Asamblea con estas palabras: “Hemos creído que el poder público debía decir a los ciudadanos pobres: la fortuna de vuestro padres solo os ha podido ofrecer los conocimientos más indispensables pero se os aseguran medios fáciles para conservarlos y ampliarlos (vía instrucción pública universal). Si la naturaleza os ha dado talento podréis desarrollarlo y ni vosotros ni la patria lo perderá”. En el ideal ilustrado, la igualdad de derechos se acompañaba de igualdad efectiva para conocerlos y, por tanto, de acceso a la educación pública a fin de desarrollarse como ciudadanos libres en un mundo abierto y sin privilegios estamentales ni castas señoriales hereditarias. Era todavía una utopía.
Las burguesías liberales durante todo el siglo XIX defendieron la dignidad de su riqueza obtenida en la industria y el comercio ante la aristocracia terrateniente y rentista que la despreciaba. De ahí el ataque liberal al patronazgo, al nepotismo y la compra de cargos tan propios del Antiguo Régimen. Contra el cierre social estamental, el liberalismo burgués defendía el reclutamiento en base a la valía, la instrucción pública de masas y las ciencias y los oficios como canales de emancipación, de riqueza y de desarrollo económico. Sin embargo, la lucha de clases de las burguesías liberales contra las oligarquías extractivas de la vieja Europa fue muy dispar entre países y variable en función de la religión y de la fe religiosa obsesiva de sus élites.
En España, donde la Iglesia era el primer terrateniente, se aplicaron los estatutos de limpieza de sangre y de oficios durante cuatro siglos, desde 1449 hasta 1870 cuando este criterio de cierre social se derogó en la admisión a cargos de profesor y funcionario. Hablamos de cuatro siglos de un rígido sistema de castas y segregación étnica y clasista que fue más allá de la expulsión de judíos, moriscos, conversos y heterodoxos ante la firme Inquisición. Fue un sistema que impregnó toda la sociedad del ideal nobiliario y la hidalguía como rango superior y ajeno a la “impureza” del trabajo que hacían los comerciantes, banqueros, agremiados y oficios viles, también muy estratificados por rango y sin poder casarse entre sí. La pervivencia del sistema de castas por limpieza de sangre y oficios explica el retraso de la industrialización española, el débil ascenso de burguesías y artesanos emprendedores y el desinterés histórico de las élites españolas por la ciencia, la tecnología, los oficios aplicados y por la educación pública que los debía promover mediante impuestos.
Ese sedimento histórico tan adscriptivo y clasista es toda una path-dependence que hoy sigue condicionando cómo son y piensan buena parte de las élites españolas, su ethos extractivo y sus prejuicios contra la pobreza, la igualdad de oportunidades, la inversión en educación y ciencia y su poca predisposición a la justicia fiscal y redistributiva. Sin duda, son prejuicios que enmascaran hablando mucho de la “cultura del esfuerzo” como hit goebbelsiano, pero nuestra derecha conservadora y su grupo de intereses no siente como propia la educación pública ni tampoco destaca por preocuparse de la pobreza infantil cuando es un lastre de origen que reduce oportunidades y desnivela el campo de juego. Tampoco acostumbra a publicar o inspirar informes objetivos sobre la dinámica de las desigualdades, sobre la igualdad de acceso al alto funcionariado o sobre la segregación escolar y su impacto en el ascensor social. Más bien ridiculizan los datos y dicen que ellos no ven pobres por las calles, aunque parece haberlos cuando se alarman por el exceso de “paguitas” y de subvenciones asistenciales.
Por tanto, para hablar de meritocracia en España hay que partir y tener en cuenta tanto el peso histórico del cierre estamental por limpieza de sangre que es antagónico al ideal liberal meritocrático como el cinismo de las élites al retirar la escalera para que no promocionen los de abajo. A diferencia de otros países con mayor consenso en torno a la igualdad de oportunidades y la inversión en educación pública, en España la derecha defiende un discurso muy moralizador de “meritocracia punitiva” contra las clases sociales más bajas. Algo que es contradictorio y antagónico con la premisa de la equidad y la igualdad abierta de oportunidades. La meritocracia punitiva de la derecha española se expresa cuando defienden la «cultura del esfuerzo» negando las desigualdades de partida y recortando la compensación educativa vía gasto, cuando endurecen la selectividad y los requisitos para titular en educación básica, cuando reducen la oferta pública y degradan su calidad o cuando exigen una nota más alta a los becarios para que se “merezcan” la ayuda pública que también es recortada.
Sin embargo, la derecha española riega de exenciones fiscales a las clases medias por consumir educación privada, liberaliza las universidades privadas y concede becas a los hijos de las rentas más altas. Es decir, altera las condiciones del campo de juego en el que compiten los individuos, refuerzan los privilegios adscriptivos (de cuna) y sobre-estratifican la desigualdad desde una política de clase que es hostil y contraria a la igualdad de oportunidades. Sin estas premisas igualitaristas e igualadoras del campo previo de juego, la meritocracia es un significante vacío, un espectro o una fantasmada solo creíble para ilusos y abducidos por el frame neoliberal.
En líneas generales, la derecha española solo habla de meritocracia para apropiarse de la clase media aspiracional y para disciplinar a las clases bajas en un discurso moralizante de trabajo duro, esfuerzo, aspiraciones y auto-superación. Un equipo de baloncesto valenciano lleva publicidad en sus camisetas de la «cultura del esfuerzo» pagada por su millonario propietario desde 2011 y renunciando a los ingresos publicitarios. Es decir, hace pedagogía popular para inocular el esfuerzo individual como gran receta de salvación ante un mundo competitivo y darwinista. Lucha para ganar, respeta la libre empresa y conviértete en empresario de ti mismo sin ayudas del Estado ni necesitarlo porque aquí nadie ayuda a nadie y no hay clases sociales sino fracasados y ganadores por su propio empeño. En fin, esta cosmovisión y catecismo libertariano de virtudes no deja de ser un relato de poder y de control social moralizante que lanza la derecha y sus medios. Otra cosa es hacerles caso y creérselo como se cree el terraplanismo.
No deja de ser el mismo discurso disciplinario y punitivo del pensamiento reaccionario y clerical, tan característico del Antiguo Régimen hispano con su cruzada depurativa de las “almas” de las clases populares para que acepten el orden sagrado y la conformidad social con su sitio en el mundo. Antes, utilizaban la Iglesia como aparato ideológico de adoctrinamiento y dominación. Ahora, utilizan la meritocracia y su galaxia mediática de aliados para transfigurarla con una paradójica torpeza y pereza intelectual. Porque la derecha española no se detiene a armar un discurso fuerte de meritocracia, le basta con hacer declaraciones televisivas y artículos de prensa de sus tertulianos sin ninguna base intelectual y empírica solvente. Solo discurso oral y mucha pereza intelectual.
Por eso resulta extraño que sean ciertos sectores de la izquierda y del campo de la ciencia política o la filosofía política quienes hayan entrado al trapo o al frame de la meritocracia como tema de debate en España. Los sociólogos, en cambio, hace décadas que esquivamos la trampa de la meritocracia colocándola en su sitio, como una ideología funcionalista nacida para legitimar la modernidad industrial en los años 60 del pasado siglo y diluir la lucha de clases y el conflicto distributivo ante su gran contrincante de entonces, representado por el marxismo y la izquierda sindical y política.
Se ha traído a España un debate sobre la meritocracia que es más americano que europeo y que, además flota como una leyenda urbana que ignora por completo el conocimiento sociológico acumulado sobre estratificación social en los últimos 60 años. Hay cierto adanismo generacional cuando ciertos filósofos y politólogos confunden la meritocracia con la movilidad social o cuando descubren afectados que la movilidad social implica también reproducción y cierres de clase, que la justicia meritocrática es parcial y restringida a ciertos campos profesionales, que las élites meritocráticas instauran nuevos cierres de paso que son hereditarios, que a igualdad de titulaciones prevalece la dominancia de origen, que la sobrecualificación afecta más a los hijos de obreros (mucho más en España) o que el ascenso educativo en relación a tus padres no siempre se traduce en ascenso social según la paradoja de Anderson formulada en 1961. Es lo que pasa cuando has crecido sin leer sociología ni a Parkin y ni a Goldthorpe en el instituto de secundaria donde reina y no falta la Filosofía, aunque aprender sociología ahorraría mucha frustración entre los jóvenes que despiertan del sueño meritocrático en el que se han socializado de forma tan acrítica.
Cuando el exceso sistémico neoliberal privatiza la educación y la hace cara, inaccesible y segregadora, favorece el mayor poder social de mercado de las clases altas y medias profesionales. Es entonces cuando la meritocracia se convierte en los padres y los “nepo-babies” en privilegiados triunfadores por enchufe. Algo que ya formuló Philip Brown en 1990 al teorizar la «parentocracia» y que Ullrich Beck en 1986 ya enmarcaba como refeudalización, un patrón de estratificación social que no ha hecho sino radicalizarse hasta hoy. Véase el explosivo aumento de la desigualdad que demuestra Piketty y el refuerzo de la herencia y el cierre social que llamamos periodísticamente como “avería del ascensor social” para hacer menos daño. En la indolora sociedad de hoy, se mantiene el mito de la meritocracia como un calmante haciendo creer a la gente que su bienestar depende más de su esfuerzo que del capricho del mercado o de las estructuras de desigualdad. En cierto modo es una infantilización disuasiva para no politizar la creciente desigualdad e injusticia social y ecológica de un capitalismo desbocado.
Hay que saber separar el grano de la paja. No creerte la meritocracia es señal de madurez y sano escepticismo, pero abominar de la igualdad de oportunidades desde un izquierdismo dogmático en lugar de exigirla y desarrollarla a través de políticas avanzadas y gasto público es un derrotismo inaceptable y una postura muy elitista y exquisita. De hecho, el adanismo de hoy olvida que los ideólogos de la meritocracia nunca prometieron abolir la herencia de la riqueza. Y esto hay que subrayarlo en negrita. Meritocracia y riqueza heredada son compatibles para la teoría de la modernización funcionalista de los años 50 y también para el pacto keynesiano entre capital y trabajo que construyó el Estado del Bienestar en los 30 gloriosos años de las democracias occidentales (1945-1975). Cabría matizar que el trilema que funcionó durante la modernidad industrial fue “meritocracia, riqueza heredada y reparto de la riqueza”. Todo un marco de estabilización y cohesión social que elevó los niveles de bienestar, extendió la educación pública y equitativa y multiplicó el ascensor social hacia empleos de clase media en los servicios públicos de bienestar y en la industria en expansión. Cuando el exceso neoliberal elimina el reparto de la riqueza del trilema, supone vaciar de sentido el ideal meritocrático y mutarlo en parentocracia hereditaria de la nueva casta señorial a riesgo de que los jóvenes despierten de su Matrix artificial (como está pasando) y entablen una lucha de clases a través de pantallas, memes y twitter.
España llegó 20 años más tarde al boom del ascensor social que los países occidentales vivieron en la década de los 70 del pasado siglo. En 1973, la herencia y el cierre de clase entre la clase obrera (hijos que serían obreros como sus padres) era del 79%, algo mejor que el 88% registrado en 1935, pero todavía muy elevado, siendo grosero hablar de meritocracia española por entonces. Entre 1985-2006, la rigidez clasista del sistema de estratificación (fuerza con que el origen social determina los destinos de los hijos) se redujo un 33% gracias a la expansión educativa y la democratización de títulos. Por ello, la reproducción y herencia de clase obrera bajó en 2006 hasta el 52% pero, aun así, resulta una tasa elevada como para definir como meritocrática la sociedad española.
Persiste un viscoso cierre social tanto por arriba (clases directivas y profesionales) como por abajo (clase manual poco cualificada) más acusado que la media europea. La movilidad social en España se juega en la buffer-zone de las clases medias con trayectos cortos de ascenso y descenso social. Pero lo peor es que la matriz del modelo productivo español evoluciona de forma muy lenta y crea menos empleos profesionales y de buen salario: 19% frente al 30-45% de países como Gran Bretaña, Alemania o Suecia. Por tanto, nuestro mercado de trabajo es incapaz de generar tantas oportunidades de ascenso (more room at the top) como sus países vecinos. Ahí está la clave.
Aunque haya aumentado la igualdad de clase a la hora de lograr títulos superiores (es decir, hay mayor igualdad de resultados) respecto al pasado, también ha aumentado el cierre y la herencia social de las clases directiva y profesional que preservan sus ventajas para sus hijos. En especial, prestando su voto a una derecha que en España nunca defiende ni la educación pública, ni la igualdad de oportunidades ni la meritocracia ni el reparto de la riqueza. Por eso nos conviene eludir su engañoso “frame” y hablar más de cómo avanzar en justicia fiscal, cómo modernizar la cultura empresarial, cómo elevar salarios, cómo meritocratizar de verdad el acceso al alto funcionariado y cómo desarrollar políticas predistributivas y redistributivas eficaces a lo largo del ciclo vital de las personas. Más sociología, menos leyendas infantiles y más justicia social, igualdad de oportunidades y libertad positiva de una ciudadanía con más conciencia crítica a salvo de charlatanes, fakes y castas señoriales.
La meritocracia no existe
24/04/2023
Julen Bollain
Economista e investigador en renta básica
Antiguamente las desigualdades se fundamentaban en un discurso y en una ideología basada en clases sociales. ¿Consecuencia? Dependiendo de en qué clase social nacieras estabas condenado a ser rico o pobre, a depender de alguien para sobrevivir o poder vivir libremente. Sin embargo, este relato que sustentaba las desigualdades en las diferencias entre clases sociales se rompe a raíz de la Revolución Francesa (1789), cuando cae el Antiguo Régimen y se abre paso la Edad Contemporánea. Este nuevo régimen no permitía hacer “lo de siempre”, por lo que había que buscar nuevos discursos e ideologías que permitieran explicar las desigualdades existentes.
