¿Meritocracia o democracia en el ámbito biosanitario?

  • José Eduardo Muñoz Negro

    José Eduardo Muñoz Negro

    Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Granada y médico de la sanidad pública

Michael J. Sandel en su espléndido La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, previamente a desarrollar las contradicciones democráticas del credencialismo, explica las tres maneras de entrar en las prestigiosas universidades de élite en EEUU: por la puerta delantera aprobando el exigente examen SAT; por la puerta de atrás mediante una poderosa donación; y ¡oh, maravillosa innovación!, la no menos interesante puerta lateral del soborno y del fraude en las puntuaciones de acceso. Además, para desesperación de los amantes de la equidad, la puntuación en el examen SAT ha demostrado ajustarse bastante bien a la renta familiar.

Centrado en la sociedad estadounidense, explica cómo la desigualdad económica y social erosiona radicalmente no solamente la posibilidad de medir y acreditar con justicia el mérito, sino la misma posibilidad de una sociedad democrática. Si todo se puede comprar con dinero o poder, nada vale. Los más desfavorecidos tienen sólo la puerta delantera para entrar, los más ricos no sólo tienen más facilidad de acceso a la puerta delantera, sino que también tienen el acceso exclusivo a las otras dos. Méritos falsos que otorgan poder, y déficit de reconocimiento que provoca resentimiento. Una élite más o menos presunta que tiene acceso a los beneficios de la globalización, y un pueblo con niveles decrecientes de renta, bienestar e identidad, que no ve reconocida su dignidad trabajadora y no puede acreditar su mérito. En Europa ese conflicto se ve atemperado por una mayor igualdad social, pero ese descrédito y ese resentimiento late en capas sociales que sienten que hay menos movilidad ascendente, y además creen que compiten con la inmigración para no descender.

Surgen así diversas preguntas: la primera, si es justo y democrático erigir una sociedad sobre el mérito; una vez respondida adecuadamente esa cuestión podemos determinar qué lugar debería ocupar el mérito en nuestras sociedades, si es posible medirlo, de qué manera y por quién. ¿Es por tanto justo establecer según el mérito individual el acceso a los bienes primarios y fundamentales que permiten la reproducción de la vida individual y social?, ¿puede el mérito determinar de una manera justa el lugar que cada uno ocupa en la sociedad? Después de 2500 años de tradición occidental la respuesta a esa pregunta parece francamente negativa.

El acceso a bienes básicos como la alimentación, la salud, la educación, la vivienda o la participación política no pueden basarse en el mérito, sino en la igual dignidad de los seres humanos. Asegurado ese acceso a los bienes básicos queda en pie la pregunta del papel del mérito en el acceso a una distribución escalar del resto de los bienes. Sin embargo, las sociedades “meritocráticas” tienen una menor movilidad social que aquellas más igualitarias. Al igual que pasaba con las bulas papales que aseguraban el cielo a quiénes podían pagarlas y poder a la Iglesia, el credencialismo otorga poder a los que pueden comprar el acceso a esos méritos, y a las instituciones que lo establecen como norma para establecer diferencias por encima de la democracia. Por tanto, la meritocracia no es en absoluto un ideal democrático de sociedad, ni en la práctica funciona así. Sin embargo, ¿significa eso que debamos renunciar a la medición y la acreditación del mérito? No en absoluto, ese extremo también sería injusto.

Precisamente la llamada meritocracia, a los ojos de Sandel y otros, parece más bien lo contrario que el justo reconocimiento del mérito, una sociedad encubridora del privilegio mediante el credencialismo. Sin igualdad, el reconocimiento del mérito deviene en privilegio. Está empíricamente demostrado que las sociedades más igualitarias son las que tienen mayor movilidad social. Queda pendiente la pregunta de cómo medir el mérito y su relación con el valor. Pero en todo caso, la posibilidad de medirlo reside en la condición de posibilidad de una igualdad mínima, de lo contrario el mérito está sesgado por el privilegio.

En el mundo de la sanidad, tanto en el ámbito asistencial como en el académico existe una importante preocupación por la adquisición y evaluación de méritos, y en qué medida esa evaluación distribuye el acceso a puestos laborales y académicos. Retomando lo anterior, la primera consideración es que la salud no debe ser mercantilizada. En relación al conocimiento, debemos tener en cuenta que el derecho a la propiedad intelectual se asienta sobre un suelo público. Somos herederos de la tradición intelectual del pasado. Sin tener en cuenta esta consideración, el debate sobre la evaluación del mérito queda reducida a una mera discusión escolástica y corporativa, a una lucha de poder, un compromiso y una reivindicación de que el baremo incluya “lo mío”. Hay que denunciar así la escasez artificialmente creada por aquellos que extraen plus salud y plus conocimiento del resto. Sin esto, la evaluación del mérito se convierte en una competición por las migajas (Don’t look up!), y una fase más de la neoliberalización de las clases profesionales, sanitarias en este caso.