Finalmente, se impuso el discurso que explicaba la existencia de la desigualdad como una derivada de un proceso voluntariamente elegido donde todas las personas tenemos las mismas oportunidades de acceder al mercado y a la propiedad. Es decir, todas las personas tenemos las mismas posibilidades gracias a una supuesta igualdad de oportunidades y, por lo tanto, se establece un relato basado en la meritocracia.
De esta manera se dibuja una sociedad donde la jerarquía entre las personas vendrá determinada según los méritos de cada una y no según la clase social a la que se pertenezca como pasaba en el Antiguo Régimen. Si te esfuerzas, llegaras lejos. Pero, ¿realmente todas las personas tenemos las mismas oportunidades? ¿Es valida la meritocracia en nuestro sistema o hay otros factores que explican la existencia de una creciente desigualdad?
Derribando los mitos de la meritocracia
Los datos muestran que desde los años 1980 las desigualdades sociales han incrementado significativamente y que existe una gran diferencia entre los idealizados discursos meritocráticos y la realidad que tiene que afrontar una cada vez más empobrecida mayoría social. Podemos apreciar este hecho a través de un pequeño análisis de lo ocurrido en Estado Unidos desde la segunda Guerra Mundial.
Desde 1946 y 1980 se vivió en Estados Unidos un crecimiento económico alto, equitativo y, sobre todo, compartido, donde la renta nacional media estadounidense se incrementaba un 2% por persona adulta. Una de las tasas de crecimiento más altas registradas a lo largo de una generación completa. Solamente el 1% de las rentas más altas no crecían al 2%, sino que lo hacían más despacio que la economía en general. A partir de 1981, tras la llegada de Reagan a la presidencia, las tornas cambian. Desde las dos reformas fiscales que éste llevara a cabo entre 1981 y 1986, la renta nacional por adulto crece un 1,4% desde 1980 y tan solo un 0,8% anual desde comienzos del siglo XXI. Pero, lo que es aún más importante, la mayoría de los grupos sociales ni siquiera se han acercado a la tasa de crecimiento promedio del 1,4%.
Solamente el 10% más rico tiene un crecimiento mínimo del 1,4%. Así, desde 1980 los ingresos del 0,1% de los estadounidenses más ricos han crecido un 320%, los del 0,01% más rico un 430% y, los del 0,001% –es decir, los 2.300 estadounidenses más ricos– más del 600%. Pero, durante esas mismas cuatro décadas, los ingresos de la clase trabajadora –la mitad de la población– solo ha tenido, en promedio, un crecimiento anual del 0,1%. Y habrá quien diga que esos 2.300 estadounidenses más ricos se han esforzado 6.000 veces más que el 50% más pobre de la población. Sin embargo, no parece sensato pensar que haya sido así.
Es más, resultaría más lógico pensar que actualmente el mérito y el esfuerzo son cada vez variables más débiles a la hora de describir la situación económica en la que se encuentra cada persona. Mucha gente dirá que es la financiarización de la economía, a través de la alteración de la composición de la economía mundial, una de las razones que impide que una persona sea rica a través del trabajo remunerado. Y seguramente estén en lo cierto.
Pero hay otra razón que, en mi opinión, tiene mayor afectación todavía: la concentración extrema de la riqueza y su traspase hereditario. Vivimos en un mundo en el que el 10% más rico de la población mundial posee el 76% de la riqueza. El 50% más pobre, por su parte, tan solo el 2%. La situación española, donde el 73% de la desigual distribución de la riqueza deriva de las herencias, no dista mucho de la realidad mundial: el 1% más rico concentra el 24,4% del total de la riqueza y el 10% más rico tiene más riqueza –el 55%– que el resto de la población. El 50% más pobre, por su parte, se tiene que repartir 7 de cada 100 euros –7%–.
“Si naces en una familia rica, morirás rico. Si naces en una familia pobre, morirás pobre”
Es una frase hecha, pero ¿dista mucho de la realidad? Lamentablemente, no. En España, el 80% de los niños y las niñas que nacen en familias pobres, mueren pobres. Además, se necesitan 120 años -cuatro generaciones- para que una familia del 10% más pobre alcance ingresos medios. Es interesante observar, por otro lado, cómo según la revista Forbes, 74 de las 100 personas más ricas españolas lo son por haber heredado. ¿Se han esforzado? Seguramente algunas sí lo habrán hecho. Pero, independientemente de su esfuerzo o mérito, hay una realidad incontestable: son ricas por haber heredado. Es decir, actualmente, nacer en una familia o en otra, algo que no es que no sea meritorio, es que ni siquiera está en nuestras manos, condiciona nuestras vidas.
El ascensor social español lleva mucho tiempo estropeado y tan solo se hacen labores mínimas de mantenimiento. Parches. Tiritas que no sirven para parchear una herida que, poco a poco, nos va desangrando. Mientras, el discurso meritocrático sigue su camino sembrando odio, juicio y rechazo hacia el pobre. Estigmatizando y culpabilizando a las personas por su situación socioeconómica, en parte, porque en el imaginario colectivo se ha asentado la creencia de que salir de la pobreza no solo es posible, sino que además es digno de elogio. El modelo meritocrático no es sino la excusa necesaria que permite legitimar la desigualdad que se da en nuestra sociedad por parte de quienes dan forma a las reglas económicas, sociales y políticas que estructuran la totalidad del sistema y que han sido beneficiadas por este injusto sistema económico.
Objetivo: avanzar en igualdad
La realidad es que vivimos en una sociedad cada vez más polarizada, donde para mantener cierta paz social es imprescindible reducir las crecientes desigualdades –consecuencia directa del fracaso del sistema político– y avanzar en igualdad. Una igualdad que, como bien dejó escrito Jean-Jacques Rousseau, “no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino en que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que nadie sea tan pobre como para verse forzado a venderse”.
Hay dos medidas imprescindibles para que nuestra sociedad dé pasos en esa dirección. En primer lugar, y para que toda persona tenga la existencia material garantizada y no sea lo suficientemente pobre como para tener que venderse –o aceptar un empleo en condiciones indignas o aguantar una relación tóxica por la dependencia económica, por ejemplo–, apostar por una renta básica sería la forma más eficaz y eficiente. Y, en segundo lugar, y con el objetivo de que nadie tenga el poder suficiente para poder comprar a otra persona –o voluntades políticas, por ejemplo–, la implantación de una renta máxima. Así y sólo así impediremos una acumulación de riqueza tan grande que permita atentar contra lo común y, por consiguiente, contra la democracia, a la vez que sentamos las bases para que toda persona tenga lo mínimo para poder elegir su camino en la vida.
La importancia del territorio para comprender la meritocracia
20/04/2023
José Ariza de la Cruz
Doctorando en Sociología urbana por la UCM
Es habitual que se ponga en cuestión la meritocracia desde el enfoque familiar. Dado, que, cuanto más ricos sean tus padres, más probabilidades tienes de ser rico, es evidente que el esfuerzo exclusivamente no explica nuestra posición económica. También es habitual que se enfoque desde el punto de vista de las características sociales de la persona. El género o el lugar de nacimiento suponen importantes barreras para lograr una sociedad cuyas recompensas se basen solo en el mérito.
No obstante, hay otro elemento sobre el que no se habla tan a menudo: el territorio. Cómo el territorio socava la meritocracia. No solo entre países. No solo entre ciudades. También dentro de estas. Vivir en un barrio o en otro afecta a nuestras posibilidades de ascender socialmente, independientemente de la renta de nuestros padres o nuestras características sociales ¿Por qué sucede esto?
Empecemos con el concepto de segregación residencial. Esta implica que los diferentes grupos sociales viven distantes en la ciudad, de manera que viven en barrios homogéneos entre sí pero heterogéneos entre ellos. El concepto de ganancias de localización de Bourdieu es muy útil para comprender por qué sucede esto. Para él, estas ganancias se dividen en otras dos: de situación y de posición. La primera tiene que ver con cómo se reparten los bienes y servicios por el territorio, tales como equipamientos públicos, los parques o el tejido comercial. La segunda tiene que ver con el prestigio. El estatus que otorga vivir en una calle u otra.
El mercado de vivienda estructura la geografía social de la ciudad en base a las ganancias de localización a través del precio. De esta forma, las personas con mayor poder adquisitivo residen en aquellos lugares con mayores ventajas -aunque esto no siempre sucede así, ya que, por ejemplo, la vivienda pública es un elemento poderoso para lograr la justicia territorial-. En condiciones de mercado normal, que es lo que sucede en países como el nuestro, las diferencias de precio en las grandes ciudades contribuyen a segregarnos residencialmente, convirtiendo la distancia social en distancia física.
Sin embargo, en los últimos años ha surgido una nueva literatura que muestra las carencias del enfoque residencial para comprender la segregación. Los problemas que se le achacan a esta tienen que ver con la falta de interacción entre las distintas clases sociales. Por ejemplo, contribuye a reproducir la desigualdad ya que buena parte del empleo se consigue a través de contactos, por lo que la segregación implica el cierre social de este tipo de recursos. O su efecto negativo sobre la cohesión social, dado que el desconocimiento de otras realidades puede llevar a interpretarlas desde los prejuicios. Lo que sucede es que no todas las relaciones se dan en el entorno en el que se vive, por lo que una ciudad segregada residencialmente no tendría por qué estarlo relacionalmente.
Por este motivo se empezaron a desarrollar nuevas herramientas conceptuales y metodológicas para estudiarla. Uno de los mayores avances que se han hecho recientemente es el Social Capital Atlas, elaborado por Raj Chetty y su equipo a partir de una investigación plasmada en los artículos académicos Social capital I: measurement and associations with economic mobility y Social capital II: determinants of economic connectedness. En ellos se explora cómo son las amistades entre personas estadounidenses en función de su clase social y el papel que esto tiene para la movilidad social -se basan en amistades de Facebook utilizando numerosos controles para asegurar la validez de los resultados, como, por ejemplo, replicar la metodología solo para las diez personas con mayor número de interacciones-.
Sus conclusiones son claras. En EE. UU. solo 2 de cada 100 amistades del 10% más pobre está en el 10% más rico. En cambio, 34 de cada 100 amistades del 10% más rico está en el 10% más rico. Esto implica que la clase social tiene un papel muy importante a la hora de configurar las redes de amistades. Pero lo interesante es que esto varía en cada ciudad y aquí es donde se encuentra la clave de la investigación. Con una correlación del 0,65, cuanto mayor interacción entre personas de distinta renta, mayor es la movilidad social en los condados estadounidenses. En otras palabras, allá donde hay más mezcla social, mayor posibilidades tienen los hijos de hogares precarios de aumentar su posición económico respecto a la de sus padres.
Otro aspecto clave de la investigación es que da un paso más allá en la comprensión de la segregación. Distingue dos tipos de sesgos que dificultan la generación de amistades entre personas de diferente renta: de exposición y de amistad. El de exposición, que es donde se han centrado más habitualmente las Ciencias Sociales, tiene que ver con el hecho de que en un mismo espacio haya o no heterogeneidad social. Por ejemplo, si en una aula escolar hay o no alumnado de distinta posición económica. Lo mismo sirve para las universidades o los barrios -en este sesgo se basa la segregación escolar y la residencial-.
Pero también está el sesgo de amistad. Este nos habla de cómo, aun compartiendo espacio personas de distinta clase social, estas no tienen porque relacionarse entre ellas. Es decir, en un mismo aula escolar, es mucho más probable que las personas se hagan amigas de aquellas con las que comparten posición económica.
Los sesgos de exposición y de amistad explican cada uno aproximadamente la mitad de la carencia de amistad entre clases sociales distintas. Para acabar con la segregación relacional real, hay que tener en cuenta esta realidad. Por ejemplo, cuanto menos alumnado hay en un aula, más posibilidad hay que interactúen todos entre sí, y no formen grupos segregados económicamente.
A escala de ciudad, la oposición entre frontera y linde que proponen Sennett y Sendra es muy útil para hacer una política urbana que favorezca la mezcla social. La frontera es aquel borde donde el espacio termina, mientras el linde es en el que interactúan grupos diversos. La metáfora la toman de la ecología, desde donde se evidencia que los lindes son los espacios donde los organismos interactúan más entre sí, aquellos en los que hay una actividad biológica más intensa. Las orillas de los lagos, donde el agua toca con la tierra firme es un buen ejemplo de ellos. Trasladándolo a la ciudad, en muchas ocasiones los barrios de distinta renta están separados por grandes infraestructuras físicas como autopistas urbanas, que dificultan el intercambio cotidiano de población entre ellos y por tanto tienden a fijar la segregación. Sustituirlas por parques, plazas e incluir equipamientos como bibliotecas, implica generar lugares de encuentro y socialización en barrios diversos. Este tipo de medidas, entonces, pueden contribuir a fomentar la movilidad social.
Por todo lo anterior, la relación entre el territorio y la meritocracia es estrecha. Nuestra red de relaciones se conforma en los espacios concretos en los que socializamos e influye en la posición que ocupamos en la jerarquía social. Hay ciudades en las que las amistades están mucho más segregadas que otras, poniendo trabas a la movilidad social de los hogares más precarios. Pero, dentro de estas, hay lugares que facilitan el encuentro entre distintos grupos sociales mucho más que otros. De ahí la importancia del espacio público y de las instituciones públicas, tales como las educativas, las culturales o las deportivas. Lugares de socialización donde no importa la renta de las personas. Pero, no basta con que estos existan, hacen falta dentro de ellos programas específicos para fomentar la mezcla social real. Esto contribuirá a crear sociedades en las que la posición heredada de los padres pierda la gran influencia que hoy tiene.
La meritocracia como causa de la segregación escolar
17/04/2023
Cynthia Martínez Garrido
Profesora del área de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación de la Universidad Autónoma de Madrid
El problema de la segregación escolar es un tema de Derechos Humanos y de Justicia Social cuyas causas son de carácter estructural, afecta al desarrollo de personas concretas y tiene profundas implicaciones para el desarrollo de toda la sociedad. La naturaleza multifactorial del fenómeno de la segregación escolar y las causas que lo provocan e incentivan se articulan en forma de red, como un engranaje interrelacionado en el que no basta actuar sobre uno de los ejes, sino que, como parte de un todo, requiere del diseño de medidas completas para frenarla.
La segregación escolar no es un fenómeno que se comporte bajo un proceso lineal donde se relacionan unas causas determinadas a consecuencias concretas, sino muy al contrario. Concretamente, existe el conocido como círculo vicioso de la segregación. Por ejemplo, las dificultades de un centro educativo pueden generar que no sea el elegido por las familias más adineradas, a consecuencia de ello, la situación del propio centro educativo irá poco a poco siendo más compleja y ello traerá asociado dificultades como: mayores dificultades para realizar la labor de enseñar en el aula, mayor necesidad de disponer de recursos educativos especializados, desánimo entre el profesorado e inestabilidad en la plantilla que generará deficiencia de recursos materiales y humanos en el centro, dificultades para el desarrollo de iniciativas de innovación educativa o el desarrollo de proyectos de mejora para el centro… Este círculo vicioso de la segregación escolar implica que lo que causa la segregación escolar es, a la vez, la consecuencia de que esta se desarrolle. Sin medidas globales, completas y orientadas a luchar contra la segregación escolar, será imposible revertir la situación.
Desde una perspectiva global, podemos identificar tres macrofactores que resultan determinantes en la segregación escolar como son, por supuesto, la estrecha relación entre la segregación residencial y la segregación escolar. Se produce lo que se conoce como efecto de arrastre por el que la concentración de familias de determinado nivel socioeconómico, origen nacional u origen cultural en los barrios explicaría una composición análoga en sus centros educativos. Sin embargo, la investigación nacional e internacional ha demostrado con toda claridad que la segregación escolar tiende a ser mayor que la residencial, especialmente en aquellos lugares donde se desarrollan políticas de libertad de elección de centro.
La existencia de la triple red de centros es el segundo macrofactor causante de la segregación escolar. Esta triple red cumple ya 38 desde que se implantó en la LODE de 1985. Efectivamente, el Título IV de la mencionada ley regula el régimen de conciertos a través del cual se materializa el sostenimiento público de los centros privados concertados que, junto con los públicos, contribuyen a hacer eficaz el derecho a la educación gratuita. Y todo ello, de acuerdo con el artículo 27.9 de la Constitución que establece que los poderes públicos están obligados a ayudar a los centros docentes a incorporarse en el sistema público, constitucionalizando así el régimen de conciertos.
La norma, vigente en nuestros días, ha permitido que la educación privada en nuestro sistema educativo se rija por una política de financiación mediante fondos públicos. Recordemos que España se encuentra a la cabeza de la OCDE con un 32% de sus estudiantes de etapas no universitarios matriculados en centros privados, 14 puntos porcentuales por encima de la media. Y es que, aunque la norma dice claramente «contribuir a hacer eficaz el derecho a la educación gratuita» contamos con demasiadas evidencias de que las familias que acuden a estos centros son forzadas a pagar: donativos, formación en los tiempos de descanso, clases obligatorias a mitad de jornada…
Por último, la lógica de mercado aplicada al ámbito educativo puede ser considerado como el tercer macrofactor que afecta a la segregación en las escuelas. La lógica de mercado en la educación se lleva a cabo a través de dos mecanismos principales, la libertad de enseñanza y la libertad de elección. Bajo esta lógica, la competencia es la base de la mejora de la calidad y eficiencia de los sistemas educativos. Así, es necesario que haya una variada oferta educativa, pero también facilidades para que las familias, convertidas en clientes en este juego de la oferta y la demanda, puedan elegir libremente el centro educativo al que asisten sus hijos e hijas.
Es aquí donde entra en juego el principio de acceso igualitario que pauta nuestra ley educativa. En contextos donde existen altos niveles de asimetría en cuanto a la calidad de la oferta educativa resurgen posturas y presiones que, en vez de sustentarse en asegurar el acceso a la educación de todos y todas, defiende la meritocracia como valor que hace justicia al mérito y esfuerzo personal. El estudiante que ya no es considerado como tal, sino como cliente, es organizado en función de su mérito suponiendo que no todos los estudiantes son igual de deseables por las escuelas.
Esta perspectiva del mérito aplicada al sistema educativo está viviendo ahora más si cabe su protagonismo a lo largo del año académico. Nos encontramos en el periodo de tiempo dentro del curso escolar en el que se encuentra abierto el trámite de solicitud de matrícula en los centros escolares y aprovechando la situación afloran los famosos rankings de colegios. Con todas sus variantes: los 100 mejores colegios del país, el ranking de los mejores centros en función de su nota a la prueba de acceso a la universidad, los 100 mejores colegios internacionales, o la lista de los 100 colegios «notables», todos ello, organizados por provincias y con puntuaciones directas que nadie sabe cómo han sido obtenidas, ni en base a qué criterios han sido seleccionados y casi lo más importante, qué entidades u organizaciones están al mando de dichos listados, su publicidad y su financiación. Quizá el más desolador de todos los rankings que se publicitan es aquel que identifica los 100 mejores colegios privados y concertados del país, dando a entrever quizá que la escuela pública no es una opción. Y es que la presencia de la escuela pública en estos famosos rankings no suele alcanzar el 25%.
Si ya resulta poco alentadora la publicación de estos rankings para la lucha contra la segregación, mucho peor es la consideración de que toda esta publicidad basura llega a las familias que inocentemente confían en las posiciones alcanzadas en estos listados para definir sus preferencias para matricular a sus hijos. Y no digamos la presión automática que se genera en estas familias por saber si sus hijos serán lo suficientemente buenos para ser «los elegidos» por una determinada escuela, si cuentan con ese mérito.
Si queremos acabar con la segregación escolar es fundamental partir de una defensa expresa de la escuela pública. No sólo la política debe posicionarse al respecto, también los y las docentes. Y quizá ahora más si cabe reforzar el desarrollo de mejores mecanismos de información a las familias para que no tengan dudas de que la escuela pública en este país no solo cuenta con los y las docentes mejor formados sino también con los y las mejores especialistas.
La meritocracia, esa desconocida
14/04/2023
Francisco Nunes
Estudiante de economía en la Universidad Complutense de Madrid y de Matemáticas en la UNED
En España y el resto del mundo tenemos, desde hace un tiempo, un encendido debate sobre el mérito detrás de la situación económica de los ciudadanos. Por una parte, los sectores más liberales y conservadores defienden que la distribución actual de la riqueza y la renta se debe al mérito de los agentes para conseguir sus posesiones y superarse a sí mismos. Otra visión tienen los socialdemócratas y la izquierda en general, que opinan que los resultados actuales dependen de factores como la desigualdad y las herencias, factores que, a priori, no podemos controlar.
¿Quién de los dos tiene razón? El discurso meritocrático (el elegido por los liberales y conservadores) ha gozado de gran popularidad. Sin embargo, no parece que esta popularidad vaya a durar para siempre. Seré claro: la evidencia empírica más reciente juega en su contra. Vamos a ver primero una serie de datos, simples correlaciones, para intuir lo que luego confirmaremos con estudios empíricos que confirman relaciones causales: que la situación que tengamos al nacer, así como la riqueza que nos legan vía herencias, condicionan nuestra posición socioeconómica.
Indicios del problema
En el primer gráfico, podemos apreciar cómo a mayor percentil de ingreso parental (siendo el percentil 100 el 1% de mayor ingreso), mayor porcentaje de los hijos acaban en el top 1%. Como es notorio, la gráfica no es una línea recta sino que toma valores más altos cuanto más avanzamos en el percentil de ingreso parental. Así, el 38,88% del top 1% proviene de familias en el top 10% de mayor renta, cuando en una distribución igualitaria esta cifra sería del 10%.
En el segundo gráfico podemos apreciar cómo a mayor percentil de ingreso parental, mayor percentil medio alcanzan sus hijos, llegando los del top 1%, de media, a prácticamente el percentil 70 y llegando también más alto los hombres que las mujeres.
La probabilidad de acceder a puestos de trabajo de alta responsabilidad también es mayor cuanto más ingresos tuvieran tus padres. En el siguiente gráfico podemos observar este hecho, donde incluso las personas con estudios universitarios logran un mayor acceso a puestos de responsabilidad según su renta inicial.
Vamos a acabar esta parte con un dato: en España, el top 10% con mayor renta gana 11,8 veces más que sus compatriotas del 10% de menor renta, como se ve en el siguiente gráfico.
¿Está justificado por mérito? ¿Si ganasen 20 veces más, también lo estaría? ¿Y 40? Los salarios no dependen directamente del esfuerzo, sino de la productividad y del poder de mercado de los agentes económicos. Ahora bien, ¿son 11,8 veces más productivos los pertenecientes al top de 10% que los pertenecientes al 10% de menores ingresos? Así pues, tenemos indicios de que la desigualdad de oportunidades juega un papel importante a la hora de determinar el futuro de los individuos.
Diagnóstico de la enfermedad
Para determinar si las condiciones iniciales determinan las condiciones en las que se encuentran los individuos, debemos empezar por el principio, por lo que viene normalmente antes de entrar al mercado laboral: la educación. Un análisis del ISEAK destaca algo que debería hacer saltar todas las alarmas: el 80% de la desigualdad en el nivel educativo alcanzado por los españoles se debe a la desigualdad de oportunidades.
¿Y qué hay de la desigualdad de renta en España? Según el mismo estudio, el 52% se debe a la desigualdad en las condiciones de partida. Estamos viendo cómo más de la mitad de la desigualdad de ingresos de los españoles se debe a factores que no pueden controlar, como la renta de sus padres. Creo sinceramente que da qué pensar. Sigamos.
En 2020 se publicó un estudio que estimaba qué porcentaje de la desigualdad de riqueza en España se debe a herencias. Los resultados son incluso más impresionantes que para la desigualdad de renta: en España, casi el 70% de la desigualdad de riqueza está asociada a las herencias. El porcentaje es de 65% para riqueza financiera y 75% para la riqueza no financiera, destacando en este último el elevado peso de la vivienda en propiedad en nuestro país.
¿Entonces?
Con un 52% de desigualdad de renta y un 70% de la de riqueza en España dependiendo de la desigualdad de oportunidades, ¿Cómo podemos pensar que vivimos en un sistema meritocrático? Sí, el esfuerzo individual importa, pero hay factores que no podemos controlar y esos factores parecen tener más peso sobre nuestro futuro que nuestras acciones. Mientras antes lo entendamos, mejor. ¿Qué podemos hacer sobre ello? Considero importantes las políticas públicas como becas en función de la renta, servicios básicos en barrios de menor renta e impuesto de sucesiones, sobre lo que ya escribí en su día. Por otra parte, ya fuera de medidas concretas, me parece sinceramente fundamental un cambio de mentalidad general en este aspecto, dejando de lado la creencia de que todos pueden llegar al top por sus propios medios y aceptando nuestra dependencia de condiciones iniciales que escapan a nuestro control.
Sólo entender la extrema dependencia entre desigualdad de riqueza y renta y condiciones iniciales y herencias nos hará avanzar en el necesario debate al que nos enfrentamos. No caben aquí posiciones que defienden la desigualdad actual sin argumento alguno más allá del falso mérito con el que se justifica lo injustificable. Necesitamos una intervención activa contra la injusticia, pues como dijo Lacordaire: “Entre el fuerte y el débil, la libertad oprime y la ley libera”.
La equidad meritocrática
10/04/2023
Antonio Antón
Sociólogo y politólogo (profesor de la Universidad Autónoma de Madrid 2003/2022, actualmente jubilado)
Desde Aristóteles hay que valorar la equidad como proporcionalidad entre mérito y reconocimiento o estatus social y, por tanto, valorar el esfuerzo individual. O sea, la desigualdad de recompensas materiales, socioculturales y simbólicas sería legítima si es por el motivo exclusivo de los distintos méritos individuales en condiciones iguales.
Esa legitimidad se ha tergiversado, sobre todo, con el individualismo abstracto neoliberal y el sistema de reparto desigual, con la acumulación de ventajas y desventajas institucionales y estructurales; se reparten desigualmente, haciendo abstracción de las diferentes posiciones de poder, condiciones socioculturales y trayectorias de los individuos y grupos sociales que dificultan la igualdad de oportunidades para esa carrera meritocrática.
Por tanto, aparte de ese dopaje, hay que valorar los otros factores que explican las desiguales trayectorias en la movilidad social, que no solo son las derivadas de la herencia, tal como se detalla en el informe de Future Policy Lab, publicado hace unos meses. Esa investigación trata del escaso papel de la meritocracia como ascensor social, sobre su limitada función en la movilidad social ascendente, en contraposición con otros factores anclados en la desigualdad por la herencia o el patrimonio, los apoyos y condiciones familiares, sociales, socioculturales, étnicas o de género…
Todo ello modifica los distintos puntos de partida y de desarrollo en la carrera del esfuerzo individual, supuestamente libre y con igualdad de oportunidades, y condiciona las trayectorias meritocráticas, académicas o sociolaborales, base de las clases medias ascendentes y, especialmente, de las élites.
No obstante, sí hay que valorar e incorporar componentes meritocráticos, o sea, el esfuerzo individual y su correspondencia de reconocimiento y remuneración. Es el criterio de ‘equidad’ como proporcionalidad al (auténtico) mérito individual. Pero para ser justos hay que considerar todas las ventajas y desventajas (de herencia, trayectorias y condiciones) que tienen los distintos individuos y grupos sociales, por clase social, sexo, raza-etnia…
Igualmente, hay que cuestionar la jerarquía valorativa entre distintos trabajos que ha ido imponiendo la estructura capitalista, por ejemplo infravalorando el trabajo doméstico, reproductivo o de cuidados… y la propia solidaridad humana, no mercantilizada, o sobrevalorando la titulación académica.