En el caso de la asistencia sanitaria, la medición del rendimiento y mérito profesional con frecuencia empieza y acaba en el nihilismo, con un burocratismo que no tiene nada que envidiar a ningún denostado plan quinquenal soviético. Una fase degenerativa de meritocracias más calvinistas. En sociedades más mediterráneas y más clientelares, la búsqueda de la objetividad del mérito se intenta llenar con criterios aparentemente muy objetivos y estrictos. Pero no por mucho medir amanece más temprano. Especialmente frustrante para la mayoría y poco útil para el bien común, es un sistema vetusto y obsoleto de oposiciones masivas que además se utiliza para justificar la precariedad. ¿Por qué no una laborización justa e inmediata de todos los puestos estructurales? Especialmente cuando faltan sanitarios en todos los servicios públicos de salud.

Otro elemento fundamental en la evaluación del mérito en los sistemas de asistencia sanitaria es su incapacidad para tener en cuenta adecuadamente todo lo “subjetivo”, los valores, la motivación, la calidad humana y ética de los profesionales, las competencias psicosociales y otros aspectos que diferencian de una manera decisiva a los buenos profesionales de los no tan buenos. Es fundamental buscar fórmulas que incluyan esos aspectos e ir más allá de la mera evaluación “técnica”, con mucha frecuencia confundida con conocimientos teóricos o acreditaciones. Qué mejor manera de evaluar el mérito de alguien que mediante el juicio ponderado de un grupo de expertos sujeto a la publicidad y al control democrático ciudadano.

El mundo académico sanitario también se caracteriza por el mandato de “Don’t look up!” y de la lucha por las “plazas”, no sabemos si plazas de soberanía o públicas. Sólo que en este caso el dedo es la ANECA, y la luna, las redes clientelares, la endogamia, la precariedad y los bajos presupuestos. La ANECA no ha podido evitar, tampoco es su función, que haya quién compre méritos y construya currículos fantasmas, pero sí ha posibilitado el reconocimiento del mérito de aquel que lo tiene. En ese sentido, a pesar de todos sus defectos, es una institución claramente más democrática que meritocrática. Una mayor justicia en el reconocimiento del mérito no responde al voluntarismo del cambio de los criterios de evaluación. Sólo será posible con la transición hacia un modelo de ciencia abierta y ciudadana, con sustitución de las agencias de impacto privadas por otras con criterios públicos, junto a estructuras más cooperativas que cuestionen monopolios organizativos y epistemológicos.

Otras intervenciones en el debate

Intervenciones
  • Antonio Gómez Villar

    Profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona (UB)

    En 2020 el filósofo Michael Sandel publicaba el ensayo La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? En él trataba de dar respuesta al porqué del surgimiento de los llamados «populismos autoritarios» y las tonalidades emotivas de odio y resentimiento que los acompañan. Según el autor, tanto las comunidades locales como las nacionales están atravesadas hoy por la dicotomía ganadores/perdedores de la globalización y por el consiguiente distanciamiento social entre ambos. En esta dicotomía, la posibilidad de tener éxito depende de la formación y la educación adquirida, que otorgan la preparación necesaria para poder competir en el...
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  • Daniel Turienzo

    Adscrito en la red educativa española en el exterior (Tangér). Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Madrid.

    Albert Arcarons

    Subdirector de la Oficina del Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por el Instituto Universitario Europeo.

    En ocasiones, el debate sobre el sistema educativo plantea este como un ente aislado. Sin embargo, la igualdad de oportunidades y la equidad educativa también está en manos de los aciertos en las medidas contra la pobreza y la desigualdad. Las democracias liberales, y específicamente sus sistemas educativos, se basan en una suerte de contractualismo. Un contrato social, en el que se asume que una vez facilitado el acceso al sistema educativo son las decisiones individuales, el talento y el propio esfuerzo lo que determina el resultado. Bajo esta premisa, la igualdad de oportunidades garantizada a través de políticas públicas equipararía las posibilidades de todos. La creencia de que los derechos formales están asegurados, unido a la idealización de que las personas son capaces de sobreponerse a sus condicionantes de origen a través de respuestas individuales, llevan a que en ocasiones no se perciban o se minimicen las barreas que han de afrontar las personas que se encuentran en una situación desfavorecida. Incluso en ocasiones se deja de percibir la pobreza como una problemática real. Si los resultados educativos dependieran únicamente de las características individuales tales como la capacidad o el esfuerzo, estos no diferirían notablemente entre los diferentes grupos sociales. Sin...
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  • José Eduardo Muñoz Negro

    Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Granada y médico de la sanidad pública

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