Desde otro punto de vista, las diferencias o desigualdades derivadas (sólo) del mérito individual y no de la posición social ventajosa, son legítimas; es más, podríamos decir que son las únicas causas de legitimidad de las desigualdades individuales distributivas y de reconocimiento, sin que se trasvasen a otros ámbitos familiares o sociales. La distribución de reconocimiento y remuneración debe tener en cuenta lo aportado, es decir, exige equidad o reciprocidad valorativa entre el esfuerzo y la recompensa, salarial, de calificaciones académicas o de estatus.
Lo que hay que desmontar es el ventajismo o desigualdad comparativa en que se valoran los distintos comportamientos, así como regular la distribución de bienes y servicios y el reconocimiento social y combinar los tres tipos de justicia: equidad como proporcionalidad con la meritocrática real; igualdad de trato, universalista y sin discriminación y garantizando condiciones básicas comunes, e igualdad sustantiva, pública y privada, para adecuar las prestaciones y servicios públicos y privados a las necesidades sociales desiguales y compensar mediante acciones positivas las desventajas relativas inmerecidas.
Lo más débil del citado Informe es el planteamiento alternativo que deja la solución en la ‘herencia universal’, que recoge de T. Piketty, una especie de renta básica universal e igual para todas las personas cuando la política redistribuidora y compensadora de las desigualdades debe ser más multidimensional atendiendo a esos tres criterios. Es decir, la garantía de la igualdad de oportunidades es más compleja y multilateral, y la justicia no se puede reducir al ámbito del esfuerzo individual, ni tampoco desconocerlo. Ni solo incorporando el segundo tipo de justicia, la igualdad de trato.
Es necesario aplicar otro criterio, el solidario, que tiene una dimensión social y comunitaria como contrato colectivo adecuado a las distintas necesidades vitales a lo largo de las diferentes trayectorias y condiciones sociales. La distribución y el reconocimiento para ser justa debe combinar esos tres criterios de la justicia.
¿Por qué los pobres carecen de mérito?
03/04/2023
Francisco Muñoz Gutiérrez
Pensionista: Epistemólogo, periodista y empresario
Este debate no puede sustraerse al hecho de que el mérito es un reconocimiento, razón por la que la meritocracia no puede ser ningún principio. Y con respecto a la cuestión de si un reconocimiento es conservador o progresista, la duda es admisible dentro de la cosmología neoliberal, pero sólo tras la incorporación de los socialdemócratas pragmáticos de la tercera vía; nunca antes. En todo caso, la idea de la meritocracia no es más que un recurso legitimador de la estructura jerárquica del orden neoliberal; nunca un principio.
Por ejemplo; ¿Tiene sentido el concepto de mérito sin esfuerzo? O dicho de otra forma ¿Tiene mérito el que te toque la lotería, o el azar en cualquiera de sus formas?… Un racionalista empírico diría que no tiene sentido. Sin embargo, si «matizamos» el término «azar» vemos que «la cuna» deja de ser una «lotería» si la observamos bajo la perspectiva de la «estirpe».
Pero desde esa perspectiva nos podríamos preguntar a continuación; ¿Tiene mérito la monarquía?… Para los monárquicos es el mérito por excelencia y muy por encima de gente como Bill Gates, Steve Jobs, Elon Musk, o Jeff Bezos, catalogados por Forbes como las personas más ricas del planeta.
La cuestión no es nueva y ante la doctrina eclesiástica del orden divino en el que la nobleza desempeña una importante función estamental, los nuevos ricos del comercio colonial reclamaron la legitimidad de sus riquezas en un conflicto de intereses al que los fundamentalistas cristianos se opusieron hasta que los jesuitas impusieron el principio integrador de que «el fin justifica los medios». O lo que es lo mismo: que la riqueza legítima al rico sin importar si su patrimonio proceda del saqueo, la guerra, la dominación, el comercio, la suerte o la bendición divina.
Así pues, el saqueo colonial trastocó el orden estamental situando el comercio como principio de orden. En este cambio, los jesuitas fueron los primeros pragmáticos de la historia europea, salvando a la curia de Roma de la anomalía que amenazaba el orden estamental que descendía de Dios a la tierra. La iglesia no sólo legitimó a los nuevos ricos, sino que también legitimó el «negotio» de la burguesía comercial. Hecho que facilitó tanto la Revolución Francesa, como la posterior contrarrevolución napoleónica y la instauración del sacrosanto derecho a la propiedad privada. Desde entonces el núcleo de la cuestión meritocrática es la legitimación del nuevo rico frente a la realidad de la pobreza.
En el orden estamental la desigualdad era vertical entre los distintos estamentos, pero en el orden neoliberal la desigualdad es entre los distintos individuos. El «mérito» califica ahora tanto a los ricos que conservan su riqueza, como a los pobres del «ascensor social» que la consiguen acumular para gloria de lo que se llama «igualdad de oportunidades», que no es otra cosa que la excepción que confirma la regla de la desigualdad liberal.
La regla nos dice, entre otras cosas, que los pobres chinos de ayer son ahora los nuevos ricos del planeta y que hoy el 1% de los humanos son los meritócratas frente al 99%, cuya meritocracia oscila entre la oscura duda cartesiana y el esfuerzo titánico de la subsistencia; porque esfuerzo es levantarse a las 5 de la mañana con 60 años en el cuerpo y limpiar escaleras, letrinas y hospitales para poder alimentar a una familia.
Esfuerzo no es la vida del hijo de papá–juez consagrada al confinamiento preparatorio de unas oposiciones para sacar su plaza. Correlacionar mérito con esfuerzo es una trampa ideológica incluso cuando su significado se desvía al campo intelectual, porque entonces los trileros, los embaucadores, los banqueros, los juristas, los economistas y todos los «listos» –que tenemos muchísimos–, deberían ser los más meritorios del trapicheo.
Por el contrario, aquellos que carecemos de esas «dotes» naturales de potentes cocientes intelectuales, todo esfuerzo que realicemos, por descomunal que fuere, carece de mérito porque el mérito es una legitimación de resultado, no un certificado de la cantidad de sudor de tu frente, pecho o espalda. Razón por la que la aporofobia es el polo opuesto de la meritocracia y ambas dos ideas definen la tensión entre las burbujas ideológicas del fracaso y del éxito.
Y digo burbujas porque en el neoliberalismo la lógica de mercado es la lógica del win–win, que concatena fracaso con pobreza y éxito con desposesión del fracasado. Es por ello que la desigualdad es el motor nuclear del sistema neoliberal de ganadores y perdedores, cuya legitimación paradigmática es la idea de mérito como velo moral, que blanquea el Coliseum de una sociedad convertida en un auténtico circo despiadado llamado «Mercado».
En ese «Coliseum Mercatorius» ya no hay leones ni fieras salvajes. Los gladiadores modernos son los accionistas, los CEO´s, los gobernantes, los jueces y los altos funcionarios. El lugar de las fieras salvajes lo ocupamos las clases medias «cualificadas» y los mártires modernos son los pobres excluidos del bienestar social. En este «circo» la igualdad sí que está profundamente reñida con el crecimiento económico, cuyo mayor –y único–, principio es el principio de la propiedad privada con el motor de la transacción comercial entre desiguales.
La derecha; todas las derechas, y la española en especial, tienen como objetivo principal la defensa de la propiedad privada y las relaciones privadas de dominación. Y ya a finales del siglo XVIII Edmond Burke definía la propiedad privada como un bastión contra la igualdad y la base de todo sistema clasista. Pero apenas dos siglos después, con la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo, es la derecha actual la que enarbola el mito de la meritocracia como salmo espiritual de las virtudes laborales de su ideología de mercado. Salmo que todavía acompaña la negociación colectiva como canto legitimador de las desigualdades retributivas. La pregunta es; ¿Por qué los pobres carecen de mérito?
La meritocracia como máscara del poder
28/03/2023
Pedro González de Molina Soler
Profesor de Geografía e Historia
La meritocracia (término proveniente del latín merĭtum ‘debida recompensa’, a su vez de mereri ‘ganar, merecer’; y el sufijo -cracia del griego krátos, o κράτος en griego, ‘poder, fuerza’) como principio ha entrado en una fase de desacralización y de crítica. Ha dejado de ser un concepto considerado como de sentido común, y por consiguiente, sagrado. Esto ha permitido que se realicen críticas hacia este principio.
Tal y como expresó Alexis de Tocqueville, la sociedad que se estaba construyendo en el siglo XIX, y de la que somos herederos, tendía hacia la igualdad. Por lo que las desigualdades sociales en un sistema capitalista no se deben defender desde perspectivas estamentales (derecho de sangre, privilegios hereditarios, etc.) si se quiere mantener la supervivencia del sistema, sino desde concepciones de la utilidad (hacer ricos a los ricos, que hace que caigan migajas sobre los pobres-teoría del derrame-), o en unas habilidades especiales que poseen unas personas, y el capital que se arriesga (supuestamente) en la empresa, para justificar su posición en la sociedad. Ahí es donde aparece la meritocracia como justificación de las desigualdades. Éste funciona muy bien con el hiperindividualismo actual, que es su otra pareja de baile, en un proceso en el que la sociedad de mercado, junto al hiperindividualismo mencionado, y la disgregación de lo colectivo, ayudan a apuntalar la esperanza meritocrática.
La meritocracia defiende que, con esfuerzo, dedicación, estudio, etc., se pueden alcanzar los puestos más altos de la sociedad, y se debe de obtener una recompensa acorde al esfuerzo dedicado. Es evidente que obvia los factores contextuales que influyen en el individuo, o, en el caso de los progresistas, consideran que influyen, pero haciendo políticas de becas, se solventan como por arte de magia ignorando que el problema de un alumno o alumna de un barrio marginado no sólo es el dinero (que es evidente que es necesario), sino que es todo el contexto en el que vive. Nuestras sociedades democráticas se basan en la esperanza meritocrática, dónde se cree que vivimos en una sociedad donde la desigualdad se basa más en el mérito y el trabajo individual, que en el parentesco, las rentas y las herencias. Sin embargo, como dice David Guilbaud, la meritocracia es una ilusión fomentada precisamente por los más favorecidos por el sistema, un concepto imposible de sostener con estadísticas (que, de hecho, demuestran justo lo contrario) y, además, “un principio estructuralmente conservador que sirve para legitimar las desigualdades sociales”.
Dicho de otra manera, las personas nacen, comienzan a correr en una carrera con diferentes vehículos que nos han dotado nuestras familias, a veces con un poco de ayuda Estatal. Un árbitro (la Escuela) nos da unas credenciales de a dónde hemos quedado en la carrera escolar. Eso nos lleva a la siguiente etapa de la carrera dónde podemos mejorar, o empeorar, nuestro vehículo según las credenciales, y luego nos vamos a correr en dirección hacia lograr puestos de trabajo en la sociedad. El problema es que algunos ya tenían los puestos de trabajo asignados casi desde el nacimiento, otros tienen contactos que les facilitan el acceso a diversas entrevistas, otros sólo tienen su esfuerzo, otros tienen suerte y otros no, y otros se autoexcluyen por creer que está fuera de sus posibilidades. Por supuesto, las credenciales obtenidas en nuestra vida escolar van a limitar nuestras opciones con total claridad. Algunos tienen comprado al árbitro, que es, a veces, poco imparcial. Pero, por arte de magia, pasamos a considerar que esta carrera desigual es igualitaria porque todos tenemos acceso a una Educación gratuita (en gran parte del itinerario) y universal, por lo que si uno se lo trabaja puede llegar a lo más alto.
La existencia de algunas personas que hayan llegado a lo más alto con su “sólo” esfuerzo, es el ejemplo que garantiza el éxito del sistema meritocrático. El dueño de Inditex, Amancio Ortega, que comenzó con una pequeña tienda de ropa y ha montado un emporio internacional, es el ejemplo de que la meritocracia “funciona”. Sin embargo, como él hay un puñado de personas, no muchas que alcanzan la gloria. Si valoramos un sistema por sus resultados, y vemos que un puñado minúsculo de personas de clase baja (o media-baja) ha logrado trepar en la escala social a puestos relevantes, podríamos afirmar que el sistema no funciona. O podríamos afirmar que funciona muy bien como coartada ideológica que justifica las desigualdades producidas por el sistema capitalista y por el reparto de la riqueza, debido al esfuerzo que ha realizado esa persona, y por el mérito en haber llegado alto (de la manera que sea).
Recordemos que hay muchos ejemplos “inspiradores” que se parecen al personaje de la novela de Dickens, “Tiempos Difíciles”, Josiah Bounderby. Este personaje dickensiano empezaba afirmando en todas sus conversaciones que él había salido del barro, de la pobreza, y del sufrimiento, y a través del trabajo duro, el ingenio, y el autodisciplinamiento, había logrado alcanzar la riqueza. En 1854, Dickens, había hecho nacer al héroe meritocrático. El problema es que Bounderby era un mentiroso. Había construido una coartada, una épica, para justificar su posición. El provenía de una familia aristocrática y no iba a visitar a la madre para no verse reflejado en ella y, además, que cayese su coartada.
En el mundo de Silicon Valley hay muchos “Bounderbys”, que defienden la meritocracia, a la vez que estudiaron en las mejores universidades de los EEUU y recibieron ayuda familiar para montar sus empresas. Podemos rastrear en el protestantismo, trazas que son similares al discurso meritocrático, especialmente en la doctrina calvinista de la predestinación. En esta doctrina una persona nace predestinada a salvarse o a ir al infierno. Uno sabe que ha sido predestinado a salvarse por que tiene éxito en la vida, principalmente a aquellos que han trabajado intensamente, lo que es una señal de salvación por Dios, que es quién incita al hombre a tener una vocación profesional. Es una relectura de la ética del trabajo, que Weber rastreó como uno de los impulsores del capitalismo, al combinar un trabajo duro pero siendo frugales en el estilo de vida. Dios nos recompensa o nos castiga por lo que merecemos, por nuestros actos, siendo similar la meritocracia, que teóricamente premia a aquellos que han sufrido y se han esforzado en progresar y castiga aquellos que no lo han hecho.
En este caso, no es Dios quien reparte las recompensas por nuestra abnegación y buena observancia de las leyes divinas, sino otra “divinidad”, el Mercado. El Mercado se convierte en la institución que reparte las recompensas y los castigos por nuestras acciones, según el ideal meritocrático, a las que todos los que se esfuerzan pueden aspirar, lo que le da un sentido religioso y de fe al principio meritocrático. El binomio escuela-mercado opera aquí, el primero, reparte las credenciales, y el segundo, las recompensas y los castigos. En este caso el merecimiento juega un papel importante. Los ganadores “se merecen” los beneficios que aporta el Mercado (o la Salvación según el calvinismo), pero como dice Rawls: “Para una sociedad, organizarse a sí misma con la intención de recompensar el merecimiento moral como primer principio sería lo mismo que tener la institución de la propiedad a efectos de castigar a los ladrones”.
El relato meritocrático es muy seductor. Una persona, con su sólo ingenio y su capacidad de trabajo, logra ascender desde las posiciones más bajas hasta lo más alto. Como dice Sandel, “se trata de una imagen liberadora para nosotros, pues viene a decirnos que podemos ser agentes humanos que se hacen a sí mismos, autores de nuestro futuro, amos de nuestro destino. También nos resulta gratificante desde el punto de vista moral, porque sugiere que la economía puede satisfacer la ancestral demanda de la justicia, de dar a las personas lo que se merecen”. Cada vez que esto ocurre el sistema, que se le reconoce “imperfecciones”, se legitima.
Esta esperanza es eso, un sentimiento que tiene difícil traslación a la realidad. Hay múltiples elementos que impiden que este principio se cumpla, desde la genética, las habilidades que desarrolla una persona en su vida que pueden coincidir o no con las que demanda el mercado, el momento histórico que le toque a uno vivir, el capital social y cultural heredado de sus progenitores y acumulado con los años, el capital económico de sus padres, las características personales, el barrio en el que vive, etc. Múltiples desigualdades de partida que son arbitrarias y que influyen de manera importante en las biografías de vida de las personas. Estas desigualdades de partida son poco modificadas por nuestro sistema del Estado del Bienestar, siendo España un país donde la movilidad social es baja, y el nacimiento marca mucho las posibilidades de progreso de las personas.
Ignorar todas estas “loterías” tiene consecuencias notables en las sociedades. Los ganadores justifican su posición gracias a su habilidad, esfuerzo y talento, que les permite disfrutar de altas remuneraciones y buenos trabajos, mientras que los perdedores son doblemente castigados por la sociedad, generando un resentimiento ante la insensibilidad y culpabilización a la que son sometidos por los ganadores. Son castigados por no haberse esforzado lo suficiente, ni acumular los saberes necesarios, debido a su pereza o a su falta de motivación, y por no adecuarse a la “ética del trabajo”.
Al no ser productivos, en un momento donde hay zonas deprimidas en la sociedad, los individuos afectados por la exclusión social, o al borde de caer en ella, son castigados por no “producir”, mientras que los individuos en esta situación se sienten mal al ser expulsados de la sociedad de consumo, y ser denigrados o estigmatizados por una parte de la población que está entre los insiders de la sociedad. Cómo el problema social se ha individualizado, son los defectos de los individuos los que les otorgan su posición de semi-excluidos de la sociedad, con riesgo a la exclusión total. Si una de estas personas logra salir de su situación, gracias a las becas estatales y a su esfuerzo, la meritocracia se verá cumplida demostrando su validez, a pesar de que la mayoría de sus compañeros/as de escuela se haya quedado por el camino.
Es la parábola del pobre digno, frente al pobre indigno, del siglo XIX (Poor Law). Los pobres dignos eran aquellos que, con modestia, esfuerzo, y disciplina, intentaban vivir dignamente y si era posible subir algún peldaño del escalafón social, mientras que los indignos eran los que se dedicaban a los placeres ruidosos de la vida, a la mala vida, al latrocinio, u otras artes para sobrevivir, y que se quedaban en su posición social sin aspirar a nada más. Aquellos que se esfuerzan son recompensados con miradas lastimosas, y los que no se esfuerzan lo que consideran que deberían de esforzarse los insiders de la sociedad, se les mira con mirada reprobatoria y se pide a las fuerzas de orden público que los mantengan a raya. Los pobres dignos merecen nuestra misericordia en forma de becas o ayudas, los pobres indignos sólo merecen su destino, que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado los repriman, y controlen que no estafen al Estado al percibir cualquier ayuda. Siguiendo esta línea de pensamiento, cómo los problemas son considerados individuales, tienen poca solución. En caso de tratar de aplicar dichas soluciones individuales éstas tendrían escaso impacto, ya que los problemas de los barrios deprimidos, como las 3000 viviendas en Sevilla, en realidad son sociales.
El profesor François Dubet, en una entrevista publicada a la sazón de este debate, nos invitaba a pensar la meritocracia desde dos dimensiones, por un lado es un principio progresista, ya que ayuda a las minorías con las políticas de “acción afirmativa” (mujeres, personas racializadas, etc.), y defiende que el mérito sea el principio que rija la sociedad en vez de la herencia o la sangre- aunque dicho mérito se pueda heredar-, pero el problema que percibe es que los efectos son “más bien conservadores”, ya que las desigualdades resultantes de la competencia meritocrática serían consideradas justas, y máxime cuando la Escuela falla, claramente, en ordenar dicha competición a base de dar credenciales que abren posibles futuros. Propone no dejar el monopolio de la definición del mérito a la Escuela, para evitar que se transforme en un sistema de darwinismo social, dónde los perdedores se merezcan su destino. En el fondo, el debate que subyace es hasta cuánta desigualdad es soportable y cómo justificar y clasificar dicha desigualdad para no convertirla en combustible para disgregar la sociedad.
A mi juicio, la izquierda debe actuar en tres dimensiones: 1. Desenmascarar a la meritocracia como justificación del poder. 2. Establecer criterios de mérito y favorecer a los colectivos desfavorecidos para compensar las bases desiguales de partida. 3. Establecer límites a las desigualdades, con cierta dosis de austeridad, y frente a la individualización de los problemas volver a poner el foco en lo que es un problema social, fomentando la solidaridad y el compromiso cívico con la erradicación de dichas desigualdades, siguiendo aquel modelo socialista de “a cada cual según sus responsabilidades, a cada cual según sus necesidades”.
Estrategias escolares que sustentan el relato meritocrático
23/03/2023
David De la Rosa
Orientador educativo en IES Cárbula (Almodóvar del Río, Córdoba). Miembro del Colectivo de Docentes por la Inclusión y Mejora Educativa. @da_dedo https://daviddelarosaedu.wixsite.com/inkludita
El relato de la meritocracia está suficientemente superado entre los lectores y las lectoras de Espacio Público. No hace falta hacer hincapié de nuevo en los mecanismos con los que cuenta nuestro sistema político, económico y social para que sea la herencia la que permita a los mismos apellidos estar en la cúspide del poder. Como hemos analizado en diversos foros y señala el economista Branko Milanovic aproximadamente un 75 % de los ingresos no dependen en absoluto de variables personales como el esfuerzo, sino de otras de tipo contextual como el lugar donde naces o el código postal en el que resides. ¿Pero qué papel juega la escuela? ¿Asumimos que la escuela legitime el engaño meritocrático o luchamos para que se convierta en una herramienta para el «ascensor cultural»?
Desde el Colectivo de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa (Colectivo DIME) dedicamos el mes de febrero de 2023 a abordar las dificultades educativas del alumnado «en los márgenes», aquel que por su condición racializada, por su situación socioeconómica, migrante, rural o gitana, encuentra mayores barreras para la presencia, el aprendizaje y la participación en nuestro sistema educativo. Resulta que, tal como señala el Ministerio de Educación y Formación Profesional (2022) el nivel de estudios de la madre correlaciona de forma inversa con la probabilidad de abandono escolar temprano: el 31,8 % de alumnado con madres que no han alcanzado el título de la ESO o EGB, frente al 2,5 % de aquellos cuya madre tiene estudios superiores. ¿Pero no era la escuela compensadora de desigualdades; garante de la igualdad de oportunidades?
Las modificaciones introducidas por la Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOMLOE, 2020), en su capítulo 2 continúa profundizando en la idea de compensar las desigualdades derivadas de factores sociales, económicos, culturales, geográficos, étnicos o de otra índole. Responsabiliza de esto a las administraciones en sus diferentes niveles y, por tanto, nos implica directamente a los profesionales de la educación y a las familias que conformamos la comunidad educativa.
La LOMLOE (2020) incorpora el artículo 81 dedicado a la escolarización, donde reconoce la existencia de zonas geográficas o entornos sociales en los cuales existe concentración de alumnado en situación de vulnerabilidad socioeducativa. Esto es, que el alumnado que crece en estos lugares tiene una mayor probabilidad de fracaso escolar. Sin embargo, pese a que hemos pasado por muchos años de normas educativas, apoyos sociales, gratuidad de libros escolares… el lugar en el que se nace continúa siendo determinante para la obtención del Título de Graduado en ESO. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué estrategias utiliza la escuela para alimentar el relato meritocrático y así mantener el status quo del «ascensor cultural»?
1.- Escuelas de difícil desempeño. Ampliamente conocidas y reconocidas en todo el Estado, estas escuelas se sitúan en estas zonas geográficas de mayor vulnerabilidad socioeducativa. Sus defensores aseguran que de esta forma se lleva a cabo una mejor prevención, detección, seguimiento y control del absentismo escolar; además, se acerca la escuela a todos los rincones y se concentran mayores recursos allá donde más se necesitan. Tan reconocidas son que con frecuencia puntúan más a quienes trabajan en ellas para después conseguir beneficios en su carrera docente.
La realidad es que el alumnado escolarizado en ellas con frecuencia nace, crece y se relaciona con poca influencia externa a estos lugares de vulnerabilidad, y vive un fuerte choque cultural cuando necesitan salir del barrio para continuar sus estudios (en ocasiones en Educación Secundaria Obligatoria), o bien para buscar un empleo. La segregación propia de estas escuelas se acentúa cuando además influyen variables de tipo étnico, lingüístico, cultural, etc.
En el año 2019, Save The Children publicó el informe «Mézclate conmigo» en el que señalaba la existencia de centros con concentración de alumnado vulnerable en la Comunidad de Madrid con casi 2 de cada 10 definidos como colegios gueto, el doble que la media estatal (la cual ya es una media que podemos considerar de gravedad). Además, más de 4 de cada 10 sufren concentración de alumnado vulnerable. Casi 8 de cada 10 centros gueto son de titularidad pública, y también son los que acogen un mayor número de estudiantes pertenecientes al perfil socioeconómico más bajo (74,9 %).
Desde las administraciones públicas se debe promover la heterogeneidad del alumnado en todos los centros, con la construcción de centros educativos en zonas limítrofes de estas barriadas que permitan la inclusión de alumnado de diferentes zonas de escolarización. Políticas como las de «Distrito Único» (las cuales no delimitan zonas de escolarización en función de lugar de residencia), además, acentúan la aparición de estos centros gueto y fomentan la movilidad fuera de las barriadas cuando las posibilidades materiales así lo permiten.
2.- Acabar con los conciertos educativos, así de simple. Aunque Xabier Bonal cuela en el periódico El País un artículo de opinión desde el cual se nos acusa a algunos actores de la Escuela Pública de «simplismo» por la defensa de la eliminación de la escuela subvencionada como la «única medida necesaria para acabar con la segregación». Resulta extraño que alguna voz conocedora de la realidad educativa defina la solución a un problema como única y definitiva, aunque sí que resulta peligroso desvirtuar el discurso de quien hace visible la evidente segregación entre escuelas privadas, concertadas subvencionadas y públicas. Acusar a quien defiende la necesaria desaparición progresiva de las subvenciones a centros privados para fortalecer la escuela pública de «simplista» no hace sino crear un enemigo imaginario para perpetuar el modelo de la triple red (pública, privada y privada-concertada). Los datos sobre la segregación entre estas redes son accesibles para cualquiera, como por ejemplo los facilitados por el Ministerio de Educación y Formación Profesional (2022) de Datos y Cifras para el curso 2022/2023. En este último encontramos datos tan sorprendentes como que la enseñanza pública asume mayor cantidad de alumnado con necesidades educativas especiales, migrante y repetidor. A día de hoy podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la enseñanza privada (subvencionada o no) supone una forma de selección de determinado tipo de alumnos y alumnas, y se elimina, pues, la diversidad como fuente de enriquecimiento y aprendizaje.
3.- Necesita un recurso específico. Las necesidades educativas especiales del alumnado deben ser cubiertas para garantizar el éxito educativo en el marco de una escuela inclusiva, pero no deben ser utilizadas como pretexto para favorecer la segregación escolar. Cuando desde la orientación educativa asumimos la responsabilidad de proponer recursos y medidas para alumnado vulnerable, sabemos que, en ocasiones, estas medidas implican que la Administración Educativa obligará a las familias a trasladarse a otro centro en aras de la eficiencia económica. Resulta menos costoso en términos económicos mover al alumno o alumna que dotar al centro en el que se encuentra escolarizado o en el que solicitó admisión.
Por tanto, si una alumna necesita de la asistencia de un monitor o monitora con el que no cuenta la escuela, con frecuencia será trasladada a otro centro. Esto es, mover al alumnado y no a los recursos.
Todo ello vicia el sistema de forma que muchos centros no cuentan con este personal como forma de garantizar que sus alumnos y alumnas no presentarán este tipo de necesidades educativas o asistenciales. Garantizan así una forma encubierta de seleccionar a aquel alumnado que con mayor probabilidad obtendrá mejores resultados académicos y se pone en marcha una rueda difícil de detener.
Por este motivo, se hace urgente el cumplimiento de la Disposición adicional cuarta de la LOMLOE (2020), por la cual se desarrollaría un plan para que en el plazo de 10 años y «de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad». Necesitamos una ratio adecuada de orientadores y orientadoras (al menos uno por centro y uno cada 250 alumnos y alumnas), así como de personal especializado en atención a la diversidad y personal asistencial en todos los centros.
4.- Un niño con buenas notas. Si bien la selección entre las diferentes candidaturas a diferentes enseñanzas de acuerdo con las calificaciones obtenidas a lo largo de la escolaridad es ya antigua, durante las últimas décadas hemos vivido la transición de la competición por las calificaciones hacia edades cada vez más tempranas. Hemos pasado del «progresa adecuadamente» a las calificaciones numéricas de 1 a 10 en Educación Primaria y la ESO y estamos viviendo un intento de pasar a una calificación entre 1 y 5 con la LOMLOE, a la que se resisten algunas comunidades autónomas, especialmente aquellas de corte más neoliberal. La evidencia nos dice que las calificaciones numéricas en exclusiva («retroalimentación débil») son poco útiles, ya que han demostrado un tamaño del efecto muy bajo o prácticamente insignificante en diferentes estudios; sin embargo, es cuando usamos las evidencias para una «evaluación formativa fuerte» y damos, pues, oportunidades de mejora, cuando nuestros alumnos y alumnas más y mejor aprenden (Wiliam, D., 2016).
Por ello, los centros educativos, en los cuales los y las docentes somos una pieza muy importante, deben promover una cultura de la evaluación formativa (Fernández, J. y Morales, M., 2022) o suscribirse a movimientos como @professinnotas que complementen los avances técnicos y normativos que se están produciendo durante los últimos años en este sentido.
5.- La libertad para elegir centro. Algunas administraciones educativas han empleado diversas estrategias para favorecer la segregación cuando consideraban que la que se producía con la concentración geográfica era insuficiente. Esto es, la creación de modelos de «Distrito Único» para favorecer que quienes puedan permitirse desplazarse acudan a aquellos centros educativos más acordes con su nivel socioeconómico aunque residan en zonas alejadas. Si bien, desde la aprobación de la LOMLOE (2020) se elimina la idea de «demanda social» que impuso la ley anterior para garantizar la ampliación de la red concertada frente a la pública, aún hoy continúa vigente el relato de escuela como bien de mercado que se opone frontalmente a la escuela como comunidad educativa de la que todo el barrio forma parte. Todo ello no ha evitado que algunas comunidades autónomas hayan establecido mecanismos a través de su desarrollo curricular para promover el mantenimiento de las unidades en centros concertados frente a públicos.
Aunque en su artículo 109.5 la LOMLOE (2020), señala que las «Administraciones promoverán un incremento progresivo de puestos escolares en la red de centros de titularidad pública», de sobra es conocido el incumplimiento sistemático de las comunidades autónomas de este artículo. Esto requiere una movilización social, política y, especialmente, del personal técnico de las delegaciones territoriales para velar por su cumplimiento. Independientemente de la opinión que mantengamos sobre la enseñanza concertada y la pública, cada curso escolar el número de unidades públicas debe ser mayor al anterior y no viceversa.
6.- Repetir le vendrá bien. La repetición en nuestro sistema educativo no solo se ha demostrado cara en términos económicos e ineficaz como medida (Hattie, 2017), sino que se adopta con el alumnado más pobre como una estrategia más que perpetúa la segregación de este alumnado en los cursos inferiores de la escolarización obligatoria hasta que abandonan el sistema. Repetir curso llega al absurdo en su máxima expresión cuando el alumnado es obligado a volver a cursar materias que ya tenía superadas y recibe una nueva calificación, la cual puede ser mejor o peor que la anterior. ¿Si repetir de curso no es útil en términos educativos qué ganamos con ello? Se garantiza así que encontremos tan solo al alumnado de familias socioeconómicamente más aventajadas en 3.° y 4.° de ESO, lo cual acentúa las diferencias en términos de esfuerzo que realizan ricos y pobres. A los pobres, por norma general, no solo les cuesta más esfuerzo, sino también más años llegar a «titular».
7.- El centro con mejores calificaciones en la selectividad. Las pruebas externas y ranking pueden resultar un elemento para establecer propuestas de mejora o bien para fomentar la competición entre centros escolares. Anualmente conocemos las calificaciones medias de nuestro alumnado en las pruebas de acceso a la universidad, esto permite que conozcamos cómo de bien lo hemos hecho seleccionando a los y las mejores para permitirles titular y acceder a estas pruebas y no solo si hemos «entrenado» adecuadamente a nuestro alumnado para la realización de las mismas. Desde los centros sabemos que permitir a más alumnos y alumnas titular implicará que las calificaciones medias de nuestro centro serán inferiores, mientras que, si tan solo dejamos titular a los mejores, la calificación media subirá. ¿Lo ha hecho mejor el centro que mejores calificaciones obtiene en estas pruebas?
8.- No hace los deberes en casa. Aunque pedimos responsabilidad para nuestro alumnado a la hora de realizar tareas escolares o desarrollar un hábito de estudio en casa, la realidad es que las condiciones que encuentran en el hogar propicias para llevar a cabo estas actividades son muy diversas. Pese a que Hattie, J. (2017) atribuye a los deberes la posición 113 de las variables analizadas, es decir, que consideró hasta 112 estrategias como más efectivas para los procesos enseñanza-aprendizaje, continuamos promoviendo la realización de tareas escolares que en ocasiones dicen más del contexto familiar y social que del esfuerzo del propio alumno o alumna.
Centros como el IES Bovalar que se declaran «libres de deberes» suponen la punta de lanza para promover la equidad. El trabajo en horario lectivo debe ser efectivo para todo el alumnado y suficiente para alcanzar las competencias y saberes establecidos en el currículo.
9.- Tiene los apuntes en Classroom. No todos los estudiantes pueden acceder a internet para seguir el curso escolar ni todos los que acceden lo hacen en igualdad de condiciones. Según señala el Comisionado de Infancia (2020), aproximadamente el 20 % del alumnado perteneciente al primer cuartil de renta vive en un hogar sin ordenador (1 de cada 5), frente a un 0,9 % del cuarto cuartil.
Entre otros datos interesantes, hoy sabemos que las diferencias entre alumnado sin ordenadores en el hogar o con tres o más ordenadores en el mismo se sitúa entre 61 y 95 puntos en el caso de las Matemáticas en las pruebas PISA de 2018, y entre 55 y 89 puntos en el caso de Ciencia Naturales (García, V., Hernández, C. y Hernández, F.J. 2020).
Con frecuencia escuchamos la defensa de que toda la información está al alcance de una mano, y sí, es verdad que gran parte de nuestro alumnado puede acceder a internet y descargar sus apuntes en el teléfono móvil. ¿Pero pueden estudiar con ellos? ¿Es suficiente con verlos en un dispositivo móvil o es diferente que poder acceder a ellos desde un ordenador o imprimirlos?
Si bien debemos enseñar y aprender a utilizar las tecnologías de la información y la comunicación, su uso debe ser fruto de la reflexión por parte de equipos docentes y comunidad educativa analizando la forma de uso y las actuaciones de carácter compensatorio en caso necesario.
10.- No trae el material. En muchas comunidades autónomas los programas de gratuidad de libros escolares han permitido que el alumnado disponga de material curricular durante su etapa en la educación básica. Sin embargo, según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU, 2022), la vuelta al cole cuesta una media de 2180€ a las familias, con grandes diferencias entre las tres redes, pero que lleva a que, en ocasiones, las familias afronten un coste difícilmente asumible. Ante el mismo esfuerzo, perder el cuaderno no supone lo mismo a un alumno que a otro.
11.- No quiere venir a la excursión. Si bien las actividades complementarias y extraescolares son muy importantes para el desarrollo curricular, según el mismo estudio de OCU, supone un coste para las familias de hasta 59€ mensuales en centros públicos, 72€ en concertados y 86€ en privados. Todo ello supone un elemento más que diferencia las posibilidades de aprendizaje en función de las condiciones socioeconómicas de partida.
Desde los centros educativos se debe promover las actividades complementarias y extraescolares gratuitas, así como dotar de becas compensadoras para el desarrollo de este tipo de actividades a alumnado más vulnerable.
12.- El «esfuerzómetro» como instrumento de evaluación. Es frecuente escuchar en algunas sesiones de evaluación el esfuerzo como variable a tener en cuenta para la adopción de decisiones académicas. Incluso la normativa anterior como la derivada de la LOMCE (2013), contemplaba el esfuerzo como requisito para incorporarse a algunas medidas de atención a la diversidad, como los programas para la mejora del rendimiento y el aprendizaje (PMAR). Sin embargo, la realidad es que el esfuerzo es una condición difícilmente cuantificable y que responde con frecuencia a percepciones subjetivas del profesorado, así como a múltiples condiciones contextuales.
Como señala Köller (2005) resulta imprescindible que la evaluación mantenga el carácter formativo e individualizado, y que atienda a una «norma de referencia individual» que juzgue el desempeño del alumno frente a un desempeño anterior y no comparándolo con otros alumnos y alumnas, es decir una «norma de referencia social».
Las medidas de atención a la diversidad o la organización de la respuesta educativa no puede depender del esfuerzo percibido por un determinado docente, sino la respuesta a una necesidad que haya sido detectada. Si consideramos que un alumno o alumna no se esfuerza probablemente requiera un cambio en la respuesta educativa que se le ofrece.
13.- Expulsado y que lo eduquen en su casa. Privar del derecho de asistencia a clase no es educativo, menos todavía para todos por igual. Con frecuencia el alumnado que pasa periodos de tiempo más largos privado del derecho de asistencia a clase con aquél que «menos se lo merece» ya que su conducta no es fruto de un escasez de esfuerzo, sino el resultado de una historia familiar, social y cultural que dificulta su encaje en la escuela. La medida, incluso cuando es acompañada de tareas para casa que deben ser corregidas y con feedback sobre las mismas, no resulta exitosa, sino más bien un mecanismo para expulsar del centro educativo a quien más necesita de profesionales especializados. Peor aún si asumimos que estas tareas para casa no pueden ser realizadas con los apoyos necesarios por parte de todos los alumnos y alumnas. De esta manera una medida que pretende ser educativa se torna discriminatoria en función del lugar al que se expulsa al alumnado cuando incumple las normas de convivencia del centro.
Los centros educativos deben mantener planes de convivencia con alternativas a la expulsión, especialmente con el alumnado que se encuentre en situaciones de mayor vulnerabilidad social y familiar. Además, las sucesivas reformas de normativa de organización y funcionamiento, en líneas a unas sociedades cada vez más democráticas deben disminuir la duración de las expulsiones y plantear la posibilidad de respuestas educativas alternativas a las mismas.
Todos estos mecanismos que perpetúan el mito meritocrático requieren de la implicación de la comunidad educativa en la detección de los mismos para su desarticulación. Desde todas las posiciones (familias, alumnado, profesorado, administración educativa, etc.) es necesario que se establezcan medidas y se tomen decisiones que permitan al alumnado progresar teniendo en cuenta su punto de partida y los apoyos y ajustes que sean necesarios.
Cuando leemos a miembros de la comunidad educativa parapetarse en la idea de «esfuerzo» para justificar un ascensor cultural inmóvil debemos acudir a contrarrestar el relato. Juzgar el esfuerzo que realiza un alumno o alumna requiere tomar en consideración las condiciones de posibilidad en las que se produce, así como las barreras que encuentra en el camino. Como docentes además debemos identificar estas barreras y afrontar su compensación en los centros escolares.
Para todo ello no solo son importantes los apoyos, ajustes, recursos personales y materiales que proporciona la administración educativa, sino también el relato social, cultural, normativo y educativo que construimos con nuestras palabras en los foros que participamos.
Referencias prensa:
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Omedes, E. (2022). Las primeras notas de la ley de educación llegan sin calificaciones numéricas: notables, insuficientes y sobresalientes toman el relevo: 20minutos.
Redacción Magisterio (2021). Andalucía cambia el proceso de escolarización pero mantiene la «demanda social».
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Fernández, J. y Morales, M. (2022). La Evaluación Formativa. Madrid: SM.
Garcia, Vincet; Hernàndez, Carles y Hernàndez, Francesc J. (2020). La escuela o el vacío completo. Revista de Sociología de la Educación-RASE, 13 (2)Especial, COVID-19, 183-192. http://dx.doi.org/10.7203/RASE.13.2.17124.
Hattie, J. (2017). Aprendizaje visible para profesores. Madrid: Paraninfo.
Köller, O. (2005), “Formative Assessment in Classrooms: A Review of the Empirical German Literature”, in J. Looney (ed.), Formative Assessment: Improving Learning in Secondary Classrooms, OECD Publishing, Paris, pp. 265-279
Sanmartí, N. (2007): “Evaluar para aprender”
Wiliam, D. (2016). El rol de la evaluación formativa en los entornos de aprendizaje eficaz. En OCDF, OIE-UNESCO. UNICEF LACRO. La naturaleza del aprendizaje usando la investigación para inspirar la práctica, pp 109-133.
Crisis de las clases medias. De la promesa meritocrática al resentimiento existencial
13/03/2023
Antonio Gómez Villar
Profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona (UB)
En 2020 el filósofo Michael Sandel publicaba el ensayo La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? En él trataba de dar respuesta al porqué del surgimiento de los llamados «populismos autoritarios» y las tonalidades emotivas de odio y resentimiento que los acompañan. Según el autor, tanto las comunidades locales como las nacionales están atravesadas hoy por la dicotomía ganadores/perdedores de la globalización y por el consiguiente distanciamiento social entre ambos. En esta dicotomía, la posibilidad de tener éxito depende de la formación y la educación adquirida, que otorgan la preparación necesaria para poder competir en el marco de una economía global. Y la función de los diferentes gobiernos consiste en procurar las mismas oportunidades de recibir esa formación y educación en la que se fundamentan las posibilidades de tener éxito.
Desde esta lógica meritocrática, basada en la supuesta igualdad de oportunidades, quienes logran el éxito, quienes alcanzan los lugares privilegiados de la sociedad, son considerados merecedores de aquello que poseen; y, de la misma manera, quienes han quedado rezagados, quienes han perdido, también son considerados merecedores del lugar que ocupan. Los ganadores creen que su éxito es merecido, creación suya; los perdedores, por su parte, acumulan ira y resentimiento, emociones y afectos que, según Sandel, están a la base del surgimiento de los «populismos autoritarios».
Esta radiografía le lleva a concluir que quienes apoyan hoy a las nuevas formaciones de extrema derecha son aquellos que quedaron al margen de la competencia meritocrática, los votantes carentes de títulos universitarios, atravesados por un sentimiento de inferioridad. El auge del mérito y sus formas de reproducción, que no sólo se refiere a un agravio económico sino también moral y cultural, habrían provocado el surgimiento de líderes políticos autoritarios.
En lo que sigue, trataré de argumentar que las formas del «resentimiento sin conciencia de clase» a las que se refería M. Fisher, que están a la base del surgimiento de las nuevas formas políticas autoritarias, esto es, un imaginario inmunitario, una expresión reactiva e individual, ponen en el centro no una crítica a las consecuencias del privilegio otorgado a la lógica meritocrática, sino un anhelo por tornarla operativa, para que vuelva a regir, a estar disponible. Parte de las actuales clases medias precarizadas observan que el ascensor social se ha averiado, está lento y errático, pero el de las nuevas minorías continúa operativo a través de las políticas de discriminación positiva.
La humillación que experimenta esa sociología a la que Sandel se refiere no es el resultado de la manera en que la meritocracia responsabiliza a los individuos de sus fracasos, sino del hecho de sentirse humillados porque consideran que las nuevas minorías les han adelantado sin pasar por la casilla de salida del esfuerzo y el mérito. Critican que la cultura del mérito, el esfuerzo y el talento haya sido sustituida por la de la representación. Las minorías raciales o de género constituyen una nueva jerarquía aristocrática, cuyas diferencias operan como privilegios de reconocimiento que han de ser preservados.
Es un resentimiento tanto material como simbólico, referido tanto a las posibilidades en el acceso a bienes como a la ausencia del reconocimiento que la sociedad en su conjunto profesaba otrora a las clases medias como sujeto hegemónico del orden. Ello constituye una forma de resentimiento construida sobre la percepción de una injusticia: la promesa del mérito se ha roto y tiene que ser reconstruida, para que la posición social que se ocupe esté determinada por el mérito. Sólo el esfuerzo puede representar la clave del éxito social; y la movilidad social sólo puede depender de la iniciativa individual.
Las clases medias no experimentan hoy un daño específico, no existe una huella evidente de aquello que les duele, ni señalan de manera clara y distinta a un sujeto concreto como responsable de su situación. El otro es una proyección imaginaria, la construcción de un otro inaceptable que, al tiempo que desposee a las clases medias de su estatus, excede las fijaciones establecidas. «Resentendio» proviene de «re-sentir». Declinado como «resistir», su raíz latina es «resistere» [«quedar atrás», «detenerse»]. Resistir, etimológicamente, significa «volver a estar», reclamar la vigencia del estatus perdido. He aquí el proyecto de las clases medias en crisis que politizan las nuevas extremas derechas: la salvaguarda de las jerarquías en las que se fundaba su posición de privilegio social para poner fin a su progresivo desclasamiento.
En el momento en el que las categorías que han articulado la clásica clase media, sus valores e ideales, han sido vaciadas de valor, el mundo mismo se le presenta como carente de valor. Una vez que esos valores –meritocracia, defensa del statu quo, capacidad de consumo, estatus, distinción, igualdad de oportunidades, «sueño americano», «igualdad social europea», etc.– entran en crisis, toda esa sociología que hasta entonces había sostenido el orden adquiere también una valoración muy precisa, son «nada».
El sistema de afectos que atraviesa el proyecto de las nuevas extremas derechas no señala a un segmento sociológico concreto. Su proyecto no nace con el objetivo de reparar una situación de desigualdad, sino de conservar una pretérita situación de privilegio desde una lógica antagonista, señalando como enemigo a quienes atenten contra él o lo imposibiliten. Se trata de una fuerza reaccionaria que necesita del retorno a un privilegio antes tenido para seguir siendo.
Las clases medias apuntan a un agravio comparativo: otros (las minorías) le han arrebatado aquello sobre lo que creían tenían derecho. La clase media, el sujeto que encarnaba el sueño de la igualdad de oportunidades y la meritocracia, se ha roto. Consideran que no merecen caer a los lugares de la marginación, pues no es su lugar natural. Por eso encuentran eco en las nuevas formas políticas reaccionarias: todas sus demandas comienzan con «recobrar», «restaurar», «devolver». El reverso de conseguir éxito a través de la meritocracia es el intento de evitar el fracaso. Es preciso restaurar la justicia para restaurar su bien. El objetivo es que los códigos de dominio de las clases medias vuelvan a regir. De ahí su rencor, defensivo y reaccionario, y la pulsión por la restauración de algo perdido. El futuro es anhelado como promesa de retorno.
Thomas Jefferson, el tercer presidente de EE. UU., dijo a principios del siglo xix que «la naturaleza es la que asigna las clases». La clase media siempre fue hija de esta concepción y reacciona hoy contra la desnaturalización del estatus que por naturaleza les corresponde. Ninguna otra clase hizo tan suya la lógica meritocrática, la posibilidad de progresar en función de las aspiraciones, el talento y la disciplina individual. La expresión «clase media en crisis» es el nombre que recibe hoy la identificación con unas sociedades dañadas por esos «otros», «extraños», minorías que invaden el espacio del sujeto legítimo de la nación por antonomasia. A la clase media le han arrebatado su legado y ha sido relegada al córner de la historia al erosionar sus «legítimos privilegios». Los «otros» no sólo ponen en peligro aquello que se considera propio. La verdadera amenaza reside en la posibilidad de que ocupen su otrora lugar de privilegio. De ahí la nostalgia de una jerarquía natural deshecha, de una prosperidad asociada al imaginario del emprendimiento y el esfuerzo combinada con una política fiscal de bajos impuestos. Por eso reclaman mecanismos restauradores que permitan recuperar lo perdido frente al «orden natural» alterado por las luchas de las minorías.
Lo que las clases medias en su declinación reaccionaria ansían es el retorno de la ficción jurídica de la igualdad de oportunidades, la meritocracia, que el mercado de opciones de vida sea neutro y que no se privilegien otras formas de vida. En ello consiste la rebelión contra la igualdad por parte de las antiguas clases medias hoy en crisis, una lucha contra la democratización en el acceso al consumo, bienes, estatus y reconocimiento de quienes otrora habitaban en los márgenes. Padecen la angustia colectiva ante la decadencia y agonía de un mundo que se resiste a morir.
Desde esta desorientación política, material y afectiva, las nuevas extremas derechas introducen un antagonismo horizontal, los de abajo contra los de abajo. Proyectan rabia, ira y resentimiento contra los de abajo, contra las minorías: éstas se han beneficiado de la globalización neoliberal y la clase media ha acabado perdiendo. Sienten que les han quitado aquello que por derecho natural les corresponde: los inmigrantes les quitan el trabajo y las mujeres les quitan los derechos. Las minorías, en fin, impiden el curso recto de la historia: sólo la lógica neutra de funcionamiento del mercado capitalista posibilita la permanencia de la lógica meritocrática.
Que en este nuevo antagonismo no se apunte hacia arriba, a capitalistas o políticos del status quo, sino a los que consideran más abajo del estrato social, se debe a que la clase media siempre consideró que los de arriba están en su legítimo derecho de estar arriba. Es una lógica de la adecuación, un sentido platónico de la justicia, el derecho natural a ser ricos y poderosos y el derecho a ser pobre. Aceptan a los ricos porque entienden que existe una correspondencia meritocrática entre esfuerzo y recompensa. No cuestionan los privilegios de los ricos porque el sueño de la clase media es aspiracional: ellos también pueden llegar ahí; con esfuerzo, pueden llegar a ser lo que quieran. Cualquier otra escena de igualdad es vivida como una humillación y una ofensa. La lucha de las minorías es el punto simbólico que muestra a las clases medias la inversión competitiva de nuestra época: aquéllas son unas privilegiadas y las clases medias en crisis las nuevas minorías oprimidas. De resultas, el fin de la promesa meritocrática se convierte en un narcisismo herido.
Políticas para una transición postmeritocrática
06/03/2023
Daniel Turienzo
Adscrito en la red educativa española en el exterior (Tangér). Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Madrid
Albert Arcarons
Subdirector de la Oficina del Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo
En ocasiones, el debate sobre el sistema educativo plantea este como un ente aislado. Sin embargo, la igualdad de oportunidades y la equidad educativa también está en manos de los aciertos en las medidas contra la pobreza y la desigualdad.
Las democracias liberales, y específicamente sus sistemas educativos, se basan en una suerte de contractualismo. Un contrato social, en el que se asume que una vez facilitado el acceso al sistema educativo son las decisiones individuales, el talento y el propio esfuerzo lo que determina el resultado. Bajo esta premisa, la igualdad de oportunidades garantizada a través de políticas públicas equipararía las posibilidades de todos.
La creencia de que los derechos formales están asegurados, unido a la idealización de que las personas son capaces de sobreponerse a sus condicionantes de origen a través de respuestas individuales, llevan a que en ocasiones no se perciban o se minimicen las barreas que han de afrontar las personas que se encuentran en una situación desfavorecida. Incluso en ocasiones se deja de percibir la pobreza como una problemática real.
Si los resultados educativos dependieran únicamente de las características individuales tales como la capacidad o el esfuerzo, estos no diferirían notablemente entre los diferentes grupos sociales. Sin embargo, el propio acceso al sistema ya está condicionado por las características familiares. Las hijas e hijos de los hogares con más ingresos tienen un 28% más de probabilidades de estar escolarizados en Educación Infantil o bajo cuidados profesionales que los que viven en hogares con un menor nivel de renta. Si tenemos en cuenta el nivel de estudios, las diferencias en este sentido son incluso mayores. En cuanto a la intensidad del uso de este servicio, los últimos datos disponibles de la Encuesta de Condiciones de Vida muestran una diferencia de en torno a ocho horas semanales tanto si comparamos entre niveles de ingresos del hogar como de educación de la madre.
Posteriormente, las desigualdades de origen se acentúan como consecuencia de la segregación escolar. La segregación no se produce de manera azarosa ni como resultado exclusivo de la segregación residencial, sino que es consecuencia de determinadas políticas (planificación escolar, sistemas de asignación, etc.). La segregación escolar es en sí misma un problema puesto que dificulta la vida en común y limita la cohesión social. Hoy en día sabemos que el hecho de tener compañeros procedentes de diferentes grupos sociales contribuye a que los estudiantes valoren más la justicia social y la equidad.
España es el séptimo país de la OCDE con más centros privados subvencionados con fondos públicos lo que tiende a reforzar dinámicas de segregación escolar y estratificación social, ampliando las desigualdades educativas. La escuela pública acoge 2,2 veces más alumnado de bajo nivel socioeconómico (cuartil más pobre) y 1,6 veces más estudiantes de origen migrante que la red concertada. La nueva ley de educación, la LOMLOE, ha señalado por primera vez este problema y algunas comunidades están tratando de desarrollar iniciativas para paliar la segregación escolar.
Más de medio siglo de investigación relacionan el nivel socioeconómico, tanto de las familias como de los compañeros de pupitre, con los resultados académicos. El peso del capital económico, cultural y social se hace notar en todos los sistemas educativos, si bien con importantes diferencias. El sistema educativo español destaca por ser capaz de mitigar en gran medida el impacto del nivel socioeconómico sobre el potencial rendimiento en términos de nivel competencial. No obstante, los estudiantes de contextos más desfavorecidos tienen 5,6 veces más probabilidades de tener un bajo rendimiento en las pruebas PISA que sus compañeros procedentes de entornos socioeconómicos favorecidos.
El problema radica en que el nivel competencial demostrado en pruebas como PISA no se traduce de manera inmediata en promoción y desarrollo. Así los estudiantes españoles repiten con un nivel que en otros países les permitiría continuar sus estudios. En la mayoría de comunidades autónomas, cerca del 50% del alumnado repetidor posee un nivel competencial suficiente en al menos dos, de las tres competencias evaluadas. La repetición, que ha afectado al 29% del alumnado con 15 años (la cifra más alta de UE) es especialmente injusta puesto que, con el mismo nivel competencial y grados de motivación similares, los estudiantes con un nivel socioeconómico y cultural bajo tienen 3,9 veces más probabilidades de repetir (llegando en algunas comunidades a 6 veces). Estos datos permiten vislumbrar la idea de que se repite más por estar en situación de pobreza que por la falta de competencias.
La repetición, en muchas ocasiones, es la antesala del fracaso administrativo o del abandono educativo temprano. La tasa de abandono temprano es 12 veces superior cuando la madre solo tiene estudios primarios (31,8%) que cuando tiene estudios superiores (2,5%). El abandono no solo se relaciona con factores culturales y educativos sino también con la renta familiar. Las familias que encuentran mucha dificultad para llegar a fin de mes tienen una tasa media de abandono ocho veces más alta que las familias que llegan a fin de mes con mucha facilidad (36,6% frente al 4,9%). El indicador relativo al abandono educativo temprano se ha reducido drásticamente, y medidas como el PROA+, la mayor inversión en becas y ayudas al estudio o la reforma integral de la FP pueden generar avancen significativos. Sin embargo, sigue siendo preocupante que el 14% del alumnado no continúe su formación sin finalizar FP o Bachillerato, especialmente para los chicos que abandonan en mayor medida y en determinadas regiones. Recordemos que la diferencia entre comunidades es de 13 puntos porcentuales, con comunidades que han alcanzado los objetivos fijados por la EU para 2030 (9%) y otras que todavía no han superado la marca establecida para 2020 (15%).
En este contexto, la herencia de muchas niñas y niños es la desventaja educativa a través de la transmisión intergeneracional. El 45% del alumnado cuyos progenitores poseen un nivel formativo bajo, solo han alcanzado ese mismo nivel, frente al 10% y al 7% de los estudiantes cuyos progenitores tienen un nivel formativo medio o alto respectivamente. Lógicamente esta situación lleva a que hijas e hijos de hogares con ingresos altos tengan hasta el doble de probabilidades de cursar estudios superiores. El origen social no solo condiciona los recursos dispuestos en la educación, sino también el acceso a bienes culturales, el uso del tiempo libre o la posibilidad de participar en actividades extraescolares.
El sistema educativo no puede concebirse como un ente aislado puesto que influye en las trayectorias futuras del alumnado al mismo tiempo que se ve condicionado por toda una serie de factores sociales, demográficos e históricos. La educación es a su vez causa y consecuencia de la pobreza y la desigualdad. Al igual que la riqueza, la pobreza se hereda. Se hereda cuando las oportunidades vitales tienen más que ver con el origen social que con el mérito individual.
La evidencia nos muestra que España es uno de los países europeos en los que el peso del origen social es más elevado y que el sistema educativo, a pesar de su importante contribución, no funciona plenamente como un elemento igualador. España tiene niveles altos de inmovilidad y el origen social protege sobre todo a los que se encuentran en una posición social más alta de acabar en posiciones sociales más bajas. Según los últimos datos disponibles sobre movilidad intergeneracional, mientras que una de cada dos personas que crecieron en un hogar con una situación económica “muy mala” se encuentran en riesgo de pobreza en la adultez, solo algo más de uno de cada diez que crecieron en un hogar con una situación económica “muy buena” se encuentran en esta situación.
Ante estos datos, son necesarias medidas para evitar que las brechas sociales se transformen en brechas educativas. Romper el círculo de la pobreza es un reto complejo que desafortunadamente no depende del acierto en una política concreta, como por ejemplo la educativa, sino de varios aciertos en varias políticas al mismo tiempo y de forma persistente y prolongada en el tiempo. Si bien la evidencia nos muestra que la educación es el elemento más importante para romper el círculo de la pobreza, para que así sea y las políticas educativas sean efectivas estas deben formar parte de un conjunto más amplio de redes de protección. Dentro de este conjunto podemos distinguir al menos tres grupos de políticas clave: transferencia de rentas, mejora de las condiciones en el mercado laboral y acceso a servicios básicos de calidad.
En cuanto al primer grupo, encontramos medidas de transferencia de rentas a los hogares para, por ejemplo, revertir su situación de pobreza severa -como es el caso del Ingreso Mínimo Vital- o aliviar la carga económica que supone la crianza mediante prestaciones o ayudas fiscales. El segundo grupo incluye medidas como la adecuación del salario mínimo interprofesional a unos estándares de vida dignos o la regulación sobre tipos de contratos y condiciones laborales.
En cuanto a las medidas que garanticen el acceso en condiciones de igualdad a servicios básicos o derechos fundamentales, la reciente recomendación del consejo de la Unión Europea sobre la Garantía Infantil establece que, a parte de la educación formal, se garantice el acceso al primer ciclo de educación infantil (0-3 años), las actividades escolares y extraescolares -incluyendo el verano-, la sanidad, la vivienda y la nutrición saludable -destacando la importancia de ofrecer a los niños, niñas y adolescentes una comida saludable al día mediante una apuesta clara por el acceso a comedores escolares de calidad-.
La suerte de la igualdad educativa está por tanto en manos de los aciertos en el campo de juego más amplio de la pobreza y la desigualdad. Por muy buenas políticas educativas que pongamos en marcha, si los estudiantes van a clase sin desayunar o tienen problemas para ver la pizarra, presentan problemas psicosociales o emocionales, no tienen un entorno protector y estimulante al salir de clase o no viven en un hogar que pueda mantener una temperatura adecuada, para decir solo algunos de los factores que correlacionan claramente con la pobreza infantil, es mucho menos probable que tengan éxito educativo comparado con estudiantes con las mismas capacidades pero con condiciones más favorables.
En este punto cabe preguntase qué medidas deberíamos adoptar una vez asumidas las profundas limitaciones del paradigma meritocrático. Consideramos que, al menos, es necesario avanzar en cuatro líneas de acción complementarias y no excluyentes. Por una parte, mejorar la relación entre esfuerzo y resultados. Esto implica poner los medios para eliminar las barreras que impiden tanto el acceso como el progreso en el sistema educativo. Además de reforzar las políticas compensatorias, es necesario determinar factores de riesgo para apoyar a quienes más lo necesitan incluso antes de que surjan dificultades. En segundo lugar, son necesarias políticas de segunda oportunidad que permitan que ante las eventualidades exista una red de soporte para superarlas.
En tercer lugar, es necesario desarrollar políticas pensadas explícitamente para los que se quedan abajo en el ascensor social. Es decir, garantizar y expandir los derechos existentes y generar nuevos, de tal forma que las personas puedan desarrollar sus proyectos vitales independientemente de su posición social. Finalmente, urge asumir un nuevo paradigma dadas las limitaciones del mérito como principal herramienta para distribuir recompensas. Esto no supone renunciar al mérito, sino cuestionar la meritocracia como paradigma hegemónico sobre el que se articulan las instituciones. En el caso de la educación debe existir una clara significación de las etapas obligatorias (incluso las consideradas básicas) como comprensivas, donde se priorice desarrollar todas las potencialidades del individuo frente a las labores de certificación y ordenación social.
Seguiremos diciéndole a nuestras hijas e hijos, al alumnado, que se esfuerce. No porque el esfuerzo vaya a garantizarles el maná, sino justo por lo contrario, incluso con esfuerzo el futuro es incierto. Estudiar en España sigue siendo rentable en términos de empleo, salario y salud y tiene efectos importantes y persistentes a lo largo de la vida.
¿Meritocracia o democracia en el ámbito biosanitario?
27/02/2023
José Eduardo Muñoz Negro
Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Granada y médico de la sanidad pública
Michael J. Sandel en su espléndido La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, previamente a desarrollar las contradicciones democráticas del credencialismo, explica las tres maneras de entrar en las prestigiosas universidades de élite en EEUU: por la puerta delantera aprobando el exigente examen SAT; por la puerta de atrás mediante una poderosa donación; y ¡oh, maravillosa innovación!, la no menos interesante puerta lateral del soborno y del fraude en las puntuaciones de acceso. Además, para desesperación de los amantes de la equidad, la puntuación en el examen SAT ha demostrado ajustarse bastante bien a la renta familiar.
Centrado en la sociedad estadounidense, explica cómo la desigualdad económica y social erosiona radicalmente no solamente la posibilidad de medir y acreditar con justicia el mérito, sino la misma posibilidad de una sociedad democrática. Si todo se puede comprar con dinero o poder, nada vale. Los más desfavorecidos tienen sólo la puerta delantera para entrar, los más ricos no sólo tienen más facilidad de acceso a la puerta delantera, sino que también tienen el acceso exclusivo a las otras dos. Méritos falsos que otorgan poder, y déficit de reconocimiento que provoca resentimiento. Una élite más o menos presunta que tiene acceso a los beneficios de la globalización, y un pueblo con niveles decrecientes de renta, bienestar e identidad, que no ve reconocida su dignidad trabajadora y no puede acreditar su mérito. En Europa ese conflicto se ve atemperado por una mayor igualdad social, pero ese descrédito y ese resentimiento late en capas sociales que sienten que hay menos movilidad ascendente, y además creen que compiten con la inmigración para no descender.
Surgen así diversas preguntas: la primera, si es justo y democrático erigir una sociedad sobre el mérito; una vez respondida adecuadamente esa cuestión podemos determinar qué lugar debería ocupar el mérito en nuestras sociedades, si es posible medirlo, de qué manera y por quién. ¿Es por tanto justo establecer según el mérito individual el acceso a los bienes primarios y fundamentales que permiten la reproducción de la vida individual y social?, ¿puede el mérito determinar de una manera justa el lugar que cada uno ocupa en la sociedad? Después de 2500 años de tradición occidental la respuesta a esa pregunta parece francamente negativa.
El acceso a bienes básicos como la alimentación, la salud, la educación, la vivienda o la participación política no pueden basarse en el mérito, sino en la igual dignidad de los seres humanos. Asegurado ese acceso a los bienes básicos queda en pie la pregunta del papel del mérito en el acceso a una distribución escalar del resto de los bienes. Sin embargo, las sociedades “meritocráticas” tienen una menor movilidad social que aquellas más igualitarias. Al igual que pasaba con las bulas papales que aseguraban el cielo a quiénes podían pagarlas y poder a la Iglesia, el credencialismo otorga poder a los que pueden comprar el acceso a esos méritos, y a las instituciones que lo establecen como norma para establecer diferencias por encima de la democracia. Por tanto, la meritocracia no es en absoluto un ideal democrático de sociedad, ni en la práctica funciona así. Sin embargo, ¿significa eso que debamos renunciar a la medición y la acreditación del mérito? No en absoluto, ese extremo también sería injusto.
Precisamente la llamada meritocracia, a los ojos de Sandel y otros, parece más bien lo contrario que el justo reconocimiento del mérito, una sociedad encubridora del privilegio mediante el credencialismo. Sin igualdad, el reconocimiento del mérito deviene en privilegio. Está empíricamente demostrado que las sociedades más igualitarias son las que tienen mayor movilidad social. Queda pendiente la pregunta de cómo medir el mérito y su relación con el valor. Pero en todo caso, la posibilidad de medirlo reside en la condición de posibilidad de una igualdad mínima, de lo contrario el mérito está sesgado por el privilegio.
En el mundo de la sanidad, tanto en el ámbito asistencial como en el académico existe una importante preocupación por la adquisición y evaluación de méritos, y en qué medida esa evaluación distribuye el acceso a puestos laborales y académicos. Retomando lo anterior, la primera consideración es que la salud no debe ser mercantilizada. En relación al conocimiento, debemos tener en cuenta que el derecho a la propiedad intelectual se asienta sobre un suelo público. Somos herederos de la tradición intelectual del pasado. Sin tener en cuenta esta consideración, el debate sobre la evaluación del mérito queda reducida a una mera discusión escolástica y corporativa, a una lucha de poder, un compromiso y una reivindicación de que el baremo incluya “lo mío”. Hay que denunciar así la escasez artificialmente creada por aquellos que extraen plus salud y plus conocimiento del resto. Sin esto, la evaluación del mérito se convierte en una competición por las migajas (Don’t look up!), y una fase más de la neoliberalización de las clases profesionales, sanitarias en este caso.
En el caso de la asistencia sanitaria, la medición del rendimiento y mérito profesional con frecuencia empieza y acaba en el nihilismo, con un burocratismo que no tiene nada que envidiar a ningún denostado plan quinquenal soviético. Una fase degenerativa de meritocracias más calvinistas. En sociedades más mediterráneas y más clientelares, la búsqueda de la objetividad del mérito se intenta llenar con criterios aparentemente muy objetivos y estrictos. Pero no por mucho medir amanece más temprano. Especialmente frustrante para la mayoría y poco útil para el bien común, es un sistema vetusto y obsoleto de oposiciones masivas que además se utiliza para justificar la precariedad. ¿Por qué no una laborización justa e inmediata de todos los puestos estructurales? Especialmente cuando faltan sanitarios en todos los servicios públicos de salud.
Otro elemento fundamental en la evaluación del mérito en los sistemas de asistencia sanitaria es su incapacidad para tener en cuenta adecuadamente todo lo “subjetivo”, los valores, la motivación, la calidad humana y ética de los profesionales, las competencias psicosociales y otros aspectos que diferencian de una manera decisiva a los buenos profesionales de los no tan buenos. Es fundamental buscar fórmulas que incluyan esos aspectos e ir más allá de la mera evaluación “técnica”, con mucha frecuencia confundida con conocimientos teóricos o acreditaciones. Qué mejor manera de evaluar el mérito de alguien que mediante el juicio ponderado de un grupo de expertos sujeto a la publicidad y al control democrático ciudadano.
El mundo académico sanitario también se caracteriza por el mandato de “Don’t look up!” y de la lucha por las “plazas”, no sabemos si plazas de soberanía o públicas. Sólo que en este caso el dedo es la ANECA, y la luna, las redes clientelares, la endogamia, la precariedad y los bajos presupuestos. La ANECA no ha podido evitar, tampoco es su función, que haya quién compre méritos y construya currículos fantasmas, pero sí ha posibilitado el reconocimiento del mérito de aquel que lo tiene. En ese sentido, a pesar de todos sus defectos, es una institución claramente más democrática que meritocrática. Una mayor justicia en el reconocimiento del mérito no responde al voluntarismo del cambio de los criterios de evaluación. Sólo será posible con la transición hacia un modelo de ciencia abierta y ciudadana, con sustitución de las agencias de impacto privadas por otras con criterios públicos, junto a estructuras más cooperativas que cuestionen monopolios organizativos y epistemológicos.
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